Al desembocar por la calle de Carretas se dio cuenta Federico del color ceniciento del aire de la Puerta del Sol en aquella mañana de marzo. Los escaparates de las tiendas, desoladamente vacíos y con los cristales cuadriculados por las tiras de papel engomado, y el mal aliño de las gentes contrastaban con el ornato propagandístico de banderas y carteles en fachadas y balcones. Los tranvías circulaban sin cesar, abarrotados de un público gris, entre el que sobresalían los uniformes y los capotes militares, en torno al viejo y deslucido tinglado del centro de la plaza. Los faroles aparecían pintados de azul. Se veían muchas mujeres entoquilladas o enfundadas en raídos abrigos, calzadas muchas de ellas con botas de paño y zapatillas, portando pequeños capazos y fardeles, que andaban apresuradas, con la única preocupación de hallar alguna cola que anunciase la venta de algo para comer. En las anchas aceras, sin embargo, se observaban los consabidos grupos de curiosos, paseantes y desocupados de otros tiempos, con la sola diferencia de su atuendo, mixto de soldado y paisano. Estaban allí, al igual que siempre, como a la espera de un regalo de la suerte: el extraño negocio, la rara oportunidad, la fortuita combinación, la noticia escandalosa, el comentario zumbón, la hembra desconocida…, sin que, por el contrario, prestasen, al parecer, demasiada atención al desusado movimiento de guardias de asalto por los alrededores del Ministerio de la Gobernación, en cuya torre seguía el reloj que midiera siempre el tiempo de España, pero con el cristal de la esfera roto, e inmóvil la célebre bola. Un grupo de soldados aburridos contemplaba el destrozo que hiciera un obús en la boca del «metro».
La Puerta del Sol continuaba siendo el corazón de la gran ciudad, si bien pareciese ahora cansado, con latidos más débiles al cabo de una larga agonía que duraba ya casi tres años. Treinta meses de asedio militar, de cerco, de castigo diario, viendo morir a todas horas a sus habitantes en cualquier esquina, bajo chaparrones de metralla, hambrientos, ateridos, dando un ejemplo de terquedad ibérica superior a todos los ejemplos anteriores. Por aquí y por allá, los grandes letreros con la frase «No pasarán», eran como la voz desesperada y desafiante de unas gentes —las de la ciudad— famosas en mil historias de picaresca y en incontables chistes para asombro de provincianos, y famosas también por sus desplantes y sus posturas aguerridas, cuando su frivolidad cortesana se tornaba en remango arrabalero y popular.
Federico torció a la derecha y se detuvo a contemplar el escaparate de la histórica librería de San Martín. Pocas cosas ofrecía: sólo algunos folletos de propaganda antifascista, y tres o cuatro títulos, entre ellos Doy fe, Un año con Queipo… Al tropezar sus ojos con El ajedrez internacional, se sonrió. Entonces advirtió, a través del empañada y sucio cristal del escaparate, la borrosa imagen de un hombre situado a su espalda, que parecía seguir atentamente todos sus movimientos, y se volvió, rápido, hacia él.
El hombre dio un respingo y le miró, un poco temblón. Tenía el pelo casi completamente blanco, manos finas de venas abultadas y un mirar triste y avergonzado. Se arropaba con un gabán que debió de ser bueno mucho tiempo ha, y se cubría el cuello con una bufanda negra. Tenía arrugas profundas en el flaco rostro de barba cana sin rasurar y una arrastrada sonrisa en los blandos labios.
Federico le miró al pronto duramente y apercibido, pero cambió de actitud a las primeras palabras del anciano:
—Perdone, camarada. No quería molestarle. Sólo que… Federico le escuchaba en silencio y sin hacer el menor gesto, impasible, y el viejo añadió, acentuando su sonrisa de escasos y negros dientes:
—Era por la colilla, ¿sabe? No quería perdérmela. Me acabo de tomar un caldo ahí —y señalaba al Café de Levante—, pero no he podido fumarme el mejor pitillo del día, ¿comprende? No crea, tengo dos hijos y tres nietos en el frente…
Por fin habló Federico:
—¿Voluntarios?
El anciano dudó un momento ante la mirada fría y penetrante de Federico, y luego contestó:
—Uno de mis hijos, sí. Es socialista. El otro y los nietos, por sus quintas.
El capitán sonrió.
—Eso quiere decir que tiene de todo: un voluntario, otro de la quinta del saco y tres de la quinta del biberón, ¿no es así? El anciano movió la cabeza en sentido afirmativo, agregando:
—Y no es eso lo peor, sino que uno se encontrará a estas horas en Francia y los otros están enrolados en el Cuerpo de Ejército de Barceló. Así que…
Federico, que entretanto había escondido una de sus manos bajo el capote, la hizo reaparecer ante los ojos de su interlocutor con un cigarrillo.
—Tome —le dijo—, ahí tiene para dos veces. Pero que conste que no me creo lo del hijo socialista y voluntario, ¿estamos?
El anciano se lo arrebató nerviosamente, brillándole los ojos y temblándole los labios de avidez, y le dijo después:
—Se lo juro, capitán. Él salvó a su otro hermano… y también a mí, aunque yo no me metí nunca en política. No me gusta la política de ahora, ¿sabe? En mis tiempos era otra cosa —y como Federico guardara de nuevo un frío silencio, añadió—: Así que no sé lo que va a ser de ellos, ni de todos nosotros ahora, con este nuevo jaleo que anuncia la Prensa. Era lo que nos faltaba, porque ya está bien de sangre, ¿no le parece?
—¿Usted cree?
—Claro, hijo, claro. Ya le he dicho que no entiendo de política, pero, a pesar de ello, creo que todo lo ocurrido en España desde el 18 de julio es una locura, y usted perdone, y esto que empieza ahora, el delirio. Dicen, dicen… —y otra vez vaciló al hablar— que habrá una segunda vuelta después que pase esto. ¿Usted también lo cree?
Federico movió la cabeza negativamente.
—No, no lo creo así —contestó—. Puede usted estar tranquilo. Ésas son rumores derrotistas, bulos de la quinta columna. El anciano bajó los ojos, murmurando:
—Si al menos acabara pronto la guerra. Dicen… Pero Federico le cortó con su saludo de despedida:
—¡Salud!
—Salud y gracias, capitán. Que…
Pero ya el capitán le daba la espalda. Entonces el anciano se arrimó a la pared para ocultarse a la mirada de los curiosos y partió en dos el cigarrillo.
El Café de Levante, grande, sucio, destartalado, estaba repleto de parroquianos pegados al mostrador unos, o formando nutridos corros en torno a las mesas los más. Olía densamente, a sebo, a tabaco picante y a ropa vieja y sudada. En sus paredes figuraban muchos carteles de propaganda antifascista, algunos despegados ya, o de advertencias sobre el trabajo de espías, de esparcidores de bulas y rumores derrotistas, mostrando hercúleas figuras de obreros con las siglas CNT y UGT sobre la camisa, de combatientes aguerridos y de descomunales orejas pertenecientes a simiescos espiones.
Era un público abigarrado, compuesto en su mayoría por militares, si bien no se observara una verdadera uniformidad en su atuendo: chaquetones de cuero, capotes, gorras de plato y pasamontañas, pantalones rectos o abombados, alpargatas o altas botas de cuero, guerreras o cazadoras… Los oficiales se distinguían por la estrella roja de cinco puntas y los galones dorados, y también por el correaje y las pistolas, aunque algunos aparecieran visiblemente sin armas y, por el contrario, las mostrasen quienes no ostentaban graduación alguna. También había entre ellos mujeres de aspecto y modales desairados, provocativas, que asediaban a los hombres y alternaban con ellos desenfadadamente. Bien visible, por cierto, destacaba uno de los carteles previniendo a los soldados contra las enfermedades venéreas, «que causan más bajas que las balas fascistas».
Pese a tal concurrencia, el tono de las conversaciones era más bien moderado, confidencial, sobre el único periódico de la mañana, Castilla Libre, de la CNT, cuyos comentarios eran favorables en un todo al coronel Casado.
Se hablaba con reserva, cruzándose miradas de recelo entre grupo y grupo. Había quien se deslizaba disimuladamente entre ellos, a la caza, sin duda, de palabras y comentarios, provocando miradas de desconfianza y alusiones a uno de los carteles donde se leía: «Ojo, antifascista: el enemigo escucha». Nada más entrar allí, Federico se percató del ambiente confuso, contradictorio y temeroso que predominaba. Aquellos hombres eran convalecientes de los hospitales de sangre, o se hallaban gozando de breve permiso, o pertenecían a centros de recuperación, o estaban adscritos a algún servicio de la retaguardia, o, en algunos casos, eran simples emboscados, desertores o enemigos con documentación falsa. En cuanto a las mujeres, era claro que se alistaban en la clase de prostitutas profesionales. No faltarían tampoco agentes del SIM ni de las organizaciones clandestinas del adversario. En cualquier caso, todos se hallaban profundamente turbados por las noticias de la Prensa concernientes a la constitución de la Junta de Casado, en pro la de la mayoría de los periódicos y furiosamente contrarias las de los comunistas.
Presionando en busca de la línea de menor resistencia entre los que se agolpaban en el mostrador, pudo al fin asomarse a él. Al otro lado de la barrera atendían al público unos hombres viejos y cansados que no parecían tener el menor interés en su trabajo. Consistía éste en verter en tazas y vasos el contenido de unas perolas que les traían de la cocina, negruzco el del supuesto café y blancuzco el del supuesto caldo.
—¡Eh, camarada, que ya me toca a mí! —gritaba uno en el momento de aparecer Federico.
Pero el camarada del cazo se limitó a mirarle y encogerse de hombros para darle a entender que tuviera paciencia, porque no podía dar abasto a tantas peticiones. Luego se entabló una disputa.
—¡Cuidado, camarada, que es para mí! —alegó un soldado con la cabeza vendada, tratando de apoderarse de una de las tazas.
—¡Rin, rin, todos los días quieres, y los domingos dos veces! —replicó una mujer gorda y descarada, birlándole la codiciada taza humeante.
El así burlado se la quedó mirando sin saber qué hacer ni qué decir. Ella, poniéndole en la mano un arrugado billete, añadió, al tiempo de guiñar un ojo:
—Anda, paga; que no se diga que eres un primo —y al volverse de espaldas a él, aún le soltó otra chulería—: ¡Qué porquería, mi novio es de infantería!
Federico, con un cigarrillo entre los dedos para mostrárselo al hombre del cazo, gritó entonces:
—¡Un caldo, compañero!
El otro iba a hacer ya su acostumbrado movimiento, pero al ver el cigarrillo que le ofrecía, cambió su gesto agrio e indiferente por otro plenamente amistoso.
—¡Va, compañero! —gritó a su vez.
Vertió rápidamente un cazo del líquido blancuzco en una taza y colocó ésta frente a Federico con una mano mientras con la otra se apoderaba del cigarrillo y lo echaba en una caja, bajo el mostrador.
Al darse cuenta de la maniobra, algunos de los que esperaban pacientemente su turno se revolvieron, pero no contra Federico, que había procurado desaparecer inmediatamente de allí, sino contra el camarero.
—Como te atrevas a repetir la faena, te juro que te tragas una bomba de mano, mamón.
—¡Desgraciado! —se desahogó otro—. Pues no se vende por un pitillo… Te aseguro que cuando llegue la segunda vuelta, vengo por ti, hombre.
Pero el del cazo no se dejó impresionar.
—¿Es que no vais a fumar más que vosotros?
—Pues vente al frente, majo.
—¿Para qué, valiente? ¿Para ver la paliza que les damos ellos a nosotros?
Algunos de los circunstantes rieron, y uno de ellos remató así el incidente:
—Anda, y que no tiene cara el fulano… Más cara que san Alejandro, que se murió de paperas…
Federico, entretanto, tenía que hacer mil equilibrios para que no se le derramase el caldo mientras se dirigía hacia una de las mesas desde la que alguien le hacía señas con una mano.
Cuando pudo llegar hasta allí, indemne, y dejar la taza sobre el mármol, saludó:
—¡Salud, Cubas!
—¡Salud, Olivares! Sabíamos que te encontraríamos aquí.
—¿Y qué hacer? No hay otro sitio en Madrid donde se pueda tomar algo caliente por las mañanas —y dirigiéndose al otro contertulio, añadió—: ¡Salud, Trujillo!
—¡Hala, coño, siéntate! —y mientras Federico tomaba asiento entre ambos, añadió—: A ver si ahora podemos fumar, hombre.
—Deja primero que me tome el caldo, ¿quieres?
—Sí, hombre, sí.
Cubas, el comisario de guerra, era un tipo corpulento, moreno, de mirada grave y profunda, que rondaba los cuarenta años. Tenía modales, andar y habla de campesino, pero de campesino pulido por una cultura de autodidacta que había pasado directamente, siendo ya adulto, de las primeras letras a tratados de historia y de sociología.
—Mira que eres pesado con tu dichoso vicio del tabaco, Trujillo. —Después, dirigiéndose a Federico, agregó—: Hasta que tú has venido no ha habido forma de hablar seriamente con él, porque dice que no es hombre hasta que se fuma el primer pitillo, del día. ¿Qué te parece? ¡Vaya un revolucionario!
El delgado rostro de Trujillo parecía una proa al enfrentársele y decirle:
—¿Es que el fumar sólo es cosa de burgueses?
—No, hombre, no, pero tu obsesión por el tabaco en circunstancias como las que estamos viviendo me parece una niñería.
El teniente hizo un mohín de desprecio.
—Claro, como tú no bebes, ni fumas, ni tienes ningún otro vicio pequeño…
Federico, mientras sorbía los restos del caldo, hizo un ademán apaciguador, que cortó el tiroteo de pullas entre sus amigos. Al sacudir después la cabeza, como espeluznada, le dijo Trujillo, riendo:
—No pienses de dónde habrán sacado los zancarrones de burro o de mula para hacer ese caldo, hombre. Yo por eso tomo café, que sé que es cebada…
—¿Quieres callarte, zopenco? —y Federico se pasó el dorso de la mano por los labios.
Cubas, sonriendo, intervino:
—¿Y qué más da que los huesos sean de buey o de asno, vamos a ver? —y ya serio añadió—: En fin de cuentas, todo se reduce a hierro, fósforo…
—Ya, ya —le interrumpió Federico—. Ya lo sabemos, pero es que también cuenta la imaginación.
—Tienes razón —accedió Cubas meneando la cabeza—. Ella es la que nos amarga la vida.
Federico puso entonces una mano sobre su hombro, dándole unas amistosas palmadas.
—O nos la adorna, Cubas, o nos la adorna. Porque, ¿qué sería la vida sin imaginación?
—Más fea, desde luego, pero más verdadera.
Federico sonreía.
—No se puede ser tan materialista, Cubas.
Cubas le miró a los ojos gravemente; pero, de pronto, quebrando su gesto adusto con una leve sonrisa que fue más bien mostrar la robustez y blancura de sus dientes, murmuró:
—Bueno, dejemos eso ahora y vayamos al grano, ¿quieres?
—De acuerdo.
Federico sacó entonces un pitillo y lo partió en dos, dando una de sus mitades a Trujillo y quedándose con la otra, y en seguida se pusieron ambos a liar sus respectivas pajillas mientras Cubas se entretenía en trazar círculos con un dedo en el sucio mármol de la mesa. Hasta ellos llegaban la vaharada de olores turbios y el monótono runrún de las conversaciones. De cuando en cuando sentían el roce de alguien que pasaba junto a ellos, empujándolos por detrás o apoyándose en los respaldos de sus sillas, y hasta algún codazo que otro. Se oían risotadas y tacos sonoros, y las palabras camarada y compañero en voz alta para llamarse. Una mujer gorda pasó contoneándose junto a otro grupo, deteniéndose después para quitarle a uno el cigarrillo que tenía en la boca y darle un par de chupadas, a cambio de que su dueño le palpase y le palmease las nalgas.
Cubas permaneció en silencio hasta que vio echar humo a sus amigos por boca y narices.
Entonces preguntó a Federico:
—¿Cuándo nos volvemos al frente?
Federico expelió el humo lentamente y luego movió la cabeza en sentido negativo.
—¿Volver al frente? Imposible. Los comunistas han debido de cortar ya la carretera de Guadalajara. Por otra parte…
—Pero hemos de hacer algo, ¿no?
—Nada, Cubas, nada.
—¿Cómo que nada?
Federico remachó:
—Lo que oyes. Por lo menos, yo no pienso hacer nada. Estamos metidos dentro de una ratonera; pero, aunque no fuera así, me quedaría igualmente en Madrid. Claro está —añadió al observar el fruncimiento de cejas de Cubas— que vosotros sois muy dueños de hacer lo que os parezca mejor en estas circunstancias.
—Yo haré lo que tú hagas —se apresuró a decir Trujillo—. Hemos estado juntos toda la guerra y juntos hemos de continuar hasta el fin.
Siguió un silencio. Cubas había palidecido y cerrado los ojos. Soltó bruscamente después el aliento contenido y, golpeando la mesa con el puño, exclamó:
—¡Y qué fin, Trujillo, y qué fin!
—Sí y ¡qué fin! —repitió Federico suspirando.
—Es una vergüenza, Federico —y Cubas le miró a los ojos con rabia en los suyos.
—Y tanto. ¿Por qué hemos de ser nosotros beligerantes en él? Lo he estado pensando durante muchas horas la noche pasada y he decidido, pase lo que pase, estarme quieto y no tomar partido por ninguno de los dos bandos. ¿Otra guerra civil entre nosotros? —Sonrió amargamente y añadió—: Bastante tendremos que lamentar la primera durante toda nuestra vida para meternos en otra. ¡Ni pensarlo, vamos, ni pensarlo! Yo no quiero caer tan bajo, Cubas, y no caeré.
—Pienso igual que tú —dijo Trujillo.
Cubas miró a ambos, pero como si no los viese, y siguió una nueva pausa hasta que al fin dijo, abatiendo otra vez la mirada:
—Puede que estés en lo cierto, pero… —volvió a mirar a Federico y, ya más vehementemente, le preguntó—: ¿No comprendes que serán los comunistas los que nos obligarán a luchar?
—¿Por qué?
—Pues muy sencillo. Ellos son incomparablemente más fuertes que los de la junta. Las tropas que defienden a Madrid pertenecen al 1.º, 2.º y 3.º Cuerpos de Ejército, al mando de los comunistas Bueno, Ortega y Barceló. Eso aquí, que en Levante son los amos. Además, tienen los tanques, los guerrilleros y la aviación. ¿Y con qué cuentan, en cambio, los de la junta? Pues prácticamente sólo con nuestro Cuerpo de Ejército, el 4.º, al mando de Mera, y con alguna otra Brigada suelta que no podrá moverse. ¿Es verdad o no?
Federico y Trujillo, afirmaron con un movimiento de cabeza.
—¿Quéréis decirme entonces qué es lo que va a pasar? —continuó diciendo Cubas—. Pues que los comunistas se merendarán a los de la junta en menos de cuarenta y ocho horas. Después habrá que continuar la guerra contra el fascismo, ¿no? Creo que está bien claro. Bueno, pero ¿qué hacemos nosotros entretanto? ¿Unirnos a los comunistas, o dejar que nos aplasten? No existe una tercera solución. Y como por encima de todo somos antifascistas… Yo a lo de Casado no le veo ni pies ni cabeza. De acuerdo con los comunistas hubiera sido posible todo; en contra de ellos, nada.
Federico, que había seguido atentamente los razonamientos del comisario, moviendo la cabeza, unas veces en sentido afirmativo y en sentido negativo otras, le replicó:
—Pues existe una tercera posición: cruzarse de brazos, no intervenir en el conflicto, ya que hemos tenido la suerte de que nos sorprendiese fuera de nuestras unidades. No hay duda de que los comunistas son, con mucho, los más fuertes, pero no utilizarán toda esa fuerza en el sentido que tú imaginas, no. Lo que tú acabas de decir lo saben también los hombres y las organizaciones que han formado la Junta, y mejor que tú y que yo, y no podemos creer que hayan pretendido tan sólo suicidarse.
—No, claro que no, pero…
—Según mis informes —siguió diciendo Olivares—, los de la Junta cuentan con que los comunistas hagan una oposición simbólica para salvar su prestigio con vistas al futuro. No tienen prisa ni les importa una derrota parcial. Lo contrario que a nosotros. Por eso no pasarán de esa demostración de protesta. Claro que ello va a costar la vida a muchos antifascistas. Eso es lo que más me duele. Y es precisamente por este detalle por lo que no dispararé ni un solo tiro en esta segunda guerra civil. Desengáñate, Cubas, hemos llegado al fin irremediable. Estamos vencidos, y no hay que darle más vueltas. A mí también me ha costado mucho admitirlo, pero es así y no de otra manera.
Trujillo, que había pinchado con un alfiler la colilla para apurar hasta la última brizna de tabaco, intervino para decir:
—¿Matarnos entre nosotros mismos? No seré yo quien lo haga. ¡Ni hablar!
—Es más —añadió Federico—, le he pedido a Matilde que me lleve al hotel mi ropa de paisano. En cuanto me la ponga esta tarde, se habrá acabado para mí la guerra.
Cubas, de codos sobre la mesa y con el rostro oculto en las palmas de la mano, guardó silencio. Federico y Trujillo cruzaron entre sí una mirada y quedaron también callados. Por la profunda y agitada respiración del comisario comprendieron ambos la dolorosa lucha interna de éste, su íntima desesperación y congoja. Al cabo de un rato, murmuró, restregándose los ojos:
—¿Y para eso se lo ha jugado uno todo?
Luego miró a sus amigos, brillándole intensamente la mirada.
—Me quedé sin mujer y sin hijos, y hasta di por perdida la revolución, pero conservaba la esperanza de ganar la guerra. Y ahora ¿qué? —movió violentamente la cabeza y añadió con energía—: ¡No, no puede ser! Tenemos que estar equivocados, Federico. ¿Qué va a ser de tantos miles de hombres, mujeres y niños? Ya no pienso ahora en mí, pienso en ellos, ¿comprendes?
Estaba a punto de estallar en él la desesperación.
—No van a fusilar a todo el mundo, digo yo —y Trujillo le golpeó amistosamente en el hombro.
—¿Fusilar? ¿Es que no hay algo peor que eso? ¿No comprendes que es peor mendigar la vida, verse aplastado, ser un vencido para siempre? —replicó Cubas, más y más enardecido—. Creo, que tenía razón la Pasionaria cuando dijo que vale más morir en pie que vivir de rodillas.
Los miraban descaradamente ya desde las mesas próximas, algunos de cuyos ocupantes se acomodaban para oír mejor, ávidos todos ellos de cualquier comentario que los orientase en el laberinto de tantas conjeturas y suposiciones. Federico, dándose cuenta de la atención que despertaban, hizo una seña al comisario para que bajase la voz, y Cubas le obedeció como sorprendido.
—Yo creo que no está todo perdido, Cubas —le dijo—. Precisamente la Junta que se ha creado trata de evitar la última matanza y que, los que así lo deseen, puedan salir de España y librarse de ese martirio que tú acabas de exponer.
—¿Adónde, Federico? ¿A un campo de concentración en Francia?
—No, hombre, no. A América. Allí hay mucho que hacer hasta desde el punto de vista revolucionario. Otra vez se irá allá la mejor gente de España.
—¿A América? —y Cubas le miró como un niño a quien le hablan de algo que ya le suena a quimera.
—Volveremos cuando acabe la guerra mundial, esa guerra que va a estallar dentro de nada entre el fascismo y las democracias.
—¡No me mientes las democracias, Federico! Bien nos han explotado y engañado. Ahora que no les arriendo las ganancias. ¡Bien lo van a pagar todas, bien!
—¿Democracias? ¿Rusia? ¡Mierda para todas ellas! —Trujillo escupió rabiosamente al suelo.
—Bien, bien, pero ellas son nuestra única esperanza a pesar de todo, compañeros —dijo Federico.
—No me digas que no es triste que tengan que vengarnos Hitler y Mussolini de franceses e ingleses, ¿eh?
—Ni lo pienses, Cubas —afirmó Federico categóricamente—. El fascismo tiene que desaparecer del mundo. De eso estoy tan seguro como de que ahora es de día.
Se habían acalorado. Era aquél un tema que les dolía hasta el paroxismo. Era ese hierro candente que no se puede resistir, y como tenían que reprimirse, optaron ambos por morder las palabras y finalmente dejar la cuestión, porque en el fondo ambos pensaban lo mismo. Trujillo aprovechó la pausa para decir:
—Para que veáis cómo están las cosas, os voy a contar lo que me pasó el otro día en el Estado Mayor de la División donde el hermano de mi mujer es teniente gobernador de un Cuartel general, cerca de El Escorial. Pues fui allí, como siempre, para sacarle tabaco y algunos botes de carne y de leche para los chicos, pues, como él es soltero, no se acuerda nunca de estas cosas. Mi cuñado no me dio tanto como otras veces y noté algo raro en el ambiente, pero al pronto no hice caso. Cenamos opíparamente para estos tiempos y cuando estábamos tomando el café, va y le dice el jefe de Estado Mayor a uno de los oficiales: «Pon la radio, a ver qué dice el parte de esta noche». Se levantó el fulano y encendió la radio. Todo el mundo se quedó callado y, de pronto, empezó a oírse el parte. A lo primero lo tomé por el nuestro, aunque no era la voz de siempre, pero al ver que aquellos hijos de puta lo escuchaban con el brazo extendido, a lo facha, comprendí que era el parte de guerra de los otros. Me dio un vuelco el corazón, pero me dije para mis adentros: «Trujillo, te están tomando el pelo estos cachondos…». Pero qué tomadura de pelo ni qué leche. Aquella iba en serio.
—¡Cabrones! ¿Y por qué no te cargaste allí mismo a todos ellos? —le preguntó Cubas rechinándole los dientes—. Si llego a estar yo allí…
Trujillo siguió contando:
—No creas que no se me ocurrió. Pero estaba solo. Lo que hice fue salir de estampía. Mi cuñada corrió tras de mí y me dio alcance. Entonces empezó a decirme que no fuera tonto, que la guerra está perdida, que hay que salvarse como sea. Que ellos estaban en contacto con la Falange y con el Socorro Blanco. Por eso no podía darme más suministro el muy cabrón. Y qué sé yo cuantas más hijoputadas me dijo. Hubo un momento en que lo vi muerto, pero no quise mancharme con la sangre de uno de la familia. Le tiré el macuto a la cara y le dije todas las perrerías que se le pueden decir a un hombre, y luego eché carretera adelante hasta que me recogió uno de los camiones de suministro.
—¡Cómo para meterlos a todos debajo de un tanque! —exclamó Cubas.
—Sí —dijo Federico, también pálido de rabia y, después de una pausa, agregó—: Claro que traidores los ha habido siempre en todos los campos. Estoy seguro de que si la situación nos fuese favorable a nosotros, muchos de la otra zona estarían ensayando a levantar el puño. Y, si no, acordaos de aquel jefe de guerrilleros que solíamos pasar a la otra parte por el Tajo. Aunque nunca nos quiso decir los nombres de los peces gordos comprometidos en Burgos y Zaragoza, lo cierto es que siempre se traía de allí una información estupenda.
—Siempre hay tipos que juegan sólo a ganar. ¡Maldita sea la madre que los parió! —barbotó Trujillo.
Cubas asintió con un movimiento de cabeza y Federico murmuró:
—Así es. Es triste, pero así es.
De pronto se oyó una bronca voz que gritaba:
—¡Camaradas, compañeros, hermanos! ¡No pasarán!
Y, como electrizados, los grupos de las mesas, puestos unánimemente en pie, y todos los que se hallaban junto al mostrador, empezaron a corear el grito, levantando los puños cerrados sobre sus cabezas.
—¡No pasarán! ¡No pasarán! ¡No pasarán!
También Federico, Cubas y Trujillo se unieron inconscientemente al clamor, transfigurados por el viejo entusiasmo de la lucha.
Era el grito rabioso y estremecedor que surgió en las calles de Madrid cuando se vio abandonado y solo en un siete de noviembre. Ahora sonaba mucho más dramático, mucho más lúgubre, como única razón de quienes se encontraban perdidos en un seis de marzo. Perdidos, pero no quebrados, ni arrodillados ni arrepentidos.
Los curiosos y paseantes de la acera del café tuvieron dos reacciones muy distintas: unos desaparecieron de allí, como barridos por el miedo, y otros penetraron en él para unirse al tumulto.
Cubas, pálido y con las venas del cuello henchidas, subió de un salto encima de la mesa y, extendiendo los brazos, se puso a gritar:
—¡Compañeros! ¡Camaradas!
Más que su voz, que no podía oírse, fue su gesto quien poco a poco fue atrayendo la atención de los vociferantes, hasta conseguir que todos aquellos seres fuera de sí le miraran y decreciera un tanto la ola de sus voces, oportunidad que él aprovechó para dirigirles la palabra:
—¡Compañeros, camaradas! Ha llegado la prueba suprema. No nos vamos a echar atrás ahora, después de treinta y dos meses de guerra, ni a olvidarnos de que sólo hay un enemigo frente a nosotros: el fascismo. No nos importa lo que digan los de la Junta ni sus adversarios. Sólo nos importa que el fascismo no pase, que Madrid sea su tumba o la nuestra. —Advirtió entonces algunas muestras de impaciencia y de disentimiento y, para cortarlas de raíz, apeló a los vítores:
—¡Compañeros, camaradas: viva la libertad!
—¡Vivaaa!
—¡Viva España libre!
—¡Vivaa!
Saltó al suelo y dijo a sus amigos:
—Vámonos.
Salieron. La Puerta del Sol, resonante, parecía encogerse. Sólo circulaba la gente por la acera contraria. Los guardias de asalto, desplegados en torno al Ministerio, aguardaban, nerviosos, la aparición del peligro. Sin embargo, los tranvías amarillos continuaban, impertérritos, sus lentos viajes. En el Café de Levante continuaba el fragor de las voces y ya empezaban a salir de él grupos cantando himnos revolucionarios.
—Comprendí de pronto que era necesario animar a la gente —murmuró Cubas—, pero sin lanzar a unos contra otros, y eso es lo que he querido hacer.
—Y has estado como Dios —dijo Trujillo.
—No se podía decir otra cosa —confirmó Federico—. Me parece muy bien lo que has hecho.
Siguieron ya en silencio hasta alcanzar la embocadura de la calle de la Montera. El Café de Levante se había vaciado ya en su acera y los grupos empezaban a detenerse sin saber adónde dirigirse.
—¿Adónde vais vosotros? —preguntó Trujillo. Cubas se encogió de hombros.
—Por ahí. Quiero ver lo que pasa.
—Yo, a la calle de Fortuny. He de hablar con Molina antes de nada —manifestó Olivares.
—Pues yo voy a llegarme hasta Intendencia a ver si consigo algo de suministro. Los chavales están lampando, y ellas no entienden de Juntas ni de revoluciones. ¿Vais a sacar vosotros el rancho en frío? —y como Federico y Cubas hicieran un gesto negativo, añadió—: Pues entonces dadme vuestro salvoconducto para que pueda sacarlo yo. ¿Qué os parece?
Los otros le dieron los papeles respectivos y Federico dijo después:
—Podríamos vernos esta noche en el hotel para cambiar impresiones.
—De acuerdo.
—De acuerdo.
Y se separaron. Cubas se dirigió hacia la calle de Alcalá, Federico siguió Montera arriba y Trujillo fue a hundirse en la boca del «metro» más próxima.
A Federico no le sorprendió la inusitada animación que se advertía en el vestíbulo y en las demás dependencias del piso de la calle de Fortuny donde estaba instalado el Comité Local de Madrid, dados los extraordinarios acontecimientos del día.
—¿Es verdad que los comunistas están ya en la Cibeles? —le preguntó Madriles nada más verle.
Federico se encogió de hombros y pasó de largo ante él en dirección a las oficinas. Por supuesto, las secretarias no habían desenfundado siquiera las máquinas de escribir y se limitaban a atender los teléfonos y a tomar alguna breve nota con lo que les decían los que continuamente entraban y salían procedentes de la calle. Todo era allí rumores y desconcierto.
Volvió a tropezarse con el mismo sujeto de la noche anterior, de quien Madriles le informara que era el secretario general de Ventas, que volvió a saludarle con un rotundo «¡Salud, compañero!», lamiéndole, a la vez, con la mirada. En aquel momento decía Marina a los allí reunidos, que ocupaban por entero las habitaciones y los pasillos, de pie o sentados de cualquier manera:
—El Comité sigue reunido y, por el momento, no hay más noticias que las que todos conocéis. Hasta que se reciban los informes de todas las barriadas y de los compañeros del frente, no será posible hacerse una idea clara de lo que está ocurriendo en Madrid. Tan pronto como el Comité la tenga, la dará a conocer a todos. Esto es lo que me acaba de decir el camarada Molina.
Hubo gestos de impaciencia, junto con otros de resignación, entre los oyentes. Era evidente, por otra parte, la ansiedad de todos aquellos hombres vestidos heterogéneamente, correligionarios del montón, depauperados por el hambre y las privaciones, entre los que abundaban los mutilados de guerra, los inútiles para el servicio activo y los de edad más que madura. Ninguno fumaba, bien porque no tuviesen tabaco o porque fueran tan raquíticas sus provisiones que no quisieran compartirlas con nadie, o también porque no se atrevieran a lo que algunos considerarían una provocación. Federico reconoció algunos combatientes de los primeros tiempos, cuando las milicias se batían desordenadamente, sin apenas armamento, sin organización y sin más disciplina que la real gana de cada cual. Estaban allí algunos de los que, al principio, lo mismo hacían chistes, mientras disparaban contra los legionarios y los moros, que salían huyendo porque alguien había divisado entre los olivos a la caballería mora o a las tanquetas italianas, o que, sin más, abandonaban el frente con su fusil para pasar la noche con la parienta. Él los había visto muchas veces esperar la caída de algún compañero para hacerse con su fusil, atacar a pecho descubierto, pelear sin mandos, a la ventura, o echar a correr hacia retaguardia, presas del pánico, sin ningún motivo que lo justificase. Allí se veía a Justino, aquel del brazo cortado a ras casi del hombro, que, sorprendido por un moro cuando se encontraba sin municiones, se agarró furiosamente a él y lo mató a mordiscos en la garganta. Y Pepe, el malagueño, aprendiz de torero en su día, que perdió una pierna bajo la cadena de un tanque después de haber incendiado otros dos con botellas de gasolina. También advirtió Federico rostros desconocidos. ¿Quién sería ese tipo de gafas con aspecto de funcionario? ¿Y ese otro con la cruz roja sobre el gorro? ¿Y aquel cuyas miradas no podían disimular el asombro y el oscuro temor de encontrarse allí? Seguramente emboscadas de última hora, o neutrales, o posibles enemigos que aguardaban el triunfo de los franquistas a la sombra de un carnet antifascista. Oportunistas, en fin, ahora sumisos, pero quizá lobos encarnizados mañana cuando se les exigiera una prueba de adhesión a los triunfadores. La guerra civil, en definitiva, gloriosa y desvergonzada, generosa y ruin, sublime o sórdida, según cada uno de sus mil aspectos, pero siempre trágica, delirante, destructora y envilecedora, porque en ella el odio, la falacia y la traición pueden ser consideradas grandes y heroicas virtudes también.
Federico tropezó al fin con los ojos de Marina y ambos se saludaron con la mirada, añadiendo ella un movimiento de cabeza en dirección a la puerta de la Secretaría general, donde permanecía el Comité reunido en sesión permanente. Entendió fácilmente su significado y se dirigió hacia allí, abriéndose paso, con mucho comedimiento, entre los que obstruían el pasillo.
Encontró reunidos solamente a Molina, Tudela y Raimundo.
—¿Y los demás? —preguntó después de un breve saludo.
—Ángel está en el Ayuntamiento y Ramírez en el Ministerio de Hacienda, donde se encuentran Casado y los demás miembros de la Junta. Por lo que hace a Lavilla, a ése no lo veremos ya hasta que pase la tormenta —informó Molina.
—Estará escribiendo un nuevo libro, hombre —bromeó Raimundo.
Federico tomó asiento junto a ellos y sacó dos cigarrillos, que repartió por mitades.
—Vaya, por fin ha habido suertecilla —comentó Tudela—. Ya sabes cuál es la opinión de Negrín respecto a los cigarrillos, ¿no?
—Sí, hombre, sí —contestó Federico en el mismo tono de zumba—: que los flacos también arden, ¿eh? Pues estoy de acuerdo con él en eso.
Siguió una pausa mientras liaban y encendían los delgados pitillos. Tal vez fue el tabaco lo que les devolvió las ganas de hablar y discutir, porque, tras la primera bocanada de humo, expulsada desde lo más hondo de sus pulmones, Molina preguntó a Federico:
—Bueno, dinos lo que has visto.
Les contó lo que había presenciado en el Café de Levante, añadiendo:
—Es lo único digno de mención. Por lo demás, a la gente no debe de preocuparle ni mucho ni poco lo que pueda pasar, pues anda por la calle o espera en las colas al igual de todos los días. La verdad es que después de casi tres años de bombardeos y de hambre, es difícil que ya nadie se asombre de nada en Madrid. Yo creo que la gente se ha resignado a todo con tal de poder encontrar alimentos. Si la gente comiera, siquiera medianamente, terminarían la guerra nuestros nietos. ¡Palabra! —y sonriendo un poco, preguntó a sus compañeros, medio en broma medio en serio—: ¿No es verdad?
—Sí, el hambre acaba imponiéndose a todos los demás sentimientos e ideas. Es cierto —opinó Tudela suspirando.
—Bueno, ¿y qué contáis vosotros? —preguntó a su vez el capitán.
Se miraron Molina y Raimundo, y éste contestó:
—En realidad, poca cosa. Bueno, por un lado tenemos ya a la Junta en funciones. Por otro, parece que Bueno y Ortega dudan, pero no así Barceló, que se ha lanzado descaradamente al ataque. Los comunistas están en la posición Jaca y se han infiltrado por algunos barrios, sin que pueda señalarse hasta dónde han llegado exactamente. Se habla de que andan por Cibeles…
Federico le interrumpió.
—¿Y Mera? ¿Qué hace Mera?
—¿Mera? Todavía no se puede contar con sus tropas, me parece.
—Pues no sé entonces lo que va a pasar —y Federico abrió y cerró los brazos en señal de desconcierto.
—Parece que entre los mismos comunistas no hay unidad de criterio —siguió diciendo Raimundo—. Hay jefes que dudan, hay otros que ejecutan de mala gana las órdenes que reciben del partido. También los hay, claro es, que actúan sin vacilar y que han empezado por detener a todos los sospechosos: jefes, oficiales y comisarios que no son comunistas o están considerados como tibios. En general…
Molina, que sólo parecía atento a su cigarrillo, le interrumpió:
—En general, los acontecimientos se están desarrollando con arreglo a lo previsto. La nota dominante es el desconcierto, la confusión. Y la única ventaja, la de la sorpresa, está a favor de la Junta, porque ella es la única de todas las fuerzas que sabe lo que quiere. Mientras los comunistas se ponen de acuerdo y forman sus planes, se habrá dado tiempo a que caiga sobre Madrid el Cuerpo de Ejército de Mera. La indiferencia del pueblo, a que tú te referías antes, es un síntoma fatal para los comunistas.
—¿Cómo dices sólo para ellos?
—No lo dudes, capitán —y Molina sonrió—. El pueblo no va a intervenir en esto, por fortuna. Al pueblo no le importa esta disputa. Así se ventilará sólo entre los cuadros dirigentes de la guerra. Precisamente, según nos acaba de comunicar Ángel desde el Ayuntamiento, la mayor preocupación de éste es que el suministro de víveres a la población se efectúe normalmente, hasta lo posible, pase lo que pase. Si lo consigue, el conflicto será todo lo duro que se quiera, pero quedará muy reducido, muy localizado, sin la participación del pueblo, que sería lo grave.
Federico no pareció quedar muy convencido, o sólo convencido a medias. Se encogió de hombros y no replicó. Siguió una pausa durante la cual los cuatro hombres quedaron como atentos únicamente a sus cigarrillos y al rumor, cada vez más apagado, que se filtraba a través de la puerta. Al cabo, dijo Raimundo:
—Si el pueblo se interesara por la cuestión, lo tendríamos ya en la calle a estas horas, como en noviembre del treinta y seis.
—¡Qué tiempos aquéllos! —exclamó Tudela con un dejo de tristeza mirando vagamente a lo lejos, como si estuviera viendo resucitar aquellas escenas en la pantalla luminosa de la ventana.
—Claro —y la voz de Molina sonó cansada—. Pero ya es tarde para reacciones de ese tipo. La verdad es que lo que todo el mundo desea es terminar de una vez y volver a vivir normalmente. Unos lo dicen, pero todos lo piensan. La gente tiene eso sí, un miedo cerval al desenlace. Por eso, lo que hace es esperar a ver si alguien encuentra la salida y le saca las castañas del fuego. Y la Junta es una posibilidad, tal vez la única. Incluso para los comprometidos es la última esperanza. —Hizo una pausa y después de mirar en silencio a cada uno de sus compañeros, prosiguió—: La gente quiere la paz, compañeros, aunque le cueste mucho, con tal de salvar la vida. Y estoy seguro también que la del otro lado de las trincheras piensa lo mismo. El pueblo de aquella parte está también harto de discursos, de sangre y de miedo. Que van ganando, ¿y qué? Porque ¿quiénes son los que ganan? Unos pocos. Y los que pierden, sea cual sea el resultado final, son todos los demás, todo el pueblo, el de aquí y el de allá… —Y concluyó enardeciéndose—: En eso estoy de acuerdo, pero…
Molina se había levantado y se dirigía a la ventana un tanto nervioso. Raimundo y Tudela movían la cabeza, apesadumbrados, desolados. Federico insistió:
—Pero se os olvida algo muy importante…
Molina volvió hacia él la mirada y en ese momento sonó el teléfono, que se apresuró a coger.
—Es Ramírez —dijo luego, mirando a sus amigos—. Di, di…
Molina escuchaba atentamente sin interrumpir una sola vez a su invisible interlocutor, mirando de cuando en cuando a sus amigos y asintiendo con movimientos de cabeza. Habló finalmente:
—Entonces te quedas ahí a comer, ¿no? Bueno, bueno, que te aproveche, carota. Nos veremos a la noche —y sonreía a duras penas.
Después colgó el auricular. Federico, Raimundo y Tudela le miraban expectantes, este último enrollando nerviosamente la punta de una de las páginas del periódico que tenía delante; y aquéllos, inmóviles y sin parpadear.
—Nada. Sigue la confusión —informó Molina, apoyando las manos sobre la mesa y mirando, a su vez, fijamente a los otros—. Al parecer, los comunistas están por todas partes, dominan el barrio de Salamanca y se han asomado a la Cibeles, donde, en efecto, se han cruzado disparos. Claro, es un lío. Los soldados se confunden. Barceló ha rechazado todo intento de avenencia a través de Ortega. Parece que esperan refuerzos del Ejército de Levante, pero en el camino se interpone Mera… —Se encogió de hombros y, después de una pausa, agregó—: En definitiva, lo que sospechaba: sólo movimientos de peones sobre el tablero. Nada más. Ah, y que la población se desentiende por completo del conflicto, es decir, lo que acabamos de comentar nosotros —y riendo levemente, concluyó—: Ramírez se queda a comer allí. Siempre lo hará mejor que con nosotros. A propósito, empiezo a sentir hambre…
—Hambre de hambre querrás decir —y Raimundo tragó saliva.
Tudela también hizo un gesto expresivo. Federico dijo entonces:
—Os decía antes que se os olvidaba un detalle importante… Le miraron sorprendidos, y Molina le preguntó:
—¿Un detalle? ¿Sobre qué?
—Sí, compañeros, del enemigo. ¿Qué pensáis que va a hacer Franco cuando vea que desguarnecemos los frentes?
Molina dio muestras de indiferencia con manos y hombros.
—Hombre, creo que lo mejor para él es estarse quieto. De lo contrario, correría el riesgo de que nos volviéramos a unir y organizáramos una defensa que nadie sabe hasta dónde podría llegar. Y, aunque al final se impusiera en medio de un caos de sangre, lo más probable es que solo conquistara un montón de ruinas. No, no creo que se mueva. No le conviene; a él lo que le conviene es ganar la guerra y eso lo tiene ya en la mano, ¿no lo comprendes?
—Es que tal vez él no piense así. No olvides que es militar por encima de todo.
—Pero no es tonto, vamos. Además, hasta ahora ha demostrado ser mejor político que militar, y no va a cegarse a última hora. ¿Y para qué?
—Creo que tiene razón Molina —opinó Raimundo. Nuevamente Federico se resistía a dejarse convencer por Molina.
—No sé, no sé. Es que como llevamos ya tantos meses olvidados de la lógica unos y otros… En fin, pronto lo veremos.
—Nos dejará que nos cozamos en nuestras propia salsa —insistió Molina.
Raimundo bostezó largamente.
—¿Qué? ¿Tienes hambre? —y Tudela bostezó también.
—Hambre, lo que se dice hambre… Lo que me pasa es que se me han juntado las paredes del estómago. Nada más que eso. ¿Y tú?
—Creo que te gano, Raimundo.
Rieron los cuatro y Molina preguntó después a Federico:
—¿Te quedas a comer con nosotros? Sí, ¿verdad? Pues te voy a adelantar el menú: píldoras del doctor Negrín. Los siete días de la semana, lentejas; los restantes filetes o chuletas de cordero. Pero como hoy estamos en un día de la semana…
Riendo abandonaron los cuatro amigos la estancia. No había ya nadie en el pasillo más que las mecanógrafas, cada una de ellas con su trozo de pan en la mano y Marina arrancándole miguitas que luego se llevaba a los labios.
—Es el aperitivo —se excusó, sonriendo, ante un gesto de extrañeza de Federico.
Pasaron seguidamente todos a una habitación con una larga mesa en el centro, sobre la que ya estaban preparados los cubiertos, consistentes cada uno en un plato, una cuchara y un vaso, y, además una botella con agua y otra con vino.
Ya había ocupado su asiento, junto al de Molina, un hombre pálido, descarnado, calvo, de fuerte nariz y de mirada miope, que saludó a los recién llegados con un balbuceo confuso e ininteligible.
—Es Hoyos y Vinent, el novelista. ¿Lo conoces? —dijo Molina a Federico.
—Sí, ya lo he visto otras veces —e hizo una seña al aludido, que volvió a emitir otro de sus extraños gruñidos.
Y mientras se sentaban en torno a la mesa, comentó Molina, inclinándose hacia Olivares:
—Ya ves qué cosas. Éste es un marqués de verdad. Podría estar a estas horas en Londres. Viviendo como lo que es, y, sin embargo, prefiere pasar hambre en Madrid. Está ya que apenas se tiene en pie. Con lo grandote que es y comiendo sólo un plato de lentejas en todo el día… ¡Figúrate!
Después se volvió al novelista y entabló con él una conversación por medio de gestos y movimientos de dedos. Mientras tanto, apareció el hombre de la perola, que fue vertiendo en cada plato dos cazos de lentejas bailando en agua.
Los servidos no esperaban a que el repartidor terminase su tarea para llevarse a los labios las cucharadas humeantes. Pronto se hizo un sórdido silencio, donde estallaban de cuando en cuando los resoplidos y las succiones.
—Tú no has traído pan, ¿verdad?
Federico se quedó mirando a Molina con la cuchara en el aire y movió negativamente la cabeza.
—Pues toma la mitad del mío.
Y compartieron la pequeña ración de pan blanquísimo.
—Esta tarde me pareces más asustada que nunca, Matilde.
Estaban en el lecho del hotel. Federico, recostado en la almohada, le acariciaba lentamente las mejillas y el largo y delgado cuello. Ella mantenía cerrados los ojos, pero los abría de cuando en cuando para sonreirle. No había más luz en el dormitorio que la de la pequeña lamparita de noche, envuelta en papel rojo. A su leve resplandor, medio rostro de Matilde parecía encendido por una ola de rubor, mientras el otro medio quedaba hundido en la sombra, como si estuviera muerto, lo que hacía que Federico lo volviese algunas veces hacia la luz para así verlo en su totalidad, vivo y suspirante. En cambio, la cara de Federico recibía de plano el fulgor rojizo de forma que ella la veía sobre sí resplandeciente.
—He pasado un mal rato al salir —dijo ella mirándole una vez más los ojos—. Me registraron el paquete de tu ropa y me preguntaron que para quién era. Menos mal que Guardiola se dio cuenta de lo que pasaba y paró el golpe. Le dijo al teniente que soy una buena camarada y que la ropa iba destinada a un mutilado de guerra amigo mío. Yo dije que, en efecto, ése era su destino y entonces me dejaron marchar, sin registrarme el bolso, donde había metido el bote de leche y el de carne para ti.
Federico le acarició los labios con los dedos.
—No tenías por qué traerme nada, mujer.
Matilde cogió uno de los dedos del muchacho entre sus dientes e hizo como que apretaba, al tiempo que sus grandes ojos se escarchaban. Federico repitió:
—No tenías por qué traerme nada.
Los dientes de la mujer soltaron su presa. Cerró después los ojos y volvió el rostro hacia la luz. Entonces hasta la pequeña oreja se tiñó de rosa.
—Bésame ahora; anda, bésame.
Federico la besó fuertemente y ella se le entregó rendida, como si fuera a morir, balbuciendo palabras ininteligibles. Luego siguió un largo silencio donde sólo sonaba el cansado gozo de sus respiraciones, hasta que se apagaron. Entonces dijo ella:
—Si nos hubiera matado ahora una bomba… Federico suspiró.
—Sí —y al cabo de una breve pausa añadió—: Pero ¿y tu hijo?
—Es verdad —atrajo hacia su hombro desnudo la cara del hombre y prosiguió—: Me da un poco de vergüenza confesarlo, pero la verdad es que lo olvido cuando estoy contigo así, íntimamente. Y, sin embargo, bien sabe Dios que si quiero vivir es por él…
—¿Y por mí no?
Matilde guardó silencio y él insistió:
—¿No te importa vivir por mí?
Ella empezó a acariciarle la cara. Tenía Matilde unas manos suaves, de largos dedos, siempre cálidas y secas, cuyo contacto enervaba a Federico. Ella conocía sus efectos sedantes y las empleaba siempre que quería desvanecer sus desasosiegos.
—Claro que sí, cariño; pero, desgraciadamente, lo nuestro no puede durar mucho. La guerra se acaba, y tú lo sabes. ¿Y después?
—Te llevo conmigo, tonta.
—¿Adónde?
—Pues a América. Está decidido, ya lo sabes. Matilde le tapó la boca con la mano.
—Y tú sabes que eso no puede ser. Todavía no soy viuda, tengo un hijo…
Él le besaba el cuenco de la mano.
—¿Y qué importa eso? Tu marido ha muerto. Es lo más seguro. ¿Cómo iba a salvarse en Zamora un socialista de Madrid? Allí le conocía todo el mundo, ¿no?
Matilde dejó la mano quieta sobre el pecho del hombre, como buscando su corazón.
—Sí, pero tenía amigos de la infancia, muy de derechas, y su tío el canónigo. Por eso… Pero es que, además, me dice el corazón que vive.
—Ni canónigos ni nada, Matilde. En aquellos días las pistolas se adelantaban que era un horror. Ha habido casos en que corrieron tanto que no dieron tiempo de salvar a un hermano o a un hijo. El odio tenía más prisa que el amor y que la amistad, y lo hacía mejor. Los que vivimos aún no nos lo explicamos, pero fue así… ¡Menuda pieza debió de resultar un telegrafista de Madrid, socialista por más señas, en Zamora, el día 18 de julio!
—Pues me da el corazón que vive, Federico.
Su voz sonó extrañamente dura, tanto que Federico se incorporó un poco para mirarla bien a los ojos, pero ya ella le sonreía dulcemente.
—¿Es que todavía le quieres, o es que ya no me quieres a mí?
—¡Tonto! —y Matilde movió la cabeza—. Le quise, o me pareció que le quería, hasta que te conocí a ti. La verdad es que él no era un hombre capaz de llenar el corazón de una muchacha como yo. Pensaba más en la política que en mí. Le preocupaban más sus reuniones en la Casa del Pueblo, la propaganda y los mítines que mis cosas. Hasta le oí decir a un compañero soltero que el matrimonio tiene una única cosa buena, y es que libera al hombre del problema sexual y le deja todo su tiempo y todas sus energías para dedicarlas a su trabajo. A Luis le importaba más ser dirigente de los telegrafistas que el amante de su mujer.
Mientras hablaba le pasaba la punta del índice por sus labios, como si se los estuviera dibujando. Era una caricia tenue a la que Federico solía corresponder besándole muchas veces la yema del dedo.
—Y a ése lo encontraste en mí, ¿no es eso?
Matilde cerró los ojos esperando que Federico la besara, pero él le preguntó:
—¿Y qué piensa Guardiola de lo que le haya podido ocurrir a tu marido? Ellos tienen buena información de la otra zona. Sin abrir los ojos, contestó:
—Opina como tú: que le dieron el paseo en Zamora.
—¿Y a pesar de ello tú sigues creyendo que…?
—Dejemos eso, ¿quieres? Y bésame. Anda, bésame. Federico la obedeció, pensativo, y ella le obligó a violentar el beso atrayéndole con fuerza hacia sí por la nuca. Luego se desprendió de él bruscamente y saltó del lecho, quedando desnuda en el halo de luz encarnada. Todo su cuerpo quedó así transfigurado por un resplandor de amapolas. Matilde conservaba intacta la juventud de su cuerpo. Tenía una figura elástica y fina que la delgadez mantenía con formas de muchacha. Sólo sus ojos y sus labios reflejaban su edad. Aquéllos, por enterados; éstos, por las rayitas de amarga desilusión que ajaban sus comisuras.
Se dejó contemplar unos segundos por los ojos admirados de Federico y cuando éste tendió hacia ella sus brazos para atraparla de nuevo, huyó hacia el cuarto de baño, y pronto el frío de la alcoba arreció al oírse el chorro de agua de la ducha. Federico, escalofriado, se refugió, hecho un ovillo, bajo las mantas. Pocos minutos después reapareció ella frotándose enérgicamente con una toalla. Entonces abandonó él la cama. Mientras se vestían, preguntó Federico:
—¿Y cómo respiran tus camaradas del Socorro Rojo?
—¿Qué cómo respiran? —y Matilde sacudió la cabeza, al sacarla por el cuello del vestido—. Están que rabian, hombre. Dicen que la junta quiere entregar a los antifascistas atados de pies y manos a Franco; que Casado es un Judas y Besteiro un contrarrevolucionario, y qué sé yo cuántas cosas más… —Se sentó en la cama para calzarse, y prosiguió—: Cuando llegué esta mañana, me asusté mucho al ver el edificio ocupado por soldados del frente. Ellos tampoco estaban muy tranquilos. Iban de un lado para otro revisándolo todo y preparándose como para rechazar algún ataque. Luego me enteré de que habían tomado también la Puerta de Alcalá. Durante el día metieron allí varios prisioneros, casi todos ellos soldados y oficiales de la Junta que habían sido atrapados, y que al anochecer se llevaron no sé adónde en camiones, junto con muchos víveres.
—Ya, va a ser duro —murmuró Federico, vistiéndose un abrigo azul sobre su traje de paisano color gris oscuro. Matilde se peinaba ya en el cuarto de baño.
—Sí, es gente decidida y muy veterana. He sorprendido a algunos llorando de rabia al conocer las noticias que los oficiales y comisarios les daban referentes a las intenciones de la Junta… ¡Pobres hombres! Me da mucha lástima todo esto… —Volvió la cabeza en dirección a Federico y añadió—: Pero con tal que te salves tú…
Federico, completamente vestido, la contemplaba recostado sobre la puerta del cuarto de baño.
—Oye, Matilde, ¿no será peligroso que vuelvas mañana a la oficina del Socorro Rojo?
—Pero, chico, si estás desconocido… —Le asió por las solapas del gabán, le hizo dar una vuelta y, conteniendo difícilmente las lágrimas que le asomaban a los ojos, exclamó:
—¡Qué ilusión me hace verte así!
Enredados por la mirada, preguntó Federico:
—¿Por qué?
—Porque me hubiera gustado conocerte en otro tiempo. ¡Maldita guerra! —y se refugió en su pecho.
Federico la ayudó a serenarse abrazándola suavemente.
—Pero entre tantos males nos ha traído un bien: el que nos conociéramos. ¿No es bastante?
—Sí, claro; pero cuando llegue la paz y todo el mundo empiece a ser feliz, a mí me tocará ser más desgraciada que nunca, más desgraciada que nadie.
Él separó de su hombro la cara de la mujer.
—¡Mírame! —y, cuando ella obedeció, le dijo—: No pienses más en eso ahora. Yo tampoco quiero pensar. ¿No comprendes que todavía pueden pasar muchas cosas?
Pero ella sacudió la cabeza.
—Pero tú te irás. Eres joven y encontrarás mujeres que te quieran. Podrás rehacer tu vida sin que yo sea para ti más que un recuerdo de la guerra. Pero yo…
El tiempo pasaba sin sentirlo. Federico lo advirtió al mirar distraídamente su reloj. Se desprendió con dulzura de Matilde, secándole las mejillas con los dedos mientras le decía:
—¿Con lo bonita que tú eres? Aún hemos de hablar de esto muchas veces. Nos quedan tres o cuatro meses todavía por delante.
Matilde hizo un gesto de duda.
—Me parece que sueñas —dijo.
—Ésos son los planes. Así que esperemos. Por de pronto, te voy a acompañar a tu casa. —Ella fue a protestar, pero él le tapó la boca—. Sí, no está la noche para que andes sola por ahí —Matilde cedió bajando la cabeza y Federico insistió—: ¿Vas a volver mañana a la oficina?
—No tengo más remedio —contestó Matilde, pasándose por los ojos un pequeño pañuelo.
—Es que pudiera ser peligroso para ti, mujer.
—Ya, pero no creo que los casadistas intenten tomar el edificio a cañonazos.
Ya no hablaron más. Federico la cogió del brazo y salieron.
Tomaron el «metro» en la calle de Alcalá, tras la consabida espera en la cola de los billetes, que algunas personas pagaban con sellos de correos. Había que bracear bastante entre la gente que ya empezaba a tomar posiciones en el andén para pasar allí la noche a cubierto de bombardeos. Eran familias enteras, con colchones y mantas y también con algunos cacharros de urgencia. Los chiquillos no entendían de peligros ni de tragedias y, al menor descuido, comenzaban a jugar persiguiéndose por entre los adultos, gazapeando entre sus piernas, lo que provocaba el estallido de nervios de las madres y del mal humor de algunos viajeros que tenían que andar a tropezones o se veían empujados y zarandeados en medio de una gran confusión.
Alcanzaron un vagón repleto de pasajeros sobre los que gravitaba como una incierta pesadumbre. El cansancio, el desfallecimiento, quizá la desesperanza y las preocupaciones, o también la terca resolución de aguantar sin queja las erosiones de tantas dificultades, no impedían, sin embargo, algunos destellos de humor. Estaban en mayoría las mujeres, casi todas con bultos en las manos. Los hombres vestían cazadora y prendas de soldado y, salvo Federico, ninguno el traje completo de paisano, por lo que los de alrededor le miraban y remiraban sin disimular su extrañeza. Eran gentes que regresaban a sus hogares o a sus residencias más o menos provisionales, tras los penosos quehaceres de la jornada, o que se dirigían a sus ocupaciones en los turnos de noche.
Junto con ellos entró un grupo de enfermeras oliendo a hospital, que en seguida fueron objeto de requiebros y pullas por parte de un grupo de soldados.
—¡Rin, rin, todos los días quieres! —contestó una de ellas, riendo, a su galanteador más próximo.
—Sí, y los domingos dos veces, ¿no? Anda, cambia de disco, preciosa, que ése ya no suena de rayado que está —replicó él.
—Y dicen que Madrid está triste, ¿no? —dijo otra voz masculina.
—¡Serán los emboscados los que dicen eso! —gritó un hombre invisible entre el haz de brazos asidos a las pasarelas del vagón.
—¡Chist! —dijo entonces uno de los soldados que asediaban a las enfermeras, guiñando un ojo—. ¡Qué nos puede oír el enemigo! —y, alzando la voz, preguntó—: ¿Hay aquí alguno que pertenezca a la quinta columna?
Saltaron varias voces.
—¡Cállate, melón!
—¿Quién ha dicho melón? Es mejor la paella.
—¡Con mucho aceite!
—¡Sí, y con mucho conejo!
La gente moza se removía y reía, y hasta la menos joven sonreía también, como aliviada momentáneamente.
En cada estación entraban más viajeros, formando éstos ya una masa compacta, gelatinosa y transpirante. La atmósfera era densa y olía a tufo de brasero. Los recién llegados deshacían los grupos y, de momento, interrumpían las charlas y provocaban gruñidos y protestas. Federico y Matilde permanecían todo el tiempo callados, comunicándose con la mirada o con presiones de brazo.
—¡Quieto, el bolso no se toca! —y una de las enfermeras tiró del suyo, apresado en el rehecho grupo de los soldados, poniéndoselo delante y dando, furiosa, la espalda a los atrevidos. El otro volvió a la carga, preguntando con gachonería:
—¿Y lo demás sí?
La muchacha se volvió para mirarle de arriba abajo y le escupió al rostro la replica:
—¡A tu mamaíta, hijo, a tu mamaíta!
—¡Mal pensá! Pero si lo que yo quería es el bocadillo que llevas dentro.
Se volvió otra muchacha en defensa de su compañera.
—¿Y tanta chulería siendo de infantería?
—De intendencia, muñeca, de intendencia.
Y ella:
—¿De intendencia? ¡Qué indecencia!
En el otro extremo del vagón alguien empezó a cantar una canción de guerra y, aunque le sisearon al principio, persistió y pronto la carearon muchos. Por el largo túnel, pasando por las entrañas mismas de la ciudad, en aquel momento presa de su más dramática convulsión, todavía circulaban trenes centelleando luces y canciones. Todavía los madrileños, debilitados por el hambre y las penalidades del sitio, no habían perdido su humor verbenero ni la conciencia, aparentemente frívola, de ser los primeros actores de la gran tragedia española. En eso pensaba Federico cuando el tren se detuvo en la estación de Goya.
Allí se apeó la mayor parte de su carga humana. Federico y Matilde se dejaron llevar por la ola hasta el arranque de la escalera, fuertemente cogidos el uno al otro por la cintura.
A partir de allí siguieron los empujones, pero se clarificó un poco la marea y ya les fue posible asentar los pies sabiendo dónde pisaban.
Al toparse con el aire fresco del exterior, la gente se escalofriaba y se encogía. Los grupos se dispersaban en la oscuridad sin detenerse ni mirar atrás, con evidente prisa de llegar pronto cada cual a su cobijo. En torno a la boca del «metro» se formaban intermitentes aglomeraciones, pero en las calles adyacentes todas eran sombras huidizas y apresuradas. Sólo junto a las esquinas, en la confluencia de la calle de Alcalá con las de Goya y Torrijos, se advertían pequeños grupos de gente armada, sin duda soldados en misión de vigilancia.
Federico, llevando del brazo a Matilde, tomó la calle de Goya abajo para seguir luego por la de Porlier. La noche, en realidad, estaba tranquila y confiada. No se oían disparos ni cerca ni lejos. Los portales cerrados, las oscuras fachadas y el silencio daban una impresión total de abandono y de quietud, y el cielo, ligeramente entrevisto entre algunos nubarrones, sin la alucinante cacería de los reflectores de la defensa antiaérea, y sin las llamaradas de las explosiones, se presentaba como el de cualquier noche de paz y hacía evocar los recuerdos de otras noches en la memoria sentimental de Federico, recuerdos tan lejanos como si perteneciesen a otra vida. En una noche así le llamó la primera mujer desde una esquina. Él titubeó, pero se detuvo. «¿Entras, nene? Te voy a dar más gusto que nadie en el mundo». Estaba pintarrajeada junto a una cortina tras la que se veía un catre. De pronto sintió asco y siguió su camino, sin volver la cabeza ni una sola vez, a pesar de que ella continuara llamándole: «¡Nene, moreno!». En otra noche de primavera en agraz, se fue con una, su primera amante, profesional también, pero joven y recatada desde el momento en que lo descubrió a él, un tanto tímido, en el grupo de sus amigos, mucho más experimentados en esos trances. Subieron a una azotea. La brisa del mar en Cádiz era fría y turbulenta. No tenían de qué hablar, pero estaban juntos y abrazados sobre la baranda y él sentía junto al pecho su cálida presión y el dulce olor a almendras de su pelo. Y aquella otra mujer, lánguida y enfermiza, que se decía esposa de un marino mercante, a quien veía sentada en una hamaca en su pequeño jardín junto al mar. Estaba en la ruta de sus solitarios paseos al anochecer. Un día no la vio en la hamaca, sino de codos sobre la empalizada del jardín, como esperándole. Le dio un salto el corazón. «¡Buenas tardes!», dijo él. «¡Gracias!», contestó ella, riendo. Así muchos días hasta que ella le detuvo con una pregunta: «¿Le gusta el mar?». «Sí, claro». «Pues a mí me da tristeza». «¿Es que vive usted sola acaso?». «Casi todo el tiempo». Se miraron a los ojos, empapándose el uno del otro. Al fin, ella le invitó a entrar un momento, y él aceptó. Al cabo de un rato de hablar en voz alta de mil nonadas, le susurró ella: «Márchate ahora y vuelve a la noche, y espera en la puerta de atrás. Nos está espiando ella. No mires». «¿Quién es ella?». «La madre de él. Anda, despídete de mí. Luego te contaré muchas cosas». Así lo hizo, pero no hablaron de nada en su dormitorio, sin más luz que la espejante claridad del mar, en silencio y de prisa. A la siguiente tarde, la volvió a ver sentada de nuevo en la hamaca, más indiferente y lánguida que nunca, y sólo se dignó levantar un poco la mano, en señal de saludo, al pasar él por delante de la valla de madera de su pequeño jardín. En adelante, cambió el rumbo de sus paseos al anochecer.
—¡Federico, chico!
—¿Qué?
—¿Te acuerdas?
—¿De qué?
—De aquella tarde de noviembre en que nos conocimos. La miró, estremecido. Parecía más pequeña, más frágil y más joven que nunca le pareciera, mucho más aún que entonces, en el momento en que chocó con ella en una acera de la Puerta del Sol y la encontró de pronto en sus brazos, pálida y temblorosa, a la luz de los incendios provocados por el bombardeo.
—¡Cómo corría la gente!
—Como que parecía el fin del mundo, Federico.
—Yo había aguantado el bombardeo en el portal del «Trust Joyero», donde me cogió.
—Y yo, en el café de al lado. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?
—¡Qué suerte! ¿No?
—Sí, eso mismo. Luego quisiste acompañarme. Te dije que no, pero te saliste con la tuya.
—Sin duda tuvo que estallar esta guerra para que tú y yo nos conociéramos.
—Eso creo.
—¿Y después? —y la agarró fuertemente por la cintura.
—Me engañaste a los pocos días —y ella mostró su blanca sonrisa.
—¿Qué te engañé?
—¿Es que no es engañar a una mujer decirle que es hermosa y fría, y despedirse de ella después para irse al frente?
—Y era la pura verdad, Matilde.
—No lo olvidaré nunca, pero te juro que aquella primera vez no fui feliz. A la siguiente, cuando volviste para reorganizar el batallón, sí, plenamente, como yo sospechaba que se podía ser feliz aun sin haberlo sido nunca. Tenías razón. Yo era una mujer fría, lo fui hasta esa segunda vez. Pero después… Enlazados fuertemente siguieron andando en silencio, turbados, desesperadamente asidos a los recuerdos comunes, que era todo lo que tenían. Él mantenía permanentemente alquilada una habitación en el Hotel Capitol, que tuvo que abandonar poco después por el miedo de Matilde a las rociadas de obuses que barrían todas las tardes la Gran Vía, a quien el pueblo cambió una vez más de nombre y llamaba en chunga «Avenida del obús». No le costó mucho esfuerzo llevar a Matilde allí, hasta el punto que todo el tiempo del breve trayecto estuvo dudando ella. Pero no; no era lo que él temió que fuese. No sabía. Dejaba hacer, inhibida por la turbación, con los ojos cerrados. Luego, le contó que era casada; que tenía un hijo; que a su marido le había cogido el 18 de julio en la otra zona, en Zamora, adonde había ido dos días antes para asuntos del partido socialista a que pertenecía; que no había vuelto a tener noticias de él y suponía que lo habrían fusilado en los primeros momentos; que vivía con sus padres y que, gracias a Guardiola, un compañero de su marido que se pasó al partido comunista, pudo entrar en las oficinas del Socorro Rojo, con lo que lograba el sustento de los suyos, pues su hermano desapareció en los primeros combates de la Sierra y su padre, jubilado de Hacienda, achacoso y tímido, no era capaz de hacer frente él solo a las necesidades de la familia.
Y no volvieron a la realidad hasta que los detuvo una airada voz de mujer que parecía brotar del suelo:
—¡Cuidado, camarada!
Estaba sentada en el bordillo de la acera, arrebujada en una manta. A partir de ella se iniciaba una hilera de botes y otros cacharros, interrumpida más allá por otros bultos de personas acurrucadas.
—Perdone, pero está todo tan oscuro que… —se excusó Matilde.
—Y ustedes van tan acaramelados… Seguro que han cenado bien. Seguro que son de los que no quieren que la guerra termine nunca, ¿no? Si tuvieran que pasarse las noches como yo, pensarían de otra manera. Me río yo…
Pero ellos ya le habían vuelto la espalda y se alejaban.
—Es una fascista —murmuró Federico—. Estoy seguro, pero no quiero…
—Te equivocas —le interrumpió Matilde—. Lo que pasa a esa mujer, como a muchísimas, es que está ya harta de pasarse las noches en las colas, guardando su sitio y el de otras amigas, para no perderse mañana lo poco que puedan dar, si es que dan algo, seguramente leche en polvo. Porque esto que ves es una cola, y esos botes señalan los puestos que en ella ocupan otras mujeres que se han ido a descansar un rato, y que volverán luego para relevar a éstas.
En efecto, la línea de mujeres y cacharros llegaba hasta la puerta de una tienda de comestibles, hoscamente cerrada.
—Entonces, cuando llueve o hiela…
—Pues aguardan en el quicio de las puertas o donde pueden.
Federico no pudo menos de condolerse.
—¡Pobres mujeres!
—Y tanto. Las guerras las pagamos siempre nosotras.
—Así no me extraña que estén deseando que acabe de cualquier modo, quizá porque no imaginan lo que las espera.
—Peor que esto no puede ser, Federico.
—¡Quién sabe, Matilde! A algunas tal vez les aguarde lo peor todavía.
Poco más adelante, Matilde se soltó de su brazo y se detuvo para hurgar en su bolso mientras decía:
—Ya hemos llegado —y señaló después una puerta con una llave en la mano.
—¡Qué pronto! Como nunca has querido que te acompañase, me figuraba que era más lejos… Hasta mañana como siempre, ¿no?
Matilde le besó en silencio y él permaneció inmóvil hasta que la vio desaparecer en la sombra del portal. Entonces ella susurró:
—Sí, hasta mañana, capitán —y cerró la puerta sin hacer ruido.
Federico, en vez de desandar el camino que habían traído, decidió dar la vuelta por la calle de Torrijos, pero apenas hubo dado veinte o treinta pasos, presintió que alguien le espiaba. Miró de soslayo a un portal donde le pareció que se habían movido unas sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse, oyó una voz que gritaba:
—¡Eh, tú!
Pero sólo se detuvo al oír el chasquido del cerrojo del fusil. Entonces las sombras —las de tres soldados— le rodearon, y una de ellas se le acercó lo suficiente para poder distinguir en su gorro pasamontañas las insignias de sargento.
—¿Qué pasa, sargento? —le preguntó. El aludido respondió con otra pregunta:
—¿Quién eres?
Y Federico a su vez:
—¿Y vosotros?
—Ya lo estás viendo. Te hemos visto venir con una gachí. Así que, venga, ¿quién eres?
Federico se estiró un poco para dar peso a sus palabras:
—Un oficial del Ejército Popular.
—¿De paisano?
—¿Y qué tiene eso que ver? ¿O es que crees que soy un facha? Si lo fuera, lo disimularía al menos, ¿no?
—Es que puedes ser algo peor. Vamos a ver: ¿con quién estás?
Federico se dio en seguida cuenta de la trampa que le tendía, y trató de escabullirse empleando también el equívoco y la cazurrería.
—¿Cómo que con quién estoy? Ahora, solo, ¿no?
—Menos cachondeo, ¿eh? —le advirtió el sargento, empezando a dar muestras de impaciencia y de mal humor—. Tú debes de saber igual que nosotros lo que pasa. Así que, ¿con quién estás: con Negrín o con Casado?
Federico se encogió de hombros.
—Yo no tomo parte en esto. Estoy en Madrid en comisión de servicio y me parece una gran estupidez que andemos ahora a tiros los antifascistas.
—¡Cállate, coño! —le gritó uno de los soldados que tenía a la espalda.
—Deja —ordenó a éste el sargento. Después, dirigiéndose de nuevo a Federico, requirió—: A ver, enséñame el salvoconducto.
Federico se desabrochó el gabán, pero al intentar registrarse los bolsillos, el sargento detuvo su movimiento con una orden seca:
—¡Quieto! A ver si me vas a salir con una broma…
Y le cacheó, palpándole por los cuatro costados, aunque con resultado negativo.
—Bien —dijo luego—. Saca ahora el salvoconducto —y seguidamente le enfocó la cara con una linterna, haciéndole parpadear.
—Quita eso —protestó Federico ladeando la cabeza.
Entonces el foco de luz fue a fijarse en sus manos, pero éstas permanecían inmóviles sobre su pecho.
—Venga, hombre —urgió el sargento.
—No lo tengo. Se lo di esta mañana a un compañero para que pudiera sacar el rancho en frío de intendencia.
—¡Vaya, qué casualidad! ¿Y cómo se te ocurre andar sin salvoconducto a estas horas por Madrid?
—Ya ves tú. Confiado que es uno.
—Anda, anda, tira para Torrijos. Ya te explicarás luego. —Como los otros dos soldados se movieran con intención de escoltarle, los contuvo con un gesto, añadiendo—: Vosotros quedaros aquí de vigilancia hasta que yo vuelva. Me basto solo para llevarlo al puesto de mando de la compañía.
Los soldados se colgaron los fusiles y permanecieron en sus puestos, y el sargento, indicándole con su arma la dirección que debía tomar, conminó a su prisionero:
—En marcha. Y que no se te ocurra hacerme una putada, ¿estamos?, porque te frío.
Federico echó a andar, seguido por los pasos del sargento, quien de cuando en cuando le hacía sentir la punta del cañón en la espalda. Caminaron así hasta desembocar en la calle de Torrijos, donde se abría la gran zanja del túnel del «metro» despanzurrado por una explosión provocada, en las instalaciones de municionamiento que albergara en su interior, por la mano del enemigo, y que costó la vida a docenas de operarios y operarias. Tuvieron, por ello, que dar un rodeo para llegar a donde estaba el puesto de mando de la compañía, un portal abierto junto al que había una patrulla de soldados y un camión entoldado.
—¿Dónde está el jefe de la compañía? —preguntó en voz alta el aprehensor de Federico.
—¿Qué pasa? —preguntó a su vez una voz enronquecida.
—Que traigo otro pájaro.
—Pues que suba al camión.
—Ya lo has oído —dijo entonces el sargento a su prisionero, empujándole hacia el camión con la punta del cañón de su fusil—. Hala, al camión.
Federico sospechó lo peor. El nerviosismo de los soldados, la noche, el camión… Sintió un escalofrío por la espalda, pero hizo un esfuerzo para dominarse y no perder la serenidad.
Miró al sargento cara a cara y le ordenó en voz alta y enérgicamente:
—¡Llévame donde está el jefe de la compañía! Tengo que hablar inmediatamente con él. Te hago responsable.
Entonces volvió a preguntar la voz enronquecida: Pero ¿qué pasa, hombre, qué pasa?
Siguió un silencio y luego emergió de las sombras del portal la figura de un hombre con abrigo de cuero cruzado por el correaje, que preguntó:
—¿Quién es ese que quiere hablarme?
—Yo —respondió Federico.
El sargento se le había acercado entretanto y, llevándose hasta la sien el puño derecho, dijo:
—¡A tus órdenes! Ese que viste de paisano —y le señaló el prisionero.
El hombre de cuero anduvo lentamente los pocos pasos que le separaban de Federico.
—¿Y tú eres un oficial? —barbotó.
Federico se dio inmediatamente cuenta de que tenía ante sí un hombre a punto de derrumbarse por el cansancio, con la mente embotada por el sueño, sostenido tan sólo por la tensión de sus nervios. Se le había encarado abierto de piernas, con los índices engarfiados en el cinturón, destocado, con el cabello en desorden.
—Sí —le contestó—, jefe del Estado Mayor de la brigada de carabineros que… —trataba de confundirle a fin de eludir el nombre verdadero de su unidad, incluida en el Cuerpo de Ejército de Mera. Pero no le dio tiempo el otro, que le interrumpió nada más mentar a los carabineros.
—Conque de la peste verde, ¿eh? Anda, vete al camión y no la píes más. Ahí te encontrarás con otros oficiales y también con comisarios. Para mí, desde que os entendéis con Franco, sois peores que los fascistas.
A una señal suya, dos soldados cogieron a Federico por los brazos y lo empujaron hacia el camión, obligándole después a saltar dentro de él. Pronto comprendió que caía en medio de un montón de seres humanos.
—Un ratón más.
—Pasa, pasa, compañero. ¿Tienes hijos?
No se veían las caras. Sonaron algunas risas. No quiso contestar a la broma macabra y se acomodó a tientas junto al prisionero más cercano. Entonces subió un grupo de soldados, que levantaron la trampilla y se sentaron en ella, vueltos hacia dentro, vigilándolos. Seguidamente en la cabina del conductor sonaron los ruidos de los mandos mecánicos y pronto tembló todo el vehículo con las primeras explosiones del motor.
—¡Adiós, Madrid! —dijo una voz.
—Sí, aquí se acabó la historia, Manolo.
—¡Leches! —gritó una tercera voz—. ¿Es que vamos a dejar que nos apiolen como a borregos, así, sin más, estos hijos de puta?
El camión ya había echado a andar y se bamboleaba. Brilló la luz de una linterna, que corrió por el grupo de prisioneros, al tiempo que decía el que mandaba la patrulla de escolta:
—Como os pongáis flamencos, vais a saber lo que es bueno. Así que andaros con ojo y sin insultar, porque nadie ha hablado de apiolaros. Nuestra orden, para que lo sepáis, es llevaros a la base del batallón, que está ahí mismo.
Estas palabras, en vez de tranquilizar los ánimos, los excitaron aún más, y se entabló un furioso tiroteo de insultos y recriminaciones entre prisioneros y guardianes mientras el camión subía por la calle de Alcalá.
—¿Os queréis callar ya, traidores? —gritó, exasperado, el jefe de escolta.
—¿Traidores nosotros? ¡Hay que tener cara! ¿A quién habéis hecho prisioneros: a fascistas o a antifascistas? Me parece que al que más y al que menos de nosotros le duelen ya los riñones de pegar tiros en los frentes. ¿Dónde estabas tú cuando lo del Jarama o lo de Brihuega? Seguramente pensándolo todavía…
—Si no fuera porque tengo que llevaros vivos al batallón… ¿Por qué os habéis comprometido a entregamos a Franco? Vamos, no seas idiota. ¿Es que Franco nos iba a dar caramelos a nosotros? Regístrame, si quieres, y verás cuántos billetes de Franco tengo en los bolsillos. No los quise ni cuando entramos en Teruel y los empleábamos para limpiarnos el culo —alegó otro de los prisioneros.
Las preguntas se sucedían como disparos.
—Entonces, ¿por qué os habéis sublevado contra el gobierno legítimo de Negrín?
—Pero ¿dónde está Negrín, dónde están Azaña y Martínez Barrio? ¿Y la Pasionaria y Antón? ¿Y todos los demás mandamases vuestros? Si nos han dejado tirados como colillas, hombre…
—Todo lo que queráis, pero nosotros preferimos combatir hasta el fin antes que entregarnos.
—Sí, ya lo vemos. En vez de pegar tiros contra los fachas, os dedicáis a cazar antifascistas por las esquinas. ¿Por qué no os lanzáis contra ellos hasta que no os quede una bala en la cartuchera? Así es como se demuestra.
—Y eso haremos en cuanto liquidemos al grupo de entreguistas de Casado.
Federico escuchaba atentamente los argumentos de unos y otros sin querer intervenir en la disputa. «Son los argumentos de la desesperación», pensaba. El peloteo de preguntas y repreguntas prosiguió hasta que el camión se detuvo. Entonces se hizo el silencio. Los guardianes soltaron la trampilla y luego se apearon de un salto, y los prisioneros se deslizaron hasta el borde para atisbar alrededor. Estaban en una zona de hotelitos con jardín.
Inmediatamente descubrieron también que el jardín de hotel más próximo estaba acordonado de centinelas y que dentro de él se movía y agitaba una muchedumbre de prisioneros que los recibieron a los gritos de:
—¡Viva la alianza CNT UGT!
—¡Viva el partido socialista!
Los recién llegados contestaron los vivas con ardor y, seguidamente, brotaron los himnos «A las barricadas» y «La Internacional», entremezclándose, a grito pelado, horrísonamente. A ellos vino a unirse el de la «Joven Guardia», entonado por los comunistas. El clamor de aquellas voces destempladas y rabiosas debió de oírse por todo el barrio y seguramente hizo que saltaran del lecho muchos ciudadanos, azotados de pronto por la esperanza o el temor. ¿Quién se estaba matando por las calles? ¿Quién mandaría a la mañana siguiente en Madrid? Y habría puños crispados, escalofríos y lágrimas.
Cuando mayor era el griterío, se recortó en el marco débilmente iluminado del balcón, en el chalé contiguo, la figura de un hombre que empezó a manotear y a gritar algo que nadie oía ni escuchaba, en vista de lo cual disparó dos veces al aire su pistola. Fueron dos fogonazos y dos estampidos cuyo eco se prolongó largamente en el ámbito de la noche aun después de que hicieran cesar las canciones como un golpe de batuta. Siguió un silencio de pavor y expectación que ya dejaría sin sueño a los ciudadanos alertados en sus alcobas o en sus escondites y durante el cual Federico y sus compañeros de expedición se vieron mezclados con los prisioneros del jardín. Casi todos eran oficiales y comisarios, y apenas podían moverse en tan estrecha área.
El hombre que hiciera los disparos se eclipsó y Federico se dio a deslizarse entre los grupos de prisioneros con el fin de descubrir alguna cara conocida mientras se iniciaban de nuevo las protestas, aunque ya no en masa ni con el vigor de antes. La gente, por otra parte, empezaba a buscar acomodo para pasar el resto de la noche lo menos incómodamente posible. Hacía mucho frío y aquellos hombres no disponían de más prendas de abrigo que las que llevaban puestas cuando fueron aprehendidos. Tenían que procurarse calor apretándose unos contra otros, sentados en el suelo, al amparo de las paredes del hotel contra el viento del Guadarrama. Pero todos no cabían en la zona protegida y muchos se tumbaban en medio del jardín, lo que impedía que nadie pudiera pasear ni moverse.
—¡Olivares!
Se volvió. Alguien le hacía señas desde una piña de hombres acurrucados.
—¡Cubas!
—Sí, ven, acóplate aquí.
Entró como una cuña en el grupo, ayudado por el comisario y no sin levantar algunas protestas.
—Es calor, compañeros, es calor —dijo Cubas bromeando, y luego—: ¿Cuándo te han cogido?
—No hará más de una hora. ¿Y a ti?
—Esta mañana, al poco tiempo de separarme de vosotros. ¿Con quién dijiste que estabas? Es el truco que emplean.
—Yo dije que no sabía nada, que estaba en Madrid en comisión de servicio, pero no pude enseñarles el salvoconducto por habérselo dado a Trujillo.
—Claro, pero a mí no me hubiera servido el salvoconducto para nada, y creo que a ti tampoco, a pesar de tu ropa de paisano.
—Es posible.
—Y tanto.
No les habían dado de comer más que un caldo de lentejas a la caída de la tarde, pero sin pan. Tampoco sus guardianes habían comido más.
—Es un desbarajuste, ¿sabes?, un desbarajuste. No saben lo que quieren ni lo que hacen. Todo son órdenes y contraórdenes. Tan pronto dicen una cosa como otra… —y con un trémolo en la voz añadió el comisario—: Ahora sí que es el fin de verdad, Olivares.
Federico guardó silencio. Las protestas y los insultos en voz alta habían cesado casi por completo. Los hombres, al fin, vencidos por el cansancio y el desfallecimiento físico, sucumbían al sueño, y algunos hasta empezaban a roncar.