Cuando el vehículo alcanzó la glorieta de Antón Martín, Olivares se quedó asombrado. Una especie de ahogo le apretó las vísceras, soltándoselas después bruscamente y dejándole una sensación de vacío e ingravidez.
—¡Madrileños, a la lucha! ¡Pueblo de Madrid, al combate!
Ése había sido su grito a través del altavoz mientras subía por la calle de Atocha, en aquella tarde gris de noviembre. Él veía salir gente de los portales, de las tabernas, de los comercios, de las bocacalles… Veía abrirse balcones y ventanas a su paso… Veía que hombres y mujeres le miraban y proferían gritos que él no podía entender desde dentro de la cabina donde iba encerrado…
—Es necesaria tu presencia en Madrid, Olivares.
—¿Otra vez a vueltas con el dichoso comisariado, Molina? No volveré más junto a coroneles y generales. Prefiero combatir al lado de la tropa, con los milicianos, ya lo sabes —y se acariciaba la escarapela que llevaba sobre el corazón con las dos estrellas doradas de teniente.
—No, no se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué, Molina?
—El Gobierno y los comités nacionales de los partidos y de las organizaciones sindicales, los diputados y todo el aparato oficial han abandonado Madrid sin preparar previamente la opinión. Ya lo sabrás, ¿no?
—Claro que lo sé.
—Lo que quizá no sepas es que tal hecho ha sido interpretado por muchos antifascistas como una huida ante la inminencia de la caída de Madrid en poder del enemigo, ¿comprendes?
—Naturalmente. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
La comunicación telefónica es deficiente. Se cruzan interferencias, ronquidos, cortes y trémolos.
—¡Habla fuerte, Molina!
—¿Me oyes?
—Ahora sí. Sigue.
—Bien, Madrid está realmente inerme. No tenemos municiones ni para una hora de combate. El enemigo, a duras penas contenido en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria, quiere entrar a toda costa. Es urgente, vital, pues, contenerlo donde está hasta que lleguen los hombres y las armas que esperamos. ¿Me oyes?
—Sí. Sigue.
—Bien. Hay que movilizar al pueblo entero de Madrid y formar con él una verdadera barrera de carne. Devolverle la seguridad. Enrabiarlo. Enloquecerlo, si es preciso. Hay que provocar otro Dos de Mayo, ¿comprendes?
—Me parece muy bien. Sería muy hermoso.
—Pues contamos contigo para eso.
—No sé cómo, Molina. No se me ocurre.
—Muy fácil. Se necesitan oradores jóvenes para ello. Cada fracción política ha ofrecido unos cuantos, los mejores que ha encontrado, y nosotros te hemos elegido a ti. ¡Calla, calla! Esta tarde estarán dispuestos junto al Ministerio de Comunicaciones varios camiones con altavoces. Tú cogerás uno y te lanzarás con él por la ciudad, dando mítines relámpago en todas sus plazas y plazoletas.
—¿Y qué tengo que decir?
—Eso es cosa que debes ir pensando tú. Lo que se te ocurra.
—¿A la desesperada?
—Y tanto que a la desesperada. Sólo la desesperación puede salvarnos. Si el pueblo de Madrid reacciona, el enemigo no se atreverá a forzar militarmente su entrada en nuestra capital. Se calcula que traen veinte mil o treinta mil hombres a lo sumo, tropas escogidas, eso sí, pero insuficientes para ocupar tantas calles y edificios de una población con un millón de habitantes. Se perderían y serían cazados desde cada esquina, desde cada casa. Eso, al menos, es lo que hay que hacerles creer. Así que…
—Bueno, bueno, ahora mismo pido un coche y…
Pero no podía imaginar lo que le esperaba. La glorieta de Antón Martín era una auténtica piña humana. La multitud había bloqueado un tranvía en su centro, trepado por los postes, ocupado la marquesina del cine Monumental. Todas las bocacalles estaban taponadas por ella. Ventanas y balcones, abiertos y engalanados con banderas, parecían los palcos de una plaza de toros en los momentos más dramáticos de una corrida, no viéndose en ellos más que cabezas apelotonadas. Cerca de él, los rostros se asomaban al parabrisas y a los cristales de las portezuelas de los costados. Federico se veía envuelto en caras humanas, dislocadas en su imaginación como si las contemplase en un espejo de aguas movedizas. Olas de estupor, de miedo, de ansiedad y de excitación ondulaban aquella superficie unánime y desigual de expresiones y de identidades: hombres y mujeres, muchachos y muchachas, mozuelos y mozuelas, combatientes barbudos, paisanos… Hasta divisó a los camareros y a las fondonas asiduas del bar Zaragoza subidos en las sillas y en las mesas de mármol… Ante tan abrumadora expectación, sentía secos la garganta y los labios y que le temblaba todo el cuerpo. Le fue muy difícil comenzar su: arenga.
—¡Madrileños! ¡Compañeros y compañeras! ¡Camaradas! ¡Hombres y mujeres de Madrid!
Tal fue el saludo, que sonó como una descarga de cañonazos en la garganta metálica del potente altavoz. Vio que el auditorio, hasta entonces inquieto y nervioso, se petrificaba en una expresión anhelante, como si todos aquellos rostros se hubieran fundido en uno solo y se disparó, arrebatado por la ebriedad y el contagio emotivo, hacia lo patético y lo heroico, sintiendo dentro de sí los acordes profundos, retumbantes y enardecedores de todos los himnos guerreros y revolucionarios que había oído en su vida, y viendo ante sí una exasperada multitud corriendo a la toma de la Bastilla, atacando a los mamelucos en la Puerta del Sol, luchando en las barricadas de la Commune, resistiendo a los cosacos en Varsovia, asaltando el palacio de Invierno de Petersburgo… De sus labios salieron los nombres de Espartaco y de Dantón, de Daoiz y Velarde, de Goya y Agustina de Aragón, del Empecinado y Rosa Luxemburgo…
—No importa que se haya marchado el Gobierno a Valencia. Allí se sentirá más seguro, y vosotros también. Ahora podremos pelear a nuestro gusto y demostrar al mundo entero lo que es el pueblo de Madrid, indomable, invencible. ¿Es que nos vamos a asustar porque el enemigo haya llegado hasta nuestros suburbios?
—¡No! ¡No! ¡No! —gritaron innumerables voces.
—Ahora es cuando empieza la verdadera batalla de Madrid. ¡Ahora! Una batalla que va a asombrar al mundo, porque el mundo va a contemplar cómo un pueblo sin armas ni organización militar es capaz de contener a un ejército disciplinado, compuesto por tropas muy aguerridas y mandado por una escogida oficialidad profesional. Ya están acudiendo miles de obreros y empleados para formar la barrera infranqueable, la muralla revolucionaria que salve a Madrid de la garra del fascismo. Unos, abriendo trincheras; otros, levantando barricadas; los más, esperando en las líneas de combate a que caiga un compañero para coger su fusil. ¡Mujeres de Madrid! Vosotras tenéis que ser el alma de esta defensa. ¿Cómo? Animando a vuestros hombres, empujándolos a la lucha, avergonzando a los emboscados, porque las mujeres de Madrid sólo pueden querer a los valientes…
Otras muchas frases semejantes salían disparadas como chispas por el altavoz e iban a prender el espíritu inflamable de aquella gente, frívola hasta entonces, pero enfurecida ya, en uno de esos súbitos arranques de las masas, para terminar en una frase anónima que recorría la ciudad como una consigna:
—¡No pasarán! ¡No pasarán!
Terminada así su vibrante alocución, mientras el «¡No pasarán!» retumbaba y enronquecía en innumerables gargantas, el vehículo que llevaba a Olivares quiso ponerse de nuevo en marcha, pero la multitud apretada a su alrededor se lo impedía. Fue necesario que Olivares apelase una y otra vez a su buen sentido y a su disciplina revolucionaria para que, al fin, lentamente, deteniéndose y volviendo a arrancar varias veces, consiguiese salir de allí.
En la plaza del Progreso se repitió la escena con las mismas características. Desde allí continuaron, sin detenerse, hasta la Puerta del Sol, cuyo espectáculo dejó atónito al mismo Olivares.
La plaza estaba de gente hasta el colmo. Aquello sí que era un mar de cabezas, que recordaba el 14 de abril o una noche de fin de año. Gran número de oradores espontáneos, subidos a los postes, a las barandas o a los coches, arengaban a la multitud e invitaban a los hombres a correr con las armas que tuvieran, o sin armas, a taponar las brechas por donde el enemigo pudiera colarse en Madrid.
—¡Madrileños, a las armas! ¡Trabajadores de Madrid, al combate!
Voces roncas. Canciones revolucionarias. A veces, un clamor confuso, pero potentísimo, que tal vez se oyera desde las mismas posiciones de los sitiadores.
—¡Hay que combatir con palos, con piedras, con lo que sea!
Y el «¡No pasarán!» repitiéndose, saltando, quebrándose, arremolinándose y desbordándose después, como una ola cimera convertida en espuma, por encima de las cabezas y llegando hasta un cielo de nubes bajas y sombrías.
De pronto, unos camiones intentando desfilar, a toques de bocina y a los gritos de:
—¡Paso! ¡Paso!
Unos camiones descubiertos desde los que saludaban unos hombres portadores de picos y palas. En el costado de los vehículos, unas percalinas rojas con la inscripción «Sindicato de la Construcción», en letras negras. Detrás, otros camiones también descubiertos, cuyos ocupantes no llevaban más impedimenta que una manta casera enrollada al cuello, y, al igual que aquéllos, con el letrero a sus flancos de «Sindicato de Artes Gráficas», «Sindicato de Agua, Gas y Electricidad»… Estos últimos llevaban a los focos de combate el relevo de hombres sin armas ni municiones ni organización, bajo la consigna de esperar a que quedase libre un fusil.
El conductor que llevaba a Olivares hubo de dar un gran rodeo para salir a la Gran Vía y poder llegar después a la glorieta de Bilbao, donde pronto le rodeó otra muchedumbre igualmente convulsa y ansiosa de que alguien le dijera lo que debía hacer. En esta ocasión, cuando Olivares se hallaba en lo más agudo de su arrebato emocional, advirtió un movimiento extraño en el auditorio. En vez de dirigirse a él, los rostros miraban a lo alto y las manos señalaban al cielo y se iniciaba una dispersión centrífuga entre los oyentes en dirección a las calles y a los edificios del contorno.
Fue una chispa de pánico que hizo que Olivares mirara también al cielo y percibiese, bajo la capa apelmazada de nubes, unas como guedejas negras que arrastraba el viento por encima de la plaza y que, al pronto, dada la poca luz que ya quedaba, podían ser confundidas con trimotores en formación.
—¡Calma! —gritó, interrumpiendo su discurso—. No son aviones. ¡Son nubes! ¡Mirad bien! ¡No son pavas! ¡Son nubes!
Bastó su rápida apelación para que el movimiento de huida se contuviese. Por suerte también, las negras nubecillas empezaron a distenderse, con lo que quedó completamente desvanecida la ilusión óptica, y Olivares pudo continuar hablando.
En las oficinas de la calle de Fortuny todo era confusión y nervios aquella noche. Se había efectuado una urgente requisa de armas y los militantes más allegados al comité habían montado en las esquinas próximas al edificio, y dentro de él, un riguroso servicio de vigilancia armada. Cualquiera que transitase por sus alrededores era detenido, cacheado e interrogado. Si su documentación estaba en regla, se le dejaba marchar; si no, se le retenía y se le recluía en el sótano.
Cuando llegó Olivares, llevaban detenidos ya tres sospechosos. Se lo dijo Molina, a quien se tropezó en el vestíbulo.
—¿Qué vais a hacer con ellos? —quiso saber Olivares, un tanto alarmado.
—Es una simple medida de precaución. Si no ocurre nada, los dejaremos libres por la mañana.
Molina, normalmente tranquilo y apacible, denotaba gran excitación.
—Nadie sabe lo que puede pasar esta noche —dijo—. El enemigo es capaz de abrir brecha por alguna parte, y, a favor de la oscuridad, sembrar la confusión y el desconcierto y provocar el pánico en la población. En ese caso, los más temibles serían los de la quinta columna, quienes, desde que se han acercado a Madrid sus amigos, están esperando la ocasión de echarse a la calle y armar la de Dios es Cristo. Estamos al borde del caos, y hemos decidido defendernos juntos hasta el final. Por lo menos, que no nos cojan desprevenidos, ¿no te parece?
Por los pasillos y las secretarías pasaban, entraban y salían, y volvían a pasar, militantes armados que, a cada momento, pedían información y que, al no obtenerla o al recibir noticias ya viejas, se quedaban perplejos, o prorrumpían en maldiciones o bien se consultaban unos a otros para tomar una decisión.
—Compañeros, el que quiera que me siga —oyó decir Federico a uno de ellos—. Yo me voy ahora mismo al Puente de los Franceses. No quiero que me pillen encerrado en esta ratonera.
Le siguieron unos cuantos.
—De todas maneras —hablaba Molina—, tenemos destacados compañeros en los puntos neurálgicos, con el fin de que nos avisen en caso de que el enemigo consiga infiltrarse en la ciudad. Todos nuestros comités de barriada están igualmente alerta, para, en un momento dado, poder acudir todos a una allí donde sea necesario.
Las secretarias y mecanógrafas habían preferido también permanecer allí a pasar la noche en sus casas, donde podrían quedar aisladas e indefensas. Habían tomado a su cargo los pocos víveres que se logró reunir, y se ocupaban en preparar una ligera cena a base de pan, huevos duros, leche condensada y coñac para todos.
Cuando, junto con Molina, penetró en el despacho de «Secretaría general», se encontró allí a Raimundo, Tudela, Ángel y Lavilla, armados con pistolas de largos cargadores. En seguida echó de menos a Ramírez.
—Está reunido en sesión permanente con el general Miaja, en su calidad de miembro de la Junta de Defensa —le informó Molina.
—¿Y qué dice?
—Pues que Rojo está muy sereno y ha empezado a poner orden en todo. En cuanto a Miaja, parece que ha reaccionado también con mucha entereza. Los dos confían en que, con un poco de suerte, se pueda contener la presión del enemigo durante unos días por lo menos. Los últimos combates han sido muy duros y el enemigo ha tenido muchas bajas. Las tropas de Varela se han encontrado con una resistencia que no esperaban y en un terreno que no es el suyo. La caballería mora ya no asusta tanto como en campo abierto. En fin, que al menos se lucha y ya nadie piensa en retiradas. Claro, la situación sigue siendo gravísima. Cualquier error puede dar al traste con todo. Lo peor de todo es que estamos sin municiones. Por eso, como te decía antes, nadie sabe lo que puede pasar esta noche. Depende de que el enemigo pueda o se atreva a aventurarse por las calles de Madrid…
Mientras hablaba, Molina dio al botón de la radio, instalada en una mesita auxiliar, y luego se sentó a escuchar.
—¡Compañeros del Sindicato de la Construcción —decía una voz que sonaba lúgubremente—, acudid con vuestras herramientas a los locales del Sindicato, donde se están organizando brigadas de fortificaciones! ¡El enemigo está a las puertas de Madrid!
Repitió el texto varias veces. Olivares y sus amigos escuchaban mordiendo sus pitillos, pálidos, nerviosos. Volvió a oírse la misma voz:
—¡Qué todos los compañeros de los Sindicatos de Banca y Bolsa y de Dependientes de Comercio acudan a sus centros para formar batallones de relevo! ¡Qué ni un solo fusil deje de disparar!
Y, tras las consabidas repeticiones, otra angustiosa llamada a la solidaridad de los trabajadores madrileños:
—Compañeros metalúrgicos…
Molina ahogó la triste voz y se hizo el silencio.
—Has hecho bien en cortar —dijo luego Raimundo—. No hay quien lo aguante. Parece una agonía… Molina le miró y luego cerró los ojos.
—¿Y qué otra cosa es sino una agonía? —preguntó Tudela.
—Sí —y Molina dio un puñetazo sobre la mesa—, y lo peor es que nada podemos hacer para aliviarla. Nos pasa a nosotros lo mismo que al médico que todo lo espera ya del mismo enfermo, después de que han fallado todos los remedios.
Se quedaron otra vez callados y al rato dijo Tudela:
—Propongo que juguemos una partida de algo…
Pero en ese momento sonó el teléfono. Todas las miradas se volvieron a él.
—¿Quién será? —se preguntó a sí mismo Molina, en voz alta.
Seguía sonando, pero nadie se atrevía a cogerlo. Por fin Olivares hizo intención de levantarse e ir hacia el aparato, pero se le adelantó Molina, diciendo:
—Deja.
Olivares se quedó quieto y Molina descolgó el auricular y se lo llevó lentamente a la oreja. Escuchó durante unos segundos sin dejar traslucir ninguna emoción, mientras los demás le miraban como hipnotizados, pero pronto se le animó ligeramente el rostro y sus pequeños ojos empezaron a brillar con viva e intensa avidez. Entonces, sus compañeros se levantaron instintivamente y fueron a rodearle, como si así no pudieran perderse ni una sola de las palabras que llegaban, nadie sabía desde dónde, a través del hilo telefónico. A una señal de Molina, se quedaron inmóviles, mientras decía a su lejano comunicante:
—¿De veras? ¿No se trata de otro falso optimismo para engañarnos? —y, tras escuchar de nuevo, añadió—: Podremos resistir dos, tres días quizá, pero no mucho más.
Al terminar, y aun pretendiendo dominarse, no pudo disimular la bocanada de esperanza que le había entrado en el pecho.
—Ha sido una conferencia. ¡Desde Albacete!
Estas palabras y la forma de decirlas aumentaron aún más la expectación de los otros.
—Dicen nuestros compañeros de Albacete —prosiguió— que hay allí verdaderas montañas de material de guerra de todas clases: ametralladoras, fusiles, bombas, qué sé yo… Que el único problema que tienen es el transporte, pero que ya está en vías de solución y que si aguantamos un par de días, o tres, la Junta de Defensa de Madrid podrá disponer de todo lo que necesite.
De pronto, Lavilla rompió a reír.
Al salir a la Castellana, que era como un bloque compacto de sombras, Federico ordenó a Tomás que detuviese el coche, y, al cesar el resoplido del motor, empezaron a oír ráfagas de ametralladoras y explosiones de bombas de mano como si el combate se desarrollara por los alrededores. ¡Taca–taca–ta! ¡Bum! ¡Bum! Y disparos en masa de fusilería. Nada, sin embargo, se movía por allí.
—Es un efecto del eco —murmuró Olivares—. O tal vez cosa del viento que sopla hacia aquí…
—De todas maneras, no me gusta. Debimos quedarnos a pasar la noche con los demás compañeros. Olivares le dio con el codo.
—Venga, hombre. Ésta no es una noche para estarse quieto esperando, ¿comprendes?
Se producían breves intermitencias en el tiroteo para reavivarse nuevamente con más furia y dar la sensación de que los combatientes podrían surgir detrás de cualquier esquina.
—Si te pones así… —cloqueó Tomás—. A mí tampoco me gustan las ratoneras.
—Pues eso. Anda, sigue.
Cruzaron la gran avenida arbolada sin advertir nada sospechoso, pero al tomar la calle llamada de la Ese, oyeron unas roncas voces conminatorias:
—¡Alto! ¡Alto!
Tomás detuvo el coche de un brusco frenazo e, inmediatamente, surgieron de las sombras unos hombres armados que los enfocaron con sus linternas.
—¡Esos faros! ¡Apágalos! —le ordenó una voz irritada.
Tomás obedeció sin rechistar, mientras por las ventanillas asomaban los cañones de unos fusiles que casi les rozaban el pecho.
—¡Salud, camaradas! —dijo Olivares, aparentando serenidad—. ¿Qué pasa?
Pero, en vez de contestar a su saludo, gritaron a la vez tres o cuatro de aquellos hombres:
—La documentación. ¡Rápido!
Olivares pudo comprobar entonces, mientras repasaban su carnet a la luz de las linternas, que se trataba de un grupo de milicianos apostados allí por algún partido u organización antifascista en misión de vigilancia.
—Está bien. Podéis seguir, pero con los faros apagados, no vaya a ser que os frían por ahí. Hay mucho tomate esta noche y hacéis un blanco fetén. ¡Hala!
—¿Hay más controles calle arriba? —les preguntó Olivares al arrancar.
—Muchos.
El miliciano se quedó rezongando algunas palabras que ya no pudieron entenderle. La estrecha y retorcida calle estaba totalmente a oscuras y solitaria, y parecía que el coche fuera levantando miedo al recorrerla. Cruzaron la de Serrano, igualmente abandonada, pero al tomar la de Juan Bravo, le salió al paso otra patrulla.
—¡Alto! ¡Alto!
Otra vez las linternas y los fusiles por las ventanillas.
—¿Por qué lleváis apagados los faros? —les preguntaron.
—Oye, compañero, ¿qué juego es éste? —gruñó Tomás—. Los del otro control nos han obligado a apagarlos.
Entonces sonaron unos tiros por allí cerca, pudiéndose percibir el chasquido de las balas al pasar zumbando por encima de sus cabezas.
—¿Juego, eh? Pues ya estáis viendo lo que pasa. La gente está nerviosa y tira a todo lo que se mueve. Además, creo que anda por ahí un coche que se dedica a tirar ráfagas de fusil ametrallador contra los puestos de vigilancia.
—¿De la quinta columna?
—Pues claro. ¿De quién va a ser si no?
Sonaron más disparos, secos, restallantes. Ya les habían revisado la documentación.
—Seguir, seguir —les dijo uno de los milicianos.
—Bien, pero ¿con los faros encendidos o con los faros apagados? —le preguntó Tomás.
—Como quieras. Tú verás.
—¿Qué hago, Federico?
Federico dudó un instante.
—Sigue a oscuras —decidió al fin—. Yo creo que es lo mejor, pero dale fuerte. A ver qué pasa.
Tomás hizo los cambios con rapidez y obligó a tomar al coche toda la velocidad que pudo. Así pasaron todos los cruces hasta llegar al de Velázquez, donde los detuvieron nuevamente. Al disminuir el ruido del coche fue cuando se dieron cuenta de que el tiroteo callejero se había extendido por aquellos contornos.
Algunos milicianos, rodilla en tierra y resguardándose tras los troncos de los árboles, disparaban a discreción en todos los sentidos.
—Pero ¿a quién tiráis? —preguntó Federico al que trataba de ver su documentación con la cabeza metida dentro del coche y alumbrándose con la luz del cigarrillo.
—¡Coño, a los que nos tiran a nosotros! Nos tiran desde todas partes.
—¿Quiénes?
—Y yo qué sé: pacos. Emboscados.
Siguieron, pisando Tomás a fondo el acelerador.
—¿Adónde vamos, Federico, a todo esto?
—A ver si podemos llegar siquiera a la calle de Alcántara. Pero al sentir unas ráfagas de ametralladora muy cerca, ordenó a Tomás:
—¡Para, para!
Acababan de atravesar Príncipe de Vergara. Una bala rozó la chapa del Ford. Disparaban con más furia por todas partes y se oían gritos de ¡Alto, alto! Se acercaba a toda velocidad un coche que soltaba rociadas de balas contra todas las bocacalles que cruzaba.
—¡Al suelo, al suelo, Tomás!
Saltaron rápidamente y se tumbaron junto al bordillo de la acera. Alguien gritaba, herido. El coche ametrallador se hizo casi tangible y un chorro de plomo salpicó la calzada.
—Ése será el coche fantasma de que nos hablaron los milicianos —murmuró Tomás.
Pero debía de haber más coches fantasmas, porque se aproximaba otro, calle Juan Bravo abajo, despidiendo centellas.
—Hay que apartarse de nuestro coche, ¡rápido!, porque lo va a acribillar ése —dijo Federico al tiempo de echar a correr, encorvado, dejándose caer luego, como a unos cincuenta metros más adelante, otra vez al suelo.
Tomás le imitó y no habla hecho más que amagarse cuando el segundo automóvil fantasma se detuvo bruscamente, entre chirridos de llantas y frenos, en la esquina. Alguien dijo entonces dentro de él:
—Tira por aquí. Hay que cortarle.
Y tiró por la calle de Porlier, a la derecha, con rumbo a Diego de León.
Cuando desapareció, dijo Federico:
—Parece que éste va persiguiendo al otro.
—Lo que parece es que se han vuelto fantasmas todos los coches esta noche.
—Puede que tengas razón, ¿sabes?
Continuaron tumbados a pesar de que, después de tantos retumbos y traquidos, habíase quedado la calle en silencio, en un silencio irreal, manso, aplomado.
—No me fío —murmuró, no obstante, Federico—. Esta calma repentina parece una trampa de cazador. Quizá haya ahora mismo, muy cerca de nosotros, muchos ojos puestos en la mira del fusil…
—Sí, a mí también me da mala espina.
Hubo una pausa y, de repente, dijo Olivares, reprimiendo la voz:
—Mira.
Doblando la esquina y arrimado a la pared, apareció el bulto de un hombre. Andaba unos pasos y se detenía.
Federico apercibió la pistola y la linterna y, cuando el solitario caminante estuvo ya a dos o tres pasos de él, le enfocó la luz a la vez que le ordenaba que se detuviese, añadiendo:
—¡Manos arriba!
El desconocido se detuvo con los brazos en alto, tratando de esquivar la luz de la linterna, que le deslumbraba y le impedía ver a sus asaltantes.
—¡No te muevas! —le ordenó Federico, que ya estaba a su lado.
Él y Tomás le apuntaban con sus pistolas. Ahora les tocaba a ellos pedir la documentación. La llevaba en el bolsillo superior izquierdo del «mono»: un carnet de la UGT.
—Bien, pero ¿adónde vas?
Era un hombre de unos treinta años, moreno, ceñudo. Miraba de frente y contestó sin inmutarse:
—Soy de la construcción, ¿no? Pues a mi sindicato.
—¿Y las herramientas?
—No sé de qué iban a servirme la llana y la paleta en el frente. Ya me darán allí un pico o una pala si quieren que fortifique.
Federico le miraba directamente a los ojos mientras hablaba. El ser tan joven, y albañil por más señas, y no estar encuadrado en las milicias, le hizo sospechar.
—¡A ver las manos! —pidió Tomás.
El hombre sonrió y sacó las palmas de sus manos al aro de luz de la linterna. Eran, sin duda, de trabajador manual. Entonces Federico le dejó marchar, no sin advertirle:
—Ten cuidado no te frían.
—Descuida.
—¡Salud!
—¡Salud!
Y reanudó su camino al abrigo de los muros de las casas.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Tomás.
—¿Y qué sabe uno? Puede ser lo que dice y parece, y puede ser lo contrario. En este follón, ¿cómo saber quién es quién?
—Desde luego —y, tras una pausa, añadió—: ¿Y qué hacemos ahora?
Federico miró en las dos direcciones de la calle. Continuaba la tregua.
—No pensarás irte ahora al Puente de Vallecas, ¿eh?
—Quita, hombre.
—Pues vámonos de aquí antes que empiece otra ensalada de tiros.
Echaron a andar ciñéndose también cuidadosamente a las fachadas, en silencio y atentos al menor asomo de peligro. No tuvieron que andar mucho y, justo cuando se inició de nuevo el tiroteo, se encontraban ya ante una especie de hotelito, en el hueco de cuya puerta se cobijaron.
—¿Quién vive aquí? —preguntó Tomás, intrigado.
—Ahora lo verás —respondió Federico con sorna.
Pulsó un timbre y esperaron. Así tres o cuatro veces, hasta que sintieron correr una mirilla y oyeron después una voz de mujer que preguntaba:
—¿Quién es?
—Abre, soy Federico Olivares.
—¿A estas horas, hombre?
—Cuando se puede, rica.
—¿Vienes solo?
—No. Traigo un buen amigo.
Se cerró la mirilla y se descorrieron unos cerrojos.
—Pasad.
Entraron en un vestíbulo completamente a oscuras, que olía a perfume de mujer. Esperaron. La mujer invisible corrió una cortina.
—Vamos, no seáis pazguatos —dijo.
—Es por no rompernos la crisma, ¿comprendes?
La mujer pasó junto a ellos, rozando suavemente el aire, y encendió una tenue luz roja. Entonces apareció ante ellos cubierta con una vistosa bata de seda. Era rubia, madura, pero todavía de buen ver. Estaban en una salita de butacas y divanes.
—¡Buenas noches, madame Tedy! —saludó Federico.
—¡Hola! De ser otro, no abro.
—Y hubieras hecho bien. ¿Hay niñas libres?
—Todas.
Federico miró a Tomás por primera vez desde que entraron allí.
—Estupendo, ¿no, Tomás? A elegir. Te aseguro que todas son guapas.
Tomás, que sonreía para disimular su embarazo, se quitó la gorra «Durruti» que llevaba encasquetada y dijo, torciendo los labios:
—Tengo buen diente, no te preocupes.
—Ya me lo suponía, hombre —y, dirigiéndose a madame, agregó—: Acompáñale, que yo sé ir solo a la habitación de Marilú.
Madame Tedy movió la cabeza.
—Pero, hombre, ¿cómo se te ha ocurrido a estas horas…? Federico se encogió de hombros.
—La lluvia, mujer, la lluvia.
—Pues habla bien aquí para ser francesa —dijo Tomás, moviendo admirativamente la cabeza.
La mujer rió. Federico, que ya subía la escalera, se volvió para decir:
—Sí, de Guadalajara. Francesa de Guadalajara. Aquí todo es legítimo —y, encarándose con la mujer, preguntó—: ¿No tendrás gato encerrado, eh? Quiero decir algún tío.
Ella negó con la cabeza.
—Ni mi tormento ha venido. Puedes mirar todas las habitaciones si quieres.
—Lo haré. No está la noche para bromas.
Pero las cinco mujeres dormían solas. Tomás y madame Tedy esperaban en el pasillo. Federico advirtió a Tomás antes de desaparecer en una de las habitaciones:
—Y la pistola en la mesilla. Por si las moscas, ¿eh?
—De acuerdo.
Federico cerró con llave la puerta de la alcoba y se quedó un momento contemplando el plácido rostro de Marilú al suave resplandor de la lámpara de noche. Luego se desnudó rápidamente, procurando no hacer ningún ruido, y se metió en la cama, no sin preparar antes la pistola, que dejó sobre la mesilla.
Se fue arrimando poco a poco a Marilú. Le acarició la mejilla, le alisó el suelto cabello y, de pronto, ella abrió los ojos, asustada.
—¿Quién está aquí? —preguntó, volviendo hacia él la cara.
—Yo, monada, ¿y qué?
—¡Qué susto me has dado!
—Vaya, vaya…
—¿Y cómo se te ha ocurrido venir tan tarde?
Pasó un brazo bajo su nuca, volvió a acariciarle con la otra mano los párpados y la mejilla, y le contestó:
—Porque no es noche para dormir, ¿comprendes? Se oyeron disparos en la calle.
—¡Virgen!
Y Marilú se cobijó en él con los ojos cerrados.
Matilde abrió los ojos perezosamente y vio que ya entraba la luz mañanera por las rendijas de la persiana. A su lado dormía plácidamente Federico y había en torno una quietud tibia, de seda. Todos los recuerdos de la noche estaban vivos aún, retenidos en aquella atmósfera íntima y reveladora.
Cuando se encuentran, al anochecer, en la acera de la Puerta del Sol donde se conocieran unos días antes, ella espera tímidamente y él se acerca con los ojos muy brillantes y la abraza sin pronunciar palabra.
—Ahora voy a estar en Madrid quizá una semana —dice a borbotones—. Hemos venido a reorganizar el batallón, que se ha quedado en cuadro después de los combates de estos últimos días.
Madrid está aún muy atemorizado y la gente pasa muy de prisa por su lado, como escurriéndose entre las sombras que anuncian una noche más de angustia.
—Pero no hablemos de eso ahora —añade él—. Vámonos al hotel Capitol, donde la otra vez, ¿quieres? Cenamos y luego…
Matilde se agarra fuertemente a su brazo. Tiembla.
—No. Allí se oyen los tiros muy cerca. Me da miedo. Me da horror la guerra, Federico.
—Está bien. Vamos. Sé donde podremos estar tranquilos.
En la esquina de la calle de Preciados aún humean unas ruinas. El café Colonial es otro montón de pavesas. Los bombardeos aéreos han sembrado ruinas y cenizas por toda la ciudad.
Andan cogidos por la cintura.
—Verás. Cenaremos. Creo que todavía dan de comer en el Nacional. Y beberemos un poquito, ¿qué te parece?
Matilde, con los ojos muy abiertos, revivió los momentos inolvidables. El techo de la habitación estaba pintado de oscuridad. Oía la respiración profunda y lenta de Federico. Sentía su calor y le enternecía la contemplación de su abandono, de su confiada entrega.
—¿No vas a llamar a tu casa?
—No. Ya dije a mis padres que no volvería esta noche, que tengo que velar en el hospital de sangre.
—¿En cuál, Matilde?
—En uno que ha organizado el Socorro Rojo últimamente. Tengo un conocido allí. Voy todos los días. Ayudo en lo que puedo. Como y me llevo alguna comida para casa, ¿comprendes?
La habitación es muy confortable. Su ventana da al paseo del Prado.
—Casi no nos conocemos —dice él— y, sin embargo, me parece que he estado toda mi vida buscándote.
—¿No tenías novia en aquel pueblo?
—Sí.
—¿Has vuelto a saber de ella?
—No.
—Entonces…
—Ha pasado un siglo, Matilde. Lo de antes ya no existe. No volverá nunca. Lo mataron y no resucitará.
—Es cierto, Federico. Pero a mí me hubiera gustado conocerte en otras circunstancias para que mi hijo fuera también tuyo.
Él la besa largamente en la boca y la siente estremecerse y palpitar entre sus brazos.
—Lo importante es que nos hayamos encontrado y que ahora estemos solos en el mundo, ¿no?
A ella le parecen enormes, irresistibles, los ojos de Federico, y cierra los suyos. Siente cómo sus manos van sembrando un hondo calor por todo su cuerpo, y se abandona.
Federico movió un poco la cabeza y paladeó. Luego estiró los brazos hasta tocarla. Sus manos la seguían buscando en sueños, y se quedó quieta. Las estrías de la persiana eran como la escala luminosa por donde bajaba el nuevo día.
—Me hacen mucha gracia —dice él, sonriendo.
—¿Qué es lo que te hace gracia?
—Esos dos dientes tuyos un poco separados. ¿Es que eres mentirosa?
—A veces.
—Bueno es saberlo.
Se siente otra vez ella. Le tapa los ojos con las manos y dice:
—Pero para ti, no. ¿Por qué habría de mentirte?
Él no intenta siquiera librar a sus ojos de la presión de aquellas manos suaves.
—No sé, no tengo experiencia, pero dicen que a las mujeres os gusta mentir porque sí, sin malicia muchas veces.
—¿Qué no tienes experiencia?
—No. De veras.
—¡Qué tonto eres! ¡Y qué embustero!
Era claro que ya empezaba a ascender desde las profundidades del sueño porque estiró las piernas, suspiró y la atrajo más hacia sí. Ella permaneció inmóvil.
—¿Y los hombres? También os hacéis los misteriosos.
Se miran de frente, con las cabezas reclinadas en la almohada.
—¿Misteriosos los hombres? ¡Bah!
—Sí. Por ejemplo, tú no me has dicho todavía a qué te dedicabas antes de la guerra.
Él sonríe.
—¿Qué crees, que era algo importante? Pues no. Sólo un maestro de escuela. Un vulgar maestro de escuela.
Ella le mira un instante de hito en hito, en silencio.
—¿Y te gusta serlo?
—Sí, creo que nací para ello.
—Los niños…
Sí. Los niños son lo mejor de este mundo, lo más hermoso, lo único incontaminado. ¿Tú qué crees? Pero en vez de contestar, le pregunta:
—¿Y qué les enseñabas? ¿La tabla de multiplicar, los ríos y las montañas, los reyes godos y todo eso?
—Y algo más, mujer.
—¿Algo más? No irás a decirme que los hacías revolucionarios también, ¿eh?
—Pues, en cierto modo, tal vez.
—Anda, que como te hubieran cogido… ¡Pobrecillo!
—Pues estuvieron a pique…
—Anda, dime, ¿qué les contabas? Te estoy viendo rodeado de chiquillos —y cierra los ojos.
—Les explicaba cosas. Les leía cosas… Quería que empezaran a tener una idea de lo que les aguardaba cuando fueran mayores. Por ejemplo, las injusticias. Y que comprendieran que no se puede vivir sin los demás. Que todos los hombres tienen derecho al respeto, a la ayuda y a la compasión de sus semejantes, y también a la felicidad. Que el ser pobre o rico, alto o bajo, guapo o feo, son circunstancias fortuitas, porque nadie puede elegir a sus padres al venir a este mundo y, por consiguiente, ni el país, ni la posición social, ni la cultura, ni las creencias en que ellos viven.
—¿Y te entendían?
—Algo les quedaría, pienso yo. Ya lo comprenderían después cuando fueran mayores.
—Eres un soñador, Federico, y un cielo.
—No lo creas. Lo que soy, en el fondo, es un gran egoísta. Sí, sí, no te rías. Es la verdad. Para estar satisfecho, tranquilo y feliz, es necesario que los demás lo sean también en la medida de lo posible. No entiendo cómo hay quien se coma a gusto un filete viendo que a su alrededor la gente bosteza de hambre. Ahora mismo, ¿tú crees que nosotros tenemos derecho a la felicidad de estos momentos mientras otros se baten a muerte en la Ciudad Universitaria?
Queda incontestada la pregunta. Se abrazan, sintiendo cada uno el golpeteo del corazón del otro.
—Bueno, si muriésemos juntos ahora… —murmuró ella.
Federico se removió otra vez. La oscuridad condensada y pegada al techo de la alcoba empezaba a desvanecerse. En la de al lado sonaron los grifos del agua. Pasaron unos camiones chirriando por la calle.
—¿Oyes?
Ulula el aire.
—¡Las sirenas! ¡Apaga la luz!
Quedan a oscuras. En efecto, afuera ladran las sirenas con terrorífico clamor. Él salta del lecho y corre a la ventana.
—Ven pronto, Matilde.
Ella le sigue. Están desnudos.
—Espera.
Y él vuelve por una manta y se lían los dos en ella, cuerpo contra cuerpo, carne contra carne.
—En el hueco de la ventana es donde se está más seguro, si es que hay algo seguro ahora —dice él.
Suenan portazos por todas partes y se oyen alocadas carreras por los largos pasillos del hotel. Y voces. Muchos nombres desconocidos se revelan de pronto. Muchos seres ignorados adquieren realidad viva de repente.
Al abrir la ventana, el espantoso mugido casi los tira de espaldas.
—Llevan varias noches igual —dice ella, tiritando.
Dos potentes chorros de luz bracean nerviosamente en el oscuro cielo de la noche para atrapar a los aviones incursores.
—¡Ya está! ¡Han cazado a uno! —grita Federico. Parece como si parpadease el avión, deslumbrado. Las ametralladoras antiaéreas disparan sus fuegos artificiales.
—¡Maldita sea!
Los reflectores siguen rastreando el cielo como podencos encelados, pero es evidente que la pieza se les ha escabullido entre la apretada maleza de las nubes y de las tinieblas. A poco, las ametralladoras enmudecen.
—¡Gracias a Dios que no ha descargado! —suspira ella. Tiritan los dos y ella empieza a dar diente con diente. Tras una pausa, dice él:
—Se ve que lo que pretenden es asustar y mantener la ciudad en vilo. Quitarle el sueño y desmoralizarla.
—Cierra, por favor, no puedo más.
Aunque algo amortiguados, los aullidos de las sirenas espeluznan todavía. La pareja sigue la caza a través de los cristales, pero ella desiste en seguida y se cubre la cabeza con la manta. Murmura:
—Quisiera que estuviésemos muy lejos de aquí, no me importa dónde. Aunque fuera en un monte o en una isla solitaria. Lo único que me importa es vivir…
Federico dio un respingo y abrió los ojos. Al ver que Matilde le estaba mirando, le preguntó, sobresaltado:
—¿Qué hora es?
—Más de las ocho —contestó ella, sonriéndole.
—¡Rediez!
De un bote se sentó en la cama. Se restregó los ojos y, mientras se echaba hacia atrás el cabello, peinándoselo con los dedos, siguió hablando:
—Y tengo que estar en el cuartel de Zurbarán antes de las nueve… ¡Menudo trabajo me espera allí! Habrán llegado seguramente los voluntarios de Cuenca, a los que hemos de instruir y equipar en menos de una semana, eso si no tenemos que volver al frente antes, sea como sea…
Como Matilde siguiera callada, se volvió a mirarla.
—Eso ya no te gusta, ¿verdad?
Ella movió negativamente la cabeza antes de preguntarle:
—¿Y a ti, Federico?
La penumbra no les permitía verse las caras y mucho menos aún buscarse recíprocamente la verdad en el fondo de los ojos. Por eso Federico se inclinó sobre ella y le sembró de besos las mejillas, la frente, los párpados y los labios. Luego dijo:
—No es que me guste o deje de gustarme. Se trata de cumplir con mi deber. No, no me gusta ningún sistema de matar. No, me repugna, pero tal como se han puesto las cosas, no hay más remedio que seguir adelante. Si no peleáramos, los otros nos aplastarían. Y si esto es malo, aquello sería aún peor. No hay salida, como ves. Esto es lo terrible: tener que emplear un método en que uno no cree y con el que no está conforme. Pero yo no lo he elegido, ¿comprendes?
Matilde, por toda respuesta, se abrazó a su cuello, murmurando débilmente:
—¡Calla, por favor, Federico!
Cayeron sobre la almohada en silencio y quedaron fuera del tiempo, sin más conciencia que la de su íntimo contacto, hasta que, primero débilmente y luego con creciente fuerza, empezó a oírse el clamor acompasado de muchas gargantas varoniles. Era como un fragor que avanzara con el viento, solemne, multitudinario, casi religioso.
—¡La Internacional! —exclamó Federico, desasiéndose de Matilde—. ¿Oyes? Es la Internacional.
Ambos escuchaban, conteniendo hasta la respiración.
—¿Qué pasará?
Y Federico, no pudiendo ya dominar su impaciencia, saltó al suelo y corrió a la ventana. A cada tirón que daba a la persiana, se vertía en la alcoba una bocanada más de luz grisácea y temblorosa, hasta que aquélla quedó totalmente recogida y la habitación, inundada de una claridad macilenta. Entonces miró a la calle. Desde la glorieta de Atocha, y a todo lo largo del paseo del Prado, la mañana era un cuajarón de niebla que se había quedado enganchada en los árboles y que ya comenzaba a derretirse. Siguiendo esa misma dirección, avanzaba cantando una columna de hombres uniformados y armados.
Federico se volvió para buscar con la vista su capote. Lo descubrió sobre una butaca y fue corriendo por él. Se lo puso y volvió a la ventana, que abrió entonces de par en par. El clamor se hizo más intenso y vibrante. Era, en efecto, la Internacional, cantada, en varios idiomas extranjeros a la vez, por tres hileras de hombres que desfilaban al paso marcial de sus botas claveteadas.
—Ven, Matilde, corre —gritó Federico—. Son los internacionales que esperábamos. Antifascistas extranjeros que llegan desde todas las partes del mundo para ayudarnos en nuestra lucha.
Pero Matilde no se movió de la cama. Federico, profundamente excitado, siguió expresando en voz alta las impresiones y los pensamientos que aquel inesperado espectáculo promovía en su espíritu:
—¡Qué tipos, Matilde! Los hay hasta de cuarenta años y más… Hombres hechos y derechos, no muchachos… Fuertes, optimistas, bien equipados… Revolucionarios de todos los países… Quizás, entre ellos, socialistas austríacos, comunistas de Bela Kun, anarquistas suecos y franceses, militantes antifascistas alemanes e italianos… ¡Cualquiera sabe! ¡Y qué bien marchan! ¡Cómo se ve que son veteranos de guerras y revoluciones! ¡Y qué material traen! ¡Mira las ametralladoras de carro! ¡Ay, si las hubiéramos tenido desde el principio! —y, tras una breve pausa—: ¿Y adónde irán? Seguramente, de cabeza al combate.
¡Matilde, Matilde! ¡Estos hombres van a cambiar las tornas en el frente! ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta, Matilde, de que la guerra puede ser ahora cosa de pocos días? Una sola batalla más, todo lo terrible que se quiera, pero una sola batalla, y se acabó. Como en una revolución, ¿comprendes?
Se volvió, humedecidos los ojos por el frío y el entusiasmo, pero se quedó desconcertado al ver que Matilde seguía inmóvil, con los ojos cerrados y arropada hasta la barbilla.
—¡Matilde!
Corrió a ella y la abrazó. Matilde abrió entonces los ojos llorosos.
—¿Crees que acabará ahora la guerra, Federico?
—Pues claro que sí. Antes de fin de año. Ya lo verás, mujer.
La Internacional, siempre ininteligible, pero enardecedora en las voces broncas y viriles de los voluntarios extranjeros, empezaba a alejarse, y lo mismo el ruido acompasado de sus botas herradas sobre el asfalto.