VI

La Puerta del Sol aspiraba y expelía, sin apenas pausas, el gentío y el tráfico de coches y tranvías por las calles afluentes. Sus viejos edificios parecían engalanados para una fiesta con banderas y carteles. Banderas rojinegras, rojas, tricolores. Carteles con figuras de hercúleos milicianos. Y grandes letras formando siglas políticas y sindicales en los tranvías, en los automóviles, en las fachadas, en los escaparates. Y, por sus aceras, una multitud densa y gesticulante.

—Todavía no se ha dado cuenta el pueblo de Madrid del peligro que corre. El enemigo está ya en Illescas y el general Asensio ha dicho a Largo Caballero que no ve la forma de contener su avance —le había confesado Molina.

La mayoría de los hombres vestía el «mono» de miliciano, pero muy mejorado generalmente en tejido y hechuras. Los había verdaderamente vistosos con sus botones y pespuntes, con sus hombreras y sus solapas bien cortadas, con sus adornos metálicos y sus brillantes insignias. Sobre esta prenda destacaban los buenos correajes de grandes hebillas, con funda para la linterna y para la pistola.

—¿No te parece que toda la gente que anda por ahí debiera estar pegando tiros o cavando trincheras, Molina?

—Si está movilizada, hombre.

—¿Cómo?

—Sí, pero el que más y el que menos está al servicio de alguno de los muchos «comités» que hay en la retaguardia. Pero yo creo que les va a durar poco el enchufe, ya verás.

Había pasado el tiempo de las mujeres con «mono». Ya vestían normalmente, con la acostumbrada coquetería, atentas a su personal lucimiento, desplegando sus gracias.

—Preséntate a las cinco de la tarde en el Ministerio de la Gobernación. Se va a organizar allí el Comisariado de Guerra y tú vas en representación nuestra.

A mediados de octubre el crepúsculo vespertino es trémulo y espantadizo, cobarde ante el empuje de la noche, y apenas dura lo que una pirueta, la última pirueta del sol sobre las crestas de las montañas. Luego sobreviene la oscuridad. Aquel día el cielo había estado cubierto de nubes, por lo que a las cinco de la tarde empezaba a anochecer, y, aunque seguía apagado el alumbrado municipal, ya lucían algunas tímidas bombillas en el interior de los cafés y demás establecimientos públicos.

Olivares oía al pasar:

—Dicen que vamos a lanzar una ofensiva a fondo.

—¡Ya es hora de que ataquemos! A ver si así acaba de una vez esta puñetera guerra.

Sí, ya está bien de retiradas.

Bajo la superficie frívola y despreocupada de la gente, se advertía, no obstante, una profunda marea de inquietudes, una nerviosa excitación. Estaba en las miradas, en los gestos, en la misma volubilidad de las conversaciones.

—¿Qué ponen en el Capitol? —pregunta una chica.

—¿Sabes el último chiste, Emilio?

—¿El último chiste? ¿Y cuál es el último chiste? Se cuentan tantos…

—Éste es muy bueno. Verás. Cogen prisionero a un legionario, que alega que es antifascista. «¿Por qué no te has pasado antes?», le preguntan. Entonces él dice que no ha podido hacerlo, porque corremos tanto que no ha podido alcanzarnos hasta ahora desde que desembarcó en Algeciras.

Del cuartel de Pontejos salen unas plataformas cargadas de guardias de asalto armados de fusiles, ametralladoras y bombas de mano. Visten uniforme de campaña, es decir, «mono». El público se detiene a contemplarlos y hay quien los aplaude. Algunos guardias levantan el puño y sonríen. Otros aparecen graves y miran a la gente con displicencia. Las plataformas toman el rumbo de la calle Mayor.

—Para Toledo marchan…

—En el frente es donde deben estar, ¿no te parece?

—Naturalmente.

Vendedores de periódicos que gritan los títulos y las noticias. «¡En el frente del Tajo, nuestras gloriosas milicias infligen grandes pérdidas al enemigo!». «¡Antifascistas, fortificad Madrid!». Eso mismo dice un gran cartel mural, donde se ven las figuras de unos hombres cavando trincheras y levantando fortines. En otro, un miliciano, alzando con la diestra su fusil, grita: «Madrid será la tumba del fascismo».

—Pues yo me creo que el general Asensio no es de fiar…

—Y que lo digas. ¿Militares republicanos? ¡Miau!

Olivares mostró la credencial a los guardias que había en la puerta y éstos le dejaron entrar. Subió rápidamente la escalera, y, después de preguntar a varios tipos uniformados de ordenanzas, fue a parar a una especie de antedespacho, donde ya aguardaban otros diez o doce hombres, con aspecto de combatientes casi todos ellos. Olivares no conocía a ninguno, pero abordó en seguida al que le pareció más simpático. Se llamaba Cecilio y era de la CNT.

—¿Tú también has sido citado para lo del Comisariado de Guerra?

—Sí.

—¿Ya se sabe lo que va a ser?

—No sé nada. A mí me han dicho que viniera, y eso he hecho.

—Igual que yo. Me han hecho bajar de la sierra para esto. Cecilio sabía del proyecto que allí los reunía poco más o menos lo que él. Nada en limpio. Fumaron.

—¿Cómo está la cosa?

Cecilio movió la cabeza.

—Mal.

—Eso mismo pienso yo. Y que como no nos plantemos de una vez, los tenemos aquí dentro de nada.

Cecilio, después de mirarle fijamente a los ojos, dijo:

—Sí, y creo que nos han llamado a nosotros para eso. Poca cosa, me parece.

—Pero, bueno, ¿y los rusos?

—¿Los rusos? Hasta ahora ni pum.

—Algo hay que hacer de todas maneras.

—Claro, pero lo malo es que no tenemos armas y que las pocas que hay son para los comunistas. A nosotros, que nos parta un rayo. —Y Cecilio hizo un vehemente ademán—. Claro, para que no hagamos la revolución… Puede que tenga que venir Durruti desde el frente de Aragón para poner las cosas en claro.

A poco, los hicieron pasar a todos a otra habitación más confortable. Era un gran despacho con una enorme mesa, sillones y divanes. Tras la mesa se hallaban tres hombres, que se levantaron para responder a sus saludos. Luego, el que ocupaba el centro les hizo amablemente señas para que fueran tomando asiento. A ése le conocía perfectamente Olivares. Era Francisco Largo Caballero, a quien llamaban sus fanáticos el «Lenin español». En cambio, le era absolutamente desconocido el situado a su derecha.

—¿Quién es ése? —preguntó disimuladamente a Cecilio.

—Creo que es el embajador de Rusia —contestó Cecilio como en un susurro.

—¿Rosenberg?

—Así creo que se llama.

Olivares lo miró más atentamente. Parecía cargado de hombros, enfermizo, pero tenía una mirada vivaz y penetrante, y una sonrisa cansada y tibia.

(Ha conocido a Lenin y a Trotski. Este hombre sí que debe saber lo que es una revolución y cómo se gana una guerra civil de carácter social como la nuestra. Es judío como Radek, como Kamenev, como Zinoviev… ¡Cualquiera sabe lo que piensa de nosotros! Parece inteligente, pero no un jefe revolucionario. De mujik, nada. Un intelectual. Seguramente es un intelectual. Vamos a ver qué nos dice, porque a lo mejor nos adelanta algo sobre esa famosa ayuda que nos van a prestar los rusos…).

Mas el que hablaba era Largo Caballero, con voz monótona, pero con gran viveza. Se trataba de contener la retirada en el frente de Madrid, había llegado la hora de clavarse en el terreno y no dar un solo paso atrás.

—Una voz de pánico —decía—, o la consabida frase de «¡Estamos copados!», gritada no se sabe nunca por quién, provocan la espantada entre los milicianos, y así se abandonan posiciones y se pierde terreno apenas sin combate. ¡Hay que acabar con eso! Como hay que acabar con la costumbre de achacar a los militares profesionales, a los militares republicanos, nuestros desastres, colgándoles el sambenito de que nos traicionan, de que llevan a la gente al matadero…

(Sí, son vivos y penetrantes sus claros ojos, y tiene un rostro agradable este hombre, pero no cautiva, aleja. Sí, es honrado y austero, pero es ya demasiado viejo y, además, un despechado para dirigir una revolución. Me gusta más Prieto, a pesar de su mirada de miope y de su sotabarba, a pesar de su aspecto linfático. No me extraña que se haya disfrazado alguna vez de fraile. ¡Qué catastrófica la rivalidad entre estos dos hombres! De estar Prieto a la cabecera del Gobierno el 18 de julio, no hubiera habido guerra ni nada. Pero ¿qué dice? Dice que tenemos que contener nosotros la retirada, cueste lo que cueste. Vamos a desempeñar el papel de los delegados de la Convención, aquellos que se presentaban en los campamentos de la revolución acompañados de la guillotina, y de los comisarios políticos rusos. Cuando los milicianos corran despavoridos ante el enemigo, alzarse ante ellos y decirles: «Al frente está el enemigo; detrás, a la espalda, vuestras mujeres, vuestros hijos, vuestros padres. ¿Vais a dejar que éstos caigan en poder de aquél?». Y también: «Los hombres siempre van hacia delante, donde la muerte suele respetar a los valientes; sólo los cobardes y las mujerzuelas corren para atrás, donde la muerte es segura». Y todo lo que se os ocurra, incluso insultos. Os plantáis en medio de la carretera, en lo alto de un coche o de un camión, y les gritáis hasta pararlos, y luego tratáis de convencerlos y, finalmente, los volvéis de nuevo a la batalla, yendo vosotros en cabeza. ¡Vaya papeleta! Dice que somos la representación genuina del pueblo combatiente y que en nosotros está depositada la plena confianza de los partidos y del Gobierno; que somos, en definitiva, el Gobierno mismo en los frentes… Mucho pide. ¡Demasiado! Porque ¿quiénes somos nosotros? Apenas si conozco alguno de los que están aquí, y estoy seguro de que ninguno de ellos sabe quién soy yo, ni siquiera cómo me llamo…).

Seguía hablando Largo Caballero. Rosenberg sonreía a veces, a veces movía la cabeza afirmativamente, sobre todo cuando se referían los ejemplos de los bolcheviques, y otras veces parecía ausente, como apagado. Olivares miraba de cuando en cuando a sus compañeros y observaba que todos habían entrado en situación y pendían de las palabras que, sin brillantez alguna, más bien con cierta opacidad, iba desgranando el orador.

—Tenéis que clavar a nuestros hombres y al enemigo donde actualmente están —terminó diciendo Largo Caballero—, para dar tiempo a que podamos utilizar el material de guerra que nos envía el gran pueblo ruso, material que está llegando ya en cantidades enormes a nuestros puertos. Necesitamos algún tiempo para poder montarlo y ponerlo en servicio, sólo unas semanas, pocas, tal vez días. Pronto aparecerán en los frentes los tanques, los cañones, las ametralladoras y los aviones del camarada Stalin —Rosenberg inclinó levemente la cabeza y bombardeó a todos con el centelleo de sus gafas—, y pronto dominaremos el aire y el enemigo sufrirá el poder mortífero de nuestras bombas. Entonces sabrán los fascistas lo que es bueno. Pero, mientras tanto, hay que resistir, resistir y no dar un paso más hacia atrás…

Cuando concluyó, pese a su manera premiosa y monótona de decir las cosas, en los rostros, en las miradas e, incluso, en el aire de la estancia, estaba a punto de estallar el barril de pólvora del entusiasmo. Murmullos, apretones de manos y, en seguida, tomó la palabra Álvarez del Vayo, el hombre que estaba sentado a la izquierda de Largo Caballero.

(No me gusta como habla. Parece que tiene sopas en la boca, y al hablar se le pronuncia mucho el prognatismo. Si no fuera por las gafas, diría que tiene gran parecido con Carlos II de Austria, el Hechizado. Sí. Está muy sofocado, parece. ¿O es muy subido de color? Vaya, vamos a tener el mismo grado militar del mando al que estemos agregados. Si el jefe militar es comandante, comandante será el comisario; si coronel, coronel; si general, general. Naturalmente, dependeremos de él, de Álvarez del Vayo, que queda nombrado comisario general. Aparte de lo que nos ha esbozado Largo Caballero como labor nuestra, queda por aclarar otro aspecto muy importante, importantísimo, de la misma. Consiste en que nosotros, con nuestra presencia y con nuestras palabras, debemos en todo momento avalar al mando militar ante los milicianos. Sí, está comprobado que los milicianos no se fían, ni poco, ni mucho, ni nada, de los militares profesionales. Ha habido casos de traición, pero es igualmente cierto que a veces se inventa esa traición para justificar una retirada. Ya lo creo. ¡Ese tío es un fascista y nos lleva a la hecatombe! ¡Duro con él! Naturalmente, la guerra produce muertos y heridos. Muertos del enemigo y muertos nuestros. Heridos del enemigo y heridos nuestros. El pensar que se puede hacer una guerra sin muertos es una tontería. La guerra es, en el fondo, matar o morir. Estamos comprometidos en una verdadera guerra y hay que hacerla sin contemplaciones. ¿Entendido? Matar o morir. Matar o morir. Matar o morir… Defender al mando militar de las sospechas de los milicianos. Para vigilarle estáis vosotros. Para impedir que se desvíe, se desmoralice o traicione, estáis vosotros. Y habla en tono oratorio, con los labios ensalivados. No me parece hombre de guerra, sin embargo. No. Largo Caballero se muestra impaciente.

Se mueve mucho. Gira la cabeza a uno y otro lado… El ejército rojo triunfó contra los generales blancos, en la guerra civil rusa, gracias a los comisarios. El mismo Stalin fue comisario… Otra vez sonríe Rosenberg e inclina levemente la cabeza. Me es simpático este hombre, pero… Me parece algo misterioso. Claro, es diplomático en fin de cuentas. ¿Sabrá hablar nuestro idioma? Lo que no veo tan claro es el motivo de su asistencia a esta reunión. Bueno, puede que esté aquí para rubricar y garantizar las palabras de Largo Caballero referentes a la ayuda del pueblo soviético…

—Ahora se os entregará a cada uno un nombramiento firmado por el jefe del Gobierno y saldréis inmediatamente hacia el destino respectivo. Cuando lleguéis allí y os presentéis al mando militar, éste tendrá ya noticia de vuestra llegada y de la misión que se os ha encomendado.

Después, Álvarez del Vayo sacó unos papeles de una cartera de cuero y se los entregó a Largo Caballero. Eran los nombramientos.

—Federico Olivares —dijo Largo Caballero a la tercera o cuarta vez.

Olivares se levantó y se acercó a la mesa. Largo Caballero le miró un momento con sus ojos claros y Olivares le correspondió con una mirada intensa, ávida, apremiante, prolongada, mientras recibía el papel y estrechaba su mano, una mano fina y nerviosa, una mano que iba de prisa. Y se retiró a su sitio. Ahora era Cecilio…

Bajo el membrete oficial, unas pocas líneas tan sólo y la firma. Al pie, el nombre del jefe militar: coronel Sena. Destino: frente del Tajo. Se quedó pensativo, pero ya había terminado la entrega de nombramientos, y con ella, la reunión. Había prisa.

—¡Salud! —dijo Largo Caballero a todos, despidiéndolos.

Él, Rosenberg y Álvarez del Vayo se quedaron hablando en voz baja mientras los demás salían del despacho. Ya fuera, les habló uno de los que había permanecido callado hasta entonces. Era joven todavía, pálido, más bien grueso.

—¿Quién es? —preguntó Olivares a Cecilio.

—Creo que Mije.

—¿Alguna pregunta? —dijo Mije, dirigiéndose a todos.

—Sí —se adelantó a decir Olivares—. ¿Dónde podré encontrar al coronel Sena?

—En Torrejón de Velasco. Allí tiene su cuartel general.

—Bien, gracias.

(¿El frente del Tajo en Torrejón de Velasco? Pues estamos arreglados. Como no nos demos mucha prisa en cortar la retirada… ¡Frente del Tajo! Y yo que creía que…).

Pero ya se despedían unos de otros. Olivares bajó junto con Cecilio.

—La situación está más grave de lo que creía… Por eso tienen tanta prisa en mandarnos al frente, casi sin respirar.

Olivares guardó silencio y al llegar a la calle se despidieron con un apretón de manos.

—¡Suerte!

—¡Igual te deseo!

Olivares tenía su coche esperándole en la plaza de Pontejos. Ya se había hecho de noche en la Puerta del Sol, por la que todo eran sombras ambulantes: los tranvías, la gente, los coches… Se detuvo a encender un cigarrillo y a reflexionar un momento. Todo había sido tan intenso, tan rápido, tan descarnado…

(Comisario de guerra… No está mal. Ahora veremos cómo es ese coronel que me ha tocado en suerte. Seguramente será un viejo coronel retirado. Lo malo es si se trata de uno de esos tíos autoritarios que no admiten que les lleven la contraria ni les discutan… De todas maneras, lo más probable es que le siente como un tiro tener que compartir su autoridad conmigo, un muchacho, en resumidas cuentas, sin ningún mérito especial. Porque ¿quién soy yo? Ni siquiera diputado… En fin…).

Bajaron por la calle de Toledo, todavía transitada, pero al pasar a la otra orilla del Manzanares empezó a sentirse inmediatamente la soledad de los suburbios, insolidaria y temerosa, de casas cerradas y oscuras y de callejuelas sucias y desamparadas. Más adelante, en la carretera, esta soledad se veía interrumpida, agravándose aún más, por los transportes de tropas o de avituallamientos, que se deslizaban silenciosamente, como si temieran alertar a un enemigo muy próximo.

—¿Torrejón de Velasco has dicho? —preguntó Tomás, el conductor.

Sí.

—Nunca he oído ese nombre.

—Pues debe de estar cerca.

—Ya lo veremos.

Al salir al descampado advirtieron el trazado de algunas trincheras, que parecían grandes surcos sobre la desnuda planicie. Trincheras elementales, sin alambradas ni fortines, descubiertas, continuas.

—¿Éstas son las fortificaciones que están haciendo? —volvió a preguntar Tomás, indignado—. Tanto hablar, tanto hablar de fortificar Madrid y ya ves… Más nos valdría traer aquí a picar a toda esa gente que se pasea por Madrid luciendo el mono y la pistola para nada. ¡Desgraciaos!

Tomás era soriano recriado en Madrid y, además, taxista de profesión.

—No están más que trazadas, hombre —le advirtió Olivares.

—Ya lo veo, ya. Pues no sé qué esperan, porque me parece que no nos va a dar tiempo de terminarlas. Si estamos confiados en detenerlos en estas zanjas… ¡Mi madre! De la carrera que nos peguen no vamos a parar hasta la Puerta del Sol… Ya lo verás.

Pronto empezaron a ver milicianos sentados o tumbados en los márgenes de la carretera, o formando grupos en torno a alguna casa. La oscuridad de la noche los mezclaba a veces, confundiéndolos, con la tierra, pero la punzada roja de sus cigarrillos y algunas voces sueltas denunciaban su presencia, al igual que las esquilas la del rebaño en la negrura del monte. Los pocos pueblos que cruzaron rebosaban de hombres armados que iban de un lado para otro, cansados y desorientados, siguiendo la estela de órdenes y llamadas que sonaban confusamente por doquier.

—¡Los del batallón Condés, aquí!

—¡Oído los de la columna del POUM!

Podía decirse que las sombras estaban llenas de hombres. En algunos grupos peroraba alguien y los demás escuchaban con aire de desgana o le increpaban airadamente de cuando en cuando. Olivares mandó parar el coche para escuchar a uno de esos oradores espontáneos.

—Pero ¿es que no nos van a relevar nunca? Llevamos más de un mes combatiendo sin parar mientras que la retaguardia está llena de enchufados que no han oído todavía ni un tiro. Es muy bonito eso de hablar de la guerra en los cafés de Madrid, ¿no? Bueno, pues ya está bien. Ahora nos toca descansar a nosotros.

—¡De acuerdo!

—Pues tendréis que dejar primero las armas —gritó, adelantándose hacia el centro del corro otro miliciano, destacado, con el fusil en bandolera—. Porque no hay más armas que las que tenemos nosotros. Así que si queréis marcharos a Madrid para acostaros con una mujer, tenéis que empezar por dejar vuestro fusil aquí, cada cual el suyo, para que puedan recogerlos otros camaradas que quieran continuar la lucha, porque la guerra no descansa. —Y más enérgicamente—: Venga, que empiece el que tenga más prisa.

Siguió un momento de perplejidad e indecisión y, luego, una voz:

—¿Y por qué el Gobierno no trae más armas para hacer la guerra?

—Porque no encuentra quien se las venda. Las potencias democráticas tienen muchas armas, pero no quieren vendérselas a nuestro Gobierno.

—¡Cuentos!

—Es la pura verdad.

—¡Pues a la mierda las democracias!

—Naturalmente, camarada. ¿Qué ayuda podemos esperar de los países capitalistas? ¿Es que van a tirar piedras contra su propio tejado? ¡Ni hablar! Por eso sólo podemos confiar en la ayuda del gran pueblo soviético.

—¿Y dónde está esa ayuda?

—Pronto llegará, camarada. Ya lo verás.

Se hizo de nuevo el silencio y comenzó a deshacerse el grupo con ruido de cantimploras y fusiles. Pero volvió a gritar el del fusil en bandolera, y la desbandada se detuvo en seco.

—¡Hala, muchachos, a los camiones, que mañana nos espera el combate! Mañana vamos a empezar, por fin, nuestra ofensiva.

—Sigue —ordenó Olivares a Tomás.

Y otra vez en la carretera poblada de sombras movedizas. Pequeñas filas de hombres, yendo a paso cansino por las cunetas, sentándose y levantándose, y camiones de toda especie, con los faros oscurecidos, a marcha lenta por el centro de la calzada. En una parada, impuesta por un atasco del tráfico, Tomás preguntó a uno de los milicianos que marchaba a pie:

—¿Quéda lejos todavía Torrejón de Velasco?

—¡Qué va! Las primeras casas que encuentres, a la izquierda.

—Pero ¿de quién es: nuestro o del enemigo?

—Hombre, yo creo que es nuestro. Vienes de Madrid ¿eh?

—Sí. ¿Y qué?

—Nada. Que ya se ve.

Al entrar Olivares en aquella pequeña habitación resonante de voces y velada por el humo del tabaco, se hizo el silencio y todas las miradas fueron a clavarse en él. No había más luz que la que daba una pobre bombilla que colgaba de un cordón prendido en el centro del techo. El hombre de los bigotes blancos, vestido con un «mono», en cuya pechera lucían las tres gordas estrellas de coronel, estaba sentado junto a una tosca mesa sobre la que había desplegado un plano. Los demás estaban de pie, a su lado.

—¡Buenas noches! —saludó Olivares—. ¿El coronel Sena, por favor?

—Soy yo —contestó el de los blancos bigotes—. Pase y acérquese. Le estábamos esperando. Es usted el comisario, ¿verdad?

Los ojos y los labios de aquellos hombres sonreían burlonamente, especialmente uno, que era muy alto y corpulento, y otro, más bien bajo y rechoncho, vestido este último con un uniforme militar azul. Olivares avanzó resueltamente, encarándose con el coronel, al tiempo de alargarle su nombramiento.

—Sí —dijo—. Acaban de nombrarme comisario de guerra de usted. Que conste que yo he sido el primer sorprendido.

El coronel Sena alzó la vista hasta los ojos de sus colegas y luego preguntó:

—Para vigilarme, ¿eh?

—En absoluto, coronel. Más bien para ayudarle. Olivares oyó a sus espaldas un leve murmullo de risas, pero permaneció impasible. Añadió:

—Nadie duda de la lealtad de usted ni de sus oficiales hacia la República…

—Pero sí dudan los milicianos ¿no es eso? —le interrumpió el coronel.

—Lo ignoro, pero si así fuera, que no lo sé, repito, desde este momento yo soy el encargado de desvanecer cualquier duda que tuvieran o puedan tener y, además…

—Ya. Y acabar con las espantadas, ¿no es eso?

—Exactamente.

—¿Sólo con palabras?

—Y apoyando su autoridad con la que a mí me da ser representante político del Gobierno.

—Es mucho. ¿No le parece?

—Claro que sí.

Entonces sonrió el coronel por primera vez, más bien paternalmente. Le hizo una seña para que se guardase el papel, que no quiso siquiera ojear y le dijo, tuteándole ya:

—Muy joven me pareces para ser coronel como yo, de golpe. Yo tengo ya setenta años —y poniéndose en pie, añadió—: Comandante Opiso —era el alto y fornido—; Comandante Tori, enlace del Ministro de Marina —era el bajo y rechoncho—; mi ayudante —un joven capitán—; el comandante Vicente acaba de marcharse…

Olivares fue dando la mano sucesivamente a los nombrados. Entonces se dio cuenta de que se trataba de Opiso, militar profesional, comandante del batallón presidencial. Llevaba colgada a la cintura una gran cantimplora. Su manaza casi hizo crujir los huesos de su mano al estrechársela mientras le sonreía socarronamente. Y de que Tori, comandante de infantería de Marina, célebre por su valor temerario, tenía, no obstante, cara de eclesiástico, debido tal vez a sus gafas de cristales redondos y a un rostro relleno y sonriente. El ayudante, de aspecto universitario, también usaba gafas.

—¿Conoces el plan para mañana? —le preguntó el coronel.

—No, no me han dicho nada.

—Pues ofensiva general en todo el frente. ¿Qué te parece? Olivares no supo qué decir. Los dos comandantes le miraban atentamente.

—Ahora que recuerdo, sí —murmuró al fin, con el ceño fruncido—. En un grupo de milicianos alguien aludía a esa ofensiva de mañana. Lo oí al pasar.

Opiso y Tori movieron la cabeza y cruzaron una mirada.

—Lo de siempre —dijo aquél—. Pues lo mismo lo sabrá el enemigo. Yo no sé cuándo se van a acabar estas indiscreciones.

—Bueno —bromeó Tori—, a lo mejor no se lo cree el enemigo. Y, si se lo cree, a lo mejor no nos enteramos…

El coronel había vuelto a sentarse frente al plano y, dando un fuerte puñetazo en la mesa, le interrumpió:

—No es para tomarlo a broma, desde luego, pero no es eso lo que más me preocupa. Lo que me parece una verdadera estupidez es ordenar una ofensiva de pronto, sin más ni más, sin saber las reservas con que se cuenta ni siquiera las fuerzas que han de operar. Te dicen que cuentes con este o con aquel batallón. Pero ¿cuántos hombres tienen? ¿Con qué armamento están equipados? ¿Cuántos fusiles, cuántas ametralladoras? De eso, ni una palabra. Luego resulta que se ha llamado batallón a dos compañías escasas, o resulta que el batallón no aparece por ninguna parte a la hora de la verdad. Y así, ¡hala!, una ofensiva. Tome usted Illescas. ¿Artillería? Pues sí: una batería de tres cañones del siete y medio, con treinta y cuatro proyectiles por toda dotación. ¿Y el municionamiento? Fusiles de tres calibres por lo menos, de saldo, como si dijéramos. Y el tío que no puede disparar porque la munición que le han dado no vale. ¡La intemerata! Pero, eso sí, no quiero papeletas. No hay más cera que la que arde, y apáñese con ella… —se quedó un segundo callado, mirando fijamente a Olivares, y luego prosiguió—: Sin embargo, lo intentaremos, aunque sea imposible. Para eso estamos nosotros, ¿no? —e hizo una seña a sus subordinados—. Nosotros sabemos obedecer. El quid está ahora en que obedezcan todos y que se metan en la cabeza de una vez que esto es guerra, guerra y nada más que guerra. ¿Estamos?

Los dos comandantes y el capitán ayudante asintieron con un leve movimiento de cabeza y habló Opiso:

—Exacto, mi coronel, y como tengamos un poco de suerte, mañana dormiremos todos en Illescas. Respondo de mi gente. Es de primera. Y Vicente ya sabemos que no falla nunca. De todas maneras, se hará lo que se pueda, qué coño.

Entonces, Tori, que se había separado un poco del grupo y observaba atentamente las altas botas militares del comisario, preguntó a éste de pronto:

—Oye, ¡vaya botas que te gastas! ¿Qué número calzas? Olivares, sorprendido por la incongruente pregunta, se encogió de hombros.

—Sí que son buenas botas —comentó Opiso—. No me había fijado.

—Cómo buenas, ¡estupendísimas! —y Tori repitió—: Di, ¿qué número calzas?

Ante su insistencia, Olivares, recelándose alguna broma a costa de sus botas, que le habían hecho a la medida no hacía muchos días, dijo:

—El treinta y nueve. ¿Por qué?

Tori dio un brinco.

—¡Claro, mi número! —exclamó—. Ya me parecía a mí… —Luego, dirigiéndose a todos, añadió, jovialmente— me apunto el primero, ¿entendido? Cuando mañana caiga nuestro comisario en cumplimiento de su deber, sus botas serán para mí, porque no creo que te interese mucho que te entierren con ellas puestas, ¿no? ¿De acuerdo, comisario? —y estrechándole amigablemente por los hombros, insistió—: ¿De acuerdo?

A Opiso, que bebía un largo trago de coñac de su cantimplora, le hizo atragantarse un golpe de risa, y empezó a toser y a escupir. El capitán ayudante trató de disimular un hipo hilarante mordiéndose los labios. El coronel también sintió cosquillas en la garganta. Sólo Olivares permaneció sereno, inconmovible, y sonrió al decir:

—Sí, hombre, de acuerdo, pero no me da el corazón que vaya a morir mañana.

El coronel intervino con su voz quebrada de fumador:

—Me parece que a éste no le asustas, Tori.

—Pues naturalmente que no. ¿Cómo va a asustarse un comisario? Yo sólo he querido dejar las cosas claras y evitar que otro se me adelante —y volvió a golpear suave y amistosamente la espalda a Federico.

Opiso se sonaba la nariz estruendosamente, todavía convulso, pero tanto el coronel como el capitán ayudante habían logrado dominarse, y el mismo Tori, una vez logrado el efecto pretendido, parecía pensar ya en otra cosa. El capitán ayudante, para suavizar sin duda la situación, ofreció cigarrillos a todos y siguió una pausa para liarlos.

—Eres la caraba, Tori —comentó luego Opiso.

—Qué se le va a hacer —dijo, suspirando, el aludido—, hay que hacer moral.

—Bueno, señores —intervino el coronel—, el día de hoy no ha sido blando que digamos, pero es que el de mañana va a ser de aúpa y quedan todavía muchos cabos por atar… Afuera están esperando los enlaces.

—Y a mí también me esperan en el Ministerio —dijo Tori—. ¿A las seis en punto de mañana, mi coronel?

—A las seis en punto, Tori.

—Pues aquí me tendrá usted como un clavo.

Enciso, grande, atronador, dio la mano a todos, diciendo al coronel:

—Ya es hora también de que yo vuelva a mi puesto de mando.

Cuando se marcharon ambos comandantes, el coronel se acercó a Olivares y, echándole una mano por encima del hombro, le dijo:

—Me alegra mucho tener un comisario tan joven como tú. Así hay más probabilidades de que alguien cuente un día todo esto que está pasando. Además, prefiero estar con jóvenes y no con viejos como yo. Bien, amiguito. Ahora hay que pensar cómo vas a pasar la noche…

—No se preocupe. Tengo fuera un coche. Mañana ya me buscaré alojamiento.

—Bien, bien. Pero cenarás conmigo, ¿eh?

Olivares le dio las gracias y aceptó. Luego, el coronel se dirigió a la puerta inmediata, que comunicaba con otra pequeña habitación donde repiqueteaba una máquina de escribir, y después de abrirla, se volvió para decirle:

—Y no hagas mucho caso de Tori. Es un tío fenomenal que se divierte metiendo miedo a los que vienen a hacer turismo por aquí. Disfruta mucho con eso… Luego te presentaré al jefe de Estado Mayor. Ahora está muy ocupado, ¿eh?

Y desapareció tras la puerta, seguido de su ayudante.

Olivares aprovechó la oportunidad para salir a tomar el aire fresco del campo. Junto a la pequeña casa aguardaban varios motoristas fumando o charlando tranquilamente, y por los alrededores se observaba poco movimiento. Mirando hacia el frente, hacia la línea invisible donde se agazapaba el enemigo, crecía la calma. El terreno era liso y despejado, como un mar de sombras. Hasta Olivares sólo llegaba alguna voz suelta o el estampido de algún motor. Ni un solo disparo. Y, no obstante, miles de hombres se acechaban para matarse, a muy poca distancia unos de otros. Comerían, dormirían, incluso bromearían y soñarían, para, dentro de muy pocas horas, lanzarse a la zarabanda homicida, y matar sin saber a quién se mata o morir sin ver el rostro del matador. A toque de corneta. Cuando lo mandasen.

La noche cóncava y silenciosa era para Olivares como un inmenso grito de protesta contenido, porque bajo aquella tranquila apariencia él advertía un nervio invisible vibrando intensamente, como ese hilo telegráfico que atraviesa la noche de los campos y de los pueblos para anunciar quién sabe qué estremecedoras noticias y que pasa tal vez por nuestro lado sin que podamos entenderlo. Cerebros de hombres calculaban el número de muertos y cerebros de hombres preparaban los terribles lechos de los hospitales de sangre. En, calma. Bajo la noche. Con un cigarrillo entre los labios. Oficio. Desdén. La mecánica de la guerra.

(La verdad es que al contacto con la realidad grosera de la guerra, la literatura revolucionaria y su encendida dialéctica se quiebran y se pulverizan como pura hojarasca. Los dientes de la guerra trituran brutalmente cualquier pensamiento… Si robas un pan, te encarcelan. Si matas a un hombre, te ajustician. Y ahora… Ya sé que es vulgar, ya. Pero no se me ocurre otra cosa para medir esta insensatez sin nombre. Porque no es igual la revolución que la guerra, digan lo que digan. La revolución es como un relámpago. ¡Zas! Se salta el abismo y ya está. Son horas. El dieciocho de julio, por ejemplo. Sí, se mata o se muere tal vez. Pero es por algo inmediato. Es como una subida de sangre que oscurece el entendimiento momentáneamente. La muchedumbre, el fervor, el entusiasmo… Hay que cambiar el mundo para el bien. ¡Basta de atropellos! ¡Basta de injusticias! ¡La felicidad es para todos! Un acto insurreccional como la toma de la Bastilla… Y, luego, el orden, la paz… Pasó la tormenta. Pero la guerra… Son los lápices rojos, las reglas y los compases, los mapas… Motoristas, órdenes, Estados Mayores, toda una perfecta y complicada organización sobre el comercio de vidas humanas. La muerte objetivada, hecha número… La guerra no sabe para qué funciona. Funciona simplemente. Hombre, es la guerra. Pero… ¡Es la guerra! Y así hasta el final: la guerra sujeto, la guerra protagonista, la guerra razón. ¡Todo para la guerra! ¡Todo por la guerra! ¿Usted qué es? ¿Yo? Un miembro de la guerra, una uña de la guerra, un pelo de la guerra. La guerra es mi padre, mi dios y mi ley. Yo he nacido para eso: para servir a la guerra. Mi madre me parió para que un día, a una orden de otro, que le transmitió otro, quien, a su vez, la recibió de otro, y de otro, y de otro, y de nadie, yo empiece a disparar contra otro. ¿Por qué? Ah, es la guerra, amigo. ¿Usted no sabe lo que es la guerra? No. Pues mire, la guerra es… eso. Y todo el mundo tan tranquilo, lavándose la sangre que le salpica. ¿Los muertos? Los muertos no existen, son bajas. ¡Número de bajas! No número de hombres. ¡Número de bajas!… ¿Y qué es una baja? Nada, es decir, menos uno. Muy fácil y muy claro. Y Antonio, y José, y Manuel, y Vicente. Aquí no hay nombres. Esto es como una sociedad anónima, ¿entendido? Dividendos, ganancias, pérdidas, acciones, intereses… Usted es un hombre apegado a ciertas sensualidades directas, celulares, concretas, y no sabe separarse de ellas. Amigo mío, usted no es un guerrero, usted no tiene imaginación, usted no sabe elevarse como una águila. Desde la gran altura no se ve nada de eso en lo que usted piensa. Niños, conciencias, proyectos de vida, ética, trabajo… ¡Ay, ay, ay! ¡Cómo se ve que usted es un maestro de escuela!…).

La voz de Tomás le hizo salir de su ensimismamiento.

—¿Qué, nos volvemos a Madrid?

Tardó en contestar.

—No. Nos quedamos aquí esta noche.

—Vaya, hombre. Y la parienta sin saber nada de nada…

—Mañana hay ofensiva general nuestra, ¿comprendes?

—Ya. Si a mí me daba en la nariz algo raro… No me gustaba el ambiente… Pero; ¡qué se le va a hacer! Conque ofensiva general ¿eh? —y tras de menear la cabeza, añadió—: Ya era hora. A ver si los empujamos hasta Badajoz, ¿no te parece?

—Claro, hombre.

—Es que ya no podemos correr más para atrás… En Madrid no están preparados para nada. Y yo que creí cuando entré en el cuartel de la Montaña que era cosa de unos días… Bueno, a mí me pasa cada cosa… Va y tenemos un chico, el primero. Nos casamos un año antes de empezar la guerra. Luego, que si no llega al invierno y zas, otra vez preñada la parienta. Confiado que es uno…

Rió. Olivares le dio un cigarrillo.

—Toma y no pienses en eso ahora.

Anduvieron lentamente, en silencio, mientras fumaban. Y de pronto dijo Tomás:

—¿Cuántas sentencias de muerte se cumplirán mañana, eh? Pero Olivares no contestó.

Por el centro de la carretera marchaba el mando, a pie, y por ambos lados de ella, largas filas de hombres avanzaban, se detenían, se agachaban, se descomponían, volvían a correr hacia delante y otra vez se detenían. Los milicianos, animándose con gritos y vivas, parecían combatir alegremente. Frente a ellos, la llanura; y, emergiendo del campo raso, el pueblo de Illescas, con su alta torre vigilante y desafiadora.

El enemigo permanecía agazapado donde estuviese, invisible y silencioso, pero los milicianos, cada vez que se detenían, se echaban al suelo y disparaban sus fusiles hacia delante, donde suponían que se encontraba. Desde atrás, pasaron volando alto, dejando una estela de maullidos, los proyectiles de artillería, tres exactamente, que fueron a estallar en las inmediaciones del caserío. El ruido y la polvareda que levantaron enardecieron aún más a los atacantes, cuyos alaridos de guerra estridían en la calma fresca y cristalina de la mañana campestre.

En un recodo, cabe un ribazo, buscando la desenfilada, se instaló el mando. Allí estaban el coronel Sena, su jefe de Estado Mayor, su ayudante, el comisario Olivares y el comandante Tori, rodeados de un grupo de enlaces. El coronel Sena había preguntado a su jefe de Estado Mayor:

—¿Transmitió usted la orden a la batería para que no dispare más que cada diez minutos mientras no reciba más munición?

—Sí, mi coronel.

El tiroteo resonaba con algunas intermitencias hasta que se hizo cada vez más intenso y continuo. El coronel se mostraba impaciente. Olivares y Tori, juntos, fumaban sin cesar. Un enlace se acercó corriendo. Traía un parte. Informó el jefe de Estado Mayor:

—El comandante Vicente ha ocupado ya las posiciones previstas en el ala izquierda. Ahora espera a que avancen el centro y la derecha.

—Vamos —y el coronel Sena trepó ágilmente por el ribazo, seguido de su ayudante.

Olivares y Tori se unieron al coronel, que se había detenido a observar con sus prismáticos el orden y despliegue de sus fuerzas, como asimismo las posiciones enemigas. La línea derecha formaba una curva entrante, y lo mismo pasaba con la izquierda, por lo que el centro quedaba muy retrasado con respecto a los extremos de las alas. Sin esperar más, el coronel empezó a dar vivas a la República y a agitar sus brazos mientras corría hacia la vanguardia. Los demás le siguieron y pronto se hallaron todos en primera línea, entre los milicianos que disparaban cuerpo a tierra.

El enemigo había abierto un fuego terrible de ametralladoras y fusilería. Los milicianos, al percatarse de la presencia del coronel y verlo marchar hacia el enemigo junto con sus acompañantes, a pecho descubierto, impávido, sin agachar siquiera la cabeza, se levantaron, lanzando largos gritos, y echaron a correr hacia delante. En una segunda línea avanzaban los servicios: camilleros, enlaces, municionamiento…

A poco de la arrancada, arreció el fuego enemigo y empezaron a caer milicianos, por lo que la línea volvió a quebrarse y los hombres a echarse en los surcos, buscando el amparo de los terrones para sus cabezas, pues en aquellos llanos rastrojos sin árboles no existía ningún desnivel ni obstáculo alguno que los protegiese.

—¡Camilleros, camilleros!

Los camilleros corrían encorvados bajo el ventarrón de las balas que barrían el campo.

—¡Camilleros, camilleros!

El mando del batallón y de las compañías se había agrupado en torno al coronel, ofreciendo así un blanco suculento a las ametralladoras enemigas, y Olivares tuvo que gritarles:

—¡Fuera de aquí! ¡Cada cual a su sitio!

No llevaba insignias, pero les impuso su gesto y le obedecieron. Entretanto, el coronel increpaba a un capitán de milicias:

—¡Eh, tú, capitán! ¡Ponme en pie a esa gente, y adelante! ¡Viva la República!

Pero el capitán de milicias se quedó con la boca abierta y el brazo extendido, cayendo fulminado. Ya no había camilleros.

—¡Coronel, coronel!

Era Tori, que, ajeno al parecer a lo que ocurría a su alrededor, observaba las posiciones enemigas con sus prismáticos. El coronel acudió a su lado, sin dejar de gritar vivas a la República y de agitar los brazos, trémulos los bigotes, ronca la voz.

—¿Qué pasa, Tori? —preguntó jadeante.

—Mire.

El coronel enfocó sus anteojos de campaña en la dirección que le señalaba Tori y murmuró poco después:

—Por el brillo parecen tanquetas, ¿no?

—Exacto. Dos. Las han adelantado para cortarnos el avance.

—Si tuviéramos ahora esos tanques rusos de que tanto nos hablan…

Y se volvió a su capitán ayudante para decirle:

—Corre al puesto de mando y haz que se cursen órdenes inmediatamente a la artillería para que dispare, hasta agotar las municiones, contra las dos tanquetas y la torre de la iglesia. ¿Estamos?

—¿Y por qué no se vuelve usted también al puesto de mando? Éste no es su sitio.

El coronel se quedó mirando fijamente a los ojos de Olivares. Los suyos estaban enrojecidos. Pero no contestó.

—¡Espere! —gritó entonces Federico al capitán ayudante—. Acompañe al coronel —y, sonriendo, dijo a éste—: Soy su comisario, coronel. ¿Vale?

El coronel estaba erguido. Con su bigote temblón y la tirantez de las líneas de su rostro, presentaba un aspecto imponente.

—He estado en Cuba y en Marruecos, joven, y sé lo que tengo que hacer —contestó secamente.

Pero en eso llegó un enlace, que se presentó diciendo:

—¡Mi coronel, el general le llama!

—¿Qué general?

—No sé. Acaba de llegar.

El anciano militar miró a los que le rodeaban y dijo, a modo de despedida:

—En cuanto comience a tirar nuestra artillería, hay que reanudar el avance, sin parar ya hasta el pueblo. ¿Estamos?

—Estamos —contestó Olivares—. Se hará lo que manda. Descuide.

Seguía el intenso tiroteo. Las ráfagas de ametralladoras cortaban el aire en rebanadas, corriéndose de un lado a otro. Los camilleros no daban abasto y muchos heridos tenían que ser retirados en volandas o a hombros por sus mismos compañeros. El sol prendía fuego al campo.

—Vamos a echar un pito —propuso Tori, sentándose en el suelo.

Olivares hizo lo propio y encendieron sendos cigarrillos en el mechero de yesca que les ofreció un teniente, hombre de aspecto campesino, con barba de varios días y el cabello rizado sucio de polvo.

—¿Qué tal, muchacho? —preguntó luego Olivares al miliciano que yacía tumbado junto a él y que en ese momento metía un peine en su fusil.

Era un mozo huesudo, rubiasco, con los ojos pardos.

—Hasta la presente, bien —contestó—. Pero de aquí a que se haga de noche…

—Si tuviéramos tanques —intervino el teniente—, nos los comeríamos.

—Así no tendría mérito, hombre —bromeó Tori.

El teniente no replicó y el miliciano, con la cabeza tras un montoncito de terrones, empezó a disparar de nuevo.

—Pero ¿a quién le tiras? ¡Eh! —le gritó Olivares. El mozo ladeó la cabeza para mirarle.

—Coño, al enemigo. ¿A quién va a ser?

—Pero ¿lo ves?

Entonces el teniente gritó:

—¡No tiréis hasta que se os dé la orden de hacerlo, muchachos!

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —y la voz fue corriéndose a lo largo de toda la línea.

El fuego de los milicianos fue decreciendo. No obstante, el enemigo mantuvo el suyo con la misma intensidad.

—¡Leche, pues ellos bien que nos tiran! —exclamó el rubiasco.

—Toma, porque ellos nos ven perfectamente, hombre —repuso Olivares.

Siguió una pausa. Los cigarrillos se habían consumido. Delante, detrás y por entre medias de los hombres, las balas enemigas picaban la tierra y levantaban pequeñas burbujas de polvo. Otras muchas pasaban por encima de sus cabezas silbando rabiosamente. Al rato, percibieron claramente, a retaguardia, el apagado taponazo de los cañones y, casi a la par, el revoloteo de los proyectiles de artillería por lo alto. Como a una señal, Federico y el comandante Tori se pusieron en pie.

Las tanquetas seguían allí, chispeando al sol. Luego, se levantó una polvareda que las cubrió. Pero después aparecieron de nuevo, indemnes.

—¡Lástima! —exclamó Tori.

Pero ya los oficiales daban la orden de reanudar el avance y la línea se puso otra vez en movimiento. Más obuses. Explosiones. Polvo. Y, de pronto, un runrún por el cielo.

—¡La aviación! ¡La aviación!

Era la aviación enemiga. Tres aparatos negros, trimotores. Un ruido cada vez mayor. Ruido de cataratas. Los milicianos se pegaron a la tierra. Sólo ellos dos permanecieron en pie.

—Toma un cigarro —y Olivares ofreció su cajetilla al comandante.

—Me has dado en la yema, Olivares.

Liaron los pitillos, pero no pudieron encenderlos porque el aire apagaba los fósforos y acababa de ser abatido el teniente del mechero de yesca.

Los aviones pasaban por encima lentamente, tronitonantes, tremebundos.

—Van primero por los cañones. Luego volverán por nosotros —dijo Tori.

Olivares se agachó porque sintió un golpe en una pantorrilla. Una bala le había rozado la bota, desollándola.

—¿Qué? —preguntó Tori, solícito.

—Nada, que te han estropeado mis botas.

—¡Cabrones!

Los cañones se habían callado. En cambio, los «Junkers» empezaban a soltar su carga. Truenos. Varios truenos simultáneos y grandes polvaredas. El repiqueteo de una ametralladora antiaérea, gorda de voz, rodeando de globitos negros a los aviones.

—Mira, Olivares, aquí no hay nada que hacer por el momento. Vamos a ver qué disposiciones toma el general.

—Sí, creo que es lo mejor.

Al llegar a la carretera, pasado el recodo donde se había cobijado el puesto de mando, vieron a un hombre alto, delgado, vestido correctamente de uniforme, plantado en medio de la calzada, solo. De cuando en cuando daba un viva a la República y movía ambos brazos, ordenando el avance de las dos alas. Un enlace saltó desde la cuneta para acercarse a él pero cayó a medio camino, teniendo los demás que tirar de sus pies y sacarlo a rastras de aquella zona de muerte.

El personal acompañante se había quedado unos metros atrás, al amparo de los taludes que flanqueaban hasta allí la carretera. Había también un árbol, cuyas hojas, al igual que las hierbas que crecían en la cresta del ribazo, caían segadas por el fuego concentrado de las ametralladoras instaladas en la torre de la iglesia de Illescas.

—¿Quién es? —preguntó Olivares a Tori, señalando a aquel hombre que de tal manera desafiaba a las balas.

—Es el general. Lo conozco muy bien. ¿Ves cómo se juega la vida? Pues estoy seguro de que antes de venir aquí esta mañana se ha rasurado, perfumado y peinado esmeradamente, como si fuera a una fiesta. Es nuestro primer talento militar.

Se acercaron a los ayudantes.

—¿Y el coronel Sena?

Otro militar, desconocido para Olivares, le contestó:

—Ha sido herido. Nada importante, un rasponazo, pero ha sido preciso evacuarlo. Yo me he hecho cargo provisionalmente del mando. Me llamo Arnal.

Ya Tori le abrazaba y, luego, le presentó a Olivares. Entre tanto, el general seguía en su puesto, impávido, silueteado por unas balas que no se atrevían a tocarle, que barrían el suelo, a sus plantas, y que no permitían que nadie se le acercase.

Los aviones enemigos iniciaron su pasada desde atrás y la ametralladora antiaérea próxima a Olivares, camuflada bajo el árbol, abrió fuego contra ellos. Se veían unas bolas rojas, como naranjas, que subían una tras otra, atropellándose.

—¡Ahora le da! —gritaba alguien.

Pero, por un extraño misterio, el avión seguía, intocado, y las naranjas reventaban en el aire, dejando prendidas en él unas guedejas de humo negro.

Reculando, con los neumáticos reventados, apareció entonces un blindado de los de Asalto, pura chatarra, sólo eficaz en las revueltas callejeras.

—Lo hemos enviado antes de descubierta —dijo Arnal.

El blindado pasó junto al general y siguió retrocediendo. Se oía perfectamente el tamboreo de los proyectiles de ametralladora sobre su lomo. Se detuvo, al fin, al llegar a la altura del mando, pero en el centro de la carretera. Entonces se aproximaron a él Arnal, Olivares, Tori y los demás acompañantes. Sus chapas quemaban, encendidas por los arañazos de las balas y las púas de sol.

—¡Ay!

Y el comandante Tori se tambaleó, cayendo en brazos de Olivares, quien, sorprendido, no pudo sostenerse en pie y hubo de arrodillarse para no soltarlo. Tori se apretaba con ambas manos el lado izquierdo del pecho. Había cerrado los ojos. Sólo pudo decir suavemente:

—¡Cabrones!

Una bala, de rebote, acababa de atravesarle el corazón.