Sala del Último Crisantemo, Magistratura de Nagasaki
La hora del buey del tercer día del noveno mes
—Buenas tardes, Magistrado.
De Zoet se arrodilla, hace una reverencia y con un gesto de la cabeza saluda al intérprete Iwase, al chambelán Tomine y a los dos amanuenses del rincón.
—Buenas tardes, administrador interino —responde el magistrado—. Nos acompañará Iwase.
—Voy a necesitar de su sapiencia. ¿Se encuentra mejor de su lesión, Iwase-san?
—Fue una fisura, no una fractura. —Iwase se da una palmadita en el pecho—. Gracias.
De Zoet repara en el tablero de go, donde sigue inconclusa la partida con Enomoto.
El magistrado pregunta al holandés:
—¿Este juego se conoce en Holanda?
—No. El intérprete Ogawa me enseñó… —Jacob consulta con Iwase—… unas «nociones elementales» durante mis primeras semanas en Deshima. Teníamos pensado seguir jugando después de la temporada comercial… pero con los tristes acontecimientos que tuvieron lugar…
Se oyen unos arrullos de paloma, un sonido plácido en esa tarde asustada.
Un jardinero rastrilla las piedras blancas junto al estanque de bronce.
—No es lo normal —Shiroyama entra en materia— celebrar el consejo en esta sala, pero cuando todos los asesores, sabios y adivinos de Nagasaki se apretujan en la Sala de los Sesenta Tatamis, el lugar se convierte en la Sala de los Sesenta Tatamis y las Seiscientas Voces. Y resulta imposible reflexionar con claridad.
—El adjunto Fischer estará encantado de tener tanto público.
Shiroyama capta el cortés distanciamiento de De Zoet.
—Lo primero de todo, pues —con un gesto de la cabeza, indica a los amanuenses que empiecen su labor—, el nombre del buque, Febo. Ningún intérprete conoce la palabra.
—No es una palabra holandesa, señoría, sino un nombre de origen griego. Febo era el dios sol. Su hijo era Faetón. —Jacob ayuda a los escribas con el extraño vocablo—. Faetón alardeaba de su célebre padre, pero sus amigos le decían: «Tu madre dice que tu padre es el dios sol porque no tiene un esposo de verdad». En vista de que estas palabras entristecían a Faetón, su padre le prometió ayudarlo a demostrar que, efectivamente, era un hijo del cielo. Faetón dijo: «Déjame conducir el carro del sol por el cielo».
De Zoet hace un alto en atención a los amanuenses.
—Febo intentó hacerle cambiar de idea. «Los caballos son bravíos», dijo, «y el carro vuela muy alto. Pídeme otra cosa». Pero no: Faetón insistía, y Febo tuvo que acceder: una promesa es una promesa, incluso en un mito (sobre todo, en un mito). Así que al amanecer del día siguiente, el carro del sol, conducido por el joven, empezó a subir y a subir y a subir. Cuando se arrepintió de su obstinación, ya era demasiado tarde. Los caballos eran de veras bravíos. Para empezar, el carro subió demasiado arriba, demasiado lejos, y todos los ríos y cascadas de la tierra se convirtieron en hielo. Entonces, Faetón se acercó a la tierra, pero bajó demasiado y quemó África, y chamuscó la piel de los etíopes e incendió las ciudades de la antigüedad. Así que, al final, tuvo que intervenir el dios Zeus, el rey del cielo.
—Escribas: alto. —Shiroyama pregunta—: ¿Este Zeus no es un cristiano?
—Un griego, señoría —dice Iwase—, similar a Ame-no-Minaka-nushi.
El magistrado indica a De Zoet que continúe.
—Zeus lanzó un rayo al carro del sol. El carro explotó. Faetón cayó a la tierra y se ahogó en el río Eridanos. Las hermanas de Faetón, las Helíades, lloraron tanto que se convirtieron en árboles; en Holanda los llamamos «álamos», no sé si existen en Japón. Una vez convertidas en árboles, las Helíades lloraron… —De Zoet consulta con Iwase—… ámbar. He ahí el origen del ámbar, y el final de la historia. Disculpen mi mediocre japonés.
—¿Cree que hay algo de cierto en esa historia?
—No hay nada de cierto en esa historia, señoría.
—Entonces, ¿los ingleses ponen a sus buques de guerra nombres de cosas falsas?
—La verdad de un mito, señoría, no está en las palabras sino en el fondo.
Shiroyama toma nota de la observación.
—Esta mañana —el magistrado retoma la cuestión más acuciante—, el adjunto Fischer entregó una carta del capitán inglés. La carta transmite los saludos, en holandés, del rey Jorge de Inglaterra y afirma que la Compañía holandesa ha quebrado, que Holanda ya no existe y que ahora en Batavia hay un gobernador general británico. La carta termina con la advertencia de que los franceses, los rusos y los chinos planean invadir nuestras islas. El rey Jorge llama a Japón «la Gran Bretaña del océano Pacífico» y nos insta a firmar un tratado de amistad y comercio. Por favor, deme su opinión.
Agotado por el relato del mito, De Zoet dirige su respuesta en holandés a Iwase.
—Administrador De Zoet —traduce Iwase— cree que ingleses quieren intimidar a sus compatriotas.
—¿Qué piensan sus compatriotas de la propuesta inglesa?
Esta vez, De Zoet responde directamente:
—Estamos en guerra, señoría. Los ingleses incumplen sus promesas con mucha facilidad. Ninguno de nosotros quiere cooperar con ellos, salvo uno… —Jacob vuelve la mirada hacia el pasillo que lleva a la Sala de los Sesenta Tatamis—… que ahora está a sueldo de los ingleses.
—¿No está usted obligado —pregunta Shiroyama a De Zoet— a obedecer a Fischer?
El gatito de Kawasemi persigue una libélula, y se resbala en el suelo pulido de la terraza.
Un sirviente mira a su amo, que sacude la cabeza: Déjalo que juegue…
De Zoet sopesa su respuesta.
—Todo hombre tiene varios deberes, y…
Se atasca y recurre a Iwase.
—Señoría, el señor de Zoet dice que su tercer deber es obedecer a sus superiores. El segundo es proteger su bandera. Pero el primero es obedecer su conciencia, porque dios, el dios en el que él cree, le ha dado una conciencia.
El honor extranjero, piensa Shiroyama, y ordena a los escribas que omitan la última observación.
Una hoja de arce, de color encendido y bordes dentados, llega volando hasta la posición del magistrado.
—El adjunto Fischer ve lo que quiere ver, señoría.
—¿Y el administrador Van Cleef le ha comunicado alguna orden?
—No tenemos noticias de él. Sacamos las conclusiones evidentes.
Shiroyama compara las nervaduras de la hoja con las venas de sus manos.
—Si quisiésemos impedir que la fragata escapase de la bahía de Nagasaki, ¿qué estrategias propondría usted?
De Zoet se sorprende de la pregunta, pero ofrece a Iwase una respuesta meditada.
—El administrador De Zoet propone dos estrategias: el engaño y la fuerza. El engaño consistiría en iniciar y dilatar una ronda de negociaciones para la firma de un tratado falso. La ventaja de este plan es que no habría derramamiento de sangre. La desventaja sería, por un lado, que los ingleses querrían actuar con premura, para evitar el invierno del Pacífico Norte, y, por otro, que esta estratagema ya la han visto en India y en Sumatra.
—Entonces, la fuerza —dice Shiroyama—. ¿Cómo se captura una fragata sin una fragata?
De Zoet pregunta:
—¿De cuántos soldados dispone su señoría?
El magistrado ordena a los amanuenses que dejen de escribir. Luego les dice que se vayan.
—Cien —le confía a De Zoet—. Mañana, cuatrocientos; pronto, mil.
De Zoet asiente con la cabeza.
—¿Cuántas barcas?
—Ocho barcas —dice Tomine—, utilizadas para servicios portuarios y costeros.
La siguiente pregunta de De Zoet es si el magistrado podría requisar los pesqueros y cargueros del puerto y de la bahía.
—El representante del shogun —dice Shiroyama— puede requisar cualquier cosa.
De Zoet emite su veredicto a Iwase, que lo traduce:
—El administrador interino opina que, si bien un millar de samuráis bien adiestrados someterían fácilmente al enemigo en tierra o a bordo de la fragata, el problema del transporte es insuperable. Los cañones de la fragata demolerían una flotilla antes de que los espadachines pudiesen acercarse lo suficiente como para abordarla. Además, los infantes de Marina del Febo están armados con los más nuevos… —Iwase usa la palabra holandesa «fusiles»—… los mosquetes, que son tres veces más potentes y mucho más rápidos de cargar.
—Entonces —los dedos de Shiroyama han desmembrado la hoja de arce—, ¿no hay esperanza de detener el barco por la fuerza?
—El barco no puede capturarse —dice De Zoet— pero se puede cerrar la bahía.
Shiroyama, dando por hecho que el holandés ha cometido un error con su japonés, mira a Iwase, pero De Zoet se explaya con el intérprete. Usando las manos, representa sucesivamente una cadena, una muralla, y un arco y una flecha. Iwase verifica algunos términos y se dirige al magistrado.
—Su señoría, el administrador interino propone construir lo que los holandeses llaman un «puente de pontones», o sea, un puente hecho de barcas unidas. Calcula que bastaría con doscientas. Las barcas se requisarían de las aldeas de fuera de la bahía, y se traerían remando o a vela hasta el punto más estrecho de la bocana, donde se atarían, de una orilla a la otra, para formar una muralla flotante.
Shiroyama se imagina la escena.
—¿Y qué impide a la fragata atravesar por el medio?
El administrador interino entiende la pregunta y se dirige a Iwase en holandés.
—Dice De Zoet-sama, señoría, que para embestir el puente de pontones y romperlo, el barco de guerra tendría que arriar las velas. La lela de las velas está hecha de cáñamo y suele untarse de aceite para impermeabilizarla. El cáñamo aceitado, sobre todo en una estación cálida como esta, es inflamable.
—Flechas incendiarias, sí —entiende Shiroyama—. Podemos esconder arqueros en las barcas…
De Zoet parece indeciso.
—Señoría, si el Febo se incendia…
Shiroyama recuerda el mito:
—¡Como el carro del sol!
Si un plan tan audaz tiene éxito, piensa, Edo hará la vista gorda a la carencia de guardias.
—Muchos de los marineros del Febo —dice De Zoet— no son ingleses.
La victoria, prevé Shiroyama, podría reportarme un asiento en el Consejo de Ancianos.
—Los prisioneros —dice De Zoet con visible inquietud— deberán tener el derecho de rendirse con honor.
—Rendirse con honor… —repite Shiroyama frunciendo el ceño—. Estamos en Japón, administrador interino.