X

El ala herida de la tarde sólo rozaba ya las cumbres de las colinas mientras que por el valle avanzaban las primeras sombras de la noche, todavía tenues, vaporosas y frágiles. El mar, en cambio, se oscurecía más intensamente por momentos. No se movía ni un aliento de brisa y sobre el paisaje pesaba todo el calor acumulado durante aquel ardoroso día del mes de julio, en que el sol había bramado a sus anchas como un toro en celo.

Federico, desde el alpende de aquella especie de choza que servía de taller al viejo Martín, escondida en un repliegue de la loma, entre cactos y chumberas, contemplaba atentamente el panorama. A su izquierda, una serie de casuchas desperdigadas entre huertas arenosas llevaba, en descenso, hasta el gran caserío del pueblo que se extendía por una estrecha franja, junto al mar. Por delante tenía el valle que terminaba en una barriada de pescadores, cogida entre la playa y la carretera general. A su derecha, la cadena de lomas y alcores se ondulaba y crecía, perdiéndose en un horizonte de sierras. Lejos, en la llanura del mar, emergía, como un gran barco, el peñón de Gibraltar.

De pronto, algo atrajo más vivamente su atención. Eran dos sombras que se movían por la carretera en dirección al pueblo, de derecha a izquierda. A los pocos minutos, las dos sombras fueron adquiriendo formas concretas. Eran, sin duda, dos camiones descubiertos. El ruido de sus motores, imperceptible al principio, fue creciendo y engordando en la caja de resonancia del valle a medida que se acercaban, y cuando ya estuvieron a la altura del poblado de pescadores, pudo apreciar que se trataba de dos transportes militares, cargados de soldados en pie. Las últimas luces hacían brillar sus bayonetas y destacaban el blanco tocado de sus cabezas. Los camiones pasaron por delante de las casas, sin detenerse, y siguieron imperturbablemente su ruta.

Federico, que había estado conteniendo inconscientemente el aliento, respiró entonces profundamente y se volvió al interior del chamizo. El viejo Martín seguía dándole al torno con el pie mientras sus manos terminaban de moldear un botijo de barro gris.

—Acaban de pasar dos camiones de moros —dijo Federico.

Martín le miró sin entender y Federico hubo de acercarse más a él y levantar la voz:

—Digo que acaban de pasar por la carretera dos camiones cargados de moros. Creí que iban a descargar en el barrio, pero no; han seguido para el pueblo.

Martín, más envejecido por el trabajo que por la edad, era un hombre correoso, enjuto, con el rostro y el cuello marcados con esas profundas arrugas que parecen trazadas en corteza de árbol. Tenía una abundante cabellera, rizosa y blanca, y unas ásperas cejas grises. Paró el torno y habló, sin que se le cayera de entre los labios la húmeda colilla apagada:

—Ya he oído el ruido. Si llegan a quedarse en el poblado, nos estropean la combinación, don Federico.

—Pues eso me temí —siguió diciendo Federico—. Y hubiera sido fatal, después de lo que ha costado prepararlo todo.

Martín dio una chupada a la colilla, después de trasladarla con la lengua desde el ángulo de los labios al centro de la boca. Pero era ya sólo papel y la escupió. Luego dijo:

—Pues cualquier día pondrán moros ahí también. Por eso no se puede esperar más.

—Claro que no. Llevo todo el día deseando que anochezca.

Martín volvió la mirada hacia la puerta. Tenía ojos de gato, muy vivos, que chispearon al recibir directamente la escasa claridad del exterior.

—Pues ya falta poco —afirmó—. Pero voy a rematar antes este botijo.

Todo revelaba calma en él. Mojó las manos en una lata con agua que tenía a su vera, acarició después la panzuda vasija, humedeciendo el dócil barro, y puso otra vez en movimiento el torno.

Junto a una de las paredes se alineaban los diversos cacharros que había moldeado durante la jornada: botijos, pucheros y lebrillos. El suelo del chamizo era de tierra revuelta con paja y cagarrutas de cabra; su techo, de cañizo; sus paredes, de adobes.

Federico se dispuso a esperar y se sentó para ello en un cajón vacío. No se oía más que el monótono roce del eje de madera del torno y, de cuando en cuando, el tintineo débil de una esquilita de ganado fuera, porque, habiéndose ya retirado a dormir las moscas, había cesado también el zumbido del aleteo de sus enjambres.

¿Y qué va a hacer la tropa?, pregunta Federico.

Está junto con Ricardo en la puerta del bar que hay frente al cuartel. La gente sigue afluyendo allí, en manifestación, desde diversos puntos del pueblo. Hombres y mujeres enarbolan banderas republicanas y revolucionarias. No gritan. Más bien dan la impresión de que presintiesen que algo fuera a ocurrir y no supieran qué, ni si iba a ser para bien o para mal. Esperan.

El cuartel está rodeado de centinelas con la bayoneta calada. Desde la terraza del edificio, varias ametralladoras dominan la explanada. Se ve el gorrito cuartelero, con las rojas insignias de cabo, del que ocupa el sillín de la más adelantada.

—Ha decidido no combatir —contesta Ricardo—. Ya sabes que por la mañana se llegó al acuerdo de que tropas y carabineros ofrecerían toda la resistencia posible a las fuerzas que vinieran de fuera. Bien, pero no hace todavía una hora, al enterarse los carabineros de que se acercaba un tabor de Regulares, desembarcado en Algeciras, hicieron saber al alcalde que no dispararían contra ninguna fuerza del ejército. Entonces, los sargentos que mandan la tropa dijeron que ellos solos no podían hacer frente a los moros, que sería inútil el derramamiento de sangre y que, por lo tanto, rendirían el cuartel a los jefes que llegasen. ¡Figúrate! Ya no había tiempo para nada, porque las fuerzas de Algeciras estaban llegando a las afueras del pueblo. Yo me he escapado del Ayuntamiento y he venido aquí cuando el comandante de la columna entraba en el despacho del alcalde, que se ha quedado solo para recibirle. No se qué pasará, porque la gente no sabe todavía la verdad. Claro, no ha habido tiempo de decírselo…

De pronto, suena un clarín y la gente que ocupa el centro de la explanada se retira hacia la periferia, buscando instintivamente las bocacalles. Y hace su aparición un coche, al que sigue una fila de camiones. El coche se detiene a la puerta del cuartel y descienden de él unos oficiales que, a la luz del crepúsculo, aparecen pálidos, desencajados y nerviosos. Los camiones, entre tanto, se han parado también y de ellos saltan ágilmente soldados con barba y turbante, que corren a colocarse en formación de a tres en fondo delante del cuartel. Todo se hace rápido, mecánicamente, siguiendo las voces de mando, secas y restallantes.

La multitud deja completamente libre toda la extensión de la plaza irregular, intimidada sin duda por la presencia terrorífica de los africanos, de quienes se han venido contando espantosas historias de crueldad durante toda la vida.

—¡No son nadie los moros! ¡Menudos tiradores!

—Y no respetan nada.

—¡La que hicieron en Annual, niño!

—¿Y en el Barranco del Lobo? ¡Na!

—Pues, ¿y en Asturias?

Son los comentarios de la gente que se agolpa en la puerta del bar. Federico y Ricardo han preferido meterse dentro y seguir desde allí lo que ocurra.

Ya se ha terminado la formación y se extiende por encima de la multitud y de los hombres armados un silencio cargado de amenazas, siniestro, como una bandera negra. En el cuartel no se descubre ningún movimiento, como si estuviera vacío o como si sus habitantes hubieran muerto. Hace un calor exasperante, pegajoso, irresistible, y la gente suda a chorros, pero nadie se entretiene en enjugarse el sudor.

En medio de la angustiosa espera suena al fin una voz, la de un oficial que grita:

—¡Viva España!

Y le responde un reguero de voces broncas, apagadas, con el contrapunto de algunas pocas vibrantes, agresivas, como toques de clarín, y, seguidamente, se alzan otras muchas, innumerables, entre las que destacan las agudas de mujer, que atruenan con su vítor:

—¡Viva la República!

Es un clamor multitudinario, mucho más intenso y vario, que se acompaña luego con aplausos frenéticos. Los oficiales se miran, indecisos, y por toda la formación cunde un estremecimiento que hace chirriar las culatas sobre el adoquinado.

Federico, que en aquel instante trepa con la mirada por el grisáceo muro del cuartel en busca de una señal de vida, se queda encogido por el estampido del primer disparo, como si le hubiera dado a él, y ya no puede discernir claramente lo que está ocurriendo. Una de las ametralladoras instaladas en la terraza del cuartel, la del cabito, empieza a disparar sobre los moros. Éstos, sin esperar órdenes, que, por otra parte, no podrían oírse en medio del inmenso griterío que se ha levantado, se despliegan inmediatamente y responden con un espantoso fuego de fusilaría, rodilla en tierra. Las balas pasan por encima de su cabeza y van a derribar las botellas de la estantería. Algunos de los hombres que estaban en la puerta del bar son cazados antes de conseguir retirarse dentro y se derrumban, sudorosos y pálidos, con las camisas enrojecidas por los chorros de sangre. La gente grita, corre, empuja, atropella. A los disparos de fusil se han unido las ensordecedoras explosiones de las bombas de mano.

—¡Al patio, al patio!

Federico se ve arrastrado al patio, al que, por una puerta lateral, que da a la calle, irrumpen hombres y mujeres despavoridos. Uno de ellos lleva aún asida una bandera roja.

—¡Tírala! —le dicen.

Pero el hombre se resiste. Se la arrancan de las manos, hacen un bulto con ella y lo arrojan al pozo que se abre en medio del patio.

—No salgáis a esa calle. Los moros la enfilan con sus tiros.

—Entonces, ¿por dónde salimos?

—Por la puerta de atrás.

Y Federico se ve impelido de nuevo, esta vez hacia la puerta de atrás, que es la salida a una calle transversal. ¿Y Ricardo? Ha desaparecido en el tumulto. ¿Herido? ¿Muerto? ¡Quién sabe! No se puede retroceder. Alguien confirma que las calles que van a dar a la explanada están batidas por las ametralladoras que los africanos han emplazado en las bocacalles. Parece incluso que el tiroteo ha arreciado.

—En el cuartel sí que hay liada una bien gorda…

Federico se ve obligado a huir en zigzag, pasando de una casa a otra, atravesando patios de vecinos.

—¿No pensará usted ir a su casa? —le preguntan.

—No se le ocurra —le aconseja otro—. Tiene que esconderse hasta que pase la chamada.

En la carrera va perdiendo a los compañeros de fuga, casi todos extraños, y al fin se queda solo en una calle de las afueras. Una calle que no conoce. Todas las casas están cerradas y no se ve un alma por ningún lado. Ya ha advertido, antes de llegar allí, que las puertas de las casas, al principio llenas de curiosos, se iban cerrando al paso de la ola de terror de los fugitivos, quedando las calles desiertas y mudas igual que en las muertas horas de la madrugada.

Entretanto, ha anochecido y ya no se oye más que algún disparo suelto. Federico, agotado, con los pulmones a punto de reventar, bañado en sudor y la mente extraviada, se recuesta contra el muro de una de aquellas encaladas casitas. No puede más y respira con ansia. Tiene que pensar, pero no puede. Tiene que decidir algo, pero no sabe qué. En su tremenda confusión echa mano al tabaco y lía torpemente un cigarrillo. Se siente como si le hubieran pisoteado o apaleado. Es una sensación nueva para él, que le ha cogido, además, de improviso, sin planes. ¿Quién iba a pensar en un desenlace tan rápido y catastrófico?

—Puedes irte a casa a comer tranquilamente —le dice el alcalde—. Creo que hoy no pasará nada. Los de Algeciras no se atreverán a venir por ahora. Ellos también están sin saber qué hacer. Y tienen mucho en que pensar.

—¿Y los carabineros?

—Seguros.

—¿Y usted no piensa descansar?

—Yo no puedo faltar de aquí. Me traerán la comida de casa.

—Bueno, bueno…

Y después, su madre:

—¿Por qué no te echas un rato, hijo? Estás que te caes de sueño.

—Sí, pero llámame a la menor novedad.

—Descuida.

Duerme no sabe cuánto tiempo, hasta que oye:

—¡Federico, Federico!

—¿Qué, qué pasa, madre?

—Una gran manifestación que baja hacia la explanada. Y dicen que vienen los moros…

Poco a poco, el tabaco le calma los nervios y le esclarece las ideas. Sigue solo en aquella calle desconocida, apoyado en el muro enjalbegado. Un gato cruza silenciosamente la calzada. Por lo visto, ha sido cortado el suministro de fluido eléctrico a la población, porque el alumbrado público sigue apagado y no se filtra ningún rayo de luz por los intersticios de puertas y ventanas. Todavía suenan algunos tiros, espaciados, que alternan con ráfagas de ametralladora y algún bombazo que otro.

¿Adónde ir? ¿Qué hacer? El campo comienza allí mismo. Un campo de higueras, bancales de arena y pobres barracas de madera donde viven los huertanos. Puede que se tropiece con alguien con quien enviar un recado a su casa y a Aurora. Puede que allí encuentre donde pasar la noche a cubierto…

Los pies se le hunden en la arena caliente. Un perro ladra y oye un breve roce entre las chumberas. Instintivamente mira a su alrededor en busca de una piedra o un palo.

—¡Don Federico!

Es la voz de un niño. Se detiene, sintiendo un golpe de calor por todo su cuerpo, una subida de sangre. El perro invisible se ha callado.

—¡Don Federico!

Al fin lo ve, saliendo de entre las sombras. El niño va hacia él despacio. Pregunta:

—¿No me conoce, don Federico?

Al pronto, no. Pero cuando lo tiene a la distancia de dos pasos, sí. Es Vicentillo, el de los pelos tiesos y la carita de hambre.

—¿Vives por aquí?

—Sí, señor, ahí mismo —y le señala una barraquita que blanquea en medio de un oasis pequeñito de plantas y macetas oscuras. Debe de haber alguna débil luz dentro porque en su puerta se recorta confusamente la silueta de una mujer. Federico parece indeciso, pero el chiquillo insiste:

—¿Adónde va usted por aquí, don Federico?

—¿Quién es? —pregunta la mujer.

El niño contesta:

—Don Federico, mi maestro —y añade en voz más baja: Es mi madre. Dentro están también mi abuelo y mis hermanos.

—Pregúntale si quiere pasar un momento —dice la madre. Federico acepta sin vacilar.

—Claro que sí. ¡Cómo no!

Y observa un súbito fulgor en los ojos del niño, que le invita:

—Por aquí, don Federico, por aquí. Venga.

Va delante de él, desbrozándole el camino. Aparta una rama, da una patada a un bote vacío y murmura:

—Somos muy pobres y…

Federico se adelanta, le revuelve los tiesos cabellos y le dice:

—¿No os tengo dicho que la pobreza no es ninguna vergüenza?

Bajo su caricia, el chiquillo se estremece como un gato.

—Pase, pase, señor. Eso mismo le están diciendo siempre su padre y su abuelo, que la pobreza es una desgracia, pero no una deshonra.

Ha hablado la mujer suavemente. Federico le alarga la mano y siente cómo ella apenas la roza con la suya. Es una mujer joven aún, que viste una amplia bata de percal muy ajada. Federico sólo ve en ella sus grandes ojos oscuros. Y entran en la barraca.

Es una sola estancia, con piso de tierra, que sirve de comedor, cocina, almacén de aperos y alcoba para todos, alumbrada escasamente por la luz de un quinqué que hay sobre una redonda mesa de pino. Le recibe en pie Martín, con un bebé de mantillas en brazos, y desde un rincón le observa tímidamente una niña poco menor que Vicentillo.

—Es el maestro de Vicentillo y le he dicho que pase —dice la mujer y añade, dirigiéndose ahora a Federico—: Es mi suegro y se llama Martín.

—Y aquélla es mi hermana Lolilla —dice Vicentillo, señalando a la niña del rincón.

—Es una honra para nosotros su visita —habla cortésmente Martín—. Aunque muy pobre, ésta es también su casa.

Y le da una mano sarmentosa, dura, que estrecha fuertemente mientras Vicentillo le trae una silla de anea.

—Siéntese —le ruega la mujer, que añade—: Poco le podemos ofrecer…

La silla de anea se desencuaderna casi al tomar asiento en ella.

—Gracias. No se preocupe. Sólo deseo un poco de agua.

En tanto que la mujer se dispone a servirle el agua, tomándola de un cántaro, Vicentillo se ha sentado a su lado, en el suelo, y Martín en la silla que ocupaba. La niña del rincón se ha acercado a su madre y se coge a su falda.

Sigue un silencio hasta que la mujer le ofrece un vaso rebosante:

—No está muy fresca… —se excusa.

En efecto, está calentuja, pero es tanta la sed que tiene, que a Federico le parece un gozo beberla, y apura el vaso de un largo trago.

—¿Quiere más? —le pregunta ella.

—Luego. Gracias.

Entonces, tras mover la cabeza, como titubeando, Martín le dice:

—Usted perdone, pero viene huyendo de la chamusquina, ¿no?

Federico afirma con la cabeza, añadiendo:

—Sí, y me he encontrado aquí sin saber cómo.

—Pues estamos para servirle.

—La verdad es que no tengo dónde pasar la noche ni sé cómo mandar un recado a mi familia para que no se intranquilice. Es muy comprometido en estos momentos, ya lo sé. Es natural que todo el mundo tenga miedo.

—Ya le he dicho que estamos para servirle.

—Gracias, pero no quisiera…

—No se preocupe, señor maestro. El caso es esconderlo y salvarlo. Tenemos que ayudarnos unos a otros, señor. Si no, ¿qué sería de los hombres y adónde iríamos a parar los pobres? ¿No dicen los curas que todos somos hermanos? Es en lo único en que creo, mire. Será porque toda mi vida he estado yendo de un lado para otro y no he visto más que desgracias en todas partes. Y no es cuestión de dinero, no. Yo tuve un patrón, en América, que era riquísimo. Tenía más tierras que todos los marqueses y condes españoles juntos. Pues, mire, le atacó el cáncer en el labio. Era joven todavía, pero la carne de la barbilla y de la garganta se le caía a pedazos. Ni su mujer ni nadie tenían valor para lavarle y curarlo. Sólo yo. Y el hombre me decía muchas veces que de buena gana se cambiaría por mí. Y él era un principal y yo un peón más pobre que las ratas… Y se murió una noche sin más compañía que la de su peón Martín… —hace una pausa y prosigue—: Se lo he contado para que vea lo que son las cosas y lo que es la vida. Ahora mismo quién sabe si mi hijo habrá tenido que pedir ayuda a alguien. Salió hace un par de días con una carga de botijos para ir a venderlos en Málaga y ha debido de pillarle la tormenta por el camino. Él es del sindicato y a saber en qué manos habrá caído…

El abuelo Martín habla con una calma tan profunda que todo se serena a su alrededor, como si sus palabras fueran de óleo. Federico le ofrece tabaco y la mujer se apresura a recoger al pequeñín de brazos del viejo para que éste pueda liar el cigarrillo. Los demás callan y miran atentamente a los dos hombres.

Después de darle dos calmosas chupadas al suyo, Martín se dirige a su nuera:

—Deja el niño en la cama y echa unos cuantos chumbos y pan en un talego, y prepara también un botijo con agua —y, luego, mientras la mujer cumple sus órdenes, habla a Federico—: Lo primero, me parece, es pasar la noche lo mejor posible, y aquí no puede quedarse, pero no porque seamos muchos, no, sino porque mañana le vería demasiada gente y ya sabe usted lo que pasa… Le llevaré a un sitio muy seguro que yo me conozco cerca de la playa. Lo que no podemos ofrecerle es nada aparente para cenar. Sólo unos chumbos y pan… Mañana será otro día.

Federico no sabe cómo expresarle su agradecimiento y sólo se le ocurre decir:

—¡Oh, no se preocupe! No tengo apetito esta noche.

Sigue otro silencio. Entonces Federico percibe la grande y limpia pobreza que le rodea; que Lolilla no se cubre más que con una camisita y que le mira con mucha curiosidad chupándose un dedo; que el perro que le ladró descansa tranquilamente a los pies de Martín; que huele a los claveles de las macetas y que hace un calor de suplicio.

—Bien, pues en cuanto haya descansado, nos vamos —dice Martín al cabo.

Federico se pone en pie.

—Por mí, cuando usted guste.

—¿Otro vaso de agua? —pregunta la mujer.

—Sí, y muy agradecido.

Martín se levanta también y la mujer sirve a Federico otro vaso de agua que, como el anterior, se bebe sin respirar.

—Tenía mucha sed —murmura después.

La mujer sonríe y también Vicentillo, que se ha puesto a su lado. Martín agarra el talego y el botijo y se dirige después a todos:

—Aquí no ha estado nadie ni nadie ha visto nada, ¿estamos?

—Descuide —contesta la mujer— ya se lo meteré en la cabeza a los niños.

Federico advierte que, al despedirse, la mujer le entrega más confiadamente la mano.

—¡Adiós, don Federico! —y la voz de Vicentillo tiembla.

Madre e hijo quedan en la puerta mientras Martín y Federico salen a la huerta. La noche, sin tiros ya y sin luces, está completamente callada, absorta en sí misma, como si no hubiera hombres. Sólo de alguna de aquellas casitas de madera y cañizo escapa un rumor de vida: llanto de niño o voces de mujer, pero como si fueran proferidos bajo una mordaza.

Los perros con que se tropiezan conocen a Martín y no ladran. Sin embargo, evitan las barracas.

—Déjeme que le ayude yo ahora —dice Federico a Martín y le coge el talego, que el viejo le entrega sin comentarios. Después de un silencio, dice Martín:

—No vamos a la playa. He dicho eso por si acaso. Le llevo a otro sitio más seguro.

Y tras otro silencio:

—Le habrá extrañado tal vez que no le haya hecho ninguna pregunta sobre lo que ha pasado esta tarde. Pues ha sido porque no quiero que los niños escuchen estas cosas… Pero ha sido gordo, ¿verdad?

—Terrible.

—Sí, sí, ya entiendo. Cuando supe que los militares se habían echado a la calle y luego oí los tiros… De no haber faltado mi hijo, me hubiera cogido a mí también. Pero ¿quién dejaba solos a una mujer y tres niños?

—Pues hizo usted muy bien.

—He visto muchas, no crea, y ya sé cómo acaban siempre, pero me hubiera gustado. La sangre no le deja a uno todavía en paz, y eso que uno ya no espera nada…

Suben el repecho de la colina jadeantes. Atrás quede la masa oscura del pueblo. A la izquierda, lejos, aparece la iluminación, que parece de fiesta, de Gibraltar. El viejo calla hasta que llegan a un cobertizo. Entonces dice simplemente:

—Ya hemos llegado.

La cuesta les ha hecho trasudar y Martín se enjuga la frente con el puño. Federico aspira con ansia la leve brisa que corre por aquellas alturas.

La media puerta de madera que da entrada a la casucha chirría. La estancia está a oscuras. Antes de que Martín encienda el fósforo, se oye el tintineo de una esquila de ganado y, cuando la cerilla arde, Federico descubre una cabrita negra, echada en el suelo, que rumia tranquilamente, moviendo las finas orejas y mirándolos con ojos confiados.

Martín prende una vela de sebo y toda la estancia queda iluminada temblorosamente. Hay en ella, además de la cabra, un rústico banco de alfarero, una artesa, algunos cacharros de barro y unos sacos henchidos.

—Le apañaré una cama con la paja de esos sacos —Martín empieza a vaciar su contenido—. Por lo menos, dormirá blando.

Federico calla y deja hacer a Martín, que sigue diciéndole:

—Por la mañana podrá tomar leche fresca de mi Mariquita —se vuelve, sonriendo, a Federico y añade—: Bueno, llamo Mariquita a la cabra porque todas las mujeres que he conocido con ese nombre eran tan locas y tan lecheras como ella.

Cuando termina de hacer la cama, apaga la vela.

—Es mejor que no se vea luz aquí —y le hace sus últimas recomendaciones—: El botijo déjelo fuera, al fresco. Y tenga cuidado de no pincharse al mondar los chumbos. Tome mi navaja. Yo volveré temprano.

Salen. Algunas luces corren por la carretera en uno y otro sentido. Son como el parpadeo nervioso de los hombres que vigilan y van extendiendo su poder por pueblos y aldeas mientras los demás duermen o se ocultan.

—Ahora sólo falta que me diga el recado que quiere que llevemos a su casa —dice Martín al cabo de un silencio.

—Sólo que sepan que estoy bien y fuera de peligro. Por el momento, sólo eso.

—Está bien. Pero yo creo que lo más importante es procurarle la fuga. De eso me encargo yo. Por descontado que tiene que ser a Gibraltar.

Federico afirma en silencio con la cabeza.

El viejo Martín emprende lentamente el descenso de la colina y Federico se queda otra vez solo. La calma de la noche y el suave relente le devuelven la sensación física de las cosas y le relajan los nervios. Siente un profundo cansancio, pero se le resiste el sueño y hasta la madrugada no se le cierran los ojos sobre el lecho de paja, junto a Mariquita, que ya ha dejado de rumiar.

Cuando los abre de nuevo, el sol entra ya en haces rubios por la puerta y Martín fuma silenciosamente sentado en un cajón de madera que ha traído para que sirva de silla y de mesa.

—No he querido despertarle —le dice— porque sé que lo que más necesitaba usted era dormir.

Desayúnase con leche de cabra, todavía tibia, y un mendrugo de pan. Martín, que ya ha preparado las pellas de barro, pone en marcha el torno de alfarero y comienza su trabajo mientras va dejando caer sus palabras lentamente:

—Todo sigue igual por mi barrio, y no hemos visto por allí ningún militar, moro o cristiano. Vicentillo es el que va a llevar el recado a su casa, porque en estas situaciones los críos son los que menos sospechas despiertan. Además, Vicentillo es muy espabilado.

La mañana es larga, inacabable. Almuerzan tomates, chumbos y pan, y toman té, que Martín sabe hacer muy bien, y meriendan otra vez té con rebanadas de pan embadurnadas con manteca rojiza de cerdo.

—Yo también fui rebelde en mi juventud —cuenta Martín despaciosamente mientras gira el torno—. Trabajaba en Linares, de donde soy, en las minas, y un día armamos una buena zapatiesta porque los capataces nos trataban muy mal, peor que a los presos en el penal de Cartagena. El ingeniero no quiso saber nada. Ah, sí, con que no quieres oírnos ¿eh? Pues ahora verás lo que es bueno. Vas a bajar tú a los pozos, majo. Claro, hubo los cobardones de siempre y tuvimos que darles a algunos una buena zurra, pero a alguien se le fue la mano y uno de los capataces, un tío bragado donde los haya, resultó tan magullado que tuvieron que llevarle al hospital. ¡Mi madre! Entonces nos echaron los civiles encima. Yo, aunque esté mal el decirlo, era uno de los más echaos palante, por la poca edad, me parece, porque, puestos a ser hombres, el que más y el que menos lo era tanto como yo o más. Pues no se me ocurrió otra cosa que tirar una pella de dinamita por la ventana del despacho del ingeniero… ¡Una barbaridad! Menos mal que no estaba allí en aquel momento que, si llega a estar, lo hago mixtos. De todas maneras, ya puede usted imaginarse la que se armó. Por de pronto, tuve que esconderme porque los civiles echaron tras de mí como podencos. Anda que si me llegan a pillar… Pero no pudieron ponerme la mano encima. Pasados unos días me escapé de Linares y andando de un lado para otro paré en este pueblo. Entonces no era más que una barriada, más o menos como esa que ahora tenemos ahí enfrente. Yo estaba ya casado y tenía dos hijos, pero la mujer no supo de mí hasta que me encontré seguro. Todo se olvida y lo mío, como luego ocurrieron cosas más gordas y hubo elecciones, pues pasó al archivo, que digo yo. Aquí hice de todo. Fui pescador, huertano, contrabandista; lo que le digo, que hice de todo. ¡Pues no tengo yo pasados alijos a Ronda ni nada…! En esa playa de ahí enfrente tengo yo descargados más fardos de Tánger que pelos me quedan en la cabeza… ¿Y qué otra cosa podía hacer uno? Usted dirá… Uno estaba a la que caía y nada más. Bueno, pues me traje a la mujer y a los chicos. Luego tuve más, pero, no sé por qué, cogían los pobres el garrotillo y se morían como peces fuera del agua. Y esos dos mismos me quedan. Uno es el que anda por Málaga, o a saber por dónde, y el otro anda a la pesca y vive en la barriada que se ve desde la puerta. Pero no crea usted que paran ahí las cosas, no. Entretanto me había engordado la sangre y un día cogí un barco en Gibraltar y me fui a América. Pero eso ya se lo contaré otro día si se tercia… —levanta un poco la cabeza para mirarle y como ve que Federico sigue atentamente sus palabras, añade, sonriendo—: Por lo menos, mi cháchara le hace olvidarse de otras cosas, ¿no es así?

Al día siguiente llega también muy temprano y sorprende a Federico dormido. Ordeña la cabra, riega y humedece las pellas de barro y espera a que su huésped se despierte. Y otra vez, mientras Federico se desayuna, pone en movimiento su rústica maquinaria, que mueve con el pie, y suelta las novedades:

—Siguen sin aparecer militares por el barrio. Hasta la presente no han pasado del centro del pueblo, pero han obligado a abrir los comercios y a que todo empiece a funcionar como antes. Se habla de que han detenido a bastantes y, eso sí, han echado bandos en que se amenaza con la pena de muerte por todo. A la menor, cuatro tiros… Es lo normal… —hace una pausa y continúa—: Su familia ya está informada. Creo que su madre lloró mucho cuando mi Vicentillo le hablaba de usted. Es natural. Su hermana le hizo muchas preguntas, pero el crío, como el pobre no sabe nada, mal podía contestarlas. Lo mejor de todo es que nadie las ha molestado para nada. Ni les han preguntado por usted ni nada. Como si no existieran ni ellas ni usted. Creo que es lo mejor, ¿no? —y como Federico afirma silenciosamente con la cabeza, prosigue—: Al remate besaron al chiquillo por usted y le dieron algunas cosas de comer que he dejado ahí: huevos, jamón y un bote de leche condensada. Vicentillo hizo todo muy bien y hoy lo he mandado a arreglar lo de la fuga. Mañana ya tendremos noticias de esto.

Después del almuerzo, esta vez con jamón y huevos crudos, Martín vuelve a coger el hilo de su historia:

—Me parece que ayer le dije que me fui a América. Pues sí, me largué a la Argentina, más que nada por saber cómo son los países que están tan lejos del nuestro, y sus gentes. Fui a parar a una estancia, allí le llaman estancias a los cortijos, bueno, eso lo sabe usted tan bien como yo, donde tuve de patrón a un tío riquísimo, que, como ya le dije, se murió de cáncer. Era bastante buena persona y, cuando se murió, ya empecé a no encontrarme a gusto allí. Además, que no se ganaba mucho. Y yo me dije: si has venido hasta aquí para reunir unas perras y no las juntas pronto pues ¿de qué te vale todo? Me enteré que pagaban más en la América del Norte y allí me zampé. Era cuando la guerra europea y allí necesitaban mano de obra. Trabajé en una granja y le digo que daba gusto trabajar allí. Claro que aquellos americanos son diferentes de los argentinos en mirar a los españoles. Allí llaman españoles a todo bicho viviente que habla español, aunque sean negros o mejicanos, o mestizos o qué sé yo. Y los miran mal, por encima del hombro, como decimos nosotros, sobre todo en lo tocante a mujeres. Tan descuidados como son muchas veces para eso y, sin embargo, cuando uno de nosotros ponía los ojos en alguna de aquellas rubias descaradas, ya se estaban juntando para hacerle la encerrona y buscarle la ruina. A más de uno le costó el pellejo. Pero pagaban bien y por eso daba gusto trabajar con ellos. Lo demás eran cosas de arreglárselas cada uno como pudiera… —hace una pausa y tras mirar sonriente a Federico, sigue diciendo—: Por poco me la lían también a mí. A ver… Uno era joven y… piqué. Lo más gracioso de todo era que no nos entendíamos. Pues no crea, ella era muy cariñosa y eso bastó para que nos pusiéramos de acuerdo hasta que se lo olieron los amigos de su marido y le fueron con el cuento. Y menos mal que a mí me avisó un mejicano que entendía el inglés y les oyó hablar de mí, y así se enteró de lo que me preparaban. Nunca olvidaré aquel mejicano. Llevaba bigotes como Pancho Villa, pero era más bueno que el pan. Él fue el que me enseñó esto de hacer cacharros de barro. El que le llamara Pancho Villa ya lo había ganado todo con él. A mí me había hablado mucho un italiano del Canadá, de los trigales del Canadá y de muchas cosas buenas del Canadá, y de las ganas que tenía de irse para allá. Así que cuando el mejicano me dijo la que los gringos, él llamaba gringos a los norteamericanos, me preparaban, me fui a ver al italiano para decirle que estaba dispuesto a irme con él al Canadá, pero ya mismo. Y así fue. Nos largamos de noche, en el primer tren, un sábado, después de cobrar y justo un poco antes de la hora en que los gringos, como decía el mejicano, pensaban ir por mí. Pasamos muchas peripecias en el camino, porque no lo hicimos todo de un tirón. A ver. No queríamos gastarnos las perras que teníamos ahorradas y nos deteníamos a trabajar en alguna granja que encontrábamos al paso. Al fin llegamos al Canadá. Yo había podido mandar ya algún dinero a los míos y con él compraron la huerta y la barraca que usted vio la otra noche. En Canadá estuvimos segando y cuando terminó la siega yo decidí volverme a casa. Total, ya había visto lo que quería ver y no me convencía mucho. Sí que se ganaba más, pero ¿y todo lo que yo perdía a cambio? Mi mujer, mis hijos, mis costumbres… ¿Y sabe también por qué renuncié a continuar allí más tiempo? Pues porque me convencí de que en todas partes pasa lo mismo, más o menos, y de que en todas partes se encuentra uno con hombres y mujeres, con calles, con árboles, con enfermedades, con sufrimientos, con miserias. Se tienen las mismas necesidades y los mismos pensamientos, y los mismos vicios y las mismas penas aquí que allí. Bah, las diferencias son menudas y sin fundamento. El mundo y la vida son para comprenderlos, y si no los comprendes en tu tierra, no te molestes en andar de un lado para otro, porque no vas a sacar nada en limpio, no los comprenderás nunca porque nadie te va a decir nunca la verdad…

Al tercer día, lo primero que le dice a Federico, nada más despertarse éste, es que vaya preparándose.

—Mañana es la fuga. Mañana por la tarde, entre dos luces. Tendrá usted que cruzar el valle, siguiendo la reguera. Después de atravesar la carretera, tirará usted por la primera bocacalle que encuentre todo seguido, recto, hasta que se tropiece con un hombre que llevará puesto un sombrero de paja, de esos de segador. El hombre le hará la seña quitándose y poniéndose el sombrero dos veces seguidas. Usted entonces no tendrá más que seguirle:

—¿Es su hijo? —le pregunta Federico.

—Tendrá preparada una lancha a motor, porque a remo el viaje resultaría muy lento y peligroso. Además, no llegarían al puerto antes de que lo cierren, y no podrían desembarcar. No es mi hijo, no. Es un amigo suyo de toda confianza, que también quiere refugiarse en Gibraltar, y que es mozo todavía. Y mientras Federico se toma el consabido cuenco de leche de cabra con migas de pan, le informa:

—Todo marcha igual en el pueblo. Dicen que hubo más de ochenta muertos el domingo por la tarde en la explanada y en sus alrededores, de los cuales más de veinte eran moros. También dicen que en Málaga, en Madrid y en otras grandes capitales ha triunfado el Gobierno, y que los marineros rasos se han apoderado de los barcos de guerra. Sin embargo, Sevilla es facciosa. Por lo que se ve, la pelota está en el tejado todavía. Hay muchas cosas que dicen y no concuerdan. Por ejemplo, unos dicen que el jefe de los militares es Sanjurjo, y otros que Franco, y otros que Queipo… Ah, y también se habla de fusilamientos. Esto es lo peor, me parece a mí. Si corre de esa manera la sangre… ¡malo! No hay cosa más difícil de borrar que la sangre. Una sangre trae otra siempre. Si no se respeta la vida de los hombres por lo menos, es que se ha perdido la razón, y por muy bien que se hagan después las cosas, no puede haber perdón ni paz nunca más. Hacer correr la sangre entre hermanos… ¡Dios!

Se calla. Le tiemblan las manos. Federico respeta su silencio y su turbación. El zumbido de las moscas llena la estancia…

Martín dio por terminado el botijo.

—Ya está —dijo, mirando a Federico.

Era como la señal y Federico se puso en pie, sosteniendo la mirada del viejo hasta que éste bajó la suya y, luego, calmosamente, fue a colocar el botijo recién acabado junto a las demás piezas, todavía rezumantes.

—Mañana encenderé el horno —murmuró, contemplando el fruto de su trabajo.

Cuando se volvió, Federico estaba junto a la puerta, mirando hacia la carretera. La esquila de la cabra sonó como si el animal sacudiera la cabeza, impaciente. Los rumores dispersos del anochecer agrandaban el silencio del campo. Era el momento de la gran melancolía del véspero.

Se le acercó por detrás.

—Bueno, creo que ha llegado el momento, don Federico. No se ve nada por la carretera.

—Sí —y Federico suspiró—, vamos a ver qué pasa.

—No se preocupe. Todo saldrá bien. Si, se lo pediré a Dios. Hace tiempo que no le pido nada.

Federico le miró sin poder disimular su asombro. Entonces Martín dijo, gravemente:

—Sí, creo en Dios; como todos los pobres. Si no fuera porque los pobres creemos en Dios de verdad, el mundo se hubiera acabado hace muchos siglos, no lo dude —y como Federico sólo hiciera un signo afirmativo con la cabeza, añadió—: Coja la chaqueta y llévela en la mano, tranquilo.

Después salieron al alpende. El valle era un remanso de sombras grises. La carretera, cuyo asfalto ya no despedía destellos, sino que negreaba intensamente, aparecía solitaria. La reguera, por donde se encauzaba el agua de las lluvias, bajaba de la colina y cruzaba la carretera por un sumidero e iba a desembocar más allá del caserío, en la playa.

—Ya sabe, sin apartarse de la reguera.

Federico asintió con un gesto y luego, sin poder ocultar su emoción, dijo:

—Muchas gracias, Martín, por todo. Nunca lo olvidaré. Martín también estaba emocionado.

—No hay que pensar en eso ahora. Si acaso, haga lo mismo con otro, sea quien sea, si es que puede. Se abrazaron.

—Lo haré.

Y Federico saltó del cobertizo y empezó a bajar la cuesta. Al salir del seno de la colina y alcanzar la reguera quedó visible desde todos los puntos del valle. Sin correr, pero sin detenerse ni siquiera para saludar otra vez a Martín, siguió por el borde del cauce, con la americana al hombro, como si volviera de un paseo. No tenía ojos más que para la carretera en que, por suerte para él, no se descubría ningún movimiento.

(No suelen pasar coches a estas horas, no sé por qué. Tal vez porque es la hora del rancho, pero, en estas circunstancias, es posible cualquier alteración, cualquier imprevisto… ¿Qué hacer si aparece un coche? ¿Tirarme a la reguera? Pero ¿y si ellos me han visto antes de que lo haga? Eso sí que sería sospechoso. Sería delatarme yo mismo. No, tengo que seguir como si tal cosa, tranquilo. ¿Y pararme a liar un pitillo? ¡Eso! Creo que sería lo mejor…).

Martín se había sentado al borde del alpende y seguía, con el corazón apretado, la peripecia de su amigo. De cuando en cuando tragaba saliva, que sonaba en su garganta.

(Y eso que no sabe que han ido a buscarle dos veces a su casa…).

Federico llegó, al fin, sin novedad hasta la carretera, pero después de cruzar ésta y enfilar la calleja que se le había indicado, se encontró de manos a boca con una mujer. Una mujer de edad indefinible, gruesa, con trazas de pescadora.

—Oiga —le dijo en voz baja—. Es usted un huido, ¿verdad?

Le interceptaba el camino con su cuerpo. No obstante, pudo ver al fondo de la calleja un grupo de tres o cuatro hombres. Los ojos de la mujer le parecieron leales.

—Pues sí —contestó.

Entonces ella le cogió la chaqueta.

—Traiga y sígame. Pegado a mí. Y no mire a donde están aquellos hombres. Uno de ellos es un teniente de Regulares.

Federico se dejó conducir mansamente, confiado, advertido por su instinto de que aquella mujer le decía la verdad. Ella le hizo retroceder hasta la carretera y rodear una casa mientras decía:

—Le vi venir desde lejos y me dio el corazón que era un perseguido…

Estaban ya en el comienzo de una calleja, paralela a la otra. La mujer le devolvió entonces la chaqueta, diciéndole:

—Tire por aquí. Todo recto hasta los sombrajos. ¡Hala, y que Dios le guarde!

—Muchas gracias, mujer. ¿Cuál es su nombre?

—¿Y qué importa? Hala, no vaya a ser que… —y miró, atemorizada, a su alrededor.

Federico no esperó a saber su nombre ni cómo era su rostro. Cuando volvió la cabeza, la mujer había desaparecido.

(¡Bendita mujer! Sí, ellos creen en Dios…).

Pero a los pocos pasos quedó perplejo, sin saber qué determinación tomar. Hacia su mitad, la calleja se ensanchaba, formando una especie de plazoleta, aunque no pudiera llamársela tal. Era más bien un recodo formado por un edificio de más apariencia que los otros, a cuya puerta había sentados tres carabineros en mangas de camisa, tomando el fresco al parecer. Los carabineros fumaban y hablaban entre sí acaloradamente. O no vieron al fugitivo, dada la escasa luz, o se hicieron aposta los desentendidos. Federico estuvo a punto de echar a correr, pero pudo dominarse en el último instante y, sin pensarlo siquiera, se desvió por la primera transversal con que se tropezó, a su derecha.

(Y ahora, ¿qué hago? Si el hombre espera en el sitio convenido, no le voy a encontrar… Y si no lo encuentro…).

Y otra vez le ayudó el instinto. A la primera revuelta, tomó la dirección del mar, y no había hecho más que andar unos pasos cuando vio aparecer la figura de un hombre que salía de entre los tinglados de palos y cañizo que precedían a la playa. Federico se detuvo, indeciso, y el hombre se quitó entonces el sombrero de paja, se lo volvió a poner y tornó a quitárselo para encasquetárselo de nuevo y definitivamente.

(¡Es la señal! ¡Él es el hombre!).

La oscuridad le impedía ver su rostro. El desconocido esperó a que él se le uniese y luego echó a andar, seguido de Federico. Tras de atravesar varios sombrajos se metieron en el espeso cañaveral que cubría la desembocadura de la reguera. Temblaron y crujieron las cañas a su paso… El guía se detuvo e hizo una seña a Federico para que se detuviera también. Luego escuchó y escudriñó. Pero nada se oía ni se movía por allí. Y dijo:

—Ahora, a esperar a que se haga un poco más de noche —y se sentó.

Federico, que había estado reteniendo el aliento hasta entonces, se colocó a su lado y le susurró:

—Creí que no le iba a encontrar.

—Me di cuenta de lo que pasaba y atajé por los sombrajos, pensando que usted se llegaría a la playa de todas maneras.

—¿Quién es esa mujer?

—La señora Catalina. Una buena persona.

—¡Y tanto!

Siguió un silencio. Los envolvía la más completa oscuridad y casi no podían verse los rostros, pero Federico advirtió que su acompañante era un hombre joven, un mozo todavía, moreno, curtido, de ojos brillantes y dientes muy blancos.

—¿Podemos fumar? —le preguntó al cabo de un rato.

—Sí, pero con mucho cuidado. Me llamo Germinal.

Federico sacó tabaco y liaron un pitillo, que encendieron después en el chisquero de mecha de Germinal.

—El susto más gordo me lo dieron los carabineros. Han tenido que verme…

—Seguramente, pero no se han declarado todavía. Los moros los desarmaron el primer día, y así están… Se conoce que el teniente ha venido para eso y dicen que a lo mejor traen aquí un retén de Regulares —hizo una pausa y agregó—: Pero la verdad es que no se sabe nada de cierto.

Siguió otra pausa. Se oyó hablar a unas mujeres y también alguna voz de hombre. Desde donde estaban no podían vigilar la carretera. La noche se iba espesando poco a poco y ya el mar era una llanura completamente negra con algunos reflejos plateados.

Enfrente lucían las luces de Gibraltar, esplendorosas. Algeciras también aparecía iluminada, pero más pobremente.

Germinal enterró la colilla. Federico estaba empapado de sudor. Las cañas ardían y también la arena, y el aire, detenido allí y caldeado durante todo el día, quemaba la piel y escocía los ojos.

—¿Qué hora es? —preguntó Germinal, que empezaba a impacientarse.

Tuvieron que recurrir al chisquero para poder ver la hora en el reloj de Federico, que marcaba más de las ocho y media.

—Bien —dijo Germinal—. Vamos poco a poco. Tengo ahí mismo el bote.

Bajaron el pequeño ribazo a cuyo pie se mecía la barca en el agua, amarrada a un taco clavado en la arena.

—Embarque usted primero y túmbese en el fondo. A mí me conoce todo el mundo por aquí y no llamaría la atención si alguien me ve. Pero usted…

Era una embarcación pequeña, con los fondos encharcados, que se balanceó bruscamente al poner en ella el pie Federico, quien, al tumbarse después bajo los bancos, sintió en su espalda la dureza de las cuadernas y una tibia humedad a lo largo de todo su cuerpo. Por su parte, Germinal recogió rápidamente el amarre y, después de darle la vuelta, saltó dentro, sentándose en uno de los travesaños, de espaldas a proa, con lo que la barca volvió a oscilar. Germinal empuñó los remos.

—¿Es que no funciona el motor? —preguntó Federico, alarmado.

—Sí, pero ahora haría mucho ruido. Cuando estemos algo alejados.

Y empezó el chapoteo suave de las remadas y la embarcación inició su blando deslizamiento al compás del gemido de los estrobos. Federico sólo veía el gran cielo oscuro, donde empezaban a puntear las primeras estrellas, que parecía derrumbarse sobre él, y cerró los ojos para ser todo oídos.

A medida que se alejaban de la playa, Germinal remaba con más fuerza. Afortunadamente, el mar dentro de la gran bahía era como un lago dormido, y la barca podía escurrirse ligeramente sobre su superficie.

El jadear del hábil remero se hizo más intenso y de pronto sonó el ruido de los remos al chocar con los bancos. Federico abrió los ojos y pudo ver que Germinal se dirigía por encima de él a la popa. La velocidad de la embarcación disminuyó rápidamente.

—¿Pasa algo? —preguntó.

Pero la respuesta se la dieron las primeras, vacilantes explosiones del motor, que pronto se empastaron en un ritmo igual y continuo. La embarcación pegó un tirón y en la gran oquedad de la noche los pistonazos sonaron como un cántico triunfal. A una señal de su compañero, Federico abandonó su incómoda postura y se unió a él, que le dijo, brillándole los ojos y los dientes:

—Por mucha prisa que se dieran, ya no podrían trincarnos. En tierra, todo permanecía en calma y sumido en la oscuridad más profunda, hasta que, al cabo de un largo rato, vieron dos luces corriendo, sin duda por la carretera, que se dirigían al poblado de pescadores desde el pueblo.

—A lo mejor son los moros —murmuró Germinal—. Pero llegan tarde.

Las luces, en efecto, se detuvieron en el poblado de pescadores, allí se quedaron y allí desaparecieron, como tragadas por la noche.

Y ya no cruzaron una sola palabra más. La noche parecía empequeñecerse a medida que se acercaban a las luces del Peñón, mientras éste crecía y crecía ante sus ojos. Luego fueron los pontones, las gabarras, los barcos fondeados en la dársena y, finalmente, los muelles. Infinitas luces por todas partes, reflejándose y bailando en el agua, como si se adelantasen a darles la bienvenida.

Germinal paró el motor y acercó la barca a la primera escalerilla remando suavemente. Sólo al amarrarla a la barandilla de hierro, volvió a hablar:

—No es mía. La cogí sin permiso de su dueño, pero ya se la devolverán.

Ninguno de los dos podía imaginarse siquiera lo que les aguardaba allí, nada más tomar tierra. Pronto vieron a una masa de hombres que se movía junto a un barco con las luces apagadas. Los hombres se agitaban y alguien les hablaba en voz alta.

—Parecen españoles —dijo Germinal.

—Sí, vamos a ver qué pasa.

Eran cientos de hombres, a quienes se dirigía desde lo alto de la escala un tipo fornido en mangas de camisa militar, con dos grandes pistolas a la cintura.

—… y ahora —decía con voz bronca— saldremos rumbo a Málaga, que como sabéis está al lado de la República y donde se necesitan hombres para hacer la revolución y la guerra. El que quiera venir con nosotros, que venga; y el que tenga miedo, que se quede aquí con los «llanitos»…

Los hombres se empujaban para subir a bordo. Federico, que ya había descubierto a algunos conocidos entre la multitud, preguntó:

—¿Qué pasa?

—¡Hola, Federico! Te hacíamos muerto —le saludó un muchacho del Ateneo Libertario.

—Pues no. Acabo de llegar en una barca. Ahora mismo. Pero dime, ¿qué es lo que pasa aquí?

—Pues que éste es un cañonero español, el Uad-Lucus, que viene de Tánger y se dirige a Málaga, y admite a todo el que quiera ir para allá. Lo manda un cabo de cañón del Jaime.

—Pues vamos.

—Eso digo yo.

Y se unieron a los que embarcaban. Sin embargo, alguien gritaba también:

—¿Y si es un engaño para llevarnos a Ceuta?

Pero ya no podían retroceder. Habían llegado a cubierta casi en volandas y, aunque muchos discutían esa última probabilidad, los hombres se disputaban subir a bordo, dispuestos a correr el albur.

Pronto la cubierta del pequeño buque quedó materialmente abarrotada de hombres. Federico y Germinal fueron separados en medio de la confusión y aquél fue a parar en medio de un grupo de desconocidos, junto a un bote salvavidas, dentro del cual ya se habían acomodado otros. Había allí hombres procedentes de casi todos los pueblos del Campo de Gibraltar.

—Bueno, ¡basta! —se oyó gritar al hombre de las pistolas—. Ya no cabe ni un alfiler más. Pero volveremos. Volveremos dentro de unos días por todos.

Y empezaron seguidamente las operaciones de desamarre. El cabo de cañón seguía dominando el tumulto con sus voces de mando. Los pasajeros, que casi no cabían en pie, hubieron de acomodarse como pudieron, echándose al suelo, apretados unos contra otros, formando una auténtica alfombra humana sobre cubierta. Los que se quedaban en tierra saludaban con gritos y vítores hasta que el ruido a cascajo de las máquinas y la distancia fueron apagando su clamor.

El barco navegaba suavemente, manteniendo apagadas todas sus luces, como un barco pirata. Al salir de la dársena, alguien dijo, señalando unas luces frente a ellos:

—Eso es Ceuta.

Y se hizo el silencio. A Federico le recorrió todo el cuerpo un hondo escalofrío. Sin embargo, sudaba copiosamente y sentía sed.

Pero el barco dejó las luces a su derecha e inició el largo giro en torno al Peñón.

—Vamos rumbo a Málaga. Ya no hay duda —dijo entonces la misma voz.

Fueron las últimas palabras que oyó Federico antes de caer en un denso sopor, del que al final le sacaron empellones y ruidos que estallaban dentro de su cabeza dolorosamente. Había amanecido. Los pasajeros, en pie, gritaban incoherentemente, mirando y señalando al cielo.

Él también se enderezó como pudo, agarrándose a los bordes del bote salvavidas. Entonces vio algo fantástico, enajenante. Por el cielo, a contraluz, avanzaban hacia el barco tres aviones. El cabo de cañón, desde el puesto de mando, trataba en vano de hacerse oír por los pasajeros, que gritaban hasta enronquecer. Por fin le trajeron un altavoz y así pudo imponer silencio, dominando con su vozarrón el griterío:

—¡Silencio! ¡Silencio!

Cuando amainó algo el tumulto, bramó de nuevo:

—Sí, son aviones. ¡Pero no importa! ¡Ahora veréis cómo los cazamos! —y señaló a los cuatro marineros armados de fusiles que ocupaban la cofa, apuntando al cielo.

La gente calló y los aviones, sin situarse nunca en la vertical del barco, dieron un breve rodeo en torno a él y emprendieron rápidamente la vuelta en dirección a tierra. Al reflejar en sus alas la luz del sol naciente, dejaron ver, entre centelleos, el círculo con los tres colores de la bandera de la República.

—¡Son nuestros!

—¡De la base de Torremolinos!

—¡Viva la República!

Aquel huracán de voces enardecidas hizo bambolearse a Federico. Le dolían la cabeza y todos los huesos del cuerpo, y le devoraba una sed terrible. Nunca supo si pudo gritar con los demás o no. Tan sólo guardó el recuerdo de la bandera de los tres colores ondeando en el mástil más alto y que alguien decía, cerca de él:

—Compañeros, este hombre se ha puesto malo. Luego, la fiebre se apoderó de él.