Mi vida empezó como una novela policíaca. Intentaron asesinarme. Por suerte eso pasó cinco meses antes de que yo naciera, de manera que no creo que la cosa me causara mayor sobresalto. Aunque de ser cierto lo que se rumoreaba en el pueblo, debería haber tenido mis razones para preocuparme. Faltó bien poco para que acabaran conmigo antes de que me hubiesen crecido los cinco dedos con los que ahora sujeto la pluma.
Mi madre tenía apenas dieciséis años y, según todos los indicios, ni en cuerpo ni en alma quería que yo llegara a llamarla madre. Si bien en términos generales pocas son las jovencitas que desean disfrutar de este honor, lo que hizo mi madre —según cuentan— fue absolutamente nauseabundo. Se rebeló contra su inminente maternidad como poseída por el demonio. Recurrió a los medios más reprobables y al mismo tiempo frecuentó las iglesias: se arrodillaba, rezaba, y luego, sin transición alguna, blasfemaba, montada en cólera, contra el santoral al completo. No quería tenerme, a buen seguro que no lo quería.
—¡Si al menos amara al sinvergüenza de su padre! —se decía—. Pero es que solo lo vi en una ocasión, ni siquiera sé por dónde diablos andará ahora.
Así fue, en efecto. Conoció a Mihály T. el día de San Pedro y San Pablo; no lo había visto antes ni lo volvió a ver después. No obstante, se produjo el accidente. Y eso que mi madre no era de esas mujeres que por aquí llaman ligeras de cascos, que se acuestan sin miramientos con cualquiera con tal de que lleve pantalones. No quiero embellecer las cosas, lo cuento todo tal como a mí me lo relató más tarde la tía Rozika, una vecina del pueblo de la que hablaré después.
Según me contó, la «pobre Anna» no tenía nada que envidiar al resto de las mozas del pueblo. Era una muchacha callada, bien parecida, de piel blanca y pelo negro; una chica de singular belleza. Lo que más recuerdo son sus ojos. Los tenía muy hundidos, diminutos y negros, unos ojos de campesina desconfiada pero dócil en definitiva, que observan el mundo con agudeza y al mismo tiempo con una tristeza dulce y ancestral. Como su padre había muerto hacía tiempo, vivía en casa de su madrastra, pues a su madre no la había llegado a conocer; eran pobres de solemnidad. Trabajaba de criada, y a los quince años ya la mandaban a deslomarse de sol a sol en las tierras del conde. Así que de sobra merecía tomarse un respiro para asistir a la tradicional fiesta del día de San Pedro y San Pablo, en la que terminó en los brazos de Mihály T.
Este Mihály T. era un mozo afamado, las chicas lo llamaban Miguelindo, así, todo en una misma palabra, tal como lo escribo. Había nacido en el pueblo, pero hacía diez años que se había marchado. Era de sangre caliente y carácter aventurero; se había fugado de casa siendo adolescente, se fue a ver mundo, como se dice en los cuentos populares, y desde entonces circulaban misteriosas historias sobre él. Contaban que si había sido capitán de un barco, que si era pirata. En realidad, no llegó a ser ni lo uno ni lo otro, pero sí marinero en un barco de vapor, lo cual no deja de ser meritorio para un campesino. Volvió pues Miguelindo al cabo de diez años para que vieran en el pueblo a lo que había llegado. Se vistió con sus mejores galas; entre sus dientes fuertes y brillantes como la porcelana humeaba una auténtica pipa de madera inglesa, y llevaba de medio lado un sombrero verde que había comprado, según precisó, en Buenos Aires. Era un gañán locuaz, fuerte como un toro, engreído y pendenciero, que volvía locas a las chicas. Se pavoneaba por las calles del pueblo y cada noche se le veía en los pajares con una muchacha diferente.
Anna no conocía a Miguelindo, aunque había oído hablar mucho de él. Cuando lo vio por primera vez aquella famosa noche de verano, el día de San Pedro y San Pablo, no le pareció gran cosa.
«¿Y por este tipo suspiráis? —dijo en voz bien alta, para que todo el mundo lo oyera—. Pues vaya gusto el vuestro.»
Las buenas amigas, ni cortas ni perezosas, se lo comentaron a Miguelindo, pero, como suele ocurrir, lograron justamente el efecto contrario del pretendido. Sucedió, pues, que Miguelindo se plantó ante Anna y, sin decir una sola palabra, la agarró por la cintura y la llevó a bailar una czarda. Nadie sabe muy bien qué diablos sucedió mientras bailaban. Dicen que más adelante mi madre juró que había bailado con el mozo por pura presunción, para dar envidia a sus irritadas compañeras. Sin embargo, el hecho es que bailó con Miguelindo hasta la madrugada, sin mirar a nadie más.
El del año 1912 fue un verano hermoso y fecundo, y el día de San Pedro y San Pablo se celebró por todo lo alto, como manda la tradición. Los aldeanos se saciaron comiendo el gulash que mandó preparar el terrateniente, hubo vino a espuertas y la banda de gitanos tocó czardas. Cuentan que aquella fue una noche tan calurosa que, pese a que el baile era al aire libre, nadie dejó de sudar hasta el amanecer. La suave brisa que se levantó después de medianoche tan solo alcanzó para que el fuego de los farolillos prendiera en el papel que los envolvía con los colores de la bandera nacional, pero no causó alivio alguno, ya que traía un ardor más propio de la boca de un horno. La gente apagó a pisotones los farolillos que se habían encendido y solo quedó la luz de la luna y de las estrellas del cielo, pero a la juventud le bastaba o incluso le sobraba, pues las parejas poco a poco se fueron retirando a parajes más tranquilos.
De repente Miguelindo le preguntó a mi madre:
—¿Tienes alguna canción preferida?
—Claro. ¿Cómo no la iba a tener?
—¿Cuál es?
—Es una canción muy antigua, los gitanos ya no la tocan.
—¿Ah, no? —contestó Miguelindo con picardía—. No tocarán ninguna otra cosa hasta la madrugada, ya verás.
Dicho y hecho. Sacó del bolsillo un billete de diez coronas, escupió sobre el papel y, con los modales de un caballero que busca jarana, lo pegó en la frente del primer violinista. Y, claro está, de inmediato la banda se arrancó con la canción elegida por mi madre, una antigua y dulce balada popular:
En el bosque donde entré,
un pajarillo me encontré
y un nido construía
y mi amor por ti crecía…
Luego sucedió lo que había anunciado Miguelindo: la banda no tocó otra melodía hasta el amanecer. De vez en cuando el primer violinista intentaba pasar a una canción de ritmo más rápido, pero Miguelindo aparecía de pronto y arremetía contra los músicos como un perro rabioso. No les quedó más remedio que continuar con la misma czarda lenta hasta que despuntó el día, mientras Miguelindo cantaba al oído de mi madre «Ay, mi amor por ti crecía», para exasperación del resto de las muchachas.
Fue una noche loca, apenas quedó una persona sobria en todo el pueblo. La abundancia de vino, la abundancia de czardas lentas y quizá también la abundancia de estrellas en el cielo surtieron efecto, y sucedió lo que suele suceder en tales ocasiones. Anna, de repente, se encontró tumbada en un pajar con Miguelindo. Fueron tan solo unos minutos, según contó más tarde la pobre, apenas se había dado cuenta de lo sucedido cuando de repente el mozo miró el reloj y bramó como si le asestaran una puñalada en la espalda: «¡Maldita sea, que pierdo el tren!».
Antes de que mi madre pudiera adecentarse, él ya se había alejado. Subió al tren en marcha desde el terraplén, según relató al día siguiente el guardabarrera, y nunca más le volvieron a ver.
Así sucedió. No fue amor, ni mucho menos. Fue una locura, ocurrió, ha habido locuras mayores el día de San Pedro y San Pablo. El día siguiente, según me contó la tía Rozika, mi madre se lo tomó con calma. Le dolía la cabeza, le había sentado mal el vino, refunfuñaba malhumorada. No pensaba mal de Miguelindo, pero tampoco podía pensar bien de él. Se lo tomó como suelen tomarse esta clase de locuras. Sucedió y punto. Al fin y al cabo, el mozo no le había quitado nada.
Tal vez ya ni se acordaba de los célebres ojazos de Mihály T. cuando un día se percató del problema. Enseguida visitó, claro está, a las expertas en esos asuntos, pero a esas alturas ya no había solución. La tía Rozika, que también era una experta, confirmó que ahí había unas faltas en la regla pero que se había dado cuenta demasiado tarde. Sin duda, era muy joven y poco versada en esas cosas. Baste decir que por entonces yo ya llevaba más de tres meses en el vientre de mi madre.
En condiciones normales las comadronas de aldea no se asustan ante percances de tres meses, pero aquella vez tenían buenas razones para hacerlo. Hacía medio año más o menos que, en una de las aldeas vecinas, la criada de la familia del farmacéutico se había desangrado a manos de una vieja curandera. El escándalo trascendió a escala nacional y los gendarmes se llevaron a una docena de mujeres de nuestro pueblo; hubo lloros y lamentos, investigaciones y juicios, y hasta los periódicos hablaron largo y tendido del asunto. Desde entonces, para mayor pesar de Anna, el gremio de las hacedoras de ángeles —que florecía a la sombra— se volvió extremadamente cauteloso. No había en la aldea quien quisiera asumir tal responsabilidad.
Mi madre corrió de un sitio a otro, se subió a todos los carros que se dirigían a los pueblos vecinos, llamó a la puerta de todas las comadronas, de todos los curanderos y de todas las ancianas expertas que vivían en los alrededores. Nadie la ayudó, solo la engañaron. Le dieron toda clase de pomadas, tisanas y píldoras misteriosas, y la colmaron de buenos consejos. Le mandaron tomar baños tan calientes que durante semanas la pobre tuvo el cuerpo cubierto de ampollas. Nada surtía efecto. Aquellas mujeres de voz melosa no lograron más que sacar a la humilde criada el poco dinero que había ahorrado con su sudor y sus lágrimas, y luego le dijeron con el gesto contrariado y un hondo pesar: «Has venido tarde, cielito».
Entonces «cielito» cogió el mantón, porque esto sucedía en época de Adviento, y se tiró al río. Bajo el temporal de nieve, el agua arrastraba pesados cascotes de hielo; sin embargo, la pequeña criada no logró ahogarse. La sacaron y no le pasó nada, no agarró siquiera un maldito catarro.
Parece que yo tenía una constitución muy fuerte aun siendo un embrión. El río helado no pudo congelarme, el agua hirviendo no pudo quemarme, las distintas pomadas, tisanas y píldoras no me hicieron el menor daño. Nací, estaba vivo y tan fuerte como un roble. Pesé cinco kilos y medio; no se había visto nada igual en el pueblo. Según decían, de mis pulmones recién estrenados salían unos gritos tan sonoros que el cuerno de los pastores se quedaba corto.
«¡Qué feo!», se limitó a decir mi madre al verme. Acto seguido se volvió hacia la pared y no me miró más.
Bueno, por lo visto debí de pensar que si había logrado sobrevivir al agua gélida y a los baños hirvientes, también sobreviviría a tal desprecio. Y, efectivamente, sobreviví. Crecí, engordé, cobré fuerzas; ni yo mismo sé con qué ni cómo. De un perro vagabundo se habrían ocupado más de lo que se ocuparon de mí. Crecí como la maleza y la mala hierba, y tengo que decir que fui igual de resistente.
Cuentan que lo primero que dije fue «diablo»; la palabra «madre» la aprendí mucho más tarde. Desgraciadamente eso no se debe a mi carácter burlón, sino más bien al triste hecho de que ya a esa tierna edad en infinidad de ocasiones se dirigieron a mí de tan jugosa manera; en cambio, con poca frecuencia pude utilizar esa otra palabra, que en mi tierra la gente pronuncia con especial dulzura: mamá.
Dos semanas después de nacer yo, mi madre ya trabajaba de nodriza en Budapest y, como mucho, iría al pueblo a verme cuatro o cinco veces al año. Es difícil saber por qué iba tan poco. Tal vez no tenía más días libres, tal vez no le llegaba para pagarse el viaje en tren, aunque también es posible que siguiera considerándome tremendamente feo. Lo más probable es que fuera por las tres razones. Baste con decir que a un tiempo tenía y no tenía madre. Y esa dulce lechecita que según las leyes eternas de la naturaleza me hubiera correspondido, la chupaba el vástago sietemesino de un comerciante de paños al por mayor residente en Budapest, al que criaban entre algodones, como a un gusano de seda malherido.
Qué se le va a hacer, parece que las leyes, incluso las ancestrales leyes de la madre naturaleza, solo existen para que la gente las viole siempre que pueda.