Sonaban como unos cañonazos lejanos. Después más próximos, y se despertó. Eran unos golpes que hacían retemblar la puerta. Medio en sueños todavía, gritó:
—¿Quién va?
—Soy yo, Trujillo. Abre, hombre.
Se había acostado completamente desnudo después de tomar una ducha de agua fría, y tuvo que ceñirse la camisa a la cintura para ir a abrir la puerta.
—Creí que tendría que tirar la puerta… —oyó decir a Trujillo al otro lado de ella.
—Calla, hombre. ¡Qué bárbaro!
—Pero, coño, si pareces un fantasma —fue el saludo de Trujillo.
Olivares corrió de nuevo a meterse en la cama y, luego, preguntó a su amigo:
—Pero ¿qué pasa?
—¿Cómo que qué pasa? Eso digo yo. ¿Dónde has estado metido estos días?
—Me trincaron los chinos —contestó Olivares, sonriente.
—Ya me lo suponía.
Había descubierto, entretanto, la cajetilla de tabaco de Casanova sobre la mesita de noche y se le disparó la mano hacia ella, diciendo:
—Se podrá fumar, ¿no?
—Claro que sí, hombre.
Trujillo lió rápidamente un cigarrillo y le prendió fuego.
—Pues cuenta —espiró una densa humareda por la nariz—. Si ya se me había olvidado cómo sabe… —y se sentó en la cama, dispuesto a escuchar.
Olivares explicó escuetamente lo que le había ocurrido mientras el otro fumaba en silencio, ávidamente. Al llegar al episodio del suicidio de Casanova, exclamó Trujillo:
—¡Collons! Y yo que le tenía por un mal bicho… Lo que hacen las dichosas ideas, la política y todo eso. ¡Pobre! —Ya no sonreía—. ¿Sabes que se ha portado como un tío de los buenos? ¡Hay que echarle valor…! Yo lo he pensado algunas veces… Si no fuera por la parienta y los chicos…
Olivares, que liaba otro cigarrillo lentamente, guardó silencio. Trujillo repitió:
—Si no fuera por la parienta y los chicos…
—No, hombre, no —saltó Olivares, mirándole atentamente—. Matándose no se consigue nada.
—Ya sé que no, pero ¿qué se consigue viviendo, en el caso de que pueda uno contarlo, cuando todo aquello por lo que uno ha luchado y penado tanto se lo lleva el aire?
Bajó la cabeza y se quedó contemplando el hilo de humo que ascendía en espirales desde su cigarrillo.
—Ya sabes, Trujillo; mientras hay vida…
—Sí, sí, una frase más. Esperanza ¿de qué?
Olivares abrió los brazos en aspa enérgicamente, como si quisiera disipar el aire sombría que los envolvía, y exclamó:
—¡De todo, hombre, de todo! —Se incorporó en la cama y, dando un manotazo en la pierna a su amigo, añadió—: Ahora te toca a ti informarme. Yo llevo durmiendo desde que llegué esta mañana y no he podido hablar con nadie. Dime, ¿cómo andan las cosas? No seas cenizo y cuenta.
Trujillo hizo con los labios un gesto despectivo.
¡Pché! —dijo—. No sé qué decirte. Desde luego, los comunistas han palmado o están ya a punto de entregarse. Esta tarde, los de la junta han atacado los Nuevos Ministerios, que creo era lo último que les quedaba. No sé cómo habrá quedado el asunto, pero ya poco pueden hacer. Claro que ha estado la cosa en un tris. Por poco si se meriendan a los de la Junta. Yo creo que si aprietan un poco más lo consiguen, porque Casado y Besteiro llegaron a encontrarse prácticamente solos en los sótanos del Ministerio de Hacienda… Casado, doblado por su úlcera de estómago que dicen que tiene. Y Besteiro, el hombre… Yo vengo de allí ahora. Fui con Ramírez, ya sabes… Como es natural, después que ha pasado el peligro, hay mucha gente que sale y entra, y habla y alborota allí… Y puedo decirte que Casado está muy flaco y que parece que a Besteiro le han llovido encima los años. ¡Qué viejo está! ¿Y sabes con quien me he tropezado? Pues con Cipriano Mera. Lleva la gorra torcida, como siempre. Me conoció nada más verme. ¡Vaya vista que tiene el «viejo»! Descorrió la cremallera y me enseñó la mella. Luego me preguntó qué hacía yo allí. ¡Figúrate! Con la mala leche que tiene… Le dije que me había cogido el follón estando en comisión de servicio, que si tal, que si cual… ¡Hum! Y entonces va y me dice que por qué no me he incorporado ya a mi unidad, que la guerra sigue, que ahora es cuando hay que demostrar las pelotas… Menos mal que vinieron a llamarle con urgencia y se fue. ¡Para qué contarte! Yo salí de allí como una flecha. Vamos, incorporarme yo ahora a la unidad… ¡Ni que fuera gilipollas!
—Bueno, ¿pero siguen los combates? —le interrumpió Olivares.
—El parte dice que se están entregando… Me hubiera gustado que hubieses visto el ataque a los Nuevos Ministerios… Yo creo que ni en Brunete ni en ningún otro tomate se ha luchado con tanta furia por ambas partes. Las tropas, desplegadas por la Castellana, con tanques a la cabeza. Las balas te comían… ¡La caraba! Y, a todo esto, mucha gente presenciando el combate, como si fueran unas maniobras, en la misma calle, en las terrazas y desde los balcones. A más de un curioso le habrá volado la cabeza. Se conoce que de tanto oír hablar de guerra durante tantos meses les había entrado la gana de verla de cerca… ¿Qué te parece?
—Ya. ¿Y ahora?
—Es cosa de pocas horas. Ya veremos lo que hace la junta al final. La gente está muy desmoralizada. Hablo de los militantes. Los del montón dan la guerra por terminada, y el que más y el que menos ya está pensando en cómo se las va a arreglar después, si va a poder volver a su trabajo, si habrá represalias… Claro, los que están locos de contento son los emboscados y los fascistas camuflados. Lo veo por los de mi casa. Creo que en Porlier y en San Antón, los presos fascistas hacen lo que quieren. Ya hay quien va a pedirles avales por si las moscas. Hasta hay graciosos, hombre. Nunca faltan. ¿Sabes qué mote le han puesto al fregado este? Pues la «semana del duro».
La bombilla iluminaba lúgubremente la habitación. Ni el tono jocoso con que Trujillo terminó su relato fue capaz de aliviar sus sombrías preocupaciones. Trujillo aprovechó la pausa para apurar el cigarrillo hasta que le quemó las yemas de los dedos y los labios. Olivares se había quedado pensativo, con los ojos cerrados.
—¿Duermes otra vez? —le preguntó Trujillo, porque el silencio le pesaba demasiado.
Olivares abrió los ojos rápidamente.
—¿Y los compañeros? —le preguntó—. ¿Qué piensan los compañeros del comité?
Trujillo movió la cabeza y arrugó los labios.
—Hay de todo. Molina, tan optimista como siempre. Ramírez, en la luna. Tudela lo ve todo negro. A Ángel no le he visto. Yo creo que nadie sabe qué hora es.
Olivares dio un puñetazo al colchón.
—Tenemos mala suerte, mala suerte hasta el final. En todas las ocasiones nos ha fallado algo. Ahora, también. ¿Por qué? —miró fijamente a Trujillo. ¿Por qué nos falló la ofensiva de Extremadura? ¿Por qué se nos escapa ahora la última oportunidad para poder negociar con algún provecho? ¿Por culpa de quién? ¿No será porque a los españoles se nos fue de la mano el pleito nada más empezarlo? Dime: ¿qué harías tú si estuvieras en el lugar de Franco? Como Trujillo se encogiera de hombros, prosiguió—: A menos que… Pero no. Francia nos ha soltado definitivamente de su mano después del pacto Berard-Jordana. Y en cuanto a Inglaterra… No me fío de los ingleses.
En el fondo, nos odian… —Hizo una pausa. Sus ojos miraban más allá de las paredes—: ¡Nos hemos quedado absolutamente solos! Lo peor es que se hayan despilfarrado así las energías de todo un pueblo. ¿Treinta y dos meses de guerra para terminar a trastazos entre nosotros? Es para volverse loco, Trujillo. Tengo clavada aquí —y se golpeó la frente— la visión de Casanova pegándose un tiro en la sien. Me entran escalofríos y náuseas cada vez que lo recuerdo.
—Bueno, bueno —y Trujillo le golpeó amistosamente una pierna por encima de las mantas—, olvídalo. Lo principal ahora es saber qué es lo que tenemos que hacer los demás. Tú no tienes mujer ni hijos. Yo, sí. Ahora son ellos los que mandan. Ellos tienen que vivir por encima de todo. A lo mejor consiguen mañana lo que nosotros no hemos sido capaces de lograr. Y conste que pienso como tú, Federico —movió dolorosamente la cabeza y añadió, con acento nostálgico—: ¡Qué lejos están ya los días de Guadalajara, eh! No se me olvidan los ojos de aquel sargento italiano. Entonces pensé que también podría tener hijos…
—Sí, ahora falta saber qué es lo que tenemos que hacer nosotros. Me parece lo más razonable.
Y Olivares cogió las prendas de ropa interior de encima de la cama y empezó a vestirse por debajo de las mantas. Después saltó al suelo y se puso el pantalón. Trujillo, sorprendido, le preguntó:
—¿Adónde quieres ir?
—Tengo que hablar inmediatamente con Molina. Tengo que enterarme de todo.
—Pero ¿sabes la hora que es? —y como Olivares se le quedara mirando, añadió—: Son cerca de las nueve de la noche. Ya no encontrarás a nadie en…
Le interrumpió el timbre del teléfono y Olivares se lanzó rápidamente sobre el auricular. En seguida se le iluminó el semblante.
—Sí, estoy aquí —dijo, con la voz súbitamente enternecida—. Ya te contaré… ¿Y tú?… Sí, sí, estoy bien, completamente bien. ¿Qué te parece ronca mi voz? Es posible… ¿Qué cómo estoy de ánimos? Ya te puedes figurar… En ti, en ti, claro… ¿Mañana? ¿Qué tienes que cortar? Bueno, bueno… ¡Salud, preciosa! Oye…
Cerró los ojos y suspiró hondamente. Y murmuró, cayéndosele la voz:
—Es Matilde.
—Lo he comprendido. No sé si te habrá dicho el conserje que ha estado telefoneando todas las noches desde que desapareciste…
—Y yo que casi me había olvidado de ella… Y es la vida —miró fijamente a su amigo, con un relumbre extraño en los ojos—. ¿Comprendes, Trujillo? ¡La vida!
Un fuerte aliento le ahogaba, como si se le hubiera levantado un huracán dentro, y se echó de bruces sobre la cama, para dominarlo.
—Si pudiéramos vivir lejos de todo esto, Federico.
—Algún día podrá ser, Matilde, pero no pienses en el mañana, sólo en el presente.
—Pero volverás mañana al frente.
—Calla, no me lo recuerdes ahora.
—¡Federico, cariño!
—Morirme en ti…
—¡Lo estoy deseando!
Trujillo, contagiado, murmuró:
—¡La vida! Y que lo digas.
—No te preocupes, Encarna, podremos comenzar a vivir de nuevo allá, donde sea, porque vale la pena.
—Ya lo creo.
—Te quiero mucho, Encarna.
—Ya lo sé. Y yo a ti.
—Déjame, ¿quieres?
—Claro que quiero.
—La vida es muy hermosa, Trujillo —dijo Olivares al rato, con la voz sofocada.
—Sí, muy hermosa…
—Vale la pena.
—Ya lo creo.
(Cubas, reclinado en la almohada, al aire su ancho pecho y sus musculosos brazos, escucha complacido el parloteo de Maruja, la «Morena de Chicote», una carnosa moza que echa anzuelos al deseo de los hombres en el célebre bar de la Gran Vía.
—Yo no entiendo de política, pero me has gustado tú más que ningún otro hombre. Mi padre, como ya te he dicho otras veces, murió cuando se perdió Sigüenza, y entonces mi madre se vino del pueblo con todos nosotros. Mi madre no quería que yo me pusiera un mono y me fuese a la Sierra porque decía que la guerra no es cosa de mujeres, pero alguien tenía que vengar a mi padre, y mis hermanos pequeños. No era por la política. Era por mi padre. Y me fui. Y un espabilao me perdió. Estuve con él hasta que lo mataron, y cuando lo mataron —una bomba de aviación lo hizo harina—, me volví a Madrid. Yo había cumplido ya, ¿no te parece? Y empecé a ir con unos y con otros. Era fácil y me divertía, ¿sabes?, aunque, la verdá, no supe lo que era bueno hasta que me tropecé contigo, porque es que tú sabes más…
Cubas sonríe. Le revuelve el cabello, negrísimo.
—Chiquilla, eres…
—Dilo, dilo…
—No sé cómo decírtelo. No sé si me entenderías…
—Un animalito. Dilo, hombre, dilo.
En los ojos negros, grandes, húmedos de Maruja, hay como un claro de luna. Cubas hace esfuerzos para reprimirse.
—Es igual, julio. Todo lo que tú me digas….
—Tu padre era pastor, ¿no?
—Sí.
—¿Y qué hace tu madre?
—Trabaja ahora en la cocina del Palas. No pasa hambre. Estos días que tú has estado fuera, como no he consentido que me tocara ningún tío, tuve necesidad de ir a verla para que me diera algo de comer. Es buena, ¿sabes? Le da vergüenza lo que soy, aunque me parece que algunas veces, y que Dios me perdone, me tiene envidia. Yo creo que mi padre no…
Cubas la acaricia. Ella coge una de sus manos y la hunde bajo las sábanas.
—Quiero que me acaricies más hondo, julio.
Pero Cubas libera su mano de entre los redondos, morenos y cálidos pechos de Maruja.
—Tengo que preguntarte algo antes, Maruja.
Ella está profundamente turbada y respira con aleteos de nariz.
—Escucha y cálmate un poco, por favor.
Maruja cierra los ojos y él dice:
—Ya habrás oído rumores de cómo va la guerra… Va mal para nosotros. A lo mejor tengo que marcharme lejos, muy lejos. A lo mejor no nos vemos nunca más, ¿me oyes?
Maruja aparenta estar más tranquila. Abre los ojos y mira a Cubas, que, en la postura que está, parece asomarse a ellos.
—Sí que he oído rumores, pero ¿qué me importa a mí la guerra y qué tiene que ver la guerra con mi cuerpo? Me has hecho pasar un rato…
—Entonces es que no me has entendido.
—Sí te he entendido. Lo que pasa es que me lo deberías haber dicho después. ¿Por qué me acariciaste antes?
—¿Es que no te puedo tocar siquiera?
—Tú, no, ya lo sabes. En cambio, los demás me molestan más que otra cosa cuando lo hacen.
—Bueno, mujer, perdona.
Y la mira como si mirase a un niño. Ella, al fin, sonríe. Y dice:
—¿Dices que te vas muy lejos? ¿Dónde?
—No lo sé.
—Pues a mí me da igual.
—Bien. Pero lo que yo quiero saber es qué piensas hacer tú.
—¿No te he dicho que me da igual? Yo te seguiré a donde sea, tonto. ¿Crees que lo que te digo es mentira porque soy… lo que soy? Si lo soy es porque tenía que ser así y nada más. Ya te tengo dicho que antes me divertía. Ahora… —Se incorpora y quedan al aire sus pechos, que simula querer cubrir con una mano—, ahora sólo quiero estar contigo… ¡Te lo juro! —y deslumbra al hombre con sus ojos—. Ya verás cómo yo no te dejo…
Cubas procura no ver todo lo que se le ofrece y habla mirando al techo:
—¿Y si no puedes venir donde yo vaya?
—¿Cómo que no? Estoy acostumbrada a todo.
—¿Y si no te dejan seguirme? Ya sabes lo que es la guerra, ¿no?
Ella se deja caer de nuevo boca arriba y se cubre con el embozo hasta el cuello, enfurruñada de pronto.
—No sé qué quieres decir, julio, como no sea que me estés preparando el pastel… Si eres tú quien quiere dejarme… Dilo, hombre, dilo.
Está a punto de llorar y Cubas se vuelve a ella.
—¿Cómo puedes pensar eso, Maruja? —Le acaricia de nuevo la densa cabellera—. Pero si para mí no has sido lo que dices que eres desde el momento en que te conocí… No tengo ese concepto de las mujeres, por muy perdidas que se crean. Vosotras sois unas víctimas de la sociedad, al igual que otros, por ejemplo tu padre; por ejemplo miles, millones de criaturas… Nada más. Eso es lo que ha traído la guerra. Precisamente eso: que haya tantas víctimas. Otras mujeres, más viciosas que las de la vida, no pasan por tales y todo el mundo las respeta. Otras se venden al marido y son señoras. Otras no caen por miedo o porque no tienen ocasión. Sólo son buenas las que quieren de verdad, con sacrificio. Para mí sólo es buena persona la que hace el bien. Sólo la que hace el bien, ¿comprendes?
Maruja le mira, embelesada.
—¡Virgen, tenías que ser ministro o general con lo bien que hablas!
Cubas sonríe.
—Sí, se me ha ido un poco el santo al cielo, Maruja. Yo te quería decir… Bueno, ¿te da miedo que los otros entren en Madrid?
—¿Qué otros?
—Los fascistas, mujer.
—¿Y por qué voy a tenerles miedo? Sólo a los moros, ¿sabes? Dicen que son muy bestias con las mujeres.
—No es eso, no es eso. ¿Tú te has metido con alguien?
—¿Yo? —le aletean las pestañas—. Pues mira… A ti te lo puedo decir ahora… Conocí a un chico… Era de noche. Venía yo sola para casa y, de pronto, salió de un portal y ¡zas! Se me cogió al brazo. Yo me asusté, la verdá, así, de momento, pero cuando le vi la cara se me quitó todo el miedo. Era muy joven y temblaba, ¿sabes? Le pregunto que qué quiere y él que pasar la noche conmigo. Era el verano pasado y yo iba un poco exagerada, como cuando me pusiste la mano en la nuca, estando, yo sentada a una mesa en «Chicote», y me preguntaste si estaba libre. Te iba a decir que no, porque eso es lo que más emperra a los tíos; pero, chico, me dio por mirarte y entonces te dije que sí sin darme cuenta. ¿Te acuerdas? —Cubas afirma con la cabeza y ella sigue—: Tu cara me recordaba a no sé quién, y tu tipo y tu voz. ¡Qué sé yo! Luego he visto que no me recordabas a nadie, pero en aquel momento yo hubiera jurado que sí. Total, que me gustaste. Total, que nos vinimos a la cama rápido. Total, que me metiste en el saco, tú lo sabes. Te ibas al día siguiente al frente. ¿Te acuerdas de que quisiste darme dinero y que yo no te lo cogí? Te marchaste y yo lloré. ¿Por qué pasan esas cosas? Después de no sé cuánto tiempo, volviste. No me habías escrito ni nada. Menos mal que fuiste a parar a «Chicote» y que yo te vi. Ibas de caza, ¿eh?, y ni siquiera te acordabas de mí, ¿verdad? Yo me puse a tu lado, sin que me vieras, y te dije al oído: qué calvario, mi novio es comisario, y tú pegaste un bote… Y desde entonces, siempre que has vuelto del frente, has pasado todo el tiempo conmigo. Yo me he dicho muchas veces que qué tendré yo para gustarte a ti… Si me regalas algo, como el reloj que llevo, te lo cojo, pero dinero por acostarte conmigo ¡ni hablar! ¡Ay, julio, tú sabes que es porque me gustas!
Y se abraza a él apasionadamente, ciega, temblando. Cubas espera, cierra los ojos y se deja besar en el pecho y en el cuello. Luego, dice ella:
—Déjame que te escuche el corazón, julio —y pega su oreja al pecho del hombre—. ¡Cómo suena! Me da un gusto escucharlo… Parece un tambor. Parece un río. ¿Qué será? ¡Qué hondo suena! Mira que estar escondido ahí el cariño y todo eso que nos pasa cuando nos queremos…
Cubas sigue aguardando en silencio. ¡Qué música la de aquellas palabras! ¡Qué labios reventones los de Maruja! ¡Qué verdad inconsciente, aturdida, instintiva! Ella sí que es como un río, como el viento, como la semilla que estalla bajo la tierra, como la yema que revienta en el árbol… Eso piensa Cubas, pero le dice, dominándose:
—Te has ido a otra cosa y no me has dicho lo que te pasó con aquel muchacho que se cogió a tu brazo una noche cuando venías sola por la calle.
Maruja sonríe, los ojos entrecerrados, recostada la cabeza en el pecho de Cubas.
—¡Ah, sí! Pues me lo traje, pero como si nada. No quería ni desnudarse, fíjate, pero yo le hice que se desnudara. Y dormimos como dos hermanos. Bueno, él no hacía más que dar vueltas y suspirar. Me despertó no sé cuántas veces. La primera me pensé que es que no se decidía… Pero no. Tenía miedo. Mucho miedo. Eso era lo que le pasaba. Total, que nos levantamos al día siguiente tal y conforme nos habíamos acostado. Me pagó y, al irse, me dijo que volvería por la noche. Se llamaba Enrique, ¿sabes?, Enrique no sé qué. Sí, pero si me sale un plan…, le dije. Yo te pago lo que quieras… Bueno, pasamos juntos otras dos noches más… ¡Me daba tanta pena! Claro que, a la segunda, picó, de mala manera, pero picó. Chico, que yo conozco a muchos mandamases, que si necesitas un aval… Era por si tenía miedo de ir al frente, ¿comprendes? Para qué tenía que ir al frente, decía yo. Y nada. No quería hablar de eso. De eso ni de nada. A la tercera noche ya se me agarró más fuerte. Pero, chico… Y él dale que te pego. Estaba tan flaco que… Pero le dejé salirse con la suya, y sin decir ni una palabra, ¡eh!, ni una palabra. Pues que te aproveche, rico. Yo, como si nada. Lástima, sí, pero también rabia, porque se dice algo, ¿no? Por eso voy y le digo después: ¿a que eres un fascista? Y que me callase. Pero lo eres, ¿no? Y él: ¿y si lo soy, qué? Bueno, hijo, si es tu gusto… Y ya no volvió más. La que volvió al otro día fue la poli. ¡Vaya susto que me llevé! Que si le conocía, que si conocía a alguno de sus amigos… Yo qué voy a conocer. Tres noches pasó conmigo, como cualquier otro. Algo raro sí que me parecía, pero yo no pido a nadie la documentación. Y se acabó lo que daban. Entonces me enteré de que lo habían detenido porque estaba complicado en no sé qué asunto de espionaje. Mira tú quién lo diría. Si no tenía alientos para nada la criatura, lo que se dice para nada. Pues era muy peligroso, por lo visto. Yo no entiendo de política, pero siempre me digo que unos a un lado y otros a otro, que cada oveja con su pareja, ¿no te parece?
Hace una pausa, cierra los ojos y se acurruca más estrechamente contra el cuerpo de Cubas.
—¿Y qué fue de él?
—Está preso en San Antón. He ido a verle para llevarle pitillos, de los pitillos que me dan a mí. Y le he hecho algunos recados.
—¿Qué clase de recados, Maruja?
El respingo de Cubas le hace abrir los ojos y mirarle, asombrada.
—Bobadas, Julio. Que vete y dile a mi madre, que está en la cárcel de Ventas, que estoy bien. Que vete y dile a mi tío Jacinto, que vive en la calle de Serrano, que me mande esto o lo otro. Y cosas así.
—¿Y tú no sabías, Maruja, que ir a verlo a la cárcel y llevar esos recados podía costarte un disgusto?
—Como que estuve presa cerca de un mes en la cárcel de las Ventas por eso… Pero ya no tenía remedio. Lo que consiguieron con ello fue encorajinarme. Claro, ya no hice más recados. Enrique no quiso, pero yo he vuelto a llevarle tabaco.
—Así que estuviste encerrada por él, ¿no? ¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora?
—Porque los hombres sois más chinches… Bueno, si no quieres, no iré más a verlo. No tengo ningún interés, ni me importa. A mí lo que me importa es estar a tu lado y escuchar tu corazón. Tan, tan, tan. Y estar pegada a ti. Y que me acaricies.
—¿Trataste a la madre del muchacho cuando estuviste presa?
—¡Y dale! Pues no. Ella estaba con las políticas y yo con las pringosas. Separadas. Además, me faltó atrevimiento. Oye —levantó la cabeza para mirarle—, ¿te ha sentado mal lo que te he contado?
—No, mujer.
—Si te lo he dicho es porque me has tirado de la lengua.
—Pues claro. Y dime ahora, ¿cuál era su apellido? Porque tienes que saberlo.
Maruja le mira a los ojos con temor, fruncidos infantilmente los labios.
—No irás a… —murmura—. ¿Verdad que no?
—Descuida.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
Aún vacila, pero al fin se decide.
—Su padre era general o conde, algo así. Su apellido era el de Quesada. Pero no le quise nunca, ni le quiero. Es que me daba lástima. ¡Te lo juro! Era un chiquillo, y me dio lástima. ¿No me crees, Julio?
—Que sí, mujer, que te creo.
Se aprieta contra él.
—Me pasó lo que con aquel miliciano de la Sierra… Que a lo mejor me matan mañana, que a lo mejor hoy mismo… Y una no puede resistirlo. Aquél murió y éste, tan flaco y tan poca cosa el pobre…
—Bueno, bueno…
—Es que una no puede resistirlo, ¿sabes? —y le mira con sus profundos ojos húmedos.
Ya tendrá, tal vez, quien la proteja si se ve en un apuro. Claro que, dada su condición… Y Cubas se quedó pensativo, arrugado el entrecejo.
—Tendrás que ir a verlo, Maruja…
La mujer calla.
—Te conviene.
—Ya te he dicho que no me gusta, que sólo, me da lástima.
—A lo mejor, dentro de poco es un mandamás. Se yergue. Otra vez le tiemblan los pechos, desnudos.
—Entonces ¿es que van a ganar?
—Pudiera ser. En la guerra, ya sabes, unos ganan y otros pierden. Siempre pasa eso.
—¿Y crees que se va a acabar tan pronto, Julio? —pregunta, alarmada.
—¿No lo deseas tú?
—Ni hablar, julio. Esto es vicio. Como que voy a querer yo volver al pueblo… ¿Otra vez con las ovejas, llena de mugre, pasando frío, durmiendo en el chozo? ¿Otra vez con las abarcas y el garrote? ¡Ojalá que no se acabe nunca la guerra, Julio!
Ahora fulguran sus ojos por otra clase de sentimientos. Como en el amor, la sangre ha coloreado su rostro y vibra, estremecida.
—¿Qué dices, mujer?
—Eso. Y no lo digo yo sola. Hay otras muchas chicas, de fuera de Madrid, que no son lo que yo, sino decentes, enfermeras y otras cosas, y mozos campesinos, que dicen que esto es vida. Pero, chico, ¿y si te matan? Peor es vivir arrastraos y, al remate, también se muere. ¿No murieron mis padres y mis abuelos? ¿Y qué? Toda la vida penando y murieron sin saber lo que es bueno. Y tienen razón.
Julio la escucha, asombrado.
—A mi abuelo lo mató un rayo en el monte. Murió sin sacramentos, como un perro, figúrate. Yo, si tú me has de dejar, que no acabe nunca la guerra. ¡Nunca! Si he de estar contigo, ya no me importa que acabe o no, porque a mí lo que me importa es estar así, como ahora, siempre…
Se le enrosca, le coge otra vez la mano y la esconde en su seno, caliente… A Cubas se le corta el aliento, se le precipita la sangre en locas carreras por el cuerpo… ¡Ahora sí que suena a tambor ronco su corazón! Empiezan a estallar estrellas en sus ojos, estrellas rojas, azules…
Y ella parece que llora, que gime o que lucha desesperadamente cuando dice, trémula:
—Esto es vida, julio, esto es vida…
Olivares y Trujillo continuaron durante largo tiempo en silencio, echado de bruces sobre la cama aquél, y como ensimismado en la contemplación de la alfombrilla del lecho, éste. Quizá retrocediendo ambos hacia el pasado o luchando con la incertidumbre que los rodeaba como una marca ascendente. El maestro de escuela y el ebanista, unidos en el azar de la guerra, hermanados en el peligro, buscando ahora quién sabe qué caminos o qué razones, o qué sinrazones, para hallar un vislumbre siquiera de esperanza en el porvenir, un resquicio de luz entre tanta negrura acumulada a su alrededor. Hasta que sonaron unos leves golpes en la puerta. Entonces volvieron a la realidad y se miraron como quien despierta de un sueño. Y antes de que se recobraran del todo, sonó una voz fuera:
—Soy yo, Rosina.
Olivares se puso en pie rápidamente. Trujillo lo hizo más despacio, interrogando a su amigo con la mirada. Pero Olivares se encogió de hombros y dijo en voz alta:
—Pasa, pasa.
Se abrió la puerta y apareció la figura de una muchacha delgada y triste, cuyos grandes ojos parecían querer devorar su rostro. Los dos hombres la miraron en silencio y ella trató de sonreirles. Luego, dijo dulcemente:
—Me he enterado de que has vuelto y quería saber si te encontrabas bien… —y miraba a Olivares.
Trujillo le hizo señas para que tomase asiento, pero ella rechazó el ofrecimiento con un gesto.
—No, gracias. Me voy en seguida.
Olivares se acercó entonces a Rosina.
—Bueno, pues ya ves que no me ha pasado nada —le dijo, sonriendo afectuosamente—. Y tú, ¿cómo andas? La muchacha se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que ande? Por mí… Lo que más siento… Pero no tiene remedio.
—Di, mujer, di —le insistió Olivares.
—Ya sabes, lo de siempre. Lo estamos pasando muy mal de comida, sobre todo desde que Casado dio el golpe —su rostro se había ensombrecido y se endureció aún más cuando añadió—: ¡Ese traidor!
Siguió un silencio. Olivares cogió el paquete de tabaco y ofreció un pitillo a su amigo. Mientras lo liaban, preguntó Olivares a Rosina.
—De modo que tú estás contra Casado, ¿no?
—Sí —contestó ella enérgicamente—. ¿Y tú?
—A mí me han tenido secuestrado los negrinistas todos estos días —y añadió, al ver la confusión de la muchacha—: Pero no te preocupes por eso. Me hubieran detenido igual los de Casado —y se sonrió—: Esto parece ya una casa de locos.
—Pero Casado quiere entregarnos a Franco, Federico.
—No es tan sencillo, Rosina.
Ella contenía difícilmente las lágrimas y los dos amigos se sintieron hondamente conmovidos.
—Entonces —volvió a hablar Federico—, ¿tú no quieres que acabe la guerra?
Ella se mordió los labios y negó con la cabeza.
—¿No estás ya harta de pasar calamidades? —le preguntó Trujillo.
Tan débil, tan desamparada, y, sin embargo, tan firme.
—Claro que sí, pero es peor la entrega. ¿Qué es lo que nos espera si perdemos? Parece mentira, Federico, que tú…
—Bueno, bueno —le interrumpió él, dándole unos amistosos golpecitos en el hombro—, no es para tanto. Nos quedará la vida. ¿Te parece poco? Tú eres muy joven aún y…
—¿Y todo lo que llevamos sufrido?
Federico meneó la cabeza.
—Como todo lo que llevamos gozado. Ya no vale.
A Rosina se le habían evaporado las lágrimas. Ahora sus ojos aparecían secos y ardientes.
—Es que hay muchas personas que todavía no sabemos lo que es gozar y sí sólo lo que es sufrir. ¿Y no ha de valernos esto de nada? Pues entonces mejor fuera que se lo llevara todo el diablo, que se hundiese el mundo, que qué sé yo… ¿Qué va a ser de mi madre y de mis hermanos? No digo ya de mí, porque…
Había ido exaltándose y al final se contuvo. Olivares le cogió una mano, que estaba helada.
—Vamos, cálmate, Rosina.
Al contacto caliente de la mano de Olivares, Rosina cerró los ojos e inclinó la cabeza sobre el pecho.
—No sé qué hacer —murmuró entrecortadamente.
Se derrumbaba otra vez. Apretó la mano de Federico y prosiguió:
—Ahora mismo, mi hermanillo Lucio no hacía más que pedir y pedir… Está la criatura traspasada de hambre. Olivares y Trujillo cambiaron una mirada, y después dijo aquél en tono desesperado:
—Pues me coges sin nada. Yo mismo no he probado bocado desde anoche. ¡También es mala suerte!
La muchacha había levantado la cabeza y le miraba con los ojos otra vez húmedos.
—Yo sé dónde hay comida. Si no es más que eso… —terció entonces Trujillo encarándose con Olivares. Venga, ponte la guerrera y coge la pistola.
—¿Qué estás diciendo? —y Olivares le miraba, asombrado—. ¿Te has vuelto loco tú también? A lo mejor es el hambre lo que nos hace desvariar a todos.
Trujillo, por el contrario, sonreía.
—No, no estoy loco. Es que me he acordado de repente de un pequeño depósito de intendencia que tenemos muy cerca de nosotros.
—¿Un depósito de intendencia, Trujillo? —Y Olivares le agarró de un brazo fuertemente—. Déjate de bromas.
—Lo que te digo.
Había soltado a la muchacha y miraba hostilmente a su compañero. Por su parte, Rosina observaba el extraño comportamiento de los dos hombres, un poco asustada, sin comprender el cambio súbito de situación.
Trujillo dijo:
—¿No conoces a ese teniente que va siempre acompañado de dos mujeres, madre e hija, vestidas de luto?
Rosina abrió mucho los ojos y Olivares, tras un leve gesto de duda, asintió.
—Sí que lo recuerdo, pero ¿qué?
—Es un tipejo, Federico. Se acuesta con las dos mujeres, que son de la acera de enfrente, quinta columna, ¿comprendes? Bien, pero lo importante es que las hincha de comida, porque tiene en su cuarto del hotel lo que te dije antes, un pequeño almacén de intendencia. Lo sé muy bien. Comida que pertenece a los combatientes. ¿Y qué somos nosotros, eh? Venga, ponte la guerrera y coge la pistola.
Olivares dudaba.
—Pero…
Rosina le miraba con los ojos muy brillantes.
—Hazlo por ella, hombre —insistió Trujillo—. Si no es más que presentarnos los dos en su cuarto y decirle que nos convide. Nosotros también tenemos derecho a esos víveres, ¿no? Anda, seguramente están ya los tres en el nido, durmiendo.
La rapidez de Trujillo se impuso. Él mismo ayudó a Olivares a ponerse la guerrera sobre la camiseta y el pantalón de paisano.
—¿Quéréis que vaya con vosotros? —insinuó Rosina. Pero Trujillo le replicó:
—No, no es cosa de mujeres. Tú te quedas aquí esperándonos, ¿estamos?
Olivares se calzó los zapatos y se encasquetó la gorra de plato.
—Puede que tengas razón —murmuró—. Estos tipos se merecen un escarmiento.
—Pues claro. ¿Dónde tienes la maleta?
—Debajo de la cama.
Trujillo se agachó a cogerla y la vació, comentando:
—Cabe lo suyo. Como logremos llenarla… —y añadió, dirigiéndose a la puerta—: Andando, Federico.
Rosina no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra, y cuando los hombres desaparecieron, cerró la puerta y luego fue a sentarse en la cama. El corazón le latía fuertemente.
—Lo tengo bien localizado —susurró Trujillo a Olivares en el pasillo malamente alumbrado por una bombilla pintada de azul—. Es en el piso de arriba.
Un silencio felino y acechante se le echó encima. Tras las puertas de los cuartos, sin ruidos y sin luz, parecía estar agazapado el miedo. Los dos hombres cuidaban que el rumor de sus pasos quedara ahogado en la gastada alfombra. No se encontraron a nadie a lo largo de todo el pasillo, ni en la escalera, ni tampoco en el corredor de la otra planta, tan mal alumbrado como el de abajo. Trujillo iba delante y le seguía Olivares, pistola en mano.
Sin ninguna vacilación, Trujillo se detuvo al fin ante una de las puertas y dijo en voz baja a su compañero:
—Aquí es donde vive ese cabrón.
Tras una breve pausa para comprobar que no los espiaba nadie, Trujillo dio dos golpes secos en la puerta. Pasaron unos segundos, sin que se oyera ningún ruido dentro. Entonces Trujillo hizo una seña a Olivares y éste repitió la llamada con la culata de su Star, mientras él pegaba su oreja a la cerradura. Luego guiñó un ojo e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. En efecto, seguidamente se dejó oír al otro lado una voz carrasposa:
—¿Quién llama?
—¡Abre! —contestó Trujillo, en tono enfático.
Siguió una pausa y, después, la misma voz, ya junto a la puerta:
—¿Quién es?
—¡El SIM!
—¿Cómo? —y le salió un gallo.
—El SIM he dicho, y abre rápido si no quieres que echemos la puerta abajo.
—Soy amigo del comandante Pedrero —alegó todavía el de dentro.
—¿Sí? Pues precisamente venimos por orden suya. Si Pedrero es tu amigo, mucho mejor para ti.
—¿Y qué queréis?
—Hacerte unas preguntas.
Siguió una leve pausa y, luego, el ruido de la cerradura al ser descorrida. Pero Trujillo no esperó a que el otro le abriera la puerta, sino que la empujó violentamente y entró al asalto en la habitación. El inquilino salió despedido y estuvo a punto de rodar por el suelo, lo que pudo evitar agarrándose a una silla. No tenía más prenda de vestir puesta que un pantalón y, cuando con el pelo en desorden y el asombro y el miedo saliéndosele por los ojos saltones, quiso encararse con lo que se le venía encima, se encontró frente a dos hombres, uno de ellos con una maleta de madera en la mano y el otro apuntándole con una tremenda pistola. Olivares había vuelto a cerrar la puerta. La estancia estaba en penumbra. En cada una de las dos camas gemelas aparecía acostada una mujer, boca arriba y de costado, respectivamente, y ambas dormidas. Sobre una mesita se veían los restos de una cena para tres: vasos, latas vacías, migas de pan, platos sucios. En un rincón se alzaba una pequeña pila de cajones de madera y paquetes, y encima del armario de luna se amontonaban también algunas cajas de cartón. Había una manta sobre una butaca y prendas de hombre y de mujer desperdigadas en el respaldo de las sillas y en los pies de las camas. Olía a un revuelto de perfumes y aire viciado.
El hombre parecía absolutamente inerme y desvalido sin sus gafas, olvidadas en alguna parte. Se restregó los ojos con los nudillos de ambas manos, momento que aprovechó Trujillo para abrir la puerta del cuarto de baño y dar la luz en él, pero sólo pudo descubrir un cordel extendido de lado a lado, del que pendían prendas íntimas de mujer puestas a secar. Entonces se encaró con el hombre:
—Eres un emboscado y un saboteador —le dijo.
—Que, ¿yo…? —y el otro se le quedó mirando a través de las rayitas de sus gruesos párpados guiñados. Luego, temblándole todavía la voz, añadió Pero vosotros no sois del SIM, me parece a mí. Todavía no me habéis enseñado la documentación.
—¡Calla! —le ordenó Olivares—. Calla si no quieres que te vuele los sesos.
El leve chasquido del seguro de la pistola dejó mudo e inmóvil al teniente de intendencia, cuyos pantalones sin ceñidor se le escurrían por las caderas, viendo cómo Trujillo colocaba la maleta sobre la mesa, la abría y se volvía a él para decirle:
—Tranquilízate. Sólo hemos venido por comida.
Y empezó el cacheo. Lo primero que revolvió Trujillo fue el montón de cajones de madera y de paquetes. Se trataba de cajones de botes de leche y carne y paquetes con legumbres.
—¡Fíjate, Federico! —decía de cuando en cuando Trujillo, mostrando el botín descubierto, del que buena parte iba a parar a la maleta.
El teniente de intendencia seguía con la mirada las idas y venidas de Trujillo, sin atreverse a protestar ni a moverse, atemorizado por la actitud hosca de Olivares, que no dejaba de apuntarle con la pistola y que ante uno de los hallazgos de su amigo, le dijo amenazadoramente:
—Lo que siento es no pertenecer al SIM en este momento. ¡De veras! Las ibas a pasar moradas. Conque ¿almacenando comida para ti y para tus queridas mientras la población civil y los combatientes se caen de hambre?
—Mira, hasta vino de Valdepeñas…
En efecto, acababa de descubrir un garrafón de vino al pie del armario, cubierto con un tabardo.
—Así da gusto hacer la guerra, ¿no? —le increpó Olivares. El aludido se mordió los labios y humilló la cabeza.
—¡Levántate los pantalones!
Obedeció torpemente. Mientras, Trujillo se subió en una silla y empezó a hurgar entre las cajas que había sobre el armario.
—Mantequilla rusa, chocolate, azúcar… ¡La madre que lo parió!
Pero el gran tesoro fueron unas cajas llenas de cajetillas de tabaco negro y rubio. Tan nervioso se puso, que se le cayeron varios paquetes al suelo, formando algún estrépito. Entonces se despertó una de las mujeres, aparentando gran sobresalto.
—¡Pepe! ¿Qué pasa, hijo? —gritó después de quedar sentada en la cama de un salto.
—¡Silencio! —ordenó Olivares.
—¡Silencio, camarada! —repitió Trujillo, blandiendo sobre su cabeza uno de los paquetes—. Un solo grito, y el tipo no lo cuenta.
En ese momento, la otra mujer, mucho más joven, que había permanecido de espaldas todo el tiempo, volvió la cabeza y se quedó mirando a Federico con los ojos muy abiertos, suplicantes. Unos ojos muy expresivos, que él ya conocía por no haberle pasado inadvertida su dueña cuando tantas veces se cruzara con ella en el hotel. Además, los labios de la muchacha temblaban, dando la sensación de que el miedo le ahogase la voz.
Pepe, el teniente de intendencia, miraba desolado a una y otra, y movía pesarosamente la cabeza como reprochándoles su torpeza. La mayor de las dos, que se había echado una prenda sobre los hombros, parecía haberse tranquilizado. Por un momento los cinco personajes se mantuvieron inmóviles y callados, observándose mutuamente, como si cada uno dudara de la realidad de aquella escena. Al fin, habló Olivares:
—¿Qué comedia es ésta?
La joven ni pestañeó siquiera, pero la de más edad hizo un gesto de asombro y luego dijo:
—¿Comedia? ¿Y por qué comedia?
—¿Cómo? ¿No es una comedia que ustedes dos se hagan las dormidas para evitar preguntas y que, cuando ya no es posible disimular más tiempo, usted salga llamando hijo a este… camarada? Entonces ¿qué es esto? ¿Es que se ha creído que somos tontos? Ustedes piensan que nosotros somos todos unos patanes, unos ignorantes, ¿no?
Olivares había dado, mientras hablaba, unos pasos en dirección a la cama de la mujer mayor, pero ella no se inmutó; antes al contrario, después de mover enérgicamente la cabeza en sentido negativo, replicó:
—Nada de eso, capitán. Lo que pasa es que usted no quiere creerse la verdad. Pepe es hijo mío, como lo es también esta joven…
Olivares se quedó parado.
—¿Cómo? ¿Cómo dice?
—¿Qué son hermanos? —preguntó a su vez Trujillo abriendo la boca, estupefacto.
Pero la mujer, en vez de contestar, recogió las gafas que estaban sobre la mesita de noche y, ofreciéndoselas al llamado Pepe, le dijo:
—Toma tus gafas, póntelas y cuéntales la verdad.
Pepe alargó el brazo con la torpeza de quien tantea en la oscuridad hasta que topó con las gafas. Entonces empezó su transformación. Apenas se las hubo ajustado, fue como si le hubieran inyectado una droga. Se estiró, creció incluso y recobró visiblemente el dominio de sí mismo. Por su parte, los dos amigos, después de comunicarse con una mirada, se habían quedado a la expectativa, un tanto recelosos.
Olivares, siempre pistola en mano, fue a situarse de nuevo junto a Trujillo.
—Camelos, no, ¡eh! —advirtió.
—No, no se trata de ningún camelo —dijo después Pepe, tras tirarse de los pantalones para arriba—. Lo que habéis oído es cierto. Esta mujer es mi madre y aquella otra mi hermana. Claro, todo ello tiene su explicación. A vosotros, que no sois del SIM, se os puede decir la verdad, y más ahora en que ya…
—Bueno, bueno —le interrumpió Trujillo—. No seremos del SIM, pero no por eso dejaremos de cumplir con nuestro deber de antifascistas.
La madre se encogió de hombros. La muchacha, por su parte, no quitaba ojo a Federico aunque éste le hurtase los suyos siempre que se encontraban con los de ella. Aquélla dijo:
—¿Es que es un delito tener madre y hermana?
La pregunta, de puro lógica, resultaba, no obstante, completamente absurda en aquella insólita situación. Por eso tal vez no la contestó nadie. Los ojos de Olivares se tropezaron una vez más con los de la muchacha, y, al huir de ellos una vez más también, se encaró con Pepe, que comenzó a hablar:
—Ya sé que nos toman por otra cosa. Yo mismo he alimentado, como quien dice, esos rumores. Nos convenía que siguieran, ¿comprendéis?
Olivares movió negativamente la cabeza y Trujillo, que ya daba muestras de impaciencia, preguntó:
—Bueno, ¿y por qué?
Entonces, el teniente de intendencia bajó la cabeza y, tras una pausa, empezó a dar cortos paseos ante Olivares y Trujillo mientras hablaba:
—Porque mi madre es la viuda de un capitán que murió dentro del cuartel de la Montaña —levantó la cabeza y se quedó mirando a Federico. Luego, prosiguió, al tiempo que reemprendía sus pasos de un extremo a otro de la habitación—: Sí, pero no era fascista. Lo que pasa es que le cogió dentro del cuartel el día 18 de julio. Yo sí era de las juventudes del partido de Azaña… —hizo una pausa y siguió diciendo—: Y murió, no sabemos cómo, pero murió… En cuanto me enteré de que habían rodeado el cuartel, me presenté allí y allí estuve hasta que pude entrar en él, confundido entre los asaltantes, para ver si podía salvar a mi padre, pero… —respiró hondo— llegué tarde. Después de dar muchas vueltas… ¡Había muertos por todas partes! Por fin me lo encontré en un pasillo, con un tiro en la frente, muerto. —Nueva pausa para apretarse los párpados con las yemas de los dedos. Después continuó—: Gracias a los amigos que mi padre tenía en el Ministerio, pudimos rescatar su cadáver y enterrarlo. Fue lo único que pudimos hacer por él —se había detenido entre Olivares y Trujillo y miraba a ambos, escondidos los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas—. Un hermano de mi madre, también militar, había muerto en Guadalajara, sublevado de verdad, porque él sí estaba metido en el ajo… Naturalmente, ya no nos sentimos seguros. Éramos demasiado conocidos en la casa y nos fuimos a vivir con unos amigos, pero por muy pocos días, porque en aquellos momentos resultaba peligroso dar cobijo a gente dudosa y nos percatamos, antes que nos lo hicieran saber, de que allí estábamos estorbando. Yo había pasado por Valdepeñas con algunos amigos de las juventudes de Izquierda Republicana de Madrid haciendo la propaganda de las elecciones de febrero, y allí me fui con mi madre y mi hermana. No faltó quien nos echara una mano. Nos dieron la casa de un fascista que había huido con su familia y que decían que estaba camuflado en Madrid… Nunca hemos sabido quién era. Estas cosas… —y movió la cabeza—. Luego, yo me alisté en las milicias; pero, como soy tan miope, me dejaron en los servicios de aprovisionamiento y, cuando se constituyó el Ejército Popular, me destinaron a intendencia con el grado de teniente. Entonces fue cuando me traje a mi madre y a mi hermana conmigo, y un día se me ocurrió decir en broma, estando con unos compañeros, que…, bueno, que había conquistado a una madre y a su hija… ¡Y se lo creyeron! Y empezaron a cundir esos rumores en el hotel… Nosotros pensamos que era la mejor manera de despistar, y dejamos correr la bola… Por lo pronto había que inventar una historia y la inventé. Que si la madre era una viuda rica de Salamanca, a quien había sorprendido el estallido de la guerra en Madrid, adonde viniera con su hija única para comprarle el ajuar de novia… Fijaros qué tonterías. Pues todo el mundo se tragó el anzuelo. Nosotros, a veces, nos reíamos y hasta hablábamos de Salamanca y del supuesto novio de mi hermana, que seguiría esperándola para casarse con ella cuando acabase la guerra… Lo más importante era que nadie se preocupara de nuestros antecedentes… Pasado el primer año de guerra, ya no hubiéramos corrido ningún peligro, pero ¿y si a última hora, al ver que se imponía la derrota, alguien quería vengarse en nosotros? Lo mejor era seguir con el cuento, ¿no? Porque había que estar ciego para no ver que la guerra la ganaba Franco, sobre todo a partir de la caída del Norte.
Se dejó caer sentado a los pies de la cama de su madre, como si no pudiera tenerse en pie a causa de un enorme cansancio, se quitó las gafas y luego se cubrió los ojos con las manos. Siguió un breve silencio, durante el cual los demás personajes cruzaron entre sí miradas expectantes. La madre tenía una expresión sombría. La muchacha, en cambio, se había dulcificado. La de Trujillo y Olivares denotaban perplejidad, desconcierto y hasta embarazo. Forzado por los ojos confiados y tranquilos de la joven, Federico enfundó la pistola, diciendo:
—Si es así, se han salido ustedes con la suya, porque la guerra está terminando.
—Pero el acaparar tanta comida… —saltó Trujillo, vuelto en sí súbitamente—. Es un crimen. Todavía mandamos nosotros y…
—Tienes razón, tienes razón —le interrumpió Pepe, levantando la cabeza y mirándole con los ojos entrecerrados. Luego se puso de nuevo las gafas y continuó: Nuestro único deseo era y es sobrevivir… Nada nos importa lo demás, porque no estamos ni con unos ni con otros. Aunque no os lo creáis, yo he cumplido lealmente, claro que sin ningún entusiasmo. Lo que queremos es que acabe la guerra de una vez y que el final nos coja vivos a los tres. Se puso en pie como haciendo un gran esfuerzo y añadió: Podéis llevaros lo que necesitéis. Estáis en vuestro derecho. Yo sé que, desde vuestro punto de vista, está mal lo que he hecho, pero no os quepa duda de que otros también, que alardean de un antifascismo rabioso, y que en el fondo es cierto, han hecho otro tanto. Claro que no faltan tampoco los que se dejarían morir de hambre antes de caer en la tentación… Si queréis denunciarnos, pues a lo mejor nos hacéis un gran favor. De verdad. Unos cuantos días de cárcel ahora puede ser un mérito mañana…
Se encogió de hombros. Tenía los brazos colgantes y se sacudió suavemente los flancos con las palmas de las manos.
—Para mí —continuó diciendo—, lo mejor es que esto no hubiera comenzado nunca —y meneó la cabeza dolorosamente—. ¡Cuántos muertos! Demasiados muertos, ¿no os parece? Y todavía habrá más muertos… Y lo más triste es que nadie se da cuenta de la realidad; unos, porque pierden y los otros porque ganan. ¿Y qué? ¿Y cuántos son los que de cualquier manera han perdido ya definitivamente, porque han muerto, o porque, como nosotros, no han estado ni están identificados con ninguno de los dos bandos? En nosotros no ha pensado nadie. ¿Y es justo eso?
Como ninguno le respondiera, volvió a preguntar, mirando alternativamente a Olivares y a Trujillo:
—¿Qué dirían los muertos si pudieran hablar, los muertos de aquí y de allá, eh?
Nuevo silencio. Trujillo buscó entonces los ojos de Olivares y éste le hizo una seña con la cabeza indicándole la salida. Se agachó antes a coger una de las cajas de cigarrillos caídas al suelo, que unió a las que llevaba bajo el brazo, y se dirigió a donde estaba la maleta, colmada de víveres. La cerró y, cargando con todo ello, siguió a su amigo, que ya le esperaba en la puerta. Nadie pronunció una palabra más.
Tampoco hablaron por el camino de vuelta. Rosina se había quedado dormida sobre la cama y hubieron de sacudirla suavemente para despertarla. La muchacha, paralizada de estupor ante el contenido de la maleta, no se atrevía a tocar lo que tenía ante los ojos, hasta que oyó decir a Federico:
—Puedes coger lo que quieras, Rosina.
Fue como si en ese momento despertara de verdad. Se levantó la falda para hacer bolso con ella, sin importarle que quedaran al aire sus flacos muslos de muchacha, y cargó todo lo que pudo. Su avidez hizo sonreír a Federico.
—No te preocupes, mujer. Mañana podrás volver por más —le dijo.
Y cuando se hubo marchado Rosina, añadió Fíjate, ni siquiera ha dicho una palabra. ¡Pobre!
Trujillo no quiso coger más que un bote de leche y un paquete de cigarrillos.
—No sea que me trinque una patrulla por ahí y me tomen por lo que no soy —se excusó—. Mañana vendré por más, ¿no te parece? Y a propósito, no te habrás tragado el cuento que nos ha soltado el fulano, ¿eh?
Olivares se encogió de hombros.
—¡A saber! —dijo—. Lo cierto es que no se parece en nada a la muchacha…
—Por eso mismo.
—Bien, pero eso no quiere decir nada. Por consiguiente, puede ser verdad. Él hablaba con sinceridad, me parece a mí. Y lo que decía no está falto de fundamento. Es indudable que ha habido mucha gente que no ha estado nunca de acuerdo con lo que se ha hecho en nuestra zona, y supongo que lo mismo pasaría en la otra, es decir, que no han sido de verdad partidarios ni de unos ni de otros. ¡Menuda situación! La peor, sin duda. Bien mirado… Pero ¡para qué hablar!… De todas maneras, no me parece ningún imbécil.
—Sí, eso sí, de tonto, ni un pelo. Y ellas están estupendas las dos, en particular la joven, que no hacía más que mirarte, como si quisiera comerte con los ojos… Yo creo que ahí tienes plan, Federico.
—No seas tonto. Lo que tenía era mucho miedo y creía que yo soy más blando que tú. Por eso me miraba tanto. Además, yo era el que tenía la pistola, ¿no?
Trujillo sonrió maliciosamente.
—Yo que tú… Bueno, allá tú. A mí, de todas maneras, me parecen fachas… ¡Fachas los tres!
Y se fue, al acordarse, de pronto, de que Encarna estaría esperándole, insomne, en la fría cocina, remordida de temores y malos presentimientos.
—¡Salud!
—¡Salud!
Olivares apagó la luz y fue a asomarse a la ventana. En la estrecha calle desierta se remansaban las sombras densas y pávidas. Vio a Trujillo salir del hotel y andar pegado a los muros de las casas hasta desaparecer en una esquina. Por encima de los edificios despuntaba un débil claror, lejano y difuso, de luz lunar filtrada por las nubes espesas. Un silencio despierto, tenso y palpitante, envolvía la ciudad.
(Allá, miles de combatientes preparados para el asalto definitivo. Rojillo, ¿estás ahí? Poco te queda ya, rojillo. ¡Rojillo! ¡Rojillo! Centinelas luchando con el sueño, a pocos metros unos de otros, en la Ciudad Universitaria. ¿Estallará esta noche una mina? ¿Por qué morir esta noche? Cuando esto acabe y vuelva al pueblo, le voy a dar un abrazo a la zagala… Aunque estén sus padres delante. Y luego… ¡Hum! ¿Por qué morir esta noche? Cecilia. Lucía. Antoñita. Juana. Dolores… La huerta. La plaza de la iglesia. El baile de los domingos… Quiero volver pronto, terminar mi carrera y… Mira que si me matan antes… ¡No quiero morir! ¿Quién se mueve por ahí? ¿Es el viento? A ver cuándo me relevan… ¿A que se ha dormido el cabo? Ese que tose ahora es el de enfrente. ¿Desde dónde habrán venido hasta ahí? Oye, facha. Calla, rojillo. Oye, rojillo. Calla, facha. ¿Tienes miedo? Me llamo Tomás y soy de Orihuela. ¿Y tú? Yo, Andrés, y nací en Sos del Rey. ¿Dónde cae ese pueblo? ¿Y el tuyo? ¡En España, coño! Cualquier día de éstos os vamos a afeitar en seco, muchacho. No tenéis pelotas. ¿Qué no? Todavía nos quedan muchas balas aquí… Como no os tiréis al mar… ¡Calla! Otra vez silencio. El miedo es igual que una brisa helada que volase sobre las trincheras y los parapetos. Mira que si estallara ahora una mina debajo de mis pies… Mira que si me arreasen un morterazo… El relevo. No, no se ha dormido el cabo. ¿Qué pasará mañana y cuándo se acabará esta maldita guerra?).
Olivares sentía frío. Cerró la ventana y empezó a desnudarse a tientas. La cama conservaba todavía el calorcillo del cuerpo de Rosina. Entornó los ojos, bien arropado, encogido.
(Acá, miles de hombres y de mujeres, y de ancianos y niños. Unos, esperando la mañana; otros, temiéndola. Unos, escondidos; otros, pensando en un escondrijo. Al mismo tiempo, escenas de amor en las diez mil, en las cien mil alcobas, en las innumerables alcobas. Y heridos y moribundos en los hospitales. ¡Te quiero, te quiero, te quiero! ¡Doctor, doctor, doctor! Coroneles que dudan. Médicos que vacilan. Niños naciendo. ¿Para qué matar? ¿Por qué morir? Si a la vida no se la puede extinguir… ¡Viva la República! Alguien escribe y escribe… Alguien piensa y piensa… Hay que recoger todo este dolor y quemarlo, todo este dolor inútil, porque ¿qué quedará de todo esto dentro de unos años? El recuerdo en otros seres. Sólo un recuerdo. ¿Quién me da las gracias? Ah, ¿eres tú, Rosina? Vete, vete, Rosina. Estás helada, estás triste. ¿Por qué habré dejado abierta la puerta? Sí, claro, sólo el pestillo. ¿Qué hubiera sido igual? No, no, no. Por favor, Rosina, hazme caso y vete. Tú puedes esperar. Tienes que esperar. No se ha perdido todo. ¡Rosina! ¡No! Me parece bien que quieras darte a un hombre antes de morir. Pero tú no vas a morir, y yo no puedo ser para ti ese hombre. Mira, la guerra pasa, se acaba y se empieza otra nueva vida. ¿Dónde estás, Aurora? Te he perdido para siempre. Pero te tengo a ti, Matilde. Tengo a Matilde, ¿comprendes? No llores, no llores, criatura. No llores. Algún día me lo agradecerás… Sí, algún día. Anda, sé buena. Además, te decepcionaría. De verdad. El amor tiene que madurar para que no duela y amargue. Entonces es hermoso. Eres una niña aún. ¡Diecisiete años! ¡Una niña! Sí, una niña. Llora, llora si te hace bien… Ya reirás, pequeña, ya reirás, y volverás a llorar, y a reír… Tápate bien. Así, y cierra la puerta… Adiós, Rosina. Verás cómo mañana te alegras… ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! Ma…ña…na, ma…ña…na… La puerta. Ma…ña…na…
Y Olivares se quedó, al fin, dormido.