Desde el camarote del capitán Penhaligon
Alrededor de las seis de la tarde del 19 de octubre de 1800
Los nubarrones se agolpan y el crepúsculo está saturado de insectos y murciélagos. El capitán reconoce al europeo sentado en la proa de la lancha de vigilancia y baja el telescopio.
—Nos devuelven al emisario Fischer, señor Talbot.
El alférez busca la respuesta adecuada.
—Buena noticia, señor.
La brisa vespertina, perfumada de lluvia, alborota las páginas del libro de sueldos y jornales.
—Una «buena noticia» es lo que espero que me traiga el emisario Fischer.
A una milla de distancia, al otro lado de las plácidas aguas, Nagasaki enciende los candiles y cierra las ventanas.
El guardiamarina Malouf anuncia su llegada y asoma la cabeza por la puerta.
—Saludos de parte del teniente Hovell, mi capitán. Están trayendo al señor Fischer.
—Sí, ya lo sé. Dígale al teniente Hovell que traiga al señor Fischer a mi camarote en cuanto esté a bordo sano y salvo. Señor Talbot, mande decir al comandante Cutlip que quiero un grupo de infantes listos con armas cargadas, por si acaso…
—Sí, señor.
Talbot y Malouf se marchan con paso ágil y joven.
El capitán se queda solo con su gota, su catalejo y la luz que se apaga.
En las torres de vigía, a un cuarto de milla a popa, se encienden las antorchas.
Al cabo de un minuto o dos, el cirujano Nash llama a la puerta con su repique característico.
—Adelante, cirujano —dice el capitán—, ya era hora.
Nash entra resollando como un fuelle roto.
—La podagra es una cruz que engravece para el que la carga, capitán.
—¿«Engravece»? En este camarote se habla en cristiano, señor Nash.
El cirujano se sienta junto al asiento empotrado bajo la ventana, y ayuda a Penhaligon a levantar la pierna.
—Digo que la gota empeora antes de mejorar, señor.
Los dedos del cirujano son delicados, pero su tacto sigue siendo abrasador.
—¿Qué se cree, que no lo sé? Deme doble dosis de la medicina.
—La conveniencia de duplicar la cantidad de opiáceos con tan escaso marg…
—Mientras no firmemos el tratado ¡dóbleme el maldito Dover!
El cirujano Nash retira las vendas e infla los carrillos de sorpresa ante lo que descubre.
—Sí, capitán, pero voy a añadirle henna y aloe antes de que se le tapone de golpe el tubo digestivo…
Fischer saluda al capitán en inglés, le estrecha la mano, y dirige un gesto de la cabeza a Hovell, Wren, Talbot y Cutlip, sentados en torno a la mesa. Penhaligon se aclara la garganta.
—Bien, siéntese, emisario. Todos sabemos por qué estamos aquí.
—Señor, sólo una pequeña cuestión preliminar —dice Hovell—. El señor Snitker nos acaba de abordar, borracho como una cuba, y nos ha pedido participar en la reunión con el emisario Fischer, jurando que jamás permitirá que un intruso le «robe» lo que le «corresponde por legítimo derecho».
—Lo que le corresponde por legítimo derecho —interviene Wren— es un zueco puntiagudo por el culo.
—Le dije que lo llamaríamos cuando nos hiciese falta, capitán, y confío en haber hecho lo correcto.
—Desde luego que sí. El emisario Fischer… —Penhaligon le dirige un gesto cortes—… es el hombre del momento. Pida, por favor, a nuestro amigo que nos participe los frutos de su jornada de trabajo.
Penhaligon estudia el tono de las respuestas de Fischer mientras Hovell toma apuntes. Las frases del prusiano suenan muy pulidas.
—Bien, como se le ordenó, señor, el emisario Fischer ha pasado el día en reuniones con los holandeses de Deshima y con funcionarios japoneses de la Magistratura. Nos recuerda que Roma no se construyó en una hora, pero cree que se han echado los cimientos de la Deshima británica.
—Nos complace oírlo. «La Deshima británica» es una hermosa frase.
Jones, el sirviente, trae una lámpara de latón; Chigwin, la cerveza y las jarras.
—Empecemos por los holandeses: en principio, ¿se avienen a colaborar?
Hovell traduce la contestación de Fischer como:
—«Deshima es prácticamente nuestra». Eso de «prácticamente», piensa el capitán, es la primera nota amarga.
—¿Reconocen la legitimidad del Memorando de Kew?
La dilatada respuesta hace dudar a Penhaligon de los «cimientos» de Fischer. Hovell toma más notas mientras el prusiano depone.
—El emisario Fischer informa que la noticia del hundimiento de la VOC ha causado consternación tanto entre holandeses como japoneses, y que de no ser por el ejemplar del Courant, los holandeses no se lo habrían creído. El emisario se ha servido de esta consternación para presentar al Febo como la única esperanza que les resta a los holandeses de volver a casa con los bolsillos llenos, pero un único discrepante, un escribano llamado… —Hovell verifica el nombre con Fischer, que lo repite con desagrado—… Jacob de Zoet, ha definido a la raza británica como «las cucarachas de Europa» y ha jurado aplastar a cualquier «gusano colaboracionista». Ofendido por este lenguaje, el señor Fischer lo ha desafiado a batirse en duelo. De Zoet se ha retirado a su ratonera.
Fischer se limpia la boca y añade una coda para que la traduzca Hovell.
—De Zoet era un lacayo tanto del administrador Vorstenbosch como del exadministrador Van Cleef, de cuyo asesinato lo acusa a usted, señor. El emisario Fischer recomienda su expulsión, encadenado.
Era de esperar, piensa Penhaligon, algún ajuste de cuentas pendientes.
—Muy bien.
El prusiano saca un sobre lacrado y una caja a cuadros, y desliza la caja por la mesa con una explicación larga y pesada.
—Señor —explica Hovell—, dice el señor Fischer que nos ha referido la oposición de De Zoet en aras del rigor, pero nos asegura que el escribano ha sido «neutralizado». Mientras estaba en Deshima, el señor Fischer ha recibido la visita del doctor Marinus, el médico. Marinus fue designado por todo el personal de la isla, menos el canalla de De Zoet, para decirle al señor Fischer que los méritos de la rama de olivo tendida por los británicos saltaban a la vista, y para confiarle esta carta lacrada dirigida a usted. La carta expresa «la voluntad unánime de los europeos de Deshima».
—Felicite a nuestro emisario, teniente. Estamos contentos.
La leve sonrisa de Peter Fischer significa: Como para no estarlo…
—Ahora pregúntele al señor Fischer por su entrevista con el magistrado.
Fischer y Hovell intercambian varias frases.
—El idioma holandés —le dice Cutlip a Wren— suena a cerdos copulando.
Una capa de insectos, atraídos por la luz de la lámpara, recubre la ventana del camarote.
Hovell está listo.
—Antes de volver al Febo, el emisario Fischer ha mantenido una agradable y prolongada entrevista con la mano derecha del magistrado Shiroyama, un tal chambelán Tomine.
—Pero ¿no tenía una estrecha relación con el magistrado Shiroyama? —pregunta Wren.
Hovell explica:
—Dice el emisario Fischer que Shiroyama, en realidad, es un «eunuco con ínfulas», una figura decorativa, y que el verdadero poder lo ejerce el citado chambelán.
Si tengo que aguantar las mentiras de un subordinado, piensa con preocupación Penhaligon, al menos que sean coherentes.
—Según el emisario Fischer —continúa Hovell—, este poderoso chambelán ha acogido con gran entusiasmo nuestra propuesta de tratado mercantil. Edo está descontenta con Batavia por su informalidad como socio comercial. El chambelán Tomine se ha quedado estupefacto ante la noticia de la desintegración del Imperio holandés, y el emisario Fischer ha sembrado en su mente muchas semillas de duda.
Penhaligon toca la caja a cuadros.
—¿Este es el mensaje del chambelán?
Fischer entiende y habla con Hovell.
—Dice, señor, que esa carta histórica ha sido dictada por el chambelán Tomine, aprobada por el magistrado Shiroyama y traducida al holandés por un intérprete de primera categoría. No le han mostrado el contenido, pero está plenamente convencido de que le satisfará.
Penhaligon examina la caja.
—Excelente factura, pero ¿cómo se abre?
—Debe de tener un muelle oculto, señor —dice Wren—. ¿Me permite? —El teniente de fragata pierde un minuto sin conseguirlo—. Es condenadamente asiática.
—A un buen martillo inglés —señala Cutlip esnifando rapé— no le duraría ni un segundo.
Wren se la pasa a Hovell.
—Las cerraduras orientales reacias a abrirse son su fuerte, teniente.
Hovell descorre un panel y se abre una tapa. Dentro hay una hoja de pergamino, plegada dos veces y lacrada por delante.
Cartas como esta, piensa Penhaligon, construyen la vida de un hombre… o la destruyen.
El capitán corta el sello con su abrecartas y desdobla la hoja.
El texto está en holandés.
—Debo molestarlo de nuevo, teniente Hovell.
—En absoluto, señor.
Hovell usa una astilla para encender otra lámpara.
—«Al capitán del navío inglés Febo. El magistrado Shiroyama informa a los “inglaterreses” que cambios…». —Hovell se detiene, frunciendo el entrecejo—… disculpe, señor, la sintaxis es rudimentaria, «que los cambios de las normas que regulan el comercio con extranjeros no son competencia del magistrado de Nagasaki. Estos asuntos son incumbencia exclusiva del Consejo de Ancianos del Shogun, en Edo. Por tanto, se…» —la palabra es «ordena»— «… ordena al capitán inglés que permanezca fondeado sesenta días mientras las autoridades de Edo debaten la posibilidad de firmar un tratado con Gran Bretaña».
Un silencio hostil se cierne sobre la mesa.
—¡Estos pigmeos con ictericia —exclama Wren— nos toman por un hatajo de mercenarios!
Fischer intuye que algo no va bien y pide ver la carta del chambelán.
La palma de la mano de Hovell le dice: Espera.
—Y ahora viene lo peor, señor. «Se ordena al capitán inglés que envíe a tierra firme toda la pólvora…».
—¡Antes muertos que entregarles la pólvora! —exclama Cutlip.
Qué tonto he sido, piensa Penhaligon, al olvidar que la diplomacia nunca es fácil.
Hovell continúa:
—«… toda la pólvora, y permita a nuestros inspectores subir a bordo de su navío para garantizar el cumplimiento de esta orden. Los ingleses no deben intentar un desembarco». Esto último está subrayado, señor. «Hacerlo sin la autorización del magistrado se considerará acto de guerra. Por último, se advierte al capitán inglés que las leyes del shogun castigan a los contrabandistas con la crucifixión». Firma la carta el magistrado Shiroyama.
Penhaligon se frota los ojos. Le duele la gota.
—Muestra a nuestro «emisario» los frutos de su astucia.
Peter Fischer lee la carta con creciente incredulidad y balbucea estridentes protestas a Hovell.
—Fischer niega, capitán, que el chambelán haya mencionado esos sesenta días o la pólvora de los cañones.
—Nadie duda —dice el capitán— que a Fischer le hayan dicho lo que les conviene.
Penhaligon abre el sobre que contiene la carta del médico. Se la esperaba en holandés, pero descubre que está escrita en un perfecto inglés.
—Se ve que en tierra hay un lingüista competente. «Al capitán Penhaligon de la Armada británica: Señor, yo, Jacob de Zoet, elegido en el día de hoy presidente de la República Provisional de Deshima…».
—¡Una «república»! —bufa Wren—. ¿Ese poblacho de almacenes apelotonados?
—«… me permito informarle que los abajo firmantes rechazamos el Memorando de Kew; nos oponemos a su objetivo de apoderarse de forma ilegítima de los intereses comerciales holandeses en Nagasaki; rechazamos su señuelo de lucro bajo la Compañía Inglesa de las Indias Orientales; exigimos el retorno del administrador Van Cleef; e informamos al señor Peter Fischer de Brunswick que, de ahora en adelante, está desterrado de nuestro territorio». Los cuatro oficiales miran al exemisario Fischer, que traga saliva y pide que se lo traduzcan.
—Prosigo: «Por mucho que los señores Snitker, Fischer y otros les aseguren lo contrario, las autoridades japonesas ven los secuestros de ayer como una violación de su soberanía. Es de esperar una rápida represalia, la cual no voy a impedir. Piense no sólo en su tripulación, individuos inocentes en estas maquinaciones de Estado, sino también en sus esposas, padres e hijos. Uno entiende que un capitán de la Armada británica cumple órdenes, pero à l’impossible nul n’est tenu. Su respetuoso servidor, Jacob de Zoet». Lo firman todos los holandeses.
La cámara situada justo debajo estalla en risotadas, roncas y disolutas.
—Comunique al señor Fischer el meollo del asunto, señor Hovell.
Mientras el teniente de navío traduce la carta al holandés, el comandante Cutlip enciende una pipa.
—¿Por qué el tal Marinus le soltó a nuestro prusiano toda esa sarta de mentiras?
—Para adjudicarle —suspira Penhaligon— el papel de perfecto imbécil.
—¿Qué significa —pregunta Wren— ese croar de ranas al final de la carta, señor?
Talbot carraspea y dice:
—«Nadie está obligado a hacer lo imposible».
—Cómo odio a esos —dice Wren— que se cuescan en francés y esperan que los demás aplaudan.
—¿Y qué es eso… —gruñe Cutlip—… esa patochada de la «república»?
—Un recurso para infundir moral. Los conciudadanos son combatientes más valerosos que los subalternos angustiados. Este De Zoet no es el idiota que Fischer pretende hacernos creer.
El prusiano está sometiendo a Hovell a un bombardeo de desmentidos indignados.
—Fischer sostiene, capitán, que De Zoet y Marinus han urdido el engaño entre ellos: que las firmas son falsas. Dice que Gerritszoon y Kaert ni siquiera saben escribir.
—¡Por eso han firmado con el pulgar! —Penhaligon reprime el impulso de arrojar su pisapapeles de diente de ballena al rostro sudado, pálido y desesperado de Fischer—, ¡enséñeselas, Hovell! ¡Enséñele las huellas digitales! ¡Del pulgar, Fischer! ¡Huellas del pulgar!
• • •
Las maderas crujen, los hombres roncan, las ratas roen, las lámparas crepitan. Sentado en el escritorio plegable a la luz de la lámpara, dentro del útero de madera de su camarote, Penhaligon se rasca el picor que siente entre los nudillos de la mano izquierda y oye a los doce marinos de guardia que transmiten por las amuradas el mensaje: «Una y media, todo en orden». No, maldita sea, piensa el capitán, no lo está. Dos hojas en blanco esperan a convertirse en cartas: una para el señor —jamás, piensa, «para el presidente»— Jacob de Zoet de Deshima, y la otra para el excelentísimo magistrado Shiroyama de Nagasaki. El corresponsal, falto de inspiración, se rasca la cabeza, pero lo que cae sobre el secante es caspa y piojos, no palabras.
Una espera de sesenta días, piensa mientras vuelca el detritus en la lámpara, podría justificarse ante el Almirantazgo…
Cruzar el mar de la China en diciembre, según manifestó Wetz con inquietud, sería una molienda.
… pero si entrego la pólvora, me formarían un consejo de guerra.
Un escarabajo sanjuanero mueve las antenas a la sombra del tintero.
Penhaligon mira al anciano reflejado en el espejo de afeitar y lee una noticia imaginaria perdida entre las páginas del Times de Londres del año próximo.
—«John Penhaligon, excapitán de la fragata Febo de Su Majestad, ha regresado de la primera misión británica en el Japón desde el reinado de Jaime I. Al no haber obtenido ningún éxito militar, comercial ni diplomático, se le ha relevado del puesto y jubilado sin pensión».
—«Te mandarán al servicio de enrolamiento forzoso —le advierte su imagen reflejada en el espejo—, a vértelas con la chusma indignada de Bristol y Liverpool. Hay demasiados Hovells y Wrens listos para sustituirte…».
Maldita sea la estampa de Jacob de Zoet…
Penhaligon decreta que el escarabajo no tiene derecho a existir.
… y su buena salud de zampaquesos, y su dominio de mi idioma.
El escarabajo escapa del puñetazo del Homo sapiens.
El capitán siente un motín en el intestino; y es de los implacables.
O afronto las cuchilladas en el pie, comprende Penhaligon, o me cago en los calzones.
El dolor, mientras se arrastra hacia el excusado contiguo, es insoportable…
… y al llegar al nicho negruzco, se desabrocha los bombachos y se deja caer sobre el asiento.
El pie, el tormento va y viene, se me está convirtiendo en una patata calcificada.
El doloroso trayecto de diez pasos, sin embargo, le ha apaciguado las tripas.
Soy capitán de una fragata, piensa, pero no de mis intestinos.
Seis metros más abajo, las pequeñas olas lamen y mecen el casco.
Penhaligon canturrea su cancioncilla de cagar: Las jovencitas se esconden, como pájaros en los arbustos…
Se da vueltas al anillo de boda, incrustado entre las carnes rollizas de la edad madura.
Las jovencitas se esconden como pájaros en los arbustos…
Hace apenas tres años que murió Meredith, pero ya se le va borrando el recuerdo de su rostro.
… ay, si fuese más joven, las buscaría con mucho gusto…
Penhaligon se arrepiente de no haber pagado las quince libras que le pedía aquel retratista…
Tralarí, tratará, tralarí, tralará.
… pero había que saldar las deudas de su hermano, y su salario de capitán, para variar, venía con retraso.
Se rasca un picor terrible entre los nudillos de la mano izquierda.
Un escozor que le es familiar le quema el esfínter. ¿Hemorroides?, se pregunta. ¿También?
—No hay tiempo para la autocompasión —se dice—. Hay unas cartas de Estado que escribir.
El capitán oye gritar a los marinos de guardia: «Dos y media, todo en orden…». Queda poco aceite en la lámpara, pero rellenarla supondría despertar a la gota, y le da demasiada vergüenza llamar a Chigwin para una tarea tan sencilla. Su indecisión se refleja en las hojas de papel en blanco. Trata de juntar las ideas, pero se le descarrían como ovejas. Todo capitán o almirante ilustre, piensa, cuenta con un topónimo encomiástico: Nelson tiene el Nilo; Rodney tiene la Martinica; Jervis tiene el cabo de San Vicente.
—¿Por qué John Penhaligon no puede tener Nagasaki?
Por culpa, piensa, de un escribano holandés llamado Jacob de Zoet; maldito sea el viento que lo trajo a estos pagos…
La advertencia de la carta de De Zoet, admite el capitán, es un golpe maestro.
Penhaligon observa una gota de tinta que cae de la pluma al tintero.
Si hago caso de la advertencia, le quedo en deuda.
Una lluvia imprevista espeluzna el mar y repiquetea en cubierta.
Pero si la ignoro, podría pecar de temerario…
Esta noche, la guardia de babor le toca a Wetz, que da órdenes de sacar toldos y barriles para recoger la lluvia.
… y dar lugar, no a un acuerdo anglo-nipón, sino a una guerra anglo nipona.
Piensa en la situación hipotética que planteó Hovell, aquello de los mercaderes siameses en el canal de Bristol.
Sesenta días serían necesarios para que el Parlamento enviase una respuesta, sí.
Penhaligon se ha rascado tanto la picadura de mosquito de la rodilla que se le ha convertido en un bulto inflamado.
Mira al espejo de afeitar: su abuelo le devuelve la mirada.
Hay «extranjeros conocidos», piensa Penhaligon, y «extranjeros extraños».
Contra los franceses, españoles u holandeses, se compra la información de los espías.
La lámpara chisporrotea, falla y se apaga. La noche engulle al camarote.
De Zoet, comprende el capitán, ha desplegado una de sus armas más poderosas.
—Un sueñecito —se recomienda a sí mismo el capitán— podría disipar la niebla…
Los centinelas gritan:
—¡Las cinco, todo en orden…!
Penhaligon tiene la sábana empapada en sudor y enrollada al cuerpo como el capullo de una araña. En la cubierta de abajo, la guardia de babor estará durmiendo hombro con hombro en los coys, con sus perros, gatos y monos.
Los últimos animales que quedan —una vaca, una oveja, dos cabras y media docena de gallinas— también duermen.
Las ratas nocturnas estarán atareadas en los pañoles de provisiones.
Chigwin, en su cuchitril adyacente al camarote del capitán, duerme.
El cirujano Nash, en su cálida madriguera del sollado, duerme.
El teniente de navío Hovell, que esta noche se ocupa de la guardia de estribor, estará alerta; pero Wren, Talbot y Cutlip dormirán hasta que salga el sol.
Jacob de Zoet, se imagina el capitán, estará disfrutando de los placeres de una cortesana: Peter Fischer jura y perjura que mantiene un harén a expensas de la Compañía.
—El odio devora a quienes odian —le dijo Meredith al pequeño Tristram— como los ogros a los niños.
Quiera Dios que Meredith esté ahora en el cielo, bordando almohadones…
Empieza el chirrido rítmico de la bomba de achique del Febo.
Wetz debe de haberle dicho a Hovell que eche un ojo a la sentina.
El cielo es una cuestión peliaguda, piensa Penhaligon, que se disfruta mejor a distancia.
El capellán Wily siempre contesta con evasivas a la pregunta de si los mares del cielo son como los de la tierra.
¿No sería más feliz Meredith, se pregunta, con una casita de su propiedad?
El sopor le besa los párpados. La luz del sueño es veteada. Penhaligon sube al trote las escaleras de su vieja amante de la calle Brewer. La voz de la chica reverbera.
—Has salido en el periódico, Johnny.
Penhaligon coge el Times del día y lee:
«El almirante Sir John Penhaligon, antiguo capitán de la fragata Febo de Su Majestad, informó a sus señorías que, al recibir la orden del magistrado de Nagasaki, de ceder la pólvora del buque, tuvo la sospecha de que se trataba de una argucia. “Dado que no había ningún botín que obtener de Deshima”, declaró el almirante Penhaligon, y que tanto holandeses como nipones nos impedían comerciar a través de Deshima, no quedó más remedio que apuntar nuestros cañones a Deshima. En la Cámara de los Comunes, el señor Pitt alabó la audacia del almirante por “asestar el coup de grâce al mercantilismo holandés en el Extremo Oriente”».
Penhaligon se incorpora de golpe, se golpea la cabeza y se ríe en voz alta.
• • •
El capitán, con la asistencia de Talbot, sube a duras penas a la cubierta de intemperie. El bastón ya no es una ayuda sino una necesidad: la gota es un vendaje apretado de tojo y ortigas. La mañana es cálida pero húmeda: unos nubarrones de casco enorme e incrustado de lapas amenazan con desbordarse. Tres barcos chinos se deslizan junto a la orilla opuesta, en dirección a la ciudad. Con toda probabilidad, promete Penhaligon a los chinos, os espera un hermoso espectáculo…
Dos docenas de marineros, sentados en el combés a las órdenes del maestro velero, saludan al capitán y se fijan en su pie forrado de vendajes, demasiado hinchado y dolorido para soportar una bota o un zapato. Penhaligon llega renqueando hasta la posición del oficial de guardia, donde el piloto Wetz, timón en mano, desafía el suave balanceo del barco para mantener en equilibrio una taza de café.
—Buenos días, señor Wetz. ¿Alguna novedad?
—Hemos llenado diez toneles de agua de lluvia, señor, y el viento ha rolado al norte.
Del respiradero de la cocina sale un vapor grasiento y una nube de expresiones soeces.
Penhaligon mira hacia las barcas de los guardacostas.
—¿Y nuestros infatigables centinelas?
—Toda la noche dando vueltas alrededor de nosotros, señor, como ahora.
—Me gustaría oír su opinión, señor Wetz, sobre una hipotética maniobra.
—¿Ah, sí? Que se quede el alférez Talbot al timón, pues.
Wetz echa a andar, y Penhaligon a cojear, hacia el coronamiento del alcázar, para poder hablar en privado.
—¿Podría acercarnos a unos trescientos metros de Deshima?
Wetz señala los juncos chinos.
—Si ellos pueden, señor, nosotros también.
—¿Sería capaz de mantener el barco quieto durante tres minutos sin echar las anclas?
Wetz evalúa la fuerza y dirección del viento.
—Pan comido.
—¿Y cuánto tardaríamos en dejar la bahía y salir al mar abierto?
—¿Estaríamos… —el piloto entorna los ojos para calcular la distancia en ambas direcciones—… combatiendo mientras tanto, señor, o dando bordadas con el barco intacto?
—Mi adivina de cabecera está acatarrada y no consigo sacarle ni media palabra.
Wetz mira el panorama y chasquea la lengua como un labrador a su mula.
—Si no cambia el tiempo, capitán… estaríamos fuera de la bahía en cincuenta minutos.
• • •
Robert. —Penhaligon habla con la pipa en la boca—. Interrumpo tu descanso. Entra.
El teniente de navío, sin afeitar, se ha levantado del catre hace escasos segundos.
—Señor. —Hovell cierra la puerta del camarote, dejando fuera el estrépito de ciento cincuenta marineros que comen bizcocho mojado en mantequilla diluida—. Dicen que un segundo de a bordo descansado es un segundo de a bordo escaqueado. Puedo preguntarle por su…
El teniente mira el pie vendado de Penhaligon.
—Hinchado como un pedo de lobo, pero el señor Nash me ha llenado de medicina hasta las cejas, así que hoy me mantendré a flote, lo cual debería ser tiempo suficiente.
—¿Oh, de veras? ¿Para qué?
—Esta noche he escrito un par de cartas. ¿Le importaría revisarlas? Pese a su brevedad, son importantes. No me gustaría haberlas estropeado con faltas de ortografía, y usted es lo más parecido a un hombre de letras que tenemos a bordo del Febo.
—Es un honor ayudarlo, señor, aunque el capellán es un hombre más leído…
—Léalas en voz alta, por favor, a ver cómo suenan.
Hovell empieza:
—«Al señor Jacob de Zoet: Primero, Deshima no es una “república provisional”, sino una remota factoría cuyo antiguo propietario, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, ya no existe. Segundo, usted no es un presidente, sino un tendero que, al puentear al administrador adjunto Peter Fischer durante la breve ausencia de este, ha violado el reglamento de la citada Compañía». Contundente argumento, capitán. «Tercero, si bien mis órdenes son ocupar Deshima por la vía diplomática o militar, en el caso de que me resulte imposible cumplirlas, me veré obligado a inutilizar el enclave comercial». Hovell alza la vista sorprendido.
—Casi hemos terminado, teniente Hovell.
—«Rinda la bandera al recibo de la presente, y persónese a mediodía en el Febo, donde gozará de los privilegios de un caballero prisionero de guerra. Si, por el contrario, hace caso omiso de esta disposición, condenará a Deshima a… —Hovell hace una pausa—… la demolición total. Atentamente, etcétera…». Justo encima del camarote del capitán, unos marineros secan el alcázar a golpe de lampazo.
Hovell devuelve la carta.
—No hay errores gramaticales ni de estilo, señor.
—Estamos solos, Robert, no hace falta andarse con evasivas.
—Alguien podría pensar que es un farol demasiado… ¿audaz?
—No es un farol. Deshima será británica, o no será.
—¿Fueron esas las órdenes que le dictó el gobernador de Bengala, señor?
—«Expolie o comercie según se lo permitan las circunstancias y se lo aconseje su iniciativa». Las circunstancias se han conjurado para impedirnos tanto el expolio como el comercio. Batirnos en retirada con el rabo entre las piernas no es una perspectiva agradable, así que recurro a mi iniciativa.
De algún lugar no muy alejado llega el ladrido de un perro y el aullido de un mono.
—Capitán… supongo que habrá tenido en cuenta las consecuencias.
—Ha llegado el momento de enseñarle a Jacob de Zoet algo sobre las consecuencias.
—Señor, puesto que se me invita a manifestar mi parecer, debo decir que un ataque a Deshima sin que medie provocación empañará durante dos generaciones la imagen de Gran Bretaña entre los japoneses.
«Empañar» y «sin que medie provocación», advierte Penhaligon, son palabras imprudentes.
—¿La injuria deliberada de ayer, en la carta del magistrado, le ha dejado indiferente?
—Defraudó nuestras expectativas, pero los japoneses no nos invitaron a Nagasaki.
Hay que cuidarse mucho de entender al enemigo, piensa Penhaligon, para no convertirse en él.
—La segunda carta, señor, va dirigida al magistrado Shiroyama, supongo.
—Supone usted bien.
El capitán le tiende la hoja de papel.
—«Al magistrado Shiroyama. Señoría: el señor Fischer le tendió una mano amiga de parte de la Corona y el Gobierno de Gran Bretaña. Esta mano ha sido brutalmente rechazada. Ningún capitán británico entrega su pólvora ni permite la entrada a sus bodegas de inspectores extranjeros. La cuarentena que propone para el Febo viola la práctica habitual entre las naciones civilizadas. Estoy, sin embargo, dispuesto a pasar por alto tal afrenta a condición de que su señoría satisfaga las siguientes condiciones: envíe al Febo, a mediodía, al holandés Jacob de Zoet; coloque al emisario Fischer en el puesto de administrador en jefe de Deshima; retire sus inaceptables peticiones en lo tocante a nuestra pólvora y las inspecciones. Si estas tres condiciones no se satisfacen, los holandeses serán castigados por su intransigencia, de acuerdo con lo estipulado por las normas bélicas, y los daños colaterales que puedan sufrir personas o bienes materiales serán imputables a su señoría. Con pesar, etcétera, Capitán Penhaligon de la Armada de la Corona británica». Bueno, señor, esto es…
Una vena del pie de Penhaligon le late con un dolor casi exquisito.
—… esto es tan inequívoco —dice el teniente de navío— como la primera carta, señor.
¿Qué ha sido, piensa con rabia y tristeza el capitán, de mi joven y agradecido protegido?
—Traduzca al holandés la carta del magistrado, deprisa, y lleven a Peter Fischer hasta una de las lanchas de vigilancia para que pueda entregarlas.
—«En 1638» —el alférez de navío Talbot, sentado junto a la ventana del camarote del capitán, lee en voz alta el libro de Kaempfer, mientras Raffert, el asistente del cirujano, pasa la navaja por la papada del capitán Penhaligon— «esta corte pagana no tuvo ningún escrúpulo en someter a los holandeses a una prueba diabólica para determinar qué ejercía mayor poder sobre ellos, las órdenes del shogun o bien el amor por sus correligionarios cristianos. Se trataba de servir al Imperio colaborando en la aniquilación de los cristianos nativos, los cuales, cerca de cuarenta mil individuos, desesperados por el martirio que padecían, se habían trasladado a una vieja fortaleza situada en la provincia de…». —Talbot se atasca con la palabra— «… de Shimabara, donde se habían preparado para defenderse. El jefe de los holandeses…» —el alférez vuelve a encasquillarse— «… Koekebackeer, acudió en persona al lugar y en catorce días sometió a los asediados cristianos a cuatrocientos veintiséis cañonazos tanto desde tierra como desde el mar».
—Yo ya sabía que los holandeses son unos codiciosos hijos de mala madre —Rafferty recorta los pelos de la nariz a Penhaligon con sus tijeras de cirujano—, pero que llegasen al extremo de masacrar a otros cristianos para obtener unos derechos comerciales supera todo lo imaginable, capitán. Estos miserables son capaces de vender a su anciana madre a un viviseccionista.
—Son la raza más amoral de Europa. Señor Talbot…
—Sí, señor: «Esta colaboración no deparó la rendición de los asediados ni su derrota completa, pero les minó las fuerzas. Y porque así se les antojara a los japoneses, el administrador holandés hubo de despojar al buque de otros seis cañones (pese a tener aún por delante toda una travesía por mares procelosos) para que los nipones pudiesen materializar sus crueles designios…». Uno se pregunta, señor, si estas piezas de artillería no serán los mismos juguetes que adornan los emplazamientos de cañones de la bahía.
—Posiblemente, señor Talbot. Posiblemente.
Rafferty frota con jabón Pears los pómulos del capitán.
Entra el comandante Cutlip.
—La nueva lancha de guardacostas no se acerca más que la vieja, capitán, y no hay rastro de De Zoet. La bandera holandesa sigue ondeando en Deshima, más arrogante que un gallo de pelea.
—Vamos a desplumar a ese gallo —promete Penhaligon— y escaldarlo vivo.
—Además, están evacuando Deshima, llevándose en carros todo lo que pueden.
Entonces han tomado una decisión, piensa el capitán.
—¿Qué hora es, señor Talbot?
—La hora, señor… un poco más de las diez y media, capitán.
—Teniente Wren, dígale al señor Waldron que, a menos que llegue de tierra un ruido de…
En el pasillo estalla un alboroto en holandés.
—¡No sin el permiso del capitán! —exclama un tal Banes o Panes.
La voz de Fischer grita una colérica frase en holandés que termina en «emisario».
—Los chicos de Hanover —deduce Cutlip— deben de haberle contado lo que se avecina.
—¿Voy a por el teniente Hovell, señor? —pregunta Talbot—. ¿O busco a Smeyers?
—Si los japoneses rechazan nuestras propuestas, ¿qué necesidad tenemos de un intérprete holandés?
La voz de Fischer llega hasta ellos:
—¡Capitán Penhaligon! ¡Nosotros hablar! ¡Capitán!
—Más alemán que el chucrut —dice el capitán—, e igual de avinagrado, pero no cura el escorbuto…
Rafferty se ríe entre dientes y de la nariz le sale un humo tóxico.
—… y estorba más que ayuda. Dígale que estoy ocupado, comandante. Si no entiende la palabra «ocupado», hágaselo entender.
A las doce menos cinco del mediodía, ataviado con los uniformes de gala, los galones y el tricornio, Penhaligon se dirige a la compañía en cubierta.
—Al igual que en la guerra, señores, en las latitudes extranjeras los acontecimientos se precipitan. Esta mañana será testigo de un combate. No hay tiempo para uno de esos discursos grandiosos que se pronuncian en vísperas de la batalla. Preveo una acción breve, ruidosa y unilateral. Ayer tendimos a los japoneses una mano amiga y ellos escupieron en ella. ¿Descorteses? Sí. ¿Imprudentes? Me temo que también. ¿Punible a la luz de las leyes de las naciones civilizadas? Por desgracia, no. No, esta mañana se trata de castigar a los holandeses… —algunos de los marineros más veteranos prorrumpen en roncos vítores—… ese hatajo de náufragos a los que hemos ofrecido trabajo y pasaje gratis, y que han respondido con una insolencia que un inglés no puede dejar impune.
De lo alto de las montañas, rodando por el aire, bajan cortinas de llovizna.
—Si estuviésemos fondeados frente a La Española o la costa del Malabar, recompensaríamos a los holandeses arrancándoles una indemnización y bautizando esta bahía de aguas profundas con el nombre de Puerto del Rey Jorge. Los holandeses creen que no voy a poner en peligro la mejor tripulación de mi carrera haciendo una incursión en Deshima a la una de la tarde sólo para tener que entregarla a las cinco, y en este sentido tienen razón: Japón, en última instancia, tiene más guerreros que nosotros balas de cañón.
Una de las dos lanchas guardacostas está volviendo a Nagasaki.
Por mucho que reméis, les dice el capitán para sus adentros, mi Febo es más rápido.
—Pero reduciendo Deshima a escombros, reduciremos a escombros el mito del poderío holandés. Cuando se haya asentado el polvo y cuajado la lección, la próxima misión británica que venga a Nagasaki, acaso el año que viene, no sufrirá un desaire tan grosero.
—Capitán —interviene el comandante Cutlip—, ¿qué pasa si los nativos tratan de abordarnos?
—Disparen salvas de advertencia; pero si no hacen caso, podrán demostrar la potencia y precisión de los fusiles británicos. Maten lo menos posible.
—Señor —el artillero Waldron levanta la mano—, es probable que algunos disparos se pasen de largo.
—Nuestro objetivo es Deshima, pero si algún disparo, por accidente, cayese en Nagasaki…
Penhaligon siente a su lado la presencia de Hovell, hirviendo de disconformidad.
—… los japoneses, en lo sucesivo, tendrán más cuidado a la hora de elegir aliados. Así pues, vamos a darle a este pueblo atrasado un anticipo del nuevo siglo. —En medio de los rostros encaramados en las jarcias, Penhaligon distingue el de Hartlepool, que lo mira desde lo alto como un ángel de piel oscura—, ¡enseñadle a ese puerto pagano y sifilítico los estragos que es capaz de infligir al enemigo un perro de guerra británico cuando provocan su justificada cólera!
Cerca de trescientos hombres miran a su capitán con un respeto feroz.
Penhaligon mira a Hovell, pero el teniente de navío está mirando hacia Nagasaki.
—¡Artilleros, a vuestros puestos! Señor Wetz, acérquenos a la costa.
Veinte hombres giran el molinete; el cable gime; se leva el ancla.
Wetz grita órdenes a los marineros que trepan a los obenques.
—Un barco bien dirigido —solía decir el capitán Golding— es una ópera flotante…
Se largan foques y cebaderas: el botalón del foque se excita con la tensión.
—… cuyo compositor es el capitán, pero cuyo director de orquesta es el piloto.
Se arrían el trinquete y la mayor; después, las gavias…
Los huesos del Febo se tensan y sus articulaciones chirrían por efecto de la tracción…
Wetz maniobra con el timón hasta dejar el Febo amurado a babor.
Ledbetter, el sondeador, se agarra de un chafaldete y mide la profundidad.
A mitad de camino del cielo lluvioso, los marineros se sientan a horcajadas en las vergas de juanete…
La proa describe un arco de ciento cuarenta grados…
… y con un brusco bandazo, la fragata vira hacia Nagasaki.
Un danés enjuto se hace un lío con una maraña de ostas.
—¿Me dispensa un momento, señor? —dice Hovell, señalando al danés.
—Vaya —dice Penhaligon.
Su tono cortante significa: Y no tenga prisa en volver.
—Pensándolo bien —le dice a Wren—, vayamos a proa a contemplar el panorama.
—Una idea excelente, señor —concuerda el teniente de fragata.
Penhaligon procede con paso gotoso y renqueante hasta los obenques de trinquete. Cutlip y una docena de marineros observan, a unos pocos cientos de metros, la única lancha de vigilancia que queda: una embarcación de apenas seis metros con una pequeña caseta de cubierta y un aire más desgarbado que un dau árabe. Media docena de espadachines y un par de inspectores parecen enzarzados en una discusión sobre cómo responder a la maniobra de la fragata.
—No os mováis, preciosos —murmura Wren—, que os vamos a partir en dos.
—Una ligera ráfaga —sugiere Cutlip— podría aclararles las ideas, señor.
—De acuerdo, pero —Penhaligon se dirige a los infantes de Marina— no los maten.
—Sí, señor —contestan los infantes, mientras preparan los fusiles.
Cutlip espera hasta que la distancia se reduce a cincuenta metros.
—¡Fuego, muchachos!
Saltan astillas del puntal de la lancha; el mar salpica resquebrajado.
Un inspector se agacha; su colega se lanza adentro de la caseta. Dos remeros saltan a sus posiciones y apartan la lancha de la trayectoria del Febo: a buenas horas. La proa ofrece una vista privilegiada de los soldados: se quedan todos mirando fijamente a los europeos, impertérritos, sin miedo; pero no hacen ademán de atacarlos con flechas o lanzas, ni de perseguirlos. La lancha se escora torpemente en la estela del Febo, y no tarda en desaparecer a popa.
—Buen trabajo y pulso firme, muchachos —alaba Penhaligon a los infantes.
—Volved a cargar, chicos —dice Cutlip—. Cuidado con la lluvia, no vaya a mojaros la pólvora.
Nagasaki, que se derrama ladera abajo, va haciéndose más cercana.
El bauprés del Febo apunta a ocho o diez grados al este de Deshima: la bandera británica está tan tiesa como el asta.
Hovell se reincorpora al círculo del capitán sin pronunciar palabra.
Penhaligon divisa un villorrio miserable defecado por un riachuelo cenagoso.
—Parece pensativo, teniente Hovell —dice Wren—. ¿Anda mal del estómago?
—Su interés, teniente Wren —Hovell clava la vista al frente—, es injustificado.
Malouf baja a toda velocidad del gaviete.
—Mi capitán, hay unos cien soldados nativos reunidos en una plaza, justo enfrente de Deshima.
—¿Pero no viene ninguna embarcación a nuestro encuentro?
—Por ahora ni una, capitán: Clovelly está vigilando desde la cofa del trinquete. La factoría parece abandonada: hasta los árboles han salido zumbando.
—Estupendo. Quiero que los holandeses queden como unos cobardes. Vuelva arriba, señor Malouf.
Las sondas de Ledbetter, que se le transmiten a Wetz, siguen siendo manejables.
La llovizna se hace más intensa, pero el viento sigue soplando con brío.
Al cabo de dos o tres minutos de silencio se oye repicar con urgencia la campana de Deshima.
El condestable Waldron grita hacia la cubierta de batería:
—¡Abrid las portañolas de estribor!
Las portañolas restallan como huesos rotos al golpear las amuras.
—Señor. —Talbot otea con su catalejo—. Hay dos europeos en la atalaya.
—¿Ah, sí? —El capitán los localiza a través de su propia lente, y de unos ochocientos metros de aire lluvioso. El más delgado lleva un sombrero de ala ancha como el de un bandolero español. El otro es más corpulento, está apoyado en la barandilla, y parece agitar un bastón en dirección al Febo. En el poste del rincón hay un mono sentado—. Señor Talbot, vaya a despertar a Daniel Snitker.
—Se creen —dice Wren en tono burlón— que mientras se queden ahí no abriremos fuego.
—Deshima es su barco —dice Hovell—. Están en el alcázar.
—En cuanto vean que no nos andamos con chiquitas, saldrán corriendo —predice Cutlip.
El Febo está a setecientos metros de la curva oriental de la bahía.
Wetz grita: «¡Todo a babor!», y la fragata vira ochenta grados, quedando con la amura de estribor paralela a la costa, a dos disparos de fusil. Pasan delante de un recinto rectangular que alberga unos almacenes: en los tejados, apiñados bajo sombrillas y mantas de paja, se divisan unos hombres vestidos como los mercaderes chinos que Penhaligon vio en Macao.
—Fischer mencionó una Deshima china —recuerda Wren—. Debe de ser eso.
Aparece Waldron, el artillero.
—¿Cebamos ya los cañones de estribor, capitán?
—Disparen los doce dentro de tres o cuatro minutos, señor Waldron. Manos a la obra.
—¡Sí, señor! —Baja al puente de batería y grita a sus hombres—: ¡Cargad los gordinflones!
Talbot llega con Snitker, que no tiene muy claro qué actitud adoptar.
—Señor Hovell, préstele el catalejo a Snitker. Pídale que identifique a los dos hombres de la atalaya.
La respuesta de Snitker, cuando llega, incluye el nombre De Zoet.
—Dice que el del bastón es Marinus, el médico, y el del sombrero estrafalario, Jacob de Zoet. El mono se llama William Pitt.
Snitker, sin que nadie le pregunte nada, dirige unas cuantas frases a Flovell.
Penhaligon calcula que la distancia debe de ser de unos quinientos metros.
Hovell continúa:
—El señor Snitker me pide que le diga, capitán, que de haberlo elegido a él como emisario, el resultado habría sido muy otro, pero que de haber sabido que era usted un vándalo con tendencias destructivas, jamás lo habría guiado hasta estas aguas.
Qué bien te viene, Hovell, piensa Penhaligon, tener a Snitker para que diga lo que tú no te atreves a decir.
—Pregúntele a Snitker qué tal lo tratarían los japoneses si lo tirásemos por la borda aquí mismo.
Hovell traduce y Snitker se retira como un perro apaleado.
Penhaligon dirige su atención a los holandeses de la atalaya.
Visto más de cerca, Marinus, el médico erudito, parece zafio y vulgar.
De Zoet, por el contrario, es más joven, y con mejor facha de lo previsto.
Vamos a medir tu valor holandés, piensa Penhaligon, con la munición inglesa.
Por la escotilla aparece el torso de Waldron.
—Esperamos sus órdenes, capitán.
En los rostros coriáceos de los marineros, la lluvia oriental se ve tan fina como un adorno de encaje.
—Deles justo en los dientes, señor Waldron…
—Sí, señor. —Waldron anuncia la orden en la cubierta inferior—: ¡Tripulación de estribor, fuego!
El comandante Cutlip, a su lado, canturrea:
—Tres ratones ciegos, tres ratones ciegos…
De las portañolas, por encima de las amuradas, llega el grito de los artificieros: ¡Zafarrancho!
El capitán ve a los holandeses mirar fijamente las bocas de los cañones.
Unas avefrías vuelan sobre la pétrea superficie del agua: las puntas de las alas besan, gotean y encrespan.
Esto es un trabajo para un soldado o un loco, piensa Penhaligon, no para un médico y un tendero.
El primer cañonazo estalla con una ferocidad capaz de reventar un cráneo; el corazón maduro de Penhaligon palpita como en su primer combate, hace ya un cuarto de siglo, contra un buque corsario estadounidense; en el espacio de unos siete u ocho segundos se suceden otros once cañonazos.
Un almacén se viene abajo; el espigón se hace añicos en dos puntos; las tejas de las edificaciones saltan por los aires; y, lo más gratificante de todo, se convence el capitán mientras entrecierra los ojos para atisbar entre el humo y la destrucción, es que De Zoet y Marinus han bajado rápidamente con el rabo bien metido entre sus holandesas piernas…
—… les cortó las colas —canturrea Cutlip—, con un cuchillo de trinchar…
El viento devuelve a cubierta el humo de los cañones, bañando a los oficiales.
Talbot es el primero en verlos:
—Siguen en la atalaya, señor.
Penhaligon corre hasta la escotilla del combés, con el pie suplicando misericordia y el bastón repiqueteando en la cubierta: maldito seas, maldito seas, maldito seas…
Los tenientes lo siguen como cockers nerviosos, temiendo que pierda el equilibrio.
—Preparad los cañones para otra andanada —grita a Waldron por la escotilla—. ¡Diez guineas para el artillero que derribe la atalaya!
La voz de Waldron contesta:
—¡Si, señor! ¡Ya habéis oído al capitán, muchachos!
Penhaligon, hecho una furia, vuelve a trancas y barrancas al alcázar; sus oficiales van detrás.
—Manténgalo quieto, señor Wetz —le ordena al piloto.
Wetz está enfrascado en una instintiva suma algebraica que incluye la velocidad del viento, la superficie vélica y el ángulo del timón.
—Lo tengo quieto, capitán.
—Señor —ahora es Cutlip el que habla—, si nos acercamos a ciento veinte metros, mis muchachos podrían agujerear a esos dos villanos con los mosquetes.
Tristram, le contó Frederick, el capitán del Blenheim, quedó descuartizado en el alcázar por el impacto de una bala encadenada; podría haberse lanzado sobre la cubierta y acaso sobrevivir, como hicieron sus suboficiales, pero no era el estilo de Tristram, que nunca se inmutó ante el peligro…
—No me arriesgaría a encallar, comandante. La jornada no tendría un final feliz.
¿Te acuerdas del bulldog de Charlie, Penhaligon suspira, y del bate de cricket?
—El humo —masculla el capitán, parpadeando— me está abrasando los ojos.
Los cobardes, como los cuervos, piensa, se alimentan de los valientes muertos.
—Todo esto me trae a la mente —les dice Wren a Talbot y a los guardiamarinas— la campaña de Mauricio que viví a bordo del Swiftsure: Tres fragatas francesas eran más rápidas que nosotros y, como una jauría de sabuesos en pos del zorro…
—Señor —dice en voz baja Hovell—, ¿puedo ofrecerle mi capa? La lluvia…
Penhaligon decide hacerse el ofendido.
—¿Acaso soy ya un viejo chocho o qué, teniente?
Robert Hovell vuelve al papel de teniente Hovell.
—No era mi intención ofenderlo, señor.
Wetz grita; los gavieros responden; los cabos se tensan; rechinan los motones; la lluvia reluce.
En Deshima, un almacén alto y estrecho se derrumba con retraso y un bramido estrepitoso.
—… de modo que, viéndome abandonado a mi suerte en el barco enemigo —sigue contando Wren— al anochecer, entre el humo y todo el barullo, me calé el sombrero, cogí una linterna y, acompañado por un mono que me seguía, bajé a la santabárbara, que estaba oscura como la boca del lobo, me colé en el pañol de cabuyería, y me dio la vena incendiaria…
De nuevo aparece Waldron.
—Señor, los cañones ya están cebados para la segunda andanada.
Vosotros daos las de oficiales de marina, Penhaligon observa a De Zoet y a Marinus…
… y podréis morir como tales.
—Diez guineas, señor Waldron, no se olvide.
El artillero desaparece y se le oye gritar como un enajenado:
—¡A por ellos, muchachos!
Los pequeños engranajes del tiempo se encuentran y encajan. Los artificieros gritan: «¡Zafarrancho!».
Las explosiones propulsan las balas describiendo arcos bellísimos, terribles, aullantes…
… que terminan en el tejado de un almacén; en una tapia; y uno de los proyectiles pasa a un metro de De Zoet y Marinus, que se tiran al suelo sobre la plataforma; pero todas las demás balas pasan de largo por encima de Deshima…
Un humo acuoso oscurece el panorama; el viento disipa el humo.
Se oye un ruido como el de un trombón estridente, o un enorme árbol que se desploma…
… procedente de detrás de Deshima: un estrépito atroz de madera y ladrillos.
De Zoet ayuda a Marinus a ponerse en pie; ha desaparecido el bastón; los dos miran hacia Nagasaki.
La valentía de un enemigo denigrado, piensa Penhaligon, es un descubrimiento desagradable.
—Nadie puede acusarlo, señor —dice Wren—, de no haberles advertido de sobra.
El poder es el instrumento de que dispone un hombre, piensa el capitán, para componer el futuro…
—Esos pigmeos medievales —le asegura Cutlip— no olvidarán este día.
… pero el futuro, se quita el sombrero, tiene la costumbre de componerse solo.
Un grito sobrenatural rebosa por las escotillas de la cubierta de batería.
El retroceso ha pillado a alguien, supone Penhaligon con nauseabunda certeza.
Hovell baja corriendo a indagar, y en ese mismo instante emerge la cabeza de Waldron.
La mirada del condestable lleva grabada la huella de una imagen atroz.
—¿Otra andanada, señor?
John Penhaligon pregunta:
—¿Quién es el herido, señor Waldron?
—Michael Tozer. El braguero se ha roto, señor, y…
De fondo se oyen gimoteos ahogados y gritos roncos.
—¿Cree que habrá que amputarle la pierna?
—Ya la tiene colgando, señor. Están bajando al pobre desgraciado al cirujano.
—Señor…
Hovell, Penhaligon lo sabe, quiere que le dé permiso para ir a ver a Tozer.
—Adelante, teniente. Ahora sí que le pido prestada la capa, si me permite…
—Sí, señor.
Robert Hovell le tiende la capa al capitán y baja a la cubierta de hatería.
Un guardiamarina ayuda a Penhaligon a vestirse la prenda, impregnada del olor de Hovell.
El capitán, ebrio de rabia, vuelve la mirada hacia Deshima.
La atalaya sigue en pie, así como los dos hombres; y la bandera holandesa ondea al viento.
—Hagamos una demostración de nuestras carroñadas. Cuatro artilleros, señor Waldron.
Los guardiamarinas se miran unos a otros. El comandante Cutlip silba de placer.
Malouf le pregunta en voz baja a Talbot:
—¿No se quedarán cortas las carroñadas, señor?
Penhaligon contesta:
—Están hechas para disparar desde más cerca, sí, pero…
Repara en que De Zoet está mirándolo con su catalejo.
Y anuncia:
—Quiero que hagáis trizas esa bandera holandesa.
Una casa situada en la colina vomita un humo aceitoso al aire húmedo.
El capitán piensa: Quiero que hagáis picadillo a esos malditos holandeses.
Los artificieros llegan de abajo, con caras largas por el accidente de Tozer. Retiran unos paneles de las amuradas del alcázar y maniobran con las cureñas para colocar las carroñadas en posición de disparo.
Penhaligon ordena:
—Cárguenlas con bala encadenada, señor Waldron.
—Pero si apuntamos a la bandera, señor…
El condestable señala la atalaya, a cinco metros escasos bajo la punta del asta.
—Cuatro conos de cadenas rotas y cortantes —dice el comandante Cutlip, radiante como un sátiro excitado—, que vayan girando y silbando por el aire, y los eslabones de metal dentado les borrarán la sonrisa de la cara a esos holandeses…
—… y la cara de la cabeza —añade Wren—, y la cabeza del cuerpo.
Los artificieros salen por la escotilla con sus sacos de explosivos.
El capitán reconoce a Moff, el mocoso de Penzance. Está pálido y morado.
La pólvora se introduce en las bocas anchas y cortas, junto con un taco de trapo.
Las balas encadenadas traquetean al volcarse con cubos oxidados dentro de los cañones.
—Apuntad a la bandera, muchachos —dice Waldron—. No tan alto, Hal Yeovil.
La pierna derecha de Penhaligon se ha convertido en un poste de dolor achicharrante.
Mi gota está ganando la batalla. Penhaligon lo sabe. Dentro de una hora estaré postrado en la cama.
El doctor Marinus parece que está discutiendo con su compatriota.
Pero De Zoet, se consuela el capitán, estará muerto en menos de un minuto.
—Amarrad los bragueros con nudo doble —ordena Waldron—. Abajo ya habéis visto por qué.
¿Tendrá razón Hovell?, se pregunta el capitán. ¿Habrá estado mi dolor pensando por mí estos tres últimos días?
—Señor —dice Waldron—, las carroñadas están listas para disparar en cuanto lo ordene.
El capitán aspira hondo para dictar la sentencia de muerte contra los dos holandeses.
Lo saben. Marinus se agarra a la barandilla, desvía la mirada, se estremece, pero aguanta el tipo.
De Zoet se quita el sombrero; tiene el pelo como el cobre, rebelde, enmarañado…
… y Penhaligon ve a Tristram, su único hijo, apuesto y pelirrojo, a la espera de la muerte…