XII

—A mí, ni una peseta. ¿Y a ti?

—Nada.

—Pues estamos listos.

—Y, sin embargo, en los billetes dice: «El Banco de España pagará al portador…».

—Sí, sí, pero ya sabes: donde dije digo, no dije digo sino Diego…

Estaban ambos amigos frente a la tablilla que, en el vestíbulo del Banco, indicaba el número y la serie de los billetes que reconocía como válidos el Gobierno de Franco. Al igual que Federico y Molina, otros muchos ciudadanos y ciudadanas compulsaban, nerviosos y angustiados, las notas en que traían apuntada la reseña de los billetes que poseían. Algunos palidecían junto a quienes hacían gestos de resignación. También había quienes bajaban la cabeza y se marchaban sin manifestar ninguna impresión, y quienes estrujaban los papeles sin poder disimular un estremecimiento de cólera sorda. Y hasta hubo quien gritó:

—¡Mira, Pepi, me ha valido éste!

Era una mujer que, con una bolsa al brazo, estrujaba los billetes recogidos en un pañuelo; una mujer fláccida, que calzaba zapatillas de paño y se abrigaba con un mantón negro. Le mostraba el billete agraciado, un billete amarillo de cien pesetas, con la efigie de un Felipe II hermético, a una muchachita flacucha que se agarraba a su brazo.

—Hija, ya tenemos algo —añadió, emocionada. La chiquilla hizo un gesto despectivo.

—Pues vamos a hacer bastante con veinte duros teniendo a padre encerrado en la plaza de toros…

Hubo entonces un rápido y misterioso cruce de miradas entre los que formaban el grupo de consultantes, pero nadie se permitió el más ligero comentario.

—Vamos a canjear el billete bueno —dijo luego la madre, y ambas mujeres cruzaron la puerta giratoria que les franqueaba la entrada al interior del Banco.

Federico y Molina se dirigieron, a su vez, a la calle, cruzándose con personas de todos los pelajes y trazas que, en mayor número cada vez, acudían allí a lo mismo que ellos.

—Yo, en cuanto me enteré de la lista esa que daba la radio de Burgos, fui y le dije a Rafael: mira, chico, vamos a hacer caso por si las moscas, que con eso no perdemos nada —oyeron decir a una mujer alta, rozagante y bien vestida.

—Pues yo le aconsejé lo mismo a Ilde: no seas tonto y billete de esos que te venga a las manos, billete al cajón. Y ya ves tú por dónde… Y es que los hombres son unos acérrimos… —Se expresó su amiga y acompañante.

Molina se encogió de hombros.

—¡Mujeres! —dijo—. Siempre van a lo práctico. Hasta Rosario me habló alguna vez de la célebre lista de billetes válidos. Yo no hice ni caso, como es natural, pero ella quiso guardar cinco duros de plata que conservaba, y los guardó. Gracias a ellos ha podido comprar víveres estos días.

—De todas maneras —comentó Federico—, aunque a mí me hubiera valido todo el dinero que me quedaba… No llega a mil pesetas.

—Pues nosotros teníamos menos: un billete de quinientas y tres de ciento.

—Nos han dejado lo que se dice en la calle.

—Lo mismo que cuando vinimos al mundo, sí.

—Ha sido un golpe bajo, ¿no te parece?

—De acuerdo, pero deja que todo acabe ahí, Molina.

Era una bonita mañana de sol, y las fachadas de los edificios, los postes del tranvía y algunos árboles aparecían engalanados con banderas y gallardetes bicolores, rojinegros con el yugo y las flechas, o, blancos con el aspa roja. Hubiérase dicho que era una mañana primaveral florecida de banderas.

—¿Cuándo volveremos a ver las nuestras, Federico?

—¿Las nuestras has dicho? Mira, mira…

Le señalaba las hileras de nuevos carteles de propaganda, pegados sobre los anteriores. Eran menos variados y policromos, pero con un mayor énfasis en su literatura: «¡Por el imperio hacia Dios!», «España es una unidad de destino en lo universal». Uno de dichos carteles consistía en una corona de laurel con la siguiente inscripción: «Todos los césares fueron generales invictos. ¡Franco!». También aparecían las consignas revolucionarias: «¡Por la patria, el pan y la justicia!», «Ni un hogar sin lumbre ni una familia sin pan».

—Como si Felipe II se hubiera vuelto loco, ¿no? —comentó Olivares.

—No entiendo nada, de verdad, Federico.

Los detuvo el repiqueteo de una campanilla. La gente comenzó a arrodillarse a su alrededor y a santiguarse precipitadamente. Estaban en el cruce de las calles de Goya y Velázquez.

—¿Qué es? —preguntó Molina.

Pero no tuvo que aguardar mucho tiempo la respuesta. Se trataba de una procesión de desagravio. Tras una pequeña imagen del Corazón de Jesús, transportada a hombros por cuatro hombres que vestían camisas moradas con cordones dorados, marchaba un sacerdote revestido con la capa pluvial y otros varios de sobrepelliz. Seguía una heterogénea multitud enfervorizada. Al paso del cortejo se detenían los tranvías y los coches que circulaban por ambas calles y se arrodillaban los transeúntes, algunos de los cuales rezaban jaculatorias en voz alta, otros alzaban hacia la imagen sagrada los ojos humedecidos y muchos inclinaban la cabeza en silencio.

Federico y Molina, atrapados por el público, hincaron también una rodilla en tierra, aguardando, inmóviles en esa postura, hasta que la imagen y sus seguidores, una vez salvado el cruce, alcanzaron el otro andén central de la calle de Velázquez, en dirección a la de Alcalá. Coches, tranvías y peatones reanudaron inmediatamente el flujo circulatorio; pero, antes de que se estableciera enteramente, se interrumpió otra vez.

Federico y Molina, que se habían detenido a liar un cigarrillo, buscaron con la mirada la causa de la nueva interrupción.

—¿Otra procesión? —inquirió Molina.

En efecto, en la puerta de la iglesia de la Concepción se estaba formando otro desfile procesional en torno a unos estandartes, pero no era ése el motivo del colapso, sino una gran multitud que, procedente de la Castellana, marchaba calle de Goya arriba, ocupando toda la calzada.

No era una multitud formada por devotos penitentes, sino por hombres barbudos, exhaustos, que arrastraban un paso cansino bajo la vigilancia de soldados armados. Eran prisioneros de guerra: carabineros, guardias de asalto, soldados. Sus demacrados rostros, su tristeza, sus uniformes destrozados y su silencio componían la estampa simbólica de la derrota. Eran los supervivientes de un naufragio. Por un momento todo parecía callar y oscurecerse a su paso, como si sobre la calle soleada pasara una nube sombría. La gente los veía desfilar, porque desfilaban a pesar de todo, conmovida, apesadumbrada, con disgusto. Alguien gritó un viva a España, pero no tuvo eco.

—¿Adónde los llevarán? —preguntó alguien.

Y contestó una mujer:

—Seguramente, a la plaza de toros, donde están concentrado a muchos miles. ¡Quiera Dios que no llueva!

Federico rehuyó los ojos de la mujer y dijo en voz baja a su amigo:

—Vámonos de aquí, no sea que alguien repare en mi edad y se le ocurra pedirme la documentación.

Siguieron de prisa y sin cruzar palabra hasta que se vieron en la calle de Castelló. Entonces dijo Molina:

—Lo peor es que estamos sin un céntimo. ¿Cómo tirar encerrados en casa hasta que las cosas se aclaren? Hay que comer, aunque sea poco… ¿A quién recurrir, eh? La comida no la regalan y de aquí a que podamos ponernos en comunicación con nuestros familiares de la otra zona han de pasar muchos días.

—Eso es —convino Olivares—, ¿a quien recurrir? Salvo los aprovechados de siempre, todos los que hemos estado en esta zona nos encontramos poco más o menos igual.

—Sí —y Molina movió la cabeza—. La radio habla de Auxilio Social, pero ¿cómo vamos a presentarnos nosotros en uno de esos sitios? Nos descubriríamos en seguida.

—Sobre todo, yo.

—Claro —Molina hizo una pausa y luego cogió a Federico de un brazo—. No te lo he querido decir antes, pero veras lo que ocurrió ayer. Rosario fue a una casa de compraventa, donde alguna vez habíamos ido a empeñar, antes de la guerra, para ver qué le daban por mi reloj de oro, las alianzas y unos pendientes, también de oro, que pertenecieron a su madre. Había allí mucha gente con la misma pretensión de ella, cada cual con su pequeña alhaja, o con un colchón, con mantas, etc. Rosario habló con el prestamista, pero éste se negó en redondo a hacerse cargo de nuestras cosas, a pesar de que no era la primera vez que pasaban por sus manos, si no le presentaba las facturas de compra.

—¿Las facturas de compra a estas alturas? —preguntó, extrañado, Federico.

—El reloj me lo regaló mi madre el día de mi boda… ¡Figúrate!

—Pero ¿por qué pedía las facturas? ¿Es que hay alguien que las guarde después de tanto tiempo, eso en el caso de que se las den a uno en compras de ese tipo?

—Pues para justificar que no eran prendas o alhajas robadas.

—¿Es posible?

—Y tanto, pero ahora viene lo mejor. Cuando ya se marchaba Rosario, el prestamista la llamó, la llevó a un rincón y como si se compadeciera de ella, le ofreció treinta pesetas por todo.

—¡Qué canalla!

—Claro, Rosario no aceptó y se vino a casa con lo mismo que se había llevado de ella, pero sin un céntimo. ¿Y qué iba a hacer? Según se pone la cosa, tendrá que volver, pero ya le he dicho a Rosario que llevando cada vez un alhaja solamente. Es posible que así saquemos más, ¿no te parece?

Federico no contestó, pero después de andar un rato pensativo y en silencio, se encaró con su amigo para decirle:

—Espera. No quería recurrir a cierta persona, pero es preferible antes de consentir semejante despojo. Lo intentaré mañana mismo.

Habían llegado entretanto al portal de su casa, donde tenía lugar una escena que los dejó desconcertados. La mujer del portero lloraba desconsoladamente.

A su alrededor, su hija mayor y otras vecinas o amigas trataban en vano de calmarla.

—Paciencia, mujer; ya verá usted cómo, todo se aclara y vuelve su marido —le decían mientras ella se abrazaba a su hija, llorando convulsivamente.

—¿Por qué se lo han llevado? ¿Por qué, si él nunca se ha metido en nada? —gemía.

Pero, pese a su congoja y a su llanto, percibió la llegada de los dos amigos y fue como si su sola presencia hiciera estallar su desesperación. Mirándolos y como dirigiéndose a ellos, gritó histéricamente:

—¡Y habiendo tantos rojos en esta casa, señor!

Federico y Molina pasaron de largo, sin detenerse a esperar el ascensor.

—¡Sí, con tantos rojos como se esconden en esta casa, han tenido que llevarse a un hombre honrado! —clamó la hija.

—¡Ya no hay justicia en España, hija mía!

Las terribles voces perseguían a Federico y Molina como los ladridos de una traílla de perros enfurecidos. No obstante, ellos procuraron dominarse y subir la escalera a ritmo sosegado y tranquilo. Al alcanzar el rellano de su piso, se detuvieron para liar un cigarro. Mientras, las imprecaciones de las mujeres fueron desvaneciéndose, ahogadas, sin duda, por el llanto.

Los dos estaban pálidos. Cuando, al fin, quedó la casa en silencio, Molina pulsó el botón del timbre, diciendo:

—Que Rosario no lo sospeche siquiera…

—De acuerdo.

Y los dos forzaron una sonrisa cuando apareció ella.

—¿No sabéis? —les dijo apenas entraron—. Han detenido al portero.

—¿Sí? —preguntó Molina, y dirigiéndose a Federico, añadió—: Entonces ése es el motivo de que la portera esté llorando.

Pero Rosario ya había desaparecido en la cocina.

Se encontró en una rotonda encristalada, a la que rodeaba lo que en otro tiempo fuera un pequeño jardín interior, lleno ahora de papeles y desperdicios. Olivares se situó en un extremo y desde allí contemplaba, un poco apartado, el ir y venir enfebrecido de la gente. De cuando en cuando llegaba alguien, o un grupo de personas, levantando el brazo y gritando:

—¡Arriba España!

Eran, por lo general, hombres nerviosos, pálidos, poseídos de una alegría irreprimible. Muchos de ellos se conocían entre sí y entonces se saludaban a gritos o se palmeaban entre detonantes exclamaciones. En seguida abordaban familiarmente a las muchachas con camisa azul y éstas les sonreían y se los llevaban a otra dependencia, de la que salían al poco tiempo cargados con bolsas de papel llenas de víveres.

Su sobreexcitación y su alborozo eran desbordantes, diríase que incendiarios, y cargaban el ambiente de una tensión casi histérica. Después de los saludos y los abrazos, cuando dos se reconocían por primera vez, se abrumaban a preguntas el uno al otro. Muy cerca precisamente de donde se hallaba Federico, dos de estos jóvenes se habían enzarzado en el consabido interrogatorio.

—¿Yo? En la embajada de Chile. ¿Y tú?

—En la de la Argentina.

—¿Y qué tal?

—De comer, fatal.

—¿Sabes dónde ha estado Pocho muchos meses?

—Pero ¿vive Pocho?

—Sí, hombre. Ya lo creo que vive. Lo pasó mal al principio, pero luego logró colarse en el Hospital francés.

—¡Qué tío! No sabes cuándo me alegro.

—Ya todo ha pasado, gracias a Dios.

—Y a Franco. ¡Viva Franco!

Fue como un chispazo eléctrico. Varios de los que allí andaban, se pararon y, levantando el brazo, gritaron, unánimes:

—¡Viva!

—¡Arriba España! —vitoreó otro.

—¡Arriba!

Los componentes de un grupo uniformado con camisa azul y boina roja, que acababan de llegar de la calle, se cuadraron, brazo en alto, y entonaron a voz en cuello el Cara al sol. Todos los presentes los imitaron, incluso Federico. Hasta que terminó el himno no se movió nadie, y los que llegaban del exterior o aparecían allí, procedentes de algún otro departamento, se unían automáticamente al canto y permanecían rígidos. Finalmente, se repitieron los gritos y las figuras de aquel cuadro recobraron el movimiento.

Federico empezó a liar lentamente un cigarrillo para disimular su aturdimiento y tener un pretexto para rehuir otros ojos y evitarse las preguntas que vendrían después. De pronto oyó:

—¡Camarada Olivares!

Era una conocida voz de mujer y levantó la vista en aquella dirección. Sí, era Matilde, que avanzaba hacia él llevando en la mano una de aquellas bolsas de víveres. Su sonrisa era alegre, abierta; pero su mirada desmentía a la boca. Le cogió de un brazo y se lo llevó fuera, al sucio jardín.

—Toma —y le dio la bolsa—. A pesar de que me dijo mi madre que querías verme y que venías para acá, no me lo creí.

Hablaba haciendo muchos gestos y riendo, pero su voz y sus palabras tenían un acento hondo, emocionado, como si fuera una muñeca parlante que se moviera y hablara en cómica discordancia. Ello desconcertaba aún más a Federico, que dijo:

—Pues si tardas unos segundos más en aparecer, no me encuentras. No podía resistirlo más tiempo.

Matilde soltó una carcajada.

—Tonto, más que tonto —le dijo con los ojos humedecidos Luego, bajando el tono de voz, añadió—: Tienes que hacer un esfuerzo, cariño. Es necesario que te mezcles con ellos hasta que tú puedas orientarte y buscarte una protección o un camuflaje. He estado temblando por ti todos estos días, y sigo temiendo que te pase algo, ¿comprendes? —y le miraba riendo y llorando a la vez.

—No podré, Matilde.

—Tienes que intentarlo y ahora ríe, hombre, ríe —y, simulando que le enseñaba los víveres que contenía la bolsa, le fue diciendo—: Hay mucha pólvora en el ambiente, mucha pólvora, ¿entiendes? Pues bien, he decidido que acompañes hasta las Ventas a unos camaradas de Auxilio Social de Logroño que acaban de llegar al frente de una expedición de víveres. Son simpáticos y con ellos no corres peligro. Aquí tienes las señas de la casa donde vais. El caso es que te vean entrar y salir. Así, tú te acostumbrarás y ellos también, y ya no te preguntarán nada, ¿comprendes?

Y sin darle tiempo a reaccionar, le cogió otra vez del brazo y le hizo entrar en la rotonda mientras le decía:

—Y procura reír, por favor, y levantar el brazo con naturalidad siempre que se tercie.

Lo condujo de esta forma por entre los grupos. Alguno la saludaba:

—¡Matilde, Matildita!

Y ella se excusaba, riendo:

—Ahora vuelvo, ahora vuelvo, camarada.

Se le habían secado los ojos y hablaba con plena naturalidad. Federico, por el contrario, tragaba saliva y miraba hacia adelante para no ver.

Salieron a la calle. Allí estaban, estacionados junto a la acera, los camiones de Logroño. Matilde seguía diciéndole:

—A ver si el domingo busco un pretexto y podemos vemos un rato a solas. Yo lo prepararé todo y te avisaré —y, luego, gritó—: ¡Eh, camaradas!

Se dirigía a un grupo formado por una mujer y dos hombres, los tres con camisa azul y boina roja. Los aludidos volvieron la cabeza y, al reconocer a Matilde, fueron hacia ella.

—¿Qué? —preguntó la mujer.

—Resuelto. Os enseñará el camino este buen camarada. Olivares se llama. Yo he hablado ya por teléfono con Marisa y Sole, que os están esperando.

—Pues ¡hala! —dijo uno de los hombres—, porque estoy deseando darme una vuelta por Madrid.

—Y yo descansar un rato —dijo la mujer.

Federico, entretanto, había levantado el brazo y dado luego la mano a aquellos tres desconocidos, al tiempo que miraba a Matilde. Pero ésta parecía ignorarle ya completamente. Levantó a su vez el brazo y se excusó, diciendo:

—Perdonad que os deje, pero me están esperando ahí dentro. Creo que todo saldrá bien —y les volvió la espalda sin que sus ojos se encontraran ni una sola vez más con los de Federico.

Uno de los hombres dijo entonces:

—Pues andando. Ahí está el coche.

En el coche, le destinaron el asiento inmediato al del conductor. Los de atrás lo ocuparon la mujer y uno de los hombres, pues el otro se subió al camión que encabezaba la caravana. Federico apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor y no advirtió que se hallaban en marcha hasta que oyó la pregunta:

—¿Vamos bien por aquí?

Era la voz del conductor.

—Sí, sigue —contestó.

A poco, le dijo la mujer:

—Os parecerá mentira encontraros al fin sanos y salvos después de tantos meses de vivir perseguidos como alimañas, ¿eh?

—Claro, claro —se oyó contestar.

—Mucha hambre, ¿verdad? —preguntó el hombre.

—¡Figúrate!

—Pues ya se acabaron todas las penalidades, hombre —añadió el otro.

Y otra vez la mujer:

—¿Te detuvieron alguna vez los rojos?

Federico se dirigió al conductor:

—Ahora, a la derecha y todo seguido —y añadió—: Sí, tres veces. Pero nada.

—Pues claro —observó el de Logroño—. Eran gentes sin principios, analfabetos.

—¿Y dónde te ocultaste? —inquirió ella.

Federico se volvió de perfil para contestarle:

—Al principio, en casas de amigos. Luego anduve por ahí, yendo a Valencia cuando aquí se ponían mal las cosas y volviendo a Madrid cuando peligraba en Valencia. Al fin me metí en el Hospital francés.

—Lo que yo te decía —comentó el de Logroño—: que no sabían por dónde se andaban.

Tras una pausa, volvió ella a la carga:

—¿Dónde tienes la familia?

—En Cádiz. A mí me cogió la guerra aquí porque estaba preparando unos cursillos del Magisterio.

—Ah, entonces eres maestro, ¿no? —preguntó el hombre.

—Sí.

—Pues si te hubieras pasado a los rojos, te hacen lo menos coronel.

—Seguro.

—¿Qué plaza es ésta?

Era la voz del conductor.

—La de Manuel Becerra. Tienes que cruzarla.

—Pues menos mal —era la voz de la mujer— que has tenido todo el tiempo la familia en Cádiz, que si no… Federico guardó silencio y, de pronto, exclamó el de Logroño:

—Mira, Josefina, la plaza de toros.

Había mucha gente, especialmente mujeres, agolpadas a la puerta, lo que hizo preguntar al de Logroño.

—¿Es que hay corrida?

—No. Es que está llena de prisioneros —contestó Federico.

—Hombre, pues a lo mejor les echamos luego un vistazo, ¿eh, Josefina?

—Quita, quita. Tantos rojos juntos no me hacen ninguna gracia.

Pasados los arbitrios municipales, empezaron a ver soldados de Regulares acampados en las aceras.

—¡Y no les tenían miedo los rojos ni nada! —comentó el de Logroño, señalándolos—. En cuanto los veían, echaban a correr…

—Sí, pero en la Casa de Campo y en la Universitaria… —se le escapó decir a Federico.

—Claro, se encontraron con los rusos…

—Claro.

Los africanos tomaban el sol, bien sentados en el bordillo, bien recostados contra la pared o bien tumbados, ajenos e inmóviles.

—¡Cuidado, ya falta poco! —advirtió Federico.

El conductor sacó el brazo por la ventanilla para anunciar a los camiones que venían detrás la próxima parada.

Federico, que seguía atentamente la numeración de las casas, exclamó:

—¡Aquí es!

El coche se detuvo. A la puerta de un establecimiento que era, a la vez, tienda de comestibles y carnicería, había dos muchachas, que, al ver detenerse al coche, se dirigieron a él, preguntando:

—¿Sois los camaradas de Logroño?

Eran dos chicas delgadas, espigadas, de facciones vulgares. Añadieron:

—Somos Marisa y Sole, y os estamos esperando.

El hombre y la mujer de Logroño se apearon rápidamente. Federico lo hizo más despacio dando tiempo así a que las mujeres se besaran e hicieran ellas mismas las presentaciones.

—¿Tú eres el camarada Olivares? —le preguntó la llamada Marisa.

—Sí.

—Pues ¡hala!, venid. Papá está en cama algo malucho, pero quiere saludaros.

Era una de esas típicas casas de los barrios suburbiales de Madrid, de dos plantas, con la vivienda en la de arriba y el establecimiento en la de abajo. Una estrecha escalera de peldaños de madera unía la una con la otra. Marisa iba en cabeza y, detrás Federico, seguidos por los demás. Donde primeramente entraron fue en una especie de comedor, en el que se encontraban varios oficiales de Regulares, en torno a una mesa redonda, tomando unas copas y pizcando unas tapas de aceitunas y trocitos de jamón.

—¡Arriba España! —saludó Federico para disimular su turbación.

Los oficiales sonrieron y apenas si iniciaron un desganado movimiento con las cabezas unos, y con las manos los demás.

—Por aquí, por aquí —indicó Marisa.

Cruzaron el comedor y franquearon una puerta que daba a una alcoba penumbrosa, donde, al pronto, sólo pudo Federico vislumbrar el bulto de un ser humano en el lecho arrimado a la pared.

—Pasen, pasen —dijo una voz de hombre desde la cama.

Se había incorporado un poco sobre la almohada y ofrecía su mano a los visitantes. Federico fue el primero en estrechársela, sin que la oscuridad ambiente le permitiera precisar sus facciones. Pero Marisa descorrió las cortinas y un chorro de luz cayó sobre el enfermo mientras saludaba a los de Logroño. Entonces, instintivamente, el hombre volvió hacia él la cabeza, y quedaron mirándose. Federico vio cómo los ojos del enfermo se apagaban, como si se convirtiesen en ceniza. Menos mal que sólo fue un instante, porque en seguida los apartó de él y, como si se hubiese sentido deslumbrado, hizo una seña a su hija para que atenuase un poco la luz que le daba en el rostro. Marisa obedeció diligentemente y otra vez el enfermo quedó en una zona de sombras.

Por su parte, Federico había quedado paralizado. Aquel hombre del lecho era el desconocido cuya presencia llamara tanto su atención en las oficinas de la calle de Fortuny y a quien Madriles había señalado como el «secretario del comité de las Ventas». Le oía hablar con voz sosegada a los recién llegados sobre la forma en que deberían distribuirse los víveres en la barriada mientras él sudaba y empezaba a sentir una especie de mareo, como un vacío a su alrededor. Así que aprovechó la primera oportunidad para decir:

—Bueno, yo he cumplido ya mi misión aquí…

Y empezó a dar la mano a todos. Al tocarle el turno al enfermo, que fue el último, volvieron a mirarse intensamente los dos. Federico ya se había recuperado, en parte al menos, de la terrible sorpresa, y pudo hablar y moverse con el suficiente aplomo para no descubrir la debilidad y el desfallecimiento físicos que le afligían en aquel momento. Al enfermo, que tenía más defensa, le fue fácil entornar los párpados en señal de despedida.

Salió de la alcoba con la sensación de que flotaba y saludó de nuevo a los oficiales de Regulares como si no fuera él. Hasta en la calle todo parecía fluctuar en torno al principio; personas y edificios, como si se derritiesen. Luego, el andar le serenó un poco.

(¿Cómo es posible que todo haya podido cambiar tan de repente? Éste es otro mundo, otras gentes, otras palabras. No, aquí no tengo nada que hacer. Es para ellos solamente. Entonces, ¿dónde está nuestro mundo? ¿Dónde se han metido nuestras gentes? ¿Dónde?).

Se detuvo y miró alrededor. Los moros seguían en las mismas posturas, hieráticos, soñolientos, indiferentes… Los chiquillos de la barriada iban y venían, o corrían y jugaban, como si siempre hubiera sido igual y no hubiese ocurrido ningún cambio. Y, sin embargo, allí estaban la plaza de toros y aquellas mujeres que aguardaban pacientemente a su puerta sin saber qué, ni por qué, ni por cuánto tiempo…

(Mi puesto está ahí, dentro, con ellos. Es inútil huir ni disimular. Lo demás sería una soledad inútil, vacía. Ése es mi mundo, ésa mi gente, quiera o no, me pese o no. Ahora sí que no es posible optar. Antes, cuando todo era incierto y posible, se podía discutir, disentir y condenar incluso. Pero ya, no. Ahora, sólo una cosa nos queda que hacer a todos: salvarnos de la derrota. Todos juntos. La derrota es, a veces, mejor que la victoria inmediata. Sí ¡qué gran batalla! Una batalla sin falsos héroes, sin propaganda, sin rivalidades de partido, sin egoísmos. Demostrar que se es más fuerte que los demás en el dolor. Dar ejemplo de dignidad. Pobres, indefensos… ¡No importa…! Ahora verán los otros qué clase de hombres tenían enfrente…).

Federico sintió cómo le llegaba la calma al corazón por todas las arterias y las venas, y cómo la mente se le oreaba.

(Ahora ya sé qué es lo que me espera y cómo he de obrar… No quiero encontrarme solo nunca más. No quiero huir más, ni disimular más…).

Y al continuar su camino era otra vez dueño de sí mismo. Atrás quedaban para siempre las horas de indecisión y angustia.

Federico sintió que lo zarandeaban bruscamente y que luego le gritaban:

—¡Eh, tú!

Y abrió los ojos. Dos hombres, uno a cada lado de la cama, se inclinaban sobre él, pistola en mano. Al mismo tiempo oyó el lejano llanto de Rosario.

—¿Qué pasa? —preguntó mecánicamente, sin apenas darse cuenta de lo que decía.

—Anda, levántate, que ya hablaremos —contestó uno de los hombres.

—Sí, ponte el pantalón —y el otro hombre le tiró el pantalón a la cara, aunque sin violencia.

Seguía el llanto de Rosario y parecía crecer, como parecía crecer la luz que entraba por el balcón, una verdadera oleada de sol. Mientras se ponía los pantalones y se calzaba sentado al borde del lecho, el primero de los hombres que le hablara, que era el que estaba a su lado, le preguntó:

—¿Tienes armas?

—No —y ni siquiera levantó la cabeza.

—No mientas. Mira que si te las encontrarnos después va a ser peor para ti —dijo a sus espaldas el otro, que ya había empezado a hurgar entre sus objetos personales colocados en desorden sobre la mesita de noche: el reloj, la estilográfica, el tabaco, el volumen de Mommsen…

Federico se encogió de hombros y, cuando hubo terminado de calzarse, se puso en pie, diciendo:

—Bueno, ¿y qué a qué viene esto?

Estaba sereno, frío, lúcido.

—Parece que estás muy tranquilo —comentó el que hablara a sus espaldas.

Entonces lo miró. Era un tipo alto y flaco, de mejillas chupadas, de boca grande, casi barbilampiño y de poco pelo, con los ojos muy juntos y larga nariz. Se había colocado ya en la muñeca su reloj y buscaba algún papel donde probar su estilográfica.

—¿Y por qué no? —le preguntó Federico.

—Termina de vestirte —le ordenó el otro.

El alto y flaco probaba la pluma en una página de Mommsen.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó después de quedar satisfecho del estado de la pluma y de habérsela prendido en la camisa.

—Hombre, qué raro que no sepas cómo me llamo.

—Pues es la pura verdad. Hemos venido a detener a tu compañero y, al registrar la casa, te hemos encontrado a ti. Mala suerte. Así que ¿cómo te llamas?

—Federico Olivares. ¿Y tú?

El otro se rascó la barbilla con la uña del dedo pulgar y, después de mirarle con aire de burla, contestó:

—Valdivia. ¿Te gusta? —y como Federico se encogiera de hombros, añadió—: Y dime qué eres.

—Maestro. ¿Y tú?

—¿No lo estás viendo? Agente provisional de investigación. Bueno, pero ¿qué has sido en la guerra?

—Ahí en ese armario está mi uniforme. Capitán de Estado Mayor de una Brigada.

—¿Y cómo no te has presentado a su debido tiempo?

—Porque no tenía prisa.

Mientras, el otro policía había abierto el armario y mostraba a su compañero las prendas militares de Federico. Valdivia se sintió atraído por las botas y se adelantó a palparlas.

—¡Estupendas! Pero no sé si van a valerme. ¿Qué número calzas?

—Uno bastante más bajo que el tuyo.

Valdivia se miró sus pies y los comparó con las botas.

—Sí, eso me está pareciendo. Pues es una lástima —e indicó a su compañero—: Mira a ver si te vale a ti, Lorenzo.

El llamado Lorenzo movió negativamente la cabeza y devolvió las prendas al armario, diciendo después a Valdivia:

—Y deja tú la pluma y el reloj donde estaban.

—¡Ni hablar! —protestó Valdivia—. Si todo esto es robado —y, volviéndose a Olivares, le preguntó—: ¿No es verdad, rojillo?

—Seguro, hombre —contestó Federico—. ¡Figúrate! Como que el reloj me lo regaló mi madre cuando acabé la carrera y la pluma es un recuerdo de mi novia…

—Tú qué vas a decir —insistió Valdivia—. Pero ¿a que no tienes las facturas de compra, eh?

—Es igual —intervino entonces Lorenzo, siempre grave—. Eso no es cuenta nuestra. Si de todas maneras quieres llevarte el reloj y la pluma, ya sabes que tendrás que entregarlos en la jefatura de la Centuria, porque yo pienso hacerlo constar en el parte. —Luego, dirigiéndose a Olivares, prosiguió—: Y allí, si creen oportuno requisártelo, te darán un recibo.

Valdivia se encogió de hombros despectivamente.

—Está bien —dijo—, lo entregaré en la Centuria. Pero, la verdad, no sé para qué le van a valer ya a éste —y señaló con la cabeza a Federico—, si le van a pegar cuatro tiros.

—¿Y por qué me van a pegar cuatro tiros?

—Ya te lo dirán, hombre. No tengas tanta prisa ahora.

Federico había terminado ya de vestirse y Valdivia dio por terminado el interrogatorio, ordenándole:

—¡Hala, vamos!

Lo echaron por delante de ellos. En la cocina, pálido y con los ojos enrojecidos, esperaba Molina bajo la vigilancia de otro agente de las mismas características. Rosario, recostada contra el fogón, lloraba ya mansamente, agotada.

Al aparecer Olivares, el agente que custodiaba a Molina le hizo adelantar un paso para que Valdivia pudiera unir a los dos amigos con unas esposas de acero. Entonces, Rosario se abalanzó sobre su marido, sin llorar, apretándose furiosamente contra él, como si quisiera fundir su cuerpo con el suyo.

Los policías guardaron silencio.

—Usted no se preocupe dijo al cabo el que custodiaba a Molina. Los llevamos a un hotelito con verja que hay en la glorieta de San Bernardo. Allí puede usted ir luego a llevarles comida y ropa, ¿sabe?

Se desprendieron suavemente, mirándose a los ojos. Luego Molina bajó la cabeza y echó a andar hacia la puerta y salió sin mirar atrás, tirando fuertemente de Federico.

Seguidos de los tres agentes, Federico y Molina salieron a la escalera. En el portal se tropezaron con los ojos, todavía asustados, de la mujer del portero, quien los vio pasar con el rostro pegado a los cristales de su cuchitril como si fuera una alma en pena, inmóvil e inexpresiva.

Ya era casi mediodía, pero la mañana perseveraba en su frescura y en su limpidez como una muchacha recién salida del baño. La gente se había echado a la calle a gozar del sol y la de Goya parecía un paseo dominguero. Era un día más de fiesta y de victoria. Las banderas se mecían a impulsos de un vientecillo emperezado que soplaban las acacias. Se hacía notar, entre los transeúntes, los jóvenes y chiquillos de uno u otro sexo, uniformados. Muchas camisas azules y muchas boinas rojas. Y muchos sombreros también y muchas corbatas. Y se advertían un cierto envaramiento y una cierta tensión militares y un ademán combativo en las personas, y en el ambiente, como una incansable resonancia de estrofas y de músicas triunfales.

Olivares y Molina, flanqueados o seguidos de cerca por los policías, marchaban en silencio. A su paso, algunos transeúntes bajaban la cabeza; otros se paraban a mirarlos, con diferente y aun contradictoria expresión; pero la mayoría mostraba indiferencia por ellos. No faltó quien los señalara descaradamente mientras vertía un comentario a su acompañante. Sólo una mujer dijo en voz alta:

—¡Jesús, más presos!

Iban con la cabeza alta, no desafiante, pero tampoco humillados. Como si fueran de paseo. Sin embargo, buscaban ávidamente un destello de solidaridad en los ojos de los demás, y a veces lo encontraban, pero menos que el frío y la curiosidad hostil.

Tomaron un tranvía y quedaron situados en la plataforma de atrás. Allí encendieron un cigarrillo y, mientras los guardianes hablaban de sus cosas, aunque sin perderlos de vista, ellos pudieron también intercambiar impresiones.

—Ahora es cuando me siento tranquilo —dijo Olivares—. Prefiero, afrontar de una vez mi suerte a la inseguridad de estos últimos días.

—Lo que yo siento es que te hayan detenido por mi causa. Venían por mí y…

—Sí, ya me lo han dicho ellos. Pero es igual, Molina. Un día u otro hubieran venido también por mí. Así estaremos juntos —miró a los guardianes y luego dijo—: Lo que sí quisiera saber es de qué te acusan o nos acusan…

—No me lo han dicho. Creo que ni ellos mismos lo saben.

—Pues a mí me han hablado de pegarnos cuatro tiros…

—¡Bah, no hagas caso!

Sin embargo, aunque siguiera obstinado en rechazar lo peor, Olivares advirtió que Molina estaba muy afectado y que sus palabras carecían de aquella fuerza de convicción de otras veces.

Subían por los bulevares, soleados. En una parada, tomaron el tranvía dos sacerdotes; al verlos, se levantaron inmediatamente varios viajeros para ofrecerles su asiento en una verdadera porfía que ellos contemplaban sonrientes, hasta que al fin se decidieron por aceptar unos.

—Ya no estaremos solos, Molina. Para mí, el peor tormento era ver cómo iba quedándome más solo cada día. Nuestros compañeros y nuestro mundo se han desvanecido, ¿no lo comprendes? ¿Qué pintamos, pues, nosotros en este nuevo ambiente? Nada. Somos en él menos que forasteros. ¡No nos ha quedado nada!

—Sí, lo comprendo, pero… ¿cuándo volveremos a ver esto que estamos viendo ahora? —y señalaba las aceras por donde circulaba la gente, el cielo espléndido, los árboles reverdecidos.

—¿Has perdido el optimismo, Molina?

Molina sonrió tibiamente y se encogió de hombros por toda respuesta.

Otra vez se paró el tranvía y subieron a él, riendo, unas muchachas, seguidas de dos monjas pedigüeñas.

—¿Tú crees que yo no siento en la sangre la primavera? Esas muchachas me la acaban de alborotar. Mira, hasta las monjas esas me parecen guapas.

Los dos amigos se miraron y movieron tristemente la cabeza. Mientras tanto, las monjitas habían ido pasando la alcancía a todos los viajeros, excepto a los curas, y, al final de su recorrido, asomaron sus cabezas a la plataforma. Una de ellas usaba gafas de cerquillo metálico y la otra era vieja, con verrugas en las mejillas. Al darse cuenta de que eran dos presos, desaparecieron rápidamente.

Valdivia se acercó:

—¿Qué, despidiéndose de todo esto, eh? —y abarcó con un giro de un brazo todo el contorno, y como ellos callaran, agregó—: ¡Y cómo están las gachís!

—¡Déjalos, hombre, déjalos! —exclamó su compañero.

Pero Valdivia aún insistió:

—¡Si es que da gloria vivir ahora!

Las muchachas los miraron intensamente cuando el tranvía siguió y ellos se quedaron en tierra, y Federico siempre creyó que una de ellas contenía las lágrimas.

—Vamos —dijo Valdivia.

—Míralo todo bien, Federico —murmuró Molina—. Míralo por última vez.

Se detuvieron y Federico volvió la cabeza para rebañar con la mirada hasta el último reflejo de lo que le rodeaba. Luego, cerró los ojos.

Cuando los volvió a abrir se encontraban en el vestíbulo de aquel hotelito con verja que les había señalado Valdivia. De espaldas a la pared había unos cuantos hombres que sostenían en alto el brazo derecho. Tenían cara de agotamiento, de insomnio y de desesperanza.

Frente a ellos, un muchacho uniformado y armado gritaba en aquel momento:

—Conque no os gusta el saludo nacional, ¿eh? ¡Pues vais a estar así hasta que se os duerma el brazo!

Valdivia se acercó a él y le dijo unas palabras, señalando después a sus dos prisioneros.

Entonces, el joven uniformado y armado se volvió a ellos y gritó:

—¿Es que tampoco ésos saben saludar?

Sonaba a orden. Lorenzo y el otro agente les hicieron señas para que levantaran el brazo derecho al par que ellos. Valdivia, en rígida posición militar, ya había extendido el suyo. Y Molina y Olivares obedecieron torpemente.

—Bien —dijo el joven uniformado y armado. Ya aprenderán a hacerlo mejor. ¡Lleváoslos dentro!

Los agentes les empujaron suavemente para que siguieran y los hombres colocados junto a la pared con el brazo extendido los miraron pasar ante ellos con indiferencia, como si no los viesen.

—Por aquí, por aquí… —les susurró Valdivia. Era un pasillo largo y oscuro.