I

Al pasarse los dedos por la revuelta cabellera, sonó un lejano cañonazo y Federico sorprendió en el espejo cómo se movían sus labios al decir:

—Ya están zumbando ésos como todas las tardes —añadiendo después de una mirada a su reloj de pulsera—: Claro, es su hora.

Había abierto el grifo del agua mientras tanto y comenzó sus abluciones entre resoplidos.

—No te entretengas mucho —dijo entonces una voz de mujer en la habitación inmediata—. Se me está haciendo tarde.

Siguió un breve silencio y, mientras se secaba con la áspera toalla, Federico volvió a hablar:

—No te apures. Te llevaré en el folitre.

—¡Ni hablar! Prefiero el «metro».

—No me digas… ¿Por qué, Matilde?

—Pues porque te estarán esperando abajo tus compañeros y no me hace gracia verme entre tantos hombres.

—¿Es que se han metido alguna vez contigo? —volvió a preguntar Federico con el peine en alto, mirándose sus propios ojos en el espejo.

—No, claro que no.

—Pues entonces…

—Que no me gusta ir en pandilla, vaya.

—Está bien, mujer. Como tú quieras.

Volvieron a resonar los cristales con las explosiones, y Federico exclamó:

—Parece que están hoy más furiosos que nunca.

Y abandonó el cuarto de baño encogiéndose de hombros y murmurando:

—No sé cuándo se van a enterar de que así no conseguirán nunca nada. Eso de bombardear la Gran Vía a la salida de los cines…

Matilde, que se deslizaba de la cama, le interrumpió:

—Es la guerra, hombre.

—Ya. Ésa es la manera de justificarlo todo, ¿no?

Los pies desnudos de Matilde buscaban a tientas los viejos zapatos sobre la alfombrilla.

—Haber pensado eso antes de liaros la manta a la cabeza.

—¿Quiénes, nosotros?

Matilde se echaba sobre los hombros el raído abrigo de paño color marrón.

—Vosotros y ellos.

Federico la vio correr después, escalofriada, hacia el cuarto de baño. Le sonrió al pasar junto a él y el hombre advirtió, una vez más, la graciosa imperfección de aquellos dos dientes superiores, un poco separados, y la fuerza expresiva de sus oscuros ojos.

Lentamente, empezó a vestirse los pantalones de jamón. Sus altas botas militares aguardaban, tiesas, junto a una butaca, donde fue a sentarse después de tirarse de la entrepierna hacia arriba. Entonces se oyeron los resoplidos y los grititos entrecortados de Matilde bajo el chorro de agua fría de la ducha, que no cesaron hasta que él terminó de calzarse.

La noche se asomaba por el balcón de la gran alcoba, que daba a una calle estrecha. Sus cristales, opacos por la suciedad y los papeles engomados que los cuadriculaban y que pendían ya como pingajos, habían ennegrecido completamente. No resplandecía más luz que la de la lamparita de noche, demasiado débil ya contra las sombras que brotaban de los rincones, y Federico antes de encender la lámpara central, cerró las contraventanas y corrió los ajados cortinajes cuyas argollas oxidadas chirriaron sobre la barra de latón. Desde donde estaba recorrió todo con la vista: el armario de luna entreabierto, el tocador, las dos butaquitas, las mesitas de noche y, por último, el gran lecho de metal blanco, sobre el que se veían algunas prendas de Matilde.

Sonó, vibrante, el timbre del teléfono y Federico se dirigió lentamente hacia la mesita de noche donde descansaba, y descolgó el auricular. Escuchó unos segundos y luego replicó:

—Bien. Ahora bajo. Es cosa de diez minutos —e iba a colgar, pero se detuvo para preguntar—: Pero ¿estáis todos? ¿Qué no ha llegado todavía Casanova? Pues como se ande con bobadas va a tener que volver a pie al frente.

Después de dejar el teléfono fue hasta la puerta del cuarto de baño y dio en ella con los nudillos.

—Date prisa, Matilde, que ya me está esperando el folitre.

—En seguida salgo —y tiritaba al decirlo—. Pero no entres.

Federico sonrió levemente, pero apenas duró en sus labios el brillo de la sonrisa. Al mirar de nuevo en derredor, su rostro, atezado por la intemperie, se ensombreció. Habían cesado los disparos de cañón y, asimismo, los ruidos en el cuarto de baño. Un silencio triste, sórdido y friolento parecía bostezar en la habitación. Muebles y enseres denotaban descuido y vejez. Durante tres años, nada se había renovado, ni repuesto, ni arreglado allí. ¿Quiénes habrían pasado por allí en tantas noches de angustia y de zozobra?

Federico tomó del armario la guerrera de pequeñas solapas. Después de abrochársela, sacose el abierto cuello de la camisa militar y se ciñó el correaje, del que pendía la funda con su Star 7,65. Por último, cogió el capote y la gorra de plato, que dejó sobre la cama. Aún se volvió a mirar en el espejo para echar una última mirada a su atuendo mientras se lustraba con la bocamanga el «huevo frito», la insignia que indicaba su adscripción a los servicios de Estado Mayor. Sus tres barras doradas de capitán bajo la estrella roja de cinco puntas, tenían ya deslucido, y hasta deshilachado, el hilo de oro.

—¡A tus órdenes, mi capitán!

Federico se volvió. Ante él estaba Matilde, sonriente, oliendo toda ella a jabón de tropa. Era muy delgada, pero con todos los perfiles de mujer bien marcados. Se había pintado un poco los labios, lo que hacía resaltar más aún la palidez del semblante y el sombrío resplandor de sus ojos. Quiso abrazarla, pero ella se le escurrió de entre los brazos, diciendo:

—Espera a que termine de vestirme. Estoy lo que se dice heladita.

—Con estas duchas de agua fría que te pegas, no me extraña que tengas frío, ni que cualquier día agarres una pulmonía —dijo él, muy serio.

—¡Y qué se le va a hacer, hijo! No va una a dejar de asearse porque ya no sepamos ni cómo es el agua caliente —y Matilde introducía ya la cabeza por el tubo del vestido.

—Tienes razón, pero…

—No te preocupes, hombre. Esto ya no puede durar mucho. Federico no replicó y ella, mostrando la cara por el escote del vestido, preguntó:

—¿No te parece? La guerra está dando las boqueadas. Es lo que dice todo el mundo, hasta los más responsables.

—¿Sí? Me gustaría saber quiénes son esos tipos —masculló él.

—Mandamases. Yo no oigo otra cosa desde que el Gobierno se marchó a Francia.

—Mandamases… —y Federico se volvió de espaldas para recoger el capote y la gorra. Matilde, que seguía de reojo todos sus movimientos, insistió:

—¿Y qué piensas tú? Pero él le preguntó:

—¿Has terminado ya?

—No. Estoy esperando que me contestes.

Federico se volvió y ambos se miraron fijamente. Luego, él se acercó a ella, dejando antes otra vez sobre la cama el capote y la gorra, y le puso las manos sobre los hombros.

—No quiero ni pensarlo, ¿sabes? —murmuró:

—Está bien, pero eso no resuelve nada, Federico.

—¿Y qué tengo yo que resolver?

Los ojos del capitán parecían traspasarla, como si tratasen de ver algo más allá de ella y de las paredes de la habitación, y Matilde apartó sus ojos de los de él y comenzó a alisarse las arrugas del vestido.

—Es algo en lo que no quiero pensar todavía, ¿entiendes? —dijo él, añadiendo—: No me gusta la guerra. Nunca me ha gustado, pero he tenido que hacerla, que es lo más triste, y ahora…

Matilde buscó sus ojos.

—Te duele, ¿verdad? —le interrumpió.

—¿Qué si me duele? No lo sabes tú muy bien. Entonces, ella dijo dulcemente:

—Lo que yo quiero es que me des tu palabra de que no vas a hacer una tontería —y se abrazó a él.

—No tengas miedo. Todavía no se ha perdido la guerra y…

—¿Y si estuviera ya perdida, Federico? —insistió Matilde—. Tú eres demasiado inteligente para creer que la situación puede cambiar de la noche a la mañana por una especie de milagro. Además, tú no crees en milagros, ¿no es así?

Federico sonrió y le acarició los húmedos cabellos.

—Sin embargo, Matilde, hubo una vez un milagro en el que no tuve más remedio que creer. Un milagro del pueblo. Nunca se me olvidarán aquellos días de noviembre.

Matilde movió lentamente la cabeza.

—No, Federico, no. Tú sabes muy bien que esas cosas no pueden repetirse, porque son milagros, por eso mismo.

—¡Quién sabe! Y, bueno, ¿qué entiendes tú por hacer una tontería?

—Hacerte matar a última hora —y los ojos de Matilde se oscurecieron aún más—. Aunque no sea por mí, por tu madre y por tu hermana, ¡por ti mismo! Tú vales más que todas las guerras del mundo.

Federico la estrechó fuertemente. Ella todavía temblaba, de frío y de congoja, y él la retuvo apretada hasta que sintió que se calmaba un poco. Entonces dijo:

—No he pensado nunca en eso, de verdad. Somos muchos todavía para dejarnos coger como conejos. En el peor de los casos, siempre quedará, pienso yo, un boquete por donde escapar.

—Pero tú no has hecho nada malo para tener que huir…

—¿Te parece poco estar tres años pegando tiros contra ellos?

—Bueno, eso no importa. Lo que yo quiero decir es que tú no te has metido con nadie.

Federico le pasó las yemas de sus pulgares por los párpados y le secó las dos lágrimas que asomaban por ellos.

—Mira, aún no se ha dicho la última palabra. Queda tiempo. Hay mucho que hablar todavía, ¿comprendes? ¡Ojalá pudiéramos estar juntos todo ese tiempo! Pero ahora tengo que marcharme. Y eso es lo malo, por lo menos para mí.

Se separó de ella y volvió a recoger su capote, que Matilde le ayudó a ponerse. Después se colocó la gorra, un poco ladeada y caída sobre la ceja izquierda.

—¿Cuándo volverás? —preguntó ella.

—Tal como están las cosas ahora, cualquiera sabe. De todas maneras, lo antes que pueda.

—Bien —y Matilde trató de sonreír.

Se miraban a los ojos, sin poder desprenderse de ese último contacto de la mirada y sin querer dejarse arrastrar por sus sentimientos.

—Volveré, no lo dudes —dijo él, sonriendo también forzadamente, con mucha más tristeza que alegría.

Entonces ella se volvió bruscamente de espaldas a él.

—Sal de prisa. No quiero verte marchar.

Él dudó un instante.

—No te he preguntado todavía cómo está tu chico.

—Bien. Por suerte para él, no se entera de nada —contestó Matilde sin volverse.

Sonó la puerta y luego se oyeron las fuertes pisadas de Federico perderse por el largo corredor del hotel. Matilde aguardó en la misma postura hasta que volvió a posarse el silencio. Entonces se dejó caer llorando ahogadamente sobre la gran cama revuelta.

El teniente Trujillo inició un leve saludo con la mano al ver avanzar hacia él a Federico por el oscuro vestíbulo.

—¡Hola! —exclamó Federico—. ¿Estamos todos?

—No. Faltan Cubas y Casanova.

—¿También Cubas? ¡Vaya, hombre! —Miró la hora en su reloj y, como si pensara en voz alta, añadió—: No estaría mal pasarse por la calle de Fortuny a ver qué noticias hay…

Bien —y se dirigió ya claramente a Trujillo—, quédate tú aquí hasta que yo vuelva, dentro de una hora o cosa así, a recogeros a todos. El que entonces no se encuentre aquí va a tener que volver al frente por sus propios medios. ¿O prefieres acompañarme?

—No, no, me quedo.

—¿Y la parienta?

—Como siempre. Bueno, tengo que contarte lo que me pasó ayer en un puesto de mando cerca de El Escorial… —Bajó la voz y prosiguió—: Estuve a punto de armarla… Pero ya te lo contaré cuando estemos más a gusto, a ver qué te parece. A mí es que cada día me da más asco la retaguardia —y, guiñando un ojo, por último, le preguntó—: ¿Qué, tienes algo de tabaco?

Federico hizo un gesto de contrariedad.

—¿Ya te has fumado la ración?

—Pero, Federico, ¿qué es un paquete de «Negrines» para diez días?

Tras un gesto de resignación, Federico se hurgó en uno de los bolsillos superiores de la guerrera, de donde extrajo fundas retorcidas de cigarrillos con algo de tabaco en el fondo, que Trujillo se apresuró a coger y a desliar sobre la palma de la mano.

—Tendrás que conformarte con esos culines, Trujillo.

—Vale. Nada más verlos se me ha empezado a llenar la boca de agua, hombre.

—Está bien, compañero, pero ¿qué habéis hecho con todo el tabaco que le sacasteis no hace muchos días a los fachas a cambio de papel de fumar y de camisetas?

—Hombre, es el que tenía guardado para traérselo a la parienta. Mi chico necesita leche condensada y sólo se puede conseguir a cambio de tabaco, como tú sabes.

—Ya.

Y, después de darle una amistosa palmada en el hombro, Federico salió a la calle. Junto a la puerta del hotel le aguardaba el Ford 17, pintado a brochazos verdes y marrones. Le faltaban dos portezuelas, tenía rotos todos los vidrios, excepto el parabrisas, y llevaba las cubiertas remendadas con trozos de otras, cosidos con alambre.

Al ver al capitán, el conductor puso en marcha el motor —después de dos o tres golpes fallidos de la manivela—, que carraspeó ásperamente e hizo algunas falsas explosiones antes de dar el tono normal de funcionamiento.

—Vamos a la calle de Fortuny, Tomás —dijo Federico, sentándose junto al conductor. El coche avanzó bamboleándose. Las sombras se encajonaban en aquella estrecha calle; pero, al salir a la carrera de San jerónimo la noche era menos densa por las espolvoreadas claridades que caían de las alturas. Circulaba muy poca gente, grupos de militares más que nada, pegada a las fachadas de las casas. En algunas esquinas brillaban débilmente algunas lámparas pintarrajeadas de azul o rojo.

El coche, sin luz en los rotos faros, comenzó a correr cuesta abajo.

—Afloja, Tomás, que nos vamos a romper la crisma o nos vamos a llevar a alguien por delante —dijo Federico al conductor.

Tomás, que llevaba la cabeza por fuera para ver mejor, contestó:

—Lo mejor es dejarlo a su aire. Los frenos no funcionan, pero le he metido la primera.

Pasaron dando tumbos por delante del Palace Hotel, convertido en hospital de sangre, a cuya puerta se congregaban algunos hombres y ambulancias de servicio. Todo apagado por fuera, dejaba entrever, sin embargo, una macilenta iluminación al fondo de su gran vestíbulo.

La plaza de Neptuno estaba a oscuras y desierta. Por la de Cibeles cruzaban algunos tranvías chirriantes, y entraban y salían coches del Ministerio de la Guerra, con prisas y apagados los faros. La diosa y su carro yacían ocultos tras su coraza de ladrillos y cemento contra los bombardeos. Muchas de las ventanas del Palacio de Comunicaciones estaban cegadas por sacos terreros y sólo algunas de la planta baja dejaban escapar un débil fulgor. El entronque de la Gran Vía y la calle de Alcalá semejaba una rambla donde confluyesen dos secas torrenteras. En balcones, puertas y ventanas se coagulaba la negrura.

Pese a la rapidez de la marcha, Federico creyó advertir un silencioso y extraño movimiento de parejas armadas en torno a los grandes edificios oficiales y en las desembocaduras de las avenidas que allí se cruzaban. Tanto en la escalinata del Palacio de Comunicaciones como en los alrededores del Banco de España se dejaban ver numerosos retenes de tropa. Y, nada más llegar a la plaza de Colón, se tropezaron con camiones cargados de soldados. Los vehículos marchaban sin luces y los hombres iban en silencio. Los últimos de cada camión llevaban las piernas colgando y, sobre ellas, el fusil.

—Me parece que esta noche va a haber tomate —murmuró Federico, arrebujándose más en el capote—. Ten cuidado no nos aplaste alguno, Tomás.

El conductor guardó silencio, todo ojos y atención a los peligros de la carrera a oscuras. Corría un viento frío que hacía lagrimear sus ojos.

Más soldados silenciosos, y como cansados, en las esquinas, y sombras movedizas de mal augurio por entre los árboles del paseo.

—Será que el enemigo prepara algún golpe gordo —dijo Tomás después de rematar el giro a la izquierda y embocar una calle ascendente.

—Sí, pero…

Federico, sumido en sus cavilaciones, hizo una ligera pausa para continuar después:

—Como no sea que se tema un ataque en combinación con los de dentro… Tenemos ahora muchos enemigos en casa.

—Que si tenemos… Cada día más. Como que en cuanto nos descuidemos un poco, nos comen. Si dependiera de mí…

—¿Qué harías?

—¿Qué que haría? Pues llevarme a fortificar a todos estos tipos que andan por la retaguardia. ¡La madre que los parió! Y de pronto gritó:

—¡Dios!

Era un bulto humano, que saliendo inopinadamente de entre las sombras, se había echado casi encima del coche. Tuvo que hacer Tomás un rápido zigzag para no aplastarlo.

—¡Para! —ordenó Federico, saltando al suelo con la pistola empuñada.

Al oír su enérgica voz, el hombre que había surgido así de la oscuridad, se quedó quieto, esperando. El coche no se había detenido aún.

—¿Qué querías hacer? —preguntó Federico, apuntando al desconocido a menos de medio metro de distancia.

—Nada. Es que venía corriendo y no vi el coche.

—Conque corriendo, ¿eh? ¿Quién eres?

El desconocido dio un nombre entre dientes. Iba vestido con mono y zamarra, y se veía que era un muchacho de menos de veinte años, muy delgado. En medio de la oscuridad era difícil distinguir si sus ojos denotaban miedo u odio.

—¡A ver la documentación! —insistió Federico—. Y no me hagas ningún extraño, porque te frío.

El otro se desabrochó la zamarra y de un bolsillo superior del mono extrajo un papel, diciendo:

—Es el certificado del CRIM. Pertenezco a servicios auxiliares y estoy destinado allí.

—No te digo… Conque de servicios auxiliares y enchufado en el mismo centro de reclutamiento, ¿eh?

El muchacho no contestó y Federico, después de comprobar a medias los sellos del papel, se lo devolvió.

—¿Y adónde ibas tan corriendo?

—A mi casa. Vivo en la calle de Serrano.

—¿Y desde Pacífico te diriges a Serrano por aquí?

—Es que he ido a llevarle antes medio chusco de mi ración a un tío mío que vive aquí —contestó, ya con voz más tranquila, e indicó el edificio que tenía a la espalda.

Federico le palpó por encima y le registró los bolsillos, sin resultado. A pesar de ello, no se daba por satisfecho. Por el fruncimiento de sus cejas se advertía que luchaba con una duda pertinaz.

—A mí no me la das —le dijo al fin—. Tú eres de la quinta columna.

—Le juro que no, mi capitán. Si quiere…

—Y ese tío de quien hablas, no sé si será tu tío de verdad, pero de lo que sí estoy seguro es de que es también un emboscado.

—Si quiere, podemos ir al CRIM para comprobar lo que le he dicho.

—¡Menuda madriguera de fachas es el CRIM! Si vamos, el que se queda allí soy yo.

Tomás, entre tanto, había logrado parar el coche, y apareció junto a Federico amartillando un Astra del 9 largo.

—¿Nos lo llevamos al comité a ver qué dice allí? —preguntó a Federico.

El detenido miraba ahora ansiosamente el rostro en sombras del capitán, en espera de su decisión. Permanecía con los brazos caídos, rígido. Federico, tras una última vacilación, habló de nuevo:

—No, Tomás. Nuestra misión acaba aquí —y, dirigiéndose a su prisionero, añadió—: Anda, vete.

El muchacho, sin embargo, continuó inmóvil, mirando fijamente al arma que seguía apuntándole al pecho. Entonces Federico la enfundó y obligó a hacer lo mismo a Tomás con una seña. El muchacho, andando lentamente primero y con ágil paso después, desapareció inmediatamente entre las sombras. Cuando se quedaron solos, Federico puso una mano sobre el hombro de Tomás para hacerle volver hacia el coche, pero apenas habían dado unos pasos cuando sonó un tiro de pistola y oyeron crujir el aire por encima de sus cabezas. Se echaron al suelo instintivamente y empuñaron de nuevo las armas. Siguieron dos disparos más por otros sitios muy cercanos sin que pudieran descubrir los fogonazos. Luego, se hizo otra vez el silencio.

—Ésos esperan a que nos levantemos para fusilarnos —murmuró Tomás en voz baja—. ¿Tú crees que haya sido el chaval?

—¡Yo qué sé! Todo es posible esta noche, que me está recordando a aquéllas de noviembre, sólo que ahora… —y, después de una pausa, añadió—: Pero tenemos que salir de aquí como sea. Vamos.

Tras una rápida y breve carrerilla ganaron el coche, que los acogió con el run-run amistoso del motor.

—Menos mal que no se ha parado —murmuró Tomás.

—Sí, pero no te entretengas. ¡Rápido! Mas ya no sonó ningún otro disparo.

Federico atravesó las negruras del portal, seguido de Tomás, y empujó la puerta. Pero estaba cerrada por dentro y tuvo que llamar. Y antes de abrir preguntaron:

—¿Quién va?

Federico Olivares. Abre.

—¡Ah, sí! —dijo la voz de dentro y apareció una franja de luz—. Pasa, hombre.

Al hombre que abrió la puerta le faltaba el brazo derecho. Vestía un viejo pantalón militar y un grueso jersey cruzado por un correaje del que pendía una pistola.

—¡Hola, Madriles! —saludó Federico, y añadió, zumbón—: ¿Es que tenéis miedo de que os atraquen?

—¡Pa chasco, hombre! Es que se barrunta follón y por si las moscas…

Otro hombre venía hacia ellos, alto, delgado, enfundado en un largo abrigo oscuro. Saludó con énfasis:

—¡Salud! —y añadió, dirigiéndose a Madriles—: Si pregunta por mí el compañero Molina, dile que no he podido esperar más.

Levantó el puño y desapareció en el portal. Madriles cerró la puerta con cerrojo y dijo a Federico:

—El comité está reunido. ¿Vas a esperar?

—No. Voy a entrar.

—Es que me han dicho…

—Conmigo no va nada de lo que te hayan dicho, ya lo sabes —le interrumpió Federico y siguió diciendo—: Pero ¿quién es ese fulano que acaba de salir?

Madriles hizo un gesto despectivo con los labios.

—Creo que es el secretario del comité de las Ventas.

—¿El secretario del comité de las Ventas? —repitió con sorna Federico—. Pues resulta que cada vez que vengo del frente me encuentro con tipos desconocidos que son secretarios y todo eso.

—Lo que yo te decía antes —terció Tomás.

—De los viejos van quedando ya muy pocos, compañero —se lamentó Madriles—. Y los que quedan no pueden con todo. Por eso está llegando el relevo antes de tiempo. ¿Te has enterado de lo del pobre Pilares? Estuvo conmigo en el cuartel de la Montaña y en Villamantilla, donde a mí me arrancó el brazo la cadena de un tanque, y a él le hirieron en una pierna. Pues hace menos de un mes que un obús le voló la cabeza en la Gran Vía.

—Dejemos ese capítulo ahora —dijo Federico haciendo una mueca de disgusto. Luego, quitándose el capote y tirándolo sobre un diván, prosiguió—: Voy a ver qué noticias me dan ésos.

—Yo te espero aquí. Si tuvieras un pitillo… —y Tomás sonrió tímidamente.

El capitán sacó otras cuantas fundas de cigarrillos y se las dio, diciendo:

—Para los dos. No hay más.

A lo largo del pasillo fue asomándose a las diversas oficinas, sobre cuyas puertas vidrieras se leía: «Organización», «Propaganda», «Frentes», etc., para saludar a las mecanógrafas.

—¡Hola, Marina! ¿Qué tal, Visi? ¿Qué haces que estás tan gorda, Milagros?

Una escribía a máquina, pero las mas leían o charlaban entre sí. O había terminado la jornada, o el trabajo no era mucho, o preferían comentar los últimos rumores sobre la guerra. En cualquier caso, la impresión que daban aquellas oficinas era deprimente. Las respuestas las oía sonar a su espalda:

—¡Hola, pinta!

—¿Otra vez aquí? ¿Cuándo haces tú la guerra?

Milagros contestó:

—Algo hay que hacer para cubrir bajas, ¿no?

Por fin llamó a la puerta de «Secretaría general». Se oían voces apasionadas dentro. Una de ellas se impuso a las demás preguntando:

—¿Quién es?

Pero ya Federico había penetrado en la estancia.

—¡Salud, compañeretes! —saludó, sonriente, con familiaridad.

Media docena de hombres vestidos de paisanos, o con predominio de prendas de ese tipo, se hallaban sentados a una larga mesa, presididos por uno de ellos, pequeño, de unos cincuenta años, con unos ojos redondos, muy inteligentes, que le sonrió.

—Anda, siéntate. Llegas en un momento crítico.

—Pero no podré estar mucho tiempo con vosotros —accedió Federico después de tomar asiento—. Ya tenía que estar camino del frente.

—¿Qué te vuelves al frente? —y el pequeño presidente paseó su mirada por los rostros de los demás miembros del comité, simulando un gesto de sorpresa—. Este hombre está loco.

—¿Qué estoy loco? Vine a Madrid ayer mañana con cuarenta y ocho horas de permiso nada más, así que ya ves. Lo que ocurre es que no quería irme sin darme una vuelta por aquí y ver si, de paso, cogía alguna noticia.

Los miembros del comité sonrieron y Molina, el pequeño presidente, dijo:

—Pues ya no es necesario que vuelvas al frente. Tú te quedas en Madrid.

—El que está loco eres tú, Molina —y Federico dio un salto sobre la silla—. ¿Es que se ha acabado la guerra?

—Eso tú lo sabrás, hombre —replicó Molina—. ¿Cómo anda aquello?

Pero Federico, antes de contestar, se quedó mirando a uno de los asistentes.

—Vamos, concejal —le dijo—, ¿es que estamos en un polvorín? ¿Das un cigarro antes, o qué?

Ángel, concejal del ayuntamiento de Madrid y empleado de la Tabacalera, sonrió maliciosamente.

—Ya sabes que yo no fumo —contestó.

—Mejor. Así lo guardas todo para los amigos. Anda, hombre, no te hagas de rogar.

—Tiene razón. Llevamos aquí más de dos horas discutiendo y todavía no lo hemos probado —dijo Molina en apoyo de la petición de Federico.

Los demás se dirigieron también por señas a Ángel y algunos se frotaban las manos. Ángel, muy lentamente y sin dejar de sonreír, se metió la mano en un bolsillo, hizo un gesto de sorpresa, pasó a hurgarse otro bolsillo, gozando con la expectación general y, al fin, puso sobre la mesa una petaca repleta de tabaco.

—Si la traía para vosotros, pero como no sabéis administraros…

—Venga, venga y déjate de sermones —urgió Molina—. Éste hay que echarlo gordo.

Pasó la petaca de mano en mano y siguió un largo silencio mientras liaban los cigarrillos. Al cabo, todos, excepto Ángel, que los contemplaba moviendo la cabeza, echaban humo por boca y narices, con una expresión pueril de felicidad.

—Ahora ya puedes informar, Federico —dijo al fin Molina, soplando un chorro de humo hacia las alturas.

—Hombre… —y Federico movió pensativamente la cabeza—. Corren muchos rumores en el frente. Lo único cierto es lo de las listas de los más comprometidos para darles pasaporte.

Muchos ya los tenemos. Se ha comentado la noticia de que estaban en Madrid Líster, Modesto y Tagüeña para hacerse cargo del ejército del Centro y también que había vuelto Negrín con todo el Gobierno para continuar la lucha con más energía. Se habla de que Casado no está de acuerdo con Negrín… Qué sé yo. Pero la verdad es que continuamos de la misma manera: los soldados con los pies liados en trapos, sin víveres ni municiones… La cosa está muy mal, porque no se puede hacer en serio la guerra cuando hay que dar un parte diario para justificar los disparos que se hacen y las bombas de mano que se tiran… —Se encogió de hombros y añadió—: Hasta el más lerdo comprende que esto no puede continuar así, pero como llevamos diciendo lo mismo desde el corte de la carretera de Barcelona, parece como si ya no tuviera importancia. Ésta es la moral del frente. Pero a pesar de todo, hay mucha gente que piensa en los ascensos, en los traslados y en los permisos, sobre todo los mandos. Resulta que nuestros militares se han profesionalizado, vaya.

Siguió una pausa. Federico miraba los rostros de sus amigos, pero todos guardaron silencio hasta que Molina tomó la palabra:

—Bien. Pues has de saber que tanto Modesto, Líster y Tagüeña, como Negrín y Álvarez del Vaya, se han marchado de Madrid, rumbo a no sé dónde, creo que a un lugar entre Valencia y Alicante. Negrín quería convencernos de que no ha pasado nada extraordinario, que la dimisión de Azaña no tiene importancia porque Martínez Barrio está dispuesto a recoger su herencia y venirse a España. En fin, que todo sigue, más o menos, como hace un año.

—Pero se apoyaría en algo —insinuó Federico.

—Sí, claro, en la hipótesis de que la guerra mundial es inminente. Por eso es necesario resistir hasta ese momento, porque entonces la guerra en la Península tomaría otro rumbo muy diferente.

—Bueno, en cierto modo…

Pero Federico vio que todos hacían gestos denegatorios con la cabeza y se contuvo.

—De ningún modo —afirmó rotundamente Molina, quien, a la vez que hablaba, apuntaba a su interlocutor con el índice de su mano derecha—. Lo ocurrido en Checoslovaquia, país mucho más ligado a Francia y a Inglaterra que nosotros, nos ha demostrado que las potencias democráticas están dispuestas a abandonarlo todo y a no alzar siquiera un dedo contra Hitler mientras éste no las ataque en su propio territorio. Por ahí, pues, no hay nada que esperar. Nosotros no podemos jugar esa carta. Por consiguiente, es preciso que hagamos algo por nuestra cuenta para salir cuanto antes del atolladero en que estamos metidos. ¿Conforme?

Federico, cogido de sorpresa, hizo un gesto ambiguo. Paco Ramírez, que había formado parte de la célebre junta de Defensa de Madrid en los días dramáticos de noviembre del treinta y seis, le preguntó:

—¿Qué se te ocurre a ti?

Federico se encogió de hombros y arrugó los labios.

—No sé exactamente qué. Desde luego, tirar las armas, no. Eso, nunca.

—¿Y quién habla de tirar las armas? —preguntó Molina.

—Cuando lo de noviembre —intervino de nuevo Ramírez—, falló, como falla ahora, el elemento oficial. Huyeron, de la noche a la mañana, el Gobierno, los Comités Nacionales, los altos mandos militares, todos los figurones políticos, y se quedó Madrid solo, sin armas ni municiones. Los que huían no nos dejaron más que un sobre cerrado con instrucciones secretas de abandono para el general Miaja. Decían que Madrid era indefendible. Pero el pueblo no quiso enterarse. No se me olvidará nunca aquella primera reunión que tuvimos los de la junta con el general…

Los demás empezaron a mostrarse impacientes. Molina movía la cabeza y miraba al techo ostensiblemente. Pero Ramírez no renunciaba fácilmente cuando salía o sacaba a colación la gran aventura de su vida. Con su larga nariz, su boca en punta y sus hundidos ojuelos, su perfil tenía un aire vulpino. Presumía de agudo, de poseer una poderosa máquina de ideas en la cabeza. Pasó por alto, desdeñosamente, la actitud despectiva de sus compañeros y continuó hablando:

—Yo creo que habría que volver a hacer lo mismo que entonces.

—¿Qué? —le interrumpió secamente Molina.

—Explicar al pueblo lo que pasa, ponerlo en pie, crear un clima de heroísmo colectivo. Así atraeríamos sobre nosotros la atención de los Gobiernos extranjeros y de la opinión mundial. Una actitud decidida puede hacer dudar y contenerse hasta al propio enemigo.

—¡Bah, bah, bah! Se te olvida algo fundamental —le interrumpió de nuevo Molina—. Y es que la situación actual no tiene nada que ver con aquélla. En noviembre del treinta y seis sólo teníamos cuatro meses de guerra a la espalda y estaban intactas nuestras reservas morales y materiales. Hoy, el pueblo está agotado, hambriento y, hasta cierto punto, desilusionado, y después de tantos meses de rodar nuestra guerra por las primeras páginas de los periódicos, el mundo está ya harto de nosotros… —Hizo una pausa y agregó—: Aquello era el principio, Ramírez.

Se le había velado la voz. Los demás escuchaban suspensos, con picor en los párpados. Se habían consumido los cigarrillos y en torno a las bombillas se condensaba una turbia atmósfera de humo.

—Sí —Molina afirmó lentamente con la cabeza—, aquello era el principio. En cambio, ahora estamos al final de la carrera, en su último tramo. Ésa es la diferencia que tú no quieres ver, Ramírez. Desgraciadamente, ya no nos queda más que salvar lo que podamos.

—Pero ¿cómo? —preguntó Federico.

Molina se le quedó mirando en silencio. Los demás callaban también, abrumados por el peso de los recuerdos que acababan de suscitarse y por la incertidumbre de lo que vislumbraban.

—Bueno, claro, tú no sabes nada —dijo Molina.

—¿Nada de qué? —insistió Federico, más y más alarmado.

—Verás, compañero —y Molina, forzando una sonrisa, adelantó el busto sobre la mesa—. Ya sabes que Negrín formuló tres puntos que sirvieran de base para un acuerdo con el enemigo, y que éste se negó en redondo a tratar con él. Bien, entonces es cuando decidió resistir a ultranza. Vino a Madrid, pero no se atrevió a plantear crudamente el problema frente a Casado. Habló vagamente de resistencia, aludió a ciertos triunfos de prestidigitador que se guardaba en la manga, de la coyuntura de la guerra mundial… Pero nada en concreto, y se marchó después de decir que la intendencia le trataba muy mal. Luego, ya en su cuartel general, creo que se llama Yuste, nombró general a Modesto y quiso hacer lo mismo con Casado, pero éste no aceptó el ascenso.

—Bien, pero eso…

—Espera, hombre. Ésos son los preliminares de lo que está sucediendo ahora.

—¿Ahora?

—Ya hace casi una hora que la radio debía haber comunicado la constitución de la Junta de Defensa que asumirá los poderes abandonados por Negrín y su Gobierno errante. Pero está visto que estas cosas se complican siempre en el último momento. De todas maneras no crean que nos hagan esperar mucho.

—¿La Junta de marras? —y Federico miró a Ramírez.

Éste movió la cabeza negativamente y Molina prosiguió diciendo:

—No. Una nueva, de la que formarán parte, además de Casado, Besteiro, Wenceslao Carrillo y otros.

—¿También los comunistas?

—No, hombre. Estarán representados en la Junta todos menos ellos, es decir, socialistas, cenetistas, republicanos…

—¿Y cuentan con Miaja?

—También está comprometido, pero no es muy de fiar. Posiblemente le den la presidencia, un cargo honorífico, porque el verdadero presidente será Casado. Besteiro llevará las relaciones con el extranjero.

—Pero ¿y los comunistas? —y Federico le miraba con aire atónito—. ¿Qué creéis que van a hacer?

—Seguramente, oponerse.

—Pero eso sería otra guerra entre nosotros.

—Sí.

—Pero es espantoso, Molina. Molina se encogió de hombros.

—Claro que es espantoso. Pero, o seguimos embarcados con ellos hasta el final, final que siempre será el mismo, sólo que en peores condiciones, o nos desprendemos de ellos y recuperamos la iniciativa para evitar…

—¿Qué? ¿Evitar qué? —y la voz de Federico era más bien un grito.

—Pues la matanza final, Federico. La entrada del enemigo a sangre y fuego, una Numancia inútil. Mira —y alzó la mano para recomendarle serenidad—, hay que partir de que hemos perdido la guerra. —Molina se detuvo y sus últimas palabras sonaron como una sentencia que hizo estremecer a los asistentes—. Sí, hemos perdido la guerra. Duro es confesarlo. Duele. Pero la verdad hay que afrontarla con valor. Somos militantes, no gente de aluvión. —Hizo otra pausa para mirar a todos y prosiguió—: Bien. No vamos a discutir ahora quién ha tenido la culpa. Es un hecho más fuerte que todos los razonamientos. Estando así las cosas, de lo que se trata es de evitar más muertes inútiles.

—¿Rindiéndonos? Eso sí que no —y Federico dio un puñetazo en la mesa.

Molina, muy dueño de sí, volvió a levantar las manos en señal de calma.

—No es ésa la palabra exacta, compañero. Simplemente, dar por terminada la partida con la condición de que los perdedores puedan abandonar la mesa y marcharse donde quieran, ¿comprendes?

Siguió un silencio oprimente. Federico pidió con un gesto la petaca a Ángel y éste se la entregó sin ningún comentario. Lió un cigarrillo y la petaca volvió a circular de mano en mano.

Mientras esperaba su turno, dijo Raimundo, el orador del grupo, que hasta ese momento había permanecido callado:

—No hay otra salida.

—No, no la hay —afirmó otro de los asistentes: Tudela.

—De acuerdo —concedió Lavilla.

Por su parte, Ángel se limitó a mover la cabeza afirmativamente.

Era como oír las palabras fatales y unánimes después de una consulta de médicos.

—Besteiro y Casado —continuó diciendo Molina, antes de llevarse a los labios el pitillo, todavía sin encender— cuentan con amigos y apoyos en Inglaterra y Francia para obtener las mejores condiciones posibles frente al vencedor. Ya conocéis a Besteiro: es un hombre intachable, moderado y sin ninguna responsabilidad durante la guerra. Nadie mejor que él para intervenir en una paz negociada. Su gran mérito consiste en cargar a última hora con este negocio en quiebra. Se necesita mucho valor y mucha honradez, porque Besteiro sabe muy bien la cruz que le espera.

—Dirán que fue el sepulturero de la República —apuntó Raimundo.

—Por supuesto —comentó Ramírez.

—Pero alguien tiene que enterrar a los muertos para que no los devoren las ratas —replicó Ángel, el concejal.

—Nosotros tendremos un enlace con la Junta para estar al tanto de lo que vaya sucediendo —y Molina lanzó al aire una bocanada de humo.

Federico miraba en silencio las insignias de su gorra, que tenía delante de sí, sobre la mesa. Dijo:

—Lo que me preocupa ahora es el enfrentamiento con los comunistas. Son los amos del sector centro. Pero lo de menos es ya quién se lleve el gato al agua: la Junta o los comunistas. Lo lamentable es que tengan que enfrentarse a tiros los que llevan luchando treinta y dos meses, y que lo hagan precisamente delante del enemigo, para que éste la goce bien al final. Ya sé que las derrotas suelen acarrear siempre disputas entre los vencidos, pero… —Había estado hablando sin apartar los ojos de su gorra militar, cuyas insignias acariciaba con las yemas de los dedos, pero de pronto levantó la cabeza para preguntar a Molina—: ¿No sería posible convencer a los comunistas para que se estuvieran quietos mientras la Junta se juega su carta? En cualquier caso, ellos podrían decir siempre que no habían tenido arte ni parte en las negociaciones…

Molina movió lentamente la cabeza, denegando.

—¡Ca! No se conformarán con ser un elemento pasivo en este último episodio de nuestra guerra. Ya los conoces. De sobra saben que no hay nada que hacer, pero querrán salvar su prestigio para el día de mañana. Claro que no muy enérgicamente, porque correrían el peligro de dominar la situación y no les interesa cargar solos con la responsabilidad del desenlace. Lo malo es que dejarán a la Junta muy debilitada frente a Franco. Todo está previsto, pero, aun así, no hay más remedio que intentarlo. ¿Qué ganaríamos todos con que la guerra se prolongase un par de meses más?

Era dar vueltas en torno a lo mismo, volver al punto de partida para comenzar de nuevo a trazar otro círculo exactamente igual.

Se encontraban dialécticamente en un callejón sin salida, precipitados contra un muro.

—¿A qué hora se espera la comunicación por radio de la constitución de la Junta? —preguntó Federico al cabo de un silencio.

Molino, consultó su reloj e hizo un aspaviento.

—¡Caray! —exclamó—. Sí que se retrasan… —y, tras mirar interrogativamente a sus compañeros, añadió—: Pero no creo que haya surgido ningún contratiempo serio, porque ya lo sabríamos. Así que estará al caer.

—Bueno —y Federico se levantó—, voy a decirle a mi gente, que me está esperando en el hotel, que ya no salimos para el frente esta noche y que estén atentos a la radio.

Nadie hizo ningún comentario y todos permanecieron en silencio mientras el capitán hablaba por teléfono.

—¿Trujillo? ¿Estáis todos?… ¿Qué falta Casanova? No me extraña. Ya sabrás por qué. Ahora dile a Cubas que se ponga… ¡Hola, Cubas! Mira, dejamos la vuelta al frente para mañana.

No, no te preocupes. Ya me justificaré yo si llega el caso. El coche está a mis órdenes y soy yo el único responsable. No, no te puedo decir por teléfono lo que pasa, pero os enteraréis si esperáis el comunicado especial que la radio dará dentro, de unos minutos… Hazme caso y no preguntes más. ¡Salud!

Colgó el auricular y se volvió a su sitio lentamente, murmurando:

—Pues la cosa debe de estar ya en marcha, porque Casanova, un oficial comunista que venía con nosotros, se ha escabullido. Seguramente le ha pasado lo que a mí. —Hizo una pausa, miró a todos y dijo, moviendo tristemente la cabeza—: ¡Quién nos lo hubiera dicho al principio, eh! La revolución y la guerra… ¡Qué equivocación!

Molina y los demás asintieron en silencio, y aquél dijo:

—La verdad es que no estábamos preparados ni para la una ni para la otra. Ambas nos sorprendieron, ésa es la verdad. Se hablaba y se hablaba, sí, se hablaba sin parar de la revolución sin creer en ella, igual que los maletillas hablan de ese toro ideal que nunca les saldrá por los toriles. Así, cuando apareció en el ruedo, no teníamos a mano ni un mal capote, ni sabíamos cómo empezar. Caballero, porque le llamaban el Lenin español, tuvo que echarse para adelante. No había más remedio que conservar el tipo… ¿Qué las derechas se preparaban? Claro que sí.

—También estaban equivocadas, Molina —apuntó Federico.

—Pues claro que sí. En fin, para qué seguir. ¡Un verdadero bluff que nos ha costado bien caro a todos!

—¡Y tanto! —suspiró Ángel.

—Bueno, bueno, no era tan simple la cosa —intervino Raimundo—. Las derechas estaban dispuestas a todo.

—Pero de otra manera, hombre —le replicó Molina— ellas también se engañaron. Esperaban que con un simple cuartelazo, habría bastante. Y aquí está lo más sorprendente del asunto. Los dirigentes revolucionarios no creían en la proximidad de la revolución, pero el pueblo sí. Los militares, por su parte, conocían bien la debilidad de los partidos políticos, pero no se habían dado cuenta de la politización del pueblo, de las masas sindicales, y, claro, sobrevino la catástrofe.

—Ahora es fácil hacer la crítica de lo pasado, a la vista de los resultados —replicó Raimundo.

Ramírez parecía dormir. Lavilla y Tudela perseveraban en su mudez.

—Es que ha llegado la hora de la crítica, compañero Raimundo —replicó Molina—. Aunque nos duela, compañero, hay que reconocer nuestro gran error. Nuestro fuerte debería haber sido la política, porque ¿qué sabíamos nosotros ni las masas de la guerra? Sin embargo, nuestra dirección política estuvo siempre dando bandazos, ya lo creo —y, mientras, palmeaba la mesa—. Quisimos hacer la revolución cuando debimos dedicarnos exclusivamente a ganar la guerra, y quisimos hacer la guerra cuando ya la teníamos perdida, tanto dentro como fuera de España… ¡Qué idiotas! —y se quedó mirando en silencio sus manos, abatidas sobre el reluciente tablero.

—Desde luego —afirmó Ángel después de una pausa—, cambiamos los papeles y caímos en la trampa como conejos. Entonces gruñó con rabia Molina:

—La guerra no se debe hacer nunca si no es para ganarla… ¡Y como sea!

—De acuerdo —dijo Federico, dando vueltas a su gorra—, y había entre nosotros tan pocos con alma de guerrero… Pero, amigos, a nuestro pueblo le encandila la fanfarria militar: los uniformes, los desfiles, el mandar por galones… Lo externo, en una palabra. ¡Quién nos lo iba a decir! —Miró a su amigo Molina y preguntó—: ¿Cuántas veces hemos comentado tú y yo lo mal que lo hacíamos políticamente? Pero ¿qué se podía hacer contra aquel entusiasmo por los héroes y las batallas? Nacía, ésa es la verdad. Tan grande era la fuerza del ambiente, que hasta nosotros hemos pensado más de una vez si no estaríamos equivocados. Mira por donde nos ha resultado militarista nuestro pueblo, ¿eh? Y nosotros, en la higuera.

—Lo que se dice en la higuera —y Raimundo suspiró.

—He visto y comprobado, por desgracia —insistió Federico—, el mucho apego que tienen nuestros hombres a todo eso y…

—No sigas, Federico, no sigas —le interrumpió Molina—. Eso ya es agua pasada…

Federico suspiró hondamente.

—Sí, tienes razón —sonrió y, después de frotarse las manos, preguntó, mirando a todos—: Y ahora, ¿qué, compañeros? Hubo quien cerró los ojos y quien se encogió de hombros. Molina fue el más expresivo, moviendo la cabeza y balanceando simultáneamente una mano abierta en el aire, para indicar, sin duda, lo niveladas que se hallaban, a su juicio, las posibilidades en pro y en contra.

—Yo creo —siguió diciendo Federico, tratando de dar a sus palabras un tono jocoso— que el campo de concentración, aquí o fuera de España, no hay quien nos lo quite. Eso, por lo menos, ya lo veréis —y, más gravemente, añadió—: Hasta hay que considerar la posibilidad de que a muchos nos manden al paredón.

—En cualquier caso, prefiero afrontar las consecuencias aquí —afirmó Molina, recostando la cabeza en el espaldar de la silla.

—¿Es que esperas que nos den caramelos? —le increpó Raimundo.

Molina sonreía.

—El primer envite va a ser de órdago, como el de un toro en la primera arrancada —dijo Tudela, acompañando sus palabras con un expresivo ademán—. Al que le coja, va listo. Así que yo creo que lo mejor será aplastarse en cualquier sitio hasta que pase la tormenta. La justicia de enero es horrorosa, pero…

—Señal de que tú ya tienes donde esconderte, ¿eh? —le disparó Raimundo.

—¡Ni hablar! ¡Qué más quisiera yo! —contestó Tudela, negando con la cabeza.

Entonces habló por primera vez Lavilla. Había sido ferroviario como Molina. Tenía la cara ancha; la cabeza, pesada; los ojos, bovinos.

—Parece que empezáis a tener miedo —balbució. Y ya más firme, continuó—: ¿Por qué han de meterse con nosotros?

España queda deshecha y nos necesitarán a todos para reconstruirla. Por lo menos tratarán de aprovechar a los que estamos especializados en alguna materia y a los intelectuales. Yo, por esa parte, estoy bien tranquilo.

Ramírez se echó a reír y su risa sonaba a tela rajada.

—¿Te crees que porque has escrito un libro a base de recortes de Prensa y de algunos plagios de autores importantes te van a respetar y te van a llamar a consejo? —y Ramírez no podía contener su risa—. Franco llama a Lavilla y le encarga… —la risa le interrumpió— le encarga, digo, que le asesore en política internacional. Seguro que ha leído tu obra El ajedrez internacional. ¡Seguro!

Lavilla se puso pálido y la ira se le acumuló de tal forma, que no pudo replicarle. Sólo le salían de los labios balbuceos ininteligibles. Tuvo que intervenir Tudela:

—Déjalo ya, Ramírez —y, dirigiéndose a Ángel, preguntó—: ¿Qué dice a todo esto tu amigo Gaspar, que tiene tantos amigos entre los del otro bando? Según tengo entendido, anda en conversaciones con un mandamás fascista que está refugiado en el hospital francés.

Ángel miró a Molina, que permanecía en la misma actitud indiferente, antes de contestar en forma insegura:

—Pues no sé… Hace días que no lo veo.

—Me parece que Gaspar sueña —comentó Raimundo. Ramírez, entretanto, había pasado amistosamente una mano por los anchos hombros de Lavilla, con ánimo de apaciguarle, y el presunto intelectual acabó por desenfurruñarse, quedando otra vez absorto en su imaginario ajedrez de alta política internacional.

—La cosa no es para tomársela a broma, queridos —y la voz de Raimundo fue tomando tono oratorio a medida que hablaba—. Ni mucho menos. Y, si no, ahí está el comportamiento de los franceses con nuestros evadidos de Cataluña. ¡Qué vergüenza! Mira que encerrarlos en campos de concentración, al aire libre, rodeados de alambradas y de senegaleses… Creo que han muerto por miles, de hambre y de frío.

Entonces Molina, dejando su postura de abandono, se incorporó en el asiento y avanzó, según su costumbre, el busto sobre la mesa y empezó a apuntar con el índice de su mano derecha al círculo de cabezas que le rodeaba.

—Eso es, justamente, lo que hace insostenible la tesis de los negrinistas, que lo fían todo a la solidaridad internacional de los trabajadores. Tenemos que evitar otra desbandada sin orden. Lo de Cataluña no debe repetirse pase lo que pase, y para que no se repita hay que preparar la evacuación con tiempo e inteligentemente. Salir a Europa ahora, aunque nos fuese mejor que a nuestros compañeros de Cataluña, sería tanto como meternos en la boca del lobo para servir de cipayos en la próxima guerra.

—Naturalmente. Eso mismo es lo que yo sostengo en mi libro…

Pero nadie hizo caso a Lavilla y Molina continuó:

—Los españoles llevamos treinta y dos meses sirviendo de conejos de indias del nuevo armamento que preparan las naciones agresoras para el desafío final. Y ya está bien, ¿no? Que las empleen ellos cuando llegue ese momento y que nos dejen a nosotros en paz… —Hizo una pausa. Brillaban sus ojos, inteligentes. Abatió el índice y habló ya con más sosiego—: No. Por ahí, no. El porvenir de los que quieran marcharse está en las naciones americanas. Pero para que pueda ser así, necesitamos barcos, dinero y tiempo. Y eso es lo que tratará de conseguir la Junta de Casado. Al menos, es lo que piensan él y Besteiro, según nuestros informes.

De pronto, sonaron unos nudillos en la puerta. Todos miraron hacia allí y Molina, levantando un poco la voz, ordenó: ¡Adelante!

Se abrió la puerta y apareció en ella la graciosa figura de Marina.

—¿Ya? —y Molina consultó otra vez su reloj.

—Sí.

—Pues trae aquí el aparato.

Marina dio media vuelta y desapareció, y los miembros de comité permanecieron en la misma actitud expectante hasta que la vieron reaparecer trayendo un pequeño aparato de radio. Entonces giraron en sus asientos para seguirla con la mirada mientras ella lo colocaba sobre una mesita auxiliar y enchufaba el cordón.

Inmediatamente, una voz, emergiendo de las profundidades del silencio, fue como la garra que los atrapase. Su emoción contagiosa tensó el aire e hizo palidecer a los oyentes, que trataban de imaginarse la escena que se estaba representando en otro lugar.

Besteiro, primero, y después el coronel Casado, expusieron la gravedad de la situación y su deseo de llegar a un entendimiento con el enemigo para establecer las condiciones de una paz justa.

La conmovida voz de Besteiro dijo, entre otras cosas:

«El Gobierno de Negrín, con sus veladuras de la verdad, con sus verdades a medias y con sus propuestas capciosas, no puede aspirar a otra cosa que a ganar tiempo, tiempo que es perdido para el interés de la masa ciudadana, combatiente y no combatiente. Y esta política de aplazamiento no puede tener otra finalidad que alimentar la morbosa creencia de que la complicación de la vida internacional permita desencadenar una catástrofe de proporciones universales, en la cual, juntamente con nosotros, perecerían las masas proletarias de muchas naciones del mundo… Yo os hablo para deciros que cuando se pierde es cuando hay que demostrar, individuos y nacionalidades, el valor moral que se posee. Se puede perder, pero con honradez y dignamente, sin negar su fe, anonadados por la desgracia… Yo os pido, poniendo en esta petición todo el énfasis de la propia responsabilidad, que en este momento grave asistáis, como nosotros le asistimos, al poder legítimo de la República, que, transitoriamente, no es otro que el Poder militar».

La de Casado, dura y militar, se dirigió al enemigo, en un gesto de mano tendida:

«El pueblo español no abandonará las armas mientras no tenga la garantía de una paz sin crímenes. ¡Establecedla! No soy quien así os habla. Os dice esto un millón de hombres movilizados para la guerra y una retaguardia sin fronteras de retirada, dispuesta a batirse y luchar hasta la muerte por la consecución de estos fines, que son la paz». Y terminó con los gritos: «¡Españoles! ¡Viva la República! ¡Viva España!». Las mecanógrafas, con Tomás y Madriles, se habían quedado en la puerta, escuchando. Cuando terminó la alocución de Casado, se advertía en casi todos los semblantes una mueca de perplejidad o decepción.

—Bueno, lo que hace falta ahora es que todo salga bien —dijo Molina.

Las mecanógrafas, excepto Marina, que continuó junto al aparato de radio, se retiraron, y lo mismo hicieron Tomás y Madriles, este último moviendo dolorosamente la cabeza.

—Han dejado todo en el aire como si dijéramos… —fue el comentario de Raimundo.

—Claro —observó Federico—, pero el paso está dado y ya es imposible volverse atrás. Esta noche es parecida a la del 18 de julio. Entonces también fuimos empujados sin que supiéramos adónde íbamos… Y me temo lo peor.

—Bueno, no hay que ser tan pesimista —replicó Molina—. Vamos a ver qué pasa en las próximas veinticuatro horas —y, volviéndose después a Marina, le preguntó—: ¿Has metido en mi cartera los documentos que señalé?

—Sí —se limitó a contestar ella.

—Pues en marcha. Aquí ya no tenemos nada que hacer —y se puso en pie, añadiendo—: Como no tenemos nada más que un coche, y la situación no ofrece muchas garantías, será mejor que haga dos o tres viajes para dejarnos a todos en casa. Yo me quedaré para el último.

Pero Federico le ofreció su folitre y Molina aceptó.

Federico dio orden a Tomás de volver por la glorieta de Bilbao, rumbo a Gran Vía y Sol.

—¿Dónde vas a pasar tú la noche? —le preguntó Molina.

—En el hotel.

—¿Has cenado?

—No tengo ganas.

—Puede que en casa haya algo para ti. Ya sabes: unas lentejillas…

—No, de verdad que no. Gracias, Molina.

Guardaron silencio y, al llegar a la glorieta de Bilbao, Molina susurró al oído de Federico:

—Dile que pare un momento, ¿quieres?

Federico dio la orden a Tomás y el coche se detuvo. La plaza estaba desierta, sumida en negruras, y sólo se oía el apagado resuello del motor.

—Hay tranquilidad en el frente —murmuró Molina—. Escucha, no se oye ni un tiro.

En efecto, a lo largo de los bulevares, rumbo a la Ciudad Universitaria, corazón rugiente de la ciudad sitiada, corría un frío viento sin voz, el viento callado de los bosques y de la noche.

Reemprendieron la marcha y, a poco, preguntó Federico:

—¿Qué piensas de todo esto, Molina?

Se miraron en la oscuridad, tratando en vano de verse los ojos.

—¿Quieres que te lo diga?

—Claro.

—Pues que es la noche más triste de mi vida.