XL

Templo del monte Inasa, sobre la bahía de Nagasaki

Mañana del viernes 3 de julio de 1811

El cortejo fúnebre atraviesa el cementerio encabezado por dos sacerdotes budistas cuyas túnicas negras, blancas y azules traen a Jacob el recuerdo de las urracas, un pájaro que no ve desde hace trece años. Un sacerdote toca un tambor sordo y el otro entrechoca dos baquetas. Los siguen cuatro eta con el féretro de Marinus a hombros. Jacob camina junto a Yûan, su hijo de diez años. Los intérpretes de primera categoría Iwase y Goto marchan pocos pasos detrás, con el canoso y perenne doctor Maeno y Ôtsuki Monyurô, de la academia Shirandô, precediendo a los cuatro guardias que cierran el cortejo. La lápida y el ataúd de Marinus los han pagado los académicos, y el administrador De Zoet les está agradecido: hace tres temporadas que Deshima depende de los préstamos del tesoro de Nagasaki.

Las gotas de niebla se adhieren a la barba roja de Jacob. Algunas le resbalan por la garganta, se le meten por debajo del menos raído de sus cuellos de camisa y se diluyen en el sudor tibio que le empapa el torso.

El recinto reservado a los extranjeros está al final del cementerio, junto al borde del escarpado bosque. Jacob se acuerda del lugar donde enterraban a los suicidas en Domburgo, contiguo a la iglesia de su tío. La iglesia de mi difunto tío, se corrige. La última carta de su familia le llegó hace tres años, aunque Geertje la había escrito dos años antes. Tras la muerte de su tío, su hermana se había casado con el maestro de escuela de Vrouwenpolder, un pequeño pueblo al este de Domburgo, donde ella da clase a los niños más pequeños. La ocupación francesa de Walcheren hace la vida difícil, admitía Geertje —la gran iglesia de Veere se ha convertido en barracón y establo para las tropas napoleónicas—, pero su marido, escribía su hermana, es un buen hombre, y ellos son más afortunados que la mayoría.

El canto de los cucos satura la mañana rezumante de niebla.

En el recinto de los extranjeros ya se ha congregado un nutrido grupo de dolientes, semiocultos bajo paraguas. La lentitud del cortejo permite a Jacob ir leyendo las doce o trece docenas de lápidas: los suyos son los primeros pies holandeses que hollan el camposanto, al menos por lo que deduce de los registros de sus predecesores. Los nombres de los primeros muertos se han perdido por obra de los líquenes y la escarcha, pero, desde la era Genroku en adelante —la década de 1690—, las inscripciones se dejan leer cada vez con más fiabilidad. Jonas Terpstra, probablemente un frisón, murió en el primer año de Hôei, a comienzos del siglo pasado; Klaas Oldewarris fue llamado al seno de Dios en el tercer año de Hôryaku, en la década de 1750; Abraham Van Doeselaar, zelandés paisano de Jacob, murió en el noveno año de An’ei, dos décadas antes de que el Shenandoah zarpase rumbo a Nagasaki. Ahí está la tumba del joven mestizo que se cayó de la fragata inglesa, al que Jacob bautizó póstumamente con el nombre de «Jack Farthing»; y Wybo Gerritszoon, que murió por una «rotura abdominal» en el cuarto año de Kyôwa, hace nueve años: Marinus sospechaba que se trataba de apendicitis pero cumplió su promesa de no abrir el cuerpo de Gerritszoon para confirmar el diagnóstico. Jacob recuerda muy bien la agresión de Gerritszoon, pero su rostro se le ha borrado de la memoria.

El doctor Marinus llega a su destino final.

La lápida, grabada en caracteres japoneses y latinos, reza: DOCTOR LUCAS MARINUS, MÉDICO Y BOTÁNICO FALLECIDO EN EL SÉPTIMO AÑO DE LA ERA DE BUNKA. Los sacerdotes entonan un mantra mientras se baja el féretro. Jacob se quita el sombrero de piel de serpiente y, a modo de contrapunto al cántico pagano, recita en silencio unos pasajes del salmo ciento cuarenta y uno.

—«Están esparcidos nuestros huesos ante las fauces de la tumba…».

Siete días antes Marinus estaba más sano que nunca.

—«… como la tierra hendida y hecha pedazos. Pero mis ojos, Señor, están fijos en ti…».

El miércoles anunció que iba a morirse el viernes.

—«… en ti he confiado; no desampares mi alma».

Un lento aneurisma cerebral estaba oscureciéndole los sentidos.

—«… que suba mi oración hasta ti como el incienso…».

No se le veía en absoluto preocupado —ni enfermo— mientras escribía el testamento.

—«… y mis manos en alto, como la ofrenda de la tarde».

Jacob no le creyó, pero el jueves Marinus se metió en la cama.

—«Cuando expiran», dice el salmo ciento cuarenta y seis, «vuelven al polvo…».

El doctor bromeó diciendo que era una serpiente, que sólo estaba cambiando de piel.

—«… y justo entonces se esfuman sus proyectos».

El viernes por la tarde se echó una siesta y ya no despertó más. Los sacerdotes han terminado. Los dolientes miran al administrador en jefe.

—Padre —dice Yûan en holandés—, puedes decir unas palabras. Los académicos de más categoría ocupan el centro, flanqueados, a la izquierda, por quince alumnos del doctor, tanto antiguos como actuales, y, a la derecha, por una variopinta amalgama de miembros de la elite, curiosos, espías, monjes del templo y unos pocos más que Jacob no examina.

—En primer lugar —dice en japonés— debo agradecer sinceramente a todos los presentes…

Una brisa agita los árboles y los goterones caen sobre los paraguas.

—«… que hayan hecho frente a la estación de las lluvias para venir a despedir a nuestro colega…».

No sentiré su muerte, piensa Jacob, hasta que vuelva a Deshima y quiera hablarle del templo del monte Inasa, pero no pueda…

—«… antes de partir en su último viaje. Doy las gracias a los sacerdotes por conceder un lugar de reposo a mi compatriota, y haber permitido mi intrusión en este lugar. Hasta sus últimos días, el doctor estuvo haciendo lo que más amaba: enseñar y aprender. Así pues, cuando pensemos en Lucas Marinus, recordemos un…».

Jacob repara en dos mujeres escondidas bajo amplios paraguas.

La más joven —¿una sirviente?— lleva una capucha que le cubre las orejas.

Su compañera, de más edad, lleva un pañuelo en la cabeza que le tapa el lado izquierdo de la cara…

Jacob ha perdido el hilo de lo que estaba diciendo.

• • •

—Muy amable de su parte haber esperado, Aibagawa-sensei…

Ha habido que ofrecer un donativo al templo e intercambiar las cortesías de rigor con los académicos, y a Jacob le angustiaba la posibilidad de que ella se hubiese ido, tanto como le inquietaba la posibilidad de que no se hubiese ido.

Aquí estás, piensa al mirarla, la verdadera Orito, aquí, de verdad.

—Muy egoísta de mi parte —dice ella en japonés— importunar al administrador en jefe, al que apenas conocí brevemente, y hace ya mucho tiempo…

Eres muchas cosas, piensa Jacob, pero no egoísta.

—… pero el hijo del administrador De Zoet ha transmitido el deseo de su padre con una…

Orito mira a Yûan, que está embobado con la comadrona, y sonríe.

—… insistencia tan cortés que nos ha sido imposible marcharnos.

—Espero —Jacob da gracias a Yûan con la mirada— que no los haya incordiado demasiado.

—¿Cómo va a incordiar a nadie un niño tan educado?

—Su maestro, un artista, hace todo lo posible por inculcarle disciplina, pero desde que falleció su madre, anda descontrolado, y me temo que el daño sea irreparable. —Se vuelve hacia la acompañante de Orito, preguntándose si será una sirviente, una ayudante, o una igual—. Me llamo De Zoet —dice—. Gracias por venir.

La joven no se inmuta por su condición de extranjero.

—Me llamo Yayoi. No debería decirle lo mucho que ella habla de usted, o se pasará el día enfadada conmigo.

—Aibagawa-sensei —le dice Yûan a Jacob— me ha dicho que conoció a Madre hace mucho tiempo, antes incluso de que tú llegases a Japón.

—Sí, Yûan, Aibagawa-sensei tenía la amabilidad de curar a tu madre y a sus hermanas en las casas de té de Murayama de vez en cuando. Pero, sensei, ¿cómo es que se encontraba usted en Nagasaki en este… —Jacob mira hacia el cementerio—… momento tan triste? Tenía entendido que trabajaba usted de comadrona en Miyako.

—Así es, pero el doctor Maeno me invitó a venir para aconsejar a uno de sus alumnos, que quiere abrir una escuela de obstetricia. No había vuelto a Nagasaki desde… bueno, desde que me marché, y me pareció que era el momento oportuno. El hecho de que mi visita haya coincidido con el fallecimiento del doctor Marinus es una triste casualidad.

Su explicación no deja entrever la menor intención de visitar Deshima, y Jacob supone que no tenía pensado hacerlo. Al percibir la curiosidad de la concurrencia, el holandés señala con un gesto el largo tramo de escaleras que bajan desde la entrada del templo hasta el río Nakashima.

—¿Bajamos juntos, señorita Aibagawa?

—Con sumo placer, administrador De Zoet.

Yayoi y Yuan los siguen a unos pocos peldaños de distancia, e Iwase y Goto cierran la marcha, de modo que Jacob y la célebre partera pueden conversar más o menos en privado. Las piedras están húmedas y cubiertas de musgo, y ambos caminan con cuidado.

Podría decirte un millón de cosas, piensa Jacob, y ninguna.

—Entonces —dice Orito— ¿su hijo es aprendiz del pintor Shunro?

—Shunro-sensei se apiadó del escaso talento del niño, sí.

—O sea, que el hijo ha heredado el don artístico del padre.

—¡Yo no tengo ningún don! Soy un zote con dos manos izquierdas.

—Disculpe que le lleve la contraria, pero tengo pruebas que lo desmienten.

Entonces conserva el abanico. Jacob no logra disimular la sonrisa.

—Debe de haber sido duro criar al niño, tras la muerte de Tsukinami-sama.

—Vivió en Deshima hasta hace dos años. Marinus y Eelattu ejercieron de tutores, y contraté lo que en holandés llamamos una «niñera». Ahora vive en el estudio de su maestro, pero el magistrado le permite venir de visita cada diez días. Pese a estar deseando que llegue un barco de Batavia por el bien de Deshima, también me aterra la idea de tener que abandonar a Yûan…

Un picapinos invisible se ensaña a ráfagas con un tronco cercano.

—Me ha dicho Maeno-sensei —dice Orito— que el doctor Marinus tuvo una muerte plácida.

—Estaba orgulloso de usted. «Son los alumnos como la señorita Aibagawa los que dan sentido a mi labor», solía decir, y también: «El conocimiento sólo existe si se transmite…». —Como el amor, querría añadir Jacob—. Marinus era un cínico soñador.

En mitad del tramo de escaleras, los dos oyen y ven las espumosas aguas del río color café.

—Todo gran maestro —señala ella— alcanza la inmortalidad a través de sus alumnos.

—Aibagawa-sensei podría perfectamente referirse a sus propios alumnos.

Orito dice:

—Es admirable la soltura con que habla usted japonés.

—Cumplidos como ese demuestran que aún cometo errores. Es lo malo de tener categoría de daimio, que ya nadie me corrige. —Jacob titubea—. Ogawa-sama solía hacerlo, pero es que era un intérprete único.

Más arriba, en la montaña oculta, cantan y discuten las currucas.

—Y un hombre valiente.

El tono de Orito da a entender a Jacob que sabe cómo murió, y por qué.

—Cuando la madre de Yûan vivía, solía pedirle que me corrigiese los errores, pero era una pésima profesora. Decía que mis equivocaciones eran encantadoras.

—Sin embargo, su diccionario ya está presente en todos los feudos. Mis alumnos no dicen: «Pásame el diccionario holandés», dicen: «Pásame el Dazûto».

El viento despeina los fresnos de largos dedos.

Orito pregunta:

—¿William Pitt sigue vivo?

—William Pitt se fugó con una mona de la Santa María, hace cuatro años. La mañana en la que ella zarpaba, él se tiró al agua y fue nadando hasta el barco. Los guardias no estaban seguros de si podían aplicarle las leyes del shogun, y lo dejaron marchar. Tras su partida, los únicos que quedábamos de su época de alumna éramos el doctor Marinus, Ivo Oost y yo. Arie Grote ha vuelto dos veces, pero sólo para la temporada comercial.

Detrás de ellos, Yûan dice algo gracioso y Yayoi se ríe.

—Si Aibagawa-sensei quisiera, por un casual… visitar Deshima, entonces… en fin…

—El administrador De Zoet es muy amable, pero debo regresar a Miyako mañana. Varias damas de la corte están embarazadas y necesitan mi asistencia.

—¡Claro! Claro. No he querido insinuar que… Quiero decir, no ha sido mi intención… —Jacob, herido, no se atreve a decir qué es lo que no ha querido insinuar—… sus obligaciones —balbucea—… están por encima de todo.

Al pie de las escaleras, los palanquineros se dan friegas de aceite en muslos y pantorrillas para el fatigoso viaje de vuelta a la ciudad.

Díselo, se ordena a sí mismo Jacob, o pasarás el resto de tu vida arrepintiéndote de tu cobardía.

Decide pasar el resto de su vida arrepintiéndose de su cobardía. No, no puedo.

—Hay una cosa que debo decirle. Aquel día, hace doce años, cuando los hombres de Enomoto la raptaron, yo estaba en la atalaya y la vi… —Jacob no se atreve a mirarla—… La vi intentando convencer a los centinelas de la Puerta Terrestre de que la dejasen entrar. Vorstenbosch acababa de traicionarme y yo, como un niño enfurruñado, la vi pero no hice nada. Habría podido bajar corriendo, discutir, armar un escándalo, llamar a un intérprete compasivo, o a Marinus… pero no lo hice. Bien sabe Dios que, en ese momento, no preví las consecuencias de mi pasividad… ni que no volvería a verla hasta hoy… Aquella misma tarde recobré el juicio… —se siente como si tuviera una espina de pescado clavada en la garganta—… pero cuando bajé corriendo a la Puerta Terrestre para… para… ayudar, ya era demasiado tarde.

Orito escucha con atención y camina con cuidado, pero tiene los ojos ocultos.

—Un año después, intenté reparar el daño. Ogawa-sama me pidió que guardase un pergamino que le había dado un fugitivo del templo. De su templo, Aibagawa-sensei, del templo de Enomoto. Al cabo de unos días llegó la noticia de la muerte de Ogawa-sama. Mes a mes fui aprendiendo el suficiente japonés para descifrar el pergamino. El día en que entendí a qué cosas se había visto expuesta por culpa de mi pasividad fue el peor día de mi vida. Pero mi desesperación no le habría servido de ninguna ayuda. Nada podría haberle servido de ayuda. Durante el incidente del Febo me gané la confianza del magistrado Shiroyama, y él la mía, de modo que corrí el enorme riesgo de mostrarle el pergamino. Los rumores sobre su muerte, y la de Enomoto, fueron tan numerosos que no había forma de darles sentido… pero poco después me enteré de que habían arrasado el templo de Shiranui y que el feudo de Kyôga había pasado a manos del señor de Hizen. Se lo cuento… se lo cuento porque… porque no contárselo sería mentir por omisión, y yo no puedo mentirle.

Los lirios florecen en la maleza. Jacob está ruborizado y exhausto.

Orito prepara su respuesta.

—Cuando el dolor es agudo, cuando las decisiones son espinosas, nos creemos que somos cirujanos. Pero el tiempo pasa, y uno lo ve todo con más claridad, y yo ahora nos veo como los instrumentos quirúrgicos que el mundo utilizó para extirpar la Orden del monte Shiranui. Si aquel día usted me hubiese dado cobijo en Deshima, me habría ahorrado sufrimiento, sí, pero Yayoi seguiría prisionera allí. Los Doce Credos seguirían en vigor. ¿Cómo puedo perdonarlo si no hizo nada malo?

Llegan al pie de la colina. El río almena.

Hay un puesto de amuletos y pescado asado. Los asistentes al entierro vuelven a ser personas.

Unos hablan, otros bromean, otros miran al administrador holandés y a la comadrona.

—Debe de ser difícil —dice Orito— no saber cuándo volverá a ver Europa.

—Para aliviar el dolor trato de ver Deshima como si fuese mi hogar. Mi hijo está aquí.

Jacob se imagina que abraza a esa mujer a la que nunca podrá abrazar…

… y que la besa, una sola vez, entre las cejas.

—¿Padre? —Yûan mira con el ceño fruncido a Jacob—, ¿te encuentras bien?

Qué rápido creces, piensa el padre. ¿Por qué no me lo avisaron?

Orito dice, en holandés:

—Bueno, administrador De Zoet, nuestros pasos juntos han terminado.