V

A eso de las diez de la mañana, Trujillo se personó en el hotel donde se hospedaba Federico Olivares. El conserje se encogió de hombros.

—No se le ha visto el pelo todavía —dijo.

—Quiere decir que no ha pasado tampoco esta noche aquí, ¿no es eso?

—Sí, eso mismo.

Trujillo le miró fijamente a los ojos.

—Soy amigo suyo…

—Ya, ya te he conocido. Tú eres el teniente Trujillo.

—Es que como ahora voy de paisano… El conserje sonrió.

—Empieza a verse ya a mucha gente de paisano… —murmuró.

Trujillo, nervioso, desvió sus ojos atraído por un grupo que acababa de aparecer en el vestíbulo, procedente del interior del hotel. Lo componían un hombre joven y dos mujeres que, por la apariencia, parecían ser madre e hija. Él iba vestido de oficial de intendencia, usaba gafas de gruesos cristales y su pelaje era el de un hombre bien alimentado y satisfecho. Ellas también llamaban la atención por el contraste que ofrecía su buen ver con el negror de sus viejos abrigos, reminiscencias de un tiempo mejor. El teniente dejó la llave de su habitación sobre el mostrador y se cogió después, alegremente, a los brazos de las mujeres, quedando entre ambas. Cuando ya salían por la puerta giratoria en dirección a la calle, dijo Trujillo:

—Por dondequiera que mires, no ves más que emboscados.

—Y que lo digas, compañero —asintió el conserje—. Ese fulano mantiene a las dos mujeres y se acuesta con la más joven. La otra es su madre, que todavía está superior. Ella dice que su marido ha muerto en el frente, pero para mí es que lo tiene en la otra zona.

—Y uno, dando el callo… ¡Treinta y dos meses dando el callo!

—Y no veas cómo vive el tenientajo ese… Representa aquí a una división, que está pelando la pava en la sierra, para todo lo referente a compras, gestiones y qué sé yo… El caso es que tiene su cuarto abarrotado de víveres: latas de carne, botes de leche, tabaco, aceite… ¡de todo!

—¡La madre que lo parió! Y mis chavales, pasando hambre.

—Como cada quisque, amigo. Aquí mismo hay una familia hospedada, madre y cuatro hijos, dos de ellos pequeños y las otras dos ya pollitas, que cualquier día van a amanecer muertos en sus camas. Vinieron de Extremadura cuando la retirada. El padre murió en La Marañosa al mando de una brigada, como un jabato. Pues bien, ya nadie se acuerda de ellos. Es más, de cierto tiempo a esta parte se diría que la gente les vuelve la espalda. Menos mal que algunos todavía conservamos un poco de vergüenza y, de cuando en cuando, les arrimamos algo. Pero ¿qué podemos quitarnos de lo poco que nos toca? Mi parienta, sin ir más lejos, está ya que se transparenta. Olivares también las ha ayudado cada vez que ha venido por aquí.

—Sí, las conozco. Lo que no sé es cómo las dos chavalas no han claudicado ya, porque, aunque están muy flacas, tienen su mérito…

—¡Bueno! Ya las han querido trastear algunos fulanos… Pero nada. Las chiquillas son muy decentes y no hay nada que hacer. Yo creo que prefieren morirse de hambre a acostarse con ningún tío. En particular Rosina, la mayor.

Trujillo movió pesarosamente la cabeza al tiempo de resollar fuertemente.

—Si no fuera por lo que es… —murmuró—. ¡A buenas horas iba yo a estar pegando tiros como un tonto y diciendo a mis lebreles que aguanten…!

Siguió una pausa y luego de hurgarse los bolsillos, el amigo de Olivares sacó un cigarrillo apagado, a medio consumir, y se lo puso en los labios, diciendo mientras lo encendía:

—Y uno, teniendo que fumarse un pitillo en dos o tres sesiones…

—Pues yo dejé el vicio, radical. Para poca salud, ninguna —y el conserje hizo un gesto despectivo con los labios.

Trujillo, después de lanzar un chorro de humo por las narices, le preguntó:

—Bueno, a lo que iba. ¿No ha dejado nada dicho ni ha mandado ningún recado el capitán Olivares? El conserje negó con la cabeza, añadiendo:

—Nada.

—¿Me dejas entonces hacer una llamada por teléfono?

—Sí, hombre. Ahí lo tienes.

Trujillo se acercó al aparato, que estaba en un extremo del mostrador, cogió el auricular y marcó un número. Apenas tuvo que esperar.

—Soy Trujillo, el teniente Trujillo, hombre. ¿Tú eres el compañero Molina? Bien. Te estoy hablando desde el hotel donde se hospeda Olivares. ¿Qué si está aquí? No. Por eso te llamo. ¿Es que tampoco ha ido por ahí? ¡Anda, mi madre! Entonces es que lo han trincado los comunistas… ¿Qué han apiolado a algunos? Bueno, yo tampoco me lo creo. Lo que sí me creo es que lo tengan detenido en alguna parte. Han detenido a muchos. También falta el comisario Cubas… No sé. Ahora voy a darme una vuelta por ahí para ver qué pasa…

Colgó el auricular y se acercó al conserje para decirle:

—No aparece por ningún lado. De todas maneras, si viniera o llamase por teléfono, dile que volveré esta noche.

Hacía mucho frío y la gente que circulaba por la calle se tapaba hasta las orejas, en especial las mujeres, las cuales daban la sensación de andar automáticamente, con sus cestos o bolsas al brazo. Trujillo cruzó a buen paso la carrera de San Jerónimo y, por la de Nicolás María Rivero, salió a la de Alcalá, rumbo a Cibeles. Por las anchas aceras grises iba y venía el público de siempre, con el aire de siempre, ni más ni menos que otro día cualquiera. Por la calzada subían y bajaban los viejos tranvías, amarillos y sucios, y algunos automóviles pintados de guerra. Los escaparates de los comercios bostezaban vacíos y polvorientos, mientras que las fachadas de los altos edificios lucían una abigarrada galanura de carteles multicolores, con la efigie de algunos políticos, reproduciendo frases de sus discursos o con figuras simbólicas de combatientes, y consignas. En uno de ellos se leía: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas. Pasionaria». En otro: «Resistir es vencer. Negrín». En muchos: «No pasarán». Retratos de Dolores Ibarruri —La Pasionaria—, de Durruti; uno, inmenso, de Jesús Hernández, vestido de comisario, dirigiendo un avance de tropas con gesto napoleónico. Y banderas, muchas banderas: rojas, rojinegras, tricolores… La lluvia y el viento habían ya ajado notablemente, incluso descolorido, muchos de estos gritos impresos, especie de estandartes de la terrible lucha, pero todavía conservaban, en conjunto, mucha de su ardorosa elocuencia.

Al llegar a la primera boca del «metro», Trujillo se detuvo, indeciso. Por ella emergían o se sepultaban continuamente grupos de personas de la más heterogénea condición. El ferrocarril subterráneo era, sin duda, lo que mejor funcionaba en la ciudad, como si no le afectase lo más mínimo lo que pudiera ocurrir en la superficie. Su atmósfera más templada, su seguridad y su ritmo inalterable lo hacía atrayente y acogedor para los madrileños, castigados tan duramente por el frío y la desnutrición en los finales de aquel duro invierno. Muchos ancianos se pasaban horas y horas en sus estaciones como si los distrajera el paso de los trenes; pero, en realidad, buscando abrigo, a la espera de alguna punta de cigarrillo o de cualquiera sabe qué. También eran las estaciones del «metro» el mejor punto de cita de novios, amantes o amigos. Allí se podía esperar sin miedo al obús perdido, al «canguro» que atrapaba a los desertores o indocumentados, o al viento helado que soplaba fuera.

Trujillo, después de consultar su reloj de bolsillo, decidió al fin continuar a pie. La cuesta abajo le hacía más fácil su camino y se dejó llevar por ella lentamente, mirando a todas partes con curiosidad y, en especial, a las gentes con que se cruzaba. Nadie, sin embargo, parecía reparar en nadie. Cada cual marchaba impulsado por una idea dominante, ajeno, por lo tanto, a todo lo que no se relacionase con ella. De cuando en cuando, sonaba el trepidar de alguna motocicleta militar, y ello era el único estremecimiento que recorría las calles como un aletazo nervioso de la guerra.

Al acercarse al Banco de España, percibió algunos piquetes de tropas por los alrededores y una más viva circulación de personal y vehículos a través de la gran plaza. Por lo demás, los peatones la cruzaban de andén a andén con aire indiferente. Entre ellos abundaban las mujeres, con su inseparable cesto o bolso al brazo, andando sin apenas mirar alrededor, sin preocuparse demasiado por cualquier posible peligro. En aquel momento, todo su espacio gris, ceniciento más bien, con su islote central tapiado con ladrillos rojos —«La linda tapada»— era el punto de confluencia de varios pequeños chorros de seres humanos. Se veía a la plaza salpicada por innumerables transeúntes que se agrupaban, se desparramaban, volvían a reunirse y tornaban a desflecarse. El paso de Banco a Comunicaciones era el de mayor tránsito… De pronto, sonaron unos disparos y, casi simultáneamente, unas ráfagas de ametralladora, y en seguida se generalizó un tiroteo rabioso, un duelo entre las tropas que ocupaban las ventanas del palacio de Correos de una parte, y las que guarnecían el Ministerio de la Guerra y los pelotones dispersos por los alrededores, de otra. Pese a ello, no se produjo el pánico y ni siquiera se sintió la bocanada del miedo entre las gentes a quienes el fuego había cogido en medio. Automáticamente buscaron protección en los árboles más cercanos, bien tras los postes o al amparo de bancos y salientes, o, simplemente, se echaron al suelo como si fueran veteranos de infantería.

Trujillo pudo correr en busca de la entrada del «metro», muy cerca de donde estaba, pero se limitó a arrimarse al muro del Banco de España. El fuego apenas si duró un par de minutos. Tan pronto como cesó, la gente volvió a circular como si nada hubiera ocurrido, y, no había dado aún muchos pasos cuando volvió a repetirse el tiroteo, con las mismas consecuencias, como si aquello no fuera más que un juego. Y cuando Trujillo se decidió al fin a entrar en el «metro», se vio rodeado de hombres y mujeres que bajaban las escaleras refunfuñando:

—Ya podían irse a pegar tiros a otra parte, ¿no le parece? —dijo una mujer a otra.

—Ya, ya. No hacen más que fastidiar… Como si una saliera de casa por gusto. Si no fuera por la comida, iba a salir Rita.

En el andén escuchó más comentarios:

—No sé cómo no las vamos a arreglar mientras dure este jaleo.

—No durará ya mucho. O los de Negrín se apoderan de todo, o lo hacen los de la junta, porque como no se den mucha prisa, quienes se van a aprovechar van a ser los otros…

Un soldado se volvió para advertir a la vieja:

—¡Silencio, abuela, que el enemigo escucha! —y se rió.

—¿Es que no oye los tiros desde donde está?

Trujillo observó también que en algunos grupos se cuchicheaba, e interceptó señas y sonrisas de unos a otros. Alguien se alegraba de todo aquello. Trujillo apretó los puños con rabia.

Entonces oyó otra voz de mujer que le hizo volverse:

—Sí, ya sé que estamos mal, pero con los otros lo pasaríamos aún peor, porque aquello del pan blanco que nos tiraron sus aviones no fue más que un cebo para que picáramos. ¡Menudo pan blanco nos iban a dar si pudieran entrar en Madrid! Trujillo no pudo contenerse:

—¡Muy bien dicho! Así es como tendrían que hablar todas las mujeres del pueblo.

Ella tendría ya más de cincuenta años, y era de figura rechoncha, a pesar de su rostro chupado y de la palidez de su tez. Se abrigaba con una gran toquilla de punto de lana negra y calzaba zapatillas de paño.

—Sí, hijo —prosiguió—. Es lo que yo digo: que la gente trabajadora se ha olvidado ya de cómo vivíamos antes de la guerra, y por eso muchos muertos de hambre se han cansado de luchar. ¡Cómo si aquello valiera la pena para nosotros! Yo he perdido dos hijos y le aseguro que…

Pero llegaba un tren y la mujer se interrumpió para tomar posiciones entre los grupos que se apretujaban para entrar, y Trujillo se vio separado bruscamente de ella. Entonces reparó en que los individuos a los que había sorprendido antes riéndose y haciéndose guiños sospechosos le miraban de reojo, y se encaró con uno de ellos, poniéndose frente a él y clavándole la mirada. Pero el sujeto logró escabullirse rápidamente y desaparecer de su vista en el interior del vagón más próximo, aprovechándose, para conseguirlo, del momentáneo barullo que se había formado, delante de sus puertas, entre los que lo abandonaban y los que pretendían ocuparlo. Sobre la batahola saltaron voces bromistas, voces airadas e incluso risas. Cuando el tren arrancó, todavía quedaban en el andén muchos presuntos viajeros, la mayoría de los cuales ni siquiera intentó acercarse a él. Trujillo seguía pensando en el tipo aquel que le rehuyera. «Seguro que es un fascista —se dijo—, uno de esos de última hora. Seguro que en el 36 no lo era. A lo mejor es uno de los que más chillaban entonces contra los fascistas. ¡Cabrón!».

—¡Trujillo! —le llamaron.

Era Tomás, que andaba buscándole por el andén, y que también vestía de paisano.

—¡Hola! ¿Qué hay?

Tomás respiraba aún un poco fatigosamente.

—Nada, chico. No he podido llegar hasta el Socorro Rojo ni hablar con Matilde por teléfono. Los comunistas han tomado la Puerta de Alcalá y se han atrincherado en ella, y el teléfono sólo lo cogen militares que empiezan a decirte que Casado es un traidor y que nos van a dar para el pelo a todos los que no luchemos a su lado. Además, he visto cómo trincaban a algunos y me he dicho: «Tomás, emprende la retirada. Que te la estás jugando, Tomas…».

Trujillo movió la cabeza pesarosamente.

—Pues sólo Matilde puede saber dónde está Olivares.

—¡Bien! A lo mejor no sabe más que tú y que yo. ¿Qué te han dicho en el hotel?

—Que no le han visto el pelo ni saben nada de él.

—Entonces es que lo han cogido los de Negrín.

—Eso mismo pienso yo también.

—Entonces, ¿qué hacemos?

Trujillo se encogió de hombros.

—¡Es de vergüenza lo que está ocurriendo! —exclamó.

—Y que lo digas —corroboró Tomás—. ¡Vaya festín que estamos ofreciendo de balde al enemigo!

Trujillo movió de arriba abajo la cabeza.

—Ya veremos en qué queda todo esto. Dicen que los comunistas están apiolando a algunos prisioneros, pero yo no paso a creérmelo.

—Mira que si se han cargado a Olivares…

—¿Por qué se lo habrían de cargar? Él no está metido en el lío.

—Malo es que no aparezca.

—Lo habrán detenido. Hasta ahí, pase. Lo otro no puede ser. Para eso haría falta que nos hubiéramos vuelto locos todos. ¿No te parece?

—Yo digo una cosa, Trujillo, y es que si se han cargado a Federico, este menda se va a llevar por delante a todos los «chinos» que encuentre, tan pronto como acabe esto y se sepa lo que ha pasado. Porque van a perder los «chinos». Eso lo saben hasta los negros.

Trujillo le palmeó amistosamente el hombro y, sonriendo tristemente, le dijo:

—No te sulfures, amiguete —y, tras una ligera pausa, añadió—: Porque vamos a perder todos.

Un nuevo tren se detuvo ante ellos y abrió sus esclusas.

Inmediatamente se produjo un remolino en torno a ellas, que cogió en su centro a los dos amigos.

—¿Nos vamos a Sol? —preguntó Tomás.

—Sí, por aquí ya no tenemos nada que hacer.

Y se dejaron llevar por la corriente, que los arrastró hasta el fondo del vagón.

Trujillo llegó desalentado y triste a la casa que habitaba en la calle de la Bola. Frotándose las manos de frío, un hombre escuálido, de mirada triste, vestido con un gabán que le sobraba por todas partes, le saludó desde la puerta del cuchitril de la portería.

—¡Salud, camarada! —y forzó una sonrisa.

—¡Salud! —contestó Trujillo mecánicamente.

Su intención era pasar de largo, pero el otro, tras enjugarse con el dorso de una mano la punta de la húmeda nariz, dijo en un tonillo que a Trujillo le sonó como una burla:

—Mal día ¿eh?

Estaba ya al pie de la escalera y se volvió.

—No se alegre demasiado pronto —le contestó después de mirarle en silencio un instante—, no vaya a ser que le coja el toro en el último derrote… —Y, sonriendo, añadió—: No se precipite, no se precipite…

El del gabán parpadeó y abrió la boca como si no comprendiera la intención de las palabras de Trujillo, e iba seguramente a replicarle, pero ya el teniente había desaparecido en la oscuridad de la escalera. Entonces sonrió y se frotó vigorosamente las manos.

Trujillo habitaba en un piso interior de la primera planta, de oscuro y largo corredor. Al llegar a la cocina, se la encontró llena de humo, y a su mujer luchando por avivar un fuego de papeles y de trozos de leña verde.

—¡Cierra, cierra! —le gritó ella, sin dejar de soplar. Trujillo vio entonces a sus tres hijos sentados en torno a la pequeña mesa. Los chiquillos, especialmente Dorita, la más pequeña de todos, le sonrieron. Los tres tenían los ojos irritados y lacrimosos.

—Os vais a ahogar con tanto humo, mujer —dijo.

La mujer se volvió. Aún era joven Encarna; joven y agraciada, pero en aquel momento, aparecía despeinada y con los ojos llorosos y enrojecidos.

—Ahora abriré un poco la ventana, pero cierra la puerta —y, cuando su marido la obedeció al fin, añadió—: La leña que me trajiste no arde ni a tiros.

—Déjame que te ayude —y Trujillo se acercó al fogón—. Agradece que pudiera arrancar esas ramas de un árbol del paseo del Prado. Tuve que subirme a lo más alto de él porque por debajo ya lo habían desmochado del todo…

—Pues anda, anda…

Trujillo empezó a abanicar violentamente el fuego con el soplillo de esparto. Encarna, viéndolo así afanado, no pudo menos de sonreír. Luego dijo, al tiempo de entreabrir un poco la ventana:

—La casa está helada y he preferido que los chicos lloren un poco a que me cojan una pulmonía, ¿sabes?

Trujillo asintió con un movimiento de cabeza. Encarna se dispuso a preparar la mesa para comer. El puchero que contenía el guiso de lentejas preparado el día anterior, descansaba sobre la rejilla del hornillo. Mientras se calentaba, los chicos se entretenían en ver cómo el humo escapaba en jirones hacia el oscuro patio interior. De pronto, su padre tiró el soplillo murmurando:

—Veréis cómo esto lo arreglo yo en seguida…

Encarna y los chicos lo vieron salir, asombrados. Luego, éstos se volvieron a mirar a su madre expectantes, pero ella se encogió de hombros y, tras de recoger el soplillo, se puso a soplar para impedir que el fuego se apagase. Siguió una pausa hasta que reapareció Trujillo con una azuela en una mano y arrastrando con la otra una mesilla de noche.

Encarna se quedó rígida mirándole.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.

—¿Qué que voy a hacer? Ahora lo verás —contestó él empuñando la azuela y levantándola en el aire con la evidente intención de descargar un golpe con ella sobre la mesilla de noche.

Encarna reaccionó vivamente y se abalanzó sobre él, sujetándole el brazo.

—Pero ¿te has vuelto loco?

Los chiquillos miraban a sus padres con ojos de susto. Trujillo, con la azuela en alto, se quedó mirando a Encarna. Dijo:

—No quiero que pasen frío los niños.

Los ojos de Encarna estaban húmedos de llanto.

—¿Te das cuenta de que son los muebles con que nos casamos? —y la angustia oscurecía su voz.

—Sí que me doy cuenta, y bien que me duele —contestó él gravemente—. Pero ¿no los hice yo?

Bajó el brazo lentamente y lo pasó alrededor de la espalda de su mujer, atrayéndola hacia sí.

—Mira, Encarna: si salimos con bien de ésta, haré otros mejores. Y si salirnos con mal, ¿para qué los queremos? ¿No lo comprendes?

Los chiquillos seguían atentamente aquel diálogo del que sólo entendían una cosa: que iban a disfrutar al fin de una buena fogata. El mayor, Manolín, se levantó de la silla y se acercó a su padre. Éste seguía diciendo:

—Después de ésta, quemaremos la otra, y el tocador, y las sillas, y las puertas, con tal de no pasar frío. —Dorita tosió ¿Lo ves?

Encarna accedió con un gesto como de cansancio, pero al oír el primer golpe de la azuela se estremeció y se llevó las manos a los ojos… Los golpes se sucedieron después rápidamente… La madera reseca chascaba, saltaban las astillas… Encarna, sin querer mirar lo que hacía su marido, removió el guiso del puchero con una cuchara. Mientras tanto, Manolín echaba al fuego los primeros trozos del mueble descuartizado y las llamas comenzaron a brillar alegremente por entre las rejillas del fogón.

Encarna fue la última en sentarse a la mesa, después de servir a cada uno su ración de navegantes lentejas. Excepto Dorita, a quien su madre tuvo que forzar a engullir el insípido guiso, los demás comieron ávidamente, sin levantar la cabeza del plato. Trujillo y Encarna no cruzaron palabras, pero sí miradas, y cada uno de ellos mermó su propia ración para aumentar la de los dos pequeños varones, que acabaron lamiendo sus respectivos platos. Mientras tanto, el fuego cada vez más vivo había templado el aire de la cocina, así que al término del ligero almuerzo, cuyo postre consistió en la rebusca de las miguillas de pan aprehendidas con las yemas de los dedos, los comensales se sintieron agradablemente reconfortados. Entonces habló Encarna.

—Bueno, ¿cómo andan por ahí las cosas? —preguntó a su marido—. Todas las mujeres dicen en las colas que esto se acaba. Pero ¿cómo?

En vez de contestarle, Trujillo le refirió la escena ocurrida en el portal con el hombre del gabán colgante.

—Es natural que se alegre el señor Bonifacio —dijo ella—. Lleva ya casi tres años fingiendo lo que no es. Él ya sabe que nosotros sabemos que eso de que es primo carnal de Eulogia, la portera, es un puro cuento.

—Si se ve a la legua que es un cura disfrazado… Cuando un día vine del frente y me lo encontré justo donde hoy, se puso pálido. Entonces estaba más gordo y parecía mucho más joven. Sin embargo, por la manera de hablar y mirarme, me di cuenta en seguida de que era un cura o un fraile camuflado. Hasta me dijo que se había venido a Madrid para enrolarse en las milicias… Después, cada vez que lo veía, me decía que no le habían querido admitir porque no tenía avales… ¡Cómo si para ir a pegar tiros se necesitaran avales! Pero yo me hacía el tonto. ¡Qué le iba a decir! Siempre me pareció inofensivo, y yo creo que lo es, pero ya empieza a asomar las orejas. Hoy no me ha gustado nada. Si se alegra, que lo disimule por lo menos. ¡Hum! No sabe que todavía pueden pasar muchas cosas —y su tono era amenazador—. No vaya a ser que a última hora…

—¡Bah! —le interrumpió Encarna—. Déjalo.

—Si bien dejado está, pero que no me irrite. Es mala cosa en estos momentos hurgarle a uno la bilis con preguntitas de segunda intención. No aguanto el recochineo. Como siga así, voy a tener que decírselo.

—No te preocupes por eso. Ya le diré yo a don Rafael que le llame al orden, que le dé un toque. Me acuerdo ahora del día en que los sorprendí oyendo misa. No te lo quise decir entonces…

—Sí, fue mejor que te callases —y Trujillo meneó la cabeza—. Entonces don Rafael se las daba de izquierdista. Decía que Azaña era el mejor hombre de gobierno que había tenido nunca España. Claro, había sido su jefe en el Ministerio cuando Azaña ni soñaba con ser presidente de la República… ¡La cara que pondrían todos cuando te presentaste tú y los cogiste con las manos en la masa!

—Me tomaron por la portera y por eso me abrieron. Yo iba a ofrecerle un poco de harina a doña Rosario. La pobre mujer se me puso de rodillas para que no dijese nada, para que no te dijera nada a ti… Pues para que veas lo que son lar cosas. Esta mañana me encontré a don Rafael cuando salía de casa para ir al Ministerio. Está asustado. ¿Sabes lo que me dijo? Pues que se está temiendo que no podamos contarle ninguno, que es posible que Madrid reviente todavía porque está todo minado.

—¡Menudo camándulas está hecho el don Rafael! ¡Qué poco viene ahora por casa! Al principio, cada dos por tres estaban aquí él o su mujer, o su hijo…

—¿Cómo quieres que lo hicieran desde el punto y hora en que el muchacho se pasó a la otra zona?

—¡Y qué tiene que ver eso! Ellos no podían controlar al chico.

—Ya, pero no me negarás que la faena de Rafaelín los había colocado en una situación muy comprometida. Ya sabes que lo llamaron varias veces a declarar y que hasta estuvo a pique que le quitaran el empleo y lo mandaran al frente, en sustitución de su hijo…

—Sí, y eso es lo que tenían que haber hecho con él, pero… le avalé y le busqué otras firmas… En fin… A lo hecho, pecho. Pero si las cosas ocurrieran dos veces…

—¡Quién sabe todavía! Las buenas acciones no están nunca de más…

Trujillo miró tristemente a su esposa. Encarna sonreía con ternura. Por el contrario, él no podía disimular su honda preocupación, que le llenaba de sombras la frente y los labios.

—Ahora creo que he sido demasiado blando. Ya ves tu hermano también. No pertenecía a ninguna organización de izquierdas cuando estalló la guerra y tuve que dar la cara por él. Toda la guerra en buenos puestos mientras los demás nos la jugábamos, y ahora se me vuelve traidor…

Encarna le cogió una mano y, tras apretarla suavemente entre las suyas, le dijo:

—Olvídalo, ¿quieres?

Los chiquillos, impacientes ya, se removieron en las sillas, lo que hizo que los ojos de sus padres se volvieran a ellos.

—Bueno, ya os podéis marchar a jugar un rato —y Trujillo revolvió los cabellos del mayor—. ¡Hala!

Los niños ya no se aguardaron más y corrieron atropelladamente hacia la puerta. Entonces Encarna se levantó también y corrió tras ellos, gritándoles:

—¡Esperaros, esperaros! —Volviéndose después a su marido, añadió—: Ahora vuelvo. No sea que se me escapen sin ir bien abrigados… —y cerró la puerta tras sí.

Aún la oyó hacerles algunas advertencias:

—Poneros los abrigos. ¡Manolín, ven acá!

Siguió un silencio. Por la ventana se escurría una luz sucia y triste. Trujillo hubiera querido levantarse para atizar el fuego, pero el profundo bienestar físico que sentía lo mantuvo inmóvil. Perezosamente, estiró las piernas bajo la mesa y cerró los ojos.

(Muy lejos, a retaguardia, se perfila el castillo de Torija. Empieza a amanecer bajo un cielo encapotado y lloricón. Él está junto a Federico, tras una cerca de piedra. Ante ellos se extiende el campo alcarreño, llano, salpicado de charcos de agua. Toda la compañía se halla desplegada muy a la derecha de la carretera. Los hombres, hambrientos y empapados de agua, aguardan, tiritando, a que suene la orden de atacar. Muy por encima de sus cabezas pasan silbando los obuses, en una y otra dirección. Federico Olivares, que manda la compañía, mira su reloj.

—Muchachos —dice a sus enlaces después—, vamos a saltar antes de cinco minutos. No os separéis de mí. —Luego, volviéndose a Trujillo, agrega—: Tu sección, la primera.

El enemigo no está muy lejos. Se ven perfectamente los bultos de sus camiones en la carretera, formando una larga cadena que se pierde al fondo.

—¡La madre que parió a esos italianinis! —masculla alguien.

—¿Qué se les habrá perdido por aquí, digo yo? —arguye otro.

Y un tercero explica:

—Pues nada. Lo que pasa es que Mussolini es un hijo puta y los ha mandado engañados a luchar a nuestro país…

—¡Compañeros! —grita entonces Federico, poniéndose en pie—. ¡Vamos por ellos! ¡Viva la República! ¡Viva España! Le contestan otras voces:

—¡Muera Mussolini!

—¡Viva la revolución!

—¡Muera el fascismo!

Y Trujillo salta por encima de la cerca, seguido de sus hombres.

Simultáneamente, resuena un inmenso griterío a lo largo de toda la línea, mezclado ahora con el repiqueteo de las ametralladoras, los tiros de fusil y las explosiones de los obuses que empiezan a estallar en el campo de nadie, abriendo surtidores de barro y piedras, o entre los camiones estacionados en la carretera, haciéndolos reventar y saltar en pedazos por el aire.

Caídas en el barro. Carreras. Alguien que queda pegado al suelo para siempre. Alguien que es fulminado mientras corre hacia delante. Insultos al aire. Dientes apretados. Todo ello envuelto en un ruido de cien tormentas, a la turbia luz del amanecer. Trujillo, en un alto, reagrupa a sus hombres. Entonces llega hasta él un enlace de Federico con la orden de tomar la paridera que tienen enfrente, a menos de cien metros, donde el enemigo se había refugiado y se ha hecho fuerte. Entretanto, la lluvia se recrudece con gran violencia en todo el área que abarca la vista.

Los hombres respiran fatigosamente, pero ya se muestran enardecidos, pese a llevar dos días combatiendo a la intemperie y casi sin comer. El barro forma una áspera costra en sus heterogéneos atuendos militares. Algunos llevan capotes, pero otros, gabanes de paisano, ceñidos por los correajes y los cinturones de bombas. Son poquísimos los que se protegen con cascos de acero, y poquísimos también los que calzan botas de reglamento. Los hay con alpargatas e, incluso, con zapatos bajos, sin que falten tampoco los que llevan los pies envueltos en trapos.

La última advertencia de Trujillo a los suyos, antes de arrancar de allí para el asalto, es:

—¡Y bombazo que te crió!

Forman dos pequeños grupos, cuyo gozne es Trujillo, y se lanzan, corriendo encorvados, hacia el objetivo. Por sus flancos avanzan también otras secciones. En el centro del movimiento de toda la compañía, Federico, de pie, no hace sino gritar e indicar con los brazos la dirección del ataque. Enjambres de balas zumbadoras cruzan el aire, de un lado a otro, pero ya ha disminuido mucho el trueno de los cañones.

De pronto, se ve al enemigo, que flanquea la paridera protegido por las piedras de una cerca medio derruida, huir desordenadamente hacia su retaguardia. Entonces, Trujillo avanza él solo a pecho descubierto y tira la primera bomba de mano, que va a estallar junto a la puerta del refugio enemigo, e inmediatamente aparece en su oscuro cuadro la figura de un soldado con las manos en alto. Los hombres de Trujillo hacen intención de arrojarse en masa sobre la presa, pero él se lo impide, gritándoles:

—¡Alto! ¡Quietos! —y, cuando ellos le miran expectantes, sin comprender, añade—: ¿No veis que puede ser una trampa? Estos cabrones son capaces de todo.

Le obedecen, aunque a regañadientes, y él, de nuevo solo, da unos pasos en dirección al soldado enemigo, ordenándole:

—¡Salir, macarronis! —acompañando sus palabras con expresivos gestos.

El otro comprende y sale fuera. Detrás de él, y en fila, se adelantan más soldados, todos ellos con los brazos en alto. Entonces Trujillo se vuelve a su tropa y le grita:

—¡Ahora!

Los italianos presentan un magnifico aspecto en comparación con los milicianos que se les vienen encima. Todos aparecen bien vestidos, bien calzados y bien alimentados. Sin duda han dormido tranquilamente aquella noche dentro de la paridera, porque entre sus cabellos revueltos se advierten muchas briznas de paja. Al acercárseles sus vencedores gritando jubilosamente, se echan a temblar y muchos se ponen de rodillas, temiendo ser fusilados inmediatamente. Pero, de momento, los soldados republicanos no se preocupan más que de sus impermeables y, sobre todo, de sus botas. Por señas y a tirones los obligan a entregarles esas prendas mientras las víctimas salmodian quejumbres ininteligibles. En seguida forman un solo grupo vencedores y vencidos. Mientras algunos de sus compañeros penetran en la paridera, los demás, sentados en el suelo, se entregan a la faena de cambiar de calzado. Por unos momentos, la guerra queda olvidada, aunque sigan envueltos en el torbellino de su horrísono clamor.

Los prisioneros, atónitos, ven cómo sus enemigos, hambrientos y desharrapados, se arrojan unos sobre sus ropas y otros sobre sus macutos. Ya salen algunos del refugio para ganado comiéndose sus salchichas, su chocolate y su pan… Hasta el mismo jefe de ellos, Trujillo, pide algo de comer a uno de sus hombres… Luego son sometidos a un interrogatorio rápido y, a veces, incoherente:

—¿Por qué habéis venido a tirar tiros a España?

—¿Qué pensabais, italianinis, que Madrid es Addis-Abeba?

Los así interpelados no saben qué contestar, pero al ver que algunos les apuntan con el fusil, vuelven a sus súplicas y a sus contorsiones lastimosas. Trujillo pone fin a la lamentable escena haciendo bajar las armas a sus soldados y preguntando a los prisioneros:

—¿Y vuestro jefe? ¿Dónde está vuestro jefe?

Los italianos se miran entre sí, indecisos, hasta que uno de ellos indica por señas el interior de la paridera. Entonces le hacen coro los demás con gestos cada vez más vehementes.

—¡Coño! —exclama Trujillo—. A ver si está aplastado ahí dentro y no lo habéis visto ninguno…

Dos o tres de los soldados que le escuchan se lanzan al interior de la rústica construcción. Sigue una pausa y, de pronto, se oyen dentro chillidos, mezclados con exclamaciones de júbilo y carcajadas:

—¡Hala, jabato!

—¿Tienes canguelo, eh?

Y uno de los que aguardan fuera dice, con la boca llena de pan y salchicha:

—¡Ya lo han trincado! No le arriendo las ganancias.

En efecto, a los pocos segundos aparece un soldado republicano tirando de las negras barbas a lo Italo Balbo pertenecientes a un apuesto y orondo sargento mussoliniano. Un camarada de aquél le empuja por detrás con el cañón de su fusil.

—Se había enterrado en la paja el maricón —explica el que le tira de la perilla.

Con olvido de los demás prisioneros, los vencedores se abalanzan sobre el sargento. Todos quieren tirarle un poco también de los pelos de la barba. En un santiamén lo dejan sin botas, sin pantalones y sin la gruesa zamarra. Alguien, golpeándole los glúteos, bromea:

—¡Vaya ancas, compañero!

Luego sigue un chorro de insultos y, al fin, las amenazas:

—¡A éste hay que ajustarle las cuentas ahora mismo!

—¡A la pared con él!

—¡A apiolarlo!

Trujillo observa en silencio, inmóvil y cruzado de brazos, la áspera broma de sus hombres a costa del sargento, sin perder tampoco de vista a los demás prisioneros, que también ríen, pero que se quedan paralíticos de miedo cuando su compatriota, medio desnudo, es arrastrado junto al muro de la choza. Ni aun entonces cambia de expresión Trujillo ni hace ningún gesto para impedir la consumación del sacrificio. El prisionero, por su parte, aunque ni grita ni pide misericordia, no aparta de los suyos sus ojos, negrísimos y húmedos, en cuya mirada se trasluce un desesperado llamamiento a su piedad. Trujillo permanece insensible.

Ya está de rodillas junto a la pared, con las manos atadas atrás por la correa de su cinturón… Sus aprehensores se apartan unos pasos de él y empuñan los fusiles… Y el sargento sigue mirándole, y él parece paralizado…

—¡Apunten! —grita un soldado.

Entonces reacciona.

—¡Alto! ¿Quién ha dado la orden?

Pero ya es tarde. Antes de que él pueda interponerse entre sus hombres y la víctima suenan unos disparos y el sargento cae de lado, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Trujillo se encara entonces con los que han disparado.

—Esto que habéis hecho es de cobardes —les apostrofa.

Sigue una pausa. Trujillo jadea. Uno de sus hombres dice al fin:

—Es un sargento, no es un soldado engañado. Otro añade:

—¿Por qué vino voluntario a matar españoles? Había que darle un buen susto, para que escarmiente.

Trujillo, que parece embarazado, sin saber qué determinación tomar frente a sus hombres, al oír la palabra escarmiento se vuelve a mirar a la víctima y se queda asombrado al comprobar que, tirada como está en el suelo, aparece sin ninguna mancha de sangre, y le mira de nuevo con sus ojos negrísimos.

Suenan unas carcajadas a sus espaldas, pero en ese mismo instante llega corriendo Federico, pistola en mano, quien de una rápida ojeada se da cuenta de lo está sucediendo allí.

No pregunta nada, sino que, dirigiéndose a todos, ordena:

—Que sólo se queden una pareja y un cabo para guardar a los prisioneros. Los demás, ¡adelante! ¡Vamos, compañeros!

La tropa obedece inmediatamente y Federico tiene que retener casi a la fuerza a dos soldados y un cabo para que se queden de guardianes de los italianos apresados.

—Meterlos en la paridera y esperar. Pero que no se os ocurra tentarles siquiera el pelo de la ropa. ¿Estamos?

Mientras, los demás corren, desplegados, en persecución de un enemigo que, sorprendido y agarrotado por el barro y la lluvia, se quiebra por todas partes.

—Creí que se lo habían cargado —murmura Trujillo al ver cómo se levantaba el sargento mussoliniano y entraba en la paridera, empujado por sus guardianes y sin dejar de lamerle con su mirada húmeda.

Federico, riendo, le da unos golpecitos en la espalda al tiempo que dice:

—Sí, son unos cachondos, pero no hay tiempo ahora para cachondeos. ¡Vamos! A ver si los obligamos a volver con la lengua fuera hasta Roma…

Y echan a correr detrás de sus hombres, que ya se aproximan a la carretera.

Abrió los ojos bruscamente. Encarna le miraba sonriendo.

—¿Qué, dormías?

Se restregó los ojos.

—El caso es que te oía andar de un lado para otro… Luego se desperezó, estirando los brazos y bostezando.

—Esta maldita guerra —prosiguió diciendo después— que la lleva uno metida en la sangre como un veneno… ¿Será posible que algún día vivamos en paz?

—Tienes razón. Nos va a parecer mentira, desde luego —suspiró, más que dijo, Encarna—. Pero creo que nunca volveremos a lo de antes, ¿no es verdad?

—¿Cómo a lo de antes? ¿Qué quieres decir? Encarna se encogió de hombros.

—Pues, hombre, a que haya de todo en las tiendas y se acaben las colas y el racionamiento, a que los chicos puedan ir al colegio sin peligro, a que se pueda andar por las calles sin miedo a los tiros y a los obuses, a que esté todo iluminado por las noches y haya bailes y la gente se divierta, a que… Bueno, la vida normal.

Trujillo miraba a su mujer gravemente. Ella se quedó callada y aprovechó la breve pausa para echarse hacia atrás algunos mechones sueltos que le caían sobre la frente.

—No sé si volverá eso —dijo al fin él—. Puede que nosotros no lo veamos. Seguramente, nosotros…

Ella se alarmó.

—¿Qué no lo vamos a ver? Entonces, ¿qué va a ser de nosotros?

Él trató de calmarla con un gesto y luego le acarició una mejilla.

—No te asustes, chata. No nos va a pasar nada malo. Sólo que… ¿No te gustaría que nos fuésemos, tú, los chicos y yo, a vivir a algún país de América?

Encarna se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Qué dices? ¿Irnos a América? —y como Trujillo afirmase, sonriente, con un movimiento de cabeza, tornó a preguntar—: ¿Cómo?, ¿cuándo?

—¿Te gustaría? Di sí o no.

Ella vacilaba, dudaba.

—Ya hemos hablado de ello algunas veces… —agregó Trujillo.

—Sí, pero como de un imposible.

—Pues ahora va en serio, Encarna.

Ella le preguntó entonces, tímidamente:

—Esto se acaba, ¿verdad? Hemos perdido, ¿no es así? Esperó con ansia la respuesta, espiando con su inquieta y punzante mirada hasta el más leve gesto del hombre, intentando llegar así hasta el fondo de su corazón.

—Verás… Puede decirse que hemos perdido, pero puede decirse también que no hemos perdido del todo… Ella movió la cabeza dubitativamente.

—No te entiendo —murmuró.

—Pues está claro, tonta. Ellos han llegado al final con más medios que nosotros, pero también están cansados de guerra. Para qué vamos a hablar de quién ha tenido la culpa de todo lo que ha pasado… ¿No lo comprendes?

Encarna negó con la cabeza.

—No sé adónde quieres ir a parar.

Trujillo hizo un gesto como queriendo dar a entender a Encarna que la respuesta era obvia.

—Ahora se ha hecho lo de Casado para negociar con Franco el final, mujer.

—¿Y tú crees que Franco…?

—Sí, porque también le conviene. Si nos plantásemos, todavía habría mucho que hablar…, y ¿qué necesidad tiene el vencedor de complicarse la vida a última hora, eh? A enemigo que huye, puente de plata, ¿no es eso? Pues en eso consiste todo: en que nos dé tiempo para marcharnos los que queramos irnos, que vamos a ser muchos, pero en buenas condiciones y no como se hizo la evacuación de Cataluña. ¡Menudo quebradero de cabeza que le quitamos con desaparecer de aquí! ¿Qué iba a hacer con nosotros? ¿Fusilarnos? Somos muchos. ¿Meternos en la cárcel? Pues no iba a necesitar cárceles ni nada… Además, tendría que darnos de comer, aunque fuera poco… No. No creo que esté por ésas. Nos dejará marchar. Pero para ello necesitamos barcos, y los tendremos, ya lo verás. Así que ya puedes ir preparando las cosas. Pocas. Sólo alguna ropa. Por eso no me importa quemar los muebles. Ya haré otros nuevos allí donde vayamos a parar.

Encarna escuchaba atentamente sus palabras. Las sorbía. Como le daba en pleno rostro la dudosa luz de la ventana, sus negros ojos parecían más grandes y como iluminados de esperanza. Sus gordezuelos labios, entreabiertos, temblaban. A veces se los humedecía con la punta de la lengua y, a veces, los cerraba para tragar saliva.

—¿Y dónde crees tú que iríamos a parar? —murmuró cuando su marido cesó de hablar.

—Yo prefiero Méjico. Los mejicanos son los más parecidos a nosotros, me creo, y además allí hay un ambiente social muy semejante al que nosotros buscamos. Pero cualquier país de aquéllos es bueno: Argentina, Chile, Venezuela… ¡Hay tantos!

Ella afirmó vehemente con la cabeza. Luego dijo:

—Pero no tenemos una perra…

—¡Y qué importa eso! —exclamó él—. Soy ebanista y he trabajado toda mi vida. Así que…

Encarna sonrió.

—Es verdad. Tú tienes muy buenas manos. Y yo también.

Se miraron alegremente, ilusionados. Después él atrajo hacia sí la cabeza de ella y, mientras le acariciaba los cabellos, prosiguió hablándole de América, de aquella América que les esperaba y donde, en su opinión, el trabajo valía más que nada y la libertad era, para los hombres, como el aire para los pájaros.

—¿Y qué va a pasar ahora?

El hombre había suspendido la lectura del periódico y miraba atentamente los rostros de los que le rodeaban. Se hizo un corto silencio, a favor del cual pudo oírse el rumor de los demás grupos en los que alguien leía también en voz alta las noticias de La voz del combatiente.

—Yo no me creo una sola palabra de todo lo que dice este papelucho. Si a los de la junta no les queda más que el Ministerio de Hacienda, ¿por qué suenan tantos tiros? A mí me parece que no debe irles muy bien la cosa a los chinos, por mucho que digan —comentó uno de los oyentes.

—Eso mismo pienso yo. Habréis visto que ya no traen más prisioneros y que, además, ya no nos insultan tanto —opinó un tercero.

—Y se han llevado a pegar tiros a casi todos los que tenían concentrados aquí para guardarnos. No han quedado más que algunos soldados de la plana mayor, que están que muerden porque tienen que pasar todo el tiempo de centinelas —remachó el que hablara primero, añadiendo—: Si le echáramos nosotros un poco de coraje a la cosa, podríamos marcharnos de aquí en cuanto quisiéramos.

—¡Ni hablar de eso! —le interrumpió el que había leído el periódico—. Buena gana de jugarse la piel a última hora. ¿No nos han cogido ellos? Pues que sean ellos los que nos suelten por las buenas.

—Bueno, eso no estaría mal si pudiéramos resistir tanto tiempo sin comer —dijo otro, bostezando al tiempo que hablaba.

El bostezo contagió a los demás, circulando de boca en boca repetidas veces. Uno de ellos dijo después: Yo no tengo ya ni aire en las tripas.

Había varios corros como éste en el antiguo jardín del chalé, sentados en el suelo. El aspecto de los hombres era deplorable: demacrados, sucios, ateridos. Llevaban varios días sin afeitarse y casi sin comer. Como también se les agotaron muy pronto sus parvas provisiones de tabaco, pronto fueron desapareciendo los periódicos que les habían distribuido sus aprehensores, rotos en pedazos para ser convertidos en cigarrillos que ahumaban los ojos y lijaban la garganta.

El pequeño garaje había sido convertido en letrina general, adonde acudían, formando a veces cola, no sólo los atormentados por dolores de vientre, sino los sedientos, pues el suministro de agua dependía del pequeño grifo oxidado que en otro tiempo debió de ser utilizado para lavar los coches. En su suelo de cemento, el agua derramada, los orines y los excrementos habían formado una pasta escurridiza que ya se desbordaba sobre el jardín, impregnando el ambiente de un hedor nauseabundo.

En uno de los corros estaban Federico Olivares y julio Cubas, en cuyos rostros se advertían igualmente las grietas y las sombras del agotamiento. La voz del combatiente, editada por los comunistas, donde se decía que el general Miaja se había fugado, que los de Negrín dominaban toda la zona republicana, que a la junta de Casado no le quedaba más reducto que los sótanos del Ministerio de Hacienda, que las fuerzas de Mera no habían logrado penetrar en Madrid y huían hacia los montes de Guadalajara, apenas merecieron algunos despectivos comentarios.

—Si fuera cierto todo eso que dicen, ya estarían aquí la Pasionaria y Negrín. ¿Por qué no se dejan ver? Para mí que la cosa les va muy mal.

—Bueno, y si es así, ¿por qué siguen?

—A ver qué remedio les queda —arguyó Cubas, y sus ojos le brillaban como si tuviera fiebre—. Tienen que seguir hasta que no puedan más y empiece la gente a írseles de las manos. Ellos no pueden cejar ya. Es demasiado tarde.

Nadie le replicó y, tras una larga pausa, preguntó uno:

—¿Y qué, pensarán dejarnos también esta noche sin suministro?

Iba oscureciendo. Los hombres, sin esperanzas ya de recibir algún alimento, empezaban a buscar el arrimo de las paredes para pasar la noche, cubriéndose lo mejor que podían con sus capotes o sus zamarras. Al otro lado de las verjas, los centinelas, igualmente hambrientos y cansados, parecían dormitar sentados en el suelo y con el fusil cruzado sobre las piernas. Cuando alguno de los prisioneros se asomaba para echarles en cara su comportamiento o para reclamarles comida, levantaban perezosamente la cabeza, miraban como obnubilados al interpelante o protestón y luego se encogían de hombros.

Olivares se levantó y fue andando lentamente hasta la frontera que señalaban los hierros de la verja. Se sentó a medias en el pretil y siseó al centinela más próximo, murmurando seguidamente:

—¡Camarada!

El centinela levantó los ojos hacia él, le contempló en silencio un instante y dijo luego, con acento despectivo:

—¿Camarada de qué? Anda, cállate, paisano.

—No soy paisano, hombre. Es que el follón me ha cogido estando con permiso.

—Pues jódete.

—Bueno —insistió Federico amistosamente—, no se trata ahora de discutir. Ya es hora de que dejemos de pelearnos, porque ni tú ni yo tenemos la culpa de lo que está pasando, ¿no?

Los demás centinelas, separados entre sí sólo por unos cuantos pasos, abandonaron su actitud de indiferencia y se dispusieron a escuchar. El interlocutor de Federico se le había quedado mirando estólidamente.

—Ni tus camaradas tampoco —añadió Federico en el mismo tono.

—Entonces, ¿qué quieres decir? Tú eres cenetero, ¿no?

Federico sonrió.

—Y qué más da para lo que yo quiero decirte. Quería pedirte un favor.

—¿Un favor? —y se quedó con la boca abierta.

—Sí, hombre, un favor que no se le niega a un condenado a muerte —hizo una pausa, pero como viera que el centinela le miraba cada vez más receloso, añadió—: ¿No tienes siquiera medio cigarrillo que darme? Llevo mucho tiempo sin fumar, y estoy que rabio.

En ese mismo instante, otro de los centinelas acababa de encender un delgadísimo pitillo y saboreaba el humo voluptuosamente. El interlocutor de Federico rió de mala gana y dijo:

—Conque medio pito, ¿no? ¡Tú no eres cenetero ni socialero! ¡Tú eres un cara!

Federico, impertérrito, le replicó suavemente:

—¿Un cara porque te pido medio cigarrillo? ¿Es que nosotros no tenemos derecho a fumar?

—Claro, hombre; claro que sí —intervino otro de los centinelas, diciendo después a su camarada—: Anda, dale medio pito.

—¿Qué le dé medio pito? ¿Y por qué no se lo das tú?

—¡Leche! Ahora lo vas a ver —dijo el otro, poniéndose en pie—. Si tú te encontraras como él, ya veríamos cómo pensabas entonces.

Dejó el fusil apoyado contra la pared y se acercó a Federico. Tendría unos treinta años. Le faltaba la mitad del cartílago de la oreja derecha y cojeaba al andar.

—Es que estos novatos no saben lo que es la vida —dijo mientras medía con la vista un cigarrillo que acababa de sacar de uno de los bolsillos de su cazadora, sin duda para dividirlo en dos partes iguales. Pero lo pensó mejor y se lo dio entero a Federico, diciendo: Toma, para ahora y para luego, qué leche.

—Gracias, hombre —y cuando se lo hubo cogido, añadió—: Seguro que hemos combatido juntos por ahí.

El centinela movió la cabeza afirmativamente.

—Lo más fácil —dijo—, porque yo he estado en casi todos los tomates gordos: Brunete, Belchite, Guadalajara…

—¿Lo ves? Yo también he estado en Brunete y en Guadalajara. Y también en Teruel.

—Ah, coño. Esta oreja se la llevó una bala en Brunete, y en Teruel se me helaron los pies y tuvieron que cortarme dos dedos del derecho. Lo que tú acabas de decirle a ése —y señalaba al que no quiso desprenderse de medio cigarrillo— es la pura verdad. ¿Qué culpa tenemos ninguno de los que estamos aquí de que haya tantos mandrias, emboscados y traidores? Ninguna. ¿Y de lo que pueda pasar mañana? Tampoco, digo yo. Pues entonces… ¡Bah!

Iba a volverse a su sitio, pero Olivares, fiado en su espontaneidad y franqueza, le susurró:

—¿Es que ocurre algo? Quiero decir…

El otro se agachó rápidamente como para atarse bien los cordones de la bota correspondiente al pie mutilado, mientras mascullaba:

—Fuerzas de la junta han entrado por Arganda… Federico dijo entonces, en voz alta:

—¿Y vamos a pasar la noche sin probar bocado, camarada? El centinela continuó atándose los cordones de la bota con mucha cachaza. Luego, enderezándose, contestó:

—De eso no se sabe nada. Yo tengo tanta hambre como tú.

—Pero no se puede tener a la gente tanto tiempo sin comer.

El otro le guiñó un ojo.

—Nosotros ya hemos hecho todo lo que podíamos: mandar un enlace al comandante para que nos diga lo que tenemos que hacer. Así que… Yo creo que… En fin…

Y volvió a guiñar el ojo. Después se dirigió a su sitio, cogió de nuevo su fusil y se sentó con él entre las piernas. Sus camaradas se replegaron a su indiferencia anterior y el silencio, como una gran pesadumbre, se abatió otra vez sobre prisioneros y guardianes. El viento frío, que soplaba a rachas, traía de cuando en cuando el eco de ráfagas de ametralladora y de disparos sueltos desde los confusos confines de la ciudad, ya envuelta en sombras. Sólo a poniente quedaba una estrecha franja cárdena en el cielo, como si fuera el resplandor de un incendio agonizante.

Federico se apartó de la verja y se reintegró a su grupo, y apenas se hubo sentado junto a Cubas, enseñó a todos el cigarrillo, diciendo:

—Me lo ha dado un centinela.

Excepto Cubas, que permaneció inmóvil y callado, los demás se animaron súbitamente.

—Nos darás siquiera una chupadita, ¿no? —preguntó uno, restregándose las manos.

—Naturalmente —contestó Federico—, pero me reservo el derecho de empezarlo y terminarlo. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —le contestaron.

Lió el pitillo y le prendió fuego con el chisquero que ya otro había encendido previamente, y le dio la primera chupada, tan profunda y ansiosa que se le desprendieron algunas briznas chisporroteantes. Lo cedió después y comenzó la ronda. El cigarrillo fue pasando de mano en mano y de boca en boca, en silencio y en medio de una especie de éxtasis colectivo, hasta que, finalmente, lo retuvo su dueño, cuando ya no se podía cogerlo más que con las puntas de las uñas. Federico se dispuso a rematarlo, pero entonces oyó una voz temblona que soplaba en su oreja:

—Compañero, por lo que más quieras, una chupadita…

Al girar la cabeza, se encontró con varios rostros que le miraban suplicantes, relamiéndose los labios. Ni lo dudó siquiera. Dio la colilla al más próximo e, inmediatamente, aquellos hombres formaron corro en torno al afortunado, soplando delicadamente para que no se extinguiera aquel puntito de fuego prometedor de tanta delicia. Las cabezas se estrecharon y dentro de su cerrado círculo se oyeron jadeos y gruñidos.

—¡Dame!

—Espera, hombre.

—Que me quemo.

—Venga ya, hombre.

Cubas, que observaba atentamente la singular escena, dijo entonces:

—No me puedo explicar que el tabaco vuelva así de idiotas a los hombres…

—Que no te lo explicas, ¿eh? Que qué tendrá el tabaco, ¿no? Pues yo te lo voy a decir —le contestó un oficial que estaba enfrente de él—. Verás. Yo tenía a mi gente desesperada porque andábamos mal de tabaco. Con la ración que nos daban no teníamos ni para un día y, claro, el enemigo, que lo sabía, aprovechaba la ocasión para hacer propaganda, poniéndonos los dientes largos y desmoralizando a la gente. Nosotros por nuestra parte sabíamos que ellos andaban mal de papel de fumar y de ropa interior y que por todo el frente se hacían intercambios entre unos y otros, En vista de ello, pensé yo hacer otro tanto y le dije a uno de nuestros escuchas que hablara con el del enemigo y le propusiera que subiese una noche el jefe de su sección para un intercambio. Y así fue. Yo ocupé el puesto del escucha y al rato oí que me decían: «¿Estás ya ahí, rojillo?». «Sí, facha», contesté yo y le pregunté: «¿Eres tú el jefe de la sección?». No teníamos entre los dos más que un matorral. Hacía una noche muy oscura. A treinta o cuarenta metros detrás de cada uno estaban las respectivas trincheras. El facha me dijo: «Sí, soy el alférez que manda la sección. ¿Y tú?». «Yo soy el teniente». Y él: «No me harás ninguna cabronada, ¿eh?». «Descuida, hombre». Pasó un rato en silencio. Luego oí que arrastraba algo por el suelo y que me decía: «Aquí tengo el tabaco. ¿Has traído tú el papel de fumar y las camisetas?».

«Pues claro. Aquí están. También quisiéramos algún bote de leche». «Está bien». Otra vez nos quedamos callados porque sonaron en aquel momento unos tiros en la vaguada. «Rojillo, ¿qué es eso?». «No te preocupes. Es que he dejado dicho que hagan un poco de ruido por ese lado para llamar la atención hacia allí y así nos dejen tranquilos». Yo creo que estuvo tentado de marcharse por desconfianza. Por si acaso, yo hice ruido y me dirigí a gatas a donde él estaba. El puñetero tenía la pistola amartillada. «Oye tú, que yo no traigo armas». Eso le tranquilizó. Se guardó la pistola y nos sentamos juntos, cada cual con su saco. «¿Empezarnos?». «Sí, venga». Cuarterones de tabaco y botes de leche, por un lado, y papel de fumar y camisetas, por otro. No hablamos ni una palabra, pero después que hicimos el canje, yo le pregunté que de dónde era. «De Teruel. ¿Y tú?». «Yo soy de Socuéllamos». Movió la cabeza y entonces pude verle la cara. Era muy joven, casi un chaval. Yo entonces le pregunté que por qué peleaba. «Coño, ¿y tú?», me retrucó él. «Pues está bien claro: por la libertad y la independencia de España». Y el muy cabrón se echó reír. «¿Por qué te ríes?». «Pues porque yo lucho por lo mismo: por librar a España de rusos y comunistas». «Ay, qué leche. ¿Y qué me dices de los italianos y de los alemanes? Nosotros luchamos también por otras cosas». «Ya, también dirás que por la revolución». «Pero, leche, ¿quién te lo ha dicho?». «Pues yo también». «Mira —le dije, cabreado—, el pueblo somos nosotros y la verdadera revolución es la nuestra. Estamos hartos de ricos y de señoritos, de gente que no trabaja y vive como Dios mientras que los que se calientan el lomo trabajando apenas pueden comer más que migas». «¡Cuentos!». «¿Cómo que cuentos?». «Y tanto que son cuentos. Si estáis pasando más hambre que nunca los tontos como tú… Pero a que vuestros jefazos y vuestros comisarios se dan la gran vida…»- «Oye, que los comisarios que yo conozco las pasan tan canutas como cualquiera. Si pasamos hambre es porque estamos en guerra. Después será diferente». «Pero si la tenéis perdida… ¿Por qué no os entregáis?». No nos podíamos poner de acuerdo, y nos callamos. Habían cesado los tiros y todo el frente estaba en silencio. A poco, oímos unos pasos. «Vienen a relevarme», dijo el alférez. «A lo mejor nos vemos algún día por ahí, muchacho». «Puede, y también puede ser que cualquier día nos matemos». «También es verdad. La guerra es así. ¿Cómo te llamas?». Me dijo su nombre, yo le dije el mío y nos dimos la mano. Después yo me volví a mi sitio. Oí cómo le relevaban y también la consigna. Cuando se marchó el alférez, dije en voz baja al nuevo: «¿Ya estás ahí, faccioso?». «Calla, rojillo». «Bueno, ¿pero te estarás quieto cuando me releven?». Y él me dijo con cachondeo: «¿Es que tienes miedo?». «Claro, ¿no oyes cómo lloro?». «Me estaré quieto, descuida». Me relevaron sin novedad. ¡La que se armó cuando me vieron con tanto tabaco mis muchachos! Fue una noche feliz. Yo creo que no durmió nadie, dale que te pego a fumar un pitillo tras otro. ¿Qué que tiene el tabaco, eh? —repitió, dirigiéndose a Cubas—. Pues mira, a partir de entonces se repitieron los intercambios hasta que mi gente se quedó sin camisetas y sin calzoncillos. Y eso mismo pasaba en casi todos los frentes.

—Los de las brigadas de choque no teníamos tiempo ni ocasión para esos cachondeos —intervino otro—. Sólo hablábamos con el enemigo a tiros. Bueno, una vez, en el frente de Castellón… Habíamos tenido un combate muy duro el día anterior. Los requetés atacaban con furia y nosotros nos defendíamos bien. En el descanso, nos gritaron desde la otra parte: «Rojillos, mañana comeremos paella en Castellón». Coño, nos hizo gracia, y como teníamos preparada una gran paella con conejo, les dijimos que no lo dejasen para tan tarde, que si no tenían miedo podían venir algunos a probar la nuestra. Ah, pues lo tomaron en serio. «¿Nos dais palabra de que nos dejaréis libres después?». «¡Palabra que sí!». Les dijimos por dónde tenían que venir y, ole sus redaños, acudieron dos alféreces y un sargento. ¡Tan campantes! Les hicimos taparse las insignias para que algún mierdoso no metiera la pata y los llevamos con nosotros, como si tal cosa, al puesto de mando del batallón. El comandante y el comisario ya lo sabían, como es natural, y estaban conformes. ¡Se hincharon de paella! Ellos estaban muy contentos porque creían que la guerra era ya sólo cosa de pocos días… Yo les pregunté si habían visto muchos rusos entre nosotros y uno de ellos, riendo, va y me dice: «¡Qué rusos ni qué leches!». «Entonces, ¿por qué habláis tanto de que estamos invadidos por los rusos?». El fulano era espabilado, el más espabilado: de todos ellos, y simpático. «Hombre, algo hay que decir. Si no fuera por todas esas cosas, ¿cómo sería posible que nos estuviéramos matando los unos a los otros? La guerra es así». Ya os he dicho que el tío era de los listos. Bueno, bebieron hasta que el vino casi se les salía por los ojos, y ya era de noche, entre dos luces, cuando los acompañamos hasta sus líneas. Y para que veáis lo que son las cosas y los sinfustes que han ocurrido en nuestra guerra. Al día siguiente, nos echaron los tanques encima y nos achucharon tan fuerte que quedó copado más de medio batallón. Que nos hicieron prisioneros, vaya. Eso fue al caer la tarde. Después de desarmarnos nos mandaron formar para montar en unos camiones y llevarnos a retaguardia. Entonces me di de cara con uno de los alféreces que había estado comiendo la paella con nosotros. No hizo ningún gesto, pero me gritó: «Eh, tú, ven aquí». Había bastante barullo. Todo eran prisas y órdenes y, además, la noche se nos echaba encima. Yo, la verdad, estaba bastante mosca, pero me acerqué a él. «Sígueme». Y le seguí. Y al llegar a una acequia se paró y, después de comprobar que no nos vigilaba nadie, fue y me dijo: «Quítate las insignias y echa a andar, despacio, siguiendo la acequia. Procura que no te vea nadie, claro, pero si te descubren, dices que vas a llevar un parte del alférez Rodrigo. Tú dices mi nombre porque lo has oído mentar y te inventas lo que sea, pero si te cazan, ni mus de todo esto. ¿Entendido?». «Hombre, claro». Le di las gracias y él me guiñó un ojo. «Hala, que Dios te guarde. A ver si nos comemos pronto otra paella juntos». Y me salvé. Bueno, todavía no, sé si me he salvado del todo. Luego me enteré que unos oficiales de Regulares habían estado también de juerga con gente nuestra en una casa de niñas de Castellón… ¿Tiene mandanga la cosa o no?

Se había hecho completamente de noche y los rostros de los hombres apenas eran unas manchas pálidas en la oscuridad.

Al terminar su historia el de las brigadas de choque, hubo un largo silencio que interrumpió, al fin, Cubas:

—Somos el mismo pueblo y es natural que en muchos trances unos y otros nos hayamos comportado con humanidad. Pero no hay que engañarse, el que manda, manda, y ese mismo alférez te fusilaría mañana si lo ordenasen. Sintiéndolo mucho, a lo mejor, pero te fusilaría, no lo dudes.

—Bah, yo creo que, a fin de cuentas, uno de los bandos tiene que ganar y el otro tiene que perder, y que luego los dos tendrán que seguir viviendo juntos —le contradijo el de las brigadas de choque.

—¿Vivir? —preguntó Cubas.

—Pues claro que vivir. No pensarás que el ganador va a matar hasta el último mono de los del bando contrario. Si acaso, a los jefes.

—¿Quéréis callaros? Ni que estuviéramos en un funeral —estalló Federico.

—¿Y qué otra cosa es esto? —le preguntó Cubas.

Hubo una pausa. Los demás escuchaban en silencio y con gran atención lo que decían sus compañeros. En los demás grupos hacía ya rato que no se hablaba. Al cabo, dijo el de las brigadas de choque:

—Yo creo que a la revolución la matamos nosotros mismos hace ya bastantes meses.

—Eso no es cierto —replicó Olivares—. La revolución no puede morir.

—Entonces…

El de las brigadas de choque no concluyó la frase. El silencio de los demás fue para Federico una aprobación tácita, pero llena de dudas. Prosiguió:

—Pase lo que pase, nuestro país ya no volverá a ser el de antes. Y, si no, al tiempo. Claro que si ellos ganan la disputa, nosotros, individualmente, tal vez lo perdamos todo.

—Pues eso es lo que más me importa ahora —dijo el de las brigadas de choque.

—A mí, no —replicó Cubas, con voz grave—. En ese sentido, yo ya lo perdí todo.

—Yo soy joven todavía y tengo mujer e hijos. ¿Qué va a ser de ellos y de mí? Trabajar no me importa. No he hecho otra cosa en mi vida. Pero ¿nos dejarán trabajar?

—Aún queda mucho que hablar —replicó otro al de las brigadas de choque—. Vamos, digo yo.

—Exacto —puntualizó Olivares—. La esperanza es lo último que se pierde.

Siguió otro silencio y, de pronto, se oyeron los bufidos y la chatarrería de un camión que se acercaba.

—¡El suministro! —gritó alguien entre las sombras.

Fue como un toque de corneta que hizo ponerse en pie y correr hacia la verja a todos aquellos hombres exhaustos y medio traspuestos por la inanición.

—¿Qué? —preguntaba alguno, todavía inconsciente.

—¡El suministro, hombre!

—Pero ¿quién lo ha dicho?

—¿No oyes el camión?

Y otras voces:

—¡Nos van a dar chuletas con patatas fritas!

—¡Cállate, mamón!

—Ya verás, ya verás cómo nos chorrea la pringue…

—¿Quieres callarte?

Olivares y Cubas se habían quedado solos. Entonces sopló aquél al oído de éste:

—Las fuerzas de la junta están luchando ya en Madrid. Cubas gruñó:

—Déjate de bromas, Federico.

—No es ninguna broma. Me lo ha dicho antes el centinela con disimulo. Se ve que los chinos han empezado a batirse en retirada.

—¡Hostias! Entonces todavía hay tiempo.

—¿Tiempo de qué?

—De ajustarles las cuentas a los otros, hombre.

Los envolvía el griterío de los hambrientos; pero, de repente, se hizo el silencio.

—Ven, vamos a ver qué pasa —y Olivares cogió del brazo a Cubas.

Poniéndose de puntillas pudieron ver entonces, por entre las cabezas de los que se hallaban delante de ellos, las luces del camión, amortiguadas por trapos rojos. El vehículo acababa de detenerse tras un ronquido y de su cabina saltó un hombre con gorra de plato, e inmediatamente ordenó a los soldados que venían en la plataforma, con inequívoco acento catalán:

—¡Abajo todo el mundo!

Olivares y Cubas se miraron.

—¿No es ésa la voz de Casanova? —murmuró aquél.

—Claro que lo es —contestó Cubas sin dudarlo.

Entretanto, se habían reunido en torno al oficial los soldados que vinieran con él y los centinelas. Después de cruzar algunas palabras con ellos, el de la gorra de plato se volvió a los prisioneros para gritarles:

¡Venga, a formar en grupos de a diez! Se darán a cada grupo cinco chuscos y tres botes de carne. Que venga uno de cada grupo a recoger los víveres. ¡De prisa! Cuanto más tardéis en formar, más tardaréis también en comer. ¡Y fuera de la verja! Allá, al fondo.

Los prisioneros obedecieron sus órdenes rápidamente, no sin un poco de barullo y confusión. Y empezó el desfile. Los víveres eran entregados a través de la verja. Entre los jefes de grupo se hallaba Federico y, cuando le tocó su vez, llamó al oficial que mandaba fuera:

—¡Casanova!

El aludido no pudo distinguir, sin embargo, quién era el que le llamaba por su nombre. Por eso preguntó.

—¿Quién me llama?

—Yo, Federico Olivares.

—¡Olivares! —exclamó Casanova—. Collons, yo te hacía con Mera…

Le hizo una seña para que se apartase de los demás y se acercó después a él, diciendo:

—De forma que tú también lo supiste a tiempo, ¿no?

—Sí, justo cuando iba a salir para el frente. ¿Y tú?

—Nosotros veníamos oliéndolo unos días antes. Por eso tenía tanto empeño en que me dierais permiso de cuarenta y ocho horas —sonrió a medias y añadió—: Allí no tenía yo nada que hacer, ¿comprendes?

Olivares asintió con la cabeza y preguntó:

—Bueno, ¿qué noticias hay?

Pero Casanova, en vez de contestar, preguntó a su vez.

—¿Cuándo te cogieron?

—Al día siguiente de empezar este tomate, por la noche.

—¿Qué estabas haciendo?

—Había ido a acompañar a Matilde a su casa.

—¡Ah!

Los dos trataban en vano de escudriñarse los ojos. Tras una pausa, dijo Casanova, con un especial tono de voz: Olivares, eres un desertor.

—Igual que tú, Casanova.

Brillaron los dientes de Casanova.

—Es diferente. Yo tenía que impedir que aplastasen al partido.

—Pues ya ves: yo no he querido intervenir en nada.

—¿Qué no estás con Casado ni con Negrín?

—Mira, esta vez he podido optar y me he quedado fuera del juego. Sólo estoy contra los otros.

—Eso es muy cómodo, Olivares.

—Tal vez. Pero no lo he hecho por comodidad. Ha podido costarme la vida igualmente, y todavía no sé si me costará. Es que hace tiempo que no estoy conforme con la manera de llevar aquí las cosas. Ahora he podido plantarme, y me he plantado.

Siguió otra pausa.

—Bueno, ya hablaremos de eso, Olivares. ¿Hay algún otro conocido entre ellos? —Casanova señalaba la masa de prisioneros.

—Sólo Cubas.

—¡Ah, Cubas, claro! ¿Y Trujillo?

—No sé qué haya podido ser de él.

—Bien. Déjales la comida a ésos y veniros tú y Cubas hacia la puerta. Anda.

Y, sin esperar la réplica de Olivares, se retiró de allí. Olivares le obedeció y, después de entregar los víveres a los de su grupo, hizo que Cubas se sobrepusiese a su instintivo recelo y le acompañara, no sin refunfuñar:

—A ver si nos la juega a última hora…

Olivares guardó silencio. Se abrió la puerta de hierro y ambos abandonaron el jardín. En ese momento, Casanova ordenaba al sargento que había venido con él:

—En cuanto terminéis de repartir el suministro, relevas a los centinelas con la gente que hemos traído y mándalos a la base del batallón en el camión. Ah, y el suministro que sobre lo metes en el chalé. ¿Estamos?

—Vale, camarada —contestó el otro.

Cubas y Federico Olivares aguardaban en silencio. Casanova cogió después unas raciones y echó a andar hacia el chalé, diciendo al pasar junto a ellos:

—Vamos.

Penetraron en un pequeño túnel de arcos de hierro que debieron de sostener enredaderas en otro tiempo, separados por alambres espinosos del resto del jardín donde vivaqueaban los prisioneros, y llegaron al pórtico del hotelito, formado por dos columnas en las que descansaba el saledizo de una terraza. Casanova, que iba delante, decía:

—Fui agregado a este batallón y debía de estar aquí cuando llegasteis, pero no os vi ni lo supe, y a la mañana siguiente tuve que salir con el grueso de las fuerzas para ocupar los Nuevos Ministerios.

Entraron en una salita de estar, con butacas y divanes, una mesa y sillas, malamente iluminada por una bombilla enfundada en rojo. Sobre la mesa se veían platos sucios, vasos con resto de vino… Olía a humedad y a cuartel. Su suelo estaba sembrado de puntas de cigarrillos y papeles… Tabardos, macutos y capotes, cajas de munición y cintas de ametralladora, por aquí y por allá.

Casanova apartó de un manotazo los estorbos y dejó los víveres sobre la mesa. Luego se dejó caer sobre la silla que tenía más a mano.

—Sentaros —dijo, sin mirar a sus invitados, mientras sacaba y abría una navaja con abrelatas—. Lo primero ahora es comer. Llevo no sé cuántas horas sin probar bocado.

Olivares y Cubas arrastraron unas sillas hasta la mesa y se sentaron. Casanova abrió una lata de carne rusa en conserva. Después partió por medio tres panecillos y los rellenó con el contenido de la lata. Sus invitados le veían maniobrar en silencio y cruzando entre sí miradas interrogantes, hasta que Cubas, no pudiendo ya contenerse, le preguntó:

—¿Y qué vas a hacer después con nosotros?

Casanova continuó con la cabeza baja y en silencio hasta que hubo terminado su labor. Al fin alzó la cabeza para mirar rectamente a Cubas. Era joven, de rostro cuadrado, al que la barba de varios días endurecía aún más. Sus negros ojos eran penetrantes, enérgicos. Sus grandes dientes, muy blancos, brillaban frecuentemente entre sus cárdenos labios, casi siempre entreabiertos.

—Toma y come ahora —y dio a cada uno un panecillo.

Él fue el primero en hincarle el diente al suyo y pronto no se oyó allí más ruido que el de las mandíbulas de los tres. De cuando en cuando se encontraban sus ojos, pero se huían o se cerraban. De fuera llegaban las voces del sargento dando órdenes. A poco, entró un soldado llevando a rastras un cajón y un saco. Los dejó detrás de la puerta y volvió a la calle. Sonó el trepidante motor del camión.

Todavía siguieron durante un buen rato engullendo en silencio. También fue Casanova el primero en terminar. Entonces dijo, dando un suspiro de satisfacción:

—Ya sé que vosotros no tenéis la culpa de lo que ha pasado. Por eso podéis marcharos ahora mismo si queréis.

Olivares y Cubas dejaron de masticar y cruzaron entre sí una mirada. Aquél continuó encerrado en su mutismo, pero Cubas rehusó, diciendo:

—Preferimos esperar a que amanezca, si no te importa. Casanova se encogió de hombros.

—Como queráis. Podéis dormir aquí mismo.

Un bostezo largo y profundo deformó en sus labios la última palabra. Seguidamente se desperezó, abriendo los brazos en cruz y estirándolos hasta que le crujieron las articulaciones. Todo el terrible cansancio acumulado le corría ahora por los músculos como si fuera plomo.

—Llevo todo este tiempo —añadió— dando sólo alguna cabezada que otra.

Apenas podía sostener abiertos los ojos. Sin embargo, reaccionó inmediatamente, como si le hubieran chapuzado con agua fría, cuando le preguntó Cubas:

—¿Y qué piensas que va a pasar ahora, Casanova? Casanova se estremeció y sacudió la cabeza. Sus ojos se endurecieron.

—¿Qué que va a pasar? —y su mirada quedó momentáneamente limpia de las veladuras del sueño—. Que les vamos a ajustar las cuentas a los de la junta. Casado, Besteiro, Mera y todos los demás traidores tendrán que ser juzgados y condenados por el pueblo, como se merecen. Han querido entregarnos a Franco atados de pies y manos y…

—¿Y después? —le interrumpió Olivares.

Casanova le miró, perplejo. Luego, cerrando los puños, exclamó:

—¡Combatir hasta el fin!

Olivares, impasible, volvió a preguntar:

—¿Qué fin?

—¡Qué fin, qué fin! —gritó, enronquecido—. Somos revolucionarios, ¿no?

Olivares y Cubas guardaron silencio, mirándole fijamente. Casanova los desafió con su mirada relampagueante de ira y dijo lentamente, mordiendo las palabras:

—Un revolucionario, camaradas, no tiene nada suyo, ni la vida, y nosotros llevamos ya mucho tiempo viviendo de propina, ¿no es eso? Pues no hay más que hablar. Tenemos que seguir haciendo la guerra hasta que las armas se nos caigan de las manos. Tanto tiempo suspirando por tener armas, por poner en pie de guerra al pueblo, y ahora que las tenemos y que contamos con unas masas fogueadas y aguerridas, ¿Quéréis que se las entreguemos al enemigo así, por las buenas? ¡Ni hablar! Tendrán que venir ellos a cogérnoslas.

—Todo eso está bien en teoría, Casanova. Dialécticamente es hermoso. Pero menos retórica —le replicó Olivares—. En la revolución, como en la guerra, hay que saber retirarse a tiempo. El heroísmo tiene un límite, máxime cuando no nos jugamos sólo nuestra vida, sino la de miles y miles de personas que no están dispuestas a morir, que no quieren morir. Habría que preguntárselo antes, ¿no te parece?

Casanova hacía enormes esfuerzos por no derrumbarse físicamente. Sólo sobreexcitándose podía conseguirlo. Gritó de nuevo:

—¿Sabes lo que te digo? Pues que más vale morir de pie que vivir de rodillas.

—Sí, eso dijo la Pasionaria. Pero ¿dónde está ahora? —Ella estará donde el partido le haya ordenado que esté, no lo dudes.

Olivares sonrió.

—Concedido. Sin embargo, no creo que jugar a la catástrofe sea la mejor política.

—¿Y qué otra cosa se puede hacer después de la faena de la junta, di?

—Dejemos a la junta a un lado, ¿quieres? Nada tengo que ver con ella. Ya te lo he dicho. Lo cierto, lo indiscutible, es que habíamos llegado a un punto, después del fracaso de nuestra ofensiva en Extremadura, de la pérdida de Cataluña y de la huida del Gobierno, en que había que buscarle una salida a la situación.

Casanova parecía a punto de estallar.

—Claro, resistiendo. ¿Crees que Lenin no pasó por un apuro semejante cuando se le cayeron encima los mercenarios del capitalismo internacional? ¿Y qué hizo? ¡Aguantar, aguantar! La conducta de Lenin tenía que haber sido nuestra propia norma de conducta.

Entonces fue Cubas el que dio un puñetazo en la mesa.

—¡Espera, compañero! Ni España es Rusia, ni el año 39 es igual que el año 19. Aquí no habéis luchado solos los comunistas. Aquí hemos luchado todos los partidos y organizaciones de izquierda, incluso muchos indiferentes y hasta adversarios en principio que luego se comprometieron con nosotros. Por consiguiente, lo verdaderamente democrático hubiera sido consultar a todas las fracciones antes de tomar una determinación. ¿Qué se acordaba resistir? ¡Pues a resistir! ¿Qué se acordaba negociar? ¡Pues a negociar! Pero todos a una, en bloque, como un solo hombre. Lo peor en estos casos es echar cada uno por su lado, que es lo que ha ocurrido aquí.

—¡Lo peor es la traición, Cubas! —estalló finalmente Casanova—. Casado ya estaba de acuerdo con Franco antes de dar el golpe —y, ante el gesto dubitativo de Cubas, prosiguió—: ¿Por qué, si no, Franco ha permitido que las fuerzas de la junta pasen por el puente de Arganda?

Olivares sacudió la cabeza enérgicamente.

—No, ésa no es una razón, porque, por la misma regla de tres, Casado podría preguntar también: ¿por qué Franco no ha atacado en los frentes que habéis desguarnecido para volveros contra la junta?

Casanova arrugó el entrecejo y miró fijamente a su interlocutor, como si buscase por donde atacarle.

—¿Por qué no podemos resistir un poco más? Sólo unos meses. La guerra mundial está en puertas. Las democracias saben que o acaban con Hitler o Hitler acaba con ellas. Pero ellas solas no pueden con él. Tienen que aliarse con la URSS Y esta alianza está en marcha, camaradas. Quizá a estas mismas horas estén acelerándola en vista del cariz que ha tomado nuestra guerra.

—Es posible, es posible —le replicó Olivares—, pero no lo sabemos con certeza. Llevamos casi tres años esperanzados en la ayuda de los demás y ¿qué han hecho entretanto por nosotros? Comité de No Intervención, ayuda con cuentagotas para prolongar nuestra agonía. ¡Ya está bien! ¿Te acuerdas de aquel rumor que corrió por los frentes de que Roosevelt iba a permitir el envío de armas a la España republicana? ¡Resultó mentira! ¿Y cuando Negrín dijo que pronto tendríamos material de guerra en cantidades insospechadas? ¡Resultó mentira! Y así siempre. Ahora, lo de la guerra mundial, que puede estallar cualquier día… Yo también creo que estallará, pero ¿cuándo? —Respiró profundamente y siguió diciendo—: Hay ya demasiadas ruinas, demasiados muertos, demasiada hambre, demasiados sufrimientos para seguir apostando por palabras. Y, sobre todo, porque estamos prácticamente cercados, sin municiones, sin aviones, sin víveres… El comportamiento de los franceses con los evadidos de Cataluña no deja lugar a dudas sobre lo que podemos esperar de ellos. ¡Ha sido vergonzoso! Desengáñate, estamos solos, más solos que la una.

Olivares había acabado por exaltarse también. Su voz sonaba ronca. No parecía que hablase sólo para Casanova y Cubas, sino para un gran auditorio invisible y para su propia conciencia. Seguramente necesitaba oír sus propios argumentos para convencerse, para sentirse en el terreno firme de la verdad, para barrer las dudas y las vacilaciones de su ánimo.

—¡Tenemos a la URSS! —gritó nuevamente Casanova.

—Será para vosotros, pero no estáis vosotros solos en la trampa. Además, creo que la URSS tiene bastante con poder atender sus problemas interiores, que no son moco de pavo, y con prepararse para la lucha final contra Hitler. Según vosotros, allí también surgen traidores por todas partes y ¡qué traidores!: Zinoviev, Kamenev, Bujarin, Radek… ¡Casi nadie! Y en cuanto a Hitler…, ya verás cómo se las arreglan las democracias para enzarzar a Rusia con Alemania…

Casanova rompió a reír histéricamente y Olivares se interrumpió, desconcertado. Cuando se hubo serenado un poco, dijo aquél:

—¡Menudo zorro es el camarada Stalin! Ya verás, ya verás cómo es Stalin el que lía a las democracias contra Alemania e Italia…

—Lo veremos.

—Pues ya lo veremos.

Se quedaron de pronto callados, escrutándose con las miradas, las manos sobre la mesa e inclinados el uno hacia el otro. Casanova ya no reía. Siguió una pausa tensa. La rojiza luz de la lámpara encendía sus rostros y ponía un brillo febril en sus pupilas. Un silencio lleno de temblores los rodeaba. Cubas, que se mantenía más sereno, intervino:

—Es inútil. No podremos ponernos de acuerdo. ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo al final cuando llevamos toda la guerra discutiendo?

Su voz serena y su tono mesurado sirvieron para relajar los nervios irritados, casi rotos ya, de Olivares y Casanova. Aquél dijo:

—Tienes razón. De lo contrario, o nosotros todos nos habríamos hecho comunistas o ellos habrían ingresado en el partido, socialista o en la CNT.

Casanova preguntó aún:

¿Pensáis entonces que tienen razón los de la junta? Se miraron y luego habló Cubas:

—Nosotros no hemos tomado parte en esto, Casanova, y no hemos disparado, ni dispararemos, un solo tiro contra la Junta ni a favor de la junta. Lo que creemos, en vista de las circunstancias, es que la junta podía jugar la última carta que nos quedaba.

Casanova movió la cabeza obstinándose en su negativa, y, tras mirarlos alternativamente, murmuró:

—Si no fuera porque os conozco bien y sé que sois dos antifascistas honrados y sinceros… —Se agarró después la cabeza entre las manos y exclamó, desesperadamente—: ¡Es para volverse loco!

Siguió otro silencio en que sólo se oía el jadeo de Casanovas. Al fin levantó la cabeza y preguntó a Cubas:

—¿Quieres decirme cuál es esa carta?

—Pues la de proponer al enemigo una resistencia hasta el fin o una paz con ciertas condiciones.

Casanova abrió mucho la boca y los ojos, con asombro infantil.

—Pero nosotros no podemos pactar con el enemigo…

—Vosotros, no; pero la junta, sí.

—Bueno, ¿y qué iba a ser de nosotros?

—Lo que fuera de todos los demás.

Pero las respuestas de Cubas no lograban disipar sus dudas.

—No lo creo tan fácil. Aquí hace falta una víctima, y esa víctima tendríamos que ser forzosamente nosotros.

Se levantó bruscamente y luego se dirigió con paso tardo hacia la puerta, apretándose los riñones con las manos.

—Estás equivocado, Casanova —dijo Olivares—. La víctima en cualquier caso sería la junta y, más que la junta, Casado y Besteiro.

Casanova, en medio del vano de la puerta, con los brazos en cruz y las manos, apoyadas en sus jambas, miraba fuera, a la noche del jardín y de la calle, a la noche de la ciudad, turbia e inquietante. Abatió la cabeza sobre el pecho. Cubas y Olivares respetaron su silencio, impresionados por la lucha de aquel hombre contra la desesperanza y la evidencia de su derrota.

—Pase lo que pase —dijo al fin Casanova, con voz quebrada—, nuestra bandera seguirá en pie. Nadie podrá decir que la abatimos… ¡nadie!

—¡Teniente, teniente Casanova!

El sargento tuvo que sacudirlo bruscamente hasta conseguir que abriera los ojos. Por la ventana y la puerta, abiertas de par en par, entraba la lechosa luz de la amanecida.

—¿Qué, qué pasa? —preguntó Casanova incorporándose sobre el diván.

Tenía la boca reseca y envelados todavía los ojos. El negror de la barba resaltaba la palidez de desenterrado de su rostro. Los cabellos, empastados por el sudor y el polvo, formaban extraños manojos, como escobillas, en todas direcciones.

—¿No oyes? —y el sargento señalaba al exterior con el brazo extendido.

En el silencio expectante que se produjo entonces pudieron percibirse nítidamente unos disparos de fusil mezclados con pespunteos de ametralladora. Casanova se puso en pie de un salto y se plantó en la puerta. Cubas y Olivares, emergiendo también bruscamente del sueño de piedra a la plena lucidez, corrieron tras él. Mientras tanto, explicaba el sargento a sus espaldas:

—Son fuerzas de la junta y avanzan hacia aquí, apoderándose de los cruces de calles. Llevan por delante un tanque.

—¿Quién las ha visto? —inquirió Casanova.

—Yo —contestó el sargento—. Al oír los primeros tiros, me adelanté a ver qué pasaba y luego he venido corriendo para avisarte.

—Pues están ya muy cerca.

Sí.

Habían salido a la calle y Casanova miraba a los prisioneros, alertados y agrupados junto a la verja y a la alambrada. Los centinelas esperaban órdenes y uno de ellos mantenía emplazado su fusil ametrallador contra la puerta de hierro del jardín.

Casanova se restregó los ojos como si dudara de lo que estaba viendo: varias docenas de rostros cadavéricos con sus miradas de terror clavadas en él. Silencio angustioso. Pavor colectivo y una terrible fuerza de desesperación difícilmente contenida.

—¡Qué abran la puerta inmediatamente! —ordenó al sargento.

El mismo sargento cumplió la orden, pero entonces los prisioneros se replegaron, dando unos pasos hacia atrás. Los centinelas, salvo el del fusil ametrallador, fueron a colocarse junto a su jefe.

—¡Vamos, salid! Sois libres de ir donde queráis —gritó de nuevo, pero dirigiéndose esta vez a los prisioneros.

Pero los aludidos permanecieron inmóviles. Siguió una pausa tensa durante la cual volvieron a oírse unos disparos poco nutridos en las cercanías.

—¿Es que no me habéis oído bien?

La voz de Casanova sonó desgarrada. Nadie se movió y uno de los prisioneros dejó oír la suya:

—¿Es que quieres fusilamos por la espalda, aplicarnos la ley de fugas?

Casanova movió la cabeza negativamente y ordenó con un gesto a los centinelas que se replegasen hacia el hotel. El del fusil ametrallador dudó, pero un nuevo gesto del teniente, más enérgico, le hizo cargarse al hombro la máquina y retirarse hacia donde estaban sus compañeros.

—¡Adentro!

Ante la terminante orden de su jefe, los centinelas desaparecieron en el interior del hotelito.

—¡Ahora, vosotros! ¡Vamos, rápido! —y Casanova dio una palmada.

Todavía recelosos, mirando hacia el chalé, los prisioneros empezaron a franquear lentamente la puerta de hierro de la verja. El primer grupo se arrimó a la pared de enfrente, en fila de a uno, y comenzó a deslizarse calle abajo, no sin lanzar miradas de desconfianza de cuando en cuando a Casanova. Siguió otro grupo con las mismas precauciones, pero el resto de los prisioneros, al comprobar que la libertad que les ofrecía no era una trampa para eliminarlos, escaparon ya en tropeles, a pleno vocerío, y en pocos segundos desaparecieron todos detrás de la primera esquina con que tropezaron.

Casanova volvió al interior del hotelito.

—Coge a esos hombres —dijo al sargento, señalándole los centinelas— y mira a ver cómo puedes llevarlos a los Nuevos Ministerios. Pero rápido. Yo iré después. Díselo así al comandante.

Cubas y Olivares permanecían mudos y expectantes. El sargento organizó rápidamente la expedición de sus hombres. Cuando Casanova, desde la puerta, los vio desaparecer, se volvió para decir a Olivares:

—¿Y qué hacéis vosotros que no os marcháis también? ¡Hala!

—¿Y qué vas a hacer tú? —le preguntó Olivares. Tardó unos segundos en contestar:

—¿Yo? Esperar aquí hasta el último minuto y, luego, escapar por la parte de atrás para ir a reunirme con mis camaradas.

—¿Por qué no te vienes con nosotros? —y Olivares le puso amistosamente una mano sobre el hombro.

Casanova rehuyó los ojos de su amigo y, separándose de él, murmuró:

—Porque el partido es lo primero para mí.

Cubas y Olivares se miraron y éste insistió:

—Pero si ya has hecho todo lo que has podido……

Casanova, de espaldas a ellos, movió negativamente la cabeza. Olivares se le acercó de nuevo y, cuando se cruzaron sus miradas, sonrió y le dijo, para romper la tensión:

—¿Tienes un pitillo? Ya sé que no fumas, pero… Casanova sonrió levemente también.

—Llevo siempre algunos cigarrillos para los muchachos… —Se registró los bolsillos de la guerrera hasta encontrar un paquete empezado, que entregó a Olivares—: Toma. Ya me darán otros.

El tono de su voz era grave y apagado.

—Gracias, Casanova.

Luego se dieron la mano.

—¡Salud! —dijo Olivares.

—¡Salud! —repitió Cubas.

—¡Salud, camaradas! —y Casanova se llevó el puño a la sien.

A los pocos pasos tornaron la cabeza. Casanova, que seguía ocupando todo el vano de la puerta, los saludó de nuevo militarmente.

—Es un buen muchacho —dijo Cubas.

—Ya lo creo…

Pero, apenas habían reanudado la marcha, un disparo seco, a sus espaldas, les hizo detenerse y mirar atrás. Y pudieron ver a Casanova que caía de bruces, empuñando aún la pistola. Ambos amigos, tras un segundo de estupor, corrieron hacia él. Se arrodillaron junto a su cuerpo. El grueso proyectil del 9 largo le había destrozado las sienes. Lo cogieron con sumo cuidado y lo transportaron hasta el diván donde había pasado la noche. Ni Cubas ni Olivares sabían qué decir ni como desprenderse de aquella terrible y fija mirada.

—Ya todo es inútil, Federico. Vámonos —dijo al fin Cubas cogiendo del brazo a su amigo.

Salieron despacio, abrumados. Las puertas de las casas permanecían cerradas aún en aquella zona y sus calles, desiertas. La mañana se esclarecía pese a que el cielo estuviera velado por amenazadoras nubes viajeras. Seguían sonando intermitentes disparos por los alrededores. Olivares y Cubas atisbaban desde las esquinas para evitar las patrullas que empezaron a aparecer y que se movían resguardándose junto a los muros de los edificios. Pronto, sin embargo, se encontraron en otra zona por donde ya circulaban los tranvías y camiones de tropas con brazales blancos, y transeúntes recelosos y apresurados que se hurtaban en los portales abiertos a la menor alarma. Así, dando muchos rodeos, sin saber cómo ni por dónde, se encontraron en la calle de Alcalá, a la altura del monumento a Espartero. Se pegaron entonces a la verja del Retiro y continuaron bajando en dirección de Cibeles. Iban jadeantes y sudorosos.

—Nada de esto tiene sentido —comentó Olivares al hacer un alto.

El frío viento que estremecía los árboles les secaba el sudor en la frente y en las axilas. Cubas miró en silencio a Olivares e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—El que tengamos que andar huyendo de unos y de otros, el que nuestro amigo Casanova se haya suicidado —continuó diciendo Federico—, el que no sepamos cuál es realmente nuestro deber en este momento…

—Lo que más me duele es lo de Casanova. En el fondo —dijo Cubas—, Casanova era un excelente compañero y un hombre de verdad. Yo quisiera saber quién tiene la culpa de que se haya matado.

Olivares se encogió de hombros.

—Tal vez todos —repuso—, tal vez nadie. Ya sé que no es decir nada, pero hemos llegado a una situación en que las palabras ya no tienen un significado claro, ni tampoco las acciones.

Se quedaron callados. Cubas propuso luego tomar el «metro», y Olivares accedió. Cruzaron la calle, pero al ir a zambullirse en el subterráneo les llamó la atención el aspecto que presentaba la Puerta de Alcalá. Los enormes retratos de Stalin, Lenin y Marx, que decoraban el monumento, aparecían profusamente agujereados y con algunos desgarros, y las grandes losas de su paramento habían sido arrancadas para formar parapetos en torno. Parapetos que ya nadie defendía ni atacaba.

—Se ve que aquí se hicieron fuertes los comunistas —comentó Cubas.

—Y tanto —dijo Olivares.

—Y que se han zumbado de verdad.

—Sin duda.

Varios camiones cargados de soldados, procedentes de las calles de Alcalá y Alfonso XII, confluyeron en la plaza y luego se dirigieron hacia la Castellana. Los seguía una batería motorizada del 7,5.

—La batalla continúa al parecer, Federico. A lo mejor se dirigen a los Nuevos Ministerios.

—Es probable, porque Casanova habló de concentrarse allí. Si es así, los Nuevos Ministerios van a quedar arrasados…

Dio media vuelta y, seguido de Cubas, Olivares se hundió en la escalera del ferrocarril subterráneo. No tuvieron que esperar mucho tiempo. El tren que tomaron iba casi vacío. Sus ocupantes eran obreros y mujeres abrigadas con toquillas de lana, todos con cara de sueño y de cansancio, silentes, algunos con los ojos cerrados.

—¿Quieres venir al hotel conmigo? Puedo encontrarte una cama allí.

Cubas denegó con la cabeza.

—Me voy a casa de Maruja, la «Morena de Chicote». Ya no hablaron más. Olivares se apeó al llegar a la estación de Sevilla y Cubas continuó.