XI

Los bulos, los rumores y los tristes presagios corrían aquella tarde por la ciudad como un aire de fronda. Parecía que estuviese transida de presentimientos. A medida que la luz se tornaba más gris bajo un cielo de nubes plomizas, crecía el nerviosismo de sus habitantes. Era una inquietud insana y un desasosiego provocados por la espera de algo inminente que nadie, sin embargo, hubiera podido precisar.

Desde el fin de la lucha entre casadistas y negrinistas, los dos bandos de la guerra civil circulaban ya por sus calles sin que, el que hasta entonces permaneciera sumido en la clandestinidad, ocultara su etiqueta. Los partidarios de Franco se habían quitado la careta o arrojado el prudente disimulo con que vinieran encubriéndose, y si no reclamaban abiertamente la victoria, al menos especulaban con ella. Por otro lado, los neutrales desertaban de su cómodo campo y se alineaban entre los presuntos ganadores, denostando lo que durante tantos meses proclamaran hipócritamente para bienquistarse con los amos de la situación.

—En cuanto entren los nuestros, se habrán acabado las injusticias y la miseria. Todo volverá a la normalidad. Será la paz para todos. Sólo los asesinos y los ladrones quedarán fuera de ella. Se lo digo yo, que estoy muy bien enterado. Fíjese si estaré bien enterado que llevo todo el tiempo que ha durado la guerra al servicio de los nacionales. ¿Qué cómo me las he arreglado? Me detuvieron dos veces, pero en las dos ocasiones los engañé. En el fondo eran unos pobres diablos. Sus mismos malos instintos los cegaban. Ya ve: hasta quisieron ascenderme y todo esos malvados —decían aquéllos.

—Ya va siendo hora de que vuelvan las personas de bien. ¿Qué se creían estos ignorantes, que les iba a durar toda la vida el mando? Pero, hombre, ¿de qué? ¿Cuándo se ha visto un país gobernado por albañiles y limpiabotas? Zapatero, a tus zapatos —decían éstos.

—A ver si se acaban las colas para el suministro, y los bombardeos, y las alarmas, y los apagones de luz, y volvemos a ver los escaparates llenos de cosas y las calles iluminadas por la noche… —decían otros.

Y los que veían declinar su estrella o que comprendían que el barco donde tomaran pasaje se hundía bajo sus pies, se preguntaban:

—Bueno, pero ¿cuándo se firma esa paz y podemos salir del país?

Había también otros muchos que observaban silencio, un silencio sombrío y desesperanzado, y que aguardaban impávidos el desenlace.

Federico Olivares, que había permanecido todo el día encerrado en su cuarto del hotel leyendo la Historia de Roma, de Mommsen, llamó a Molina por teléfono:

—Dime, ¿qué hay de cierto en los rumores que corren por ahí?

—Es mejor que vengas al comité. Tenemos que tomar una decisión inmediatamente.

—Pero ¿no puedes adelantarme nada?

—Mira, chico, es muy complicado. Sólo puedo decirte que en las negociaciones con Burgos ha surgido un contratiempo imprevisto que amenaza con dar al traste con todo.

—¿Qué contratiempo?

—Tú sabes que debería haberse entregado ya nuestra aviación, ¿no?

—Sí.

—Bien, pues no pudo llevarse a cabo por dificultades técnicas: poco tiempo, malas condiciones atmosféricas, etc.

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que, al parecer (aún no hemos tenido confirmación de ello), puede convertirse en motivo suficiente para que los del otro lado den por terminadas las conversaciones, ¿comprendes?

—Pero eso sería el desastre…

—Y tanto.

—No me digas más. Ahora mismo salgo para allá.

Ya era casi de noche cuando llegó a la calle Fortuny. Durante todo el trayecto a pie había observado un inusitado movimiento de automóviles de todas clases: turismos, camiones, camionetas…, todos ellos abarrotados de pasajeros, entre los que abundaban las mujeres y los niños, y cargados con paquetes y maletas sobre las improvisadas bacas o sujetos a la carrocería con cuerdas y alambres.

(Esto es el éxodo. Otra vez la huida. Siempre huyendo. Pero ¿hasta dónde, hasta cuándo?).

Vio grupos de familias enteras en los portales, rodeadas de bultos… Oyó comentarios de algunos transeúntes:

—Y nosotros, ¿qué? ¿Qué podemos hacer los que no tenemos coche? Siempre nos pasa lo mismo a los de a pie.

—Déjalos que corran. Ya pararán. La otra vez también pararon, y luego tuvieron que volver con las orejas gachas y dando disculpas, justificándose.

A la puerta del comité distinguió varios automóviles estacionados entre las numerosas personas que esperaban impacientemente ante el local. Al acercarse al grupo, le salió al paso Tomás.

—Oye, Federico —le dijo, llevándoselo aparte y hablándole en voz baja—, he requisado un coche y gasolina, y me queda una plaza libre. Cuenta con ella.

—¿Y adónde piensas ir?

—A Alicante. Dicen que allí hay barcos esperando… Yo no he sido toda la guerra más que chófer, pero… Chico, no me fío. Pierdo dos taxis, pero ya ganaré para otros dondequiera que vaya a parar, ¿no te parece?

—¿Y quién te ha dicho que hay barcos en Alicante dispuestos a recoger fugitivos?

—Todo el mundo.

—¿Y si no es verdad?

Tomás dudó un momento, pero se recobró en seguida.

—Pues los requisaremos por la fuerza. Barco, barca, bote, lo que sea. Algo habrá por allí que flote, ¿no?

Olivares le dio un golpe amistoso en la espalda y le dijo:

—Voy antes a ver qué noticias hay. Espera un momento, si quieres.

En el portal, a oscuras, tuvo que abrirse paso a fuerza de paciencia y empujones, deslizándose entre los cuerpos de hombre y mujer que lo llenaban. En el vestíbulo, la aglomeración era tanto o más compacta aún, y la escasa claridad de las bombillas revelaba, además, el estupor, la angustia y los síntomas de pánico en los rostros. Allí se encontró con Trujillo, que vino hacia él braceando por aquel mar de carne humana.

—Te estaba esperando —le dijo, jadeante, y le preguntó: ¿Tienes donde salir pitando?

—Sí. Tomás me ha reservado una plaza en un coche que ha requisado.

—Bueno, pues entonces me marcho. Es conveniente salir cuanto antes. Nosotros nos vamos en el coche que trajo mi cuñado, y nos lo llevamos a él también. Está muerto de miedo.

Se miraron intensamente a los ojos los dos amigos y luego se abrazaron con fuerza.

—Toda la guerra juntos… —pero a Trujillo se le estranguló la voz.

—Sí, y otra vez nos juntaremos en alguna parte.

—No seas tonto y lárgate en seguida —pudo ya decir Trujillo, tras una ligera pausa—. Yo voy a Alicante. Allí te espero, Federico.

—De acuerdo. ¿Y Cubas?

—Hace dos o tres días que no sé nada de él.

—¡Salud y suerte!

—Igual te digo.

Cuando se desprendió de los brazos de Trujillo. Olivares se pasó la mano por la frente y los párpados. Las únicas palabras que llegaban a sus oídos eran las de «coche», «gasolina», «barcos», «comida para el camino»…

Luego miró a su alrededor, pero no encontró el rostro que buscaba.

(¿Dónde andará metido Cubas? Ni que se le hubiera tragado la tierra… Pero ése no es de los que salen huyendo sin decir nada…).

En las oficinas se hallaban los militantes más conocidos y se observaba un poco más de orden, aunque nadie ocultara tampoco las graves preocupaciones del momento. Ninguno advirtió su presencia, salvo Madriles, que le habló entre una vaharada de vapores alcohólicos, pero mirándole con unos ojos terriblemente serenos.

—Compañero Olivares, creo que ha llegado la hora de que los hombres demuestren lo que tienen, ¿no? Federico afirmó con la cabeza, añadiendo:

—Sí, creo que sí.

—Ya sabía yo que tú eres de los buenos… —y luego gritó—: ¡Afuera la chusma! ¡Sí, la chusma, los cagones, los…!

Pero debieron de hacerle callar porque no terminó la frase. Federico se había escurrido entretanto y, al fin, pudo penetrar en el despacho de Molina. Al cerrar la puerta tras sí, sintió un gran alivio. Acababa de refugiarse en un recinto donde todavía se conservaba la calma. Allí estaban, además de Molina, el imperturbable Ángel, Raimundo y Lavilla. La gran petaca de Ángel estaba sobre la mesa y todos, excepto él, fumaban.

El primero en hablarle fue Molina:

—¿Qué pasa por ahí? —le preguntó.

Federico se acercó a la mesa y se dejó caer en una silla. Miró luego a todos y contestó:

—¿Qué que pasa? ¿Es que no oís la estampida desde aquí? El pánico se ha apoderado de los nuestros —y como los demás le miraban en silencio, se encaró sólo con Molina—: Pero nadie sabe nada de nada. Todo el mundo dice que dicen… Bueno, ¿qué es lo que pasa realmente?

Molina le apuntó con el índice.

—Lo que te he dicho antes por teléfono —contestó.

—¿Y se han roto las negociaciones?

—Sí. Ángel lo ha sabido en el Ayuntamiento.

—Entonces…

Molina hizo un gesto de resignación.

—Es el final, querido. Las tropas de Franco iniciarán de madrugada una ofensiva por todos los frentes.

—¿Y nuestras fuerzas…? ¿Van a resistir? Pues en ese caso… —y le brillaron intensamente los ojos.

—No —le interrumpió Raimundo—. Se rendirán. La consigna de nuestro mando es que se entreguen.

—¿Sin condiciones? —volvió a preguntar Olivares.

—Sí, sin condiciones. Rendición incondicional es lo que ha exigido a última hora el vencedor —remachó Molina con acento grave.

Olivares cerró los ojos y guardó silencio.

—No tenemos otra salida. Aunque quisiéramos organizar una resistencia a la desesperada, ya no podríamos —añadió Raimundo—. Sólo muy pocos obedecerían, y sería una matanza inútil.

—Se veía venir, pero… —murmuró Olivares.

—Anda, fuma —le invitó Ángel.

Pero a Federico le atormentaban las preguntas que le bullían en la mente:

—¿Y qué hay de los barcos?

—¿De los barcos? ¿Qué barcos?

—De los que dicen que esperan en Alicante para evacuar a todo el que lo desee.

—No hay tal cosa, hombre.

—¿De veras?

—Por lo menos nosotros no sabemos nada.

—Entonces, ¿qué va a ser de toda la gente que corre para allá con esa última esperanza?

Molina se encogió de hombros y entornó los ojos.

—Es una aventura —murmuró—. Me parece la más triste de todas.

Entonces Olivares se puso a liar su cigarrillo. Siguió una pausa en que la tristeza parecía aplanar a todos. Luego de darle un par de chupadas al pitillo, preguntó a Ángel:

—¿Qué pensáis que va a pasar? Me refiero a qué va a ser de nosotros.

Y Ángel habló un poco enfáticamente, como era su costumbre, debido tal vez sólo al efecto de su voz de barítono.

—Según mis noticias, se hará el traspaso de poderes con todas las formalidades habituales. Nosotros ya lo hemos acordado así en el Ayuntamiento. Cada cual ha de permanecer en su puesto hasta el último momento, con el fin de evitar la confusión y el barullo.

—Pero ¿y después? —insistió Federico.

Ángel hizo un gesto evasivo antes de contestar:

—Parece que no va a haber violencias, que se tiende a evitar enérgicamente cualquier intento de venganzas o represalias masivas e irresponsables.

—Bien, pero ¿quién lo asegura, quién lo garantiza?

—Es mucho pedir en estos momentos, ¿no te parece? Lo sé por Baltasar, y él, como tú sabes, tiene muy buenos amigos entre ellos, amigos que le deben la vida.

—Sí —intervino Raimundo—, que el que no haya robado ni matado no tiene nada que temer. Ésas son las garantías. Todas las garantías. —Luego, tras una pausa, añadió—: Pero no me fío.

—Ni yo —se apresuró a decir Olivares.

Molina intervino rápidamente. Sus ojos habían recobrado el brillo de inteligencia que le era característico y enfiló, como siempre, su índice hacia sus interlocutores.

—Entonces, ¿qué pensáis vosotros que pueden hacer? ¿Liarse la manta a la cabeza y fusilar a troche y moche?

—Hombre, tanto como a troche y moche, tal vez no —contestó Raimundo—. Sería una gran torpeza por su parte. Pero sabiendo a quién, es lo más probable.

—¡Bah! —replicó despectivamente Molina—. Pensáis como si estuviéramos en el año 36, al principio. No, amigos. Han pasado treinta y dos meses y ya no es lo mismo. Han muerto muchos españoles en las retaguardias y en los frentes para que ahora, cuando los tiros terminan, se empiece de nuevo a verter sangre. No lo creo. Todas las guerras son feroces, compañeros, y las civiles más, y, si no, acordaos de las guerras carlistas. Pero una cosa es la crueldad cuando se lucha a vida o muerte y otra muy distinta cuando ya no hay guerra y sí sólo vencedores y vencidos. No es que yo crea que la guerra justifique todos los excesos, ni mucho menos. Lo que yo creo es que esos mismos excesos, cuando uno de los combatientes tira las armas, son humanamente inconcebibles.

—Mira, mira, Molina… —quiso interrumpirle Raimundo. Pero Molina, después de hacerle una seña con la mano, prosiguió:

—Pero, hombre, ¿es que van a permitir una escabechina semejante? ¡Ni hablar de eso! No te digo que no nos reserven algunos tragos amargos… Pero otra cosa no se concibe después de lo que ha pasado en España.

Todos le escuchaban atentamente, pero sólo en Lavilla, por los gestos de asentimiento que hacía, lograba su dialéctica algún efecto positivo. Hasta Ángel permanecía impasible. Olivares parecía estar lejos de allí y Raimundo movía dubitativamente la cabeza. Éste fue quien le dijo:

—Molina, eres el optimista de siempre. Demasiado optimista, demasiado confiado.

—¿Optimista yo? —replicó él—. ¡De ninguna manera! Lo que pasa es que me sitúo en el terreno de la lógica. El triunfo siempre inspira generosidad. ¿Qué pasó en la carlistada? No me digas que aquélla no fue una guerra sin cuartel, aunque sólo se desarrollara prácticamente en un rincón del país. Carlistas y liberales fusilaban a placer. Pues bien, al final se dieron un abrazo y cada cual se fue a su casa. Y es natural que así fuera. Al fin y al cabo, todos eran españoles y los hijos de unos y otros tendrían que ir juntos a la escuela. Y se llegó a más todavía, que fue admitir en los escalafones del ejército vencedor a los oficiales del ejército vencido…

—Yo pienso igual —y Lavilla habló por primera vez—. Por un lado, serán pocos todos los brazos para reparar lo que se ha destruido, y, por otro, no hay que olvidar que no pasarán muchos meses sin que estalle otra guerra mundial. En estas circunstancias…

—¡Calla! —le interrumpió Raimundo—. ¿Así que tú no tienes miedo?

—¿Miedo yo? ¿Por qué? Desde luego no espero que me readmitan en el ferrocarril. Tampoco me dejarán, por lo menos al principio, escribir sobre temas políticos. Pero en literatura hay mucho campo. ¿Quién te dice que yo no pueda ganarme la vida escribiendo novelas ejemplares, eh?

Pese a la gravedad del momento, Raimundo no pudo contener una carcajada. Su risa, que acompañaban los demás con sonrisas, incluso el futuro autor de novelas ejemplares, relajó un tanto la tensión del ambiente.

—Conque novelas ejemplares, ¿eh? —y a Raimundo le lloraban los ojos.

Iba a replicar Lavilla cuando se abrió bruscamente la puerta, dando paso a un hombretón vestido de militar, con las insignias de jefe de brigada y que lucía en la cintura una pistola de larga culata de madera. Con su presencia y el pisar de sus botas claveteadas y sucias de barro, irrumpió en la estancia el ventarrón de las trincheras.

—¡Salud a todos! Dijo, y se espatarró en medio de la habitación.

—¡Hola, Cuevas! —le saludó amablemente Molina.

Olivares se levantó con la mano tendida hacia él, pero el recién llegado no tenía ojos más que para Molina y no advirtió su gesto. Dio unos pasos más y, apoyando las palmas de sus manos en la mesa, se inclinó sobre Molina, preguntándole:

—¿Es verdad que tenemos que entregarnos mañana al enemigo?

Jadeaba.

Molina separó lentamente sus manos, las volvió a juntar por las puntas de los dedos y, luego, dijo serenamente:

—Eso es cosa del mando militar, compañero. Cuevas dio un puñetazo sobre la mesa.

—Entonces, ¿para qué están los partidos y las organizaciones?

Molina no se inmutó. Sonriendo levemente, le replicó.

—Hace tiempo que ya no pintamos nada, y tú lo sabes y tú mismo lo has dicho más de una vez.

—Era diferente entonces, compañero.

—No vamos a discutir eso ahora, pero lo cierto es que no pintamos nada.

Cuevas se enderezó y miró a todos, interrogándolos duramente con los ojos.

—¿Y el coraje? —preguntó—, ¿dónde está nuestro coraje?

Olivares, que había vuelto a sentarse, le contestó:

—El coraje no puede resolverlo siempre todo. Cuando se abusa de él, se acaba también. Y eso es lo que ha pasado con el nuestro.

Cuevas cerró los ojos como si se sintiera mareado y continuó así, plantado en medio de todos, hasta que Molina tomó de nuevo la palabra:

—Ahora el coraje consiste en aguantar lo que venga sin dejarse quebrar y sin aspavientos, compañero. Sí —recalcó al ver que Cuevas abría los ojos y le miraba, asombrado—, hemos perdido la guerra y una de las cosas más difíciles es saber perder, sólo un poco menos difícil que saber ganar. Pero no somos militares, somos revolucionarios. Por eso nos quedan todavía muchas batallas por delante. No, no se ha perdido todo.

—¿Qué no se ha perdido todo si nos entregamos? ¿Estás loco? —y los ojos de Cuevas brillaban, humedecidos.

—No —contestó, imperturbable, Molina—. Las ideas no mueren. ¿Tú no sabes eso?

—Las ideas, las ideas… —y Cuevas movía la cabeza, exasperado—. Palabras, palabras… ¿Sabes lo que pienso yo? Pues no entregarme. Hay otro jefe de brigada en mi frente que piensa lo mismo. No nos será posible resistir nosotros solos, claro, pero nos distribuiremos en grupos y nos echaremos al monte. Y si el enemigo quiere cogernos, que venga al monte a cogernos… —Luego pasó por todos su mirada fulgurante y gritó ¡Yo no me entrego! ¡Yo no me entrego!

Y sin despedirse salió del despacho a grandes zancadas, dando un portazo antes de desaparecer.

Los demás se miraron en silencio y Molina cogió la petaca y se sirvió tabaco, ofreciéndola después a sus compañeros, que le imitaron por turno. Y siguió el humear de los cigarrillos, entre miradas y silencio, bajo la impresión de la entereza de Cuevas, el campesino extremeño que comenzara la guerra en defensa de Badajoz, de donde escapó en el último momento, y que desde entonces fuera conquistando los grados militares a fuerza de valor y heridas.

—Y no se entregará, lo conozco muy bien —dijo al fin Olivares—. Es de la clase de hombres que se necesitan para ganar una guerra, porque no dudan ni miran a los lados, ni discuten ni sienten remordimientos ante sus consecuencias. Un guerrero.

—Estoy completamente de acuerdo contigo —dijo Molina. Volvieron a quedarse callados, pero se abrió la puerta y apareció en ella Marina, diciendo:

—La radio anuncia un comunicado especial. ¿La traigo aquí?

Los demás miraron a Molina y éste decidió:

—No. Ponla al más alto volumen para que puedan oírla todos. Y vamos nosotros también.

Marina desapareció y Molina y sus amigos se levantaron para seguirla. Al salir al pasillo, la voz del locutor dominaba todos los rumores, que cesaron completamente a los gritos de:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Habla la junta!

Se hizo un gran silencio, un silencio expectante, angustioso, dramático. La gente llenaba el pasillo y cerraba la perspectiva con un empedrado de cabezas.

Era la voz de uno de los miembros de la junta, José del Río. Una voz conmovida que relataba el proceso de las relaciones de la junta con el Gobierno de Burgos. Las iniciales proposiciones de aquélla y la contrapropuesta de éste, conformes en principio en los dos puntos principales: un plazo para la entrega de la zona republicana y plenas garantías para que pudieran expatriarse todos los que lo desearan. Se acordó la entrega simbólica de la aviación republicana en prueba de la buena voluntad de la Junta, y aunque no pudo hacerse en la fecha indicada por razones técnicas, fueron aceptadas por la otra parte las excusas presentadas y se señaló otra fecha para llevarla a efecto. Pero…

—De una manera inesperada y sorprendente —siguió diciendo—, cuando los representantes de ambas partes se encontraban en la mejor disposición de ánimo, a las dieciocho horas, los representantes del gobierno nacionalista reciben la orden de dar por terminadas las conversaciones, y nuestros representantes se ven obligados a regresar a nuestra zona en condiciones nada favorables para el uso de la aviación.

Surgió entonces un clamoreo que ahogó las palabras de José del Río, hasta que, restablecido de nuevo el silencio, a instancias enérgicas de Molina, pudo oírse el contenido del último radiograma urgentísimo de Burgos a la junta:

—Ante inminencia del movimiento de avance en varios puntos de los frentes, en algunos de ellos imposible ya de aplazar, aconsejo que fuerzas enemigas en línea, ante preparación de artillería o aviación, saquen bandera blanca, aprovechando la breve pausa que se hará para enviarnos rehenes con igual bandera, objeto entregarse, utilizando en todo lo posible instrucciones para entrega espontánea.

Antes de que la voz de la radio se recobrase, gritó alguien:

—¡Pero eso es un «sálvese el que pueda»!

Y ya el griterío y la confusión impidieron oír el final del comunicado. La gente, igual que en un incendio, enfiló la salida tumultuosamente, coma si así pudiera escapar a la catástrofe. En medio de un grupo, tambaleándose por los empujones que recibía, Federico descubrió al fiel Tomás, a quien ya había olvidado, que le hacía señas perentorias de que le siguiese. Pero Federico le contestó solamente con un movimiento negativo de su cabeza y con el natural ademán de despedida. Entonces, Tomás, saludándole también con sus manos juntas, se dejó llevar por la corriente de los fugitivos y desapareció.

En pocos minutos quedó vacío el local. Sólo permanecieron en él los del comité, Olivares, las mecanógrafas y Madriles. Y Molina dijo a las muchachas:

—Esta noche tendréis que ir a pie a casa, y es conveniente que os marchéis cuanto antes. Lo siento.

—¿Venimos mañana? —preguntó Marina.

—No —contestó Molina, sonriendo tristemente—. Y me sospecho que nunca más. Tendréis que buscaros otro empleo, ¿eh?

Las muchachas quedaron visiblemente consternadas mientras Molina y sus compañeros regresaban al despacho.

—Bien —dijo después Molina, suspirando—, ya está dicho y hecho todo.

Cada cual requirió sus prendas de abrigo.

—Ahora es cuando siento el cansancio —volvió a hablar Molina cuando todos estuvieron listos para partir—. Supongo que seguiremos en contacto, más que nada para saber cómo se desarrollan los acontecimientos y qué es de cada uno de nosotros.

—Por mi parte —confesó Raimundo—, pienso pedir refugio en una embajada, tan pronto como la evacuen los que la ocupan ahora. Los relevaremos. Supongo que vosotros habréis pensado hacer lo mismo, ¿no?

—Yo, sí —se apresuró a declarar Lavilla.

—Pues me parece que será inútil —terció Ángel—. Según tengo entendido, el vencedor no va a reconocer el derecho de asilo.

—Pero durante toda la guerra —replicó Raimundo— las embajadas han sido en Madrid el refugio de nuestros enemigos. ¿Por qué nos van a cerrar las puertas a nosotros ahora?

Ángel se encogió de hombros.

—Ya lo sabemos, pero…

—No olvides una cosa —intervino Olivares—, y es que nos hemos quedado solos frente al enemigo victorioso. En estas circunstancias, nadie quiere tratos con el vencido. Estamos a merced de los vencedores y no podemos esperar ayuda de nadie, no nos engañemos. A esta realidad es a la que hay que hacer frente.

—Eso quiere decir que tenemos que lidiar el toro a cuerpo limpio, ¿no?

—Justamente, Raimundo —y Molina le dio un golpecito en el hombro—. Por de pronto, yo me voy a mi casa —luego, se dirigió a Olivares—: ¿Y tú qué vas a hacer? No podrás continuar en el hotel. Sería peligroso —y añadió—: ¿Por qué no te vienes conmigo? Tenemos sitio de sobra.

Federico aceptó, agradecido.

—Precisamente estaba pensando dónde pasar estos primeros días.

Las mecanógrafas ya se habían marchado y sólo quedaba Madriles, quien dijo:

—Yo me encargo de cerrar, como todas las noches. Me iré después de cenar.

Ya en la calle, se le ocurrió preguntar a Raimundo:

—¿Y Tudela y Ramírez? No me he dado cuenta hasta ahora de que no se les ha visto el pelo en todo el día.

—Tudela fue a Valencia para zanjar una cuestión entre los compañeros de allá y no ha tenido aún tiempo de volver —dijo Molina—. En cuanto a Ramírez…

—Seguro que sigue en el palacete de la Castellana organizando la evacuación —le interrumpió Olivares. Pero la broma no tuvo eco, y a poco el grupo se deshizo.

Lo primero que advirtió Federico al llegar al hotel fue que el conserje no estaba en su puesto. Luego, en el rellano de la escalera, a la altura del primer piso, se tropezó con Pepe, el miope teniente de intendencia, que bajaba casi a rastras dos grandes maletas, y que se detuvo al verle. Vestía de paisano, tenía el rostro brillante de sudor y, al dejar las maletas en el suelo, respiró hondo y comenzó a desabrocharse el cuello de la camisa.

—¡Hola! —dijo Olivares, e iba a pasar de largo, pero el otro lo detuvo con un gesto.

—Espera, hombre. Tal vez no nos veamos más, porque supongo que no te quedarás aquí.

—No, claro. Vengo precisamente a recoger mis cosas —contestó Federico, reticente y apercibido.

—Nosotros nos volvemos a nuestro antiguo piso, que hasta esta tarde no ha sido desalojado por los evacuados que vivían en él —y le alargó su mano.

Federico se la estrechó mientras le decía, sonriendo:

—¿No nos guardas rencor por lo de aquella noche?

—No, hombre, aunque nos disteis un buen susto. Hasta cierto punto estabais en vuestro derecho. Además, el hambre… Pero, por mí, olvidado. ¿Te marchas de Madrid?

—Pues sí —contestó sin vacilar Federico.

—Ahora te puedo decir una cosa y es que tengo tanto miedo a lo que nos pueda suceder ahora como en los primeros tiempos de la guerra. Como ya te dije entonces, aunque nunca he estado de acuerdo con vosotros, tampoco os he traicionado ni he hecho méritos con los nacionales. En el fondo he sido neutral, pero me ha tocado estar aquí, ¿comprendes? Ya veremos —y movió la cabeza dubitativamente, añadiendo—: Mi madre, por aquello de que es viuda de un capitán muerto en el cuartel de la Montaña, está muy optimista, pero yo soy más bien pesimista, porque ¿dónde están los míos? Los míos no ganan nunca, ¿no te parece?

Y, tras encogerse de hombros, volvió a cargar con sus maletas. Federico esperó hasta verle tirar de ellas escalera abajo. Luego corrió a su cuarto, donde se dio prisa en recoger todo aquello que le interesaba llevarse: ropa, calzado, los restos del botín de Pepe y algún libro, metiéndolo todo a la fuerza en su destartalada maleta. Pero un ligero taconeo, primero, y una suave llamada a la puerta después, le hizo interrumpir su tarea.

Apareció Rosina, acalorada y jadeante.

—Está abajo esperando un coche. Mi madre y mis hermanos ya se han montado en él —dijo atropelladamente—. Me iba yo también, pero al ver luz en tu habitación, no he querido marcharme sin despedirme de ti.

Federico avanzó hacia ella, que se mantenía en la raya de la puerta.

—Muy bien y ¿adónde vais?

—A Alicante. Todo el mundo va para allá y el hotel se ha quedado vacío. Por suerte, un amigo de mi padre, el que mandaba ahora su brigada, se ha acordado de nosotros y ha venido a recogernos.

La muchacha seguía hablando de prisa, mirándole a los ojos, unas veces, y rehuyéndolos otras. Federico le tendió su mano, pero ella, en lugar de cogerla, comenzó a llorar.

—Pero, chiquilla… —murmuró él, poniéndole la mano en el hombro.

Rosina temblaba. Después de una breve pausa, pudo contenerse y entonces miró a Federico con los ojos rebosantes de lágrimas que le caían por las mejillas.

—Tengo miedo de lo que nos espera. Tengo mucho miedo, Federico, y no lo puedo remediar.

—Pero ¿quién puede hacer daño a unas mujeres y a unos niños? Nadie, Rosina.

—¿Tú lo crees así?

—Pues claro, mujer.

—Que todo el mundo no es como tú, Federico…

Con intención, sin duda, de calmarla, él le golpeó suavemente una mejilla con la punta de los dedos.

—Eres una chiquilla y ves fantasmas por todas partes —le dijo—. Y procura no hacer tonterías, ¿comprendes?

—Soy una mujer —y le miró retadoramente, con los ojos brillantes, pero ya no por las lágrimas.

—Como quieras…

—Tú sí que fuiste tonto.

—Anda, anda…

Y Federico hizo ademán de empujarla suavemente al pasillo.

—Bueno —dijo ella mirándose los pies. Luego levantó la cabeza y, tratando de encubrir su nerviosismo con una sonrisa, añadió—: ¿No me das un beso de despedida?

La sorpresa dejó al hombre indeciso, pero ella se le echó en los brazos y fue tal la fuerza con que le besó en los labios, que se sintió, a su vez, turbado, y correspondió con igual ímpetu, largamente, hasta que Rosina se soltó con brusquedad de su abrazo. Quedaron mirándose a los ojos, pero ella dio entonces un paso atrás y dijo:

—¿Ves como soy una mujer? Pero ya es tarde. Lo de aquella noche lo has perdido para siempre.

Y echó a correr por el pasillo en dirección a la escalera, dejando a Federico conmocionado como si acabaran de darle un golpe en la cabeza.

El piso que ocupaba Molina con su mujer, Rosario, por ausencia de sus dueños, era una típica mansión burguesa de la Carrera de San Jerónimo, casi frente al Congreso de los Diputados, con muebles y decoración isabelinos, como embalsamada en el aire del XIX madrileño. Desde su balcón debieron de contemplar sus moradores muchos de los grandes episodios de la historia de España, cuyo máximo escenario tenían tan cerca las coronaciones de Isabel II y de Amadeo, la proclamación de la primera República, el golpe de Pavía, la entronización de Alfonso XII y tantos otros hasta llegar a los de los últimos tiempos. Un largo y penoso tejer y destejer, sístole y diástole de un pueblo todo corazón y corazonadas.

Sólo hacían uso de las habitaciones destinadas a la servidumbre y, naturalmente, de la cocina, permaneciendo intactas las demás estancias, en el mismo estado en que las dejaran sus dueños al ausentarse: con los muebles y las lámparas enfundados de blanco, corridos los cortinajes, cerradas las vitrinas…

Cuando llegó Federico, cargado con su maleta y algunos paquetes, ya le tenía preparada Rosario una pequeña habitación contigua a la que usufructuaba el matrimonio. Rosario era una mujer alta, delgada y triste, que sólo vivía, al parecer, para hacer lo más cálida y fácil posible la humilde, a la par que agitada, existencia de su marido, a quien siempre denominaba «mi Manolo».

También estaba a punto la cena: una fritanga de patatas y unas rodajas de pan, que la aportación de Federico redondeó con un tazón de café y leche condensada. Apenas hablaron en tanto comían, porque Molina había advertido en un aparte a su compañero la conveniencia de reprimirse un poco delante de Rosario, con objeto de no alarmarla ni deprimirla más de lo que estaba. No obstante, la mujer, que espiaba atentamente cualquier gesto de los hombres, reveló en algún momento su inquietud ante la excesiva pasividad que mostraban.

—Bueno, no decís nada y eso me da mala espina —dijo finalmente, cuando ya recogía los cacharros utilizados.

—Mala espina, ¿por qué? —y Molina miró a su mujer, sonriendo—. Es que hay poco que decir, Rosario. ¿No ves que ahora comienza el descanso para nosotros, verdad, Federico?

—Y que lo digas. Yo ya no podía más —contestó el aludido—. Va a ser éste el primer cigarro que me fume tranquilo desde la noche en que Casado dio el golpe.

—Es verdad. Dame otro a mí.

Habían cenado en la cocina y Rosario iba y venía de la mesa al fregadero y viceversa. En uno de estos viajes se detuvo para preguntar:

—¿Has pensado en lo que haremos cuando aparezcan los dueños de esta casa?

—Ya veremos. Como van a quedar tantos pisos libres en Madrid, no será difícil alquilar uno.

—¿Y crees, de verdad, que todo va a quedar como si aquí no hubiera pasado nada? ¿Tú qué crees, Federico? —La verdad es que no sé qué creer…

Le interrumpió Molina:

—Un poco de barullo, un poco de euforia los primeros días, y después cada cual tendrá que dedicarse a lo suyo otra vez. ¡A ver! ¿Qué pasó siempre después de cada follón?

—Sí, pero éste ha sido más gordo que todos los demás juntos, Manolo —insistió ella.

—Ya te lo he dicho mil veces. Lo sé, lo sé. Pero la vida no puede acabarse por eso. ¿Qué habré perdido mi antiguo empleo? Lo sé. Pues habrá que buscar otro trabajo. ¿Qué me detienen como cuando lo de octubre? Bien. Pues también como entonces me soltarán. Es lo de siempre, un poco más tal vez; pero, al final, lo de siempre. Cualquiera que te oyera creería que es la primera vez que nos vemos en estos apuros. ¿Qué la cosa se pone mal? Pues coges el primer tren y te vas a Albacete con tu hermana. Yo ya sé arreglármelas solo. Y como no tenemos hijos ni perro que nos ladre… —y Molina sacudió con el dedo meñique la ceniza de su cigarrillo.

La mujer, cuya admiración por su marido era como un brillo que emanaba de toda su persona, apoyó una mano en su hombro y le sacudió suavemente con aire maternal, diciendo:

—¡Huy! Tú siempre tan confiado —y mirando luego a Federico, añadió—: El caso es que mi Manolo siempre acierta, ¿sabes? Y yo me digo que por qué no se habrá dedicado a otra cosa, a los negocios, por ejemplo. Seríamos ricos. Y no a la política, para sacarles a otros las castañas del fuego, que luego no te lo agradecen ni nada. Y vuelta a empezar cada vez. Pero ahora me parece que se va a quedar más harto. A ver si es verdad y podemos vivir tranquilos por fin, porque ya nos vamos haciendo viejos y es justo que pensemos en los cuatro días que nos quedan de vida. Ahora tendrá que dejar eso de la política, que da tan poco, y dedicarse a algo más práctico, como decía mi padre, y a pensar un poco en nosotros, que está bien, y no me arrepiento, que hayamos puesto todo lo posible en provecho de los demás, pero ya va siendo hora de que apenquen otros, ¿no te parece?

Federico asintió, sonriendo, mientras cruzaba con su amigo una mirada que era una contraseña de complicidad.

—Está bien, mujer, lo pensaré —dijo Molina.

Ella se volvió al fregadero, rezongando:

—No, si yo sé que tú no lo harás. Yo sé que me tendré que ir a Albacete como otras veces y que mi Manolo andará escondiéndose, porque para eso se da mucha maña, y que luego, cuando estemos de nuevo juntos y bien, volverá a meterse en otro lío. Porque lo que a él le gustan son estos líos. Y eso que el salir con bien de éste no va a ser tan fácil, se me figura a mí. Y no es que me queje por mí, que yo, con tal que él ande a gusto, pues todo está bien, sino que lo digo por su bien, que ya ha dado bastante de sí, me parece. Pero qué se le va a hacer… —y suspiró.

Olivares y Molina cruzaban entretanto, gestos de comprensión, y cuando la mujer calló, dijo éste:

—Ahora, en cuanto termine Rosario, voy a quemar los libros que me quedan. No creas, llevo ya varias noches quemando papeles.

—Te ayudaré si quieres —se ofreció Federico.

—¡Estupendo!

Y sucedió un silencio en que los dos hombres seguían impacientes con la mirada los movimientos de Rosario, que de espaldas a ellos ultimaba sus trajines.

—Siempre me toca quemar papeles y libros después de cada fracaso —dijo al cabo de un rato Molina—. Y no creas que es fácil. Parece al pronto que el papel arde fácilmente. Pues no es así. Ya lo verás. Se retuesta y se convierte en una brasa lenta que tienes que estar soplando constantemente si no quieres que se apague. Ni aunque lo mojes con gasolina. —Y, sonriendo, añadió—: ¿Será por las ideas que llevan dentro?

Federico, que estaba pensando en otra cosa, murmuró como para sí mismo:

—¡Menudo chasco se van a llevar Trujillo, Tomás y todos los que corren a estas horas camino de Alicante! Se van a juntar allí miles y miles de fugitivos.

—Sí —y Molina cogió el hilo de su pensamiento—, y todo hubiera salido bien de no haber ocurrido lo que ha ocurrido entre nosotros. La «semana del duro» fue una liquidación precipitada. Pero tenía que ocurrir. Nunca hubo en nuestro campo unanimidad de criterio. Si ya estábamos divididos antes de comenzar la guerra… Luego pareció que se enterraban las diferencias ante el enemigo común, pero no fue más que aparentemente. En la otra zona pasó igual, pero Franco logró imponerse a todas las facciones. Entre nosotros no hubo quien fuera capaz de ponerle el cascabel al gato…

—No era posible, Molina. En la otra zona estaban los hombres experimentados, los que van a lo práctico; y, en la nuestra, los ideólogos. La diferencia era muy grande. Aquí, ni Franco hubiera podido hacer la unificación. Y aunque hubiéramos ganado la guerra, ¿qué? A saber lo que hubiéramos hecho después. Yo creo que habría pasado lo mismo que con la República, que entre todos la mataron y ella sola se murió.

Hablaba apasionadamente, sin titubeos, como si recitara un discurso aprendido de memoria. Expresaba ideas muy rumiadas, muy maduras en su espíritu. En momentos así, Olivares aparentaba muchos más años de los que tenía. Se le llenaba la frente de arrugas y sus ojos, de ordinario luminosos y confiados, se le achicaban y endurecían.

Tras una breve pausa, prosiguió:

—Y es que no podíamos entendernos, Molina. Por eso mismo no ganamos la guerra en el primer mes. Luego se internacionalizó, y eso fue lo peor que pudo ocurrirnos.

Molina, que había seguido atentamente sus palabras, subrayándolas de cuando en cuando con vehementes movimientos de cabeza, se puso en pie, diciendo:

—Pienso lo mismo que tú.

—En cuanto a nuestros enemigos del extranjero —añadió Olivares—, para mí el principal ha sido Inglaterra, por encima de Alemania e Italia. El Gobierno inglés es el que nos puso el pie en el cuello desde el primer día.

—Conforme también con eso, Federico. ¡Vaya un tipo el Chamberlain! ¿Y qué me dices de lord Plymouth? —hizo una pausa, encogió despectivamente los labios, y dijo después—: Pero ¿qué podemos decir nosotros en comparación con los checoslovacos? Y puede que aún sacrifiquen algún otro país con tal de salvarse ellos… Y a lo mejor tienen suerte… —apretó los dientes y escupió—: ¡Hijos de la Gran Bretaña!

Se acercó a Rosario, que los escuchaba con los brazos cruzados, terminada ya su faena, y dándole un beso en la frente, le preguntó:

—¿Por qué no te vas a la cama? Federico y yo nos quedaremos un rato todavía para quemar los libros.

Ella sonrió.

—Bueno, que lo que queréis es charlar un rato a vuestras anchas, ¿no? Bien, pero no tardes, ni me manchéis mucho la cocina.

Se fue y los dos amigos tomaron posesión del fogón. Molina sacó de un armario unos cuantos volúmenes en rústica y una botella con gasolina. Eran libros de Marx, Engels, Sorel, Bujarin… Mientras los asperjaba con la gasolina, Olivares comentó:

—¿Y crees que importa mucho que te cojan esos libros?

—Mira, más que nada es por costumbre.

—Si es así… —y Olivares se encogió de hombros. Luego dijo—: Esto me recuerda otra vez la soledad y el abandono en que hemos quedado. ¿Adónde mirar? ¿A quién recurrir?

Molina ya había prendido fuego a los libros colocados en el interior del fogón y cuando arrancaron las llamas tapó éste con las arandelas de hierro. Olivares siguió hablando:

—Hemos pasado revista a algunas de las causas de nuestra derrota, pero algún día tendrá que hablarse de las conductas. Porque ¿qué me dices de aquellos célebres escritores e intelectuales que trajeron la República y que fueron nuestros maestros? Ellos nos lanzaron (hablo de los estudiantes de mi generación) a la lucha por una España nueva, y luego, a la hora de la verdad, se pusieron al margen y nos dejaron en la estacada. ¡Qué faena! ¿Qué se creían ellos que iba a pasar cuando el pueblo jugara el papel que ellos le habían escrito? Yo no sé qué pensaron. Tal vez que el drama político y social de España podría ventilarse como un acto académico, ¿no? Pero ¿no habían denunciado ellos el hambre y el atraso de nuestras gentes? ¿Es que luego, con decir que aquello no era lo deseado y hacer frases se puede uno retirar por el foro mientras los españoles se despedazan? ¡Qué asco!

Las palabras de Olivares rezumaban más bien tristeza que rencor. Molina le echó un brazo por encima del hombro.

—Déjalos. Era puro señoritismo literario lo que hicieron.

—De acuerdo, Molina. Pero ¿es que se puede hacer esteticismo con las miserias de un pueblo?

—Claro que no, pero lo hicieron. Han demostrado lo que eran: fantoches.

El fogón se atascó y empezó a escupir humo por entre las arandelas, y Molina corrió a abrir la ventana, que daba a un patio interior.

—Ya te he dicho que no hay cosa más difícil de quemar que los libros… —murmuró.

Olivares se había quedado pensativo y Molina le llamó:

—Ven. Mira qué serena está la noche.

En efecto, todas las ventanas aparecían a oscuras y había un gran silencio. Por lo alto, en el escaso cielo cuadriculado que veían, pasaba una claridad espejeante, como esos reflejos del agua en un pozo que se contempla desde el brocal. Tras una pausa, dijo Molina:

—Volverás a tu escuela, ya lo verás.

Olivares se le quedó mirando.

¿Crees —y estiró sus manos ante él— que bastará tener las manos limpias de sangre y de codicia?

—¿Por qué no? Sigo creyendo, y te lo digo en serio, que no habrá represalias. Vamos, no me cabe en la cabeza.

—Pues yo no soy tan optimista, Molina. Pero aunque te salieras con la tuya, ¿es que no es para sobrecogerse el pensar esta noche en tantos como han muerto en nuestra guerra? ¡Qué saldo más espantoso, compañero!

Molina afirmó lentamente con la cabeza.

—Ya lo creo que es espantoso. Y lo peor es que no tiene remedio.

—Pues ahora comprenderás que alguien tendrá que cargar con él. ¿Los vencedores? No, los vencidos. ¿Todos los vencidos? Tampoco. El que más y el que menos se sacudirá las pulgas como pueda. Y seremos precisamente los que no tenemos que avergonzarnos de nada personal los que pagaremos, de una u otra manera, las culpas de todos. Ya lo verás.

Molina quiso entonces hacer un último esfuerzo para arrancarle de sus sombríos presentimientos:

—No te dejes dominar por el pesimismo, hombre. Comprendo que para ti es la primera experiencia de esta clase. Yo he pasado ya por situaciones semejantes y sé que la vida es más fuerte que los hombres. Ahora estamos cansados, deprimidos, desmoralizados. Pero yo te aseguro que mañana, a plena luz del día, verás las cosas de otra manera. Me ha ocurrido a mí muchas veces. La vida sigue, Federico, tiene que seguir. Hombres y mujeres se amarán esta noche y otros morirán de muerte natural. Y mañana nacerán niños… La vida, chico, la vida. Anda, vámonos a dormir y seguiremos hablando mañana.

Federico se encogió de hombros.

—Sí, vámonos a la cama —pero antes de retirarse de la ventana, dijo, moviendo tristemente la cabeza—: Figúrate la noche que estarán pasando también nuestros partidarios de Burgos, Valladolid, Sevilla… Tantos meses viviendo sólo de la esperanza que tenían puesta en nosotros y ahora… Se ha apagado la última luz que les quedaba.

El fogón ya no dejaba escapar humo. Se había extinguido el fuego. Cuando Molina levantó la tapa, vieron que los libros estaban todavía casi enteros. Sólo se habían quemado las cubiertas y el fuego no había podido morder más que los bordes de las páginas.

—Pues que se queden como están —decidió Molina—. Estoy que me caigo de sueño —y reprimió un bostezo.

—Yo —dijo Federico— aún leeré un rato en la cama. Estoy repasando el final de las guerras civiles de Roma: la de Mario contra Sila y la de César contra Pompeyo.

—¿Y tú crees que pueden enseñarte algo? La historia no se repite, compañero.

Federico hizo un gesto de indiferencia y ya se dirigía a la puerta cuando le detuvo y le hizo volverse la pregunta de Molina:

—¿Tienes miedo?

Molina le miraba con ternura mal disimulada. Parecía casi un anciano. Por eso no se ofendió. Tan sólo se encogió de hombros mientras el otro insistía en el mismo tono familiar y afectuoso:

—¿Más que en el frente, Federico?

Entonces contestó:

—No lo sé, pero es otra cosa.

—¿Cómo?

—No lo sé —repitió—. Aquello era duro y esto es amargo. Allí, uno podía hacer algo; ahora, nada. Y tú, ¿tienes miedo?

Pero Molina, en vez de contestarle, le cogió de un brazo y le obligó suavemente a traspasar la puerta. Y, al tiempo de apagar la luz de la cocina, murmuró:

—Hombre, nunca se está tranquilo del todo, pero ya verás como no pasa nada —y añadió, ya en tono más seguro y como si quisiera acallar también su propia inquietud—: ¿Te parece poco lo que ya ha pasado?

Madriles cerró el portal y salió a la calle tambaleándose.

—¡Qué yo no me piro, hombre, que no! —farfulló con lengua estropajosa.

Anduvo unos pasos, vacilante, y se acuclilló después junto a una boca de la alcantarilla.

—¡Vaya, buen viaje!

Besó las llaves y las arrojó por la alcantarilla.

—¡Se acabó!

Se enderezó trabajosamente y siguió anclando. Cruzaba la acera de un lado a otro y de cuando en cuando se recostaba en la pared. La calle estaba desierta y enmudecida y arropada en sombras. La noche aparecía cariñosa, sumisa, quieta. Por eso, cuando, hablaba Madriles, su voz resonaba claramente, como la de un actor en un teatro vacío.

—¡Ay, madrecita! Tanto hablar y hablar, ¿para qué?… ¡Qué tíos!… Conque a Alicante, ¿eh?… ¡Qué tíos!

Se detuvo en la esquina y echó un trago de la botella que llevaba en el bolsillo del gabán.

—¡Viva la República, sí, señor! —exclamó, chascando los labios—. ¡Y viva la revolución! ¡Y viva la madre que me parió! —hipó sonoramente y añadió—: Y el que quiera algo, ya sabe… Me falta un brazo, ¿y qué? Para lo que van a servir ya los brazos… ¡Pa na! ¡Brrr!

Se dirigió luego, dando traspiés, hasta un poste de hierro y se asió a él con el muñón.

—¡Eh, amigo! ¡Quieto!… ¡Quieto paran!…

Poco a poco fue resbalando hasta quedar sentado en la acera.

—No corras, cabrón, no corras. Ahora verás lo que hago yo con los tanques. Mira…

Braceó un poco, como si escarbase, y después lanzó a lo lejos la botella, con toda la fuerza de que fue capaz.

—¡Pum! ¡Así!… ¡Uno menos!… ¿Lo ves qué fácil? Sí… Sí… Pero hay que echarle valor y todo eso que los hombres tenemos… No, yo no soy mal hablado, no. Pero que me echen tanques y no me echen maricones, ni voceras… ¡Ay, madrecita!

El mismo silencio absorbía sus palabras como un secante. Al fin reclinó la cabeza sobre la columna metálica, como sobre el hombro de un amigo, y empezó a balbucir:

—Sí, me he quedado solo. ¡Solo, madrecita!… ¿Y qué va a ser de ti ahora, eh?… ¡Estoy solo!

Su voz era cada vez más oscura, más ronca, hasta que se quebró en un gemido estertóreo.

—¡Pobre madrecita, pobre madrecita!

Se ahogaba. Y es que Madriles, abrazado fuertemente al poste, había roto a llorar.

Federico Olivares abrió los ojos, sobresaltado. Por el ventanuco entraba la plena claridad del día y un fragor de voces, radios y gritos, que brotaban de los fondos de la casa y salían disparados por el tubo del patio interior hacia lo alto. Luz clara y ruidos confusos e inquietantes.

Miró su reloj. Eran las diez y media de la mañana. Entonces saltó de la pequeña cama de hierro, cuyos muelles gimieron de alivio, y comenzó inmediatamente a vestirse.

(Ocurre algo raro. ¿Qué será? Pero Molina no me ha avisado… A lo mejor es que está durmiendo todavía…).

Su mente se despabiló en seguida, como cuando, en la guerra, cualquier alarma, o el simple repiqueteo del teléfono de campaña, a cuyo lado dormía, le hacían actuar sin pérdida de tiempo, recobradas súbitamente la lucidez mental y la conciencia clara de la emergencia.

Pero al abandonar su habitación quedó sorprendido por el soñoliento silencio de la casa. Terminó de abrocharse la camisa y de alisarse el cabello y carraspeó. La mudez absoluta que le rodeaba le puso nervioso. No obstante, pudo dominar su impaciencia y continuó andando despacio, a fin de que los crujidos de la tarima anunciaran su paso. Aún volvió a carraspear antes de abrir la puerta del salón, y de pronto se encontró frente a Molina y Rosario, que vueltos hacia él lloraban silenciosamente. Molina estaba junto al balcón, de pie, y Rosario, sentada en una pequeña butaca, a su lado.

Sobrecogido, Olivares miró, a su vez, a ambos con expresión atónita. Luego susurró:

—Pero ¿qué pasa?

Rosario se enjugó los ojos con un pañuelo y Molina le hizo una seña con la cabeza para que se acercara. Los tres o cuatro pasos que le separaban del balcón fueron para Federico como un largo viaje, y los tres o cuatro segundos que invirtió en cubrir tan corta distancia, un tiempo interminable. Al fin llegó. A su amigo aún le corrían las lágrimas por las mejillas.

—Mira —le dijo, señalando a la calle.

Y Federico miró. La Carrera de San Jerónimo estaba llena de luz… Federico abrió el balcón y salió fuera. Y se quedó pasmado. Todos los balcones y todas las ventanas, entre los extremos que abarcaba su vista, aparecían adornados con banderas bicolores, con banderas rojas y amarillas. Y miró abajo. Pasaba una camioneta encima de cuya cabina iban sentados un sacerdote y un guardia civil, sujetando ambos el asta de otra gran bandera bicolor que los transeúntes se detenían a saludar con el brazo en alto. Ya los gritos se oían claramente: ¡Viva España! ¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Lo último que vio fueron los leones negros de guardia ante el palacio del Congreso de los Diputados, que parecían reír.

Y se encontró de golpe otra vez en el centro de la estancia, oyendo cómo Molina cerraba el balcón. Rosario tuvo otro flujo de llanto y él sintió cómo le brotaban también unas lágrimas calientes. Y no sabía qué decir.

Federico Olivares se sentó en una butaca, frente a sus amigos. Y los tres se miraron entonces en silencio sin saber qué decir.

Así continuaron, quietos y mudos, como estupidizados, mucho tiempo, hasta que Molina se movió hacia el gran aparato de radio que había en uno de los rincones del salón. Federico y Rosario le siguieron con la mirada… Después, una voz hinchó la estancia. Era una voz acongojada, trémula, que pedía a los madrileños calma y serenidad en el difícil trance que estaban viviendo. Era una voz suplicante. La del viejo profesor de Lógica Julián Besteiro, que fue asaltada y anulada al final de la alocución por unos impacientes, victoriosos y estridentes gritos de ¡Arriba España! ¡Viva Franco!, ¡Franco, Franco, Franco!

Esos mismos gritos oía en aquel momento Cubas a través del entreabierto balcón de la alcoba de Maruja, la «Morena del Chicote». Grupos de hombres y mujeres bajaban por la calle de la Aduana al encuentro de los camiones y coches enarbolados que afluían, por la de la Montera, a la Puerta del Sol. Todos los balcones y ventanas de la acera de enfrente aparecían con colgaduras religiosas o con los colores rojo y amarillo.

Cubas había adelgazado notablemente, por lo que sus pómulos y sus mandíbulas resaltaban más en su rostro, mientras que sus ojos aparecían más hundidos en las cuencas. Su morenez se había tornado violácea y la negrura de su barba descuidada descubría entreveros plateados. Miraba a la calle con expresión dura y concentrada y, de pronto, como si quisiera ahogar los clamores callejeros, cerró el balcón de un zarpazo, y así pudo oír un porfiado cuchicheo a sus espaldas.

—Que le he dicho que se espere, ea. No sea pesada —decía Maruja.

—Mira que alguien puede fijarse en nuestros balcones y… —replicó otra voz, también de mujer.

—Es que a lo mejor le sienta mal, señora Vicenta.

—Otra, ¿y qué le vamos a hacer?

—Luego le hablaré yo, ¿quiere?

—Bueno, yo, con decirle al portero lo que pasa, me lavo las manos.

Entonces se volvió Cubas. A la puerta de la alcoba, Maruja trataba de impedir el paso a otra mujer que llevaba un rebuño de lienzo blanco en las manos. Cubas, en mangas de camisa militar, mostraba la culata de la pistola del cabo Mínguez por encima del cinturón. Ante la mirada del hombre, las mujeres se encogieron intimidadas.

—¿Qué pasa, Maruja?

Maruja trató de sonreír.

—Nada. Es que… Es que la señora Vicenta está emperrada en colocar eso en el balcón —y señalaba el paño blanco.

La señora Vicenta se adelantó, mostrándolo más claramente. El paño blanco estaba ribeteado por una franja roja y presentaba en el centro la mancha purpúrea de un corazón. La señora Vicenta era una mujer de hinchado abdomen, con mechones grises y desaliñados sobre la frente, con ojos acuosos y blanda boca, con unas piernas redondas, de carne sebácea, que le desbordaban las zapatillas.

Dijo:

—No es que una, ¿sabe?, pero… Se lo he pedido prestado a una vecina para evitar después malos decires. Ya sabe lo que pasa, ¿no? Al principio de la guerra, una tampoco, vamos, que no estaba ducha en estos detalles…

—Yo le he dicho que espere, que a lo mejor… —le interrumpió Maruja.

Pero Cubas indicó con un gesto a la señora Vicenta que podía pasar y la señora Vicenta aprovechó la invitación todo lo rápidamente que se lo permitieron sus pesadas piernas, aunque tuvo que ayudarle Maruja a extender y prender la colgadura.

Mientras, julio Cubas acabó de vestirse, embutiéndose un grueso jersey negro, de cuello alto. Esperó después a que las mujeres terminaran de engalanar el balcón y, cuando la señora Vicenta le dejó a solas otra vez con Maruja, dijo a ésta:

—Bueno, Maruja, me voy.

Maruja se le acercó suavemente y le puso sus manos sobre el pecho.

—¿Y dónde vas, julio?

Cubas parpadeó.

—Mira, la guerra ha terminado y yo tengo que irme.

—Bien, pero ¿adónde?

—¡Qué sé yo! Muy lejos.

—Pues entonces, ¿por qué no nos vamos los dos juntos a mi pueblo? Contigo volvería, ya ves, y eso que tenía jurado no volver nunca —y como él denegase con la cabeza, añadió—: Pero me es igual, tonto, un sitio que otro y yo voy a gusto donde tú vayas. Y si quieres, ahora mismo. Mira, lo dejo todo y me voy contigo. Ya ves, lo dejo todo.

—No, no puede ser —y Cubas se desprendió de sus manos e inició un movimiento hacia la puerta—. Tú no puedes acompañarme en este viaje.

Pero ella corrió más y se le puso, otra vez delante.

—Pero ¿por qué, julio? Llevamos tantos días encerrados en esta alcoba, que te has cansado de mí. ¿Es por eso, julio?

Julio no quería encontrarse con sus ojos y miraba por encima de sus hombros.

—No, mujer, no es por eso.

—¡Mírame!

—Bien —y la miró a los ojos, esforzándose por sonreír.

—Así. Desde luego —y le pasaba las manos suavemente por el pecho—, si seguimos más tiempo encerrados aquí, te matas… —y apoyó la cabeza en él.

Cubas le acarició la cabellera.

—Hubiera sido una buena muerte, Maruja. ¡La mejor!

—¡Huy, qué agonioso estás hoy! No hables de eso ni en broma, con el día que hace… En mi pueblo ya ocurrió una cosa así, como te lo digo. Él era pastor también, un mozo como un castillo. Y si hubieras visto lo escurrida que era ella… Se casaron y en menos de seis meses el Justino se quedó hecho un espárrago. Ella lo devoraba, según decían, y una cómo iba a pensarlo viéndola tan poca cosa… Pero sí, la muy calentona subía todas las noches a dormir con él en la paridera. Y una madrugada, en que cayó una escarcha negra, el Justino se quedó en un vómito, y cuando la Engracia bajó al pueblo a pedir auxilio con la ropa manchada de sangre, se pensó la gente que había sido un crimen. Y yo vi al Justino. Estaba blanco como el papel. Desde entonces, a la Engracia ya no la miró nadie y se fue quedando seca, seca… —hizo una pausa y miró a Cubas sonriendo—: No le pasó lo que a mí, que cada día estoy más fondona, según dice la señora Vicenta, ¿qué te parece?

—Bien, mujer.

—No, no me oyes. Tú estás muy lejos de aquí.

Y los ojos se le enrojecieron.

Cubas tuvo que hacer un esfuerzo para separarse de ella.

—Mira, Maruja —le dijo gravemente, mirándola a los ojos—, no quiero dejarme agarrar como un conejo. Voy a ver si puedo salir de Madrid, porque una vez en el campo ya no habrá quien me eche la mano encima. Seguiré así por los montes hasta Francia. ¿Comprendes ahora por qué no puedes venir conmigo?

—¿Cómo que no? ¿Es que crees que a mí me asusta el monte?

—Es huir y huir, de día y de noche, mujer. Sin comida, sin cobijo… Ni yo mismo podré resistirlo tal vez. Lo que debes hacer tú —Maruja se iba serenando, quedándose fría— es quedarte aquí mientras tanto. A ver si te puede echar una mano ese Enrique amigo tuyo. Ya habrá salido de San Antón y andará hecho un mandamás de ahora, ¿comprendes?

—Pero si yo no lo he visto hace un siglo…

—No importa. Él se acordará de ti, porque de ti no hay quien se olvide. Bien. Yo, si logro llegar a Francia, te lo mandaré decir. Y si entonces quieres venirte conmigo…

Maruja bajó la cabeza y guardó silencio. Parecía estar pensando y Cubas aguardó su respuesta.

—Está bien —dijo Maruja después de una larga pausa—, puedes irte. Anda, márchate —se había separado de él y colocado a contraluz del balcón—. Y no digas nada, ni me mires, anda.

Al poner la mano en el pestillo, Cubas pareció vacilar, pero se recobró rápidamente y salió sin volverse a mirar a Maruja. Esta, tan pronto como desapareció él, corrió al armario ropero para coger un abrigo. Se lo puso apresuradamente y abandonó también la alcoba. A la señora Vicenta, con quien se tropezó en el pasillo, le dijo:

—Vuelvo ahora mismo. Es que se le ha olvidado una cosa a Julio —y echó escalera abajo.

El gentío crecía por momentos. La Puerta del Sol era ya una masa bullente de cabezas sobre las que ondeaban las banderas izadas en los balcones del Ministerio de la Gobernación, en los troles de los tranvías y en lo alto de camiones y coches. Banderas rojas y amarillas, blancas con el aspa roja en su centro, rojinegras con el yugo y las flechas. Banderas flameantes que la gente saludaba con gritos, levantando los brazos a la romana.

Se veían grupos de soldados que parecían deslumbrados por aquella frenética acogida triunfal que se les tributaba. Algunas mujeres los abrazaban, otras los besaban y muchas gritaban al paso de los oficiales:

—¡Ésos sí que son oficiales de verdad!

Era una explosión de alegría nerviosa, impaciente, eléctrica. Los moros reían con sus grandes dentaduras blancas al sentirse acosados y besados por las muchachas enardecidas.

—¡Franco, Franco, Franco!

Abriéndose paso a codazos, acudían gozosos guardias civiles luciendo el charolado tricornio, y sacerdotes blandiendo sus sotanas, y monjas aireando sus hábitos, saliendo de quien sabe qué escondrijos, desquitándose de quién sabe qué fingimientos o encubriendo quien sabe qué clase de debilidades y claudicaciones.

—¡Arriba España! ¡Arriba España!

También había quien parecía atónito, o asustado, sin saber si reír o llorar. Y también había quien bajaba la cabeza y miraba alrededor con desconfianza. Y también lloraba gente tras los cristales de los balcones, sin que pudiera saberse si era de pena o de alegría.

—¡Y han pasao! ¡Y han pasao! ¡Y han pasao!

Escuadras de muchachos con camisa azul rompían y pisoteaban las antiguas banderas o arrancaban de las paredes los carteles de propaganda antifascista. Así fueron desgarradas las efigies de los robustos obreros de la UGT y de la CNT dándose la mano, y las de Stalin, Lenin y Marx, y las del espión de grandes orejas, y las de la «Pasionaria», y las de Jesús Hernández, y las de los soldados en cuyos cascos campeaba la estrella roja de cinco puntas. Y se formaban corros para aplaudir y animar a los muchachos de las camisas azules, que luego rompían a cantar el Cara al sol, que los espectadores no podían seguir porque ignoraban su letra y su música.

Cara al sol con la camisa nueva…

La gente abría la boca y dejaba escapar unos murmullos disonantes acompañándolos con braceos y vivas.

… que tú bordaste en rojo ayer…

Cubas abandonó pronto la calle de la Montera y salió a la de Preciados, pero sin lograr zafarse de la muchedumbre que acudía por todas partes. Tras él iba Maruja, entre encontronazos y empujones, pero sin perderlo de vista, corriendo cuando podía, empinándose sobre las puntas de los pies para seguir el rumbo de su cabeza entre el oleaje humano.

Al llegar al Capitol, Cubas se encontró el camino más despejado, pero se dio de manos a boca con un grupo de jóvenes que subían por la Gran Vía gritando vivas a España, a Franco y a la Falange. Cubas se hizo a un lado, para dejarlos pasar, pero el que capitaneaba el grupo se encaró con él, ordenándole:

—A ver tú, levanta el brazo y grita ¡Arriba España!

Cubas le miró inexpresivamente, como si no le hubiera oído ni casi le viera, y permaneció quieto y mudo. El otro se envalentonó aún más, si bien sus camaradas, impacientes, hacían intención de seguir adelante.

—¿No has oído lo que te he dicho? ¿O es que no quieres levantar el brazo y gritar ¡Arriba España!?

Entonces, Cubas contestó, pronunciando lentamente las palabras:

—Eso mismo: que no me da la gana.

El joven quedó desconcertado por la inesperada respuesta y buscó con la mirada la ayuda de sus compañeros, pero éstos se habían puesto ya en marcha, gritando:

—¡Y han pasao! ¡Y han pasao! ¡Y han pasao!

En vista de ello, clavó en Cubas su centelleante mirada, que era un relámpago de ira, y le dijo, amenazador:

—Ahora no quieres, pero ya aprenderás a levantar la mano y a cantar el Cara al sol. Ya lo verás, rojo, ya lo verás —y corrió a unirse al grupo.

Cubas continuó su camino, sin volver la cabeza atrás, cuesta abajo, hacia la plaza de España, seguido siempre por Maruja, quien levantó temblorosamente el brazo al encontrarse con el grupo de jóvenes exaltados y siguió un buen trecho en la misma postura.

En los solares de la Gran Vía, los moros habían establecido ya algunos tenderetes en los que ofrecían tabaco y té. Los clientes formaban corro en demanda principalmente de tabaco, pero los moros rechazaban a muchos de ellos diciendo:

—Billetes rojos, no, paisa. Plata, plata…

Los frustrados fumadores, incapaces de dominarse ante los cigarrillos canarios y los cuarterones, se despojaban de sus relojes, de sus plumas estilográficas y de algunas prendas, a cambio de ellos. Otros moros encendían fogatas y preparaban sus utensilios para el té.

Cubas pasó de largo, mirando sólo de reojo estas escenas, y Maruja se subió el cuello de su abrigo para ocultar su rostro todo lo posible a los africanos. La rápida marcha de julio la hacía jadear y sudar.

En la plaza de España comenzaban los verdaderos signos de la guerra: barricadas de adoquines y de sacos terreros, agujeros de obuses, edificios despanzurrados… Por allí andaban todavía, confundidos, soldados vencedores y soldados vencidos, charlando amigablemente, dando aquéllos de fumar a éstos, y tramando tal vez planes de paz y de reconciliación.

Cubas tomó la calle de la Princesa. Corría un aire fresco por allí, pero esplendía el sol. Se barruntaba el campo.

Maruja perdió el tacón de uno de sus zapatos y anduvo cojeando hasta que decidió arrancarse también el otro.

Casas derrumbadas. Los gritos y el estruendo de la victoria habían quedado atrás. Aquí se imponía el silencio de la desolación cada vez más patente, con más muñones al aire como imprecando o maldiciendo. Ahí hubo un árbol; allí, un comercio; allá, un colegio; al otro lado, una clínica. Ahora, sólo ruinas, vacío, silencio. Casas de vecinos, huecas, sin alma viviente. Pasó la guerra. De cafés donde se citaban los novios, sólo el sitio. Pasó la guerra. He ahí una alcoba al aire, donde alguien nació y alguien amó, y durmió y soñó. Sólo le quedaba el color azul de sus paredes agrietadas. Pues mira esa bañera… y ese trozo de reloj que parece pegado al muro. Pasó la guerra. ¿Dónde están sus hombres, dónde sus mujeres, dónde sus niños? ¿Y sus risas, y sus llantos, y sus palabras? Pasó la guerra. Hasta la iglesia parece un cadáver sin enterrar. ¿Dónde han ido a parar las oraciones, y el incienso, y el perdón, y el amor evangélico? Pasó la guerra.

Seguían bajando grupos de soldados de uno y otro bando, unos con armas y los otros inermes. Contentos todos, sin duda, por el fin de la guerra, pero cansados, sucios. Y ahora, ¿qué? Pues al pueblo, a trabajar el campo, a charlar con las mozas en la fuente, a bregar con el cansancio, a apalear los días y a morir poco a poco, como antes.

Se veían ya tipos cargados con sacos a la espalda husmeando entre las ruinas, como pajarracos madrugadores entre las víctimas de la noche, como los primeros gusanos de un cuerpo en descomposición. Ladrones de miles de muertos que llevan a su retaguardia todas las guerras, detrás de los logreros y los negociantes, a quienes la matanza engorda. Los sapos de la guerra.

Cubas se detuvo al fin ante una de las casas en ruinas, y, tras mirar a su interior, desapareció en ella. Entonces, Maruja echó a correr hacia allí, reuniendo para ello sus últimas energías físicas. Le silbaba el aire en la seca garganta, se le había clavado un dolor en el vientre, tropezaba, gemía, pero pudo llegar al portillo por donde desapareciera julio. Al pronto no vio nada, pero después de atravesar lo que debió de ser el hueco de una escalera y que ya sólo era un túnel formado por vigas y escombros, se encontró en un patio rodeado de muros que aún sostenían engarabitadas entrañas de algunas viviendas. Sentado en un madero, Cubas contemplaba una fotografía.

—¡Julio!

El hombre se estremeció y volvió la cabeza. Maruja avanzaba hacia él dando tumbos, muda, sin poder romper a llorar. Se levantó rápidamente a cogerla, antes que se derrumbase, y Maruja cayó en sus brazos. Por unos momentos estuvieron ambos en silencio y fuertemente apretado el uno contra el otro. Luego, dijo él:

—¿Por qué has venido, mujer?

—No iba a dejar que te mataras. Sí, porque tú has venido aquí a matarte. Lo vi en tus ojos —dijo ella, compungida, con la cara oculta en su pecho. Y siguió hablando—: Ahora tendrás que matarme a mí también. ¿Qué creías, que me iba a ir con Enrique? Cómo se ve que no me conoces, julio. Yo sólo voy contigo, donde tú vayas. Para siempre. Que lo que sea de ti tiene que ser de mí, ¿entiendes?

Cubas la dejó desahogarse y luego buscó un refugio entre las ruinas, donde pudieran cobijarse sin peligro.

—Hay que evitar que nos descubran, porque podrían pensar que hemos venido a robar como esa gente que anda por ahí. Y a la noche veremos lo que podemos hacer. Si las trincheras quedasen vacías, no nos sería muy difícil llegar a campo libre…

Se sentaron en el suelo. Estaban envueltos en penumbra y silencio.

—¿Verdad que querías matarte, julio? —preguntó ella acurrucándose estrechamente contra él.

Cubas, en vez de contestar, se guardó la fotografía que aún conservaba en la mano.

—He visto esa foto muchas veces, julio. El día que la descubrí esperé a la noche, a que estuvieras dormido, para sacártela de la cartera. Ella era tu mujer, ¿verdad? Y los chicos, tus hijos, ¿no? ¡Qué lástima de criaturas! Porque ella era joven y muy guapa, y los chicos muy majos. Yo pensaba lo que tú pensarías, y sentía tu pena… ¿Por qué yo habré sido como he sido?

Y Cubas la dejó hablar y hablar, cerrados los ojos, como adormecido por el rumor del viento en la arboleda o del agua en un regato.

Rosario y Molina jugaban a las damas mientras Olivares leía a Mommsen. Estaban en la cocina, a cuya ventana se asomaban ya los anuncios de la noche. A la orgiástica explosión de la victoria en la calle había sucedido el silencio, como si la ciudad se hubiera quedado afónica después del griterío.

No se oían más que el ruido de las fichas sobre el tablero y, de cuando en cuando, el suave roce de las páginas del libro. Y, de pronto, sonó el timbre del vestíbulo. Rosario, Molina y Olivares se miraron, sorprendidos primeramente y luego temerosos. Antes de que ninguno hablara, el timbre volvió a sonar, más imperiosamente.

Rosario se levantó murmurando:

—¿Quién podrá ser a estas horas?

Olivares y Molina salieron tras ella hasta la puerta, desde la que podían ver perfectamente lo que sucediera en el vestíbulo. Entretanto, el timbre repiqueteó de nuevo, con insolencia.

Rosario descorrió el cerrojo y entraron, empujando, dos hombres. Vestían de uniforme militar, a la manera irregular de campaña: botas altas, cazadora y boina. Sobre el pecho lucían los dos la solitaria estrella de alférez. La mujer tuvo que hacerse a un lado precipitadamente para dejarlos pasar y ellos, después de mascullar un saludo ininteligible, irrumpieron en la casa. Entonces, Olivares y Molina fueron a reunirse con Rosario, quien, pálida y temblorosa, estaba ya a punto de romper a llorar.

—Deben de ser los dueños de la casa —susurró Molina.

No se atrevieron a moverse de allí. Y los tres permanecieron quietos y mudos todo el tiempo que duró la requisa, que les pareció larguísimo. Mientras, oían el ir y venir de sus botas por todas las habitaciones y el murmullo de sus comentarios, secos y bruscos, que no podían entender. Al fin reaparecieron, tan impetuosos como habían entrado, pero se detuvieron al ver a los dos hombres junto a la mujer. Y uno de ellos dijo:

—Bueno, antes de las diez de la mañana tienen ustedes que desalojar el piso, ¿entendido?

—Sí, señor —contestó Rosario al tiempo que les franqueaba la salida.

Y se fueron sin despedirse.

Después de suspirar profundamente, dijo Rosario:

—Menos mal que han encontrado la casa lo mismo que la dejaron…

Sí, eso los ha desarmado —añadió Olivares—. Porque venían con las del beri.

—Puede ser —terció Molina—. De todas maneras ya habréis visto que no es tan fiero el león como lo pintan, ¿eh? Hay que tener en cuenta que ésta es su casa.

—Bien, pero ¿qué hacemos? ¿Adónde vamos mañana?

Preguntó Rosario, añadiendo: Y antes de las diez de la mañana.

Otra vez se miraron los tres sin saber qué decir.

—Sí que es una papeleta, sí —murmuró finalmente Molina.

Continuaban en el vestíbulo, de pie, perplejos.

—Bueno, a lo mejor… —se dejó decir Olivares.

—¿Qué? —se apresuró a preguntarle Rosario, que era la más acongojada.

—No sé, no sé… —y Olivares empezó a inspirar una esperanza con sus gestos—. Pero habrá que intentarlo, y en seguida, antes de que cierren los portales.

—Pero ¿qué? —preguntaron a la vez Rosario y Molina.

—Veréis. Un tío mío tiene un piso en la calle de Castelló.

Él está ahora fuera de Madrid, al frente de un hospital de sangre, en la Mancha. Así que el piso tiene que estar desocupado. Yo conozco al portero y él me conoce a mí, porque he ido a dormir allí varias noches, hace ya tiempo, claro. El problema consiste en que tenga las llaves y quiera dármelas. Rosario y Molina aceptaron inmediatamente la idea.

—Naturalmente que hay que intentarlo —dijo Molina. Rosario le trajo el abrigo y le ayudó a ponérselo, murmurando.

—Es la única solución, me parece.

Al partir, recomendó Olivares:

—Si la cosa sale bien, os llamaré por teléfono. Y ya podéis empezar a preparar las cosas. Yo me quedaré a pasar la noche allí. ¿De acuerdo?

—Ten mucho cuidado —le aconsejó Rosario.

Olivares encontró la Carrera de San Jerónimo completamente solitaria y pudo recorrerla sin tropiezo, pero en la esquina del paseo del Prado, donde el Banco Alemán Transatlántico, le salió al paso un militar apuntándole con un avispero.

—¡Manos arriba! —le ordenó.

Federico obedeció inmediatamente y quedó sorprendido al oírse decir:

—¡Arriba España!

—¿Adónde vas a estas horas por aquí? —le preguntó el otro. Y de nuevo le salieron a Federico unas palabras que él ignoraba:

—A tomar contacto de nuevo con mi bandera. Con todo el jaleo del día, pues…

—Está bien, está bien. Sigue. Pero anda con ojo.

—¡Arriba España!

Pronto se dio cuenta de lo que ocurría. Una larga fila de camiones con tropa y material de guerra se deslizaba silenciosamente, viniendo de Cibeles, por el paseo del Prado. Era la ocupación militar de la ciudad. Hasta entonces no habían penetrado en ella más que unas vanguardias en descubierta y exploración. Ahora era la masa del ejército de Franco quien tomaba posesión de Madrid.

Subió por junto al hotel Ritz. Todavía pudo leer en una fachada «Partido Comunista de España. Comité Provincial». Siguió de prisa. No quiso ni volver la cabeza para cerciorarse de si aún continuaban en la puerta de Alcalá las efigies de los dirigentes rusos. También la calle de Castelló aparecía desierta. Y, por suerte, el portal de la casa que buscaba estaba abierto, con el portero vigilante tras la vidriera de su cubículo. Y, por suerte también, el portero le conoció sin vacilar, si bien se lo quedó mirando con expresión asustadiza.

—Quisiera las llaves del piso de mi tío, si no hay inconveniente.

Era un hombre calvo, pálido, con cara de hambre. Rebuscó, sin rechistar, en el tablero y le entregó las llaves.

—Gracias.

El portero, que no había dejado de mirarle, como alucinado, lo siguió con los ojos hasta que el ascensor se lo quitó de la vista.

El piso olía a moho y a trapos, y se le había ido el alma. La primera preocupación de Federico fue llamar por teléfono a Molina, según lo convenido, para decirle que la aventura había tenido éxito y, luego, se dio a husmear por la cocina en busca de algo de comer. Sólo encontró un panecillo, duro como una piedra, en el cajón de la mesa. En vista de su fracaso, hizo un gesto mudo de resignación.

(«Vaya, pasaremos en ayunas la primera noche de paz…»). Y se dejó caer, desalentado, sobre una silla.

Por su parte, julio y Maruja, en cuanto fue noche cerrada salieron de su escondrijo y, pasando de ruina en ruina, ocultándose a la menor alarma y esquivando toda presencia humana, lograron salir al descampado del Parque del Oeste. En más de una ocasión tuvieron que permanecer tumbados en el suelo durante largo rato al tropezarse con formaciones militares que, a pie o en camiones, se dirigían a la ciudad.

El valle quedaba cubierto por la densa oscuridad de la noche.

Se oían algunas voces sueltas, el ruido intermitente de algún motor y rumores apagados. A veces, asomaban unos faros, como antenas de luz, que desaparecían luego haciendo guiños. No obstante, se presentía, bajo aquella calma, un intenso hervor de afanes humanos.

Julio y Maruja, cogidos de la mano, llegaron a rastras hasta una trinchera que todavía transpiraba a soldado. Delante de ella había alambradas rotas y, más allá, un brusco descenso dejaba el panorama en tinieblas. Un viento juguetón esparcía bravíos olores de montaña.

—Ahora tenemos que cruzar esa franja y dejarnos caer luego por el declive, vaya, por el ribazo, ¿comprendes? —decía Cubas, mostrando el camino a Maruja—. Allí, el terreno nos ocultará a las miradas de los centinelas, que debe de haberlos muy cerca.

Se miraron un instante a los ojos. Los de Maruja relumbraban de júbilo; de impaciencia y excitación los de Cubas. Apretó éste fuertemente la mano de la muchacha y dijo:

—Vamos.

Treparon por entre los sacos terreros y, después de esperar unos segundos al otro lado de la trinchera para tomar aliento, echaron a correr cogidos de la mano.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó un centinela, no muy lejos de allí.

—Sigue —apremió Cubas, tirando del brazo de ella—. ¡Sin miedo!

Pero un enganchón de su abrigo en un alambre espinoso hizo detenerse y agacharse a Maruja.

—¡Vamos, tira fuerte! —urgió él.

Maruja obedeció enérgicamente, dejando un jirón de su abrigo entre los garfios de la alambrada. Hasta se hizo un profundo rasguño en la mano, que no sintió. Y corrieron otra vez, fuera de sí.

—¡Alto! ¡Alto!

Entonces sobrevino una estrepitosa explosión acompañada de un relámpago que iluminó lívidamente el contorno.

—¿Qué ha sido eso, qué ha sido eso? —se oyó preguntar después en tono de alarma.

Y contestar al centinela:

—Eran dos fugitivos, mi alférez. Les eché el alto dos veces pero no me hicieron caso. Se ve que les ha estallado una mina.

Y al poco tiempo volvió la calma, como tantas otras veces.