XLI

Alcázar del Profetes, en la bahía de Nagasaki

Lunes 3 de noviembre de 1817

… y cuando Jacob vuelve a mirar, el lucero del alba ha desaparecido. Deshima se desvanece por minutos. Saluda con la mano a la figura que se ve en la atalaya, y la figura le devuelve el saludo. Está cambiando la marea, pero el viento sopla en contra, de ahí que haya dieciocho barcas japonesas de ocho remeros cada una remolcando al Profetes hasta el exterior de la bahía. Los remeros entonan al unísono la misma saloma: el raído coro de sus voces se funde con la percusión del mar y las maderas del barco. Habría bastado con catorce barcas, piensa Jacob, pero el administrador Oost regateó sin piedad el coste de las reparaciones del almacén Roos, así que tal vez haya hecho bien cediendo en este particular. Jacob se frota el rostro y su piel cansada absorbe las gotas de llovizna. En la ventana de la Sala del Mar de su vieja casa sigue encendido un candil. Le vienen a la mente los años de vacas flacas, cuando se vio obligado a vender la biblioteca de Marinus, libro por libro, para comprar aceite para las lámparas.

—Buenos días, administrador De Zoet.

Aparece un joven guardiamarina.

—Buenos días, aunque ahora soy el señor de Zoet a secas. ¿Y usted?

—Boerhaave, señor. Estoy aquí para servirle durante el viaje.

—Boerhaave… Bonito nombre para un marino.

Jacob le tiende la mano.

El guardiamarina le da un buen apretón.

—Un placer, señor.

Jacob se vuelve hacia la atalaya, cuyo vigía ya es tan pequeño como un trebejo de ajedrez.

—Disculpe mi curiosidad —dice Boerhaave—, pero, durante la cena, los tenientes estaban hablando de cuando se enfrentó usted a una fragata británica en esta bahía, completamente solo.

—Eso fue antes de que usted naciese. Y no estaba solo.

—¿Quiere decir que la providencia tuvo algo que ver en la defensa que hizo usted de nuestra bandera, señor?

Jacob intuye que tiene delante una mente devota.

—Algo así.

El amanecer insufla verdes fangosos y rojos incandescentes en los bosques grisáceos.

—Y después, señor, ¿se quedó diecisiete años aislado en Deshima?

—«Aislado» no es la palabra, cadete. He estado tres veces en Edo: un viaje de lo más divertido. Mi amigo el doctor y yo podíamos salir a buscar plantas por esos farallones de allí, y en los últimos años se me ha permitido visitar a conocidos en Nagasaki con más o menos libertad. El régimen, pues, era más parecido al de un internado estricto que al de una isla cárcel.

Un marinero encaramado a la verga de mesana grita algo en un idioma escandinavo.

La respuesta sale con retraso del flechaste en forma de larga e indecente carcajada.

La tripulación esta eufórica porque las doce semanas de inactividad, con el barco fondeado, tocan a su fin.

—Debe de estar ansioso por volver a casa, señor de Zoet, después de tantos años.

Jacob envidia de la juventud su claridad y sus certezas.

—Entre la guerra y los veinte años que han transcurrido, cuando llegue a Walcheren me encontraré más caras desconocidas que conocidas. A decir verdad, solicité permiso a Edo para establecerme en Nagasaki como una especie de cónsul de la nueva compañía, pero no existe ningún precedente en los archivos —Jacob se limpia las lentes empañadas— así que, como ve, tengo que marcharme.

La atalaya se divisa con más nitidez sin las gafas, y el hipermétrope Jacob se las guarda en el bolsillo de la chaqueta. Al descubrir que le falta el reloj de bolsillo sufre un ataque de pánico, pero al instante recuerda que se lo ha regalado a Yûan.

—Señor Boerhaave, ¿sabe qué hora es?

—No hace mucho que sonaron dos campanadas de la guardia de babor, señor.

Antes de que Jacob pueda explicarle que se refería a la hora en tierra, la campana del templo Ryûgayi señala con estruendo la hora del dragón: en esa época del año, las siete y cuarto de la mañana.

La hora de mi partida, piensa Jacob, es el regalo de despedida que me hace Japón.

La figura de la atalaya se ha reducido hasta convertirse en una diminuta i.

Podría ser yo mismo, visto desde el alcázar del Shenandoah, aunque Jacob duda que Unico Vorstenbosch fuese de los que miran hacia atrás. El capitán Penhaligon, en cambio, probablemente sí… Jacob espera poder enviar algún día una carta al inglés, de parte del «tendero holandés», para preguntarle qué fue lo que le frenó aquella tarde de otoño y no le dejó disparar las carroñadas del Febo: ¿fue un acto de misericordia cristiana, o es que alguna consideración de índole más pragmática obligó a anular la orden de abrir fuego?

Aunque lo más probable, se ve obligado a reconocer Jacob, es que, a estas alturas, Penhaligon también haya muerto.

Un marinero negro trepa por un cabo cercano y Jacob piensa en lo que decía Ogawa Uzaemon: que los barcos extranjeros parecen tripulados por fantasmas, y semejan imágenes reflejadas que aparecen y desaparecen a través de puertas ocultas. Jacob recita una breve plegaria por el alma del intérprete mientras contempla la estela efervescente del buque.

La figura apostada en la atalaya es una mancha indistinta. Jacob dice adiós con la mano.

La mancha devuelve el gesto, con dos brazos borrosos que describen amplios arcos.

—¿Algún amigo especial, señor? —pregunta el guardiamarina Boerhaave.

Jacob deja de mover el brazo. La figura también.

—Es mi hijo.

Boerhaave no sabe qué decir.

—¿Lo deja aquí, señor?

—No tengo elección. Su madre era japonesa, y la ley es muy clara. El hermetismo es el último recurso defensivo de Japón. El país no quiere que lo entiendan.

—Pero… entonces… ¿cuándo podrá volver a ver a su hijo?

—Hoy… este minuto… es la última vez que lo veré… en este mundo, al menos.

—Si lo desea, señor, puedo pedir prestado un catalejo.

El interés del guardiamarina conmueve a Jacob.

—Gracias, pero no. No le vería bien la cara. Pero, si no es mucha molestia, ¿podría traerme de la cocina una jarra de té caliente?

—Por supuesto, señor. Aunque si el fogón no está encendido aún, tal vez tardará un rato.

—Tómese el tiempo que haga falta. Me… me quitará el frío del pecho.

—Muy bien, señor.

Boerhaave baja por la escotilla mayor.

La silueta de Yûan va difuminándose contra el fondo de Nagasaki.

Jacob reza, y rezará todas las noches, para que la vida de Yuan sea mejor que la del hijo tuberculoso de Thunberg, pero el exadministrador está más que versado en la desconfianza japonesa hacia la sangre foránea. Yûan podrá ser el alumno de mayor talento de su maestro, pero jamás heredará el título de este, ni podrá casarse sin el permiso del magistrado, ni abandonar, siquiera, los límites de la ciudad. Es demasiado japonés para marcharse, piensa Jacob, pero no lo bastante para ser uno más.

Cien palomas torcaces se dispersan desde un hayedo.

Hasta las cartas dependen de la ecuanimidad de terceros. Las respuestas tardarán tres, cuatro o cinco años.

El exiliado padre se frota un ojo empañado por el viento para sacarse una pestaña.

Da unos cuantos pisotones en el suelo para sacudirse el frío de la mañana. Sus rodillas se quejan.

Jacob mira hacia atrás pero ve las páginas de los meses y años que tiene por delante. Al llegar a Java, el nuevo gobernador general lo convoca a su palacio de Buitenzorg, una saludable ciudad situada tierra adentro y por encima de los vapores miasmáticos de Batavia. Le ofrecen una sinecura en la nueva oficina del gobernador, pero la rechaza aludiendo a su deseo de regresar a la patria. Si no puedo quedarme en Nagasaki, piensa, más vale darle la espalda del todo al Oriente. Al mes siguiente, desde un barco que se dirige a Europa, ve cómo el anochecer engulle a Sumatra y oye al doctor Marinus, nítido como el estilizado estribillo de un clavicémbalo, hablar de la brevedad de la vida, probablemente en arameo. Por supuesto, se trata de una jugarreta de la mente. Seis semanas después, los pasajeros avistan la Montaña de la Mesa descollando detrás de la Ciudad del Cabo, donde Jacob recuerda algunos fragmentos de una historia que, mucho tiempo atrás, le contó el administrador Van Cleef en el tejado de un burdel. El tifus, una tempestad brutal frente a las Azores y un encontronazo con unos piratas berberiscos hacen más ardua la etapa atlántica, pero Jacob desembarca sano y salvo en la rada de Texel, bajo una tormenta de granizo. El capitán del puerto entrega a Jacob una cortés citación a La Haya, donde se le reconoce su papel tangencial en la guerra con una breve ceremonia en el Ministerio del Comercio y las Colonias. De allí se dirige a Roterdam y desembarca en el mismo muelle donde un día le prometiera a una joven llamada Anna que regresaría de las Indias Orientales en cuestión de seis años, con una fortuna. Ahora tiene dinero de sobra, pero Anna murió al dar a luz hace mucho tiempo, y Jacob toma el paquebote que viaja a diario a Veere, en Walcheren. Los molinos de su isla natal, que sufrió los estragos de la guerra, ya se han reconstruido y están en plena actividad. Nadie en Veere reconoce al domburgués, que ha vuelto a casa. Vrouwenpolder está a tan sólo media hora en carro, pero Jacob prefiere ir caminando, para no perturbar las clases vespertinas en la escuela del marido de Geertje. Llama a la puerta. Su hermana acude a abrir y dice:

—Mi hermano está en su estudio, señor, ¿le importaría…?

Entonces los ojos se le abren como platos y rompe a reír y llorar.

El domingo siguiente, Jacob escucha el sermón en la iglesia de Domburgo rodeado de rostros conocidos tan avejentados como el suyo. Rinde homenaje ante las tumbas de su madre, su padre y su tío, pero rehúsa la invitación del nuevo pastor a cenar en su casa. Se desplaza a Midelburgo para entrevistarse con directores de sociedades comerciales y empresas de importación. Se ofrecen cargos, se toman decisiones, se firman contratos, y Jacob se inicia en la masonería. En la temporada de los tulipanes, al llegar el Pentecostés, la inexpresiva hija de uno de sus socios sale de una iglesia cogida de su brazo. El confeti le recuerda las flores de los cerezos de Miyako. El hecho de que la señora De Zoet tenga la mitad de años que su marido no genera repulsa: la juventud de ella es la justa retribución por el dinero de él. Ambos cónyuges disfrutan, la mayor parte del tiempo, de su mutua compañía; o, desde luego, a ratos; al menos, en los primeros años de matrimonio. Jacob tiene intención de publicar las memorias de sus años de administrador en jefe en el Japón, pero la vida, de un modo u otro, siempre se las ingenia para robarle el tiempo. Cumple cincuenta años. Lo eligen miembro del Consejo de Midelburgo. Cumple sesenta años y sigue sin escribir sus memorias. Su pelo cobrizo pierde el lustre, se le descuelga el rostro, y las entradas le aumentan hasta que su calva semeja el cráneo rasurado de un anciano samurái. Un pintor en alza que le hace un retrato se asombra de su aire de melancólica distancia, pero logra exorcizar del cuadro definitivo ese espíritu de ausencia. Un día, Jacob entrega en herencia el salterio de los De Zoet a su hijo mayor; no a Yûan, que ha muerto antes que él, sino al mayor de sus hijos holandeses, un muchacho serio con poca curiosidad por lo que pueda haber más allá de Zelanda. El final de octubre o el comienzo de noviembre trae un crepúsculo ventoso. El día ha despojado a los olmos y los sicómoros de sus últimas hojas, y el farolero hace la ronda mientras la familia de Jacob rodea el lecho del patriarca. El mejor médico de Midelburgo pone cara de circunstanciales pero está contento de haberle hecho a su paciente toda suerte de curas y pruebas durante la breve pero lucrativa enfermedad, y de poder llegar a cenar a casa. El péndulo del reloj refleja la luz de la chimenea, y en los últimos estertores de Jacob de Zoet las sombras ambarinas del rincón del fondo se coagulan en forma de mujer.

La mujer se infiltra sin ser vista entre los presentes, más altos y corpulentos…

… se ajusta el pañuelo de la cabeza para taparse mejor la quemadura…

… y coloca las manos frías en el rostro febril de Jacob.

En los estrechos ojos de la mujer, Jacob se ve a sí mismo de joven.

Los labios de ella se posan entre sus cejas.

Y una puerta de papel bien encerado se descorre.