Había sido larga y monótona la reunión del Comité, y Julio Cubas volvió a su casa ya tarde y cansado de discutir. Los zagales, un muchacho de catorce años y una chica de once, dormían desde hacía horas. Sólo le esperaba Clara, su mujer, quien, al verlo entrar, suspiró y se dispuso a servirle la cena en la mesa de pino de la cocina, mientras murmuraba:
—No sé cómo te sabrá recalentada dos veces.
Cubas tomó asiento calladamente y se cogió la cabeza entre las manos. Clara se volvió a mirarle desde el fogón con sus grandes ojos, de un negror y un brillo parejos al de su cabellera. Era una mujer hermosa aún, a quien ni la maternidad ni el trabajo habían logrado ajar. Al moverse, le temblaron un poco los pechos bajo la ligera bata. Él dijo:
—Me da igual. Casi no tengo ganas.
—¿Es que te pasa algo, julio?
Hacía un angustioso calor aquella noche de agosto en la pequeña cocina sin más ventilación que el ventanuco abierto al corral, y a Clara le brillaba de sudor la frente. Puso ante el hombre el plato conteniendo una fritura de pimientos y tomates, y luego le cortó el pan.
Julio levantó los ojos hacia ella y, sonriendo forzadamente, contestó:
—No me pasa nada de particular, mujer. Es que estoy cansado. No puedes imaginarte siquiera cuánto he tenido que hablar para convencerlos de que no va a perder nada el pueblo porque yo me vaya al frente.
—Entonces… —y ella se quedó mirándolo, a medio cortar la rebanada.
—Sí, está decidido. Me voy. Y se vienen conmigo el Sebas y Helio. Así que ha habido que elegir otro Comité entero. ¡Figúrate!
Clara todavía era joven. Se casó con Julio días antes de cumplir los diecisiete años, a poco de volver él de Barcelona y de Francia para hacerse cargo del molino de aceite y del transformador de energía eléctrica.
Cubas empezó a comer de mala gana y ella se sentó frente a él y cruzó las morenas manos sobre la mesa.
—Pues si lo has decidido… Yo no quiero quitarte la idea, pero ya me dirás qué voy a hacer yo sola con tus hijos.
Cubas esperó a tener desocupada la boca, sin apresurarse, para responderle:
—No te preocupes, va a ser cosa de poco. Si achuchamos todos como es debido, a una y con coraje, la guerra se acaba en cuatro días. Por eso, la obligación de todos los militantes está en el frente, y no en la retaguardia, donde el vigilar el reparto de víveres en la cooperativa o el trabajo en la colectividad lo puede hacer cualquiera. ¿No lo comprendes?
Clara volvió a mirarle a los ojos.
—Sí, pero…, si te ocurre algo…
Clara le envolvía en su profunda y tierna mirada, la misma sumisa y apremiante mirada con que le envolviera aquella noche de verano en el pequeño cuarto encalado de la casa de sus abuelos, a cuyo cobijo vivía. Penetraba por la ventana entreabierta un débil resplandor nocturno que se remansaba en sus ojos. Entonces dijo ella: «¿Te marcharás ahora del pueblo y me dejarás perdida?». A él le costó renunciar a todo lo demás en su vida para contestarle: «No. Me quedaré contigo para siempre». Unos meses después se casaron y él se afincó en el pueblo, aunque muchas de sus raíces quedaron al aire, como un árbol de tierras profundas trasplantado a un roquedal.
Cubas la contempló en silencio unos instantes. Seguía inspirándole los mismos sentimientos de siempre: ternura, compasión y una necesidad, como una sed que le brotara desde los más escondidos rincones de su ser, de tenerla a su lado, de sentirla vivir a su alrededor, de percibir su cálida atmósfera. Le cogió una mano, se la apretó y entonces la mujer se derrumbó sobre la suya, besándola. Dijo él:
—Están muriendo miles, Clara, en cualquier sitio, y si no nos jugamos la vida ahora, la perderemos de todas maneras, y peor. Yo recluté aquí unos cuantos milicianos y los mandé al frente. Algunos de ellos han muerto. ¿Cómo puedo quedarme yo en la retaguardia?
Clara no lloró ni protestó, pero siguió con la cara pegada a la mano de él, humedeciéndola con su aliento. Cubas cerró los ojos. Por su frente, por los canales entre sus anchos pómulos y sus labios y por los de su recio cuello corrían gotas de sudor. Se había olvidado de comer, se había olvidado de todo.
De pronto, subiendo de los bajos del pueblo, llegó hasta allí un rumor de motores, un ruido que crecía, cada vez más ronco y potente, hasta que se ahogó entre estertores. Clara levantó la cabeza y miró a su marido. Él también había abierto los ojos y escuchaba atentamente.
—Es un camión —dijo al fin—. Debe de ser el de los milicianos que vienen por suministro. Pero habíamos quedado en que vendrían a cargar el jueves, y hoy es lunes… Tendré que ir a ver.
Ella le apretó la mano.
—Espera. Luego irás.
—Es que a lo mejor se arma una trapatiesta entre unos y otros. Los del frente vienen con muchos fueros, y ya sabes que Helio no tiene mucho aguante.
Pero la mujer no soltó la mano del hombre.
—Ya vendrán a buscarte, hombre, si te necesitan. E hizo un gesto de resignación.
—Bueno, pero si es para que coma… No tengo ganas. Clara se puso en pie y la silla crujió ligeramente.
—Estás engordando mucho —bromeó él.
—Quedan dos rosquillas de las que hice el otro día. ¿Te apetecen?
Cubas movió la cabeza.
Déjalas para los muchachos.
—No, Julio. Ellos ya han comido todas las que han querido. En cambio tú casi no pruebas bocado desde que empezó el lío. Y así no puedes continuar. Tienes que comer.
—Es que no tengo ganas.
—No importa. Las rosquillas pasan solas.
Y se dirigió a la alacena. Julio giró sobre su asiento para seguirla con la mirada. La bata se le pegaba a las carnes… Llevaba al aire las piernas morenas…
—Si ni siquiera tengo tiempo para…
Ella se volvió. Sonreía.
—¡Chist!
—Pero ¿no están dormidos los chicos?
Le puso delante una fuente de porcelana en cuyo fondo destacaban los dos únicos rodetes de masa frita.
—Ahora, come y calla.
Julio cogió una de las rosquillas y pasó la otra mano por la cintura de su mujer. Mientras masticaba, murmuró:
—Si no fuera porque van a venir de un momento a otro a buscarme… —y levantó la cabeza para mirarla a los ojos.
Ella lo dominaba físicamente en ese momento. Era para él todo lo que una mujer en plena sazón puede ser para un hombre en plena virilidad.
—Julio…
—¿Qué?
Se puso una mano sobre el vientre y dijo:
—Estoy otra vez, después de tanto tiempo. No te lo he podido decir hasta ahora.
A él se le iluminó la cara.
—¿Estás segura?
—Sólo es la segunda falta, pero lo sé.
Entonces él le rodeó el vientre con sus brazos.
—Otro hijo, y ahora —balbuceó con la voz ahogada—. Un hijo de la revolución, como quien dice.
—Casi, casi, julio.
—Tú no sabes lo que es esto para mí.
Se levantó y el dominio físico pasó a él. No parecía tan alto debido a la anchura de sus hombros y a la robustez de su pecho. Tenía cuello de toro y brazos y piernas como ramas de olivo. En él, los fervores se encendían lentamente, pero eran irresistibles.
—¡Qué me ahogas! —gimió ella, dulcemente. La soltó.
—¿Cómo le pondremos?
—Pero si a lo mejor es chica…
—Es igual. Si es chico, verás… Si es chico, Espartaco. Si es chica… Si es chica —vacilaba—. La otra se llama como tú. La que venga, Esperanza. ¿Te gusta?
Ella no reía. Le miraba gravemente, maternalmente.
—¿Estás contento?
—Claro. ¡Mucho!
Al notarla un poco triste, él volvió atrás en sus pensamientos.
—¿Es por eso por lo que tienes miedo de quedarte sola? Ella hizo un signo afirmativo con la cabeza y dijo:
—Por todo. Por ti, por los chicos y por eso también. Julio la miró también gravemente a los ojos.
—Esta vez será diferente. Le hablaré a don Marcos, que vive gracias a mí, y te cuidará como si fueses hija suya, ya lo verás. Y, si no te basta, te llevaré a la mejor clínica de Málaga o de Madrid, como si fueras la mujer de un potentado. Pero ella negaba con la cabeza.
—No, no es eso —dijo suavemente.
—Entonces, ¿qué? —preguntó él, desconcertado un poco.
—Lo que yo quiero es que tú estés a mi lado en esos momentos.
—Estaré. La guerra ya habrá terminado para entonces, pero si no fuera así, vendría desde dondequiera que estuviese. ¡Te lo prometo!
Clara se abrazó a su pecho, ancho y sonoro como un portalón tras el que se oyera el rumor del viento en el bosque.
—No quiero que le suceda a mi hijo lo que le sucederá al que tenga Juana la del Pintao. Ni siquiera podrá saber la criatura el día de mañana cómo murió su padre en el frente ni dónde está su cuerpo.
Clara temblaba y Julio, no encontrando palabras para tranquilizarla, la retuvo sobre su pecho un largo rato, hasta que se oyeron voces en la calle. Entonces se soltaron.
—¡Julio! ¡Julio! —llamaba un hombre.
Cubas se pasó un puño por la frente para limpiarse el sudor.
—¡Vaya! —dijo—. Ya lo han liado ésos. Se oyó el ruido de la puerta al abrirse y otra vez la voz:
—¡Julio!
—Pasa, pasa.
Y apareció un hombre en mangas de camisa, turbado, llevando una carabina en bandolera, que se contuvo ante la actitud expectante y todavía íntima del matrimonio.
—¿Qué ha ocurrido con los milicianos, Helio? —preguntó Cubas.
Helio era alto, delgado, anguloso.
—No son los milicianos, julio. Son Pancho Villa y su gente, que quieren llevarse a Mínguez, a Rufino y a don Marcos. A estas horas andan la mujer y las hijas de Rufino por las calles del pueblo, llorando y aporreando las puertas.
Julio había palidecido intensamente.
—¿Cuántos son ellos? —preguntó adelantándose hacia Helio.
—Como diez o doce, me parece. Pero bien armados.
—Bah, entonces no es para asustarse. ¿Y dónde están?
—En la plaza.
—¿Y nuestra gente? Quiero decir los compañeros y también la gente del pueblo.
—Muchos están ya en la plaza y otros corren para allá. Cubas miró a su mujer y luego otra vez a Helio.
—Bien —dijo—. Vamos nosotros también. Helio le detuvo con un gesto.
—¿No coges la pistola?
Cubas dudó un momento.
—No me valdría de nada, pero llévala tú, si quieres. Es la del cabo Mínguez. Mira por dónde… —y ordenó a su mujer—: Anda, dásela.
Clara desapareció en el interior de la casa. Helio le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer, julio?
Julio pensaba frenéticamente y cuando Clara reapareció y entregó la pistola a Helio, tomó una decisión.
—Aún no lo sé, pero verás… Es conveniente que tú y los que tienen escopeta guarden las esquinas de la plaza. Si yo te llamo, Helio, disparas al aire. Pero sólo tú, ¿eh? Los demás, que aguarden. Y tú —prosiguió, dirigiéndose a su mujer— coges la llave y te subes al transformador. En cuanto oigas el disparo, tiras de la palanca y cortas la luz del pueblo, ¿entendido? —y, sin darles tiempo a replicar, concluyó—: Hala, vamos. Vamos a ver qué pasa…
Bajando por la empinada calle de guijos y de casitas encaladas, Cubas y Helio se vieron rodeados por grupos de hombres y mujeres, apresuradamente vestidos, que se les unían en silencio. Cubas caminaba ceñudo, concentrado en sus pensamientos, sin mirar a nadie, como si, en efecto, no sintiera a su alrededor el jadeo ni el rumor de los acompañantes. A pesar de ser un pueblo serrano aquel, no corría ni el más leve soplo de viento y el calor se agarraba cosquilleante y molesto, igual que una nube de mosquitos. La noche era clara en lo alto, con un cielo en el que apenas brillaban las estrellas. Una noche agosteña, quieta y dormida, serena y calurosa.
Al llegar a la pequeña plaza de la iglesia, Cubas abarcó de una ojeada el panorama. En su centro se hallaba un camión rodeado de hombres armados y, formando un gran círculo en torno a ellos, se agrupaba la gente del pueblo, silenciosa, paralizada por el estupor y el miedo, casi con el aliento retenido. Sólo se oían las voces de los hombres armados y, sobre ellas, la del que parecía su jefe, que chirrió en la plaza:
—¡Venga, aligerar! Ya está durando esto demasiado.
Cubas avanzó solo hacia el camión. En ese momento, los de los fusiles intentaban hacer subir a él a un hombre corpulento, paralizado por el terror, que resbalaba cada vez que pretendía apoyar una de sus rodillas en el tablero del camión para izarse sobre él. Cubas apartó de un empujón al primer hombre armado que se tropezó y dijo al hombre gordo:
—¡Apártate, Rufino! —y, dirigiéndose luego a los que ya estaban arriba, les ordenó—: Y vosotros, bajad. ¡Rápido!
Eran don Marcos, el médico, con gafas y el pelo casi blanco, y Mínguez, el antiguo cabo de la guardia civil, cetrino y duro, los cuales iniciaron el movimiento ordenado hasta que los dejó quietos, como clavados en su sitio, una voz chillona:
—¡Alto!
Los hombres armados estaban en una actitud de indecisión y la gente del pueblo se había deslizado hacia allí mecánicamente, estrechando el círculo.
—¡He dicho que bajéis! —replicó Cubas, con voz al parecer inalterada, pero irresistible.
—¡Eh, eh! —oyó detrás de él—. ¿Quién eres tú?
Se volvió lentamente y se encontró ante él a un hombre tocado con un sombrero de anchas alas vueltas hacia arriba, llevando en cruz sobre el pecho dos cananas con balas de fusil y, a la cadera, un ancho cinturón de cuero claveteado del que pendían dos pistoleras. No hizo más que mirarle fríamente a los ojos en silencio. El otro repitió la pregunta:
—Di, ¿quién eres?
—¿Y tú? —le soltó a su vez Cubas, como un salivazo.
El de las cananas, con ambos brazos arqueados sobre la cintura y abierto jaquetonamente el compás de las piernas, contestó, siguiendo la forma de las preguntas:
—¿Es que no has oído hablar nunca de Pancho Villa?
Había un silencio de angustia y de temor que apretaba las gargantas. Los hombres del pueblo empezaban a temblar. Por su parte, los forajidos de Pancho Villa contemplaban la escena, seguros, cruzándose miradas y sonrisas de bravuconería.
—Hay muchos panchovillas por ahí —contestó irónicamente Cubas, añadiendo—: Así que tú eres uno de esos que se dedica a robar y a matar en la retaguardia, ¿no?
Pancho Villa le miró de abajo arriba, como midiéndole.
—Oye —dijo, acercándose más a él—: La retaguardia es un frente también y hay que limpiarla de los enemigos de la revolución.
—¿Sí? Entonces, ¿por qué no te matan a ti?
El guerrero de retaguardia campaneó la cabeza. Era carirredondo, moreno aceitunado, con ojos sombreados por gruesas cejas.
—Faltan güevos —y se echó a reír provocativamente. Sus hombres también rieron.
—Pues aquí has llegado tarde. Ya se hizo todo lo que tenía que hacerse —replicó Cubas, impasible.
—¿Sí? —y chilló de nuevo la voz de Pancho Villa. Después, señalando a sus prisioneros, preguntó—: ¿Y ésos? Cubas siguió en su tono cachazudo:
—Ésos ya tienen bastante con trabajar.
—¿Trabajar un cabo de la guardia civil, el operador del cacique y un matasanos podrido de dinero?
—¡Sí! —y la voz de Cubas se metalizó—. ¡He dicho que sí!
Se miraron frente a frente los dos hombres durante unas segundos.
—Pues yo me los llevo ahora, compañero —dijo al fin Pancho Villa, desafiante.
—¡Ni compañero ni hostias!
Pancho Villa palideció. Bramaba por dentro.
—Como sigas así, me vas a obligar a matarte también a ti… —y mordía las palabras mientras una de sus manos se deslizaba en busca de la culata de la pistola.
Desmenuzando también las palabras y como hincándoselas en la cara, Cubas replicó:
—Tú no matas aquí ni moscas. En este pueblo mando yo, ¿comprendes? —y se volvió rápidamente a los prisioneros para ordenarles nuevamente—: ¡Abajo he dicho!
Pero Mínguez y don Marcos se contuvieron al ver la actitud de los compinches de Pancho Villa, que los amenazaban con los fusiles. Entonces se oyó la amenaza de Pancho Villa a Cubas:
—¡O te estás callado, o te cepillo a ti también!
Pero antes de que pudiera desenfundar la pistola, Cubas se había abalanzado a él y le sujetaba entre sus brazos de leña. Le dominaba en estatura y fuerza, y no dejó de apretar hasta que sintió crujir sus huesos.
—¡Quieto, cabrón! —le sopló al oído, jadeando, mientras le daba la vuelta y lo enfrentaba con sus hombres—. Si no haces lo que te mande, te mato a bocaos, ¿me oyes?, te mato a bocaos —y, alzando la voz para que le oyeran todos, agregó: Os tengo rodeados por mis hombres. A la salida de la plaza hay un carro atravesado en la calle… Os están apuntando desde todas partes… Y a una voz mía se apagarán todas las luces del pueblo…
Mientras hablaba había desarmado a su adversario, a quien preguntó seguidamente:
—¿Qué dices ahora, Pancho Villa?
Hubo una pausa. Pancho Villa pensaba. Al fin dijo, en voz baja:
—Que has ganao —y dirigiéndose a sus hombres, les ordenó—: ¡Dejarlos!
Mínguez y don Marcos saltaron del camión. La gente del pueblo, perdido ya el miedo que la entumecía, empezaba a estorbar los movimientos de los bandoleros.
—Ahora les dices también que dejen las armas —ordenó Cubas a Pancho Villa, hablándole al oído.
Quiso revolverse, pero sintió el cañón de una pistola en la espalda.
—¡Vamos, hombre! —le urgió Cubas.
Y Pancho Villa, de pronto suave y relajado, dijo a sus hombres:
—¡Soltar la herramienta! —pero como ellos aún dudasen, tuvo que reiterar la orden con más energía—: ¡Qué dejéis las armas he dicho! —y añadió, a modo de disculpa—: Nos han copado esta vez, compañeros, por confiados.
—¡Ahí, en el suelo! —ordenó Cubas.
Los hombres de Pancho Villa obedecieron, pero no sin antes buscar una confirmación en un gesto de su jefe y de lanzar miradas de recelo a los pueblerinos, y pronto quedó formado un montón con sus fusiles, sus pistolas, sus cartucheras y sus bombas de mano.
Cuando hubo terminado el desarme, Cubas puso una mano en el hombro de Pancho Villa y, mirándole de frente, le dijo:
—Ya te dije que aquí mando yo. Me llamo Julio Cubas y no hay otro que se llame así por todo este campo. Ya lo sabes. Y otra cosa. Aquí se hizo justicia, tal como debía hacerse. Sólo don Vicente Úbeda, el cacique, quiso demostrar algo el 18 de julio y disparó desde el balcón del casino a la gente que corría a rodear el cuartel, antes de que los guardias saliesen para concentrarse donde se lo habían mandado. Se cogió a don Vicente y se le fusiló en esta misma plaza y de día. Desde entonces no ha hecho falta matar a nadie más. Todos ésos —y señalaba a los prisioneros— trabajan ahora para el pueblo. Hasta al cura lo tenemos trabajando en la cooperativa…
Pero el guerrillero de retaguardia no estaba ya para réplicas y ordenó con un gesto a sus hombres que subieran al camión.
—En cuanto a las armas —siguió diciendo Cubas—, el enemigo tiene muchas en el frente. Si de verdad sois antifascistas, podéis ir allá a cogerlas…
Pancho Villa tenía ya un pie en el estribo delantero del camión. Subió a él y, asomando la cabeza por la ventanilla, gritó a Cubas:
—Bueno, que quiten el carro atravesado en la calle. Entonces fue Cubas el que rió.
—No hay ningún carro, hombre. Lo que hay aquí son huevos…
Pancho Villa blandió el puño:
—No te rías, cateto. Esta noche has tenido suerte, nada más, pero ya nos veremos…
—Cuando quieras, pero procura no volver más por aquí, porque la próxima vez no saldrás con vida del pueblo.
La cabeza de Pancho Villa desapareció de la ventanilla y, seguidamente, el vehículo se puso en marcha. Entonces se alzó un clamor de alivio y de alegría en la plaza.
El cabo Mínguez, don Marcos y Rufino el operador, ahogados materialmente por los abrazos de sus familiares, trataban de desembarazarse de ellos para acercarse a Cubas. Éste se mantenía en el centro de la plaza cruzado de brazos, contemplando las armas amontonadas a sus pies.
—¡Helio! —llamó, y, cuando éste se le acercó, le dijo—: Que lleven esas armas al Comité. Tú serás responsable de que nadie coja una siquiera, ni munición ni nada. Ya las repartiremos mañana como es debido.
—Bien. Has estado cojonudo, Julio.
Cubas meneó la cabeza. Pancho Villa y su gente habían desaparecido ya.
—No es para tanto. Es que todos estos matones son unos blancos. Ya lo has visto.
—Sí, pero ¿qué hubieras hecho si llegan a plantar cara? Cubas sonrió.
—No sé. Se me ocurrió lo del disparo y lo del apagón de luz porque algo teníamos que hacer, pero por suerte no ha hecho falta.
Entonces le abordaron los salvados. La mujer y las hijas de Rufino, despeinadas y llorosas, le miraban casi con deseo.
—Ea, no es para tanto. ¡Hala, irse a descansar, que ya ha pasado todo! —replicaba Cubas a sus emocionadas palabras de agradecimiento.
Mínguez, el taciturno guardia civil, sólo le dijo, al estrecharle la mano:
—No lo olvidaré nunca, julio.
—Eso es lo que hace falta, Mínguez.
Don Marcos le dijo:
—Dos veces te debo la vida, Julio, pero no podré pagarte más que con una.
—No se preocupe usted, don Marcos. La otra me la va a dar mi Clara. A usted le toca sólo procurar que la cosa salga bien.
Y, sin esperar la réplica y abriéndose paso entre los que le rodeaban, emprendió solo el regreso a su casa. La noche seguía brillante y pegajosa, y al andar por la estrecha y empinada calle se sentía como una caricia húmeda. Julio se detuvo un momento a respirar en medio de la cuesta y entonces advirtió que estaba empapado de sudor. Respiró con fuerza y reemprendió la subida. En la puerta de la casa le esperaba su mujer, empuñando todavía la llave del transformador.
—¡Gracias a Dios! —exclamó ella, cogiéndose a su brazo.
Cubas alentó poderosamente, pero no dijo nada y entró en la casa, seguido por ella. El hombre se fue derecho al patio y lanzó con fuerza el cubo de cinc al fondo del pozo. Sonó como un cañonazo ahogado. Tiró después de la cadena, chirrió la polea y se oyeron las alegres salpicaduras del cubo mientras subía a la superficie. Cubas, siempre sin decir palabra, se despojó de la camisa, vertió el agua en la pileta de lavar y empezó a lavarse a grandes puñadas, con ansia.
Clara lo contemplaba viendo cómo la claridad del cielo resbalaba sobre la mojada carne, bruñéndola.
—¡Ya me han contado lo que has hecho…! —murmuró.
Cubas, después de escurrirse la cara con las manos, se movió hacia ella, hasta tenerla al alcance de su mano.
—¿Y qué? —preguntó en tono bajo, derritiéndosele un poco la voz.
Entonces Clara se abrazó a él, juntando y restregando su mejilla a la piel húmeda y áspera de su pecho.
Había caído ya la noche sobre el paisaje aunque el crepúsculo pintaba aún claridades fugitivas en las cumbres de la sierra. Desde la altura en que se encontraba el grupo se podía contemplar, pasando la mirada por encima del oscuro valle, el racimo de débiles luces amarillas del pueblo. Las cuatro mujeres, los mozalbetes y los niños pequeños esperaban al abrigo de unos chaparros, cerca de las ruinas de la «Quinta del Palomo», refugio antaño de trajinantes y contrabandistas, de la que sólo quedaba en pie un trozo de muro con el hueco de la puerta principal. Las mujeres descansaban sentadas sobre líos de ropas y los chiquillos en el suelo. Los dos muchachos se entretenían sacando punta o haciendo cortes en la corteza de unas varas con sus navajas, y la muchachita, con las piernas cruzadas y estirándose de cuando en cuando el vestidillo para cubrírselas lo más posible, seguía con curiosidad el entretenimiento de los chicos.
—¿Qué queréis hacer? —les preguntó al cabo de un rato. Los muchachos continuaron su tarea sin levantar la vista y uno contestó:
—Un puñal.
El mayor dijo después:
—A mí me gustaría hacer una espada con un hierro en la punta.
Una de las mujeres les siseó. Llevaba, como las otras tres, la cabeza cubierta con un pañolón negro, anudado bajo la barbilla, y su rostro era una mancha pálida, borrosa, en la que sólo brillaban los ojos.
Volvió el silencio otra vez, un silencio apretado, que cada uno sentía a su alrededor como el aliento cauteloso de una amenaza. Aunque la tierra y el cielo estaban calientes, corría un delgado viento, sin fuerza todavía para mover las hojas, pero que comenzaba a arañar la piel con sus fríos dientecillos.
El muchacho mayor dejó de sacar punta a su vara y se echó de bruces sobre los tomillos, que crujieron levemente. El otro suspendió también su trabajo con un gesto de fastidio y se tumbó a su lado. La muchachita se estiró una vez más el vestidillo, tal vez porque ya sintiera frío en las piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció luego quieta y muda.
—¿Tú crees que nos fusilarán si nos cogen? —susurró el muchacho pequeño al muchacho mayor.
Tardó en contestar el otro con delgada voz:
—No hay que pensar en eso ahora.
—Pero si nos cogen…
—¡Cállate!
De pronto se oyó un ahogado rumor de pisadas sobre las secas retamas, en la dirección del pueblo, y todos se volvieron para mirar hacia allí. Los rostros de las mujeres eran como cuatro máscaras sin forma, cuatro idénticas expresiones de recelo y temor. Corrió por todo el grupo un estremecimiento, pues hasta los pequeños se revolvieron temblando. Pero nadie dijo nada.
Las pisadas se fueron haciendo cada vez más próximas hasta que surgió la figura oscura de un hombre que avanzaba hacia allí deteniéndose de cuando en cuando para mirar en derredor.
—Es mi José —dijo una de las mujeres.
—Sí, es José —aseguró otra.
Entonces todos volvieron a respirar profundamente, pero como los chicos empezaran a moverse, las mujeres les sisearon otra vez y hubieron de quedarse inmóviles y mudos.
El hombre, bien visible ya su pechera blanca, estaba parado y parecía buscar algo por allí cerca.
—¡José! —llamó una ahogada voz femenina.
El hombre la oyó y se dirigió ya derechamente hacia el lugar de donde brotara la voz. Vestía de pana casi negra y se cubría la cabeza con un sombrero pardo de ala ancha. Crujían sus pantalones al andar y sus pisadas eran más fuertes y descuidadas.
—¿Y Victoriano? —preguntó al llegar cerca de las mujeres.
—No ha aparecido todavía —respondió la que le llamara «mi José».
José se quitó el sombrero y se abanicó con él. Tras una pausa, dijo:
—Por la parte del pueblo no viene nadie. Se ve que todavía no nos han echado de menos. El personal está cenando ahora.
Y se calló y volvió a cubrirse la cabeza. Los dos chicos mayores, que habían recuperado su primera postura, y la chica miraban al hombre sin atreverse a preguntarle nada.
—Ya debieran estar aquí, ¿no? —le preguntó su mujer mientras se apretaba el nudo del pañolón bajo la barbilla.
—Sí, y no pueden tardar mucho. Tenemos que cruzar las líneas antes de que amanezca.
Sacó luego la petaca y se puso a liar un cigarrillo.
—No irás a fumar ahora, ¿eh, José? —le advirtió ella.
El hombre no contestó y, cuando hubo terminado de hacer el cigarrillo, se agachó para encender el chisquero de mecha y prenderlo. Le dio dos largas chupadas ocultando el resplandor entre blusa y pecho, se enderezó de nuevo y dijo, por entre la nube de humo que salía de su boca:
—Es la consigna.
Ya se había hecho completamente de noche. El valle era un abismo de negrura, sin un solo punto de referencia. En cambio, al otro lado de él se destacaba la blancura del pueblo, pespunteado por sus luces guiñadoras. El vientecillo, cada vez más fresco, arrastraba una bocanada de ásperos olores a tomillar y a encinas, a breñas serranas, a flores silvestres, a bravío de monte, y una gran pena se desparramaba por todo el campo.
El grupo permaneció sumido en la angustia de la espera. Las mujeres hubieron de cobijar entre las piernas a los pequeños, adormilados y temblorosos, e incluso los muchachos mayores se acercaron a ellas buscando su calor. Sólo el hombre aguantó en pie, como un centinela, vuelto de espaldas al pueblo y con la vista clavada en la espesura que se cerraba frente a él. Chupaba el cigarrillo a largos intervalos, cuyo brillo ahogaba cada vez tras el telón de la blusa.
Cuando ya llevaba quemada más de la mitad, irguió aún más la cabeza y luego le dio una larga chupada, pero sin ocultar ya su lumbre, que fue como un fuerte latido rojo en la oscuridad. Enfrente brilló también un puntito de luz y José repitió dos veces más la maniobra, contestada siempre de la misma manera. Entonces se volvió a las mujeres para decirles:
—Son ellos. Ya están aquí.
Las mujeres se desembarazaron cuidadosamente de los pequeños cogiendo en brazos a algunos de ellos, se pusieron en pie y fueron después a juntarse con el hombre. Los chicos mayores hicieron lo mismo y así todo el grupo se apiñó en torno a José.
Siguieron unos minutos de irresistible tensión, redoblada a cada rumor de las varias pisadas de personas invisibles que se acercaban.
—Mira que si… —dijo, temblando, una mujer.
—Son ellos. No hay miedo —aseguró José en un susurro.
Unos minutos más de zozobra y, luego, el confuso montón de sombras acercándose entre el rumor de sus pisadas. José y las mujeres sintieron un escalofrío. Después, todo fue rápido. Los nombres sonaron ahogados, estremecidos:
—¡Julio!
—¡Clara!
—¡Helio!
—¡Basi!
Y unos fuertes, ansiosos, abrazos en silencio de los padres, con los chiquillos agarrados a sus piernas y a sus cinturas.
Dos de los hombres recién llegados permanecían un poco separados del conjunto y contemplaban la escena, sonrientes y conmovidos. Eran muy jóvenes. Aparecían con ropas campesinas y ambos, al igual que Cubas y Helio, estaban armados con fusiles y bombas de mano. Las mujeres y los niños de José y Victoriano se habían juntado a éstos y esperaban.
Cubas, después de besar a su mujer se la quedó mirando fijamente y luego, tirando bruscamente del negro pañolón, dejó al descubierto su cabeza. Tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente mientras Clara volvía a cubrírsela.
—¿Has visto como era verdad? —dijo Cubas a Helio.
Éste, que había hecho lo mismo a su mujer, sólo contestó con un gesto afirmativo y Cubas se dirigió a Clara:
—Lo sabíamos. Nos lo dijo el zagal de Braulio cuando se pasó a nuestra zona a los pocos días de perderse el pueblo. Fue Paco el Ditero, ¿verdad?
Clara afirmó con un movimiento de cabeza, añadiendo:
—A poco de entrar los moros vino a buscarme Paco el Ditero para llevarme al Ayuntamiento, donde ya estaba detenido mi hermano Adrián. Paco me pidió que le pagara lo que le debíamos. Claro, yo le contesté que no teníamos una perra ni siquiera para comer y entonces él se puso como un loco a gritar que tú habías sido un rojo ladrón y que dónde estaba el dinero que habías robado.
—¡Asqueroso usurero! —gruñó Cubas, rechinándole los dientes.
—A ti es al que hubieran querido coger, y, de rabia por no poder tenerte en sus manos, se vengaron en mi hermano Adrián.
—¡Pobre! —exclamó Cubas—. Mira que le avisé con tiempo para que se viniera conmigo… Pero con eso de que no quería meterse en nada…
—También sabrás —agregó ella— que fueron el Ditero y el Agustinillo los que lo mataron.
Sí —respondió secamente su marido, pero en seguida le tembló la voz al preguntarle: ¿Y qué más te hizo? ¿Te insultó? ¿Te pegó?
—Sólo cortarme el pelo y…
Al vacilar, su marido la interrumpió, apremiándola:
—¿Y qué más?
Clara se agachó como para arreglar el lío de ropa en que había estado sentada mientras decía:
—Estuvieron todo el tiempo insultándote a ti el Ditero y Agustinillo… A mí no me insultaron ni me pegaron, pero me hicieron tomar un tazón de aceite de ricino con pan migado —el recuerdo la hizo estremecerse de repugnancia, y siguió diciendo, sin poder resistir la mirada de lumbre en los ojos de Cubas—. Lo tomé sin chistar, pero luego…
Entonces se agarró a él para ahogar contra su pecho los sollozos, irreprimibles, al tiempo que hablaba:
—Me puse muy mala porque me hizo abortar. Gracias a que don Marcos se portó muy bien conmigo, que si no…
Cubas se pasó lentamente la mano por la frente y los párpados, y el grupo quedó en silencio hasta que uno de los jóvenes armados dijo:
—Bueno, yo creo que ya es hora de marcharnos si queremos pasar a la otra zona antes de que amanezca.
—Sí, tenemos que aligerar… —murmuró Helio.
Empezaron todos a removerse. Las mujeres recogieron los líos de ropa, pero los hombres se hicieron cargo de ellos. Clara y Cubas fueron los últimos en volver a la realidad del momento. Les costaba mucho desprenderse el uno del otro, pero al fin lo hicieron, y mientras los demás se ponían en orden de marcha, Cubas preguntó a su mujer:
—¿Y no salió en defensa tuya el cabo Mínguez?
—No pudo, Julio. Se lo llevaron al frente en seguida, como soldado raso. Le echaron en cara no haberse hecho fuerte en el cuartel el 18 de julio.
—Pero si no tenía salida… Estaban copados y hubieran muerto todos dentro…
—Sí, pero ellos no piensan de esa manera, julio.
Cubas hizo un gesto de asombro por todo comentario y luego dijo, dirigiéndose ya a todo el grupo:
—Helio, José y yo nos quedaremos por si sale del pueblo alguna patrulla en vuestra persecución. Con vosotros dos —e indicaba a los jóvenes armados—, que conocéis tan bien el terreno, y Victoriano, hay suficiente escolta. Así que…
Clara y Basi se resistían, no obstante, a separarse de sus maridos, quienes tuvieron que empujarlas suavemente hacia los otros.
—Pero no os quedéis mucho tiempo aquí —rogó Clara.
—Descuida, mujer. Lo más seguro es que os alcancemos por el camino.
Y, tras un último y rápido abrazo, el pelotón de mujeres y niños, escoltados por los tres hombres, echó a andar hacia la masa oscura del monte. Cubas, Helio y José permanecieron en pie y silenciosos hasta que la noche volvió a cerrarse a espaldas de los fugitivos y ya no se percibía siquiera el rumor de sus pasos. Entonces dijo Helio:
—¡Qué haya suerte! Suerte para todos.
—Sí, eso es lo que hace falta ahora —murmuró José.
Cubas siguió mudo hasta que José sacó la cajetilla para liar un pitillo. Le atajó diciendo:
—No es tiempo todavía de fumar.
Y como José quedara indeciso, añadió:
—Ya fumarás cuando hayamos terminado la faena que nos espera en el pueblo.
—¿Es que vamos a bajar al pueblo? —preguntó el otro, con disgusto en la voz.
Pero Cubas, en vez de contestarle, preguntó a Helio:
—¿Qué te parece?
Helio hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y contestó después:
—Es el remate.
Seguidamente, Julio Cubas se desprendió del fusil y se lo entregó a José.
—Toma —le dijo—. Yo tengo bastante con las bombas de mano y la pistola del cabo Mínguez.
El casino no era más que un vasto salón destartalado. A lo largo de sus paredes descascarilladas habían extendido recientemente una larga banda de tela con los antiguos colores de la bandera nacional, rojo y amarillo, sobre la que se destacaban dos retratos, los de Franco y Queipo de Llano, con un gran crucifijo en medio. En uno de sus rincones, frente a la puerta de acceso al local, un pequeño mostrador cerraba el ángulo de dos paredes, cubiertas en aquel espacio por estanterías con botellas de licores y un viejo aparato de radio. Había una gran concurrencia de hombres. El encargado del bar se encontraba sirviendo café, vertiéndolo a los vasos desde la cafetera de aluminio que llevaba en la mano, en la mesa que parecía presidir la grasienta figura de Paco el Ditero. Decía éste:
—Todavía quedan algunos rojillos que se resisten a oír el parte de guerra y las charlas del general Queipo de Llano. Me parece que nos estamos pasando de consentidos con ellos.
—Y tanto —dijo otro de los contertulios, un tipo esmirriado, con pequeñas calvas redondas en la cabeza y con los dientes salteados—. Por ejemplo, don Marcos no viene ninguna noche.
—Es que tiene radio propia, Agustinillo —le replicó el encargado del bar mientras le servía.
—Ya le daría yo radio propia, ya.
—Yo no se la hubiera dejado porque no me fío de él —dijo el Ditero—. Siempre fue muy amigo de Cubas y… Pero como es el presidente de la CEDA también…
La radio había estado dejando oír hasta entonces una musiquilla apagada, pero, de pronto, accionada por la mujer del encargado del bar, dio paso a una voz masculina que, en tono vibrante, comenzó a leer los partes de guerra.
Paco el Ditero y todos los concurrentes, como obedeciendo a una orden militar, se enderezaron en sus asientos y, con la mirada fija en el receptor de radio, quedaron en actitud rígida, pendientes de la relación de victorias de los «nacionales» sobre los «rojos» en los muchos frentes de combate que se extendían a lo largo de la inmensa, sinuosa y móvil línea divisoria de las dos Españas en lucha a muerte. Sonaron muchos nombres de pueblos, unos familiares, absolutamente desconocidos otros…
La voz del locutor hería como una bayoneta y redoblaba como un tambor, lo mismo que si su dueño se hallara en pleno combate, enardecido por la pólvora y la sangre, contagiando su emoción bélica y su entusiasmo patriótico al auditorio, al que ponía en trance de éxtasis, contenido casi el aliento, abierta y redonda la boca de admiración, perdida la noción de tiempo y de lugar. Al fin terminó el desfile de noticias y, cuando la misma voz bizarra anunció que el general Queipo de Llano iba a comenzar su acostumbrada charla, sucedió algo imprevisto que rompió el encanto y perturbó profundamente el ánimo de los oyentes.
Se apagó la luz eléctrica y enmudeció fulminantemente el aparato. Siguió entonces una pausa de oscuridad y silencio hasta que gritó alguien, muy nervioso:
—¿Qué pasa?
La respuesta expresó el temor general:
—Algún golpe de mano de los rojos.
—Calla, cenizo —le replicaron.
Era como si de repente hubiera entrado una bocanada de aire frío. Nadie se atrevía a moverse. Por eso chilló Paco el Ditero:
—¿Por qué no vas al transformador a ver qué pasa, Agustinillo?
Pero el aludido no contestó. De nuevo se hizo el silencio. Aquí y allá fueron brotando las débiles y oscilantes luces de algunos fósforos, a cuyo resplandor los hombres se miraban entre sí y se sonreían para animarse.
—Voy a encender el petróleo —dijo el encargado del bar.
—Ya tenías que haberlo hecho, malage —refunfuñó el Ditero, cuya frente brillaba de sudor.
Antes de que llegara al mostrador el encargado del bar, se extendió por el techo la primera bocanada de luz y luego apareció su mujer llevando en la mano, a la altura de la cabeza, el aparato encendido. Su claridad despejó en gran parte los temores y los fantasmas que poco antes amedrentaban a los hombres, y éstos comenzaron a reír y a bromear.
—Que tú no ves más que rojos por todas partes, muchacho.
—¡Se vende miedo!
Después de algunas pullas más, el Ditero dijo:
—Seguro que ha sido alguna avería del transformador. El Agustinillo no le ha cogido todavía el aire.
Agustinillo, encogiéndose de hombros, replicó:
—No es cosa de cuatro días cogerle el intríngulis, digo yo…
—Pues anda a ver qué tecla le falla —le ordenó el Ditero. Agustinillo no tuvo más remedio que ponerse en pie, aunque de visible mala gana.
—Y que debe de ser peligroso hurgar allí… —insinuó otro de los contertulios.
—Digo —apoyó un tercero—, como que si te descuidas te arrea una descarga que te deja frito.
Agustinillo, azuzado por los demás, se dirigió a la puerta.
Al abrirla y ver lo oscura que estaba la noche en la plaza, se detuvo y, volviéndose a mirar a sus amigos, intentó bromear:
—Parece el sobaco de un grajo.
—¿Es que tienes miedo? —le gritaron—. Mira que si andan sueltos por ahí los rojos…
Aquella broma y las risas que estallaron le empujaron fuera. Al Ditero le temblaban las carnes y sudaba abundantemente entre retortijones de risa. Entretanto, el encargado del bar había colgado de un alto gancho el aparato de luz, que pintaba una danza de sombras, al oscilar en el aire, en techo y paredes.
Cuando se hubo desahogado, el Ditero, poniéndose serio, dijo:
—Lo malo es que nos hemos quedado sin oír a Queipo, porque por mucha prisa que se dé el Agustinillo… ¡Con el pico que tiene el general…!
Sí, y va siendo hora de recogerse. Mañana será otro día, apuntó un compañero de mesa.
Pero Paco el Ditero opinó que aún era demasiado temprano y propuso una partida de mus.
—Tráete la baraja y las fichas —pidió al encargado del bar, y luego, dirigiéndose a los otros, añadió—: Apuesto a que el Agustinillo se ha rilado por las pencas de puro miedo.
Y soltó otra carcajada, coreada por sus compañeros. El encargado del bar, por su parte, allegó la baraja y las fichas andando perezosamente. El rumor de las conversaciones, el ruido y la algarabía de los que se acercaban a la mesa del Ditero a horcajadas en sus sillas, dispuestos a actuar de mirones, apenas dejó oír un lejano estampido que sólo alertó a algunos momentáneamente, porque en seguida los guiños, los envites y las bromas jactanciosas de los jugadores absorbieron la atención y el interés de todos.
Terminaba ya el primer juego cuando se abrió bruscamente la puerta de la calle y aparecieron en su marco las figuras de Cubas y de Helio.
En medio del estupor general, se oyó la voz de Cubas, conminatoria:
—¡Qué nadie se mueva!
Y avanzó hacia el grupo pistola en mano.
Fue todo tan rápido que los hombres permanecieron clavados donde estaban, incapaces de reaccionar. Hasta la mujer del encargado del bar, que pasaba un trapo por el mostrador, detuvo el movimiento del brazo y se quedó mirando a Cubas con la boca abierta, como si hubiera querido gritar y el grito se le hubiese atravesado en la garganta.
Helio había cerrado la puerta de la calle y desde allí apuntaba a todos con su fusil.
—¡Las manos, en alto! —volvió a ordenar Cubas al tiempo que hacía señas con la pistola para que se abriese el grupo que rodeaba al Ditero.
Los hombres, amedrentados, le obedecieron torpemente y Paco el Ditero quedó frente por frente a Cubas, sentado, con las manos levantadas. Durante el breve silencio que siguió, sus labios se movieron, pero sin poder pronunciar palabra. Su rostro se había quedado sin sangre y parecía licuarse de tanto como sudaba. Pronto se le acumuló el sudor en la nariz y comenzó a gotear sobre la mesa.
—¡Levántate, Paco! Anda, levántate.
Crujió y rodó la silla y estuvo a punto de caerse él también, pero ninguna mano acudió a sostenerlo. Al fin quedó en pie, tambaleándose. Toda su grasienta humanidad palpitaba y los pantalones, que se le habían escurrido hacia abajo, dejaban al aire la curva provocativa de su gran vientre.
Cubas le miraba a los ojos, prieta la boca, nublada la frente, con repugnancia y odio en la mirada.
—Toda esta gente sabe que no nos metimos contigo a pesar de que has vivido siempre a costa de la miseria de los pobres, prestamista de mierda. En pago, tú mataste a mi cuñado, pelaste a mi mujer y la hiciste abortar con ricino… ¡Hijo de puta!
Después del terrible insulto, que brotó de los labios de Cubas como un trallazo, el Ditero quiso tal vez humillarse ante el hombre de quien dependía su vida, pero tropezó con la mesa y sólo pudo hacer un gesto de dolor.
Ninguno de los asistentes se atrevía siquiera a respirar. Sólo se oían el alentar poderoso de Cubas y la fatiga del Ditero. La gran pistola de reglamento tenía un solo ojo negro que miraba fijamente al corazón del prestamista… Cubas hizo un leve movimiento con la mano que la empuñaba y ello provocó en el Ditero su último intento de defensa.
—Te han engañado, Julio, te han engañado. Fue el Agustinillo. Te juro que…
Pero Julio lo calló con un gesto. Luego dijo:
—El Agustinillo ya lo ha pagado. Ahora te toca a ti. No he venido a discutir contigo. —Hizo una leve pausa y agregó—: He venido a matarte.
A medida que hablaba Cubas, el Ditero parecía derretirse, lo que hizo que aquél titubease y le preguntara al fin, como tendiéndole un cable de socorro:
—¿Por qué lo hiciste, Paco? ¡Habla, hombre!
Entonces, inesperadamente, el Ditero se contrajo, cerró los ojos y, espurreando saliva y tartamudeando de odio, le contestó:
—¡Porque eres un joío rojo asqueroso!
Cubas, tras una brusca sacudida, disparó dos veces contra él. Después volvió el silencio mientras el cuerpo de Paco el Ditero resbalaba hasta quedar tendido en el suelo, boca arriba. La mujer del encargado del bar ahogó una exclamación, que sonó como un golpe de hipo.
Siempre conteniendo a los demás con la amenaza de su pistola, Cubas corrió a reunirse con Helio.
—Dale a la luz —ordenó a éste.
Al primer disparo de fusil, el casino quedó completamente a oscuras. Los dos amigos lo abandonaron entonces rápidamente, cerrando la puerta tras ellos, y echaron a correr. Atravesaron a la carrera la pequeña plaza y tomaron una calleja ascendente. Corrían sin hablar, jadeantes, buscando instintivamente el arrimo de las paredes, donde la oscuridad era más compacta. Pronto empezaron a sonar las primeras voces de alarma:
—¡Los rojos! ¡Los rojos!
Y gritos de mujer y el ruido de puertas y ventanas al abrirse, como una estela de sus propios pasos. Ellos llevaban bastante delantera y sabían perfectamente por dónde y adónde iban, derechos, sin vacilar. Pero antes de llegar al final de la cuesta, donde terminaba el caserío y comenzaba el campo, sonó un disparo y brilló un fogonazo a sus espaldas.
—¡Cubas! —gritó Helio.
Cubas se detuvo a mirar atrás. A pocos pasos de él, su amigo Helio se agarraba desesperadamente al portalón cerrado de un corral para poder mantenerse en pie, y acudió a sostenerlo con sus fuertes brazos.
—Me han dado —dijo el herido—. En la espalda. Seguramente con postas, porque el tiro ha sido de escopeta.
—Vamos, agárrate a mí. En cuanto lleguemos al campo estamos salvados.
Le pasó el brazo por la espalda y tiró de él con todas sus fuerzas. Helio arrastraba los pies. No obstante, consiguió llevarlo, a toda prisa y sin descansar, hasta el lugar de la cita con José, en las cercanías del transformador, desde donde arrancaba ya un olivar. La noche estaba en calma, muy oscura y envuelta en el vaho caliente de la tierra.
José surgió de entre las sombras, donde yacía el cadáver de Agustinillo. Al ver a Helio herido no preguntó nada y se limitó a ayudar a Cubas a sentarlo en el suelo con el costado apoyado en el tronco de un olivo. Seguían las voces en el pueblo, cada vez más fuertes.
—¿Y mi fusil? —fue lo primero que dijo el herido, hirviéndole el pecho.
—No te preocupes de eso ahora, hombre —le amonestó cariñosamente Cubas mientras sacudía en el aire su pañuelo blanco—. Lo primero es taponarte la herida.
Cubas tenía las manos húmedas de sangre caliente y pegajosa. Cortó de un navajazo la camisa de Helio por la espalda y empezó a restañarle la sangre que seguía manando lentamente por la triple boca de la herida que palpó con sus dedos.
—Es inútil todo lo que hagáis por mí —murmuró Helio con la muerte en la voz—. Mejor es que me rematéis para que no me cojan vivo y tiréis después para la sierra, antes de que os cacen como a mí.
Ni Cubas ni José le replicaron.
—Mi mujer, Julio. Mi mujer y mis hijos, compañeros… —pero un golpe de sangre por la boca ahogó su voz.
Cubas y José se miraron, indecisos. Helio tosía borbotones de sangre, con la cabeza caída sobre el pecho. Se acercaba el clamor de las voces que gritaban: «¡Los rojos! ¡Los rojos!» entre alboroto de mujeres y ladridos de perros, y de pronto rompieron a tocar las campanas.
—Van a salir patrullas para perseguirnos —murmuró José. Cubas parecía no saber qué hacer.
—Rematarme, compañeros —gimió Helio entre estertores.
Pero Cubas había tomado ya una decisión.
—Ayúdame a echármelo al hombro —pidió a José.
—Compañeros… —pudo decir aún el herido.
José obedeció en silencio y pronto. Helio quedó doblado sobre el hombro izquierdo de Cubas, rodeando su cuello con un brazo, colgantes los pies, bamboleante la cabeza.
—Yo voy a subir dando la vuelta por el otro lado de la «Quinta del Palomo», para que no sigan la pista de las mujeres. Te espero o me esperas en lo alto y procura desorientarlos corriendo de un lado para otro y disparando de cuando en cuando. ¿Vale?
—Vale, Julio. Y hala, date prisa.
Las campanadas estremecían la noche como aletazos de grandes pájaros aturdidos. En cambio, había cesado el clamor de sus perseguidores. Sólo persistían los ladridos de los perros, más codiciosos y testarudos. Cubas se perdió pronto entre los olivos con su carga al hombro. La sangre de su compañero le corría por la cara y sentía junto al oído su ronco agonizar. No quería pensar en nada, sino tan sólo andar y andar lo más de prisa posible, crispado todo su ser en un esfuerzo desesperado. A veces, las ramas de olivos y carrascos le golpeaban el rostro. A veces, los guijos cedían bajo su peso… Entonces daba un traspié, pero se detenía hasta sentirse otra vez firme, y luego proseguía la marcha con más coraje aún. Sólo cuando oyó el primer disparo, lejos y muy desviado de su ruta, aprovechó un desnivel del terreno para apoyar en él el cuerpo de Helio y tomarse un respiro.
—¡Helio! —le llamó entre aliento y aliento.
Helio aún vivía, pero debía de hallarse completamente inconsciente porque ni siquiera se estremeció. Al poco rato, otra vez en pie y andando cuesta arriba, siguió los estrechos cauces de secas torrenteras, cruzando encinares, buscando la espesura y huyendo de los calveros. Así llegó a perder la noción del tiempo y de la realidad, y ya oía los intermitentes disparos de José como otro ruido cualquiera de la noche, y hasta los tropezones y los desgarros en la cara encontraban su cuerpo insensible, como si fuese de madera. Ni advirtió que Helio, tras un último ronquido, dejó por fin de respirar. Caminando, resoplando, resbalando, empapado en sudor y sangre, agarrotadas las manos sobre el cuerpo inerte de su amigo, ciego, sordo, inconsciente, Cubas ya no era un hombre. Era la inercia, únicamente una masa movida por un misterioso resorte de voluntad.
Así hubiera continuado hasta caer reventado. Pero pudo antes alcanzar la cumbre del primer diente de la sierra, donde tenía citado a José y a donde su instinto le había conducido. Sin, duda fue el aire frío que le azotó el rostro lo que le hizo recobrar el conocimiento, y se paró de pronto, sin fuerza para dar un solo paso más, como un juguete al que se le acaba la cuerda. Una montaña de cansancio se desplomó sobre él y cayó de rodillas, quebrado, todo él un dolor vivo, un puro dolor de carne, de huesos y de nervios torturados. Pero aún, antes de derrumbarse, fue capaz de dejar blandamente sobre la tierra el cuerpo de su amigo. Luego se dejó caer él mismo como un fardo, de cara al cielo, ahogándose… Cuando despertó, José cavaba allí cerca, a cuchillo y a uñas, una fosa para Helio. Quiso entonces incorporarse, pero ni siquiera pudo mover los brazos. Estaba amaneciendo.
Estaba amaneciendo en la lejanía del mar y las primeras, temblorosas claridades permitían ya apreciar lo que ocurría en la carretera. A todo lo largo de la misma se veía un reguero de objetos personales o caseros abandonados por los fugitivos en su larga marcha, y a sus márgenes, grupos de retrasados que habían tenido que detenerse, obligados por el cansancio y el sueño. El frío relente de la madrugada hacía buscar a cada uno de estos infelices el calorcillo animal del vecino —familiar, amigo o acaso un desconocido— bajo los capotes o las mantas, en cualquier quebradura del terreno. Así, a primera vista, parecía un campo de batalla donde sólo quedasen los muertos y los despojos de los vencidos.
Lloró un niño y Cubas, que descansaba tumbado al abrigo de una chumbera, se despertó sobresaltado. Le extrañó el blando silencio que le rodeaba y de un zarpazo se quitó de encima el capote que lo cubría. Levantó después la cabeza y escuchó. Todo estaba como muerto a su alrededor. Sin embargo, poco a poco, el llanto del niño que le despertara fue encontrando ecos en otros niños y pronto empezaron a moverse los bultos y a aparecer los rostros tumefactos y lívidos, soñolientos y ojerosos, de las mujeres. Y algunos hombres se pusieron en pie, restregándose la cara con las manos y mirando después ansiosamente a todas partes.
El desperezo duró bien poco. La carretera, que minutos antes aparecía desierta hasta donde alcanzaba la vista, comenzó a cubrirse de figuras y grupos movedizos que iban uniéndose unos a otros hasta formar un espeso hormiguero en marcha. El silencio, al igual que una niebla mañanera por el viento, había sido barrido ya por los gritos, las voces y los llantos, que se confundían en un clamor creciente. El monte seguía oscuro, pero sus cumbres comenzaban a perfilarse sobre un cielo que rápidamente se desteñía, y la lámina del mar, al derretirse las brumas, se salpicaba de luz, dejando ver a lo lejos las torvas siluetas de unos barcos de guerra.
Cubas se incorporó como si hubiera sentido un calambre. Tenía la boca reseca. La barba crecida y las sombras del hambre y del cansancio daban a su rostro un impresionante aspecto casi feroz. Chascó su lengua repetidas veces y se agachó luego para recoger y enrollar su capote. Mientras, el improvisado campamento de alrededor se deshacía y se ponía en movimiento, uniéndose a la muchedumbre que ya cubría la carretera. Hombres, mujeres y niños, agarrándose unos a otros, con los bultos de ropas y enseres al hombro o en las manos, gimiendo, sollozando o gritando unos; en silencio y cabizbajos los más, marchaban por el asfalto como una procesión de fantasmas.
—No tengo nada que darte, mi alma —decía una madre a un chiquillo que le tiraba de las faldas llorando—. Pero pronto encontraremos un cortijo o un pueblo donde nos den algo de comer…
Otros chiquillos mordiscaban rebanadas de pan duro o rabiaban también de hambre.
—Toma, angelito.
Otra mujer, que había oído la respuesta de la madre, ofrecía a su hijo un puñado de negras aceitunas, agregando:
—Alma de Dios. Ellos no tienen culpa de nada.
—Gracias, muchas gracias —contestó la madre. La otra siguió diciendo:
—Claro que ninguno de nosotros tiene la culpa de lo que nos está pasando. ¡A saber quién tiene la culpa! Bien tranquila vivía yo con mi marido y mis hijos el 18 de julio… Se encogió de hombros y agregó: Tendría que ser así…
—Yo ya perdí a mi hombre en Estepona, un hombre como un castillo —replicó la madre, brillándole los negros ojos—. Yo me he quedado viuda y mis hijos sin padre. ¿Qué daño hacíamos a nadie? Él tuvo que salir a defender lo suyo. No había hecho otra cosa en su vida que trabajar siempre que encontraba trabajo. La cosa se iba poniendo mal. «Nos quieren matar de hambre», me dijo más de una vez. «¿Por qué?», le preguntaba yo. Y él respondía: «Porque los ricos lo quieren todo para ellos. No están conformes con la República porque la República quiere hacer algo por los trabajadores. ¿Es justo que a unos les sobre de todo y que otros no tengan nada de nada? No puede ser. Por eso ha venido la República. Pero ahora, los ricos, cuando vamos a pedir trabajo, nos contestan: Anda y que te dé de comer la República». ¿Ves ahora, Remedios, cómo nos quieren matar de hambre? Por eso, cuando estalló la revolución, mi Anacleto se fue a pegar tiros. Cuando se marchó al frente me dijo: «No lo hemos querido nosotros. Han sido ellos los que han empezado el melón. Veremos ahora quién se come la última tajada»… ¡Pobre!
Se le habían saltado las lágrimas y se tuvo que enjugar los ojos con el negro pañolón que le cubría la cabeza. Su hijo devoraba las aceitunas negras. Ella y la otra mujer compasiva caminaban rodeadas de chiquillos. Por delante, otra, joven y escuálida, trataba de engañar con su pecho exhausto al niño que llevaba en brazos.
—¡Pero alguien tiene que pagar todo esto! Si es verdad que hay Dios, alguien tendrá que pagar todo lo que nos está pasando…
Ante este grito de la madre, su compañera hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Y siguieron su camino, perdidas entre la marea humana que, por momentos más gruesa, venía empujando desde atrás, con más fuerza cada vez.
Cubas escrutaba con avidez cuantos rostros pasaban ante él. Al fin se echó a andar contra corriente, por en medio de la carretera. Miraba a un lado y a otro mecánicamente. Su uniforme y sus insignias de comisario llamaban la atención, pero él no se daba cuenta del efecto ni se preocupaba de los rumores que levantaba al hender los grupos y correr a veces de un extremo a otro de la carretera y volver atrás, en otros casos, para cerciorarse con respecto a la identidad de algún fugitivo.
Éstos, los fugitivos, pasaban en pequeñas oleadas, como un rebaño fraccionado, con claros entre uno y otro grupo. Como la luz era aún dudosa, Cubas no se fiaba de su rápida inspección y al quedarse solo se volvía siempre para gritar:
—¡Clara! ¡Clara! ¡Basi!
Los fugitivos no se detenían siquiera. Entonces, él repetía su llamada, que sonaba como un alarido:
—¡Clara! ¡Clara!
A veces alguien ladeaba la cabeza para observarle con expresión atónita, pero en seguida tornaba a mirar hacia delante o al suelo, y la mayoría permanecía insensible e indiferente, completamente sorda a sus patéticas llamadas.
En una de estas ocasiones, al enfrentarse con un nuevo grupo, un hombre le preguntó:
—¿Adónde va, camarada? ¿No sabe que vienen detrás de nosotros los italianos, los moros y la legión?
Cubas, en vez de contestarle, le preguntó a su vez:
—¿De dónde vienes tú?
—De más allá de Fuengirola.
Se habían quedado parados en medio de la carretera, desbordados por los fugitivos. Cubas, mientras hablaba con aquel hombre, giraba sin cesar la cabeza a ambos lados para que no se le pasase nadie por alto.
—¿Y qué?
—Todo está perdido, camarada. Te lo digo yo. Nuestros últimos soldados han abandonado las trincheras y se retiran por donde pueden para no quedar copados. El enemigo viene por la carretera y por la sierra. Y de cuando en cuando nos tiran sus barcos o nos bombardean sus aviones. Así que si quieres contarlo, lo mejor es que te vuelvas. En algún sitio se tiene que organizar la resistencia, digo yo, antes de que el enemigo llegue a Almería.
La inquietud y la movilidad de los ojos de Cubas desconcertaban a su interlocutor, quien le preguntó, en vista de que parecía no hacerle caso:
—¿Es que buscas a alguien?
Cubas habló sin mirarle directamente, atento más bien a lo que pasaba a su alrededor:
—No pensé que fuera tan grande el desastre cuando en Valencia se hablaba de la gravedad de la situación en Málaga. ¡Hemos pasado ya por tantas situaciones que parecían desesperadas…! Madrid fue una de ellas.
Hizo una pausa y añadió:
—Busco a mi mujer y a mis hijos. Vivían en Málaga. Yo estuve con ellos hace un mes. Luego me tuve que ir a Valencia para reorganizar los batallones. Mi mujer y mis hijos han debido de salir al principio con los demás. Tengo buenos compañeros en Málaga, que se habrán preocupado de evacuar a mi familia.
—A lo mejor andan por ahí. La evacuación ha sido un desastre porque todo el mundo asaltaba los coches y los camiones. Muchos vehículos se rompían o se estrellaban, o se quedaban parados por falta de gasolina. En muchos casos ha habido peleas para subirse a ellos…
—¿Tú no has visto a ninguna mujer que se llamase Clara…? —preguntó.
Pero un grito vino a interrumpir el diálogo.
—¡No quiero seguir! ¡No puedo más!
Una mujer se había dejado caer al suelo junto a ellos y se resistía, con las últimas fuerzas que le quedaban, al intento de sus acompañantes de obligarla a seguir. Su voluminoso vientre indicaba su delicado estado.
El interlocutor de Cubas corrió a auxiliarla y por un momento éste se vio empujado por unos y otros, porque se había formado rápidamente un torbellino en torno a la mujer caída, que le cogía a él en el centro.
—¡Dios mío, y va a parir en medio de la carretera! —se lamentaba una anciana.
—¡Sacarla, sacarla fuera! —gritaba otra mujer.
—¡Dejarme, dejarme! —gemía la desgraciada—. No me importa ya que me cojan y me maten aquí. No me importa morir…
Al fin, sudorosa y desencajada, empezó a ceder. Unos hombres la alzaron en brazos, y entonces pudieron ver todos la gran mancha húmeda que había dejado sobre el negro pavimento de la carretera. Cubas no pudo más y echó a correr rumbo al sur.
Rompía el alba. El mar empezaba a ser una llamarada de luz y ésta trepaba ya, como una niebla resplandeciente, por las faldas de la sierra. En su desenfrenada marcha, Cubas se vio al cabo solo. Todo en torno a él se transmutó de pronto. Del griterío y del tumulto había pasado a una calma inmóvil y a una sensación física de paz imperturbable. Sólo el rastro de los fugitivos: cascos, mantas y platos militares, líos de ropa, maletas destripadas, utensilios de cocina, coches y camiones despanzurrados o incendiados, y algún que otro cadáver en las cunetas, le hablaba del paso de una muchedumbre innumerable por allí durante días enteros.
Aquella carretera era la única vía de evacuación de docenas de millares de seres humanos a los que la caída de Málaga en poder de las tropas de Franco había puesto en fuga, perseguidos por los fantasmas del furor y de la venganza de los conquistadores. Soldados, paisanos, mujeres, niños y viejos abandonaron la ciudad y se pusieron en marcha sin tiempo apenas para pensarlo, pues las autoridades republicanas y revolucionarias habían estado reteniendo los permisos para abandonarla hasta el último minuto. El pánico general, alimentado y encrespado por los rumores de otras represalias, provocó la irracional estampida. Primero fue la meta el pueblo inmediato, pero luego se fue distanciando a medida que se alargaban los tentáculos que por ambos lados, por mar y tierra, les tendía el enemigo. De un pueblo pasaban a otro, y lo poco de comer que aún quedaba en ellos ya había sido devorado por las primeras oleadas de fugitivos, tomándolo por las buenas o por las bravas, por cuya razón los que llegaban después se encontraban las puertas cerradas y un ambiente cargado de electricidad hostil, que descargaba en ataques a los rezagados. Por otra parte, los enemigos que durante tantos meses habían agonizado, con el miedo y el espanto clavados en las entrañas, empezaban a abandonar sus escondrijos, como si despertasen a una mañana sin más ley de vida que la del desquite y de la venganza, siendo ésta más patriótica y más justa cuanto más feroz y despiadada. Por ello, algunos de estos madrugadores pagaron a última hora con la vida su impaciencia, pues los que huían eran aún capaces de revolverse en un último esfuerzo por sobrevivir y de acometer salvajemente a todo aquel que se interpusiera en su camino. Sin embargo, la gran mayoría de las víctimas se contaba en el bando de los acorralados, casi siempre mujeres, niños y ancianos…
Tal silencio le hizo mirar alrededor con recelo. Tenía la boca reseca y el aliento le silbaba en la boca y narices. Y sudaba. Se detuvo.
La carretera bordeaba el precipicio de unos profundos acantilados. Diríase una pasarela de equilibrista o una estrecha cornisa en la cintura de la montaña, sobre la vertical del mar. A poco más de quinientos metros de allí desaparecía tras una curva, y en aquel punto quedaba concluso el panorama.
Su instinto se aguzó y, con él, su desconfianza. Sabía de mil casos de amigos y compañeros, también de enemigos, que, en trances como aquél, de movilidad y fusión de los frentes de combate, habían pasado sin darse cuenta al campo contrario, siendo aprehendidos, cazados o ejecutados en el acto. Por eso, después de unos instantes de indecisión, se puso otra vez en marcha, pero no por el centro de la vía, sino siguiendo la línea de la cuneta interior, despacio, atento al menor ruido sospechoso, escudriñando atentamente los alrededores.
De pronto, algo le hizo detenerse de nuevo. Eran dos figuras negras recostadas contra el ribazo. «Parece que se mueven», pensó. En efecto, se movían. Inmediatamente tuvo la certidumbre de que no eran enemigos, y se tranquilizó.
Era una pareja de ancianos. Cubas se acercó a ellos lentamente. Ella yacía tumbada boca arriba, con el rostro cubierto por el pañolón negro. Él, sentado en una piedra, se inclinaba hacia delante, apoyándose con ambas manos en la curva del cayado.
Al oír las pisadas de Cubas, el hombre, que parecía sumido en una especie de modorra, ladeó un poco la cabeza y se echó para atrás el viejo sombrero que le cubría hasta los ojos. Su compañera, en cambio, ni se movió.
La sombra de Cubas cubrió la cara del anciano, que la alzó para mirarle a los ojos. Los suyos eran azules y parecían vacíos de expresión. Sobre su arrugada frente la brisa movía un flequillo canoso.
—¡Señor Anselmo! —exclamó Cubas, asombrado.
Pero el viejo no hizo ningún gesto de reconocimiento.
—¿No se acuerda de mí? —insistió Cubas—. Soy Julio, el marido de Clara…
Se habían conocido en Málaga. El señor Anselmo era un refugiado procedente de un pueblo de la provincia de Cádiz ocupado por los nacionalistas. Había ido a parar a la misma casa de refugiados de la CNT donde Cubas instalara a su mujer y a sus hijos.
—¿No se acuerda de mí, de Julio, el comisario que siempre le daba tabaco?
El anciano cerró los ojos y guardó silencio. Entonces, Cubas se sentó junto a él. Le echó un brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí, sacudiéndolo un poco, como si tratara de despertarlo. E intentó de nuevo hacerle hablar, preguntándole:
—¿No estuvo usted en la guerra de Cuba?
El señor Anselmo movió los labios temblorosamente, sin que brotara de ellos más que un leve gemido, pero hizo un gesto afirmativo.
—¿Me reconoce ahora? —le apremió Cubas, y, tras un nuevo gesto afirmativo del anciano, inquirió—: ¿Ha visto a Clara? ¿Qué ha sido de ella y de los chicos?
El anciano permaneció callado y quieto. Cubas se movió hasta quedar arrodillado ante él y le obligó a mirarle.
—¡Diga lo que sepa!
Los claros ojos del señor Anselmo se habían humedecido.
—¡Ha sido una ruina, muchacho, una ruina! —dijo al fin, temblándole la voz y moviendo tristemente la cabeza.
—Pero ¿dónde está Clara?
El anciano ladeó la cabeza, mirando hacia el Sur.
—Por ahí… —balbució.
Cubas se puso en pie de un salto.
—¿Muy lejos? ¿Dónde, abuelo?
Cubas temblaba de impaciencia. El señor Anselmo, por el contrario, le miraba absorto, como ausente, con una tranquilidad desconcertante. Cubas le contempló un rato en silencio, y viendo que el anciano se había quedado sin palabras o sin fuerzas para hablar, hundió la mano en uno de los bolsillos de su guerrera, murmurando:
—Me parece que todavía me queda un poco de tabaco…
La palabra tabaco hizo parpadear al señor Anselmo. Cubas, que lo observaba atentamente, sacó un paquete empezado y se lo ofreció, diciendo:
—Ya sabe que yo no fumo. Lo llevo para los amigos… Ande, fume.
Tan fuerte fue el despertar del instinto, que el señor Anselmo tendió las dos manos hacia el paquete, dejando caer al suelo la cachava. Mientras Cubas la recogía y se la ponía entre las flacas piernas, sus dedos, temblando de avidez y de debilidad, tomaron uno de los cigarrillos del paquete y empezaron a desliarlo por las puntas para enrollarlo de nuevo y pegarlo. Pero era tal la inseguridad de sus manos, que el aire se llevó más de la mitad del tabaco. Al fin pudo llevárselo a la boca y prenderle fuego con chisquero de mecha. Cubas, que aguardaba pacientemente a que el señor Anselmo terminara todas estas operaciones, tuvo que volver la cabeza hacia el Sur, atraído por un lejano rumor, todavía confuso, que venía de allá.
—Me parece que se acerca algún grupo de gente —dijo en voz alta.
El señor Anselmo, expulsando humo por boca y narices, murmuró a su vez:
—El tabaco mata el hambre, compañero.
Entonces se dio cuenta Cubas de que sentía en el estómago un doloroso vacío.
—¿Desde cuándo no ha comido, abuelo? —preguntó al anciano.
El señor Anselmo miró a su mujer, que seguía tendida inmóvil a su lado, y contestó:
—Cualquiera lo sabe… La pobre… No podía más…
El rumor crecía al otro lado de la curva de la carretera y ya podía apreciarse que era producido por alguna multitud que se acercaba. Cubas volvía de cuando en cuando la cabeza en aquella dirección, intranquilo.
—Bueno, abuelo, dígame ya lo que pasó.
En efecto, el viejo parecía haber recobrado algunas fuerzas y empezó a hablar, intercalando entre frase y frase, y aun entre palabra y palabra, fuertes chupadas al cigarrillo:
—Pues… Corrió el rumor de que «ellos» iban a entrar de un momento a otro en Málaga… Veíamos pasar tropas y más tropas de retirada, que decían que iban para Motril y Salobreña… Entonces todo el mundo cogió lo que pudo de ropa y comida y se echó a la carretera detrás de ellas… ¡Qué pánico, chiquillo! La vieja y yo no sabíamos qué hacer…
—¿Y mi Clara y mis nenes?
—Estaban allí con nosotros. Clara dijo que había que huir. Y lo mismo decía la Basi. Pero ¿cómo, niño? Hasta que, ya de noche, se presentó un compañero con una camioneta a recoger a todo el que quisiera marchar. Montaron Clara y la Basi con los chicos. A nosotros también nos recogieron, pero…
—Vamos, abuelo, vamos…
El viejo dio otra chupada al cigarrillo, que ya no era más que un trozo de papel chamuscado con alguna brizna de tabaco, y continuó:
Nada más salir a la carretera la gente se nos echó encima. Todo dios quería subir a las camionetas: paisanos, militares, mujeres, niños… ¡todo dios! El chófer que llevaba la camioneta no quería parar, porque al que se paraba lo aplastaban… ¡Qué piaras de gente! A pie, en carro, en burro… Al remate se formó el atasco… Muchos se peleaban… El personal parecía haberse vuelto loco. Hubo quien pisaba las manos de los que se agarraban para subir a un camión, y hasta tiros hubo por ello. ¡Peor que la Inquisición!
El señor Anselmo cerró los ojos, como si todavía le escociera el recuerdo de lo que habían visto.
—Vamos, abuelo, vamos —le espoleó Cubas, por momentos más intranquilo a causa del creciente rumor que venía por la carretera.
Se le había apagado el cigarrillo y volvió a utilizar el chisquero.
—Si ya no tiene más que papel… Líe otro.
Pero el anciano arrimó la mecha al papel ennegrecido que tenía entre los labios y dio unas cuantas chupadas más, aunque inútilmente. Entonces empezó a hurgarle con la uña del dedo meñique y, al convencerse de que ya no le quedaba dentro ni una sola brizna de tabaco, lo lanzó al aire.
—¿Quiere contarme lo que pasó, o me voy? El señor Anselmo le miró.
—¿Y qué quieres que te diga? —y le temblaban los labios.
—Lo que sea.
El anciano movió la cabeza de arriba abajo varias veces y volviendo sus ojos a la lejanía del mar, prosiguió su relato:
—Llegó un momento en que el chófer tuvo que parar por no aplastar a la gente que se ponía delante de la camioneta… Entonces se nos echaron encima por todos los lados… —Movió otra vez la cabeza y, tras una pausa, dijo—: No sé cómo, la vieja y yo nos vimos en el suelo. Lo mismo les pasó a ellas y a los chicos… Tuvimos que seguir a pie. A la camioneta ya la había aplastado el personal. Claro, la vieja y yo no podíamos aguantar el paso de la gente joven… Además, teníamos que pararnos muchas veces. Total, que nos quedamos rezagados. Fue lo que nos salvó del ataque…, porque, al amanecer, la aviación enemiga pasó por encima de nosotros y fue a descargar sobre los que iban delante… Oímos bombas, tiros… Debió de ser una sarracina. Cuando nosotros llegamos allá, no quedaban más que los muertos: muchos militares, y también paisanos y mujeres y niños, en medio de un zafarrancho de camiones ardiendo todavía. También había un cañón abandonado…
El anciano se calló, como si le faltaran las fuerzas por haber hablado tanto y apoyó ambas manos en la curva de la cachava.
—¿Y Clara y los niños? ¿No los vieron más?
El anciano movió la cabeza afirmativamente.
Sí, estaban allí. La vieja y yo los buscamos. Vimos a Clara y a la Basi, y a los chiquillos… ¡Todos muertos!
La cabeza del señor Anselmo cayó sobre sus manos. Cubas cerró los ojos, temblando todo él. Luego, bruscamente, echó a correr, carretera abajo, pero a las pocas zancadas, se detuvo, bruscamente también. Acababa en ese momento de doblar la curva un camión militar, a marcha lenta, cargado hasta los topes de personal militar y civil y de pertrechos de toda índole. Agarrado a él marchaba un grupo de soldados y paisanos exhaustos, con los pies a rastras. El camión, un GMC metálico, rodaba quejumbrosamente, inclinado sobre una de las ruedas delanteras, reventada.
Cubas permaneció inmóvil, esperando. Detrás del primer camión apareció otro de iguales características, y luego asomó un tercero, digno de los otros dos. Cuando el primero llegó a su altura, uno de los que se agarraban a él, un oficial joven cuya cabeza cubría una venda ensangrentada, se apartó del grupo y se le acercó, preguntándole:
—¿Qué esperas aquí, camarada?
Cubas se estremeció.
—Vine buscando a mi mujer y a mis hijos, que salieron de Málaga.
—¿Y los has encontrado? —y como Cubas negara con la cabeza, añadió—: Pues ya no puedes seguir más allá. Somos los últimos. Detrás sólo te encontrarás las avanzadillas del enemigo.
—¿Vosotros sois los últimos?
—Sí, camarada. Ha sido un desastre. De aquí para allá —y señalaba hacia el Sur— la carretera está sembrada de muertos y de material abandonado. Nosotros hemos logrado recuperar algunos fusiles y ametralladoras, todo lo que hemos podido, es decir, todo lo que han podido aguantar los camiones.
Se acercaba el segundo camión… El tercero ya había traspuesto del todo la curva de la carretera. Sobre la cabina de su conductor, un soldado tenía sujeta entre sus piernas el asta de una bandera roja que flameaba al viento por uno de sus costados.
Tras él caminaban, dolorosamente, sin formación militar alguna, unas docenas de soldados con los fusiles en bandolera.
—Vente con nosotros —y el teniente cogió por un brazo a Cubas—. No hay nada que hacer, camarada. Te lo digo yo.
Cubas le miró a los ojos. El teniente movió la cabeza en silencio y luego le dijo:
—Estás que te caes…
Los ocupantes de los camiones parecían dormidos y los miraban con expresión absorta, ausente. Cubas suspiró, murmurando después como para sí:
—¡Ya lo he perdido todo!
—Queda mucho por perder, camarada. Puede que esta experiencia nos sirva de escarmiento. Si hubiéramos luchado más unidos…
—¡Bien! —y Cubas se dejó llevar por el teniente. Pero entonces sus ojos toparon con las figuras de los dos viejos.
—¿No podríamos subirlos a uno de los camiones? —preguntó al teniente.
El aludido se encogió de hombros. Fue entonces Cubas quien le cogió a él de un brazo y lo llevó corriendo ante el señor Anselmo, que apenas si los miró.
—Abuelo —le dijo Cubas—, vamos a montarlos en un camión. A ver —y se dirigió al teniente—, llévate tú al viejo. Yo cogeré a la abuela.
Entonces reaccionó el señor Anselmo.
—No. ¡Quietos! Yo prefiero aguardar a la muerte aquí, donde le cogió a ella.
Cubas y el teniente se miraron, atónitos, hasta que aquél se inclinó sobre la anciana. Le descubrió el rostro y entonces pudo comprobar que, en efecto, estaba muerta. El anciano había dejado caer la cabeza sobre el pecho con los ojos cerrados.
—¡Teniente Gálvez, teniente Gálvez! —llamaron desde el camión al oficial que acompañaba a Cubas.
El teniente se volvió al oír que le llamaban. Los camiones se habían detenido y sus pasajeros saltaban de ellos y comenzaban a desparramarse por los alrededores.
—¡La aviación, la aviación! —gritaron algunos.
Pronto, los expertos ojos del teniente Gálvez distinguieron entre los haces de luz de la mañana los cuerpos brillantes, como tres centelleos, de tres aviones.
—¡Vamos, que nos van a freír! —gritó a Cubas, golpeándole en el hombro.
Cubas permanecía con una rodilla en el suelo, junto a la anciana muerta. Como si no hubiera oído la advertencia del teniente, cogió el gran pañuelo negro, lo desplegó lentamente y volvió a cubrirle el rostro con él. Después todo fue rápido, incoherente y fragmentado para Cubas. Primero, un redoble de ametralladoras, y, seguidamente, chasquidos de balas, gritos… Un estruendo de motores, como si se desgarrase un ventarrón en lo alto, como si se rompiese todo a su alrededor… Unas salpicaduras en la tierra, el señor Anselmo derrumbándose y dos agujeros en el pañolón negro de la muerta… La luz, quebrándose en miles de pequeños cristales; el mar, llameante… Crujidos y ayes. Soldados disparando desde las cunetas. El estallido de una bomba sobre un camión… Hierros por el aire… «¡Cabrones!». «¡Cobardes!», y muchos gritos más. Y otra pasada… La gente pegada convulsivamente a la tierra… De pronto, un golpe seco en la espalda y el silencio y la negrura, como si el sol se hubiera caído al agua y se hubiese acabado el día repentinamente.
Cuando Cubas volvió en sí, era de noche. Comprendió que estaba tendido sobre una manta y quiso incorporarse al sentir voces ininteligibles alrededor, pero pesaba demasiado para sus pocas fuerzas y no pudo moverse siquiera.
—Estate quieto, camarada. Hemos llegado a un puesto de socorro y pronto te van a hacer la primera cura. Soy el teniente Gálvez…
Pero Cubas no podía entender las palabras de su camarada y salvador.