Sala del Mar de la residencia del administrador de Deshima
Mañana del 19 de octubre de 1800
—Quienes lo asedian, con historias tétricas… —Jacob de Zoet está repasando el inventario junto a los ventanales y, en un primer momento, no da crédito a lo que oye—… Se engañan a sí mismos, porque su fuerza es mayor… —pero, por insólito que parezca, en la bahía de Nagasaki están cantando un himno.
—Ningún enemigo frenará su poder; aunque luche con gigantes…
Jacob sale a la terraza y mira hacia la fragata.
—Ejercerá con honor su derecho a ser peregrino.
Los versos impares del himno inspiran, los pares espiran.
—Dado, Señor, que nos defiendes con tu espíritu…
Jacob cierra los ojos para captar mejor las fluctuantes frases en inglés…
—Sabemos que al final heredaremos la vida.
… y poder separar cada nuevo verso del eco del precedente.
—¡Alejaos, fantasías! No temo las palabras de los hombres…
El himno es agua y luz solar, y Jacob desearía haberse casado con Anna.
—Me afanaré día y noche para ser un peregrino.
El sobrino del pastor se queda esperando el siguiente verso, pero no llega.
—Qué agradable cancioncilla —dice Marinus desde el umbral de la sala.
Jacob se da la vuelta.
—Usted dijo que los himnos eran «canciones para niños con miedo a la oscuridad».
—¿Eso dije? Bueno, uno se vuelve menos dogmático conforme empieza a chochear.
—Lo dijo hace menos de un mes, Marinus.
—Oh. Bueno, como dice mi amigo el deán —Marinus se apoya en la barandilla—, nos sobra religión para odiarnos, pero nos falta religión para amarnos. Su nuevo hábitat le sienta muy bien, si me permite la observación.
—Es el hábitat del administrador Van Cleef, y rezo para que vuelva a ocuparlo esta noche. Lo digo en serio. En mis momentos menos caritativos, llego a plantearme pagar a los ingleses un rescate para que se queden con Fischer, pero Melchior Van Cleef es un hombre justo, para lo que se estila en la Compañía, y una Deshima con sólo cuatro funcionarios no es que esté escasa de personal, es que casi carece de él.
Marinus entorna los ojos para mirar el cielo.
—Venga a comer. Eelattu y yo le hemos traído de la cocina un poco de pescado hervido.
Pasan al comedor, donde Jacob insiste en sentarse en su silla de siempre. Acto seguido, le pregunta a Marinus si alguna vez ha tenido tratos con oficiales de la Marina británica.
—Menos de los que se imagina. Me he escrito con Joseph Banks y con algunos filósofos ingleses y escoceses, pero aún no domino su idioma. Es una nación bastante joven. Usted debió de conocer algunos oficiales durante su estancia en Londres. Estuvo allí dos o tres años, ¿no?
—Cuatro en total. El almacén principal de mi patrón estaba cerca del puerto de las Indias Orientales, así que vi llegar y partir a cientos de navíos de línea: los mejores buques de la Marina británica; o sea, del mundo. Pero mi círculo de conocidos ingleses se limitaba a los almaceneros, escribientes y contables. Para los ilustres y los uniformados, un escribano subalterno de Zelanda con un acento holandés cerrado pasaba completamente inadvertido.
El sirviente D’Orsaiy aparece en la puerta.
—Intérprete Goto aquí, administrador.
Jacob mira en torno en busca de Van Cleef y al instante cae en la cuenta.
—Hágalo entrar, D’Orsaiy.
Entra Goto, con una expresión circunspecta a la altura de las circunstancias.
—Buenos días, administrador interino —el intérprete hace una reverencia— y doctor Marinus. Interrumpo desayuno, perdón. Pero inspector de corporación me envía urgente para descubrir sobre canción de guerra de barco inglés. ¿Ingleses cantan canción así antes de ataque?
—¿Ataque? —Jacob vuelve corriendo a la Sala del Mar. Mira con el catalejo, pero la fragata sigue en el mismo sitio, y entonces, con cierto retraso, capta el malentendido—. No, señor Goto, no era un cántico de guerra lo que cantaban los ingleses, era un himno.
Goto se queda perplejo.
—¿Qué es «himno» o quién es «himno»?
—Un himno es una canción que cantamos los cristianos a nuestro Dios. Es un acto de adoración.
El administrador en funciones sigue observando la fragata: hay actividad en la proa.
—A un paso de la Roca de Papenburgo —señala Marinus—. El que dijo que la historia no tenía sentido del humor se murió demasiado pronto.
Goto no lo capta todo, pero entiende que se ha violado el sacrosanto edicto del shogun contra el cristianismo.
—Muy grave y malo —murmura—. Muy… —busca otra palabra—… muy grave y malo.
—A menos que me equivoque… —Jacob sigue observando—… están tramando algo.
La congregación se ha disuelto y han bajado el toldo de la iglesia.
—Alguien vestido con una casaca color avena está bajando por la escala de viento…
Lo ayudan a subir a bordo de la chalupa de la fragata, que está amarrada a la amura de estribor.
Llaman a una de las lanchas de la guardia japonesa, que siguen dando vueltas alrededor del navío, para que se acerque.
—Parece que están poniendo en libertad al adjunto Fischer…
Desde su llegada, quince meses antes, Jacob no había vuelto a pisar la rampa de la Puerta Marítima. El sampán estará enseguida a un grito de distancia. Jacob reconoce al intérprete Sagara, sentado junto a Peter Fischer en la proa de la embarcación. Ponke Ouwehand interrumpe la melodía que estaba canturreando.
—Estar aquí fuera le aviva a uno el deseo de que llegue el día en que salgamos de esta cárcel, ¿no es así?
Jacob piensa en Orito, se estremece, y dice:
—Sí.
Marinus está llenando un saco de viscosos manojos de algas.
—Porphyra umbilicales. A las calabazas les va a encantar.
A veinte metros de distancia, Peter Fischer hace bocina con las manos y grita al comité de bienvenida:
—Conque me ausento veinticuatro horas ¡y el «administrador interino De Zoet» da un golpe de estado! —Su jovialidad suena forzada y mordaz—. Me pregunto si se dará la misma prisa en meterse en mi ataúd.
—No sabíamos —replica Ouwehand— cuánto tiempo íbamos a estar sin dirección.
—¡La dirección ha vuelto, «adjunto en funciones Ouwehand»! ¡Qué frenesí de ascensos! ¿Ahora el mono es el cocinero?
—Me alegra volver a verlo, Peter —dice Jacob—, con independencia de nuestros cargos.
—¡Y yo me alegro de volver, escribano jefe! —El sampán roza la rampa y Fischer salta a tierra como un heroico conquistador. Aterriza con torpeza y se escurre en las piedras.
Jacob hace intención de ayudarlo a levantarse.
—¿Cómo está el administrador Van Cleef?
Fischer se pone de pie.
—Van Cleef está bien, sí. Muy bien. Les envía un caluroso saludo.
—Señor de Zoet. —El intérprete Sagara baja a tierra con la ayuda de su sirviente y de un guardia—. Tenemos carta de capitán inglés para magistrado. Yo llevo ahora, sin retraso. Magistrado llama a usted más tarde, yo pienso, y quiere hablar con señor Fischer también.
—Oh, sí, desde luego —declara Fischer—. Dígale a Shiroyama que estaré disponible después de comer.
Sagara hace un amago de reverencia en dirección a Fischer, una reverencia inequívoca ante De Zoet, y se va.
—¡Intérprete! —lo llama Fischer—. ¡Intérprete Sagara!
Sagara se da la vuelta en la Puerta Marítima con un leve «¿Sí?», esbozado en el rostro.
—No olvide quién es el funcionario de más categoría en Deshima.
La humilde reverencia de Sagara no es del todo sincera. El intérprete se aleja.
—No me fío de ese —dice Fischer—. No tiene modales.
—Esperamos que los ingleses los hayan tratado bien a usted y al administrador —dice Jacob.
—¿«Bien»? Mejor que bien, escribano jefe. Traigo excelentes noticias.
• • •
Su interés, caballeros, me conmueve —dice Fischer a todos los presentes en la Sala de Reuniones—, y, sin duda, estarán ansiosos por conocer los detalles de mi estancia a bordo del Febo. No obstante, hay que respetar el protocolo. Así pues, Grote, Gerritszoon, Baert y Oost, y usted también, Twomey, están excusados y pueden volver a su trabajo. Tengo que discutir asuntos de Estado con el doctor Marinus, el señor Ouwehand y el señor de Zoet, y tomar decisiones cuidadosamente meditadas con la cabeza fría. Cuando terminemos, se les informará.
—Te equivocas —dice Gerritszoon—. No vamos a movernos de aquí.
El reloj de pared calibra el tiempo. Piet Baert se rasca la entrepierna.
—O sea, que cuando el gato no está —Fischer se finge encantado— los ratones organizan una Asamblea Popular… Muy bien, en ese caso trataré de exponer la cuestión lo más fácil que pueda para que la entiendan. El señor Van Cleef y yo hemos pasado la noche a bordo del Febo como invitados del capitán inglés. Se llama John Penhaligon. Está aquí por orden del gobernador general británico de Fort William, en Bengala. Fort William es la base principal de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que…
—Todos sabemos lo que es Fort William —interviene Marinus.
Fischer sonríe durante un largo segundo.
—Las órdenes del capitán Penhaligon son negociar un tratado de comercio con los japoneses.
—En Japón comercia la Jan Compagnie —dice Ouwehand—. No la «John Company».
Fischer se escarba los dientes.
—Ah, sí, tengo más noticias. La Jan Compagnie está más muerta que una piedra. Sí. A las doce de la noche del último día del siglo XVII, mientras algunos de ustedes… —mira a Gerritszoon y a Baert—… cantaban groseras canciones sobre sus antepasados germánicos en la Calle Larga, la vieja y honorable Compañía dejó de existir. La empresa que nos pagaba ha quebrado.
Los hombres se quedan estupefactos.
—Rumores parecidos —dice Jacob— se han…
—Lo he leído en un ejemplar del Amsterdamsche Courant que había en el camarote del capitán Penhaligon. Bien claro, en holandés. Llevamos desde el uno de enero trabajando para un fantasma.
—¿Y nuestro salario acumulado? —Baert, horrorizado, se muerde los nudillos—. ¿Mis siete años de salario?
—Visto en retrospectiva —dice Fischer, asintiendo con la cabeza—, fue muy inteligente por tu parte despilfarrar casi toda tu paga en alcohol, putas y timbas. Al menos lo disfrutaste.
—Pero nuestra paga es nuestra —insiste Oost—. Nuestra paga está a salvo, ¿verdad, señor de Zoet?
—Legalmente, sí. Pero «legalmente» significa tribunales, indemnizaciones, abogados y tiempo. Señor Fischer…
—Si no me equivoco, los libros del administrador dan fe de mi ascenso a adjunto.
—Adjunto Fischer, ¿el artículo del Courant decía algo sobre indemnizaciones y deudas?
—Para los accionistas de la madre patria holandesa, sí; pero para los peones de las factorías asiáticas, ni un céntimo. En relación con la querida madre patria, tengo más noticias. Un general corso, Bonaparte, se ha nombrado primer cónsul de la República francesa. ¡No anda escaso de ambición el Bonaparte este! Ha conquistado Italia, dominado Austria, saqueado Venecia, sometido Egipto, y pretende convertir los Países Bajos en un département francés. Lamento comunicarles, caballeros, que su madre patria está a punto de casarse y perder su nombre de soltera.
—¡Los ingleses mienten! —exclama Ouwehand—. ¡Eso es imposible!
—Sí, más o menos eso decían los polacos antes de que su país desapareciese.
Jacob se imagina una guarnición de soldados franceses en Domburgo.
—Mi hermano Joris —dice Baert— sirvió a las órdenes de ese francés, el tal Bonaparte. Cuentan que hizo un pacto con el diablo en el puente de Arcôle, y por eso aplasta ejércitos enteros. El pacto, eso sí, no cubría a los soldados de Boney. La última vez que vieron a Joris, estaba empalado en una pica en la Batalla de las Pirámides, sin el cuerpo.
—Mi más sentido pésame, Baert —dice Peter Fischer—, pero Bonaparte es ahora vuestro jefe de Estado, y tus pagas atrasadas le importan un carajo. Bien. Ya van dos sorpresas. Se acabó la Compañía y se acabaron los Países Bajos independientes. He aquí la tercera sorpresa, particularmente interesante, creo, para el funcionario jefe De Zoet. El piloto y asesor que ha guiado al Febo hasta la bahía de Nagasaki es Daniel Snitker.
—Pero si está en Java —Ouwehand es el primero en recobrar el habla—, ante un tribunal.
—Estos giros inesperados —dice Fischer, mirándose la uña del pulgar— son la sal de la vida.
Jacob, aterrado, se aclara la garganta.
—¿Ha hablado con Snitker? ¿Cara a cara?
El escribano mira a Ivo Oost, que está lívido y perplejo.
—Cené con él. El Shenandoah nunca llegó a Java. Vorstenbosch, el famoso cirujano que extirpó el cáncer de la corrupción, y el leal capitán Lacy vendieron el cobre de la Compañía, ¡sí, señor de Zoet, el mismo cobre que tanto se afanó usted en conseguir!, a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales en Bengala y se embolsaron las ganancias. Qué paradoja, señor mío. Qué paradoja.
No puede ser verdad, piensa Jacob.
Pero sí, sí que puede.
—Un momento un momento un momento —Arie Grote está poniéndose rojo—, espera, espera, espera. ¿Y nuestras mercancías privadas? ¿Y mis lacas? ¿Y las estatuillas de Imari?
—Daniel Snitker no sabe adonde fueron a parar: él se escapó en Macao…
—Si esos cerdos —Arie Grote está poniéndose violeta—, esos ladrones mal nacidos…
—Al diablo con las mercancías —protesta Twomey—, ¿cómo vamos a volver a casa?
Hasta Arie Grote enmudece al asimilar la realidad.
—El señor Fischer —observa Marinus— parece inmune al abatimiento general.
—¿Qué estás ocultándonos —Gerritszoon parece peligroso—, «señor» Fischer?
—¡Tengo que hablar a la velocidad que vuestra noble democracia me permite! El doctor tiene razón: no está todo perdido. El capitán Penhaligon está autorizado a proponer una entente anglo-holandesa en estas aguas. Promete pagarnos hasta el último penique que nos deba la Compañía, y ofrecernos un pasaje gratis, en una cómoda litera, hasta Petang, Bengala, Ceilán o el Cabo.
—¿Todo eso —pregunta Con Twomey— por la pura bondad de un alma inglesa?
—A cambio, trabajaremos aquí otras dos temporadas más. Por un salario.
—Lo que significa —intuye Jacob— que los ingleses quieren quedarse con Deshima y sus beneficios.
—¿De qué le sirve a usted Deshima, señor de Zoet? ¿Dónde están sus barcos, su capital?
—Pero… —Ivo Oost frunce el entrecejo—… si los ingleses quieren comerciar desde Deshima…
—Los intérpretes —dice Arie Grote asintiendo— sólo hablan holandés.
Fischer da una palmada.
—El capitán Penhaligon los necesita a ustedes y ustedes lo necesitan a él. Un matrimonio feliz.
—Entonces, ¿se trataría del mismo trabajo —pregunta Baert— pero con un nuevo patrón?
—Uno que no se largará a Carolina con tu mercancía privada, sí.
—El día que agarre a Vorstenbosch —promete Gerritszoon— le sacaré los sesos por su aristocrático culo.
—¿Qué bandera ondearía en Deshima? —pregunta Jacob—. ¿La holandesa o la inglesa?
—¿Qué más da mientras nos paguen un salario? —replica Fischer.
—¿Qué opina el administrador Van Cleef —pregunta Marinus— de la oferta del capitán?
—En este mismo instante está negociando la letra pequeña del acuerdo.
—¿Y no se le ha ocurrido —pregunta Jacob— enviarnos órdenes por escrito?
—¡Yo soy sus órdenes por escrito, escribano jefe! Pero, mire, no hace falta que den por buenas mis palabras. El capitán Penhaligon los ha invitado a usted, al doctor y al señor Ouwehand a cenar esta noche a bordo del Febo. Sus tenientes son una compañía estupenda. Uno, llamado Hovell, habla holandés con soltura. El jefe de los infantes de Marina, el comandante Cutlip, ha viajado por todo el mundo y hasta ha vivido en Nueva Gales del Sur.
Los marineros estallan en risas.
—¿Cutlip? —pregunta Grote—. Pero ¿cómo puede alguien llamarse así?
—Si rechazamos la propuesta —pregunta Jacob—, ¿los ingleses se marcharán pacíficamente?
Fischer chasquea la lengua en señal de desaprobación.
—No es competencia suya, escribano jefe, aceptar o rechazar la propuesta, ¿me equivoco? Ahora que el administrador Van Cleef y un servidor estamos de vuelta, pueden volver a guardar la República de Deshima en su caja de juguetes y…
—No, la cosa no es así de fácil —dice Grote—. Hemos elegido presidente al señor de Zoet.
—¿Presidente? —Fischer enarca las cejas con fingido estupor—. ¡Acabáramos!
—Necesitamos a un hombre de palabra —declara Arie Grote— que nos proteja.
Los labios de Peter Fischer dibujan una sonrisa.
—¿Insinúa que yo no soy un hombre de palabra?
—¿A que se acuerda usted —dice Grote— de cierto conocimiento de embarque que el señor de Zoet se negó a firmar pero que usted firmó de mil amores?
—Vorstenbosch dio jaque mate a De Zoet —dice Piet Baert—, pero nos lo dará a nosotros.
Jacob está tan sorprendido como Fischer del apoyo tan enérgico que le brindan los peones.
El prusiano tensa la voz.
—El reglamento de la Compañía es muy claro acerca de la obediencia.
—El reglamento de la Compañía —señala Marinus— quedó anulado legalmente el uno de enero.
—Pero estamos todos en el mismo barco, ¿no es así, señores? —Fischer se da cuenta de su error de cálculo—. La cuestión de las banderas puede resolverse. ¿Qué es una bandera sino un rectángulo de trapo? Luego voy a hablar con el magistrado; y vuestro «presidente» puede acompañarme, para demostraros mi buena fe. Mientras tanto, vuestra «República de Deshima»…
Nombrar algo, piensa Jacob, aunque sea para ridiculizarlo, da sustancia a lo nombrado.
—… puede debatir a voluntad. Cuando Jacob y yo volvamos al Febo, él podrá informar al capitán Penhaligon de cómo están las cosas en tierra. Pero no olviden que están a doce mil millas de distancia de casa. No olviden que Deshima es un enclave comercial sin comercio. No olviden que los japoneses quieren que los convenzamos de trabajar con los ingleses. Haciendo la elección correcta, ganaremos dinero y protegeremos a nuestras familias contra la pobreza. ¿Quién, en el nombre de Dios, puede oponerse?
• • •
—Entonces, ¿cómo traducir «estatúder»? —Goto, el intérprete de ojos cansados, se palpa la zona sin afeitar alrededor de la mandíbula—. El holandés Guillermo Cinco ¿es rey o no es rey? —El reloj de Almelo del despacho del administrador da una campanada—. Títulos, títulos, piensa Jacob. Tan estúpidos, tan importantes.
—No, no es el rey.
—Entonces, ¿por qué Guillermo V usa título «Príncipe de Orange-Nassau»?
—Orange-Nassau es, o era, el nombre del feudo de sus antepasados, como los feudos japoneses. Pero también era el jefe del ejército de los Países Bajos.
—¿Entonces es igual que shogun japonés? —aventura Iwase.
El dogo de Venecia sería un símil más ajustado, pero no serviría de ayuda.
—El estatúder era un cargo electo, pero controlado por la Casa de Orange. Entonces, cuando el estatúder Guillermo… —Jacob señala la firma del documento—… se casó con la hija del emperador prusiano, empezó a darse aires de monarca por la gracia de Dios. Hace cinco años, sin embargo, los holandeses —la invasión francesa se mantiene en secreto—, el pueblo, cambiamos a nuestro gobierno…
Los dos intérpretes se miran con aire preocupado.
—… y el estatúder Guillermo se… oh, ¿cómo se dice «exilió» en japonés?
Goto dice la palabra que falta y la frase cobra sentido para Iwase.
—De modo que, con Guillermo exiliado en Londres —concluye Jacob—, su viejo cargo ha quedado abolido.
—Entonces, Guillermo V —Namura quiere que quede bien claro— ¿no tiene poder en Holanda?
—No, ninguno. Se le confiscaron todas sus propiedades.
—El pueblo holandés… ¿todavía obedece, o respeta, a estatúder?
—Los orangistas sí, pero los patriotas, los partidarios del nuevo gobierno, no.
—¿Muchos holandeses son «orangistas» o «patriotas»?
—Sí, pero la mayoría sólo se preocupa de tener la barriga llena y un país en paz.
—Entonces, este documento que traducimos, este «Memorando de Kew» —Goto frunce el ceño—, ¿es orden de Guillermo V a holandeses de dar posesiones holandeses a ingleses para protección?
—Efectivamente, pero la pregunta es: ¿reconocemos los holandeses la autoridad de Guillermo?
—Capitán inglés escribe: «Todas las colonias holandesas obedecen el Memorando de Kew».
—Eso ha escrito, sí, pero es probable que mienta.
Alguien llama a la puerta sin mucha decisión, y Jacob dice:
—¿Sí?
Con Twomey abre la puerta, se quita el sombrero y mira a Jacob con expresión urgente. Twomey no vendría a molestarnos, piensa el escribano, por una tontería.
—Caballeros, continúen sin mí. El señor Twomey y yo tenemos que hablar en la Sala del Mar.
—Se trata… —el irlandés mantiene el sombrero en equilibrio sobre el muslo—… como decimos en mi tierra, de un «esqueleto en el armario».
—En Walcheren decimos: «Un muerto en el huerto».
—Pues en Walcheren deben de tener unos repollos monstruosos. ¿Le importa que hable en inglés?
—Adelante. Si necesito ayuda, se lo diré.
El carpintero respira hondo.
—No me llamo Con Twomey.
Jacob asimila la noticia.
—No es usted el primer hombre enrolado a la fuerza que da un nombre falso.
—Mi verdadero nombre es Fiacre Muntervary, y no me enrolaron a la fuerza. La historia de cómo salí de Irlanda es bastante más rara. Un frío día de San Martín, un bloque de piedra se soltó del arnés y espachurró a mi padre como un escarabajo. Hice todo lo posible por sustituirlo, pero este mundo no tiene piedad, y cuando falló la cosecha y Cork se llenó de gente llegada de toda Munster, el casero nos triplicó el alquiler. Empeñamos las herramientas de mi padre, pero, muy pronto, mi madre, mis cinco hermanas, mi hermano pequeño, Pádraig, y yo estábamos viviendo en un granero en ruinas, donde Pádraig cogió un resfriado y no tardamos en tener una boca menos que alimentar. En la ciudad traté de encontrar trabajo en el puerto, en las cerveceras, lo intenté todo, pero sin suerte. Así que volví a la casa de empeños y pedí que me devolviesen las herramientas de mi padre. El tipo dijo: «Las he vendido, majo, pero es verano y la gente necesita abrigos. Pago chelines contantes y sonantes por un buen abrigo. ¿Me entiendes?».
Twomey hace una pausa para sopesar la reacción de Jacob.
Jacob evita cualquier titubeo.
—Tenías una familia que alimentar.
—En el teatro robé un vestido de señora. El empeñero dijo: «Abrigos de caballero, majo», y me dio tres peniques. Lo siguiente que robé fue un abrigo de hombre del despacho de un abogado. «Eso no se lo pondría ni un espantapájaros», dijo el fulano. «¡Échale más ganas!». Y la tercera vez me pescaron como a una trucha. Después de dos semanas en la cárcel de Cork me llevaron al tribunal, donde la única cara conocida era la del empeñero. El fulano le dijo al juez inglés: «Sí, señoría, ese es el golfillo que no paraba de ofrecerme abrigos». Yo dije que el empeñero era un maldito mentiroso que comerciaba con abrigos robados. El juez me dijo que Dios perdona a todos aquellos que se arrepienten de verdad, y me condenó a siete años en Nueva Gales del Sur. Cinco minutos duró el juicio. Por aquel entonces había un barco de convictos, el Reina, atracado en el puerto de Cork que necesitaba tripulación, y yo les venía al pelo. Ni mi madre ni mis hermanas pudieron sobornar a nadie para subir a bordo y a despedirme. Total, que en abril (corría el año noventa y uno) el Reina zarpó con la Tercera Flota…
Jacob sigue la mirada de Twomey por encima de las aguas de la bahía hasta el Febo.
—Éramos cientos de convictos hacinados en las tinieblas de una bodega asfixiante; cucarachas, vómitos, pulgas, orines; ratas que roían a vivos y muertos por igual, tan grandes como putos tejones. En las aguas frías tiritábamos. En los trópicos, la brea goteaba de las junturas y nos abrasaba, y lo único que pensábamos, tanto dormidos como despiertos, era Agua, agua, Dios mío, agua… Al día nos daban media pinta a cada uno que sabía a meado de marinero, y, en gran medida, seguramente lo fuese. En la travesía murieron, según mis cálculos, uno de cada ocho. «Nueva Gales del Sur», cuatro palabritas que en Irlanda me sonaban aterradoras, adquirieron el significado de «liberación», y un viejo de Galway nos hablaba de Virginia, con sus playas enormes y prados verdes y chicas indias que cambiaban un revolcón por un clavo oxidado, y todos pensábamos: Botany Bay es como Virginia, sólo que un poco más lejos…
La guardia del comisario Kosugi pasa bajo la Sala del Mar, por el Malecón.
—Pero la bahía de Sidney no era Virginia. La bahía de Sidney consistía en unas pocas docenas de parcelas labradas a golpe de azadón donde las escasas plantas que lograban brotar no tardaban en marchitarse. La bahía de Sidney era un pozo seco que bullía de avispones y hormigas rojas y mil convictos famélicos apiñados en tiendas andrajosas. Los infantes de Marina tenían los rifles, luego tenían el poder, la comida, la carne de canguro y las mujeres. Como yo era carpintero, me pusieron a construir las cabañas de los infantes, y los muebles, las puertas y demás. Pasaron cuatro años, empezaron a llegar los mercantes yanquis, y, si bien la vida nunca se hizo agradable, los convictos dejaron de morir como chinches. Había cumplido la mitad de mi condena y empecé a soñar que un día volvería a Irlanda. Entonces, en el noventa y cinco, llegó un nuevo escuadrón de infantes de Marina. Mi nuevo comandante quería unos barracones nuevos y una casa en Parramatta, y reclamó mis servicios y los de seis o siete más. El tipo había estado un año destacado en Kinsale, y se creía un experto en la raza irlandesa. «La molicie de los gaélicos», decía, «se cura con jarabe de látigo», y administraba dosis generosas de su medicina. ¿Has visto las señales que tengo en la espalda?
Jacob asiente.
—Hasta Gerritszoon se quedó impresionado.
—Si le sosteníamos la mirada, nos azotaba por insolentes. Si la evitábamos, nos azotaba por huidizos. Si gritábamos, nos azotaba por teatreros. Si no gritábamos, nos azotaba por recalcitrantes. El hombre estaba en el paraíso. Bien, el caso es que, en total, éramos seis los naturales de Cork que nos vigilábamos las espaldas entre nosotros, y uno de ellos era Brophy, el carretero. Un día, el comandante provocó tanto a Brophy que este le devolvió un golpe. Lo encadenaron y el comandante lo condenó a la horca. El comandante me dijo: «Ya iba siendo hora de que Parramatta tuviese un patíbulo, Muntervary, y te vas a encargar de construirlo». Pues bien, me negué. A Brophy lo colgaron de un árbol y a mí me condenaron a una semana en la pocilga y a cien latigazos. La pocilga era una celda de metro y medio por metro y medio por metro y medio, con lo cual no había forma de estirarse, y ya se puede imaginar el hedor y las moscas y los gusanos. La última noche, el comandante vino a decirme que los latigazos me los daría él en persona, y me prometió que antes de llegar a cincuenta ya me habría reunido con Brophy en el infierno.
Jacob pregunta:
—¿No había ninguna autoridad superior a la que recurrir?
La respuesta de Twomey es una amarga carcajada.
—Pasada la medianoche oí un ruido. «¿Quién anda ahí?», dije, y la contestación fue un escoplo deslizado bajo la puerta, unas hogazas de pan envueltas en un trozo de lona, y un odre de agua. Oí unos pasos que se alejaron rápidamente. Con el escoplo arranqué un par de tablones visto y no visto, y me escapé. Había una luna llena que brillaba como el sol. El campamento, como comprenderá, no tenía muros; los muros eran el vacío que nos rodeaba. Continuamente se fugaban convictos. Muchos volvían arrastrándose, suplicando agua. A otros los traían los aborígenes, a cambio de una recompensa en alcohol. Los demás morían, ahora no me cabe duda… pero los convictos éramos casi todos analfabetos, y cuando cundió el rumor de que atravesando el desierto rojo en dirección nornoroeste se llegaba a China, sí, a China, la esperanza dio por cierto el rumor, y a China que puse rumbo esa noche. No habría recorrido ni seiscientos metros cuando oí el clic de un fusil. Era él. El comandante. Había sido él quien me había pasado el escoplo y el pan. «Ahora eres un fugitivo», dijo, «así que puedo matarte de un tiro, sin preguntar nada, apestosa rata irlandesa». Se me acercó tanto como estamos usted y yo ahora, y cuando vi cómo le brillaban los ojos, pensé: Hasta aquí he llegado. Pero apretó el gatillo y no pasó nada. Nos quedamos mirándonos, sorprendidos. Me lanzó un bayonetazo al ojo, yo me aparté pero no lo bastante rápido —el carpintero le muestra a Jacob el lóbulo rasgado—, y entonces todo se volvió lento y torpe y nos peleábamos por el fusil como dos niños por un juguete… y él tropezó y… el fusil se giró de golpe y él se llevó un culatazo en la cabeza y ya no se levantó.
Jacob nota que a Twomey le tiemblan las manos.
—La defensa propia no es asesinato, ni a los ojos de Dios ni a los de la ley.
—Yo era un convicto con un infante de Marina muerto a mis pies. Salí zumbando hacia el norte, a lo largo de la costa, y doce o quince millas después, cuando empezaba a amanecer, encontré un riachuelo pantanoso en el que calmé mi sed y dormí hasta la tarde. Luego comí un pan y reanudé la marcha, y así durante cinco días más. Debí de recorrer unas setenta u ochenta millas. Pero el sol me dejó negro como el carbón, y aquella tierra te chupa toda la energía, y me puse malo con unas bayas, con lo cual no tardé mucho en lamentarme de que al comandante le hubiese fallado el fusil, porque me esperaba una muerte lenta. Esa tarde, mientras el mar cambiaba de color a medida que descendía el sol, rogué a San Judas Tadeo que pusiese fin a mi sufrimiento como mejor le pareciese. Vosotros los calvinistas podréis negar a los santos, pero estaréis de acuerdo, lo sé, en que no hay plegaria que no sea escuchada —Jacob asiente—, así que lo que me despertó al amanecer en aquella costa dejada de la mano de Dios, aquel paraje desierto en cientos de millas a la redonda, fue la saloma que entonaban unos remeros. En mitad de la bahía había un ballenero roñoso con la bandera de las barras y estrellas. La chalupa venía a tierra a por agua. Fue allí donde me encontré con el capitán y le di los buenos días. «Un convicto fugitivo, ¿verdad?», me dijo. Y yo le contesté: «Así es, señor». Y él: «Dame una sola razón por la que debería darle una patada en las pelotas a nuestro mejor cliente del océano Pacífico, el gobernador británico de Nueva Gales del Sur, dejando subir a bordo a uno de sus fugitivos». Y yo le dije: «Soy un carpintero que trabajará un año en su barco por la paga de un marinero raso». Y me replicó: «Los estadounidenses creemos que las siguientes verdades caen por su propio peso: que todos los hombres han sido creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, a la libertad y a la felicidad, y que vas a trabajar tres años, no uno, y tu salario será la vida y la libertad, no los dólares». —La pipa del carpintero se ha apagado. Vuelve a encender la cazoleta y da una profunda calada—. Bien, De Zoet, se preguntará por qué le cuento todo esto. Antes, en la Sala de Reuniones, Fischer ha mencionado a cierto comandante que, por lo visto, está ahí, en la fragata británica.
—¿El comandante Cutlip? Un apellido desafortunado en nuestro idioma, como ya sabe.
—Esa no es la razón por la que se le ha grabado en la memoria a este convicto fugitivo.
Twomey mira al Febo y espera.
Jacob baja la pipa.
—¿El infante de Marina? ¿Su torturador? ¿Cutlip?
—Uno se cree que estas coincidencias no se dan jamás, al menos no fuera del teatro, no en el día a día…
Las repercusiones saturan el ambiente. Jacob casi las oye.
—… y sin embargo, muy a menudo, la vida te hace estas malditas jugarretas. ¡Es él! George Cutlip, de la infantería de Marina, sale de Nueva Gales del Sur, llega a Bengala, se hace colega de cacerías del gobernador. A Fischer se le escapó el nombre de pila durante la comida, luego no hay duda. Ni sombra de duda. —Lejos de reír, Twomey suelta un ladrido seco—. Tu decisión sobre la propuesta del capitán y todo eso ya era difícil de por sí, pero si cierras un trato con ellos, Jacob… si haces un pacto, el comandante Cutlip me verá y me reconocerá y como hay Dios que querrá ajustar las cuentas, y salvo que lo mate yo primero, seré pasto de los peces o de los gusanos.
El sol de otoño es una caléndula incandescente.
—Yo les exigiría garantías. La protección de la Corona británica.
—Los irlandeses conocemos muy bien la protección de la Corona británica.
Una vez a solas, Jacob observa al problemático Febo. El escribano aplica un sistema de contabilidad moral: el costo de la cooperación con los ingleses sería, por un lado, exponer a su amigo a la venganza de Cutlip, y, por otro, las posibles acusaciones de colaboración en el caso de que en el futuro volviese a constituirse un tribunal holandés. El costo de rechazar a los ingleses será años de miseria y confinamiento en Deshima hasta que termine la guerra y a alguien se le ocurra acudir a socorrerlos. ¿Y si se olvidasen literalmente de ellos, y terminasen enfermando, envejeciendo y muriendo aquí, uno a uno?
—Toc, toc, ¿eh?
Es Arie Grote, con su delantal de cocinero lleno de manchas.
—Señor Grote, entre, por favor. Sólo estaba… estaba…
—Cavilando, ¿eh? Hoy se cavila mucho en Deshima, administrador De Z…
Este comerciante nato, sospecha Jacob, viene a inducirme a colaborar con los ingleses.
—… pero he aquí un consejo para el sabio. —Grote mira alrededor—. Fischer miente.
De las olas llegan ojos de luz solar que parpadean y parpadean en el techo empapelado.
—Soy todo oídos, señor Grote.
—En concreto, miente al decir que Van Cleef está encantado con el trato. Verá, no voy a poner en peligro nuestras timbas descubriendo todo el pastel, por así decirlo, pero existe un método llamado «el arte de los labios». La gente cree que a un mentiroso se le pilla por los ojos, pero no es verdad: lo que lo delata son los labios. Cada mentiroso tiene su tic revelador, y Fischer, cuando va de farol, hace esto… —Grote se chupa ligeramente el labio inferior—… y lo bueno es que no sabe que lo hace. Antes, al hablar de Van Cleef, hizo ese gesto: está mintiendo, lo lleva escrito en la frente. Y si Fischer miente sobre lo particular, también estará deformando lo general, ¿eh?
Una brisa perdida roza la astrosa lámpara de araña.
—Si el administrador Van Cleef no está colaborando con los ingleses…
—Está encerrado en la bodega: razón por la cual el que ha venido a tierra ha sido Fischer y no él.
Jacob mira hacia el Febo.
—Supongamos que soy el capitán británico y tengo la esperanza de ganarme la gloria capturando la única factoría europea en todo Japón, pero los lugareños tienen fama de ser quisquillosos en sus tratos con los extranjeros.
—Lo único que se sabe de ellos es que no tratan con extranjeros.
—El capitán inglés nos necesita para llevar a cabo la transición, está claro, pero…
—… cuestión de un año, administrador De Z.: dos temporadas comerciales en el bolsillo…
—Pingües beneficios; una embajada en Edo; la Union Jack ondeando en el asta…
—Los intérpretes aprendiendo inglés… De la noche a la mañana, sus funcionarios holandeses… en fin, ya se lo imagina: «Un momento, ¡estos holandeses son prisioneros de guerra!». ¿Por qué habrían de pagarnos ni un chelín de nuestros sueldos atrasados, eh? Yo no lo haría si fuese el Penhaligon ese, pero, oh, ofrecería a los holandeses un pasaje gratis…
—Los funcionarios, a una cárcel de Penang; y ustedes, los peones, enrolados a la fuerza.
—«Enrolados» en inglés significa «esclavos de la Armada de Su Majestad».
Jacob revisa todos y cada uno de los nexos del razonamiento en busca de puntos débiles, pero no hay ninguno. La ausencia de órdenes escritas por parte de Van Cleef, comprende Jacob, fue su verdadera orden.
—¿Ha hablado de esto con los demás marineros, señor Grote?
El cocinero agacha la cabeza, tan calva como astuta.
—Toda la mañana, administrador De Z. Si usted, como nosotros, también se malicia el engaño de esa rata apestosa, nuestra propuesta es que doblemos su proyecto de entente anglo holandesa en pequeños cuadraditos para usarlos como papel en la letrina.
Jacob ve dos delfines en la bahía.
—¿Qué tic me delata a mí según «el arte de los labios», señor Grote?
—Mi madre jamás me perdonaría por malear a un joven caballero con artimañas de tahúr…
—Podríamos jugar al backgammon, en las tranquilas temporadas comerciales que nos esperan.
—El gammon sí es un juego de caballeros. Yo pongo los dados…
El té, servido en un cuenco pálido y liso, tiene un color verde exuberante.
—Nunca entenderé —dice Peter Fischer— cómo pueden tragarse ese zumo de espinaca. —Flexiona y se masajea las piernas, entumecidas después de veinte minutos sentado en el suelo—. Espero que a esta gente le dé algún día por inventar una silla como Dios manda.
Jacob tiene poco que decirle a Fischer, que ha venido a instar al magistrado a que permita el comercio con los británicos tras una fachada holandesa. Fischer se niega a contemplar la posibilidad de cualquier oposición por parte de los peones y funcionarios de Deshima, y Jacob aún no la ha manifestado. Ouwehand ha dado permiso a Jacob para que actúe en su nombre, y Marinus le soltó una cita en griego. Los intérpretes Yonekizu y Kobayashi departen en la antesala con nerviosos cuchicheos, conscientes de que Jacob podría entenderlos. Funcionarios e inspectores entran y salen de la Sala de los Sesenta Tatamis. El lugar huele a cera de abejas, papel, sándalo, y, piensa Jacob tomando aire, ¿miedo?
—La democracia —dice en voz alta Fischer— es un pintoresco divertimento para los peones, De Zoet.
—Si lo que insinúa —Jacob posa el cuenco de té— es que, de alguna forma, yo…
—No, no, si admiro su astucia: la manera más fácil de controlar a los demás es crearles la ilusión del libre albedrío. Ahora bien —Fischer examina el forro de su sombrero—, no se le ocurrirá ofender a nuestros amigos amarillos con esa monserga de presidentes y demás, ¿verdad? Shiroyama da por hecho que va a parlamentar con el adjunto al administrador.
—¿Está decidido a recomendarle la propuesta de Penhaligon?
—Habría que ser un idiota y un sinvergüenza para no hacerlo. Usted y yo, De Zoet, discrepamos en cuestiones triviales, algo normal entre amigos. Pero me consta que no es usted un idiota ni un sinvergüenza.
—Todo el asunto —dice Jacob saliéndose por la tangente— está en sus manos, al parecer.
—Sí. —Fischer se toma en serio el cumplido de Jacob—. Naturalmente.
Los dos hombres dirigen la vista, por encima de muros y tejados, hacia la bahía.
—Cuando vengan los ingleses —dice Fischer— aumentará mi influencia…
Esto es vender la piel del oso, piensa Jacob, antes de cazarlo.
—… y me acordaré de los viejos amigos y de los viejos enemigos.
El chambelán Tomine cruza la antesala y saluda a Jacob con una mirada.
Gira a la izquierda y entra por una puerta modesta decorada con un crisantemo.
—Una cara como esa —dice Fischer— sólo se ve en las gárgolas de las catedrales.
Aparece un funcionario malcarado y habla con Kobayashi y Yonekizu.
—¿Entiende lo que dicen, De Zoet? —pregunta Fischer.
El registro es formal, pero Jacob deduce que el magistrado está indispuesto. Sus principales consejeros recibirán al adjunto Fischer en la Sala de los Sesenta Tatamis. Instantes después, el intérprete Kobayashi confirma el particular.
—Me parece bien —dice Fischer, y añade dirigiéndose a Jacob—: Los sátrapas orientales no son más que figuras decorativas sin la menor noción de la realidad política. Es mejor hablar directamente con los que de veras mueven los hilos.
El oficial arisco añade que, debido a la confusión creada por el buque de guerra inglés, será mejor tratar con un solo portavoz holandés que con dos: el escribano jefe puede esperar en una zona más tranquila de la Magistratura.
Fischer se alegra por partida doble.
—Una medida lógica. El escribano jefe De Zoet —dice el prusiano dando una palmadita en la espalda al holandés— podrá beber zumo de espinacas a discreción.