XXXVIII

Atalaya de Deshima

Mediodía del 20 de octubre de 1800

William Pitt gruñe al oír pasos en las escaleras. Jacob de Zoet mantiene el catalejo enfocado en el Febo: la fragata está a más de media milla de distancia, dando hábiles bordadas contra el húmedo nordeste para dejar atrás la factoría china —algunos de cuyos habitantes contemplan el espectáculo sentados en los tejados— y situarse en paralelo a Deshima.

—Veo que Arie Grote terminó dándole su sombrero de presunta boa constrictor.

—He ordenado a todo el personal que se traslade a la Magistratura, doctor. Incluido usted.

—Si se queda aquí, domburgués, va a necesitar un médico.

La fragata abre las portañolas, clac, clac, clac, como martillazos en un clavo.

—O si no —Marinus se suena la nariz—, un enterrador. Va a llover. Tenga —el médico saca algo crujiente—. Kobayashi te manda un impermeable.

Jacob baja el catalejo.

—¿El anterior propietario murió de sífilis?

—Un poco de respeto por un enemigo muerto, para que su fantasma no venga a molestarlo.

Jacob se pone la capa de paja sobre los hombros.

—¿Dónde está Eelattu?

—Donde todos los hombres cuerdos, en la Magistratura.

—¿Han transportado su clavicémbalo sin percances?

—El clavicémbalo y la farmacopea; venga y únase a ellos.

Los filamentos de lluvia rozan el rostro de Jacob.

—Mi puesto está en Deshima.

—Si cree que los ingleses no van a abrir fuego porque un escribano con ínfulas…

—No creo nada por el estilo, doctor, pero… —Jacob repara en los veinte o más infantes de marina vestidos con casacas escarlata que trepan a los obenques—. Para repeler cualquier tentativa de abordaje… tal vez. Porque para disparar con los mosquetes tendrían que acercarse a… unos cien metros, y el riesgo de encallar sería demasiado alto en aguas hostiles a los navíos británicos.

—Prefiero una ráfaga de mosquetazos que una descarga de cañonazos.

Dame valor, reza Jacob.

—Mi vida está en manos de Dios.

—Oh —suspira Marinus—, el dolor que pueden causar esas pocas palabras piadosas…

—Vaya a refugiarse a la Magistratura, entonces, y así no tendrá que aguantarlas.

Marinus se apoya en la barandilla.

—El joven Oost piensa que debe usted de tener en la manga algún plan secreto de defensa, algo para revertir los reveses de la fortuna.

—Mi defensa —Jacob se saca el salterio del bolsillo de la chaqueta— es mi fe.

Cobijado bajo el abrigo, Marinus examina el viejo y grueso volumen, y pasa el dedo por la bala del mosquete, bien incrustada en el cráter.

—¿Al corazón de quién iba dirigido esto?

—Al de mi bisabuelo, pero el libro ha estado en manos de mi familia desde la época de Calvino.

Marinus lee el título.

—¿Los salmos? ¡Domburgués, es usted una caja de sorpresas! ¿Cómo logró colar de matute este batiburrillo de traducciones disparejas del arameo?

—Ogawa Uzaemon hizo la vista gorda en el momento justo.

—«Tú eres el que da victoria a los reyes» —lee Marinus—, «el que rescata a su siervo David de la maligna espada».

El viento arrastra el eco de las órdenes que se transmiten a bordo del Febo.

En la plaza Edo, un oficial grita a sus hombres, que replican a coro.

A unos pocos metros de sus cabezas, la bandera holandesa tremola y susurra al viento.

—Ese trapo tricolor no moriría por usted, domburgués.

El Febo se acerca amenazante: es elegante, hermoso y maligno.

—Nadie ha muerto jamás por una bandera, sino por lo que representa.

—Ardo en deseos de saber por qué está arriesgando su vida. —Marinus mete las manos en su estrafalario abrigo—. No puede ser sólo porque el capitán inglés le haya llamado «tendero».

—Que sepamos, esta es la única bandera holandesa que queda en el mundo.

—Que sepamos, así es. Aun así, seguiría sin morir por usted.

—Él… —Jacob advierte que el capitán inglés los observa con el catalejo—… cree que los holandeses somos unos cobardes. Pero todas y cada una de las potencias de nuestro turbulento vecindario, empezando por España, han tratado de acabar con nuestra nación. Y ninguna lo ha conseguido. Ni siquiera el mar del Norte nos ha desalojado de nuestro borde fangoso del continente, y ¿por qué?

—Pues por qué va a ser, domburgués, ¡porque no tenemos otro sitio adonde ir!

—No, doctor. Es porque somos unos malditos cabezotas.

—¿A su tío le gustaría que su sobrino demostrase la virilidad holandesa muriendo aplastado bajo un montón de tejas y ladrillos?

—Mi tío citaría a Lutero: «Los amigos nos muestran lo que podemos hacer, pero los enemigos nos muestran lo que debemos hacer».

Jacob se distrae estudiando a través del catalejo el mascarón de proa de la fragata, que ya está a un tercio escaso de milla. El escultor de ese Febo le confirió un gesto de diabólica determinación.

—Doctor, tiene que marcharse ya.

—¡Pero piense en la Deshima post De Zoet! Nos veríamos reducidos al administrador Ouwehand y al adjunto Grote. Déjeme el catalejo.

—Grote es nuestro mejor comerciante: sería capaz de venderle cagarrutas de oveja a un pastor.

William Pitt gruñe en dirección al Febo con un gesto desafiante de lo más humano.

Jacob se quita la capa de paja de Kobayashi y se la pone al mono.

—Por favor, doctor. —La lluvia empapa los tablones—. No me haga sentir más culpable.

Las gaviotas abandonan el caballete del tejado de la Corporación de Intérpretes, cuyas puertas y ventanas están selladas con tablas.

—¡Ego te absolvo! Yo soy indestructible, como un judío errante que se multiplica. Me despertaré mañana, pasados unos pocos meses, y empezaré todo de nuevo. Mire: Daniel Snitker está en el alcázar. Lo delatan esos andares de homínido…

Jacob se lleva los dedos a la nariz torcida. ¿Sólo ha pasado un año?

El piloto del Febo grita órdenes. Los marineros encaramados a las vergas recogen las gavias…

… y el buque de guerra se detiene casi en seco, a unos trescientos metros de la orilla.

El miedo de Jacob es tan grande como una nueva víscera que le hubiese brotado entre el corazón y el hígado.

Unos cuantos gavieros, haciendo bocina con las manos, gritan al administrador en funciones: «¡Ríndete, holandesito! ¡Ríndete, ríndete!», y le muestran los dedos índice y corazón estirados.

—¿Por qué… —la voz de Jacob es tensa y aguda—… hacen eso los ingleses?

—Tengo entendido que el gesto viene de los arqueros de la batalla de Agincourt.

Un cañón asoma por la portañola situada más a popa; después otro; después los doce de esa banda.

Unas avefrías vuelan a ras de la pétrea superficie del agua: las puntas de las alas gotean agua salada.

—Van a hacerlo. —La voz de Jacob no es la suya—. ¡Marinus! ¡Váyase!

—A decir verdad, Piet Baert me contó que, un invierno (cerca de Palermo, si no me falla la memoria), Grote llegó a venderles cagarrutas de oveja a unos pastores.

Jacob ve al capitán inglés abrir la boca y gritar…

—¡Fuego!

Jacob cierra los ojos y pone la mano en el salterio.

La lluvia bautiza todos los segundos que transcurren hasta que hacen explosión los cañones.

El estruendo entrecortado hizo estragos en los sentidos de Jacob. El cielo se volcó hacia un lado. Un cañón más lento disparó después de los demás. El holandés no recuerda haberse lanzado al suelo de la atalaya, pero ahí es donde se encuentra ahora mismo. Comprueba que no le falta ningún miembro. Sigue entero. Tiene los nudillos rasguñados y, misteriosamente, le duele el testículo izquierdo, pero por lo demás está ileso.

Ladran todos los perros y los cuervos han enloquecido.

Marinus está apoyado en la barandilla.

—El almacén número seis habrá que reconstruirlo; hay un boquete enorme en el espigón, detrás de la Corporación de Intérpretes; el comisario Kosugi probablemente… —del Malecón llega un tremendo ronquido y un estrépito—… probablemente se aloje en otro lugar esta noche, y yo me he meado encima del miedo. Nuestra gloriosa bandera, como puede ver, no ha sufrido el menor daño. La mitad de los disparos nos han pasado por encima… —el médico mira hacia tierra firme—… y han causado destrozos en Nagasaki. Quid non mortalia pectora cogis, Auri sacra fames.

La brisa está rasgando la mortaja de humo de la fragata.

Jacob se pone en pie y prueba a respirar con normalidad.

—¿Dónde está William Pitt?

—Salió corriendo: un Macaca fuscata es más listo que dos Homo sapiens.

—No sabía que fuese usted un veterano de guerra, doctor.

Marinus exhala una bocanada de aire.

—¿El fuego de artillería a corta distancia le ha hecho entrar en razón, o quiere que nos quedemos?

No puedo abandonar Deshima, se dice Jacob, y tengo miedo de morir.

—O sea, que nos quedamos. —Marinus chasquea la lengua—. Disimularemos de un breve entreacto hasta que los británicos reanuden el espectáculo.

Como todos los días, el templo de Ryûgayi anuncia la hora del caballo.

Jacob mira hacia la Puerta Terrestre. Unos pocos centinelas indecisos se aventuran a salir.

Un grupo corre desde la plaza Edo hacia el puente de Holanda.

Jacob recuerda el día en que se llevaron a Orito en un palanquín.

Se pregunta cómo hará la mujer para sobrevivir, y reza una plegaria en silencio.

El tubo del pergamino de Ogawa está escondido en el bolsillo de su chaqueta.

Si me matan, que alguien de autoridad lo encuentre y lo lea…

Algunos de los mercaderes chinos los señalan y saludan desde sus tejados.

La actividad en las portañolas del Febo promete otra andanada.

O sigo hablando, se da cuenta Jacob, o me desmorono como un castillo de arena.

—Ya sé en lo que no cree, doctor. Ahora dígame: ¿en qué cree?

—Ah, pues en la metodología de Descartes, en las sonatas de Domenico Scarlatti, en la eficacia de la corteza de quina… En realidad son muy pocas las cosas dignas de creerse o no creerse. Más vale luchar por coexistir que afanarse en rebatir…

Las nubes se derraman por las crestas de las montañas; la lluvia gotea del sombrero de Arie Grote.

—La Europa del norte es un lugar de luz fría y líneas nítidas… —Jacob sabe que está diciendo sandeces pero no puede parar—… como el protestantismo. El mundo mediterráneo está hecho de resoles indómitos y sombras impenetrables. Como el catolicismo. Y luego tenemos este… —Jacob mueve la mano hacia la tierra—… este… misterioso… Oriente… con sus campanas, sus dragones, sus muchedumbres… Aquí, los conceptos de transmigración, de karma, que en nuestra tierra son herejías, poseen una… una…

El escribano da un estornudo.

—Salud. —Marinus se echa agua de lluvia en la cara—. ¿Verosimilitud?

Jacob vuelve a estornudar.

—No tiene mucho sentido lo que digo.

—Uno puede entenderlo todo muy bien y decir muchos sinsentidos.

En lo alto de una pendiente de tejados amontonados, una casa agrietada tiene una hemorragia de humo.

Jacob intenta localizar la Casa de las Glicinias, pero Nagasaki es un laberinto.

—Doctor, ¿quienes creen en el karma creen que los… pecados involuntarios se pagan en la próxima vida, o se pagan en esta, en una sola existencia?

—Sea cual sea su supuesto crimen, domburgués —Marinus saca una manzana para cada uno—, dudo que sea tan grave como para que nuestra situación actual represente un castigo proporcionado y justificado.

El médico se lleva la manzana a la boca…

Esta vez, el zambombazo derriba a los dos hombres.

Jacob vuelve en sí, acurrucado como un niño bajo las mantas en una habitación repleta de fantasmas.

Fragmentos de tejas se estrellan en el suelo.

Me he quedado sin manzana, piensa.

—Por Cristo, Mahoma y Fhu Tsi Weh —dice Marinus—, nos hemos salvado por un pelo.

He sobrevivido dos veces, piensa Jacob, pero los problemas siempre llegan de tres en tres.

Los holandeses se ayudan mutuamente como un par de inválidos.

Las dos hojas de la Puerta Terrestre han saltado por los aires, y las filas de guardias que formaban ordenadamente en la Plaza Edo ya no están tan ordenadas. Dos cañonazos desgarran las filas en dos sitios diferentes: como canicas, piensa Jacob, recordando un juego de cuando era niño, contra soldaditos de madera.

Cinco, seis o siete hombres de carne y hueso están en el suelo, chillando y retorciéndose.

Hay caos y gritos y carreras y manchas de un rojo brillante.

He ahí el fruto de tus principios, se burla una voz en su fuero interno, presidente De Zoet.

Los marineros del Febo ya no se burlan de ellos.

—Mire ahí.

El médico señala el tejado que hay debajo. Una bala ha entrado por un lado y ha salido por el opuesto. La mitad de las escaleras que bajan a la Plaza de la Bandera está reducida a escombros. Justo cuando están mirando, el caballete del tejado se hunde y cae dentro de la habitación del último piso.

—Pobre Fischer —apunta Marinus—. Sus nuevos amiguitos le han roto todos los juguetes. Mire, domburgués, ya les ha plantado bastante cara y no tiene nada de deshonroso que…

La madera cruje y las escaleras se vienen abajo con estrépito.

—Bueno —dice Marinus—, podríamos bajar de un salto a la habitación de Fischer… tal vez…

Antes muerto, Jacob enfoca a Penhaligon con el catalejo, que salir huyendo ahora.

Ve a los artilleros subir al alcázar.

—Doctor, las carroñadas…

Ve a Penhaligon apuntándolo con el catalejo.

Maldito seas, piensa Jacob, mira y aprende algo de los tenderos holandeses.

Uno de los oficiales ingleses parece estar discutiendo con el capitán.

El capitán no le hace caso. Los artilleros levantan unos toneles hasta las bocas de los cañones más mortíferos del buque.

—Balas encadenadas, doctor —dice Jacob—. Arriésguese a saltar.

Baja el catalejo: ya no tiene sentido seguir usándolo.

Marinus arroja la manzana contra el Febo.

Cras Ingens Iterabimus Aequor.

Jacob se imagina unos densos conos de metralla volando hacia ellos…

… que alcanzarán los doce metros de ancho en el momento de llegar a la plataforma.

La metralla les desgarrará la ropa, la piel y las vísceras, y les saldrá por el otro lado…

No dejes que la muerte, se recrimina Jacob, sea tu último pensamiento.

El escribano trata de reconstruir, de delante hacia atrás, los tortuosos senderos que lo han conducido a este presente…

Vorstenbosch, Zwaardecroone, el padre de Anna, el beso de Anna, Napoleón…

—¿No tendrá inconveniente en que recite el salmo vigésimo tercero, doctor?

—No, siempre que no tengas inconveniente en que me una a ti, Jacob.

Codo con codo, bajo la resbaladiza lluvia, los dos holandeses se agarran a la barandilla de la plataforma.

El hijo del pastor se quita el sombrero de Grote para dirigirse a su Creador.

—«El Señor es mi pastor; nada me faltará».

La voz de Marinus es un violonchelo bien curado; Jacob está temblando.

—«En prados de tiernos pastos me hace descansar; junto a aguas tranquilas…».

Jacob cierra los ojos y se imagina la iglesia de su tío.

—«… por el recto sendero por amor de su nombre».

Geertje está a su lado. Jacob desearía que su hermana hubiese conocido a Orito…

—«Aunque camine por el valle en sombra de la muerte…»…

Y Jacob aún tiene el pergamino, y lo siento, lo siento…

—«No temeré mal alguno, pues tú andarás conmigo; tu vara y tu cayado…».

Jacob espera la explosión y la nube de metralla y el desgarro.

—«… me infundirán aliento. Tú preparas ante mí una mesa…».

Jacob espera la explosión y la nube de metralla y el desgarro.

—«… en presencia de mis enemigos; me unges la cabeza con aceite…».

La voz de Marinus se ha apagado; debe de fallarle la memoria.

—«… y mi copa rebosa. Tu bondad y tu gracia me acompañan…».

Jacob oye a Marinus sacudirse entre risas silenciosas.

Abre los ojos y ve alejarse al Febo.

La vela mayor se despliega, recibe el viento húmedo y se hincha al instante…

• • •

Jacob duerme a trompicones en la cama del administrador Van Cleef. Aficionado como es a elaborar listas, el escribano enumera los motivos de un sueño tan convulso: primero, las pulgas de la cama del administrador; segundo, el «Deshima Gin», la bebida de celebración que preparó Baert, así denominada porque sabe a todo menos a ginebra; tercero, las ostras enviadas por el magistrado Shiroyama; cuarto, el ruinoso inventario, obra de Con Twomey, de los desperfectos sufridos por las propiedades holandesas; quinto, las reuniones de mañana con Shiroyama y los funcionarios de la Magistratura; y sexto, su registro mental de lo que la historia dará en llamar el Incidente del Febo, con el correspondiente dietario de consecuencias. En la columna de ganancias, los ingleses no han conseguido quitarles ni un clavo de especia a los holandeses, ni una piedra de alcanfor a los japoneses. Cualquier posibilidad de acuerdo anglo-nipón será inconcebible hasta dentro de dos o tres generaciones. En la columna de pérdidas, el personal de la factoría ha quedado reducido a ocho europeos y un puñado de esclavos, una plantilla tan escasa que ni siquiera puede tildarse de «raquítica», y, salvo que llegue un barco en junio —algo poco probable, toda vez que Java está en poder de los británicos y la VOC ya no existe—, Deshima tendrá que depender de los préstamos de los japoneses para hacer frente a sus gastos. Está por ver si el «antiguo aliado» seguirá siendo un huésped bienvenido ahora que se halla en la miseria, máxime si los japoneses consideran a los holandeses parcialmente responsables por haber atraído al Febo. El intérprete Hori ha traído información sobre los daños sufridos en Nagasaki: seis soldados muertos, y otros seis heridos, en la Plaza Edo; y varios civiles quemados en el incendio que se declaró cuando una bala impactó en una cocina del distrito de Shinmachi. Las consecuencias políticas, ha insinuado Hori, son si cabe más importantes.

Nunca he oído hablar, piensa Jacob, de un administrador de veintiséis años…

… ni, da vueltas y vueltas en la cama, de una factoría que sufriese tantas crisis como Deshima.

Echa de menos la Casa Alta, pero un administrador tiene que dormir cerca de la caja de caudales.

• • •

A primera hora del día siguiente, Jacob se encuentra con el intérprete Goto y el chambelán Tomine en la Magistratura. Tomine pide disculpas a Jacob por pedirle un desagradable favor antes de reunirse con el magistrado: la noche anterior, un pesquero recogió el cadáver de un marino extranjero, cerca de la Roca de Papenburgo. ¿Le importaría al administrador De Zoet examinar el cadáver y evaluar la posibilidad de que perteneciese al Febo?

Jacob, que ayudaba a su tío en todos los funerales de Domburgo, no tiene miedo a los cadáveres.

El chambelán lo acompaña a través de un patio hasta un almacén vacío.

Pronuncia una palabra que Jacob desconoce; Goto dice:

—Lugar cuerpo muerto espera.

Una morgue, comprende Jacob. Goto le pide que le enseñe la expresión en holandés.

Fuera, un anciano sacerdote budista espera con un cubo de agua.

—Para purificar —explica Goto— cuando salir de… «morgue».

Entran. Hay un ventanuco y huele a muerte.

El único ocupante es un joven mestizo con una coleta tiesa, tendido en un camastro.

Está desnudo, a excepción de unos pantalones de marinero y un lagarto tatuado.

Una corriente de aire fuerte y frío atraviesa la estancia desde la ventana hasta la puerta abierta.

La corriente revuelve el cabello del muchacho, acentuando su inmovilidad.

En vida, la flácida piel cetrina debía de ser oro batido.

—¿Llevaba encima —pregunta Jacob en japonés— algún efecto personal?

El chambelán coge una bandeja de un estante; encima hay un cuarto de penique inglés.

GEORGIUS III REX reza el anverso; en el reverso figura una Britannia sedente.

—No tengo la menor duda —dice Jacob— de que era un marinero del Febo.

—Sa —responde el chambelán Tomine—. Pero ¿es un inglés?

Sólo su madre y su Creador podrían responderte, piensa Jacob.

El holandés le dice a Goto:

—Por favor, informe a Tomine-sama que el padre seguramente fuese europeo. Y la madre, negra. Es la hipótesis más lógica que se me ocurre.

El chambelán sigue sin quedar satisfecho.

—Pero ¿es inglés?

Jacob y Goto se miran: a menudo, los intérpretes deben suministrar tanto la respuesta como los instrumentos para comprenderla.

—Si yo tuviese un hijo con una japonesa —le plantea Jacob a Tomine—, ¿sería holandés o japonés?

Sin querer, Tomine hace una mueca de desagrado ante el mal gusto de la pregunta.

—Mitad y mitad.

Pues él igual, indica Jacob señalando el cadáver.

—Pero —insiste el chambelán— ¿el administrador De Zoet afirma que es inglés?

Los zureos de las palomas bajo los aleros agitan la plácida mañana.

Jacob echa de menos a Ogawa. Le pregunta a Goto en holandés:

—¿Qué es lo que no estoy entendiendo?

—Si extranjero es inglés —contesta el intérprete—, cuerpo será tirado a agujero.

Gracias, piensa Jacob.

—De lo contrario, ¿se le enterrará en el cementerio de los extranjeros?

El inteligente Goto asiente.

—Administrador De Zoet es correcto.

—Chambelán. —Jacob se dirige a Tomine—. Este joven no es inglés. Tiene la piel demasiado oscura. Mi deseo es que se le entierre —como a un cristiano— en el cementerio del monte Inasa. Le ruego que coloquen la moneda en su tumba.

• • •

A mitad del corredor que conduce a la Sala del Último Crisantemo se pasa por un patio poco visitado donde hay un pequeño estanque a la sombra de un arce. Jacob y Goto son invitados a esperar en la terraza mientras el chambelán Tomine consulta con el magistrado Shiroyama antes de la audiencia.

Las hojas caídas se arrastran sin rumbo sobre el sol sucio que se refleja en el agua oscura.

—Felicidades —dice una voz en holandés— por el ascenso, administrador De Zoet.

Era inevitable. Jacob se vuelve hacia el asesino de Ogawa y carcelero de Orito.

—Buenos días, señor abad —le responde en holandés, notando en las costillas la presión del tubo portapergaminos. En el costado izquierdo debe de vérsele un bulto alargado y estrecho.

Enomoto le dice a Goto:

—En el vestíbulo hay algunas pinturas que seguramente le interesen.

—Señor abad —Goto inclina la cabeza—, el reglamento de la Corporación de Intérpretes prohíbe…

—Te olvidas de quién soy yo. Sólo perdono una vez.

Goto mira a Jacob; Jacob asiente en señal de aprobación. Después procura girarse un poco hacia la izquierda para esconder el bulto del tubo.

Uno de los silenciosos sirvientes de Enomoto acompaña a Goto; otro se queda en las inmediaciones.

—Administrador holandés fue valiente contra barco. —Enomoto practica el holandés—. Noticia viaja por todo Japón, incluso ahora.

Jacob sólo acierta a pensar en los Doce Credos de la Orden de Shiranui.

Cuando los miembros de tu orden mueren, se pregunta Jacob, ¿no se desenmascara la falsedad de los credos? ¿No se demuestra que vuestra Diosa es un leño sin vida? ¿No queda patente lo inútil de la infelicidad de las hermanas y del ahogamiento de los neonatos?

Enomoto frunce el ceño, como si tratase de oír una voz lejana.

—Primera vez que vi a usted, en Sala de Sesenta Tatamis, hace un año, yo pienso…

Una mariposa blanca vuela lentamente a escasos centímetros de la cara de Jacob.

—… yo pienso: Cosa extraña: él es extranjero, pero hay afinidad. ¿Entiende?

—Me acuerdo de ese día —afirma Jacob—, pero yo no sentí afinidad alguna.

Enomoto sonríe como un adulto que oyese la mentira inofensiva de un niño.

—Cuando señor Grote dice: «De Zoet vende mercurio», yo pienso: ¡Mira, afinidad!

Un pájaro de cabeza negra observa desde el corazón de un árbol rojo como el fuego.

—Entonces usted compró mercurio, pero yo todavía pienso: Afinidad todavía existe. Cosa extraña.

Jacob se pregunta cuánto sufriría Ogawa Uzaemon antes de morir.

—Entonces yo oigo: «Señor de Zoet pide matrimonio a Aibagawa Orito». Yo pienso: ¡Ohooo!

Jacob no consigue disimular su asombro ante el hecho de que Enomoto estuviese al tanto. Las hojas giran en el estanque, muy despacio.

—¿Y usted cómo…? —empieza a decir, pero al instante piensa: Así no hago más que confirmarlo.

—Hanzaburo parece muy estúpido; por eso él muy buen espía…

Jacob siente un peso sobre los hombros. Le duele la espalda.

Se imagina a Hanzaburo arrancando de su cuaderno una hoja con el retrato de Orito…

… y esa hoja, piensa Jacob, pasando bajo toda una cadena de ojos lascivos.

—¿Qué les hace a las hermanas en su templo? ¿Por qué tiene que…? —Jacob se muerde la lengua para no dar muestras de saber lo que sabía el acólito Yiritsu—. ¿Por qué la secuestró, si un hombre con su posición podría elegir a cualquiera?

—Ella y yo también, afinidad. Usted, yo, ella. Un agradable triángulo…

Hay un cuarto vértice, piensa Jacob, llamado Ogawa Uzaemon.

—… pero ahora ella está bastante contenta. —Enomoto pasa a hablar en japonés—. Su trabajo en Nagasaki era importante, pero su misión en Shiranui es más profunda. Está al servicio de la Diosa. Está al servicio de mi orden. —El abad sonríe con desdén ante la impotencia de Jacob—. Ahora lo entiendo. La afinidad no era el mercurio. La afinidad era Orito.

La mariposa blanca pasa a escasos centímetros del rostro de Enomoto.

La mano del abad describe un círculo por encima de la mariposa…

… y el insecto, exánime como un pedazo de papel, cae al estanque oscuro.

El chambelán Tomine ve al holandés y al abad y se detiene en seco.

—Nuestra afinidad ha terminado, administrador De Zoet. Que viva usted muchos, muchos años.

• • •

Las ventanas de papel oscurecen la hermosa vista de Nagasaki y confieren a la Sala del Último Crisantemo un aire lúgubre como el de, piensa Jacob, una capilla silenciosa en una transitada calle de su ciudad natal. Los rosas y los anaranjados de las flores del búcaro están desvaídos y con la mitad de vigor. Jacob y Goto se arrodillan en el tatami verde musgo delante del magistrado. Ha envejecido cinco años, piensa Jacob, en dos días.

—Es muy cortés por parte del nuevo administrador de Deshima visitarnos en un momento tan… ajetreado.

—No me cabe duda de que su señoría está igual de ajetreada.

El holandés pide a Goto que le transmita al magistrado, con la debida formalidad, su agradecimiento por el apoyo prestado durante la reciente crisis.

Goto hace una faena digna de encomio: Jacob aprende cómo se dice «crisis» en japonés.

—Los barcos extranjeros —responde Shiroyama— ya visitaron nuestras aguas en el pasado. Antes o después eran sus cañones los que tomaban la palabra. El Febo ha sido un profeta y un maestro, y la próxima vez —inspira hondo— los sirvientes del shogun estarán mejor preparados. He incluido su «puente de pontones» en el informe que he de remitir a Edo. Pero esta vez la fortuna no estuvo de mi parte.

El cuello almidonado de Jacob le araña la garganta.

—Ayer estuve viéndolo en la atalaya —dice el magistrado.

—Gracias por… —Jacob no sabe qué decir—… su interés.

—Al ver todos aquellos rayos y truenos cayendo a su alrededor, pensé en Faetón.

—Por suerte para mí, los ingleses tienen peor puntería que Zeus.

Shiroyama abre su abanico y vuelve a cerrarlo.

—¿Tenía miedo?

—Me gustaría responder que no, pero la verdad es que… no he tenido más miedo en toda mi vida.

—Aun así, en lugar de echar a correr, permaneció usted en su sitio.

No después de la segunda andanada, piensa. Pero no había forma de bajar.

—Mi tío, con quien me crie, siempre me regañaba por…

Jacob pide a Goto que traduzca la palabra «testarudo».

Fuera, la brisa agita el bambú. El sonido es antiguo y triste.

Los ojos de Shiroyama rondan el bulto del tubo guardado en la chaqueta de Jacob…

… pero el magistrado dice:

—El informe que enviaré a Edo debe formular una pregunta.

—Si soy capaz de contestarla, señoría, lo haré.

—¿Por qué los ingleses se marcharon antes de destruir Deshima?

—He pasado toda la noche dándole vueltas al mismo misterio, señoría.

—Supongo que los vería usted cargando los cañones en el alcázar.

Jacob pide a Goto que explique al magistrado que los cañones se usan para abrir agujeros grandes en barcos y murallas, mientras que las carroñadas se usan para abrir agujeros pequeños en muchos hombres.

—Entonces, ¿por qué los ingleses no mataron al jefe de sus enemigos con las «carroñadas»?

—Puede que el capitán quisiese limitar los daños a Nagasaki —contesta Jacob, encogiéndose de hombros—. Puede que fuese un…

El holandés pide a Goto que traduzca «acto de misericordia».

Se oye la voz de un niño, amortiguada por dos o tres habitaciones interpuestas.

El famoso hijo del magistrado, supone Jacob, que Orito trajo al mundo.

—Tal vez —dice Shiroyama, palpándose el nudillo del pulgar— su valentía hizo avergonzarse a su enemigo.

Jacob, recordando los cuatro años que pasó entre londinenses, lo duda, pero acepta el cumplido con una reverencia.

—¿Su señoría se desplazará a Edo para entregar el informe en persona?

Un destello de dolor atraviesa el rostro de Shiroyama, y Jacob se pregunta por qué. El magistrado dirige su respuesta, difícil de entender, a Goto.

—Su señoría dice… —Goto titubea—… que Edo exige… la palabra es una expresión de mercaderes… ¿«ajustar cuentas»?

Jacob recibe instrucciones de no indagar en esa respuesta evasiva.

Entonces repara en el tablero de go del rincón y ve que sigue en juego la misma partida del día de su visita, hace dos días, con tan sólo unos pocos movimientos más.

—Mi adversario y yo —dice Shiroyama— apenas tenemos tiempo de vernos.

Jacob aventura una hipótesis sin miedo a equivocarse:

—¿El señor abad del feudo de Kyôga?

El magistrado asiente.

—El señor abad es un jugador magistral. Detecta las debilidades del enemigo y las usa para confundirlo. —Shiroyama mira el tablero con pesar—. Me temo que mi situación es desesperada.

—Mi situación en la atalaya —dice Jacob— también lo era.

El gesto con la cabeza que el chambelán Tomine dirige al intérprete Goto significa: Ya es la hora.

—Señoría. —Jacob, nervioso, saca el tubo de madera del interior de la chaqueta—. Le pido, humildemente, que lea este pergamino cuando esté a solas.

Shiroyama frunce el entrecejo y mira a su chambelán.

—Es costumbre —le dice Tomine a Jacob— que todas las cartas de los holandeses las traduzcan dos miembros de la Corporación de Intérpretes de Deshima y, posteriormente…

—Un buque de guerra británico se ha presentado en Nagasaki, ha abierto fuego, ¿y qué ha dicho la costumbre al respecto? —La irritación de Shiroyama mitiga la melancolía de Jacob—. Ahora bien, si esto es para solicitar más cobre, o cualquier otra cosa, sepa el administrador De Zoet que mi estrella en Edo está en declive…

—Es una sincera carta personal, señoría. Le pido excusas por mi deficiente japonés.

Jacob percibe que la mentira apaga la curiosidad de Tomine y Goto.

El tubo de madera, de aspecto inofensivo, pasa a manos del magistrado.