Desde la terraza de la Sala del Último Crisantemo, Magistratura de Nagasaki
El noveno día del noveno mes
Las gaviotas revolotean entre los rayos de sol por encima de los elegantes tejados y de los anodinos techos de paja, robando vísceras en el mercado y huyendo sobre los huertos tapiados, los muros almenados de pinchos, las pagodas crujientes y los establos repletos de estiércol; sobrevuelan en círculos las torres y las campanas cavernosas y las plazas escondidas donde los orinales se colocan junto a los pozos tapados, observadas por los muleros, las mulas y los perros de hocico lobuno, e ignoradas por almadreñeros contrahechos; ganan velocidad por encima del encajonado río Nakashima y pasan volando bajo los ojos del puente, entrevistas desde las puertas de las cocinas, observadas por los campesinos que caminan por las crestas pedregosas de las montañas. Planean las gaviotas entre las nubes de vapor que despiden las tinas de las lavanderas; por encima de los milanos que despedazan cadáveres de gato; de los estudiosos que atisban la verdad en sutiles esquemas; de los adúlteros de los burdeles; de pordioseras con el corazón roto; de pescaderas que trocean langostas y cangrejos; de sus maridos, que limpian caballas sobre una tabla; de los hijos de los leñadores, que afilan hachas; de fabricantes de velas, que enrollan cera; de funcionarios de mirada pétrea, que exigen tributos; de laqueadores lánguidos; tintoreros con la piel manchada; adivinos inexactos; mentirosos impasibles; tejedores de tatamis; cortadores de junco; calígrafos con los labios manchados de tinta, que mojan pinceles; libreros arruinados por los libros que no venden; cortesanas, catadores, ayudas de cámara, pajes que sisan; cocineros acatarrados; lóbregas buhardillas donde las costureras se pinchan los encallecidos dedos con la aguja; falsos enfermos renqueantes; porqueros; estafadores; morosos ricos en excusas que se muerden los labios; acreedores que ya han oído de todo y aprietan las tuercas; reclusos atormentados por vidas más felices, y crápulas asediados por las mujeres de otros; tutores famélicos que sufren síncopes; bomberos que se convierten en saqueadores cuando la ocasión lo permite; testigos lacónicos; jueces comprados; suegras que siembran rosas y discordias; boticarios que trituran polvos en el mortero; palanquines que transportan hijas solteras; monjas silenciosas; putas de nueve años; mujeres otrora bellas y hoy roídas de pústulas; estatuas de Yizo consagradas con ramilletes de flores; sifilíticos que estornudan por narices putrefactas; alfareros; barberos; apicultores; vendedores ambulantes de aceite; curtidores; cuchilleros; recolectores del excremento nocturno; porteros; herreros y pañeros; torturadores; nodrizas; perjuros; descuideros; los recién nacidos; los adolescentes; los tercos y los dúctiles; los enfermos; los débiles y los rebeldes; vuelan las gaviotas sobre el tejado de un pintor que primero se apartó del mundo, después de su familia, y terminó enfrascado en una obra maestra que, al final, se ha apartado de su artífice; y cierran el círculo volviendo al lugar donde emprendieron el vuelo, justo encima del balcón de la Sala del Último Crisantemo, donde un charco de la lluvia caída en la víspera está evaporándose; un charco en el que el magistrado Shiroyama observa el reflejo borroso de unas gaviotas que revolotean entre los rayos de sol. Este mundo, piensa, contiene una sola obra de arte: el propio mundo.
• • •
Kawasemi le sostiene la bata interior a Shiroyama. La joven va vestida con un kimono decorado con campanillas azules coreanas. La rueda de las estaciones se ha roto, dice el clima primaveral de ese día de otoño, y yo también.
Shiroyama introduce en las mangas sus brazos de cincuentón.
La joven se agacha ante él, estirando y alisando la tela.
Le ciñe el fajín obi a la cintura.
Ha elegido un diseño verde y blanco poco común: ¿Verde para la vida, blanco para la muerte?
La cortesana hace gala de su costoso adiestramiento componiendo con suma pericia un nudo de diez lazadas.
—Necesito diez intentonas —decía siempre él— para conseguir que se sostenga.
Kawasemi levanta la chaqueta haori, larga hasta las rodillas: el magistrado de Nagasaki la coge y se la pone. La delicada seda negra cruje como la nieve y es ligera como el aire. Las mangas llevan bordado el escudo de la familia.
Dos habitaciones más allá resuenan los pasos de Naozumi, el pequeño de veinte meses de edad.
Kawasemi le pasa la caja inrô: está vacía, pero sin ella no se sentiría preparado. Shiroyama pasa el cordón de la caja por el botón netsuke: la joven le ha escogido un Buda tallado en pico de cálao.
Las manos firmes de Kawasemi guardan la daga tanto en su vaina.
Ojalá me muriese en tu casa, piensa, donde más feliz he sido…
Pasa la vaina por detrás del fajín obi, como prescribe la tradición.
… pero hay que guardar las formas.
—¡Chisss! —dice la criada en la habitación de al lado.
—¡Sisss! —dice Naozumi entre risas.
Una mano regordeta abre la puerta corredera, y el niño, que se parece a Kawasemi cuando se ríe y a Shiroyama cuando se enfurruña, entra corriendo en la habitación, por delante de la abochornada doncella.
—Ruego a su señoría que me perdone —dice, arrodillándose en el umbral.
—¡Te encontré! —dice con voz cantarina el sonriente niño, antes de tropezarse y caer.
—Termina de hacer el equipaje —le dice Kawasemi a la criada—. Ya te llamaré cuando llegue la hora.
La criada hace una reverencia y se retira. Tiene los ojos rojos de llorar.
El pequeño torbellino humano se pone de pie, se frota la rodilla y avanza tambaleándose hacia su padre.
—Hoy es un día importante —dice el magistrado.
Naozumi medio canta, medio pregunta:
—¿El patito en el estanque, ichi-ni-san?
Con una mirada, Shiroyama le dice a su concubina que no se ponga nerviosa.
Tanto mejor, piensa el magistrado, que el niño sea demasiado pequeño para entenderlo.
—Ven aquí —dice Kawasemi, arrodillándose—, ven aquí, Nao-kun…
El niño se sienta en el regazo de su madre y le agarra un mechón de pelo.
Shiroyama se sienta a un paso de distancia, mueve las manos con ademán de prestidigitador…
… y en la palma le aparece un castillo de marfil en la cima de una montaña de marfil.
El hombre lo gira lentamente, a escasos centímetros de los fascinados ojos del niño.
Escaleras diminutas; unas nubes; pinos; muros que surgen de la roca…
—Lo talló tu bisabuelo —dice Shiroyama— en un cuerno de unicornio.
… una puerta en arco; ventanas; aspilleras; y en lo alto, una pagoda.
—No puedes verlo —dice el magistrado—, pero en este castillo vive un príncipe.
Olvidarás esta historia, es consciente de ello, pero tu madre la recordará.
—El príncipe se llama como nosotros: Shiro, castillo, yama, montaña. El príncipe Shiroyama es muy especial. Un día, tú y yo tendremos que reunimos con nuestros antepasados, pero el príncipe de esta fortaleza no se muere nunca: no mientras fuera haya un Shiroyama vivo —yo, tú, tu hijo— que posea su castillo y mire en su interior.
Naozumi coge la talla de marfil y se la acerca a los ojos.
Shiroyama no coge al niño en brazos ni aspira su dulce aroma.
—Gracias, padre —dice Kawasemi, bajándole la cabeza al niño para imitar una reverencia.
Naozumi se escapa con su botín, saltando de tatami en tatami hasta la puerta.
Al llegar al umbral se vuelve para mirar a su padre, y Shiroyama piensa: Ahora.
Y los pasos del niño se lo llevan para siempre.
El deseo engaña a los padres para apartarlos de sus hijos, piensa Shiroyama, y los contratiempos, el deber…
Las caléndulas del búcaro son del color exacto del recuerdo del verano.
… pero quizá los más afortunados son los que nacen de un pensamiento irreflexivo, a saber: que el abismo intolerable que separa a los amantes sólo puede salvarse con los huesos y cartílagos de un nuevo ser.
La campana del templo de Ryûgayi marca la hora del caballo.
Ahora, piensa, tengo un homicidio que cometer.
—Será mejor que te vayas —dice Shiroyama a su concubina.
Kawasemi baja la mirada, decidida a no llorar.
—Si el niño apunta maneras al go, contrata a un maestro de la escuela Honinbo.
• • •
El vestíbulo de la Sala de los Sesenta Tatamis y el largo pasillo que conduce al patio delantero están abarrotados por una muchedumbre arrodillada: asesores, consejeros, inspectores, caciques, guardias, sirvientes, funcionarios del tesoro y su servicio doméstico. Shiroyama se detiene.
Los cuervos difunden rumores por el cielo espeso y pegajoso.
—Todos vosotros: levantad la cara. Quiero veros la cara.
Doscientas o trescientas cabezas miran hacia arriba: ojos, ojos, ojos…
… devoran un fantasma, piensa Shiroyama al verlos, que aún no ha muerto.
—¡Magistrado-sama!
Wada el Viejo se ha nombrado portavoz.
Shiroyama mira al leal e irritante anciano.
—Wada-sama.
—Servir al magistrado ha sido el mayor honor de mi vida…
El rostro de Wada está tenso de emoción; le brillan los ojos.
—Todos y cada uno de nosotros hemos extraído una lección de la sabiduría y ejemplo del magistrado…
Lo único que habéis aprendido de mí, piensa Shiroyama, es a garantizar que, en lo sucesivo, haya siempre mil hombres destacados en las defensas costeras.
—El recuerdo de su señoría vivirá para siempre en nuestras mentes y corazones.
Mientras mi cuerpo y mi cabeza, piensa Shiroyama, se pudren bajo tierra.
—¡Nagasaki no lo superará jamás! —exclama el anciano con el rostro bañado en lágrimas.
Oh, se imagina Shiroyama, dentro de una semana todo habrá vuelto a la normalidad.
—En nombre de todos los que hemos tenido, tenemos, el privilegio de estar a su servicio…
¿Hasta el intocable, piensa el magistrado, que vacía mi orinal?
—… yo, Wada, ¡le transmito nuestro eterno agradecimiento por su gentil auspicio!
Bajo los aleros, las palomas arrullan como las abuelas a los recién nacidos.
—Gracias —dice él—. Servid a mi sucesor como me habéis servido a mí.
Así que, piensa, el discurso más estúpido que he oído en toda mi vida ha tenido que ser el último.
El chambelán Tomine le abre la puerta para su última cita.
• • •
La puerta de la Sala de los Sesenta Tatamis se cierra con un ruido sordo. Ahora nadie podrá entrar hasta que salga el chambelán Tomine y anuncie la honorable muerte del magistrado Shiroyama. La multitud casi enmudecida del vestíbulo va regresando al luminoso reino de la vida. Por respeto al magistrado, el ala entera permanecerá desierta hasta el anochecer, a excepción de algún que otro guardia.
Hay un ventanal medio abierto, pero hoy la sala está oscura y cavernosa.
El señor abad Enomoto está estudiando la situación de la partida de go.
El abad se vuelve e inclina la cabeza. Su acólito hace una marcada reverencia.
El magistrado emprende el viaje hacia el centro de la estancia. Su cuerpo va apartando cortinas de aire silencioso; los pies se arrastran por el suelo. El chambelán Tomine sigue la estela de su señor.
La Sala de los Sesenta Tatamis podría tener seiscientos de ancho o seis mil de largo.
Shiroyama se sienta a la mesa del go, frente a su enemigo.
—Es de un egoísmo imperdonable causar estas dos últimas molestias a un hombre tan atareado.
—Las peticiones de su señoría —responde Enomoto— me halagan especialmente.
—Mucho antes de conocer a Enomoto-sama en persona ya había oído hablar, en voz baja e impresionada, de sus hazañas con la espada.
—La gente exagera esas historias, pero es cierto que, a lo largo de mi vida, cinco hombres me han pedido que oficiase de kaishaku en sus muertes, cometido que siempre he desempeñado de manera competente.
—Me vino a la mente su nombre, señor abad. El suyo y ningún otro.
Shiroyama baja la mirada hacia el fajín de Enomoto en busca de la vaina de su espada.
—Me la ha traído mi acólito —dice el abad, señalando al joven con la cabeza.
La espada, envuelta en tela negra, está colocada en un cuadrado de terciopelo rojo.
En una mesa lateral hay una bandera blanca, cuatro tazas negras y un recipiente hecho con una calabaza roja.
Tendida con mucho tacto a cierta distancia hay una sábana blanca de lino, lo bastante grande para envolver un cadáver.
—¿Todavía desea —pregunta Enomoto, apuntando al tablero— terminar lo que habíamos empezado?
—Algo hay que hacer antes de morir. —El magistrado se cubre las rodillas con la chaqueta haori y concentra su atención en la partida—, ¿ha decidido su próximo movimiento?
Enomoto coloca una piedra blanca para amenazar el enclave más oriental de las negras.
El cuidadoso clic de la piedra suena como el bastón de un ciego.
Shiroyama va sobre seguro con un movimiento que es a la vez puente y cabeza de puente contra el norte de las blancas.
«Para ganar», le enseñó su padre, «es preciso purificarse del deseo de ganar».
Enomoto refuerza su ejército del norte abriendo una brecha entre sus tropas.
Ahora el ciego se mueve más rápido: clic, hace su bastón; clic, coloca una piedra en el tablero.
Unos pocos movimientos después, las negras de Shiroyama capturan un grupo de seis blancas.
—Tenían las horas contadas —señala Enomoto, infiltrando un espía tras la frontera occidental de las negras.
Shiroyama se desentiende y empieza a trazar una carretera entre su ejército occidental y el central.
Enomoto coloca otra piedra incomprensible al sudoeste de la nada.
Dos movimientos después, al audaz puente de Shiroyama sólo le faltan tres piedras para completarse. Es imposible, piensa el magistrado, que no me oponga resistencia.
Enomoto coloca una piedra a escasa distancia de su espía occidental… y Shiroyama vislumbra de repente las estaciones intermedias de un cerco de piedras negras que va del suroeste al noreste.
Si las blancas impiden que los principales ejércitos de las negras se fusionen en una fase tan avanzada de la partida…
… mi imperio, observa Shiroyama, quedará fragmentado en tres míseros feudos.
El puente está a tan sólo dos intersecciones de distancia: Shiroyama posee una…
… y Enomoto coloca una piedra blanca en la otra: la batalla da un vuelco.
Voy ahí, y él me sigue; vengo aquí, y él viene detrás; voy allá, y él…
Pero al quinto intercambio de movimiento y réplica, Shiroyama se olvida del movimiento originario.
El go es un duelo de profetas, piensa. Gana el que ve más lejos.
A sus ejércitos divididos no les queda otra que rezar por que las blancas cometan un error.
Pero Enomoto, el magistrado es muy consciente de ello, no comete errores.
—¿No ha sospechado nunca —pregunta— que no somos nosotros los que jugamos al go, sino el go el que nos juega a nosotros?
—Su señoría tiene una mente monástica —contesta Enomoto.
Se suceden más movimientos, pero la partida ha superado el momento de mayor intensidad.
Discretamente, Shiroyama cuenta los territorios controlados por las negras y los prisioneros capturados.
Enomoto se percata, hace lo propio con las piedras blancas, y espera al magistrado.
El abad cuenta ocho puntos a favor de las blancas; Shiroyama le da un margen de victoria de ocho puntos y medio.
—Ha sido un duelo —señala el perdedor— entre mi audacia y su sutileza.
—Mi sutileza ha estado a punto de costarme cara —admite Enomoto.
Los jugadores vuelven a colocar las piedras en los cuencos.
—Asegúrate de que este go sea para mi hijo —ordena Shiroyama a Tomine.
• • •
Shiroyama señala la calabaza roja.
—Gracias por traer el sake, señor abad.
—Gracias a usted, magistrado, por respetar mis precauciones. Hasta el último momento.
Shiroyama tamiza el tono de Enomoto en busca de destellos de sarcasmo, pero no encuentra ninguno.
El acólito coge la calabaza y llena las cuatro tazas negras.
En la Sala de los Sesenta Tatamis reina un silencio de cementerio olvidado.
Mis últimos minutos, piensa el magistrado mientras observa al cuidadoso acólito.
Una mariposa negra se choca contra la mesa.
El acólito le da la primera taza de sake al magistrado, la segunda a su señor, la tercera al chambelán, y luego regresa a su cojín con la cuarta.
Para no mirar las tazas de Tomine y Enomoto, Shiroyama piensa en las almas agraviadas —¿cuántas decenas, cuántos centenares?— que estarán observando desde los bordes de las tinieblas, sedientas de venganza. Alza la copa y dice:
—La vida y la muerte son inseparables.
Los otros tres repiten la manida frase. El magistrado cierra los ojos.
La taza de lava esmaltada del Sakurayima le resulta áspera en los labios.
El licor, espeso y astringente, inunda la boca del magistrado…
… y le deja un regusto aromático… sin el menor rastro del aditivo.
Desde el interior de la oscura tienda de sus párpados, oye beber al leal Tomine…
… pero ni Enomoto ni el acólito hacen lo propio. Espera. Pasan unos segundos.
La desesperación se adueña del magistrado. Enomoto sabía lo del veneno.
Cuando abra los ojos se encontrará con una mueca de escarnio.
Toda nuestra planificación, nuestra inventiva y el terrible sacrificio de Tomine habrán sido en vano.
Ha fallado a Orito, a Ogawa y a De Zoet, y a todas las almas agraviadas.
¿Nos habrá traicionado el intermediario de Tomine? ¿O el boticario chino?
¿Debería intentar matar al diablo con mi espada ceremonial?
En el preciso instante en que el magistrado abre los ojos para sopesar las posibilidades, Enomoto apura su taza…
… y el acólito la suya, un instante después de su señor.
En un abrir y cerrar de ojos, la desesperación de Shiroyama ha dejado paso a un simple hecho: lo sabrán dentro de unos minutos, y estaremos muertos dentro de cuatro.
—Extiende la sábana, chambelán. Justo ahí…
Enomoto levanta la mano.
—Eso puede hacerlo mi acólito.
El joven, bajo la mirada de los demás, despliega la amplia sábana de cáñamo blanco. Su finalidad tradicional es absorber la sangre del cuerpo decapitado y, posteriormente, envolver el cadáver, pero esta mañana la sábana cumple la función adicional de distraer a Enomoto del verdadero movimiento definitivo del magistrado, mientras sus cuerpos absorben el sake.
—¿Quiere que recite —se ofrece el señor abad— un mantra de redención?
—La redención que quepa obtener en este momento —responde Shiroyama— es sólo mía.
Enomoto no dice nada, pero coge su espada.
—¿Su hara-kiri será visceral, magistrado, con una daga tanto, o consistirá en un simple roce simbólico con el abanico, según la moda actual?
Shiroyama empieza a notar entumecidos los dedos de pies y manos. El veneno ya está alojado en nuestras venas.
—Antes de eso, señor abad, le debo una explicación.
Enomoto posa la espada en su regazo.
—¿Acerca de qué?
—De los motivos por los que los cuatro estaremos muertos dentro de tres minutos.
El señor abad escruta el rostro de Shiroyama para confirmar que no ha debido de oír bien.
El acólito, bien adiestrado, se pone de pie y se agazapa, escudriñando la silenciosa sala en busca de amenazas.
—En momentos así —dice Enomoto con suficiencia—, las emociones oscuras pueden ofuscarnos el corazón, pero por el bien de su posteridad, magistrado, debe usted…
—¡Guarde silencio hasta oír el veredicto del magistrado!
El chambelán de nariz aplastada habla con la plena autoridad que le confiere el cargo.
Enomoto mira parpadeando al anciano.
—Dirigirse a mí en ese…
—Señor abad Enomoto-no-kami —Shiroyama sabe qué queda poco tiempo—, daimio del feudo de Kyôga, sumo sacerdote del templo del monte Shiranui, por el poder que me otorga el augusto shogun, se le declara culpable del homicidio de las sesenta y seis mujeres enterradas detrás de la posada Harubayashi, en la carretera del mar de Ariake; de organizar el cautiverio de las hermanas del templo del monte Shiranui; y del infanticidio constante y contra natura de la prole engendrada en esas mujeres por usted y sus monjes. Estos crímenes los expiará con su muerte.
El chacoloteo amortiguado de unos caballos penetra en la sala cerrada.
—Me duele —dice impasible Enomoto— ver cómo una mente otrora noble…
—¿Niega las acusaciones? ¿O se cree inmune a ellas?
—Sus preguntas son innobles. Sus acusaciones son despreciables. Suponer que usted, un funcionario designado y ahora caído en desgracia, podría castigarme a mí… ¡a mí!… es de una arrogancia pasmosa. Vamos, acólito, abandonemos esta escena tan deplorable y…
—¿Cómo es que tiene las manos y los pies tan fríos en un día tan caluroso?
Enomoto abre su desdeñosa boca y mira la calabaza con el ceño fruncido.
—No la he perdido de vista en ningún momento, maestro —afirma el acólito—. No le han echado nada.
—En primer lugar —dice Shiroyama— le expondré mis motivos. Cuando, hace dos o tres años, nos llegó el rumor de que había cadáveres escondidos en un bosquecillo de bambú, detrás de la posada Harubayashi, no hice mucho caso. Los rumores no constituyen pruebas, sus amistades en Edo son más poderosas que las mías y el jardín trasero de un daimio no es asunto de nadie… por lo general. Pero cuando hizo desaparecer a la comadrona que salvó las vidas de mi vástago y de mi concubina, mi interés por el templo del monte Shiranui comenzó a avivarse. El señor de Hizen envió un espía que refirió unas historias grotescas sobre sus monjas retiradas. El hecho de que no tardasen en asesinarlo no hizo sino confirmar sus relatos, de modo que cuando cierto testamento guardado en un tubo de madera de cornejo…
—El apóstata Yiritsu era una víbora que se revolvió contra la Orden.
—Claro, y a Ogawa Uzaemon lo mataron unos bandoleros de las montañas, ¿verdad?
—Ogawa era un espía y un perro que murió como un espía y un perro. —Enomoto se pone de pie balanceándose, se tambalea, cae al suelo y gruñe—: ¿Qué has… qué has…?
—El veneno ataca a los músculos del cuerpo, empezando por las extremidades y terminando en el corazón y el diafragma. Se extrae de las glándulas de una serpiente arborícola que sólo habita en un delta de Siam, donde se la conoce como «serpiente de los cuatro minutos». Un farmacólogo tan instruido como el abad ya se imaginará por qué. Su letalidad sólo es comparable a la dificultad de conseguirlo, pero Tomine, en materia de contactos, también es un chambelán incomparable. Lo hemos probado con un perro que duró… ¿cuánto, chambelán?
—Menos de dos minutos, señoría.
—No sabemos si el perro murió por hemorragia o por asfixia, pero enseguida saldremos de dudas. En estos momentos ya no me siento los codos ni las rodillas.
El acólito ayuda a Enomoto a sentarse…
… pero cae y se queda tendido en el suelo, retorciéndose como una marioneta con los hilos cortados.
—Al contacto con el aire —prosigue el magistrado—, el veneno se solidifica en forma de copos finos y translúcidos. Pero un líquido, en especial un licor, como el sake, lo disuelve al instante. De ahí las toscas tazas de Sakurayima: para camuflar el veneno untado en sus paredes internas. El hecho de que haya previsto mi ataque en el tablero de go, pero no haya reparado en esta simple estratagema, justifica de sobra mi muerte.
Enomoto, con el rostro crispado de terror y rabia, trata de empuñar la espada, pero tiene el brazo rígido y acorchado y no consigue desenvainarla. Se mira la mano incrédulo y, con un gruñido gutural, da un puñetazo a su taza de sake.
La taza rebota por el suelo vacío, como un guijarro en la superficie de una laguna oscura.
—Si supieses, Shiroyama, maldito tábano, lo que acabas de hacer…
—Lo que sé es que las almas de esas mujeres enterradas sin duelo detrás de la posada Harubayashi…
—¡Esas putas deformes nacieron destinadas a morir en el arroyo!
—… esas almas podrán descansar en paz a partir de ahora. Se ha hecho justicia.
—¡La Orden de Shiranui les alarga la vida, no se la acorta!
—¿Para qué? ¿Para criar «dones» con los que nutrir vuestro delirio?
—¡Sembramos y recogemos la cosecha! ¡La cosecha es nuestra y la usamos como nos plazca!
—Su orden siembra crueldad al servicio de la locura y…
—¡Los credos surten efecto, termita humana! ¡El aceite de las almas surte efecto! ¿Cómo habría podido durar tantos siglos una orden fundada en una locura? ¿Cómo habría podido un abad ganarse mediante ensalmos de curandero el favor de los hombres más astutos del imperio?
Los creyentes más puros, piensa Shiroyama, son los verdaderos monstruos.
—Su orden muere con usted, señor abad. El testimonio de Yiritsu ha llegado a Edo y… —el aliento empieza a fallarle conforme el veneno le agarrota el diafragma—… sin usted allí para defenderlo, el templo del monte Shiranui perderá todo apoyo oficial.
La taza arrojada describe un amplio arco, rodando y susurrando.
Shiroyama, sentado en la posición del loto, pone a prueba los brazos. Han muerto antes que él.
—Nuestra Orden —balbucea Enomoto entre jadeos—, la Diosa, el ritual recolectaba almas…
A Tomine se le escapa una especie de gorgoteo. Le tiembla la mandíbula.
Los ojos de Enomoto hierven y brillan.
—No puedo morir.
Tomine se desploma encima del tablero de go. Los dos cuencos de piedras se desperdigan por el suelo.
—Senectud neutralizada —dice Enomoto con el rostro contraído—, piel inmaculada, vigor intacto.
—Maestro, tengo frío —la voz del acólito se derrite—, tengo frío, maestro.
—En la otra orilla del río Sansho —dice Shiroyama gastando sus últimas palabras— te esperan tus víctimas.
Su lengua y labios ya no colaboran. Hay quien dice, el cuerpo de Shiroyama se convierte en piedra, que no hay vida más allá de la muerte. Hay quien dice que los seres humanos no son más eternos que los ratones o las efímeras. Pero tus ojos, Enomoto, demuestran que el Infierno no es una invención, pues el Infierno se refleja en ellos. El suelo se inclina y se convierte en una pared.
Por encima de él, la maldición de Enomoto suena deforme y estrangulada.
Déjalo atrás, piensa el magistrado. Deja todo atrás…
El corazón de Shiroyama para de latir. El pulso de la tierra le palpita en el oído.
A unos pocos centímetros hay una piedra de go, una concha de almeja, lisa y perfecta…
… una mariposa negra se posa en la piedra blanca, y abre las alas.