XXXIV

Camarote del capitán Penhaligon a bordo del Febo

Alrededor del alba del 19 de octubre de 1800

John Penhaligon se despierta de un sueño hecho de cortinas mohosas y bosques lunares para encontrar a su hijo junto a la cama.

—¡Tristingle, mi niño querido! ¡Qué sueños tan espantosos he tenido! Estaba soñando que habías muerto en el Blenheim y… —Penhaligon suspira—… y que me había olvidado de tu cara. Y de tu pelo…

—Mi pelo nunca, papá —el guapo muchacho sonríe—, ¡cómo olvidar este matojo en llamas!

—En sueños, a veces soñaba que seguías vivo… Despertar era… era amargo.

—¡Vamos, hombre! —Se ríe igual que se reía Meredith—. ¿Es esta la mano de un fantasma?

John Penhaligon agarra la cálida mano de su hijo y se fija en sus charreteras de capitán.

—Han enviado a mi Faetón a ayudar a tu Febo a resolver este problema, papá.

«Los navíos de línea acaparan toda la gloria», solía decir el capitán Golding, mentor de Penhaligon, «¡pero el botín se lo llevan las fragatas!».

—No existe botín en el mundo —coincide Tristram— como los puertos y mercados del Oriente.

—Morcilla, huevos y pan frito serían un regalo del cielo, querido hijo.

¿Por qué, se pregunta Penhaligon, he contestado una pregunta que no me han hecho?

—Se lo diré a Jones —dice Tristram, retirándose— y también te traeré el Times de Londres.

Penhaligon escucha el delicado tintineo de platos y cubiertos…

… y se despoja, como una serpiente en plena muda, de los largos años que ha desperdiciado sufriendo un dolor innecesario.

¿Cómo hará Tristram, se pregunta, para conseguir el Times en la bahía de Nagasaki?

Un gato maligno lo observa desde los pies de la cama; o tal vez es un murciélago…

Con un ronroneo sordomudo, la bestezuela abre la boca: es una bolsa de agujas.

Tiene intención de morder, piensa Penhaligon, y su pensamiento abre la puerta al diablo.

El dolor le abrasa el pie derecho; un ¡Aaaaaaaaah!, se le escapa de la boca como una nube de vaho.

Completamente despierto en la oscuridad, el padre del difunto Tristram aprieta los dientes para ahogar un grito.

Cesa el delicado tintineo de platos y cubiertos, y unos pasos ansiosos se aproximan veloces a la puerta de su camarote. La voz de Chigwin pregunta:

—¿Todo bien, señor?

—Todo bien. —El capitán traga saliva—. Una pesadilla me ha tendido una emboscada, eso es todo.

—A mí también me pasa, señor. Serviremos el desayuno a la primera campanada.

—Muy bien, Chigwin. Espera: ¿las embarcaciones de los nativos siguen dando vueltas a nuestro alrededor?

—Sólo las dos barcas guardacostas, señor, pero los infantes de marina las han vigilado toda la noche y en ningún momento se nos han acercado a menos de doscientas yardas. De lo contrario, me habría apresurado a despertarlo, señor. Aparte de eso, no se ve a flote nada mayor que un pato. Hemos logrado ahuyentar a todo bicho viviente.

—Enseguida me levanto, Chigwin. Vuelva a sus quehaceres. —Pero en cuanto Penhaligon mueve el pie hinchado, unas espinas de dolor le laceran la carne—. Chigwin, por favor, dígale al cirujano Nash que venga ahora mismo: la podagra está dándome un poco de guerra.

El cirujano Nash examina el tobillo, inflamado hasta el doble de lo normal.

—Ya puede despedirse, con toda probabilidad, de las carreras de obstáculos y las mazurcas, capitán. ¿Me permite aconsejarle que use un bastón para caminar? Le diré a Rafferty que le traiga uno.

Un lisiado con bastón, titubea Penhaligon, a los cuarenta y dos años.

En las cubiertas superiores, unos pies jóvenes y ágiles se mueven de un lado para otro.

—Sí. Mejor anunciar mi invalidez con un bastón que cayéndome por las escaleras.

—Desde luego, señor. Y ahora, si me permite examinar este tofo… Puede que le…

El bisturí indaga la protuberancia: un dolor violáceo le explota detrás de los ojos.

—… duela un poco, señor… pero está supurando bien: una buena cantidad de pus.

El capitán mira de reojo la secreción espumosa.

—¿Eso es bueno?

—El pus —dice el cirujano desenroscando la tapa de un frasco— es la manera que tiene el cuerpo de purgarse de un exceso de bilis azul, y la bilis azul es la raíz de la gota. Ensanchando la herida y aplicando un poco de materia fecal de roedor —Nash descorcha el frasco y extrae un excremento de ratón con las pinzas—, podemos estimular la secreción, y esperar una mejora en cuestión de una semana. Además, me he tomado la libertad de traer una ampolla de remedio de Dover, así que…

—Me lo bebo ahora mismo, cirujano. Los dos próximos días son de crucial importancia para nuestro fut…

El bisturí penetra en el bulto: el grito ahogado le tensa todo el cuerpo.

—Maldita sea, Nash —dice finalmente el capitán entre jadeos—. Al menos podría avisarme, ¿no?

• • •

El comandante Cutlip mira con recelo el chucrut que hay en la cuchara de Penhaligon.

—¿No irá a flaquear ahora, comandante? —pregunta el capitán.

—El repollo doblemente podrido, señor, no derrotará jamás a este soldado.

La membranosa luz del sol confiere un aire pictórico a la mesa del desayuno.

—Fue el almirante Jervis quien primero me recomendó el chucrut. —El capitán mastica la cucharada de verdura fermentada—. Pero esta historia ya se la he contado.

—Nunca en mi presencia, señor —dice Wren.

El teniente de fragata mira a los demás, que están de acuerdo. Penhaligon sospecha que lo hacen por quedar bien, pero resume la anécdota:

—Jervis conocía el chucrut por William Bligh, y Bligh lo conocía por el mismísimo capitán Cook. «La diferencia entre la tragedia de La Pélouse y la gloria de Cook», gustaba decir Bligh, «estuvo en treinta barriles de chucrut». Pero cuando Cook se embarcó en su primer viaje, ni las exhortaciones ni las amenazas sirvieron para convencer a la tripulación del Endeavour de que lo comiesen. Entonces Cook designó el «repollo doblemente podrido» comida de oficiales y se lo prohibió a los marineros rasos. ¿El resultado? Empezaron a robar chucrut del pañol mal vigilado donde se almacenaba hasta que, pasados seis meses, no había un solo tripulante aquejado de escorbuto, y la conversión fue un hecho.

—Astucia rastrera —señala el alférez Talbot— al servicio del genio.

—Cook es el héroe de un servidor —reconoce Wren— y una fuente de inspiración.

El «un servidor» de Wren irrita a Penhaligon tanto como una semilla incrustada entre dos muelas.

Chigwin llena el cuenco del capitán: una gota cae en los nomeolvides primorosamente bordados del mantel. Este no es momento, piensa el viudo, de acordarse de Meredith.

—Y ahora, caballeros, pasemos al asunto del día, y a nuestros huéspedes holandeses.

—Van Cleef —dice Hovell— ha pasado una noche de lo menos comunicativa en su celda.

—Salvo cuando ha preguntado —dice Cutlip, sonriendo malicioso— por qué se le daba de cenar maroma hervida.

—¿La noticia del cierre de la VOC no lo ha hecho entrar en razón? —pregunta el capitán.

Hovell sacude la cabeza.

—Admitir la debilidad quizá sea una debilidad.

—En cuanto a Fischer —dice Wren—, el pobre diablo se ha pasado la noche entera metido en el camarote, y eso que lo invitamos a unirse a nosotros en la cámara de oficiales.

—¿Cómo es la relación entre Fischer y su antiguo jefe, Snitker?

—Se comportan como si no se conociesen de nada —contesta Hovell—. Snitker ha pescado un resfriado: quiere que a Van Cleef se le forme un consejo de guerra por el delito de «Agresión contra un “Amigo de la corte de San Jaime”».

—Estoy hasta las narices —dice Penhaligon— de ese lechuguino petulante.

—Estoy de acuerdo, mi capitán —dice Wren—, en que Snitker ha dejado de sernos útil.

—Necesitamos un líder persuasivo para conquistar a los holandeses —dice el capitán— y un… —en cubierta suenan tres campanadas—… y un emisario con aplomo y compostura para convencer a los japoneses.

—Mi voto es para el adjunto Fischer —dice el comandante Cutlip— por cuanto es el más flexible de los dos.

—El líder por naturaleza —sostiene Hovell— sería Van Cleef.

—Entrevistemos a los dos candidatos —dice Penhaligon sacudiéndose las migas.

—Señor Van Cleef. —Penhaligon se pone en pie, disimulando su mueca de dolor con una sonrisa falsa—. Espero que haya dormido bien.

Van Cleef se sirve gachas con melaza, mermelada de naranja y una granizada de azúcar, antes de contestar a la traducción de Hovell.

Dice que puede amenazarlo cuanto desee, señor, pero que en Jeshima no hay ni un clavo de cobre que pueda usted robar.

Penhaligon hace caso omiso de la respuesta.

—Dígale que me alegra ver que no le falta apetito.

Hovell traduce y Van Cleef habla con la boca llena.

Pregunta, señor, si ya hemos decidido qué hacer con nuestros rehenes.

—Dígale que no lo consideramos un rehén, sino un huésped.

La respuesta de Van Cleef es un «¡Ja!», acompañado de una rociada de gachas.

—Pregúntele si ya ha asimilado la bancarrota de la VOC.

Van Cleef se sirve una taza de café mientras escucha a Hovell. Y se encoge de hombros.

—Dígale que la Compañía Británica de las Indias Orientales desea comerciar con Japón.

Van Cleef se echa unas uvas pasas en las gachas mientras contesta.

—Su respuesta, señor, es: «¿Por qué si no habrían contratado a Snitker para que los trajese aquí?».

No es un novato en estas lides, piensa Penhaligon, pero yo tampoco.

—Dígale que estamos buscando a alguien con experiencia en Japón para que represente nuestros intereses.

Van Cleef escucha, asiente con la cabeza, se echa azúcar al café y dice:

Nein.

—Pregúntele si ha oído hablar del Memorando de Kew, firmado por su monarca en el exilio, que ordena a los funcionarios holandeses de ultramar ceder la custodia de los bienes de su país a los ingleses.

Van Cleef escucha, asiente con la cabeza, se pone en pie y se levanta la camisa para mostrar una cicatriz gruesa y profunda.

Se sienta, parte un panecillo en dos y ofrece a Hovell una sosegada explicación.

—El señor Van Cleef dice que esa cicatriz es obra de mercenarios suizos y escoceses contratados por ese mismo monarca en el exilio. A su padre le echaron aceite hirviendo por la garganta, dice. En nombre de la República de Batavia, nos ruega que nos quedemos tanto con el «tirano pusilánime» como con la «custodia inglesa», y dice que el Memorando de Kew será útil para limpiarse en la letrina, pero para nada más.

—Salta a la vista, señor —declara Wren— que estamos tratando con un jacobino incurable.

—Dígale que preferiríamos alcanzar nuestros objetivos por la vía diplomática, pero…

Van Cleef olisquea el chucrut y recula como si fuese azufre hirviente.

—… si no da resultado, tomaremos la factoría por la fuerza, y cualquier pérdida de vidas japonesas u holandesas será culpa suya.

Van Cleef se bebe el café, se vuelve hacia Penhaligon y le insiste a Hovell que traduzca su réplica frase por frase para que no se pierda nada.

—Dice, capitán, que con independencia de lo que nos haya contado Daniel Snitker, Deshima es territorio soberano del Japón, cedido en usufructo a la Compañía. No es una posesión holandesa.

»Dice que si intentamos tomarlo por asalto, los japoneses lo defenderán.

»Dice que nuestros infantes de Marina sólo tendrán tiempo de disparar una vez antes de que los masacren.

»Nos recomienda, señor, que no tiremos nuestra vida por la borda, por el bien de nuestras familias.

—Lo único que pretende es asustarnos —señala Cutlip.

—Es más probable —sospecha Penhaligon— que esté subiendo el precio de su colaboración.

Pero Van Cleef hace una última declaración y se levanta.

—Le da las gracias por el desayuno, capitán, y dice que Melchior Van Cleef no está a la venta para ningún monarca. Peter Fischer, sin embargo, estará más que encantado de hacer un trato con usted.

—Mi aprecio por los prusianos —dice Penhaligon— arranca de mi época de guardiamarina…

Hovell traduce: Peter Fischer asiente, casi incapaz de creerse tan maravilloso giro de la fortuna.

El Audacious, un buque de Su Majestad, tenía un teniente natural de Brunswick que se llamaba Plessner…

Fischer corrige la pronunciación de «Plessner» y añade una observación.

—El adjunto Fischer —traduce Hovell— también es natural de Brunswick.

—¿No me diga? —Penhaligon se hace el sorprendido—. ¿De Brunswick?

Peter Fischer asiente con la cabeza, dice «ja, ja», y apura su pequeña cerveza.

Con una mirada, Penhaligon ordena a Chigwin que le rellene la jarra y no permita que se le vacíe.

—El señor Plessner era un hombre decidido y ecuánime; un soberbio marino; valiente, ingenioso…

La expresión pensativa de Fischer significa: Como no podía ser de otra forma, naturalmente…

—… y estoy sumamente contento —continúa el capitán— de que el primer cónsul británico de Nagasaki sea un caballero de raza y valores germánicos.

Fischer alza la jarra para festejar el nombramiento y formula una pregunta a Hovell.

—Pregunta, señor, qué papel desempeñará el señor Snitker en nuestros planes futuros.

Penhaligon lanza un trágico suspiro, piensa: Podría haberme dedicado al teatro, y dice:

—Para serle sincero, emisario Fischer… —Hovell traduce el fragmento, y Fischer se acerca—… para serle sincero, Daniel Snitker nos ha decepcionado sobremanera, tanto como el señor Van Cleef.

El prusiano asiente con ojos conspiradores.

—Los holandeses hablan mucho, pero se les va la fuerza por la boca.

Hovell pasa algunos apuros con el modismo, pero provoca una serie de ja-ja-ja.

—Están tan enfrascados en su Edad de Oro que no se dan cuenta de que el mundo cambia.

—Eso es la… waarheid. —Fischer se vuelve hacia Hovell—. ¿Cómo decir waarheid?

—«Verdad» —dice Hovell, y Penhaligon procura colocar el pie en una posición más cómoda mientras se explaya.

—Por eso se ha hundido la VOC, y por eso la tan cacareada República Neerlandesa parece decidida a unirse a Polonia en el basurero histórico de las naciones extintas. La corona británica necesita Fischers, no Snitkers: hombres de talento, con visión de futuro…

Al oír la traducción de Hovell, Fischer ensancha las fosas nasales para mejor captar el olor de su futura riqueza y poder.

—… y rectitud moral. En definitiva, necesitamos embajadores, no mercaderes putañeros.

Fischer completa su metamorfosis de rehén a plenipotenciario con un farragoso relato sobre la indolencia de los holandeses, que Hovell procede a sintetizar:

—El emisario Fischer dice que, el año pasado, un incendio destruyó el barrio de la Puerta Marítima de Deshima. Mientras el fuego reducía a cenizas los dos mayores almacenes holandeses, Van Cleef y Snitker retozaban en un burdel a expensas de la Compañía.

—Qué ignominiosa negligencia —declara Wren, un experto en casas de lenocinio.

—Qué informalidad indecente —concuerda Cutlip, compañero predilecto de correrías de Wren.

Suenan siete campanadas, y el emisario Fischer le participa a Hovell otro pensamiento.

—Dice, capitán, que ahora que Van Cleef ha sido depuesto, él es el administrador en funciones, lo que significa que todo el personal de Deshima está obligado a cumplir sus órdenes. La desobediencia está penada con castigos físicos.

Ojalá sus dotes de persuasión, piensa Penhaligon, estén a la altura de su confianza en sí mismo.

—Snitker recibirá el estipendio de un piloto por habernos traído hasta aquí, y un pasaje gratis a Bengala, pero en un coy, no en un camarote.

Fischer asiente conforme, es más que suficiente, y hace otra declaración.

—Dice —traduce Hovell— que «el Todopoderoso ha forjado el pacto de esta mañana».

El prusiano se lleva la jarra a la boca pero se la encuentra vacía.

El capitán hace un gesto casi imperceptible con la cabeza a Chigwin.

—El Todopoderoso —dice sonriendo— y la armada de Su Majestad, para la cual el emisario Fischer acepta llevar a cabo lo siguiente…

Penhaligon coge el Memorando de Entendimiento.

—«Artículo uno: el emisario Fischer deberá conseguir que el personal de Deshima se someta al patrocinio británico». Hovell traduce. El comandante Cutlip hace rodar un huevo cocido por el platillo.

—«Artículo dos: el emisario Fischer deberá entablar negociaciones con el magistrado de Nagasaki con el fin de obtener un tratado de Amistad y Comercio entre la Corona británica y el shogun de Japón, las temporadas comerciales anuales se iniciarán a partir del mes de junio de 1801». Hovell traduce. Cutlip quita trocitos de cáscara de la superficie gomosa de la clara.

—«Artículo tres: el emisario Fischer facilitará el traslado de todo el cobre de propiedad holandesa a la fragata Febo de Su Majestad, y el establecimiento de una temporada comercial limitada para la transacción de bienes privados entre la tripulación y los oficiales y los mercaderes japoneses».

Hovell traduce. Cutlip muerde la yema, blanda como una trufa.

—«En pago a estos servicios, el emisario Fischer recibirá un décimo de todos los beneficios obtenidos por la factoría británica de Deshima durante los primeros tres años de su cargo, que podrá renovarse en 1802 con la aquiescencia de ambas partes». Mientras Hovell traduce la última cláusula, Penhaligon firma el memorando.

El capitán le pasa la pluma a Peter Fischer. El prusiano se queda quieto.

Siente la mirada, se imagina el capitán, de su futuro, que lo observa.

—Volverá usted a Brunswick —le asegura Wren— más rico que un duque.

Hovell traduce, Fischer sonríe y firma, y Cutlip se echa un poco de sal en lo que le queda de huevo.

Esta mañana, por ser domingo, se arma la iglesia y se convoca a toda la tripulación con ocho campanadas. Los oficiales e infantes de marina forman bajo un toldo tendido entre el palo de mesana y el mayor. Se espera de todos los cristianos del Febo que se presenten con sus mejores galas: los hebreos, musulmanes, asiáticos y demás paganos están excusados de plegarias e himnos, pero suelen observar la ceremonia desde los laterales. Van Cleef, en prevención de fechorías, está encerrado en el pañol del velamen, Daniel Snitker está con los suboficiales y Peter Fischer está entre el capitán Penhaligon —que es consciente de que su bastón ya debe de ser objeto de especulaciones entre la marinería— y el teniente Hovell, que ha prestado una camisa de algodón limpia al recién nombrado emisario. El capellán Wily, un nativo del condado de Kent que parece un oboe retorcido, lee un pasaje de su ajada Biblia desde lo alto de un púlpito improvisado delante del timón. El religioso declama frase por frase, lentamente, para que los marineros analfabetos tengan tiempo de digerir cada versículo, lo que deja a los pensamientos del capitán un poco de espacio libre para vagar a su antojo:

—«Al día siguiente, mientras éramos sacudidos por una violenta tempestad…». Penhaligon pone a prueba el tobillo derecho: la pócima de Nash está aliviándole el dolor.

—«… comenzaron a aligerar la carga; y al tercer día…». El capitán observa la lancha de la guardia japonesa, que guarda las distancias.

—«con nuestras propias manos arrojamos los aparejos del barco». Los marineros gruñen sorprendidos y prestan suma atención al capellán.

—«Como durante muchos días no aparecían ni el sol ni las estrellas…». Los capellanes, por lo general, son demasiado mansos para una feligresía tan díscola…

—«… y nos sobrevenía una tempestad no pequeña, íbamos perdiendo ya…».

—… o bien, tan fervorosos que los marineros los ignoran, menosprecian o vilipendian.

—«… toda esperanza de salvarnos. Entonces, como hacía mucho que no comíamos, Pablo se puso en pie…». El capellán Wily, el hijo de un ostricultor de Whitstable, es una grata excepción.

—«… en medio de ellos y dijo: Oh, hombres, deberíais haberme escuchado…». Los marineros que conocen el Mediterráneo en invierno murmuran y asienten con la cabeza.

—«… y no haber partido de Creta para evitar este daño y pérdida». Wily enseña a los chicos a leer, escribir y hacer cálculos, y les escribe las cartas a los marineros analfabetos.

—«Pero ahora os insto a tener buen ánimo, pues no se perderá…». El capellán también tiene una vena mercantil, y cincuenta rollos de cretona satinada de Bengala almacenados en la bodega.

—«… la vida de ninguno de vosotros, sino solamente la nave. Porque esta noche estuvo conmigo…». Lo mejor de todo es que Wily le pone sal a sus lecturas y enjundia a sus sermones.

—«… el ángel de Dios, de quien soy…» —Wily alza la vista— «y a quien sirvo, y me dijo:». Penhaligon deja vagar la mirada por las filas de sus marineros.

—«“No temas, Pablo; mira, Dios te ha concedido a todos los que navegan contigo”». Hay hombres de Cornualles, de Bristol, de la isla de Man, de las Hébridas…

—«… a la medianoche los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra…». Un cuarteto de las islas Feroe; algunos yanquis de Connecticut.

—«… Echaron la sonda, y hallaron veinte brazas. Pasaron un poco más adelante…». Libertos del Caribe, un amable tártaro, un judío de Gibraltar.

—«… volvieron a echar la sonda, y hallaron quince brazas…». Penhaligon reflexiona sobre la naturalidad con que la tierra se divide en naciones.

—«… Y temiendo dar en escollos, echaron…». Piensa en cómo los mares disuelven las fronteras humanas.

—«… cuatro anclas por la popa, y ansiaban que se hiciese de día». Mira a los mestizos y a los cuarterones: hombres engendrados por europeos…

—«Entonces los marineros procuraron huir de la nave…»… con mujeres nativas: esclavas; niñas vendidas por los padres a cambio de un puñado de clavos de hierro…

—«… Pablo dijo: Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podréis salvaros». Penhaligon localiza al mestizo Hartlepool, y recuerda sus propias fornicaciones juveniles, y se pregunta si alguna de ellas daría lugar a un hijo de piel café u ojos almendrados que también obedeciese la llamada del mar y que ahora piense como piensan los individuos bastardos. El capitán recuerda el sueño de esa mañana, y confía en que así sea.

—«Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y dejaron que se perdiese». Los hombres dan un grito ahogado de asombro ante semejante temeridad. Uno exclama:

—¡Qué locura!

—¡Detened a los desertores! —responde otro, y Wren grita:

—¡Escuchad al capellán!

Pero Wily cierra la Biblia.

—Sí, con la tempestad arreciando y la muerte casi cierta, Pablo dice: «Abandonad la nave y os ahogaréis; quedaos a bordo y os salvaréis». ¿Le habríais creído? ¿Le habría creído yo? —El capellán resopla y se encoge de hombros—. El que hablaba no era el apóstol Pablo con un halo en la cabeza: era un prisionero encadenado, un hereje procedente de un rincón perdido del Imperio Romano. Y así y todo, convenció a los guardianes de que cortasen las amarras del esquife, y el Libro de Hechos nos cuenta que la misericordia de Dios salvó a doscientos sesenta y seis hombres. ¿Por qué aquella tripulación zarrapastrosa y variopinta, integrada por chipriotas, libaneses y palestinos, hizo caso a Pablo? ¿Por su voz, su rostro… o alguna otra cosa? Ah, si yo lo supiese, ¡a estas alturas ya sería el arzobispo Wily! En cambio, heme aquí, cargando con todos vosotros. —Algunos marineros se ríen—. Con esto no quiero decir, hermanos, que la fe vaya a salvar siempre a un hombre de morir ahogado; son muchos los devotos cristianos perecidos en el mar que me dejarían de mentiroso. Pero algo sí puedo juraros, y es que la fe os salvará el alma. Sin la fe, la muerte es un ahogamiento, el final de los finales, ¿y qué hombre en su sano juicio no tendría miedo de eso? Con la fe, en cambio, la muerte no es más que el final del viaje que denominamos vida, y el inicio de una travesía eterna en compañía de nuestros seres queridos, sin penas ni sufrimientos, y bajo el mando de nuestro Creador.

Cruje la jarcia conforme el sol asciende y calienta el rocío de la mañana.

—Es cuanto tengo que deciros este domingo, hermanos. Nuestro capitán va a dirigiros unas palabras.

Penhaligon sube al púlpito, confiando en su bastón más de lo que desearía.

—Como ya sabéis, marineros, en Nagasaki no nos espera ningún ganso holandés que desplumar. Estáis decepcionados, vuestros oficiales están decepcionados, y yo también. —El capitán habla despacio, dejando que sus palabras calen en otros idiomas—. Consolaos pensando en todos los botines franceses inesperados que capturaremos en nuestro largo, largo viaje de regreso a Plymouth. —Los alcatraces graznan. Los remos de las guardacostas chapotean y salpican—. Nuestra misión aquí, marineros, es traer el siglo XIX a estas costas bárbaras. Cuando digo «siglo XIX» me refiero al siglo XIX británico, no al francés, ni al ruso, ni al holandés. ¿Habrá esto de hacernos ricos a todos? En sí y por sí sólo, no. ¿Convertirá al Febo en el barco más famoso del Japón y el más aclamado de nuestra armada? Rotundamente sí. No se trata de un legado que quepa gastar en un puerto. Es un legado que nunca, y digo bien, nunca podrá malgastarse, robarse ni perderse. —Los marineros prefieren el dinero contante y sonante que la posteridad, piensa Penhaligon, pero al menos me prestan atención—. Una última palabra antes, y a propósito, del himno. La última vez que en Nagasaki se oyó un canto de alabanza fue cuando despeñaron a unos nativos cristianos desde los acantilados que bordeamos ayer mismo, como castigo por creer en la Vera Fe. Quiero que en este día que pasará a la historia enviéis al magistrado de Nagasaki el mensaje de que los británicos, a diferencia de los holandeses, jamás pisotearemos a Nuestro Salvador en aras del lucro. Así que cantad como hombres, no como colegiales apocados. Cantad como guerreros. A la una, a las dos y a las tres…