Madrid sacó sus miserias al primer sol de la primavera. La Castellana amarilleaba, aunque débilmente todavía, entre los ateridos árboles en cuyas ramas apuntaban las yemas reventonas. La gente, entre ella algunos niños pálidos, acudió al paseo aquella mañana marceña a orearse, como a sacudirse la ceniza del invierno, tras las últimas jornadas de tiros en sus calles y con nubarrones grises en lo alto. Aún aparecía enfundada en sus viejos gabanes y arropada con tapabocas y, aunque flaca y ojerosa, hacía gala de una sonrisa cuyo recóndito sentido se transmitía con las miradas. Era como un comienzo de conjura o conspiración de la alegría de vivir, apenas sofrenada y disimulada. Hasta los hombres vestidos de uniforme, que iban y venían en grupos, o charlaban en corros, mostraban un talante eufórico. La circulación rodada por el centro y las calzadas laterales, si bien reducida a coches y camiones militares enmascarados, no infundía temor ni levantaba expectación alguna. Los que ocupaban los vehículos iban tranquilos, despreocupados, sin asomo de recelo o inquietud. Madrid recobraba su fisonomía anterior a la algarada de casadistas contra negrinistas y quizás, observándolo bien, con un ligero matiz más frívolo y optimista que de costumbre.
Ramírez lo percibió bien claramente y así lo hizo saber a su amigo, mirándole con sus ojillos cargados de malicia:
—Cualquiera diría que la guerra ha terminado.
—Por lo menos, eso se piensan —comentó Olivares.
—Pues me parece que se engañan. Todavía hay guerra para rato.
—¿Tú crees?
—Y tanto, Olivares. No han hecho más que empezar las negociaciones de la junta con Burgos. En este momento están allí los enviados de Casado y no es cosa de cuatro días llegar a un acuerdo. Luego habrá tres o cuatro meses más de tiempo para ir evacuando paulatinamente nuestra zona. Así que…
Estaban mirando al paseo desde una de las ventanas del palacete de la Presidencia del Consejo, y el débil sol les daba en los ojos.
—Ya me lo ha dicho Molina, ya, pero, la verdad, no paso a creerme que todo vaya a resolverse tan fácilmente.
—No lo dudes, hombre. Le conviene a Franco y nos conviene a nosotros. Por otra parte, a las democracias les interesa también que el desenlace tenga lugar de esa manera.
—¿Y qué les importa a las democracias cuál sea el final después que nos han dejado llegar a él en las peores circunstancias?
Después de hacer un gesto con el que trataban de darle a entender que se trataba de altas razones fuera del alcance de su cerebro, se dignó explicarle:
—Sí, porque una paz negociada con Franco salvaría el último jirón de su prestigio, ¿no comprendes? Son cuestiones de política internacional, hombre.
No obstante, Olivares movió dubitativamente la cabeza.
—No sé, tal vez a mí se me escape el meollo de la cuestión, pero me parece que, después de la «semana del duro», nos hemos quedado sin ejército y sin moral de combate. En esas condiciones ¿qué podemos ofrecer en ese trato que se está discutiendo en Burgos?
—¿Qué no? —replicó Ramírez, compadeciendo con el gesto y la mirada a su amigo. ¿Te parece poco dejarle al vencedor todo en orden y limpio de enemigos? Nosotros nos iremos y así podrá él tomar posesión de nuestro territorio sin tener que mancharse de polvo las botas, ¿no comprendes? Ya está Besteiro en tratos con las potencias democráticas con objeto de que nos faciliten barcos para la evacuación de todo aquel que quiera marcharse.
Olivares volvió a menear la cabeza y, respirando hondo, exclamó:
—¡Ojalá, Ramírez! ¡Ojalá sea así!
Se quedaron callados con las miradas perdidas entre la arboleda del paseo. A sus espaldas se oían órdenes en voz alta y ruido de muebles arrastrados de un lado para otro. Numerosos hombres llevaban de aquí para allá máquinas de escribir, mesas, ficheros, divanes, alfombras…
—Eso es para el despacho del general Miaja.
—¿Y esta máquina de escribir?
—Son dos. Para la secretaría del general. Y ese diván para su antedespacho… ¡Cuidado!
—Como verás —dijo Ramírez al cabo de un rato—, todo está en marcha. La Presidencia de la junta y su Secretaría general quedarán rápidamente instaladas aquí para que podamos ponernos a trabajar en seguida. A mí me han encargado de organizar la Secretaría general y me han agregado a ella. Si quieres, puedes quedarte conmigo. Yo soy el que tiene que hacer los nombramientos…
—Gracias, Ramírez, pero no me atrae el trabajo burocrático, aunque, bien mirado, no creo que sea mucho el que tengáis que realizar.
—¿Poco trabajo dices? ¡Horrores! ¿No ves que hay que organizarlo todo, que ponerlo en marcha todo? Yo he trazado ya unos esquemas, unos croquis de organización… Por de pronto le he dicho a Molina que tendré que traerme alguna mecanógrafa del comité para empezar. Y he encargado los impresos. Hasta montaremos un comedor para los empleados…
Y Ramírez, cogiendo de un brazo a su amigo, le hizo recorrer varias dependencias, donde reinaba un atropellado ajetreo de mudanza, al tiempo que le exponía su complicado proyecto de organización de los departamentos.
—La Secretaría general constará de varias subsecretarías: tales como evacuación, transportes, suministros…
A Ramírez le brillaban intensamente los ojuelos pardos. Su gárrulo parloteo sobre la compartimentación burocrática mareaba a Olivares.
—¿Y tú? ¿Cuál va a ser tu cargo? —le interrumpió éste. Los ojos de Ramírez se nublaron un instante, pero reaccionó rápidamente:
—La subsecretaría de evacuación, seguramente. Ya le he presentado un informe al general de lo que yo pienso acerca de ese problema, cómo hay que enfocarlo y cuáles son los medios más idóneos para resolverlo con eficacia y prontitud. No me sirven los viejos burócratas que piensan y se mueven a paso de carreta, no. Bueno, y si no la de evacuación, cualquiera otra. A mí me da igual.
—¿Y qué te ha dicho el general?
—Él no entiende de estas cosas. Para eso estoy yo, hombre.
—Ya.
Seguía el trasiego de muebles y enseres, y aprovechando un nuevo silencio de Olivares, Ramírez empezó a hablarle de la otra junta, de la de noviembre del 36, en la que él desempeñó la conserjería de evacuación hasta que, al ver la importancia que iba tomando y lo bien que pitaba, se la quitaron para conformar a un figurón. Le importó bien poco. Inmediatamente organizó otro departamento. Quien sufrió las consecuencias fue la evacuación…
—Por eso —terminó diciendo—, el general tiene tanta confianza en mí.
Olivares ya no pudo más y, alegando una cita con unos compañeros, dejó a Ramírez ordenando el tráfico de muebles y salió al aire libre. Tomó la Castellana en dirección a Cibeles y luego la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol.
Al darse de cara con la gente, pudo observar de cerca la sutil, pero evidente transformación de su talante. Demostraba tener más ganas de hablar y de reír que de ordinario. Hasta las amas de casa, con el consabido fardel o la consabida cesta al brazo, siempre embargadas por la preocupación de llevar algo de comer a los suyos, parecían menos angustiadas, pues no andaban tan abstraídas y hasta se paraban a mirar alrededor y a oír lo que podían cazar al paso, movidas por una curiosidad nueva y olvidadas momentáneamente del apremio de sus obligaciones.
Se detuvo en la esquina del Ministerio de la Guerra y desde allí, mientras liaba y encendía un cigarrillo, contempló el movido panorama que ofrecían la plaza y las avenidas confluentes. Se diría que tenía un perfil festero. Se veían menos uniformes que otras veces y se exhibían mejores ropas de paisano. Se lucían, incluso, alguna que otra corbata y alguno que otro sombrero, y las mujeres jóvenes hacían una mayor ostentación de sus vestidos y adornos. Ciertamente, las madrileñas, salvo en los primeros meses de exaltación revolucionaria, no habían abdicado de su congénita coquetería, pero en esta ocasión se acentuaba el esmero en los detalles y el deseo de que fueran advertidos. Los centinelas y los militares que circulaban por los jardines del Ministerio o que entraban y salían por su gran puerta de hierro, mostraban igualmente una desusada despreocupación por las formas externas de comportamiento y por las mínimas precauciones de tiempos de guerra. Más que por el centro nervioso de un ejército en acción, se le hubiera tomado, a la vista de su apariencia de dejadez y confianza, por un hospital de convalecientes.
Por otra parte, la mañana, ligeramente áurea y tibia, invitaba de forma irresistible a levantar la mirada, a respirar hondo y a fugarse por los caminos de la imaginación. Comenzaba a desenroscarse la pereza, dormida como un gusano durante la interminable invernada, y los habitantes de la ciudad daban su primer bostezo y se estiraban al sol.
(Indudablemente, todos piensan que la guerra ha terminado y que ya es sólo cuestión de concluir los últimos trámites, cosa de pocos días, para que la vida torne a su cauce inmemorial. La gente desea volver a todo trance al «tiempo normal». Sí, pero ¿cómo? ¿Vamos a poder volver atrás? Muchos de nosotros claro que no, ni creo que nadie. Yo mismo tendré que emigrar. ¿Adónde? ¿A la Argentina, a Méjico o a Venezuela? ¿Y qué más me da? El caso es que tendré que ausentarme de España quién sabe durante cuántos años. ¿Y mi madre y mi hermana? ¿Qué pensarán? ¿Cómo habrán podido sobrevivir? Me las llevaré conmigo, las reclamaré desde allí… Reharemos nuestra vida. ¿Rehacerla? Mejor comenzarla de nuevo, como si acabáramos de nacer. ¿Y Aurora? No querrá venir. Además, no la quiero como antes, como entonces. Ni la querré ya. Nos hemos alejado demasiado. Lo que ha sucedido estando ella allí y yo aquí, nos ha separado para siempre, como un gran río que ninguno de los dos fuese capaz de atravesar. Ella me hablaría de unas cosas y yo le contestaría hablándole de otras, y así no podríamos entendernos jamás. Aquello ha muerto, creo que hemos muerto todos… Aurora acabará casándose con otro, como otro desconocido ocupará mi puesto en la escuela, claro que con otros niños…
—¿Por qué se llama cabo Finisterre, don Federico?
—¿Era español el rey Chindasvinto, don Federico?
—Mi padre dice que siempre ha habido ricos y pobres, don Federico.
Aquel Evaristo con sus ojos de pillín… Y Vicentillo, con sus pelos siempre tiesos y su carita de hambre nunca saciada… Y el reconcentrado y cabezudo Manolito, el hijo de don Manuel, dueño de una fábrica de harinas… Y Marianín, y Perico, y el rubio y espigado Lucas… Otro será el maestro y otros los niños, y otro también el marido de Aurora, combatiente del otro bando seguramente, que le contará la guerra como si fuera otra guerra… Bien, ¿y yo, y mi vida? ¿Y Matilde?
—Hasta recé por ti. Sí, no arrugues el entrecejo. Cuando llamé al hotel y me dijeron que no habías aparecido, me temí lo peor.
—¿Qué hubieras hecho?
—Llorar por ti.
—¿Y después?
Ella se calla. Van del brazo por la calle, muy juntos. Hace frío y tienen que detenerse en un cruce para dejar paso a una columna de prisioneros negrinistas conducidos por soldados casadistas. Los vencidos, pese a las huellas de cansancio y agotamiento en sus rostros barbudos, llevan alta la cara y algunos de ellos siguen discutiendo con sus guardianes, tan cansados y agotados como ellos.
—¡Qué locura! —murmura él.
Siguen un rato en silencio. Luego, insiste:
—No me has dicho qué hubieras hecho después de llorar mi muerte.
Ella vacila otra vez y él siente su encogimiento de hombros.
—Ni yo misma lo sé. Pienso que mi hijo… Seguramente seguiría viviendo para mi hijo…
—¿Qué hiciste durante todos esos días?
—Pasar mucho miedo. Al segundo día del jaleo, ya no pude ir al Socorro Rojo. Mis padres no me dejaron ni poner los pies en la calle. Fueron unos días horribles.
—Vamos al hotel, ¿quieres?
—No, hoy no. Ya es tarde. Ahora tengo que andarme con mucho cuidado para que mis padres no sospechen lo nuestro. Ya te avisaré.
—Pero yo tengo hoy más necesidad de ti que nunca, Matilde.
—Pero no puede ser. Lo siento, Federico.
El guarda silencio, un silencio dolorido que le escalofría.
—¿Te has enfadado? —le pregunta ella.
—No, mujer. No te preocupes —contesta él, sonriendo forzadamente.
—No se oían más que tiros por todas partes, Federico. Nadie sabía lo que podría pasar de un momento a otro. Mira que si llegan a triunfar los de Negrín…
—¿Sí? Y a ti ¿qué? Al fin y al cabo, eres su camarada. Y, además, teniendo a Guardiola de tu parte…, Sí, pero…
—¿Se metió en el fregado?
—¿Guardiola?
—Sí.
—No creo.
—¿Y cómo pudo escabullirse?
—No lo sé.
—¿Sigues viéndolo?
—No. Sólo me ha llamado por teléfono alguna vez desde no sé dónde.
Bruscamente se detiene él y ella le mira, sorprendida. La noche avanza por las calles y no pueden verse el alma en los ojos.
—Dime… —dice él, pero se calla.
Entonces ella insiste.
—¿Qué? Habla.
—Tengo que preguntártelo, Matilde —y, tras una pausa, en que se oye perfectamente la agitada respiración de ella, le pregunta—: ¿Es tu amante o lo ha sido? Ese Guardiola.
Ella cierra los ojos, deja caer la cabeza y rompe a llorar.
—Perdona, pero… —quiere excusarse él.
Ella continúa llorando, quieta y muda.
—¡Matilde!
Trata de abrazarla y ella no opone resistencia. Luego dice, entrecortadamente:
—¿Cómo se te ha ocurrido pensar eso, Federico? ¿En tan poca estima me tienes?
Reanudan la marcha.
Él la lleva enlazada por la cintura.
—Ha sido una idea repentina, Matilde.
—No me mientas además. Lo has pensado muchas veces, ¿no es cierto?
—Pues sí, pero mi sospecha era como una sombra nada más, una sombra tenue. Ha sido ahora, de repente, al ver que todo se hunde, cuando esa sombra ha tomado cuerpo en mí…
—Calla. Sé lo que te pasa. Dudas ya de todo lo que te rodea.
—Puede ser.
Se callan los dos de nuevo. Oyen chasquidos de besos en un portal y sienten como si toda la calle se llenase de música. Luego, dice ella:
—Acompáñame a casa, ¿quieres? Mis padres estarán ya preocupados por lo que haya podido pasarme.
Cruzan por una calle lateral.
—¿Te acuerdas de la casita en el campo, lejos de todo, de la que tantas veces hemos hablado en nuestros ratos de felicidad? —pregunta él.
—Ya lo creo que me acuerdo. Con gallinas, conejos y un perro guardián. Yo, esperando tu regreso de la escuela y mi hijo recibiéndote a los gritos de «¡Papá, papá!»… El pequeño huerto. Las tardes a la orilla de un río. Tú, leyendo; yo, cogiendo moras o mariposas o flores con el niño. Un cielo azul encima. Tú decías siempre: «En invierno pasaremos las veladas al calor de una chimenea con gruesos troncos encendidos. Mientras tú cosas, yo escribiré la historia de esta guerra…». ¡Vaya si me acuerdo! —se aprieta contra él y suspira—: ¡Un sueño! El mejor sueño de nuestra vida…
—Sí, un sueño que se lleva el despertar, precisamente cuando se anuncia la primavera.
—Pero que nos ha hecho felices cuando caían las bombas sobre Madrid o tú tenías que salir para la guerra a la mañana siguiente…
—¿Y ahora?
No hay respuesta. Un beso en la oscuridad del portal de su casa. Y luego, más besos, largos, gemebundos, desesperados, hasta que ella, desasiéndose suavemente, dice:
—Te llamaré por teléfono. Si no estás, dejaré el recado al conserje.
Un ligero tropezón con alguien le hizo volver a la realidad.
—Perdón.
El otro era un hombre con el pelo blanco.
—No hay de qué —le sonrío y guiñó un ojo.
Olivares siguió su camino tratando de descifrar el enigma de aquella guiñada que parecía una consigna o una contraseña de complicidad en algo, pero pronto lo olvidó, atraída vivamente su atención por el espectáculo que se desarrollaba en torno al edificio de Bellas Artes.
Por todas sus ventanas asomaban ramilletes de cabezas de soldados. Abajo, rodeando casi el edificio, se agrupaba una multitud formada principalmente por mujeres. Entre unos y otros, entre los de arriba y los de abajo, se cruzaban voces, frases y conversaciones a grito pelado.
—Te he traído una muda limpia y algo de comer, Ramón —gritaba desde abajo, una mujer de unos cuarenta años.
—De comer sí nos dan —voceaba desde arriba un soldado—: lentejas con agua.
—¿Y cuándo nos van a soltar? —preguntaba otro prisionero agitando los brazos—. ¡A ver si nos van a entregar a Franco!
—Os soltarán antes de que entren, ya lo veréis.
—¡Tráeme una manta, Goya! —pedía otro.
—¿Os dan malos tratos esos infames?
De pronto, uno de los prisioneros entonó la primera estrofa de «La joven guardia» y rápidamente el himno fue cantado a coro, como un desafío, por los prisioneros, mezclado con vivas al partido comunista y a Negrín.
La gente que pasaba casualmente por allí, se detenía a contemplar el tumulto, a escuchar lo que se decía y a comentarlo después.
—¡Olivares!
Olivares buscó con la mirada a algún conocido que hubiera podido gritar su nombre, pero hasta que sonó por tercera vez no descubrió a Trujillo, que le hacía señas con la mano. Esperó y a poco lo vio llegar acompañado de Cubas y de un desconocido que lucía las insignias de comandante.
—¿Qué hacías aquí? —le preguntó Trujillo.
Olivares se encogió de hombros.
—Precisamente me dirigía a pie a tu casa, pero al ver este alboroto me detuve para ver en qué acaba.
Entonces Cubas le presentó al desconocido.
—Es el comandante Gálvez. Supe ayer por la mañana que estaba encerrado aquí y me fui a ver a Feliciano Benito, el comisario de Mera, para que me consiguiese una orden de libertad para él. Y así ha sido. El comandante Gálvez me salvó la vida en la carretera de Almería, cuando la pérdida de Málaga. Entonces no era más que teniente. Me parece que ya te lo he contado alguna vez…
Gálvez le dio la mano en silencio. Parecía profundamente entristecido. Dijo:
—Quién nos hubiera dicho entonces que todo terminaría así, ¿eh? En fin, más vale no hablar de eso ahora.
Siguió un silencio entre ellos, cargado de dolorosos pensamientos, mientras continuaba la algarabía entre prisioneros y familiares. Para salir de la situación, Trujillo propuso:
—¿Nos vamos a tomar una copa?
Por encima de sus cabezas sonaban de cuando en cuando frases disparadas como cohetes:
—¡Para ti ya se han acabado los tiros, Juan!
—¡De aquí a casa, madre!
Como nadie le contestara, Trujillo añadió:
—Vamos a «Chicote». Creo que dan un valdepeñas que no está mal del todo.
Entonces le siguieron sus amigos.
—¿Y qué? ¿Os han tratado mal? —preguntó Olivares a Gálvez.
Este le miró e hizo una mueca con los labios.
—Hombre, no se puede decir que nos hayan tratado mal, pero el estar prisionero es siempre una cabronada, ¿no? Olivares asintió con un movimiento de cabeza e intervino Cubas:
—Ya le he dicho que tú y yo hemos estado varios días trincados por ellos.
—Es verdad —concedió Gálvez—, pero eso no quita para que en uno y otro caso sea una cabronada. Tan cabronada es lo uno como lo otro, digo yo.
—Es de locos —afirmó Olivares—. Estamos locos todos, no me cabe duda, y con una locura de cuerdos, que es lo peor. Gálvez movió la cabeza penosamente.
—Bueno —dijo—, ahora hay que procurar no caer en las garras de los otros. Eso, sí que sería lo peor. Yo, en cuanto anochezca, me iré al control de la carretera de Valencia a ver si consigo que alguien me lleve hasta allí. Siempre será mejor estar a la orilla del mar, me parece.
—De todas maneras, creo que nos evacuarán a todos los que queramos irnos de España —informó Olivares—. Precisamente se ha entrado en tratos con el enemigo para eso y, según me acaba de decir Ramírez, un compañero nuestro que anda algo metido en eso de la junta, Besteiro está gestionando barcos de las potencias democráticas para llevar a cabo esa evacuación general a las repúblicas americanas. Así que…
Pero Gálvez movió dubitativamente la cabeza, diciendo:
—Es posible, pero yo no me fío. A lo mejor no nos quieren a nosotros y, por si acaso…
El bar Chicote estaba lleno a rebosar de militares todavía de uniforme, de militares vestidos ya de paisano, de busconas profesionales y de otras que, sin serlo, lo aparentaban. Voces broncas, risotadas y agudos de mujer llenaban de estruendo el local. La barra estaba acordonada de bebedores.
Olivares y sus amigos no lograron acercarse a la barra y hubieron de conformarse con coger sus vasos por entre las cabezas de los más próximos a ella y bebérselos de pie y aprisa, entre codazos y empujones, mientras alrededor de ellos surgían y se entrecruzaban varias conversaciones.
—No, creas, la chatarra va a ser un buen negocio.
—La chatarra y todo, hombre. ¿No ves que no hay de nada?
Y unos golpes en la espalda.
—Los que tendrán que correr son los mandamases… Tú y yo ¿qué? No hemos hecho más que lo que nos han mandado.
—A más de cuatro que yo sé se les va a caer el pelo. Y muy bien empleado que les estará…
Y una risa gorda.
—Por mí, que entren cuando quieran. Yo no he hecho nada y lo que quiero, es que me dejen de gaitas. Ya está bien de guerra, ¿no te parece?
—Digo si está bien. Me sé yo de algunos… Y un silbido.
—Vámonos —dijo Cubas—, porque me están entrando ganas de sacar la pistola y liarme a tiros con toda esta gentuza. Olivares sonrió tristemente.
Aún oyeron decir:
—Lo peor es reunir el primer dinero… ¿Tú crees que respetarán, como dicen, esos billetes de cien pesetas de la serie C?
Olivares cogió del brazo a Cubas y lo arrastró hacia la salida, diciendo:
—No hay que hacer demasiado caso a esa bazofia. Mientras, Trujillo arrugó en su mano, haciéndolo una pelota, un billete de banco y se lo tiró al del mostrador, por encima de las cabezas de los que tenía delante, gritando:
—Y guárdate la vuelta. Ese es de los que no van a valer… Ya en la calle, dijo Gálvez:
—Me estaba entrando como asfixia ahí dentro.
—Si llego a saberlo, no os traigo aquí —se excusó Trujillo. Luego se separaron. Cubas marchó con Gálvez para comer en casa de unos parientes de éste, y Olivares acompañó a Trujillo, que dijo cuando estuvieron solos:
—Hay que aligerar, no sea que a la parienta se le quemen las lentejas…
Estaban sentados en torno a la mesa de pino, en la pequeña cocina, cada uno delante de su plato, donde el guiso de lentejas agonizaba ya. El fogón quemaba alegremente las resecas astillas con que lo atascara Trujillo antes de empezar a comer.
—¿Sabes que hace calor? —dijo Olivares, dejando la cuchara sobre su plato.
Trujillo se echó a reír.
—Dile de dónde sacamos las astillas, Encarna.
—Pues ya ves —dijo ella—, de los muebles. Ya no nos quedan más que los justos, y como esto se alargue un poco más…
—Entonces echaremos mano de las puertas —le interrumpió su marido—. ¿Para qué queremos muebles si tendremos que marcharnos a América con poco más que con lo puesto? ¿No te parece, Federico?
—Claro, hombre.
—Pero ¿va a ser eso verdad? —preguntó Encarna mirando a Olivares.
—Anda, chico, díselo tú —le pidió Trujillo—, porque a mí no acaba de creerme.
—De eso se trata al menos —contestó Olivares mirando a Encarna.
Los niños habían terminado ya, y Encarna se levantó para poner un plato lleno de carne rusa en conserva en el centro de la mesa. Sirvió a los pequeños y luego dijo:
—Es que me ha dicho esta mañana doña Rosario…
Los dos hombres alzaron la cabeza, expectantes, pero ella se interrumpió para recoger los platos sucios y llevarlos al fregadero.
—¿Y qué es lo que te ha dicho? Anda, mujer, habla —la instó Trujillo.
Pero ella no abrió la boca hasta que les hubo servido la carne y tomado asiento de nuevo. Entonces dijo:
—Pues verás… Yo le había dicho, días pasados, que pensábamos irnos todos a América… y no me contestó, como si no lo hubiera oído. Pero esta mañana me llamó con mucho sigilo, me pasó a la salita esa que tienen, llena de tantos cachivaches, y me hizo sentar. A todo esto sin decir ni pío. Yo me pensaba que a qué vendría tanto misterio y tantos rendivuses… Bien. Después de mucho entrar y salir, va y me dice que quiere que me lo diga su marido porque de eso entienden los hombres más que nosotras. Yo estaba que botaba. Que estaba afeitándose y que pronto saldría. Yo le dije que no se preocupase, que yo no tenía prisa, que para lo que se puede guisar hoy en día… Y fue y me sirvió una copita de vino dulce. ¡Vaya!
—Pero bueno… —la interrumpió su marido, impaciente.
—Espera, hombre, espera. Pues salió don Rafael, hecho un pimpollo, con su mejor traje, con camisa limpia y hasta corbata. ¡Vaya, hombre! Ganas me dieron de reír… Estaba como en sus mejores tiempos, como si no hubiera habido guerra. Qué ¡hola, Encarna! ¿Y su marido? Ya ves tú qué le importaría. Le dije que estabas por ahí… Y entonces me dice que le ha dicho su señora que tenemos pensado marcharnos a América, que si era cierto. Pues que sí, que eso queremos, que tal como se están poniendo las cosas lo mejor es largarse hasta que pase el chaparrón, por si las moscas. Y él: que no, mujer, que estáis equivocados, que Franco trae muy buenas intenciones, que todo se va a arreglar muy bien, que sólo tienen que temer los que hayan robado y matado, y que él sabía muy bien que tú no habías hecho ni lo uno ni lo otro, que éramos gente honrada, qué sé yo… Yo hubiera querido decirle: Mire usted, don Rafael, que yo no me fío un pelo de usted, que mucho gritar vivas al principio y luego tirar chinitas cada vez que los facciosos ganaban algo…, pero me callé eso y le dije que es que tú vas bien contratado a uno de esos países, con buen trabajo y con buen sueldo y que, como has perdido tanto tiempo con esto de la guerra, quieres recuperarlo por los chicos. Que claro que tú no has matado ni robado, pero que de todas maneras no tenías ganas, ni yo tampoco, de que alguien quisiera olvidarse de los favores que nos deben echándonos en cara, para que no se lo echemos en cara a ellos, nuestra manera de pensar, que donde menos te piensas te sale un enemigo, y cosas así… A él no le sentó muy bien, me parece, porque suprimió la sonrisa y entonces me dijo que bien, que bien, que hagamos lo mejor que nos parezca, que sólo era un consejo, y que si alguna vez necesitamos de él que ya sabemos dónde le tenemos, y todas esas cosas. Así que eso me dijo que el que no haya matado ni robado no tiene nada que temer. ¿Qué te parece?
Ni Olivares ni Trujillo contestaron al pronto. Luego, dijo éste:
—Ese tío no sabe nada de nada y lo que dice es para darse importancia.
Olivares hizo un gesto de duda.
—Puede que haya oído algo, porque la consigna no tiene nada de tonta. Bien considerada, es muy desmoralizadora. ¿Para qué preocuparse ni oponerse si no va a pasar nada? Hay que sembrar la tranquilidad y la confianza para evitar cualquier reacción de última hora. No, no está nada mal… —y movió la cabeza.
—Bueno, pero a mí no me la dan —replicó Trujillo. Miró después a su mujer y añadió—: Nosotros nos largamos, Encarna, tanto si es verdad como si es mentira eso que dicen.
Manolito escuchaba ávidamente la conversación de los mayores, mientras que sus hermanos pequeños, aburridos, habían comenzado a molestarse el uno al otro, y cuando rompió a llorar su madre les hizo abandonar la mesa.
—¡Hala, veniros conmigo!
Manolito se quedó y los dos hombres liaron un cigarrillo.
—Gracias al fulano aquel de tu hotel fumamos y comemos.
¡Menudo remiendo echó a nuestra intendencia!, murmuró Trujillo.
—Me he dado de cara varias veces con él y con las dos mujeres…
—Eso quería yo preguntarte, hombre. ¿Y qué?
—Pues nada. Nos saludamos, y en paz.
—Como si no hubiera habido tal atraco, ¿eh?
—Sí. Como si no hubiera pasado nada entre nosotros. Fumaron en silencio.
—A lo mejor es verdad lo que nos dijo, ¿eh, Federico?
—No te diría ni que sí ni que no. Se ven y se oyen tantas cosas absurdas…
—Lo he pensado muchas veces desde aquella noche y, si es verdad lo que nos contó, no hay duda de que lo pasaron mal, sobre todo al principio.
Volvió Encarna y se encaró entonces con Olivares.
—Supongo, Federico, que tú te vendrás con nosotros, ¿no? Siempre será mejor ir con conocidos y amigos, digo yo.
Olivares enseñó su media sonrisa triste.
—Sí, claro, aunque… va a ser muy duro para mí marcharme de España sin saber qué ha sido de mi madre y de mi hermana. Hace más de seis meses que no tengo noticias de ellas.
—¿Y antes las tenías más a menudo? —le preguntó Encarna.
—No. Durante la guerra sólo en tres ocasiones he sabido de ellas, y siempre por intermedio de la Cruz Roja. Ya conocéis esa clase de mensajes: «Estamos bien, abrazos». En resumidas cuentas, sólo te dicen que viven todavía. Nada más.
Marido y mujer cruzaron una mirada de inteligencia y Olivares siguió diciendo:
—Es curioso. Siempre me he acordado de mi familia, desde luego, pero no con la fuerza y el sentimiento de ahora. Antes, cuando me venía su recuerdo a la imaginación, no sé por qué no me angustiaba tanto, tal vez porque había otras cosas que me preocupaban más. Claro, uno no paraba. El frente, el peligro… En estos días, en cambio, no me deja en paz su recuerdo. Las veo tristes, muy lejos… Parece como si las hubiera sacrificado a mi egoísmo. Me encuentro muy solo y las echo de menos como nunca. No sé… —y miraba a sus amigos moviendo la cabeza, confuso y desolado.
Trujillo puso amistosamente una mano sobre su hombro.
—¡Bah, no pienses así! Exageras, Federico. Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado ni nada pudiste hacer para evitarlo. De quedarte en tu pueblo, te hubieran liquidado, ¿no es eso?
—Probablemente. Pero aunque no me hubiesen hecho nada, yo habría aprovechado la primera ocasión para pasarme a esta zona. Mi deber era combatir junto a los que pensaban igual que yo.
—Pues entonces… Además, en cuanto lleguemos a nuestro destino, allá en América, podrás reclamarlas.
—Ya verás cómo os juntáis otra vez —intervino Encarna.
—Ya, ya —concedió Olivares—, pero no sé qué daría por tenerlas ya a mi lado. Os repito que me siento muy solo. Ya no sabe uno adónde mirar.
—Eso sí que es cierto, Federico, —y Trujillo golpeó la mesa con la palma de la mano—. Parece que le van arrinconando a uno. No es que me importe mucho, es un detalle, ¿sabes?, pero desde hace unos días, la portera o se esconde o se hace la longui cuando me ve salir o entrar, mientras que antes… ¡No veas lo empalagosa que era! Claro, tiene recogido un pariente, ella dice que es su primo, que huele a cura a media legua, ¿comprendes?
—Pues conmigo hace lo mismo —añadió Encarna—. Ya ni le hace caricias a Dorita, y antes tenía que quitársela muchas veces, de tantos besos y achuchones como le daba.
—¿Ves cómo tenemos que buscar otros aires? —le preguntó su marido.
Encarna hizo un gesto de asentimiento al tiempo que levantaba la mesa, y Trujillo, tras una breve pausa, dijo a su hijo:
—Anda, vete tú también a jugar un rato —le acarició la mejilla y añadió—: Ya verás cuando estemos en América… Lo vamos a pasar de miedo.
—Tendremos caballos y escopetas, ¿verdad? —inquirió Manolito.
—Pues claro —le contestó su padre.
—Y pelearemos con los indios, ¿no?
—Los indios ya no pelean, hijo. Pero iremos a cazar fieras. Al chiquillo le relucían los ojos.
—Ya verás qué bosques y qué ríos tan grandes —y Federico subrayó sus palabras abriendo mucho los brazos.
—¡Y qué libertad para todos, hijo!
El niño, de pie, miraba a uno y a otro, con los ojos iluminados de ilusión.
—¿Y también tendremos perros, papá?
—También, hombre.
—¿Y cuándo nos vamos a ir?
—Muy pronto.
—¿Y habrá escuela?
—Claro. Este compañero —y señaló a Federico— será allí tu maestro.
Manolito movió la cabeza.
—Pues eso ya no me gusta tanto, ¿sabes?
Encarna escuchaba sonriente el diálogo del niño con los dos hombres.
—¿Qué te creías —le dijo—, que allí vas a estar hecho un golfales como aquí? —y le revolvió el pelo.
Cuando, al fin, salió el niño de la cocina, sus padres y Federico se miraron en silencio y entonces pudo oírse por el patio interior la voz de una mujer joven que cantaba «Ojos verdes».
—¡Quién fuera él! —suspiró Federico, apuntando con un gesto la puerta por donde había desaparecido el niño.
—Y que lo digas —asintió Trujillo—. Ellos no sabrán nunca lo que hemos pasado todos estos años. Cuando sean mayores, pensarán que han sido muy bonitos…
—Sí, la guerra hay que hacerla para saber lo que es. Ellos van a tener más suerte.
—Quiera Dios —dijo Encarna— que no tengan que verse como nosotros.
Luego, la mujer preguntó a los hombres:
—Me queda un poco de cebada tostada. ¿Quéréis que os haga una tacita?
Olivares y Trujillo asintieron con un gesto, añadiendo éste:
—Pues claro. A falta de café…, aunque me pienso que el día que tomemos café de verdad nos vamos a marear, ¿eh, Federico?
Antes de que Federico pudiera contestar se oyó el repiqueteo del timbre de la entrada del piso. Encarna, que había abierto el grifo del agua, lo cerró, preguntando en voz alta:
—¿Quién será?
Tras un instante de vacilación, Trujillo se puso en pie:
—Espera. Yo iré a abrir.
Pero ya se oía una voz de hombre en el pasillo y, seguidamente, sonó el grito de Manolito:
—¡El tío Matías!
Trujillo, muy sorprendido, se volvió a su mujer.
—¿Tu hermano?
Ella, igualmente perpleja, se encogió de hombros. Entonces se abrió la puerta de la cocina y apareció en ella la figura de un hombre joven, rechoncho, cubierto con un capote de soldado sin insignias militares, llevando a cuestas un abultado macuto.
Siguió un instante de indecisión y sorpresa.
—¡Salud! —saludó el recién llegado, avanzando hacia Encarna.
—Oye —le dijo Trujillo.
Matías se detuvo y miró a su cuñada. Éste prosiguió ¿Cómo tú por aquí? ¿Qué ha pasado? Matías le respondió:
—Ahora te contaré —y fue a besar a su hermana. Mientras, dijo Trujillo a Olivares:
—Es mi cuñado. Es el que estaba de oficial gobernador en el cuartel general de una división, cerca de El Escorial. Ya os conté a ti y a Cubas lo que me pasó allí hace unos días…
Olivares hizo un gesto de asentimiento y miró más detenidamente al recién llegado. Este había dejado, entre tanto, el macuto sobre la mesa, diciendo:
—Es comida. Toda la que me he podido traer.
—Pero si tú estabas allí como Dios… —le echó en cara Trujillo—: ¡Menuda vida os pegabais! —Matías meneaba la cabeza pesarosamente. Su cuñado continuó atacándole—: Y hechos unos fachas. ¿Por qué has salido pitando a última hora, sin insignias ni nada, como un prófugo?
Para Encama no pasaron inadvertidos el gesto agresivo de su marido ni la expresión de abatimiento de su hermano. Por eso dijo a éste:
—Anda, quítate el capote y siéntate. ¿Te apetece un poco de café de cebada?
Matías se despojó de la gruesa prenda militar, ayudado por su hermana, y tomó asiento.
—Ahí —señaló el macuto— traigo un poco de café. Haz para todos, si quieres —y sonrió caninamente a su hermana. Luego, se encaró con su cuñado—: Ya sé lo que piensas de mí, hombre, pero te advierto que me liaron. Claro, la guerra se veía perdida y yo piqué… Tú ya sabes que nunca me mezclé en política. Vino esto, que ojalá no hubiera venido nunca, y me acoplé. Si me hubiera cogido en el otro lado, pienso que habría hecho lo mismo. Como otros muchos… —Hizo una pausa para secarse el sudor que le corría por la frente y prosiguió—: Pero las cosas no van a salir como se pensaba. Se ha sabido allí, en la División, que el enemigo no va a reconocer nada ni va a tener en cuenta el comportamiento de última hora.
—Claro, no se va a fiar de traidores. Es natural —le interrumpió Trujillo.
Matías bajó la cabeza.
—Está bien, hombre —dijo, tragando saliva—, pero no hemos traicionado nada, al menos yo. ¿Qué podía traicionar yo? Era un paripé. Chico —y levantó la cabeza—, te digo la verdad, yo lo que pretendía con aquella mojiganga era ganar algunos puntos para que luego me dejaran tranquilo y poder volver a mi oficina. A mí no se me había perdido nada en esta guerra y…
—Pero tú eres un trabajador, Matías —estalló Trujillo.
—Sí, ya lo sé. Por eso no me pasé a la otra zona y aguanté lo mío, a pesar de ver que aquí no pitaba nada. Pero al estar todo perdido, ¿qué quieres que hiciera? ¿El mártir? Ni hablar de eso. Tú eres un hombre de ideas, lo has sido siempre, y es diferente.
Encarna se había olvidado del café y estaba únicamente atenta al tiroteo de palabras y frases entre su marido y su hermano, temiendo, sin duda, el estallido final. Por su parte, Federico se removía constantemente en su asiento y miraba de cuando en cuando su reloj, dando así visibles muestras de que empezaba a sentirse incómodo en medio de aquella situación familiar.
—Un hombre de ideas… ¡Qué sabrás tú de eso! —exclamó Trujillo despectivamente.
—Un militante, como decís vosotros.
—Sí, claro, y poco bien que te vino…
—De acuerdo. Y te estoy muy agradecido.
Trujillo se encogió de hombros con desprecio. Luego se quedó mirando a los ojos de su cuñado.
—Ya. Y ahora, ¿qué piensas hacer? ¿Por qué has venido? Porque tú no haces nada al tuntún. Esa comida…
—Pues mira, porque quiero que el final no me coja en el frente.
—Hombre, entre tus amigos fachas…
—Allí nadie se fía de nadie. El que más y el que menos anda buscando un refugio donde meterse. Yo tonteaba con una chica refugiada que tiene dos hermanos en la otra zona, y ha sido ella la que me ha dicho que no me confíe y que me largue de allí todo lo lejos posible. Bueno, es lo que está haciendo todo el mundo: oficiales y tropa. Ya se ha marchado más de la mitad de la división. Unos han tirado para sus casas y otros se han pasado al enemigo con sus armas, algunos hasta llevándose para allá ametralladoras y todo.
Trujillo y Olivares cruzaron una mirada y cada uno sorprendió en el otro un mismo gesto de rabia.
—¡Canallas! —exclamó Trujillo dando un puñetazo en la mesa—. Es una pena que los otros no los reciban a tiros, que es lo que debían hacer. ¿Pasarse ahora? Ni para nosotros ni para ellos valen.
Siguió un silencio. Trujillo, muy nervioso, se levantó de la silla y abrió la ventana. La misma voz de mujer joven cantaba con sordina otra canción popular: «María Salomé».
—¿Y dónde piensas meterte? Esta casa no es un boquete seguro…
La pregunta había salido de los labios de Trujillo como un escopetazo. Matías se encogió de hombros.
—No lo sé. Me he traído un coche y un par de bidones de gasolina de la División, por lo que pueda ocurrir. ¿Y vosotros? ¿Qué vais a hacer?
Terció entonces Encarna:
—Irnos a América. Nos vamos todos, y, si tú quieres venirte con nosotros, no creo que haya ningún inconveniente.
—¿A América? Pero ¿va a dar tiempo?
—Eso creemos, Matías.
—¿Y los barcos? Harán falta muchos barcos.
Como no supiera qué contestarle, Encarna dijo, señalando a Olivares y a Trujillo:
—Ellos lo sabrán.
Matías miró alternativamente a los dos hombres. Olivares se puso en pie y habló por primera vez desde que apareciera Matías:
—Esperamos que los haya. Eso es todo.
—¡Estaríamos salvados! —gritó casi Matías, desprendiéndose de su aire contrito.
Trujillo sonrió.
—Ya veremos —dijo—. A lo mejor vas a tener hasta esa suerte, hombre. Para eso tu cuñado es… un militante, como decimos nosotros. O un gilipollas, como decís vosotros, ¿eh?
—Bueno, hombre, bueno —y Encarna le cogió de un brazo—. Anda, siéntate y tranquilízate. No es ésta la ocasión para andarse con tiquismiquis. Ahora, a hablar de América mientras yo hago el café, ¿no te parece, Federico? Pero Federico se excusó:
—Ya es tarde y quiero pasarme por el comité por si hay alguna nueva noticia.
Trujillo le acompañó hasta la puerta. Allí le preguntó en voz baja:
—¿Qué te parece ese cabrón?
Olivares le contestó sólo con una sonrisa. Al cruzar el portal vio cómo la portera, que le había visto desde su cuchitril, volvía ostensiblemente la cabeza para mirar a otro lado.
Cruzó rápidamente el vestíbulo del hotel y subió la escalera sin esperar al ascensor. Al abrir la puerta de su cuarto, se encontró a Matilde metida en la cama.
La muchacha alzó la vista del periódico que estaba leyendo y le sonrió, mostrando una vez más la malicia de sus dientes ligeramente separados. Él, después de cerrar tras sí la puerta, corrió a abrazarla. Y, al final de un largo beso, dijo:
—He venido corriendo. Esta mañana a primera hora me llamaron urgentemente del comité, pero he dejado a los compañeros en plena reunión tan pronto como oí tu voz por el teléfono.
Ella seguía sonriéndole.
—Necesito tanto verte y sentirte a mi lado… No puedes imaginarte, Matilde, lo que es para mí tu compañía en estos momentos —continuó diciendo.
Ella apagó la sonrisa y le preguntó:
—¿Cómo van las cosas, Federico?
Federico se levantó y empezó a desnudarse y, de espaldas a ella, murmuró:
—Mal. Creo que muy mal. Esto amenaza desplomarse de un momento a otro cogiéndonos a todos debajo. Los soldados abandonan los frentes y ha empezado el desfile hacia Valencia y Alicante, como en noviembre del 36, sólo que ahora…
Pero ella guardó silencio hasta que lo tuvo junto a sí, asido fuertemente a su cuerpo, con los ojos cerrados y más estremecido que nunca.
—Bien y ¿qué piensas hacer, Federico?
—No lo sé, ni quiero pensarlo. Ahora sólo pienso que te tengo entre mis brazos, y me basta.
Y quedaron callados. Y ella también cerró los ojos. Tan mudo estaba asimismo el hotel, que parecían sumergidos en un lago de silencio, y aunque por los cristales pasaba la luz de la ciudad, era como si estuvieran en un remoto paraje abandonado, envueltos en jirones de niebla, solos definitivamente. En aquella deslucida y triste habitación de hotel, avejentada por la desidia de la guerra, de nuevo se buscaban desesperadamente y huían de todo en un instante profundo, agónico.
Y, como otras veces, el brusco y dolorido retorno. Fue él quien habló primero:
—Matilde, no puedo estar tantos días sin verte, ahora menos que nunca.
—Lo sé, pero no hay remedio —dijo ella, despertando.
—Hay que buscar una solución.
—¿Cuál?
—Hay que buscarla.
Él cubrió su desnudez.
—¿Vendrás conmigo?
—Sabes que no puedo.
Él se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
—Nos llevaremos a tu hijo, y hasta a tus padres, si quieres.
—Pero, Federico…
—Yo te daré una vida nueva. Se nos unirán también mi madre y mi hermana, y seremos todos una misma familia. Hablaban sin mirarse, entornados los ojos.
—No podrá ser, Federico.
—¿Por qué? ¿Por tu marido? ¿Sabes siquiera si vive? Entonces se incorporó ella. Le alisó los cabellos con sus dedos, lentamente, y luego suspiró.
—Sí.
Él abrió los ojos.
—¿Qué dices?
—Lo sé desde hace mucho tiempo, Federico. Su tío el canónigo le salvó la vida, pero no pudo evitarle la cárcel. Ahora está en el penal de Burgos cumpliendo condena a treinta años de reclusión.
Él dilató los ojos, incrédulo, y ella afirmó lentamente con la cabeza.
—¿Cómo lo sabes, Matilde?
La pringosa luz de la ventana la hacía aparecer pálida y ojerosa, ajada, como si tuviera veinte años más.
—Tengo que decirte ahora una cosa que no sé si serás capaz de perdonarme.
Federico, como si le hubieran pinchado, quedó sentado en la cama de un salto.
—¿Guardiola? —preguntó.
Ella negó con la cabeza, sonriendo tristemente.
—No, no es por ahí.
—Entonces ¿qué? —y le apretó fuertemente una muñeca. Matilde cerró los ojos.
—Me estás haciendo daño —murmuró.
—¿Y tú a mí?
Pero la soltó. Entonces ella dijo, sin mirarle a la cara:
—Desde hace más de un año estoy al servicio de Auxilio Social.
—¿Auxilio Social? ¿Qué auxilio es ése, que lío es ése, Matilde?
—Es lo que vosotros llamáis Socorro Blanco. Y Guardiola también. Él fue el que me convenció. Desde el Socorro Rojo hemos estado ayudando al Socorro Blanco él y yo, y otros. Desde hace tres o cuatro meses, muchos.
Se quedó atónito.
—Así que… —pero no pudo continuar.
Olivares se cogió la cabeza entre las manos. Siguió un silencio. Matilde no se atrevía a tocarle, pero al fin se decidió a hablar:
—La guerra estaba perdida ya entonces. Lo comentaba la gente enterada. No se podía decir en público, pero se sabía. Lo que me extraña es que tú no te dieras cuenta también, y eso que estabas en el frente… Guardiola se puso en contacto con ellos y un día me dijo que sabía lo que le había ocurrido a mi marido. Yo no le creí al principio, pero insistió tanto… Hasta me trajo una carta de él y cuando yo le pregunté que cómo se las había arreglado para conseguirla fue cuando me confesó también su trabajo. Era expuesto, pero no teníamos opción. Acepté colaborar, y la verdad es que no he tenido grandes dificultades. Disimulo y nada más. Los antecedentes políticos de Guardiola y los de mi marido nos cubrían suficientemente.
Olivares continuaba inmóvil. Matilde rompió a llorar contenidamente y la angustia de su llanto le hizo a él estremecerse.
—No me atreví nunca a decírtelo, porque te hubiera perdido sin remedio, lo sé —continuó diciendo ella entrecortadamente—, y no quería perderte. A pesar de todo, nunca he sido tan feliz como en esta maldita guerra, aunque pueda parecer mentira. Por ella te encontré, pero temía que su final sería también el de mi dicha. Y quería y no quería que acabase. Y ahora…
Se enjugó los ojos con el embozo de la sábana. Hizo una pausa y prosiguió después:
—No puedo dejarlo en una cárcel, ¿comprendes? Es el padre de mi hijo. No lo quiero, pero sería una infame y acabaría por serte odiosa si yo huyese ahora contigo, eso en el caso de que pudiéramos huir.
Volvió hacia él la cara y se encontró con sus ojos serenos, tristes.
—Perdona —dijo Federico— que haya sido por un momento cobarde.
—¿Cobarde tú? ¿Y por qué? —le preguntó ella, asombrada.
—Sí, cobarde. Me ha dado miedo quedarme solo.
—¡Pobre! —gimió Matilde, asiéndose a Federico. Mientras ella, en un movimiento incontenible de ternura, le besaba los brazos y luego el pecho, y el cuello y, finalmente, el rostro, decía él:
—Me olvidé de que soy un revolucionario… Nunca fui un guerrero, pero siempre he sido un revolucionario. Eso he creído al menos. Y los revolucionarios…
No terminó la frase porque ella le selló los labios con los suyos. Permanecieron un largo rato en silencio, muy apretados, hasta que él dijo:
—Seguramente ésta es nuestra despedida, Matilde.
—No digas eso, Federico —protestó la mujer—. No quiero oírlo.
—Es la ley.
—¿Qué ley?
—¿Y me lo preguntas tú?
Él sonreía tristemente. Matilde cerró los ojos y, tras una breve pausa, habló de nuevo.
—Quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que no te marcharás en el último momento a tontas y a locas.
Entonces él replicó en tono más enérgico:
—Eso no lo haré nunca. O nos marchamos organizadamente, o me quedo aquí a hacer frente a lo que venga.
—También quería decirte, Federico, que en mi casa, bueno, en la de mis padres, que es igual, tendrás siempre un refugio. Si te ves en un apuro, no lo dudes…
Federico cogió sus manos y las acarició largamente para terminar besándolas.
—Está bien, pero creo que no hará falta.
—Ojalá.
Y quedaron callados otra vez. Oscurecía en la ventana. Todo se había tornado sórdidamente triste alrededor. Federico y Matilde estaban como de espaldas el uno al otro, pensando cada cual en el doloroso desenlace que los amenazaba. Al cabo, Matilde se escurrió suavemente de la cama y Federico se volvió a mirarla. El plano de su desnudez, primero, y luego su escorzo, en rápido deslizamiento hacia el cuarto de baño, lo dejó absorto.
(Es algo que se me va para siempre. Ya no lo veré más…).
Matilde comenzó a hablar de nuevo desde allí:
—Quiero que me acompañes hoy a mi casa para poder presentarte a mis padres. Les he hablado tanto de ti, que tienen muchas ganas de conocerte. Ellos creen que estás también controlado en nuestro servicio, ya ves… Por supuesto, sólo Guardiola sabe lo nuestro… No tendrás más que disimular un poco. ¿Lo harás? Mi padre no entiende de política, pero está deseando que acabe la guerra… Ahora está contento y habla entusiasmado de Franco, pero tú no lo tomes muy en serio. Mi madre, la pobre, no sabe nada de nada, pero también para ella Franco es como un dios. Han pasado mucho miedo, y eso que no les ha faltado nunca que comer. Pero ya sabes, son dos viejos anticuados. Todavía no les he dicho que mi marido está en el penal de Burgos, porque el día que lo sepan se van a llevar un gran disgusto. Creen que está luchando con los otros…
(¿Dónde está Matilde? La oigo, pero no la veo. ¡Matilde! ¡Matilde! ¿Cómo son sus muslos? ¿Cómo sus pechos? Pero ¿ha sido verdad todo esto? ¿Me levanto? ¿La sorprendo una vez más? Pero ¿para qué? Ya es tarde. Aurora, Matilde… ¿Y Marilú? ¿Qué será de Marilú? ¿Por qué no me pides nunca nada, Marilú? Voy a levantarme. No, esperaré a que termine. Sí, esperaré. ¡Qué solo me estoy quedando…!).
—Hala, ya puedes entrar, Federico. Tenemos que darnos prisa.
Antes de pulsar el timbre, dijo ella:
—Y acuérdate. Aquí es donde nadie vendría a buscarte.
—Lo sé —murmuró Federico.
—Y dime ahora: ¿tú no sospechaste siquiera que la guerra la teníais perdida desde hace más de un año por lo menos? Federico sonrió.
—Sí, claro que sí. Pero no olvides una cosa, y es que yo no estoy hecho de la misma madera que ese Guardiola.
Entonces Matilde dejó de mirarle y apretó el botón. En seguida se oyeron como voces confusas y pasos precipitados por el pasillo. Luego, el roce de la mirilla, hasta que, finalmente, se oyó decir a una voz fresca de mujer:
—Es Matilde.
Y se abrió la puerta, apareciendo en ella la figura de una muchacha que dijo en voz baja a Matilde:
—Es que estamos a todo meter… ¡Figúrate qué redada! Y se echó a reír, mirando a los ojos de Federico.
—Este es el camarada Olivares.
—Y ésta, Julita, una buena camarada.
Al tiempo de darse la mano, Federico descubrió que algunas cabezas aparecían y desaparecían rápidamente por una puerta cercana, pero no tuvo tiempo de preguntar nada porque Matilde, cogiéndole una mano, se lo llevó pasillo adelante, diciendo:
—Ven, te voy a presentar a todos.
A los pocos pasos, se detuvieron en el umbral de aquella puerta. Desde allí se veían dos habitaciones contiguas, que daban la impresión de un improvisado taller de costura, donde se mezclaban los muebles más diversos: aparadores, librerías, máquinas de coser… Las ocupaban un grupo de muchachos y muchachas. Parte de éstas, sentadas ante máquinas de coser, unían trozos de percalinas rojas y negras. Otras remataban a mano pequeños banderines de los mismos colores. En cuanto a los muchachos, algunos ayudaban a las chicas a cortar las telas y dos de ellos, apartados en un rincón, copiaban algo en una máquina de escribir.
Federico puso cara de asombro ante aquel entusiasmo juvenil que le recordaba otras muchas escenas semejantes de los primeros meses de guerra y, sobre todo, ante aquellas banderas tan parecidas a las sindicalistas y que, por la disposición de los colores, no lo eran. ¿Qué significaban aquellas banderas? ¿Qué simbolizaban? ¿A quién pertenecían?
Pero hablaba otra vez Matilde:
—Camaradas, os presento al camarada Olivares, Federico Olivares, que con tanto entusiasmo, y con tanto peligro para él, ha venido colaborando secretamente con nosotros.
Los jóvenes suspendieron momentáneamente su quehacer para sonreirle amistosamente y saludarle levantando el brazo.
—¡Arriba España! Dijo alguien, sofocando la voz.
Entonces, el que estaba escribiendo a máquina siseó imperiosamente. Y, cuando se hizo de nuevo el silencio, dijo:
—Hay que guardar, camaradas, toda clase de precauciones hasta el último momento. Precisamente porque ya falta poco para que vuelvan victoriosas nuestras banderas, hay que ser más prudentes —y, dirigiéndose a Olivares, añadió—: ¡Bien venido, camarada!
Federico empezó a temblar por dentro. Acababa de comprender y miró duramente a Matilde, pero ella se le adelantó:
—Espera aquí un momento. Voy a ver por dónde anda mi padre —oyó que le decía ella y que luego añadía en tono confidencial—: Tú, como si nada. No seas tonto.
Y le dejó solo en aquel extraño ambiente, donde no sabía qué hacer ni dónde mirar. Por su parte, los muchachos y muchachas habían vuelto a reanudar su tarea, pero era evidente, por sus cuchicheos y las miradas de soslayo que le dirigían, que su presencia y su actitud de perplejidad los intrigaba. De pronto, el que escribía a máquina se levantó y se dirigió hacia él, papel y lápiz en mano. Era un jovenzuelo de mirada ardiente, delgado, con una tenue sombra de barba y muchas espinillas en la frente y en el entrecejo.
—Me llamo Pajares y soy camarada de primera línea —dijo a Olivares con cierto aire impertinente y militar.
Olivares sonrió por toda respuesta, dominando hasta lo imposible la cólera que ya comenzaba a turbarle.
—Y he pensado —continuó diciendo el otro— que podrías prestamos un gran servicio.
—¿Yo? —se oyó a sí mismo decir Olivares.
—Sí, tú. Como has estado en contacto con los rojos tanto tiempo, sabrás algunos nombres y direcciones. Nos ahorrarías luego mucho trabajo.
¿Rojos? ¿Ahorrar trabajo? Olivares no comprendía.
—No sé a qué te refieres… —contestó, mirando derechamente a los brillantes ojos negros del muchacho. Éste movió la cabeza, impaciente.
—Sí, camarada. Nombres y direcciones de los que hayan cometido fechorías.
—¿Cómo? —y Federico aspiró profundamente.
Su interlocutor frunció el entrecejo.
—Claro, de criminales. ¿Es que me vas a decir que no conoces a ninguno?
La ira se le amontonó en la garganta a Olivares. Era como si se ahogase. Sus ojos chisporrotearon. Pero pudo contenerse y contestarle en tono seco y desdeñoso:
—Pues sigo sin entenderlo. Yo no me he tratado nunca con tipos de esa calaña.
El muchacho hizo un visible esfuerzo también para reprimirse. Sólo dijo:
—Está bien —y le volvió la espalda para regresar a su puesto.
Los demás habían seguido atentamente la escena y, al ver la actitud de su joven camarada, se quedaron mirando al intruso gravemente, con aire de desconfianza. Ya nadie sonreía ni cuchicheaba. Era como si hubiese pasado sobre sus cabezas un soplo de sospecha.
Pero en ese momento se oyó la voz de Matilde en el fondo de la casa. Federico volvió la cabeza en aquella dirección y, seguidamente, salió al pasillo y, ya sin dudarlo, se dirigió a la puerta de entrada del piso. Oyó que Matilde preguntaba por él y que luego le llamaba, pero estranguló aquella voz con el portazo que dio al salir. Como si le persiguieran, se lanzó después corriendo escalera abajo. El ruido de sus taconazos en la madera de los peldaños sonaba y crecía como un martilleo ensordecedor. Se tropezó con alguien en el portal, pero ni siquiera se excusó, oyendo después que le gritaban:
—¡Eh, animal!
No paró hasta llegar a la esquina de la calle de Ayala, para respirar hondo y serenarse. Era ya entre dos luces y se veía poca gente circulando por aquellas calles. Lió un pitillo.
(Es increíble… Son increíbles la tranquilidad y la desenvoltura de Matilde. Tú, como si nada. No seas tonto. Y viendo hacer en mis narices banderas enemigas… ¡Cómo ha sabido ocultármelo durante tanto tiempo! Y su marido en el penal de Burgos, condenado a treinta años de prisión… No me cabe duda de que muchas personas, especialmente mujeres, son capaces de desdoblarse en dos o en tres. Aurora tenía un hermano fascista que me enviaba anónimos de muerte, y Matilde trabaja para ellos teniendo un marido en la cárcel y un amante revolucionario. Es increíble… Como es increíble también que yo no acometiera a aquella gente y saliera huyendo de allí…).
Meneó la cabeza y siguió andando.
(Y ese chaval no me gusta. Tiene ojos de fanático. Tan joven y ya odiando de esa manera… Claro, a lo mejor tiene motivos personales para ello… ¡Ha sembrado tanto odio esta guerra!… Todo el país está podrido de odio: el aire, la tierra, las gentes… Como no sea que la Iglesia nos eche una mano… Pero ¿será capaz de defendernos y de pedir piedad para los vencidos?).
Al llegar a la calle de Goya volvió la cabeza. Ya no podía ver la casa de Matilde, que quedaba muy atrás, pero sí reconstruir mentalmente aquel breve itinerario que había hecho muy pocas veces llevando prendida del brazo a la muchacha: la noche en que le detuvieron los negrinistas, la primera; haría sólo como una hora, la última.
(Ya no se repetirá. Ella correrá a Burgos con su hijo… ¿Y yo, dónde estaré yo dentro de unos días?).
Se detuvo de nuevo junto a la baranda de la estación del «metro». Las banderas revolucionarias seguían meciéndose perezosamente al viento, aunque ajadas y descoloridas. Se veían igualmente muchos carteles de propaganda republicana y antifascista, aunque algunos de ellos estuvieran desgarrados y el vientecillo moviera sus jirones. Y también se advertía una mayor concurrencia de transeúntes, si bien la mayoría eran militares: grupos de soldados oliendo a trinchera, sin armas, cargados con maletas y paquetes, algunos hasta con colchones. Probablemente desertores, huidos de los frentes, que regresaban a sus casas. Parecían tristes, avergonzados, abatidos. Vencidos. Eran vencidos. Como lo eran los que ocupaban dos camiones que aparecieron viniendo de las Ventas. Iban apelotonados en las plataformas, silenciosas, con expresión de cansancio y de estupor. Ni un viva, ni un grito, ni una canción. Eran los mensajeros del desastre que llegaba por todas partes como la noche.
Olivares siguió con la vista a los dos camiones hasta que se perdieron por el rumbo de la calle Narváez. ¿Adónde irían? Luego centró su atención en la gente que subía y bajaba por la escalera del «metro». Nadie reía tampoco. Aun en las jornadas más dramáticas de la guerra, los madrileños no olvidaron la chirigota ni el buen humor. Ya, sí. Porque la gente sentía la pesadumbre de la derrota, con sus malos presagios, sus incertidumbres y sus remordimientos. La derrota que planeaba sobre la ciudad como una águila atroz.
(Parece como si cada uno buscase a Dios para preguntarle qué va a ocurrir después, porque sólo Dios puede decírselo… Si yo tuviera a mi madre aquí, a mi lado… Hijo, ha sido la mala suerte. Tú no tienes culpa de nada y no has hecho más que cumplir con tu deber. Para mí sigues siendo el mismo y es igual que si volvieras vencedor. ¿Vencedor? ¿Y cuándo se vence o se es vencido de verdad? En lo más alto quedan siempre las banderas de la esperanza, madre. Son las últimas que nos quedan y ¿quién sería capaz de abatirlas definitivamente? ¡Nadie, nadie, madre! Nada sucede en vano ¿comprendes? ¿Qué importa, pues, lo que me pueda pasar a mí?).
Y Federico Olivares se zambulló en la estación del «metro».