II

—Me ha dicho mi hermano Jaime que tengas mucho cuidado estos días, que lo mejor es que te ocultes hasta que él avise. Nosotros conocemos un cortijo donde podrías pasar una temporada.

Federico se revolvió.

—¿Ocultarme yo?

Estaba hablando con su novia al pie de la reja, y allí la noche tenía un violento olor a jazmines.

—Hijo, no sé, pero como Jaime anda metido en esos líos…

—Ya lo creo. Por eso tuve que sacarlo de uno bien gordo.

—Bueno, Federico, fue una chiquillada y tú lo sabes.

—Pero pudo costarle muy cara, porque eso de escribir anónimos con amenazas de muerte no es ninguna tontería. El rostro de Aurora era un jazmín más en las sombras de la reja, pálido, bienoliente.

—Ya lo sé, pero me parece que mi hermano no anda bien de la cabeza. Si hubiera estado en sus cabales, no te lo hubiera mandado a ti, ¿no comprendes?

—Bien, pero ¿no puede ser otra chiquillada eso de recomendarme que me esconda? ¿Es que de verdad quiere matarme alguien?

—Algo habrá oído, desengáñate. Te está muy agradecido por lo que hiciste por él y está deseando pagarte con la misma moneda. No me ha querido dar más explicaciones, pero por lo que le he oído hablar con mi padre, mientras yo me arreglaba en mi habitación, tiene mucho que ver con ello la noticia que ha dado la radio sobre el levantamiento de los militares en Marruecos. Yo no entiendo, Federico, nada de estas cosas, pero me da el corazón de que algo muy malo para todos va a pasar.

Aurora había vivido hasta entonces ajena a toda cuestión más allá de sus ilusiones de muchacha: sus labores en casa, sus vestidos, el paseo, el cine, el baile y sus relaciones con Federico. Pero de pronto, en el espacio de unos meses, había venido a turbar su vida la oposición política entre su novio, por un lado, y su padre y su hermano, por otro. Jaime debía de traerse entre manos algún asunto misterioso, porque apenas aparecía por el comercio familiar, ocultaba papeles en casa, andaba con botes de pintura, se reunía frecuentemente por las noches con sus amigos, un grupo de cuatro o cinco muchachos de su edad, y hacía muchos viajes en bicicleta a las poblaciones de alrededor. Cuando lo de los anónimos, se descubrió que los botes de pintura de Jaime servían para pintar, en las fachadas de las casas más apartadas del pueblo, flechas y yugos y la palabra FE. Su madre quiso oponerse a estos manejos del muchacho, pero su padre, no sólo la hizo callar, sino que le alentó en sus actividades políticas, llevado de su odio a los socialistas y republicanos que formaban el Ayuntamiento, antaño amigos y consocios del casino, pero que se le enfrentaron políticamente al advenimiento de la República, cuando, sin ganas ni afición, y sólo por no oponerse al gobernador, desempeñaba el cargo de concejal. No iba nunca, por supuesto, a las reuniones de la corporación, y de la política municipal no le importaba más que lo que afectase a las cuotas de arbitrios para las mercancías con que él negociaba. No podía perdonar que sus antiguos amigos hubieran hecho pasar, precisamente por delante de su comercio, como en son de desafío o de burla —tal lo creyó él— manifestación popular que se organizó para festejar la proclamación del nuevo régimen. No pasó nada, naturalmente, y él siguió con su negocio en la forma de siempre, pero en los últimos tiempos le habían alcanzado las consecuencias de la paralización y el declive que se observaba en la vida económica del país, siendo los concejales republicanos quienes, con objeto de allegar recursos para mitigar el paro obrero, habían decretado la subida de los impuestos municipales sobre las mercancías que él importaba, lo cual trajo como consecuencia el aumento de sus cavilaciones y apuros a la hora de hacer frente a las letras de cambio.

Federico se quedó un instante mirando a los ojos de su novia, que brillaban intensamente en la oscuridad.

—¿Quieres que hablemos de otra cosa? —y sonrió—. Y no te preocupes por lo de los militares, nena. Es otra locura como la del diez de agosto, que el Gobierno sofocará rápidamente, como entonces. —Calló y, cogiéndole cariñosamente la barbilla, agregó—: ¿O es que te da ahora por la política?

—¿A mí? Ojalá no hubiera oído hablar nunca de política. Pero entre tú, mi padre y mi hermano… Parece como si no hubiera ya otra cosa de que hablar.

Y suspiró. Siguió un silencio que Federico aprovechó para echar una ojeada a la calle, pudiendo así observar, no sin extrañeza, un desacostumbrado movimiento de hombres entrando y saliendo por los bares que había al otro extremo, o formando corros en sus puertas. Aurora, que había seguido su mirada asomando la cara por entre las rejas, susurró:

—Se ve mucha gente de aquí para allá, ¿verdad?

—Pues sí.

—Claro, como que estamos en vísperas de feria, hombre.

Aurora mostraba entonces la blanca dentadura a través de sus labios carnosos, y su boca pareció a Federico una fruta madura. El beso fue largo y quieto, hasta que ella se separó un poco. Quedaron mirándose con el aliento cortado y ella murmuró quedamente:

—Me parece que he oído los pasos de mi madre, pero no mires.

Federico dejó de apoyarse en la verja y respiró fuerte, conmocionado aún por el golpe de sangre saltona y vehemente. Y en ese momento percibió a un grupo de jóvenes que venía hacia allí casi corriendo, y que habían desaparecido los grupos formados a la puerta de los bares. Se apartó un poco más de la ventana para ver mejor y Aurora le preguntó, un tanto alarmada:

—¿Qué pasa, Federico?

—No sé. Algo raro —y le hizo una seña con la mano para que callara.

Los jóvenes estaban ya muy cerca y hablaban acaloradamente entre sí. El sopor de la noche se había hecho repentinamente más denso y pegajoso. Cuando llegaron a su altura, preguntó a los del grupo:

—¿Ocurre algo?

Venían sudorosos y agitados. Se detuvieron al reconocer a Federico y uno de ellos dijo:

—Que ha salido del cuartel un piquete de tropa declarando el estado de guerra.

Federico quedó paralizado. Aurora, asomándose, preguntó aturdidamente:

—¿Habéis visto a mi hermano Jaime?

Otro de los recién llegados se encaró con ella:

—Conque si lo hemos visto, ¿eh? Seguramente está escondido ahí dentro, en casa.

Federico, recobrado ya, se interpuso rápidamente entre el mozo y su novia.

—No, no está. ¿Es que no basta que yo lo diga?

—Pues como nos lo tropecemos… —pero se reprimió y no dijo más, aunque el tono empleado dejaba pendiente la amenaza sin duda alguna.

El que hablara primero dijo entonces, cogiendo de un brazo a su compañero:

—Vámonos, no sea que lleguemos tarde —y, volviéndose a Federico, añadió—: Todo el personal se está reuniendo en el Ayuntamiento, ya lo sabe.

Después, los jóvenes reanudaron su camino a paso rápido, perdiéndose pronto de vista en una encrucijada de callejas. Al quedarse otra vez solos, Federico y Aurora se miraron largamente en silencio, cogidos de la mano. Al fin dijo ella:

—Ya te dije que Jaime está enterado de muchas cosas.

—Va a haber jaleo, sí —concedió Federico tras una pausa.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Por de pronto, voy al Ayuntamiento. Supongo que el alcalde y los del comité del Frente Popular tendrán alguna idea clara de lo que está ocurriendo.

—¿Y después?

—Según.

Ella le cogió por una solapa y lo atrajo vehementemente hacia sí.

—Tú no te metas en nada, por lo que más quieras. ¡Prométemelo!

Trató de calmarla con caricias y Aurora se dejó besar una y otra vez, sin importarle ya los intencionados carraspeos de su madre en la habitación contigua. Al fin, Federico, con un gran esfuerzo por su parte, logró arrancarse de allí, diciendo a la muchacha, a modo de despedida:

—Descuida. Si la cosa se pone fea, te prometo esconderme en ese cortijo de que me hablabas antes.

Aurora le dejó marchar, agarrada a la reja, siguiéndole con la mirada nublada. Federico, por su parte, volvió varias veces la cabeza, hasta que ya no pudo distinguir su rostro.

Antes de llegar a los bares de la esquina, empezó a oír una misma voz brotando de varios receptores de radio a la vez. Una voz potente, ronca, patética. Sonaba con el tono de una proclama y rompía el silencio de la noche con estrépito militar.

Cuando ya pudo entenderla, oyó que decía: «Excelentísimo señor don Gonzalo Queipo de Llano, Capitán General de la Segunda Región Militar. ¡Viva la República!». Y, a continuación, las notas vocingleras del Himno de Riego.

Los bares aparecían repletos de hombres en todas las edades y en sus rostros se reflejaban los más contradictorios sentimientos y emociones. Los había atónitos, que no hacían más que mover la cabeza; sombríos, que escrutaban el semblante de los demás; pasmados, que miraban a todos lados como en espera de una respuesta; alegres, que pedían copas en el mostrador, como si quisieran celebrar algo… Cuando el locutor repitió el viva a la República, le contestaron muchas voces enardecidas.

Federico pasó de largo, entrando en la zona de las calles más iluminadas, una de las cuales, que llevaba al real de la feria, aparecía adornada con cadenetas de papeles multicolores y con mariposas de bombillas apagadas. Había mucha gente asomada a puertas y ventanas, por las que se escapaba el chorro sulfuroso de la voz del locutor de Radio Sevilla, junto con los vivas a la República, el Himno de Riego y los compases eléctricos de las marchas militares, como si anunciaran una gran fiesta patriótica.

—¿Qué pasa? —le preguntaron varias personas al pasar, y otras tantas veces tuvo que encogerse de hombros.

También oyó que comentaban:

—Pero ¿no es Queipo de Llano un general republicano?

—Digo, y de los de confianza. Si es Director General de Carabineros y está emparentado con Alcalá-Zamora…

La noche y la población entera retumbaban con el clamor frenético de los receptores de radio.

Cuando Federico traspuso las verjas del Ayuntamiento, se encontró con que sus jardines estaban invadidos por una espesa multitud de hombres en mangas de camisa, entre los que descubrió también a algunas mujeres. Federico reconoció en seguida a muchos de ellos, como pertenecientes a la CNT, a la UGT y a los diversos partidos y organizaciones del Frente Popular. Al igual que los que se encontrara por la calle, se hallaban excitados, en plena confusión y desconcierto.

—¿Qué piensas tú?

Le había rodeado un grupo de jóvenes.

—¿Qué queréis que piense si no sé nada?

—Bien, pero ¿no crees tú que puede ser éste el golpe militar de que se viene hablando hace tantos meses?

—Sí, es probable.

Y un tercero, de pelo ensortijado y ojos negrísimos, afirmó vehementemente:

—Yo no me fío de Queipo de Llano ni de ningún republicano. ¡Ni siquiera de Azaña!

—Calla, hombre, que te pueden oír los republicanos y no estamos ahora en situación de discutir con ellos. Si es verdad que se trata de un golpe contra la República… —dijo el primero que hablara.

Pero le interrumpió el del pelo ensortijado:

—Es contra la reforma agraria, contra los sindicatos, es contra la revolución. Y los vivas a la República y el Himno de Riego son camamas para confiarnos y engañarnos. Como no andemos listos, compañeros, seremos otra vez nosotros, los de la CNT, los que paguemos el pato. Ya lo veréis.

—De todas maneras, aunque estemos alerta, no conviene disgustarnos con los republicanos, por lo menos hasta que se aclare un poco la situación, ¿no te parece, Federico? —insistió el otro.

Entretanto, había crecido el grupo y Federico quiso preguntar, a su vez:

—¿Qué dicen el alcalde y los del comité del Frente Popular?

—Algunos se encogieron de hombros despectivamente y los demás guardaron silencio.

—¿Y la radio de Madrid?

—No se oye —le contestaron varios.

—De todas maneras, algo sabrán los del comité, ¿no? Voy ahora mismo a enterarme.

—Están reunidos a puerta cerrada —le advirtió alguien.

—¿Y qué tiene que ver? A Federico le dejarán pasar.

En efecto, el guardia le dejó pasar, aunque Federico no formaba parte del comité, pues era altamente apreciado por muchos de sus miembros, a la sala donde se celebraba la reunión.

El alcalde, que estaba hablando, hizo una pausa para saludarle con un movimiento de cabeza e indicarle por señas que se sentara. Después, continuó:

—Todavía no está claro si éste es el golpe militar preparado por los monárquicos o si se trata tan sólo de una jugada preventiva de los militares republicanos para cortar en seco lo de África y salvar a la República, aunque de paso pretendan también barrer el Frente Popular.

—Es igual —le interrumpió un hombre de cara enjuta, de pómulos muy afilados, y pelo canoso—. Para nosotros, los comunistas, República y Frente Popular son una misma cosa.

—Está bien, está bien… —repuso el alcalde, moviendo lentamente la cabeza—. Lo que yo quiero decir es que, de momento, no parece que peligren las instituciones republicanas, hombre. Quiero decir que, por lo tanto, no hay que desesperar ni echar por el camino de en medio así como así…

—Lo que está claro, y sin ninguna duda, es que los que corren peligro son los trabajadores, nosotros, los hombres de la CNT y de la UGT, nuestras organizaciones —dijo rotundamente el representante de la CNT, un tipo también delgado, pero de facciones menos angulosas que las del comunista.

Se disponía ya a replicarle el alcalde cuando se abrió bruscamente la puerta, dando entrada a un joven bien vestido, que estalló más que habló:

—El gobernador al aparato. ¡Por fin!

El alcalde entonces tomó inmediatamente el aparato telefónico que tenía ante sí, sobre la mesa, y se lo llevó al oído mientras los demás se hacían entre sí señas de silencio y calma.

—Dígame, dígame, señor gobernador… —Hubo una pausa y luego—: ¿Aquí? Las tropas están acuarteladas desde esta tarde y, hace poco, un piquete, al mando de un oficial, ha proclamado el estado de guerra, fijando en algunas esquinas el bando del general Queipo de Llano… ¿Cómo? Sí, sí, claro. Al saberse lo de Marruecos llamé inmediatamente por teléfono al comandante del batallón. Entonces es cuando me dijo que acuartelaría sus tropas. Le insté a venir al Ayuntamiento para hablar conmigo, en mi calidad de Delegado de Orden Público, pero se negó. Fue inútil que intentara hacerle comprender la responsabilidad en que incurría al desobedecerme. Me contestó que aceptaba íntegra toda la responsabilidad, pero me prometió que no se sublevaría. Ahora, después de declarar el estado de guerra, le he llamado otra vez para reprocharle su conducta y me ha respondido que es una cuestión de honor para él y para todos los que visten el uniforme militar. Me dijo, por último, que ya no obraría por cuenta propia, sino ateniéndose a las órdenes que reciba de sus superiores. En vista de ello le pregunté: «¿Está usted con la República o contra la República?». Y me contestó: «Estoy con España». Ya, ya. ¿Y Queipo?… ¿Sí?… Entonces… ¿De veras? ¿También? —Y, tras un último silencio, agregó—: Bien, señor gobernador. Pasaré la noche junto al teléfono, atento a sus llamadas.

Todo el mundo tenía los ojos clavados en él, tensos, dominando difícilmente su ansiedad, y el alcalde, en medio de un silencio dramático, dijo, con voz grave y dolorida:

—No es un alzamiento de militares republicanos, no. Es un golpe de muerte contra la República. La situación es muy grave. La mayoría de los oficiales del ejército español está comprometida, con sus generales al frente.

Al pronto, las palabras del alcalde dejaron a aquellos hombres perplejos, anonadados, totalmente sorprendidos pese a todas las suposiciones con que habían estado especulando. El alcalde rompió otra vez el silencio:

—Claro que la República cuenta también con algunos militares leales y, sobre todo, con los suboficiales y clases del ejército. El gobernador me ha dicho que, por ahora, todo está muy confuso. En Madrid, Barcelona y Bilbao, el Gobierno tiene la esperanza de restablecer pronto su autoridad, pero hay muchas guarniciones de las que no se sabe nada.

—¿Y el pueblo? ¿Qué hace el pueblo? —le preguntó el de la CNT.

—Sí, ¿qué hacen las organizaciones obreras de Madrid? —inquirió seguidamente el de la UGT.

—Es de suponer que tanto el pueblo como las organizaciones de izquierda estén con el Gobierno. Ni siquiera se lo he preguntado al gobernador. En cambio, le he preguntado qué sabe de Queipo.

—¿Y qué? —y la pregunta brotó de muchos labios a la vez.

—Es un rebelde también. Ha estado engañando al ministro de la Guerra hasta ayer mismo. El diputado Cordero Bell lo quiso detener en Huelva, pero el ministro se lo impidió diciéndole que era uno de los pocos generales en que se podía confiar.

El comunista gritó:

—Entonces, el traidor es Casares.

Aunque abiertas de par en par las ventanas del salón, el aire permanecía inmóvil, apelmazado, hasta el punto que las nubecillas del humo del tabaco se habían adherido al techo y colgaban de él como telarañas. Era aquél un calor húmedo y pegajoso como el de la sangre. Los hombres se despojaban de las chaquetas y se arremangaban las camisas. En muchos, el sudor rodaba por las calvicies y goteaba desde las pestañas. El alcalde se pasaba de cuando en cuando un pañuelo por el mondo cráneo y por la sotabarba, y se enjugaba las manos con él.

El de la CNT, limpiándose de un manotazo las gotas de sudor que le caían por la nariz, vociferó:

—Y Azaña, que lo puso donde no debió ponerlo nunca. Los demás representantes de las organizaciones obreras se adhirieron a estas manifestaciones con voces acaloradas y gestos violentos, sin que surtieran mucho efecto las palabras y los ademanes de los republicanos reclamando serenidad. Sobresaliendo por encima de todas la voz del comunista, se le oyó proponer:

—¡Hay que pedir inmediatamente el Ministerio de la Guerra para el camarada Francisco Largo Caballero!

Las opiniones se dividieron, sin embargo, entre los mismos socialistas: los jóvenes, a favor; en contra los viejos. Los de la CNT, por su parte, se miraron entre sí y se abstuvieron de manifestarse. Se produjo a consecuencia de este debate una momentánea distensión que aprovechó el alcalde para apoderarse otra vez de la palabra:

—Un poco de calma, amigos; un poco de calma. No disponemos de los elementos de juicio necesarios para pronunciarnos en un asunto tan delicado ni tampoco somos quiénes para decidirlo. Si ha habido negligencia por parte de alguien, la República tiene poder y dispone de procedimientos para imponer el castigo adecuado. Por otra parte, no vamos a creer que un ministro tenga que ser necesariamente infalible.

El comunista y sus amigos socialistas se hablaban al oído y hacían gestos denegatorios con la cabeza. También cuchicheaban entre sí los representantes de la UGT y los de la CNT El alcalde, que leía en los rostros lo que cada uno pensaba, continuó, cambiando de tono:

—Lo importante ahora, creo yo, es pensar en lo que se nos viene encima. ¿Qué podemos hacer nosotros en este momento para defender la República?

La pregunta calló todos los rumores y logró concentrar de nuevo la atención general.

—Voy a exponeros en cuatro palabras la situación —prosiguió diciendo, dueño ya de las riendas del debate—. La tropa está acuartelada. Bien. Pero estamos en contacto con algunos elementos importantes dentro del cuartel, que pueden darle la vuelta a la tortilla en cualquier momento. La guardia civil permanece tranquila y los carabineros están con nosotros. Si no viene nadie de fuera, quiero decir que si los sublevados de aquí no reciben refuerzos, es seguro que podremos dominarlos sin tardar muchas horas. Por consiguiente, opino que lo primero que debemos hacer es interceptar la carretera y todos los demás accesos menores por donde pudieran llegar elementos extraños con intención de unirse a la tropa. Y, después de eso, esperar.

Siguió un silencio hasta que se oyó una voz:

—¡Pido la palabra!

Era la del representante de la CNT.

—Habla, habla —le invitó el alcalde, al tiempo de enjugarse la calva con el pañuelo.

—La CNT y la UGT, de común acuerdo, hemos tomado ya algunas otras medidas, la principal de las cuales ha sido la de declarar la huelga general por tiempo indefinido. Compañeros nuestros ocupan ya las oficinas de telégrafos, correos y teléfonos, para, de esa manera, estar al tanto de lo que digan los militares y de las órdenes que reciban. También hemos organizado grupos de escuchas de radio para conocer algo de lo que pasa en el resto de España. Seguro que la estación de radio de Madrid tiene que estar emitiendo continuamente y, aunque la pise la de Sevilla, es posible que en un descuido logremos captar algo, ¿no? Otros compañeros están recorriendo las barriadas y las huertas para informar al personal de lo que está ocurriendo y convocarlo en los alrededores del cuartel, porque lo mejor para impedir que los militares se echen a la calle es rodearlos de una muralla de carne, ¿sí o no? —y como nadie le contradijera, prosiguió—: Tenemos pocas armas, pero distribuyéndolas bien y procurando que cada cual lleve siquiera un palo en la mano, cuando mañana se asomen los militares y vean lo que tienen que saltarse, si es que antes no ocurre nada dentro del cuartel, es muy posible que prefieran estarse quietecitos, que se les caigan los palos del sombrajo, vaya.

Y se sentó. Hasta los republicanos aplaudieron. En medio del entusiasmo, sólo al alcalde se le ocurrió preguntar:

—¿Y la carretera y el camino del cementerio?

El de la CNT consultó con la mirada al de la UGT y entonces fue éste quien se adelantó a contestar:

—Eso ya se verá después. No es probable que venga nadie de fuera esta noche. Bastante tiene cada cual con poner en orden su propia casa, me parece a mí.

—Ahora, cada cual a lo suyo —dijo el de la CNT, levantándose.

Le imitaron todos los demás y, al abrirse las puertas del salón, pasó ondeando por la cargada atmósfera un soplo de brisa que hizo a todos respirar con ansia, y desovilló perezosamente las nubecillas del humo de tabaco.

Fueron saliendo y pronto se oyó un recrecido rumor de voces fuera. Los correligionarios del alcalde le miraban sin saber qué determinación tomar hasta que él les dijo:

—Iros vosotros también a descabezar un sueño. Si algo ocurriera, ya os mandaría llamar.

Federico los conocía. Eran comerciantes o profesionales acomodados. Hombres de casino republicano y de logia. Pequeños burgueses con hijos radicalizados políticamente, en uno u otro sentido, a su paso por la Universidad. De costumbres morigeradas, cuya ideología seguía alimentándose del ¡escuela y despensa! De Costa, de los discursos de Castelar y de los recuerdos cantonales de la primera República. Seres cómodos también, amigos de las plácidas discusiones de café sobre política, toros o mujeres.

Respiraron satisfechos al oír la orden del alcalde y quedaron solos éste, Federico y el joven que había anunciado tan dramáticamente la conferencia del gobernador.

La atmósfera, a causa de la leve corriente de aire, se había purificado un poco y era ya casi soportable. El alcalde hizo que se aproximaran a él los dos jóvenes y los invitó a fumar. Mientras liaban y encendían los cigarrillos, se oyeron gritos en el jardín, contestados clamorosamente.

—¡Viva el partido socialista!

—¡Vivaa!

—¡Viva la CNT!

La respuesta fue como un rugido:

—¡Vivaaa!

Siguieron más vivas y, al llegar finalmente el viva a la República, la voz de la multitud, ya ronca, sonó como un cañonazo.

Los tres hombres escuchaban, pálidos y estremecidos, sin acordarse de fumar. Volvieron en sí al quebrarse el rumor unánime de la multitud en mil rumores distintos. Entonces, el alcalde, después de cerciorarse con una mirada recelosa de que no podían oírle más que los dos jóvenes, dijo, bajando la voz:

—La situación es mucho peor de lo que se figuran. Ah, si se presentase en todas partes como aquí… —y movió la cabeza pesarosamente—. Pero no es así. En Cádiz, por ejemplo, los militares se han apoderado ya prácticamente de la ciudad, al mando del general López Pinto, y el gobernador se ha tenido que encerrar en el edificio del gobierno civil con sus guardias de asalto. El hombre está desesperado. Se le notaba en la voz. Resulta que él y López Pinto son amigos. ¡Ya veis qué situación! Me lo he callado antes por no desesperar a la gente y evitar que se salga de madre. Como no les he dicho tampoco que los militares son dueños ya de Algeciras. Por eso tengo tanto empeño en que se vigile la carretera. Por lo menos, que no nos cojan de improviso.

Se desmoronaba de cansancio. El cigarrillo, estrujado entre sus húmedos dedos mientras hablaba, se le deshizo al chuparlo, cayéndosele por la pechera de la camisa las briznas encendidas, lo que le obligó a tirarlo rápidamente y a sacudirse. Federico echó mano a su cajetilla y le brindó otro cigarrillo mientras decía:

—Pues no se preocupe por eso. Ahora mismo voy a coger un coche y a darme un largo paseo por la carretera a ver si se nota algún movimiento anormal en ella —y, luego, dirigiéndose al otro joven, le preguntó—: ¿Quieres acompañarme tú, Ricardo?

El aludido miró al alcalde, indeciso.

—Sí, vete con Federico. De momento no te necesito aquí. Antes de salir, aún preguntó Federico al alcalde:

—¿Y Málaga? ¿Se sabe algo de Málaga —y como el otro moviera la cabeza en sentido negativo, agregó—: Porque si Málaga respondiera, ya no estaría todo tan negro a nuestro alrededor, eh?

Pero el alcalde no contestó más que con un gesto de duda, dejando caer después la cabeza sobre el respaldo del sillón y cerrando los ojos.

En el jardín del Ayuntamiento ya no quedaban más que algunos grupos juveniles, mezclados con los guardias municipales, que se acercaron inmediatamente a Federico y a Ricardo.

—¿Qué?

—Todo sigue igual por ahora. Nosotros nos vamos a echar una ojeada a la carretera —respondió Federico.

—¿Cuándo nos van a dar las armas? —preguntó uno de los jóvenes.

—¿Armas? —y Federico hizo un gesto de extrañeza—. Como no vayas al cuartel por ellas…

—Verás. Es que nos han dicho que nos quedemos aquí de guardia, y nos parece bien. Pero guardia ¿con qué? En vista de eso nos han dicho que nos darían algunas, pero nadie ha venido a traérnoslas ni nadie sabe nada de eso. Y si no hay armas, ¿qué pintamos nosotros aquí?

—¿No tienen los municipales ninguna pistola de más?

—Sí, una, pero sin balas.

—Pues con cuchillos, con palos, ¡cómo sea!

Y antes que el joven tuviera tiempo de replicar, Federico y su acompañante cruzaron la puerta de hierro de la verja. Las calles céntricas aparecían desiertas. Sólo los últimos curiosos esperaban el desarrollo de los acontecimientos sentados a la puerta de los bares. Sin embargo, en un incesante chorreo, surgían por las esquinas grupos de hombres, precedidos por el rumor de sus conversaciones. Eran huertanos y pescadores, en mangas de camisa o con los pantalones remangados, llevando al hombro astiles de azadón o trozos de remo. Invariablemente tomaban la dirección del cuartel, capitaneados por algunos de ellos. Iban tranquilos, incluso algunos reían o bromeaban, pero sin alborotar, como si marchasen al trabajo de todos los días. Precisamente eran su pesadez y su unanimidad lo que más fuertemente impresionaba en aquel trance de miedo y de estupor general.

—Deben de ser miles ya —murmuró Ricardo.

—Sí. Es el pueblo. Lástima que…

Pero no terminó la frase. Y llegaron a la plaza, donde se congregaban los coches de alquiler. Sus conductores estaban sentados, en corro, a la puerta del bar «La Parada». Dentro estridía la radio Sevilla, transmitiendo incansablemente las proclamas de Queipo de Llano, los himnos de Riego y de la Legión y los vivas a la República. El dueño, de codos sobre el mostrador, se hurgaba los dientes con un palillo.

Federico hizo señas con la mano a uno de los conductores, que se levantó de mala gana.

—Vamos a dar una vuelta, Pinturas.

—¿Adónde, don Federico?

—Por la carretera.

Pinturas se rascó la cabeza.

—No sé… —murmuró—. La cosa está que echa leches.

Pero Federico y Ricardo habían subido ya al automóvil y el conductor no tuvo más remedio que resignarse a hacer lo mismo.

—Tira, Pinturas —ordenó Federico.

Enfilaron la larga calle. En los remansos de sombras de las ventanas se percibían la inquietud y el insomnio de quienes espiaban desde allí el paso de los rumores que corrían de boca en boca. Las casas aparecían envueltas en oscuridad y silencio, y al ruido del coche, preludio de otros más siniestros que pronto sembrarían el espanto y las despedidas de muerte en todas las ciudades y pueblos de España, se agudizaba la tensión en torno.

—La gente está asustada, me parece a mí.

—Es que lo peor es la incertidumbre, Ricardo. Y la verdad es que hay motivos para estar asustado.

Al salir a la carretera vieron brillar el mar. Al fondo de la gran bahía, un puñado de luces indicaba la posición de Algeciras. Mirando en aquella dirección, dijo Federico:

—¿Qué estará pasando allí en estos momentos?

Ricardo guardó silencio. Tranquilas y alegres, centelleaban también las de Gibraltar.

—Ahí sí que no pasa nada —dijo Ricardo después, señalando la plaza inglesa.

—Desde luego que no. Los ingleses, como siempre, contemplarán los toros desde la barrera, y ya verás cómo se las arreglan para sacar tajada de todo esto. Precisamente están ahí por otra disputa nuestra.

Entonces intervino Pinturas:

—¿No se creéis ustedes que se va a liar el follón? —y como no le contestaran siguió diciendo—: ¡También tiene malage la cosa, hombre! Ahora, cuando uno puede ganarse algo de parné con la feria, se les juntan los chícharos a los militares y ea ¡cataplum! Si no fuerais sido ustedes, no pongo en marcha el coche ni por na, porque estamos en huelga.

—Ya lo sabemos, pero éste es un servicio oficial —le dijo Ricardo.

—Si está bien, don Federico, si está bien… y embaló el coche.

—Pero no corras mucho —le advirtió Federico—, que hay que ver muy bien por dónde vamos y qué es lo que pasa por aquí.

Pinturas aminoró de mala gana la marcha del automóvil. El campo y las casitas que emergían de él al borde de la carretera estaban untados de la calma aceitosa de la noche. Se oía el aullido de algún perro. Las luces de los hotelitos perdidos entre los árboles parpadeaban de sueño.

Pasaron por una barriada de pescadores, humilde, aplastada contra el arenal y las chumberas, que se hubiera dicho deshabitada. Allí creció el ruido del coche, que se desinfló al dejar atrás la última de las casitas. Federico miró entonces su reloj a la luz de un fósforo.

—Las dos de la madrugada —dijo.

Otro silencio. La carretera seguía desenrollándose sin ningún obstáculo, como si fuera una ruta abandonada. Campos dormidos. Árboles sin viento. Noche caliginosa, blanda, derrumbándose, indiferente y perezosa, sobre la tierra y el mar.

—¿Qué estará sucediendo ahora en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en Valencia, en …? —murmuró Federico—. Aquí, todo tan tranquilo al parecer y, sin embargo…

—Sí, da miedo pensarlo.

—Me temo que vamos a una catástrofe, Ricardo.

—Y yo. El alcalde…

—Es un hombre inteligente y muy buena persona, pero ya está entregado. Y se ha entregado también el gobernador. Y a saber cuántos son los ministros, los gobernadores y los alcaldes que lo dan todo por perdido, y a saber también cuántos de los que ya se han declarado en rebeldía no tienen idea de adónde van…

—¿Será la revolución, Federico?

—¿Una revolución sin planes ni jefes? El Frente Popular es un cuento. Está roto. Largo Caballero es un anciano. ¿Una revolución así? ¡Qué disparate! ¿Qué, cuál, de qué tipo sería esa revolución, caso de que pudiéramos hacerla, eh? Porque en España se es revolucionario fácilmente. Basta con querer poner a la hora de Europa su economía, su agricultura, su enseñanza, su administración… Pero cada cual lo ve a su modo. Un faísta, un sindicalista, un prietista, un caballerista, un comunista o un republicano piensan de muy diferente manera y cada uno de ellos tiene su receta particular para salvar a España. En lo único en que estarnos todos de acuerdo es en que no podernos seguir así, en que hay que dar un valiente paso hacia delante. Pero ¿cuál, hasta dónde, por dónde? No nos pondríamos jamás de acuerdo.

—Está el pueblo —apuntó tímidamente Ricardo.

—Eso es lo grave. Nuestro pueblo es un elemento trágico, pasional, y detrás de él no hay nada.

Iba a seguir hablando, pero se contuvo. Estaban ya cerca de la confluencia con la carretera general, y Ricardo le había dado con el codo para que se fijase en los dos puntos negros que se divisaban en el cruce.

Los bultos sospechosos adquirieron forma en seguida, hasta hacerse fácilmente identificables.

—¡Ojú, los civiles! —exclamó Pinturas, alarmado.

—Está bien, hombre —dijo Federico—, pero no hay por qué ponerse nervioso. Ve despacio y párate junto a ellos. Yo hablaré.

Cerca de allí se alzaba una pequeña venta o aguaducho, cuyas luces estaban apagadas. Al detenerse el automóvil, se agitaron en su interior varias sombras, adelantándose una de ellas que, al salir al claro, mostró los brillos del tricornio y del correaje.

—¡Buenas noches!

—¡Buenas! —fue la seca respuesta del guardia.

En el entretanto había hecho su aparición otra sombra. No llevaba fusil ni cartucheras. Federico lo reconoció en seguida.

—¡Buenas noches, teniente!

El otro se llevó los dedos de la mano derecha hasta la sien en silencio. La sombra del tricornio le chorreaba por la cara, ocultando su expresión a la mirada inquisitiva de Federico.

—¿Ha observado por aquí algo anormal, teniente? Entonces se oyó su voz átona:

—No. Todo está tranquilo. ¿Van ustedes a seguir?

Para tener tiempo de pensar la respuesta, Federico sacó la cabeza por la ventanilla y miró morosamente el contorno. Otras dos sombras con fusil venían desde la venta para reunirse con el teniente.

—Es verdad —murmuró—, todo está tranquilo —y, luego, dirigiéndose al conductor, añadió—: Anda, Pinturas, da la vuelta.

El teniente echó un paso atrás y Pinturas hizo recular al coche en oblicuo, dando rápidamente la popa a los guardias. Federico agitó el brazo, gritando cuando ya el coche tomaba ímpetu:

—¡Suerte, teniente! ¡Viva la República!

El oficial de la guardia civil volvió a hacer en silencio el saludo militar. Los guardias permanecieron inmóviles y mudos.

—¿No decía el alcalde que la guardia civil está tranquila? —dijo Federico al perder de vista a los guardias—. Pues está con los sublevados, aunque espera algo o a alguien para quitarse la careta.

—¿Y si hubiéramos seguido?

—Lo pensé, pero no me atreví a tentar al teniente.

—¿Tú crees que nos hubiera detenido?

—Probablemente. Ni siquiera ha contestado al viva a la República para disimular.

—¿Gritar viva la República? —intervino Pinturas—. Digo, si se les quedó atravesada el primer día en la garganta como un hueso.

Todo seguía igual por la carretera. El mismo silencio, la misma desolación, idéntica calma. Hasta los mismos lejanos aullidos de los perros. Sólo el calor empezaba a amainar, batido por los primeros frescores de la madrugada.

—El alcalde dijo que la sublevación de los militares es para derrocar la República, ¿no?

—Sí, eso dijo, Ricardo. ¿Y qué? Ricardo prosiguió:

—Entonces será para traer la monarquía.

—¿Quéipo de Llano batiéndose por la monarquía? No lo creo.

—Entonces, como no sea el fascismo…

—¿El fascismo? Pero ¿dónde está el fascismo español? Hay algún grupito, como tú sabes, pero nada. En España no hay fascismo, como tampoco hay comunistas. No. Sólo hay derechas enfrente. ¿Y qué pueden pretender las derechas? Pues la vuelta al principio, es decir, a como estaban las cosas antes de la venida de la República.

Ricardo, que escuchaba a su amigo fumando nerviosamente, sacó una mano por la ventanilla para arrojar de un papirotazo la punta del cigarrillo, cuya chispa ahogó rápidamente la negrura de la noche.

—Bien, Federico, pero tendrán algún plan.

—Ya te he dicho cuál.

—Pues si las derechas no tienen más que un plan negativo y ninguno las izquierdas, ¿qué va a salir de aquí?

Federico movió, apesadumbrado, la cabeza.

—Para empezar, toda esta confusión me hace temblar las carnes.

—Sin embargo —añadió Ricardo—, algo habrá que hacer y…

—¿Tú sabes qué? —le cortó su amigo.

—Algo, hombre.

—Sí, luchar; pero a ciegas.

—Cualquier cosa antes de que nos aplasten tranquilamente, vamos, digo yo.

—Por supuesto, Ricardo. Pero ¿se resolverá algo echándonos todos a la calle a la caza de lo que salga?

Ricardo refunfuñó algo ininteligible y luego guardó silencio. El poblado de pescadores continuaba aplastado por la pesadumbre de la noche, inanimado, y el coche abrió en su aire tranquilo una larga estela de temblores y resuellos.

—Y esta pobre gente sin saber todavía lo que se prepara —murmuró Ricardo mientras echaba una ojeada a su caserío.

—¿Y quién podría decirlo, Ricardo?

—Nada bueno, desde luego.

—Esa incertidumbre es lo que más me angustia, amigo mío. Nuestra situación es la misma que la del enfermo que quiere saber lo que piensa el médico.

Aún se veían las manchas blancas de las casitas de los pescadores cuando rompió el silencio una ristra de disparos en la dirección del pueblo. Los tres ocupantes del automóvil se sobresaltaron.

—¡Calla! ¿Tiros? —y Federico sacó la cabeza por la ventanilla para oír mejor.

—Será la traca de feria —se le ocurrió decir a Pinturas.

—¡Para, para! —ordenó Federico, demudado.

Ricardo, por su parte, permaneció mudo hasta que el coche se detuvo al borde de la carretera y pudieron percibir claramente el estampido seco y salteado de los disparos.

—Seguramente —dijo— ha estallado la revuelta dentro del cuartel. Es lo que esperaba el alcalde —y en tono exaltado gritó—: ¡Los sargentos han cumplido su palabra!

Echaron pie a tierra. Las detonaciones arreciaron, distinguiéndose algunas cortas ráfagas de ametralladora. Federico y Ricardo se miraban sin saber qué decir, temblando de emoción.

Entonces se oyó la exclamación de Pinturas, con musiquilla cuartelera:

—¡Ya está liada! ¡Ya está liada!

—¡Al coche! ¡Aprisa! —fue la reacción inmediata de Federico.

De nuevo en marcha, insinuó Pinturas:

—A ver si es que los militares están disparando contra el personal…

Siguió un silencio, durante el cual percibieron, más fuertes cada vez, y más nutridos, los disparos, hasta que, de pronto, empezaron como a tartamudear, cesando al fin bruscamente.

—¡Ya ha palmado el que sea! —exclamó Pinturas.

—Sí —murmuró Ricardo—. Pero ¿quién? Tras una pausa, dijo Federico:

—De cualquier manera, malo es que haya corrido la sangre. Es algo que no tiene arreglo. Se quiere luego lavar una sangre con otra, y lo que se consigue es agrandar la mancha. La sangre no se lava nunca.

Pronto llegaron a las primeras casas del pueblo, donde los acogió un gran clamor de voces humanas.

—¡Hemos ganado, Federico! —gritó Ricardo, electrizado de nuevo.

Al entrar en la primera calle pudieron ver a la gente asomada a las ventanas o formando corrillos en las puertas; muchos de los hombres abrochándose todavía los pantalones; las mujeres, arropándose precipitadamente. Asomaban también chiquillos medio desnudos, que se mezclaban entre los mayores, pese a los gritos de las madres. De ventana a ventana y de grupo a grupo se cruzaban preguntas y respuestas, mientras todos hablaban a la vez con gran excitación.

—¿Qué pasa, Paco?

—¡Qué jollín, niño, qué jollín!

—¿Y Luis?

—¡Niño!

—¡Ay, Dios!

—¡Quédate en casa, Manuel!

Estallaban los nervios, como estalla la tormenta después del bochorno, tras una tensa y angustiosa espera. Pinturas tuvo que aminorar considerablemente la marcha del coche para no atropellar a los chiquillos que habían empezado a jugar y a perseguirse por la calzada. Federico y Ricardo trataban de enterarse de lo sucedido; pero en vano, porque, en vez de respuestas, recibían preguntas al pasar. Pero de pronto apareció por el otro extremo de la calle un grupo de jóvenes en mangas de camisa, gritando, roncos ya, vivas a la República.

Federico saltó del coche sin esperar a que se detuviera y abordó a uno de aquellos mozos:

—¿Qué ha pasado?

El muchacho, despeinado, rota la camisa, parecía ebrio. Sin embargo, al reconocer a Federico, se detuvo para contestarle:

—Que el sargento García ha dado la vuelta a la tortilla en el cuartel, y ahora andan los soldados quitando el bando de guerra.

Era inútil preguntar más por el momento y Federico volvió al coche, que abandonaron poco después, en la plaza, donde el gentío era mucho mayor. La calle principal aparecía como en una tarde de toros. Habían abierto sus puertas algunos bares y la gente se acogía a ellos o formaba corros gesticulantes en las aceras e incluso en medio de la calzada. Preguntas y preguntas. Vítores. Por toda la calle corría como un calambre de alegría contagiosa.

Cuando Federico trató de avanzar por ella, junto a Ricardo, en medio de saludos y amistosos golpes en la espalda, surgió por una de las transversales un grupo de soldados que apenas podía abrirse paso entre los grupos de entusiastas que acudían a vitorearlos. El sargento, con la guerrera empapada de sudor, luchaba por mantener el orden y la marcialidad entre sus subordinados, teniendo que rechazar enérgicamente a quienes trataban de invitarlos en los bares del trayecto. Su rostro aparecía ennegrecido por la barba crecida. Se había quedado afónico y se advertían en él los grandes estragos de la tensión y el cansancio.

—No hay quien pueda con el personal —dijo cuando Federico se acercó a él y señalando a los que atosigaban a los soldados—. Estoy deseando llegar al cuartel. Mucho entusiasmo ahora, pero si no es por nosotros…

Federico tenía que pegarse materialmente al sargento para poder entender lo que le decía, siendo por eso víctima, a su vez, de los achuchones de la multitud.

—Bien, pero ¿cómo ha sido eso? El sargento le miró con extrañeza:

—¿Y dónde has estado que no lo sabes?

Entre codazos, pisotones y continuos manotazos del sargento, Federico pudo contarle el resultado de su excursión nocturna por la carretera.

—Esos falsos nos la juegan al final, ya lo verás —fue su comentario, y luego, interrumpiéndose a cada paso, siguió diciendo—: Lo nuestro resultó como lo habíamos planeado. Los oficiales quisieron resistir, como es natural, en el cuarto de banderas, y tuvimos que disparar para que la compañía más dudosa se estuviera quietecita. Y eso hizo. Como habíamos tomado previamente las azoteas y dominábamos el patio, no se podía mover dentro del cuartel ni una rata sin permiso nuestro. En vista de ello, los oficiales no tuvieron más remedio que rendirse. Eso sí, les prometimos antes dejarlos en libertad de elegir entre nosotros o marchar a Algeciras.

—¿Y qué?

—Pues que a estas horas estarán ya en Gibraltar.

—¿Ha habido heridos o muertos?

No, porque no tirábamos a dar. No hizo falta.

—Menos mal.

Federico palmeó el hombro del sargento y se separó de él. El piquete de tropa continuó su camino hacia el cuartel, seguido y rodeado de una multitud vociferante y entusiasta.

Como Ricardo mostró deseos de ir inmediatamente a informar al alcalde, Federico abandonó la calle principal, saludando a unos y a otros. Por las palabras y comentarios que cazaba al paso, comprendió que el optimismo tornaba al ánimo de las gentes como después de un mal sueño.

—¿Tú crees que va a haber corrida mañana?

—Digo, pues claro que sí.

—No sé, no sé… La cosa no está clara todavía.

—Anda y no seas cenizo.

Quería, necesitaba estar solo y tuvo que rechazar la compañía de algunos amigos.

(Necesito pensar, serenarme. Esto es una locura. ¡Una locura! La locura de una noche de verano. ¿Correrá la sangre? Y ahora, ¿qué? Lo peor es que corra la sangre, que toda España se convierta en Asturias. La revolución… ¿Qué revolución?).

La agitación remitía a medida que se alejaba del centro de la población, pese a los grupos de jóvenes enardecidos que seguían patrullándola en todas direcciones. Las radios habían enmudecido y sólo se percibían, de cuando en cuando, los vítores revolucionarios, cada vez más roncos y también con mayor carga explosiva, como en los finales de una traca:

—¡Viva el comunismo libertario!

—¡Viva la revolución social!

Se dirigió hacia el real de la feria. El circo, las casetas, los artilugios recreativos, los puestos de tiro al blanco, las turronerías y los aguaduchos, las barracas de la «cueva misteriosa» y de «sólo para hombres», el teatro ambulante con anuncios de «obras sicalípticas», y todos los demás tinglados, con sus lonas cerradas y sus toldos recogidos, con sus luces apagadas y el silencio en torno, daban una impresión triste y desoladora.

No se veía un alma por sus avenidas enarenadas. Sólo algunos feriantes desvelados fumaban junto a las puertas de sus tiendas, desnudos de cintura para arriba y con las pelambres revueltas. Apenas hablaban entre sí y callaban al ver aparecer a Federico. Gentes llegadas a saber de dónde y a costa de cuántas fatigas, ancladas allí ocasionalmente para seguir después la ruta de las ferias, vendiendo su alegría profesional de cascabeles mecánicos. El tumulto del pueblo era, sin duda, un mal presagio para ellos.

(Tienen miedo, pero ¿quién no tiene miedo esta noche? Es él, el miedo, el causante de todo este alboroto. Toda España tiembla de miedo. El miedo es el que nos empuja a unos contra otros. ¡El miedo!).

—¡Viva la revolución social!

Los feriantes apagaron rápidamente sus cigarrillos y se escondieron bajo las lonas o en los carromatos. Y se congeló sobre el real de la feria un silencio profundo y pavoroso.

Federico miró a lo alto, donde ya pintaban albores, y se estremeció.

(¿Qué nos traerá el nuevo día? ¿Cuántas personas, en este mismo momento, desde sus alcobas, desde sus despachos, en los caminos, en las encrucijadas, en la centinela, en los centros políticos, en los conventos y en mil diferentes escondrijos, estarán esperando, acongojadas, que se levante el telón del nuevo día?).

Seguía ensimismado en sus pensamientos cuando oyó que lo llamaban por su nombre. Había quedado atrás el real de la feria y se hallaba en una de las calles que conducían al centro de la población.

—¡Federico!

Sí, le llamaban desde aquella ventana. Pero la ventana pertenecía a la casa de don Agustín, el jefe de la CEDA.

—¡Federico!

Se acercó.

—¡Buenas noches, don Agustín!

—¿Buenas noches, hijo?

Don Agustín era el abogado más importante de la ciudad. Rubio, grueso, con unos ojos claros inteligentísimos y amigo de Gil Robles, o, por lo menos, su ferviente admirador. Tenía dos hijas casaderas, muy guapas, y un solo descendiente varón, vago y calavera, un verdadero balarrasa.

—Es la fórmula, ¿no?

—Sí, pero… ¿qué crees tú?

—¿Yo? ¿Y usted?

—No sé qué pensar.

—Ni yo.

—Entonces…

Don Agustín estaba pálido, tembloroso, angustiado.

—¿Crees que pueda ocurrir algo gordo?

—¿Y quién lo sabe, don Agustín?

—¡Pobre España!

Siguió una pausa. Ninguno de los dos sabía de qué hablar. Al cabo dijo Federico, como despidiéndose:

—En fin, mañana veremos…

Y don Agustín, suspirando profundamente, exclamó:

—Adiós, hijo. ¡Y que Dios tenga piedad de todos!