XXXI

Coronamiento del castillo de proa del Febo

Diez en punto del 18 de octubre de 1800

—Veo la factoría holandesa. —Penhaligon enfoca la imagen en su catalejo, calculando una distancia de unas dos millas inglesas—. Almacenes, una atalaya, con lo que podemos deducir que están al tanto de nuestra llegada… Valiente agujero. Unos veinte o treinta juncos fondeados, la factoría china… barcos de pesca… unos pocos tejados suntuosos… pero allí donde debería haber un gran mercante holandés cargado de mercancías de las Indias Orientales, caballeros, sólo veo un espacio vacío de agua azul. Dígame que me equivoco, señor Hovell.

Hovell escruta la bahía con su propio catalejo.

—Ya me gustaría, señor.

El comandante Cutlip silba entre los dientes para no proferir una blasfemia.

—Señor Wren, ¿los famosos ojos de Clovelly divisan algo que los nuestros no alcanzan a ver?

La pregunta de Wren, «¿Algún mercante a la vista?», se transmite trinquete arriba.

La respuesta desciende hasta Wren, que la repite:

—Ningún navío mercante a la vista, señor.

Entonces no podremos ponernos las botas rápidamente a costa de los holandeses. Penhaligon baja el catalejo mientras la mala noticia se difunde, en cuestión de segundos, desde las crucetas de los masteleros hasta el sollado. En la cubierta de batería, un marinero de Liverpool informa a gritos a un compañero duro de oído:

—Ni rastro de un puto barco, Davy, y si no hay barco tampoco hay botín, y si no hay botín, ¡significa que nos volvemos a casa tan pobres como cuando la puta Marina nos echó el puto lazo!

Daniel Snitker, tocado con un sombrero de ala ancha, no necesita que se lo traduzcan.

Wren es el primero que desahoga su rabia con el holandés.

—¿Hemos llegado tarde? ¿Ha zarpado ya?

—Nuestra desventura también es la suya, teniente —le advierte Penhaligon.

Snitker se dirige a Hovell en holandés, mientras señala hacia la ciudad.

—Dice, capitán —empieza a traducir el teniente de navío—, que si los holandeses nos vieron llegar anoche, puede que hayan escondido el mercante en una ensenada que hay detrás de aquella colina boscosa, la de la pagoda en lo alto, al este de la desembocadura del río…

Penhaligon percibe que las esperanzas de la tripulación reviven ligeramente.

Acto seguido se pregunta si no estarán atrayendo al Febo a una encerrona.

Snitker engañó al gobernador Cornwallis con aquella historia de la audaz huida de Macao…

—¿Seguimos adelante, señor? —pregunta Wren—. ¿O vamos en el bote?

¿De veras pudo un patán tan estrecho de miras ejecutar un plan tan complejo?

Wetz, el piloto, grita desde el timón:

—¿Echo las anclas, capitán?

Penhaligon ordena las preguntas.

—Manténgala firme un minuto, señor Wetz. Señor Hovell, hágame el favor, pregúntele al señor Snitker por qué habrían los holandeses de ocultarnos el barco si llevamos los colores de su país. ¿No habrá una señal en clave que no les hemos transmitido?

En un primer momento, Snitker suena indeciso, pero después empieza a hablar con aplomo creciente. Hovell asiente con la cabeza.

—Dice, señor, que el otoño pasado, cuando partió el Shenandoah, no había ninguna señal en clave, y duda que la haya ahora. Añade que el administrador Van Cleef puede haber escondido el navío por precaución.

Penhaligon echa un vistazo a las velas para calibrar la brisa.

—El Febo podría llegar a la ensenada en pocos minutos, pero para salir de allí con el viento en contra tardaríamos mucho más. —Las olas de color espinaca succionan ruidosamente las grietas de unas rocas cubiertas de algas enmarañadas—. Teniente Hovell, pregúntele al señor Snitker lo siguiente: supongamos que este año, por un naufragio o por la guerra, no haya llegado ningún barco de Batavia; el cobre preparado para la estiba ¿estará todavía en los almacenes de Deshima?

Hovell traduce la pregunta; el «ja, ja» de Snitker es bastante concluyente.

—¿Y ese cobre sería de propiedad japonesa u holandesa?

La respuesta de Snitker es menos categórica: según traduce Hovell, la transferencia de la propiedad del cobre depende de los términos negociados por el administrador en jefe, que varían de un año para otro.

Las campanas empiezan a resonar en la ciudad y alrededor de la bahía, y Snitker explica a Hovell el significado.

—Las campanadas sirven para agradecer a los dioses locales la llegada del barco holandés y el dinero que trae a Nagasaki. Entiendo que nuestro disfraz ha surtido efecto, señor.

Un cormorán se lanza al agua desde unos escollos negros y escarpados, a unos cien metros de distancia.

—Verifique de nuevo el protocolo que un navío holandés observaría en esta tesitura.

La respuesta de Snitker va acompañada de gestos y señales con el índice.

—Un barco de la compañía holandesa, señor —dice Hovell—, proseguiría otra media milla hasta rebasar las fortificaciones, a las que saludaría con una salva disparada desde ambas bandas. Después, la chalupa acude al encuentro del comité de bienvenida, que consiste en dos sampanes de la Compañía, tras lo cual las tres embarcaciones regresan al navío para cumplir con las formalidades de rigor.

—¿Cuándo, exactamente, debemos esperar que salga de Deshima el comité de bienvenida?

La respuesta, acompañada de un encogimiento de hombros, es:

—Puede que dentro de un cuarto de hora, señor.

—Para que quede claro: ¿el comité lo forman oficiales tanto japoneses como holandeses?

Snitker contesta en inglés:

—Japoneses y holandeses, ja.

—Pregúntele cuántos espadachines acompañan al comité, señor Hovell.

La respuesta es embrollada y el teniente se ve obligado a aclarar un par de detalles.

—Todos los oficiales a bordo de los sampanes llevan espada, pero más que nada para indicar su rango. Se ve que vienen a ser como esos hacendados ingleses que se las dan de valientes pero luego no saben distinguir una espada de una aguja de remendar.

—Si quiere que le capturemos unos cuantos rehenes, señor —el comandante Cutlip no tiene pelos en la lengua—, con esos macacos parlanchines nos hacemos un segundo desayuno.

Maldito sea Cornwallis, piensa el capitán, por endilgarme a este zopenco.

—Unos rehenes holandeses —le dice Hovell— podrían darnos cierta ventaja, pero…

—Una simple nariz japonesa ensangrentada —concuerda Penhaligon— podría truncar toda esperanza de firmar un tratado durante años, sí, ya lo sé: el libro de Kaempfer me ha ilustrado acerca del orgullo de esta raza. Con todo, considero que merece la pena arriesgarse. Nuestro disfraz es un recurso a corto plazo, y, a falta de una información más precisa y menos parcial —el capitán lanza una mirada a Daniel Snitker, que está examinando la ciudad con su catalejo— sobre las condiciones en tierra, somos como un ciego que trata de burlar a uno que ve.

—¿Y la posibilidad de un navío mercante escondido, señor? —pregunta el teniente Wren.

—Si existe, que espere. No podrá escabullirse sin que nos demos cuenta. Señor Talbot, ordene al timonel que prepare la chalupa, pero que no la bote todavía.

—Sí, señor.

—Señor Malouf —Penhaligon se dirige a un guardiamarina—, dígale al señor Wetz que nos lleve media milla más allá de esas fortificaciones diminutas, pero sin prisa…

—Sí, señor: media milla, señor.

Saltando por encima de un rollo de maroma costrosa, Malouf echa a correr hacia Wetz, que está al timón.

Cuanto antes mande fregar la cubierta, piensa el capitán, mejor.

—Señor Waldron —dice Penhaligon, volviéndose hacia el apático condestable—. ¿Tenemos listos los cañones?

—Sí, mi capitán, en las dos bandas; sin las tapabocas, cargados pero sin bala.

—Normalmente, los holandeses saludan a las torres de vigía al pasar por delante de esos promontorios, ¿los ve?

—Así lo haré, mi capitán. ¿Les digo a los chicos de abajo que hagan lo mismo?

—Sí, señor Waldron, y aunque hoy no quiero ni deseo ningún combate…

Waldron espera con paciencia a que su capitán escoja con cuidado las palabras.

—Tenga a mano la llave de artillería. La fortuna ayuda a los preparados.

—Sí, mi capitán, estaremos listos.

Waldron baja a la cubierta de batería.

En lo alto, los gavieros se gritan entre sí mientras arrían un juanete.

Wetz dispara una ráfaga de órdenes en todas las direcciones.

Las velas se tensan, el Febo avanza; crujen la jarcia y la tablazón.

Un cormorán se atusa las lustrosas plumas en el moco del bauprés.

El sondeador grita:

—¡Nueve brazas!

Se transmite la cifra a Wetz.

Penhaligon estudia la costa con el catalejo y repara en la ausencia de toda fortaleza o torreón en Nagasaki.

—Señor Hovell, por favor, pregúntele esto al señor Snitker: si nos acercásemos a Deshima lo más posible, embarcásemos cuarenta hombres en dos chalupas, y ocupásemos la factoría, ¿los japoneses lo considerarían ocupación de territorio holandés o japonés?

La breve respuesta de Snitker tiene un tono pragmático.

—Dice —traduce Hovell— que se abstiene de hacer conjeturas sobre lo que puedan tener en mente las autoridades japonesas.

—Pregúntele si estaría dispuesto a unirse a una incursión.

El intérprete de Snitker traduce su contestación directamente:

—«Soy un diplomático y un comerciante, no un soldado», señor.

La reticencia disipa el temor de Penhaligon de que Snitker esté empujándolos hacia una encerrona muy elaborada.

—¡Diez brazas y media! —grita el sondeador.

El Febo está casi a la altura de las torres de vigía de ambas orillas, a las cuales apunta ahora el capitán con su catalejo. Las murallas son estrechas; las empalizadas, bajas; y los cañones resultan más peligrosos para sus artilleros que para los objetivos.

—Señor Malouf, dígale al señor Waldron que dé la orden de disparar una salva.

—Sí, señor: le diré al señor Waldron que dispare la salva.

Malouf se dirige abajo.

Penhaligon empieza a avistar con claridad a los japoneses. Son tan bajos como los malayos, de cara son indistinguibles de los chinos, y sus armaduras le recuerdan la analogía que hizo el comandante Cutlip con los espadachines medievales.

Los cañones disparan por las portañolas, el estruendo rebota en las escarpadas costas…

… y el humo acre envuelve a la tripulación, desenterrando recuerdos de combate.

—Nueve brazas —grita el sondeador— y media…

—¡Dos barcas zarpan de la ciudad! —informa el vigía desde la cruceta.

Con su catalejo, Penhaligon ve las siluetas borrosas de dos sampanes.

—Señor Cutlip, quiero que los infantes de Marina vayan a los remos de la chalupa, vestidos de marineros y con alfanjes envueltos en arpillera y escondidos debajo de las bancadas.

El comandante saluda y se dirige abajo. El capitán va hacia el combes para hablar con el timonel, un astuto contrabandista de las Sorlingas, al que enroló a la fuerza junto al patíbulo de Penzance.

—Señor Flowers, bote la chalupa pero enrede los cabos, para ganar tiempo. Quiero que el comité de bienvenida se reúna con nuestra chalupa más cerca del Febo que de la costa.

—Los dejaré como el culo de un gabacho, mi capitán.

De vuelta a la proa, Hovell pide permiso para manifestar su opinión.

—Precisamente porque valoro sus opiniones está usted aquí, señor Hovell.

—Gracias, señor. Estimo que las órdenes paralelas del gobernador general y del Almirantazgo en relación a la misión que nos ocupa, si se me permite la paráfrasis, «expoliar a los holandeses y seducir a los japoneses», no corresponden al escenario que aquí se nos plantea. Si los holandeses no tienen nada que expoliar y los japoneses resultan ser leales a sus aliados, ¿cómo vamos a cumplir esas órdenes? Una tercera estrategia, en cambio, podría darnos mejores resultados.

—Exprese lo que tenga en mente, teniente.

—Que en lugar de ver a los actuales usufructuarios de Deshima, los holandeses, como un obstáculo al tratado anglo nipón, los consideremos su factor clave. ¿Cómo? En pocas palabras, señor, en lugar de destrozar la maquinaria holandesa de comercio en Nagasaki, podríamos ayudarlos a repararla y luego se la requisamos.

—Diez brazas —grita el sondeador—, diez y un tercio…

—¿Olvida el teniente —Wren lo ha oído todo— que estamos en guerra con los holandeses? ¿Por qué habrían de cooperar con los enemigos de su nación? Si sigue usted depositando sus esperanzas en ese trozo de papel del rey Guillermito de Holanda en Kew…

—¿Tendría la bondad el teniente de fragata de dejar hablar al teniente de navío?

Wren hace una sarcástica reverencia de disculpa y a Penhaligon le dan ganas de darle una patada…

… si no fuese porque tu suegro es almirante y porque la gota me haría polvo…

—Esa brizna de república que son los Países Bajos —prosigue Hovell— no hizo frente al poderío de la España borbónica sin hacer gala de sus dotes pragmáticas. El diez por ciento de los beneficios, llamémoslo «comisión», es mejor que el cien por ciento de nada. Menos que nada: si este año no ha llegado ningún barco de Java, no estarán al tanto de la quiebra de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales…

—… ni de la pérdida —cae en la cuenta el capitán— de sus salarios acumulados y de los negocios privados que hayan llevado a cabo a través de los libros de la Compañía. Pobres Jan, Piet y Klaas, arruinados y abandonados entre bárbaros.

—Sin posibilidad —añade Hovell— de volver a su hogar ni de ver a sus seres queridos.

El capitán contempla la ciudad.

—En cuanto tengamos a los oficiales holandeses a bordo podemos ponerlos al corriente de su desamparada situación y presentarnos no como agresores, sino como sus padrinos. Podemos enviar a uno de ellos a tierra para convertir a sus compatriotas y para que haga de emisario ante las autoridades japonesas, explicando que, en lo sucesivo, los «barcos holandeses» procederán de la isla del Príncipe de Gales, en Penang, y no de Batavia.

—Requisar todo el cobre holandés sería matar la gallina de los huevos de oro del comercio. Pero comerciar con las sedas y el azúcar que llevamos en la bodega y partir con la mitad en forma de cargamento legal nos permitiría regresar todos los años, para constante enriquecimiento de la Compañía y del Imperio.

Cómo me recuerda Hovell a mí mismo, piensa Penhaligon, cuando era más joven y más fuerte.

—La tripulación —dice Wren— pondrá el grito en el cielo si se le priva de su parte del botín.

—El Febo —dice el capitán— es la fragata de Su Majestad, no su barco pirata. —Penhaligon vuelve a dirigirse al timonel; ya le cuesta disimular el dolor del pie—. Señor Flowers, desenrede el trasero gabacho. Señor Malouf, diga al comandante Cutlip que empiece a embarcar a sus infantes de Marina. Teniente Hovell, confiamos en su dominio del holandés para engatusar a un par de arenques holandeses bien gordos, y convencerlos de subir a la chalupa sin que se le cuele un salmonete nativo…

El Febo echa el ancla a unos quinientos metros de las torres de vigía; la chalupa, a cuyos remos van unos infantes de marina vestidos de marineros, avanza sin prisa hacia el comité de bienvenida. El timonel Flowers va a la caña, y Hovell y Cutlip van sentados en la proa.

—La Nagasaki esta —comenta Wren— es un fondeadero parecido a Mahón…

En las aguas translúcidas, un banco de peces plateados cambia de trayectoria.

—… y cuatro o cinco edificaciones modernas la harían inexpugnable.

Largos y sinuosos arrozales esculpen las montañas bajas y escalonadas.

—Qué desperdicio en manos de una raza primitiva —se lamenta Wren—, demasiado indolente para construir una flota.

Del promontorio con forma de joroba se eleva una columna de humo negro. Penhaligon intenta preguntarle a Daniel Snitker si podría tratarse de una señal, pero este no logra darle una respuesta inteligible, de modo que el capitán manda llamar a Smeyers, un ayudante del carpintero que habla holandés.

Ese pinar podría proporcionar mástiles y vergas.

—Qué coqueto panorama ofrece la bahía —se aventura a comentar el alférez Talbot.

El afeminado epíteto irrita a Penhaligon, que se pregunta si no habrá sido un error el nombramiento de Talbot, forzado por la muerte de Sam Smythe en Penang. Pero entonces recuerda lo solo que se sentía él mismo en su época de alférez, atrapado entre el camarote de un capitán resentido y distante, y la toldilla de los guardiamarinas, donde se alojaban sus antiguos compañeros.

—Una hermosa vista, sí, señor Talbot.

En las letrinas, situadas unos metros más abajo y a proa, un hombre gruñe sin pudor alguno.

—He leído que los japoneses —dice Talbot— dan nombres muy floridos a su reino…

El marinero suelta un orgásmico bramido de placer…

… «La tierra de los mil otoños», o «La raíz del sol».

… y un zurullo impacta contra el agua como una bala de cañón. Wetz da tres campanadas.

—Por lo que se atisba del Japón —dice Talbot—, esas designaciones tan poéticas parecen apropiadas.

Lo que yo veo —dice Wren— es un puerto bien abrigado capaz de albergar una flotilla.

Cómo que flotilla, piensa el capitán, esta bahía podría albergar toda una flota.

A medida que la imagen se agranda, se le acelera el pulso. Una flota del Pacífico británico.

El capitán se imagina una ciudad flotante de buques de guerra británicos…

Y visualiza su carta naval del nordeste asiático, con una base británica en Japón…

La mismísima China, se atreve a pensar, podría seguir los pasos de la India e incorporarse a nuestra esfera…

El guardiamarina Malouf regresa con Smeyers.

… y las Filipinas también podrían ser nuestras.

—Señor Smeyers, tenga la bondad de preguntarle al señor Snitker por ese humo…

El desdentado, natural de Ámsterdam, mira con los ojos entrecerrados el humo que sale de la cocina.

—… ese humo negro de allí, encima del promontorio con forma de joroba.

—Sí, señor.

Smeyers lo señala mientras traduce la pregunta. Snitker contesta como si tal cosa.

—Dice que nada malo —traduce Smeyers—. Los granjeros queman los campos todos los otoños.

Penhaligon asiente con la cabeza.

—Gracias. No se aleje mucho, por si vuelvo a necesitarlo.

El capitán repara en que la bandera, la tricolor holandesa, se ha enrollado alrededor del botalón de foque.

Busca con la mirada a alguien que pueda soltarla y ve a un niño mestizo con una coleta tiesa que está arrancando estopa bajo el enjaretado del vapor.

—¡Hartlepool!

El muchacho suelta el cabo y se acerca.

—Sí, señor.

El rostro de Hartlepool deja ver que no tiene padre, que es objeto de insultos y que tiene mucho aguante.

—Hazme el favor, Hartlepool, desenrédame esa bandera.

—Señor.

El niño descalzo salta por encima de la batayola, camina haciendo equilibrios por el bauprés…

¿Cuántos años hace, se pregunta Penhaligon, que yo era así de ágil?

… y trepa a toda velocidad por el palo redondo, que forma un ángulo de casi cuarenta y cinco grados.

El afligido pulgar del capitán encuentra el crucifijo de Tristram.

Al llegar a la verga de cebadera, a unos treinta metros de altura y unos cuarenta del mascarón de proa, Hartlepool se detiene. Aferrándose con los muslos al botalón, desenreda la bandera.

—Me pregunto si sabrá nadar —dice en voz alta el alférez Talbot.

—No lo sé —dice el guardiamarina Malouf— pero dudo que…

Hartlepool hace el viaje de vuelta con el mismo garbo.

—Su madre sería una negra —comenta Wren—, pero su padre era un gato.

Cuando Hartlepool aterriza de un salto justo delante de él, el capitán le da un cuarto de penique reluciente.

—Bien hecho, muchacho.

Los ojos de Hartlepool se abren como platos ante el inesperado gesto de generosidad. Da las gracias a Penhaligon y regresa a su estopa.

Un vigía grita:

—¡El comité de bienvenida está a punto de alcanzar la chalupa!

Con el catalejo, Penhaligon ve los dos sampanes acercarse a la embarcación. A bordo del primero van tres oficiales japoneses, dos vestidos de gris y un colega más joven de negro. Detrás de ellos van sentados tres sirvientes. En el otro sampán van dos holandeses. Desde esa distancia no se distinguen bien sus facciones, pero Fenhaligon alcanza a ver que uno es barbudo, rollizo y de piel bronceada, y el otro es flaco como un palo y blanco como la cal.

El capitán le pasa el catalejo a Snitker, que procede a informar a Smeyers.

—Dice que los de gris son los oficiales, capitán. El de negro es un intérprete. El holandés grande es Melchior van Cleef, el administrador de Deshima. El flaco es un prusiano. Se llama Fischer. Es el número dos.

Haciendo bocina con las manos, Van Cleef saluda a Hovell, a unos cien metros de distancia.

Snitker sigue hablando. Smeyers traduce:

—Dice que Van Cleef es una rata, señor, un auténtico… ¿un maldito chaquetero? Y Fischer un chivato, un mentiroso, un redomado hijo de puta, dice, señor, con una ambición enorme. Me parece que al señor Snitker no le caen muy simpáticos, señor.

—Pero los dos —opina Wren— parecen receptivos a nuestra propuesta. Lo último que necesitamos es a los típicos hombres incorruptibles y de principios.

Penhaligon le quita el catalejo a Snitker.

—De esos no hay muchos por estas latitudes.

Los infantes de marina de Cutlip dejan de remar. La chalupa se desliza unos cuantos metros hasta detenerse.

La barca de los tres oficiales japoneses toca la proa de la chalupa.

—No dejes que ninguno suba a bordo —murmura Penhaligon a su teniente de navío.

Las proas de las dos embarcaciones se rozan. Hovell saluda y hace una reverencia.

Los inspectores se inclinan y saludan. A través del intérprete, se efectúan las presentaciones.

Uno de los inspectores y el intérprete hacen ademán de levantarse como preparándose para cambiar de embarcación.

Hazlos esperar, insta Penhaligon a Hovell para sus adentros, hazlos esperar…

Hovell se dobla, víctima de un repentino acceso de tos; tiende la mano en señal de disculpa.

Llega el segundo sampán y se detiene a babor de la chalupa.

—Una posición desfavorable —masculla Wren—, atascada entre los dos sampanes.

Hovell se recupera del acceso de tos y se quita el sombrero para saludar a Van Cleef.

Van Cleef se pone en pie y se inclina sobre la proa para estrechar la mano de Hovell.

Entre tanto, el inspector y el intérprete, desdeñados, vuelven a sentarse a medias.

Ahora es el adjunto Fischer el que se levanta, torpemente, mientras el sampán se balancea.

Hovell tira del orondo Van Cleef para ayudarlo a subir a bordo de la chalupa.

—Uno en el saco —murmura el capitán—. Bien hecho, señor Hovell.

Hasta la fragata llega el débil rumor de la atronadora risa de Van Cleef.

El adjunto Fischer da un paso hacia la chalupa, tambaleándose como un potrillo…

… pero, para consternación de Penhaligon, el intérprete agarra la borda de la chalupa.

El infante de marina más cercano llama al comandante Cutlip, que se abre camino a trompicones…

—Todavía no —murmura impotente el capitán—, no lo dejéis subir a bordo.

El teniente Hovell, a todo esto, hace una señal al adjunto para que suba.

Cutlip agarra la mano del indeseado intérprete…

Espera, espera, espera, querría gritar el capitán, ¡espera al segundo holandés!

… y Cutlip suelta la mano del intérprete, agitando frenéticamente la suya como si se la hubiese destrozado de un golpe.

Hovell ha agarrado, por fin, la mano del tembloroso adjunto.

—Súbelo a bordo, Hovell —musita Penhaligon—, ¡por el amor de Dios!

El intérprete decide no esperar a que lo ayuden y planta un pie en la regala de babor de la chalupa en el preciso instante en que Hovell ayuda al prusiano a subir por estribor…

… y la mitad de los infantes de marina saca los alfanjes: unas cuantas hojas centellean al sol.

Los demás infantes alzan los remos y empujan los sampanes para alejarlos de la embarcación británica.

El intérprete de la túnica negra cae, como un Pierrot, al agua.

La chalupa del Febo regresa veloz hacia la fragata.

El administrador Van Cleef, cayendo en la cuenta de que lo han raptado, se abalanza sobre el teniente Hovell.

El comandante Cutlip lo intercepta y cae encima del holandés. La embarcación se balancea peligrosamente.

Que no vuelquen, Dios mío, ruega Penhaligon, que no vuelquen ahora…

Van Cleef queda reducido y la chalupa se estabiliza. El prusiano permanece sentado con aire dócil.

Mientras tanto, en los sampanes, que ya están a tres largos de distancia, el primer japonés en reaccionar es un remero, que se lanza al agua para salvar al intérprete. Los inspectores vestidos de gris no se mueven de sus asientos y contemplan estupefactos la retirada de la chalupa extranjera hacia el Febo.

Penhaligon baja el catalejo.

—Hemos ganado el primer asalto. Arríe ese trapo holandés, señor Wren, e ice la bandera británica, en el mastelero y en la proa.

—Sí, señor, con muchísimo placer.

—Señor Talbot, mande a sus marineros que limpien la mugre de mis cubiertas.

El holandés Van Cleef agarra la escala de viento y empieza a subir con una agilidad que no se compadece con su volumen. Penhaligon alza la vista hacia el alcázar, donde Snitker, oculto bajo el ala flácida de su sombrero, permanece fuera del campo visual, de momento. Apartando de un manotazo las manos que se le ofrecen, Van Cleef salta a bordo del Febo como un pirata berberisco, lanza una mirada torva a la fila de oficiales e identifica a Penhaligon, le apunta con el índice con tanta furia que dos infantes dan un paso al frente en prevención de un posible ataque, y, a través de la barba rizosa y recortada y unos dientes de color té, exclama:

—¡Kapitein!

—Bienvenido a bordo de la fragata Febo de Su Majestad, señor Van Cleef. Soy…

La airada invectiva del administrador no requiere traducción.

—Soy el capitán John Penhaligon —dice el inglés, aprovechando que Van Cleef hace una pausa para recobrar el aliento— y este es mi segundo oficial, el teniente de fragata Wren. Al teniente de navío Hovell y al comandante Cutlip —ambos suben a cubierta en ese momento— ya los ha conocido.

Van Cleef da un paso hacia el capitán y le escupe en los pies.

Una ostra de flema brilla en su zapato de Jermyn Street, el segundo mejor par que posee.

—Así son los oficiales holandeses —declara Wren—. Sin un mínimo de educación.

Penhaligon se saca el pañuelo y se lo da a Malouf.

—Por el honor del barco…

—Sí, señor.

El guardiamarina se arrodilla junto al capitán y le limpia el zapato.

La presión hace que el pie gotoso le arda de dolor.

—Teniente Hovell, informe al administrador Van Cleef que, mientras se comporte como un caballero, nuestra hospitalidad será todo lo cortés que corresponde, pero si se comporta como un peón caminero irlandés, se le tratará como tal.

—Meter en cintura a los peones irlandeses —se jacta Cutlip mientras Hovell traduce la advertencia— es una tarea que me encanta, señor.

—Apelemos en primer lugar a la razón, comandante.

Se oye repicar una campana: Penhaligon se figura que se trata de una alarma.

Sin mirar a Van Cleef, el capitán dirige ahora sus saludos al segundo rehén.

—Bienvenido a bordo de la fragata de Su Majestad Febo, adjunto Fischer.

Van Cleef prohíbe hablar a su segundo.

Penhaligon ordena a Hovell que pregunte a Fischer por el mercante de esta temporada.

Van Cleef da dos palmadas para captar la atención del capitán y hace una declaración que Hovell traduce así:

—Señor, me temo que ha dicho: «Me lo escondí en el culo, marica inglés».

—Un tipo me dijo eso mismo una vez en Sidney —recuerda Cutlip—, así que le registré dicho escondrijo con la bayoneta, y nunca más volvió a hacerse el gallito con un oficial.

—Transmítales a nuestros huéspedes lo siguiente, señor Hovell —dice Penhaligon—. Dígales que sabemos que un barco zarpó de Batavia porque el capitán del puerto de Macao me contó que había atracado allí el veintiocho de mayo.

Al oír estas palabras, la furia de Van Cleef se aplaca y Fischer pone cara de circunstancias. Departen entre sí y Hovell pega la oreja.

—El administrador está diciendo: «Salvo que sea una artimaña de los ingleses, hemos perdido otro barco…».

—Adviértalos, teniente, que reconoceremos toda la bahía y que como encontremos su mercante en alguna cala, los ahorcaremos a los dos.

Hovell traduce la amenaza. Fischer se frota la cabeza. Van Cleef escupe.

El salivazo no atina en el pie del capitán, pero Penhaligon no puede permitir tamaño ultraje a su autoridad delante de la tripulación.

—Comandante Cutlip, instale al administrador Van Cleef en el pañol de cabuyería de popa: sin lámpara ni refrigerios. Mientras tanto, el adjunto Fischer —el prusiano pestañea como una gallina asustada— podrá descansar un rato en mi camarote. Que lo custodien dos de mis mejores hombres, y que Chigwin le lleve media botella de clarete.

Antes de que Cutlip pueda ejecutar la orden, Van Cleef hace una pregunta a Hovell.

Penhaligon siente curiosidad por el tono crispado del holandés.

—¿Qué ha dicho?

—Quiere saber por qué conocemos sus nombres, señor.

Nos conviene, piensa Penhaligon, dejar claro que no pueden engañarnos.

—Señor Talbot, por favor, dígale a nuestro informante que venga a saludar a sus viejos amigos.

Completada su venganza, Daniel Snitker se acerca a grandes zancadas y se quita el sombrero.

Van Cleef y Fischer se quedan mirándolo con la boca abierta y los ojos como platos.

Snitker los obsequia con un discurso preparado con mucha antelación.

—Dice cosas espeluznantes, señor —murmura Hovell.

—Bueno, como dice Milton, este es un plato que se sirve frío.

Hovell abre la boca, vuelve a cerrarla, escucha y traduce:

—El meollo viene a ser esto: «Creíais que estaría pudriéndome en una mazmorra de Batavia, ¿eh?».

Daniel Snitker va hacia Fischer y le clava el índice en la garganta.

—Está diciéndole que él es el «capitán en jefe» de la «restauración» de Deshima.

Cuando Snitker se acerca con mirada maliciosa al barbudo rostro de Melchior Van Cleef, Penhaligon se espera que el administrador le escupa, o le atice un puñetazo, o lo insulte. Lo que no se espera, desde luego, es la sonrisa de placer que le desborda los labios hasta convertirse en una genuina y generosa carcajada. Snitker se queda tan sorprendido como los ingleses. Presa del júbilo, Van Cleef coge de los hombros a su antiguo superior. Cutlip y los infantes de marina dan un paso al frente para intervenir, en previsión de problemas, pero Van Cleef arranca a hablar, incrédulo, alborozado y sacudiendo la cabeza.

Hovell informa al capitán:

—Señor, está diciendo que la aparición del administrador Snitker es prueba de que Dios es justo y bondadoso; que lo único que quieren los hombres que hay en tierra firme es ver de nuevo a su antiguo jefe en el puesto que le corresponde… que «la víbora de Vorstenbosch y su sapo, Jacob de Zoet» perpetraron una auténtica farsa…

Van Cleef se vuelve hacia el adjunto Fischer como preguntándole: «¿No es así?».

Perplejo, Fischer asiente con la cabeza y parpadea. Van Cleef reanuda su perorata. Hovell sigue con cierta dificultad la segunda parte del discurso:

—Parece ser que hay un muchacho en tierra, un tal Oost, que echa de menos a Snitker como un hijo a su padre…

Snitker, que en un primer momento se vio atrapado entre la incredulidad y el asombro, comienza ahora a ablandarse.

Con sus manos de gigante, Van Cleef señala a Penhaligon.

—Está dedicando palabras de aliento a nuestra misión, señor. Dice… que si alguien tan íntegro como el señor Snitker hace causa común con ese caballero, se refiere a usted, señor, entonces estará encantado de limpiarle con sus propias manos los zapatos en señal de disculpa por su grosería.

—¿Es posible que este cambio radical sea sincero, teniente?

—Yo… —Hovell sigue mirando mientras Van Cleef envuelve a Snitker en un exultante abrazo de oso y le dice algo a Penhaligon—. Le da las gracias, señor, de todo corazón… por devolverle a un querido camarada… y espera que la venida del Febo pueda presagiar la restauración del acuerdo anglo-holandés.

—Los pequeños milagros —Penhaligon continúa mirando— a veces ocurren. Pregúntele si…

Van Cleef asesta un puñetazo en el estómago a Snitker.

Snitker se dobla como una navaja de bolsillo.

Van Cleef agarra a su víctima, que boquea sin aire, y lo arroja por la borda.

No se oye grito alguno, tan sólo el enorme ruido de un cuerpo al impactar contra el agua.

—¡Hombre al agua! —grita Wren—. ¡Moveos, gandules! ¡Sacadlo corriendo!

—Lléveselo de mi vista, comandante —ordena airado Penhaligon a Cutlip.

Mientras se lo llevan hacia la escalera de cámara, Van Cleef espeta una frase.

—Dice estar sorprendido —traduce Hovell— de que un capitán británico permita que en su alcázar haya mierda de perro.