XXX

Sala del Último Crisantemo, Magistratura de Nagasaki

Segundo día del noveno mes

Enomoto, señor abad del feudo de Kyôga, coloca una piedra blanca en el tablero.

Una estación intermedia, observa el magistrado Shiroyama, entre su flanco septentrional…

Las sombras de los esbeltos arces estrían el tablero de madera dorada de kaya.

… y sus grupos orientales… ¿o será un ataque para distraer la atención? Las dos cosas…

Shiroyama creía estar haciéndose con el control cuando, en realidad, estaba perdiéndolo.

¿Dónde está el camino oculto, se pregunta, para revertir mis reveses?

—Nadie puede negar —comenta Enomoto— que vivimos tiempos difíciles.

Alguien podría afirmar, piensa Shiroyama, que quien vive tiempos difíciles eres tú.

—Un daimio menor de la meseta de Aso, que me pidió ayuda…

Desde luego, piensa el magistrado, tu discreción es impecable…

—… señaló que lo que nuestros abuelos llamaban «deuda» ahora se llama «crédito».

—¿Como queriendo decir —Shiroyama extiende su grupo septentrional con una piedra negra— que ya no hay necesidad de saldar las deudas?

Con una sonrisa cortés, Enomoto extrae su próxima piedra de un cuenco de palisandro.

—Los pagos de las deudas siguen siendo, por desgracia, una engorrosa obligación, pero el caso de este aristócrata de Aso es ilustrativo. Hace dos años pidió prestada una suma considerable a Numa, aquí presente —Numa, uno de los prestamistas favoritos del abad, inclina la cabeza desde su rincón—, para desecar un pantano: en el séptimo mes de este año, sus campesinos recogieron la primera cosecha de arroz. Por tanto, en una época en que los estipendios de Edo llegan mermados y con retraso, el cliente de Numa tiene labriegos saciados y agradecidos que le engordan los almacenes. Su deuda con Numa terminará de liquidarla… ¿cuándo?

Numa vuelve a inclinar la cabeza.

—Dentro de dos años, Excelencia.

—El altanero vecino del mismo daimio, que juró que jamás le debería un grano de arroz a nadie, envía cartas de súplica cada vez más desesperadas al Consejo de Ancianos… —Enomoto coloca una piedra a modo de isla entre sus dos grupos orientales—… cuyos sirvientes las usan para encender el fuego. El crédito es la semilla de la riqueza. Las mentes más lúcidas de Europa estudian el crédito y el dinero en una disciplina académica que llaman —Enomoto usa una expresión extranjera— «economía política».

Esto no hace sino confirmar, piensa Shiroyama, mi opinión sobre los europeos.

—Un joven amigo de la Academia estaba traduciendo un texto extraordinario, La riqueza de las naciones. Su muerte ha sido una tragedia para nosotros, los estudiosos, pero también para Japón.

—¿Ogawa Uzaemon? —Shiroyama lo recuerda—. Un suceso lamentable.

—De haberme dicho que pensaba tomar la carretera de Ariake le habría proporcionado una escolta para atravesar mis dominios. Pero tratándose de una peregrinación en honor de su enfermo padre, el modesto joven quería prescindir de toda comodidad… —Enomoto se recorre una y otra vez la línea de la vida con la uña del pulgar. El magistrado ya ha escuchado la historia de boca de varias fuentes, pero no lo interrumpe—. Mis hombres atraparon a los bandidos responsables. Decapité al que se confesó culpable, y a los demás les clavé unos barrotes de hierro en los pies y los dejé colgados cabeza abajo hasta que los lobos y los cuervos cumplieron con su tarea. Y después —suspira el abad— Ogawa el Viejo murió sin haber designado heredero.

—La extinción de una estirpe —concuerda Shiroyama— es algo terrible.

—Un primo de una rama menor de la familia está reconstruyendo la casa (he hecho una donación), pero es un simple cuchillero, y el nombre de los Ogawa ya ha desaparecido de Deshima para siempre.

El magistrado no tiene nada que añadir, pero sería una falta de respeto cambiar de tema.

Las puertas correderas se abren y muestran una terraza. Unas nubes brillantes florecen hacia el sur.

Más allá del promontorio montañoso, una espiral de humo se eleva de un campo en llamas.

Uno está aquí, piensa Shiroyama, y un instante después ya no está. Lo más tópico puede ser lo más profundo.

La partida de go vuelve a imponerse. Suena el roce almidonado de las mangas de seda.

—Es un tópico —señala Enomoto— alabar la pericia de un magistrado en el juego del go, pero en verdad que es usted el mejor jugador con el que me las he visto en los últimos cinco años. Detecto la influencia de la escuela de Honinbo.

—Mi padre… —el magistrado ve al fantasma del anciano mirar con cara de pocos amigos al prestamista—… llegó al segundo riu del Honinbo. Yo no soy más que un discípulo indigno… —Shiroyama ataca una piedra aislada de Enomoto—… cuando el tiempo me lo permite. —Levanta la tetera pero está vacía. Da una palmada y aparece el chambelán Tomine en persona—. Té —dice el magistrado.

Tomine se da media vuelta y da a su vez otra palmada para llamar a otro sirviente, el cual se acerca silenciosamente hasta la mesa, recoge la bandeja en absoluto silencio y, tras hacer una reverencia en el vano de la puerta, desaparece. El magistrado se imagina el descenso de la bandeja por la escala de la servidumbre hasta llegar a la cocina más remota, donde la vieja desdentada calentará el agua hasta el punto justo antes de verterla sobre las impecables hojas.

El chambelán Tomine no se ha movido del lugar: es su pequeña protesta.

—O sea, Tomine, que tenemos la Magistratura infestada de terratenientes enzarzados en conflictos de lindes, funcionarios del montón que solicitan un puesto para sus sobrinos descarriados, mujeres maltratadas que imploran un divorcio; y todos ellos te asedian con ofertas en dinero e hijas, suplicándote en coro: «Por favor, chambelán-sama, hable con el magistrado por mí».

La nariz aplastada de Tomine emite un bufido contrariado.

Un magistrado es el esclavo, piensa Shiroyama, de ese anhelo de mil cabezas…

—Ve a mirar los peces de colores —ordena a Tomine— y vuelve a buscarme en unos minutos.

El circunspecto chambelán se retira y sale al patio.

—Nuestra partida no es justa —dice Enomoto—. Sus obligaciones lo distraen.

Una libélula de ceniza y jade se posa en el borde del tablero.

—Los cargos de importancia —replica el magistrado— son una sucesión de distracciones, de todos los tamaños. —Ha oído contar que el abad es capaz de extraer con la palma de la mano el ki de los insectos y las pequeñas criaturas, y casi espera ser testigo de una demostración, pero la libélula ya ha desaparecido—. También el señor Enomoto tiene un feudo que gobernar, intereses académicos y… —acusarlo de tener intereses comerciales sería un insulto—… otras cuestiones.

—Mis días, efectivamente, no son nunca ociosos. —Enomoto coloca una piedra en el centro del tablero—, pero el monte Shiranui me rejuvenece.

Una brisa otoñal arrastra sus ropajes invisibles por la elegante estancia.

Soy lo bastante poderoso, viene a decir ese comentario hecho de pasada, como para obligar a la joven Aibagawa, una de tus favoritas, a tomar el hábito de mi orden sin que tú pudieses intervenir.

Shiroyama procura concentrarse en el presente y futuro de la partida.

En su día, le enseñó a Shiroyama su padre, eran la nobleza y los samuráis quienes gobernaban el Japón…

El sirviente arrodillado abre las puertas, hace una reverencia y entra con la bandeja.

… pero ahora son el Engaño, la Codicia, la Corrupción y la Lujuria.

El sirviente trae dos tazas limpias y una tetera.

—Señor abad —dice Shiroyama—, ¿quiere más té?

—No se ofenda —declara Enomoto—, pero prefiero mi bebida.

—Su… —¿cuál es el término diplomático?—… reticencia ya no resulta sorprendente.

El asistente de Enomoto, vestido de añil, ya está allí. El joven, con el cráneo rasurado, descorcha un recipiente hecho con una calabaza y se lo entrega a su amo.

—¿Alguna vez un anfitrión suyo se ha…?

De nuevo, el magistrado trata de dar con la palabra adecuada.

—¿Enfadado por la acusación implícita de que pretendía envenenarme? Sí, alguna que otra vez. Pero luego lo apaciguo contándole la historia de la sirvienta de un enemigo mío, que entró a servir en la residencia de una famosa familia de Miyako. Llevaba ya dos años de criada de confianza cuando hice una visita. La mujer aderezó mi comida con unos granos de un veneno inodoro. De no ser porque el médico de mi orden, el maestro Suzaku, se hallaba presente y pudo administrarme un antídoto, me habría muerto, y la familia de mi amigo habría caído en el oprobio.

—Tiene usted algunos enemigos sin escrúpulos, señor abad.

Enomoto se lleva la calabaza a los labios, ladea la cabeza y bebe.

Los enemigos se arremolinan en torno al poder —el abad se seca los labios— como las avispas en torno a los higos abiertos.

Shiroyama amenaza la piedra aislada de Enomoto poniéndola en atari.

Un temblor de tierra insufla vida a las piedras, que vibran y murmuran…

… pero no se descolocan, y el temblor remite.

—Disculpe mi grosería —dice Enomoto— por volver al asunto de Numa, pero me disgusta distraer de sus obligaciones a un magistrado del shogun. ¿Cuánto crédito convendría que proporcionase Numa en primera instancia?

Shiroyama siente acidez en el estómago.

—Tal vez… ¿veinte?

—¿Veinte mil ryo? Por supuesto. —Enomoto ni pestañea—. La mitad puede tenerla en su almacén de Nagasaki dentro de dos días, y la otra mitad la entregaremos en su residencia de Edo a finales del décimo mes. ¿Le parecen satisfactorios estos plazos?

Shiroyama esconde su mirada en el tablero.

—Sí. —Y se obliga a añadir—: Hay un problema de garantías.

—Una afrenta innecesaria —declara Enomoto— a un nombre tan ilustre…

Mi ilustre nombre, piensa su propietario, no me reporta más que onerosas obligaciones.

—Cuando llegue el próximo barco holandés, el dinero volverá a correr desde Deshima a Nagasaki, y el afluente más caudaloso será el que atraviese el tesoro de la Magistratura. Cúmpleme el honor de garantizar personalmente el préstamo.

La mención de mi residencia en Edo, piensa Shiroyama, es una sutil amenaza.

—El interés, señoría —Numa vuelve a hacer una reverencia—, ascendería a una cuarta parte de la suma total, a pagar anualmente en tres años.

Shiroyama es incapaz de mirar al prestamista.

—Aceptado.

—Excelente. —El señor abad da un sorbo de su calabaza—. Nuestro anfitrión está ocupado, Numa.

El prestamista, sin dejar en ningún momento de inclinarse, retrocede hasta la puerta, se choca contra ella y desaparece.

—Discúlpeme… —Enomoto refuerza su muralla norte-sur con su siguiente movimiento—… por haber traído a su santuario a semejante criatura, magistrado. Hay que preparar los documentos para el préstamo, pero puedo hacer que se los entreguen a su señoría mañana.

—Nada que disculpar, señor abad. Su… asistencia es… oportuna.

Un eufemismo, admite Shiroyama, y procede a estudiar el tablero para inspirarse. Criados a media paga; deserciones inminentes; hijas necesitadas de dote; en la residencia de Edo hay goteras y los muros se caen a trozos; y si reduzco el séquito por debajo de treinta miembros, no tardarán en circular los chistes sobre mi pobreza… y cuando los chistes lleguen a oídos de mis otros acreedores… Puede que el espíritu de su padre susurre: ¡Qué vergüenza!, pero su padre heredó tierras que vender, mientras que a Shiroyama no le quedó nada salvo una posición social costosa y el cargo de magistrado de Nagasaki. En su día, el puerto comercial era una mina de plata, pero en los últimos años, el comercio ha sido irregular. Y los salarios y sobornos, entre tanto, hay que seguir pagándolos de cualquier forma. Ojalá, sueña Shiroyama, los seres humanos no fuesen una máscara detrás de otra máscara detrás de otra máscara. Ojalá el mundo fuese un nítido tablero de líneas e intersecciones. Ojalá el tiempo fuese una secuencia de movimientos ordenados, y no un tráfago de resbalones y tropiezos.

Se pregunta: ¿Cómo es que Tomine no ha regresado a fastidiarme?

Shiroyama advierte un cambio de atmósfera en el interior de la Magistratura.

No se percibe del todo… pero se percibe: un rumor quedo, muy quedo, de agitación.

En el pasillo se oyen pasos apresurados. Fuera hay un intercambio acezante de susurros.

El chambelán Tomine irrumpe entusiasmado.

—¡Se ha avistado un barco, señoría!

—Hay barcos arribando y zarpando a todas hor… ¿El barco holandés?

—Sí, señor. Lleva la bandera holandesa, salta a la vista.

—Pero… —Un barco que llega en el noveno mes es algo inaudito—, ¿estás…?

Las campanas de todos los templos de Nagasaki empiezan a repicar en señal de agradecimiento.

—Nagasaki —señala el señor abad— no tiene la menor duda.

Azúcar, madera de sándalo, estameña, piensa Shiroyama, piel de raya, plomo, algodón…

El caldero del comercio empezará a bullir, y el cucharón de mango más largo es el suyo.

Impuestos a los holandeses, «regalos» del administrador, tasas de cambio «patrióticas»…

—¿Me permite ser el primero —pregunta Enomoto— en felicitarlo?

Qué bien disimulas el chasco de ver que me escabullo de tus redes, piensa el magistrado, que, por primera vez en muchas semanas, tiene la sensación de volver a respirar con normalidad.

—Gracias, señor abad.

Naturalmente, le diré a Numa que no vuelva a poner el pie en sus salones.

Mis reveses temporales, se atreve a creer Shiroyama, se han revertido.