XXIX

Un lugar indefinido

Una hora indefinida

Jacob de Zoet sigue al chiquillo de la antorcha a lo largo de un canal hediondo y, después, hasta el interior de la nave de la iglesia de Domburgo. Geertje deja un ganso asado en el altar. El niño, de ojos asiáticos y pelo de cobre, recita:

—Inclinaré al proverbio mi oído, papá; declararé con el arpa mi enigma.

Jacob está horrorizado. ¿Un hijo ilegítimo? Se vuelve hacia Geertje, pero en su lugar se encuentra a la avinagrada casera de la pensión donde se alojaba en Batavia.

—Ni siquiera sabes quién es la madre, ¿verdad?

A Unico Vorstenbosch todo esto le parece sumamente gracioso y arranca una tajada del ganso, que está medio comido. El ave levanta la cabeza y recita:

—Sean disipados como aguas que corren; cuando disparen sus saetas, sean hechas pedazos.

El ganso sale volando a través de unos bambúes, entre barras oblicuas de oscuridad tenue y oscuridad oscura, y Jacob vuela también, hasta llegar a un claro donde la cabeza de Juan el Bautista lanza miradas torvas desde su plato de porcelana de Delft.

—¡Dieciocho años en el Oriente y lo único que tiene es un bastardo mestizo!

¿Dieciocho años? Jacob repara en la cifra. Dieciocho…

El Shenandoah, piensa, zarpó hace menos de un año…

La soga que lo liga al averno se rompe, y se despierta al lado de Orito. Alabado sea Dios misericordioso, se ha despertado en la Casa Alta…

… donde todo es exactamente lo que parece.

Tras la noche de amor, Orito tiene el pelo revuelto.

El polvo es oro a la luz del alba; un insecto afila sus bisturíes.

—Soy tuyo, amada mía —susurra Jacob, y le besa la quemadura…

Las esbeltas manos de Orito, sus hermosas manos, se despiertan y le palpan los pezones…

Cuánto has sufrido, piensa Jacob, pero ahora estás aquí, y yo te curaré.

… le palpan los pezones, y le rodean el ombligo, y le masajean las ingles, y…

—Que pasen todos como la babosa que se deshace…

Los ojos purpúreos de Orito se abren de par en par.

Jacob trata de despertarse pero el cable de hierro le estrecha con fuerza el cuello.

—… y, como el aborto —recita el cadáver— de una mujer…

El holandés está cubierto de babosas… la cama, la alcoba, Deshima, todo son babosas…

—… como el aborto de una mujer, no vean el sol.

Jacob se incorpora, completamente despierto, con el corazón desbocado. Estoy en la Casa de las Glicinias y anoche me acosté con una prostituta. Ahí está ella, roncando como si tuviese un ratoncillo en la garganta. El aire es cálido y apesta a sexo, tabaco, ropa sucia y al olor a col recocida que viene del orinal. La luz de la Creación resplandece pura en la ventana de papel. Del cuarto contiguo llegan golpes y risitas amorosas. Jacob piensa en Orito y Uzaemon con un sentimiento de culpa de diversa gradación, y cierra los ojos; pero entonces los ve con más nitidez —Orito encerrada, sembrada y cosechada; Uzaemon descuartizado—, y piensa: por tu culpa, y abre los ojos. Pero la mente no tiene párpados que cerrar ni oídos que taponar, y Jacob recuerda el anuncio hecho por el intérprete Kobayashi de que Ogawa Uzaemon había sido asesinado por unos bandidos de montaña mientras se dirigía en peregrinación a la ciudad de Kashima. El señor abad Enomoto había dado caza a los once forajidos responsables de la atrocidad y los había torturado hasta matarlos, pero ni siquiera la venganza, declaró Kobayashi, puede devolver la vida a los difuntos. El administrador Van Cleef envió el pésame de la Compañía a Ogawa el Viejo, pero el intérprete no volvió nunca más a Deshima, y nadie se sorprendió al enterarse, poco tiempo después, de que había muerto. Cualquier rastro de duda que aún pudiese albergar De Zoet de que el asesino de Uzaemon era Enomoto se disipó al cabo de unas pocas semanas, cuando Goto Shinpachi informó que el incendio de la víspera, en la ladera oriental, había comenzado en la biblioteca de la vieja residencia de los Ogawa. Esa noche, a la luz de la lámpara, Jacob sacó de debajo de los tablones el tubo del pergamino y dio inicio a la labor intelectual más ardua de su vida. El texto no era largo —el título y las doce frases sumaban poco más de trescientos caracteres—, pero Jacob tuvo que adquirir el vocabulario y la gramática en el más absoluto secreto. Ninguno de los intérpretes se habría arriesgado a que lo pescasen enseñando japonés a un extranjero, aunque Goto Shinpachi respondía de vez en cuando a las preguntas espontáneas de Jacob acerca de palabras concretas. Sin el conocimiento de los idiomas orientales que posee Marinus, la tarea habría sido imposible, pero Jacob no se atrevía a enseñarle el pergamino al médico por miedo a involucrar a un amigo. Tardó doscientas noches en descifrar los credos de la Orden del monte Shiranui, noches que se hicieron más oscuras conforme Jacob se acercaba a las revelaciones. Y ahora que he terminado el trabajo, se pregunta, ¿cómo hace un extranjero sometido a estrecha vigilancia para transformarlo en justicia? Le haría falta el oído compasivo de un hombre tan poderoso como el magistrado para tener la más remota posibilidad de ver a Orito libre y a Enomoto juzgado. ¿Qué suerte correría, se pregunta, un chino en Midelburgo que intentase procesar al duque de Zelanda por inmoralidad e infanticidio?

De repente, el hombre de la habitación contigua exclama:

—¡Oh, oh, Mijn God, Mijn God!

Melchior Van Cleef: Jacob se pone colorado y espera que su chica no se despierte.

El pudor del día después, se ve obligado a reconocer, es la culpa de los hipócritas.

El condón de tripa de cabra está encima de un papel cuadrado, junto al futón.

Es un objeto repulsivo, piensa Jacob. Igual que yo, la verdad…

Jacob piensa en Anna. Debe anular la promesa que se hicieron.

Esa chica dulce y bondadosa, decide estoicamente, se merece un marido como Dios manda.

El escribano se imagina la alegría de su padre cuando ella le dé la noticia.

Puede que ella ya revocase la promesa, admite, hace meses…

El hecho de que este año no llegase el barco de Batavia ha significado que no haya ni temporada comercial ni cartas…

En la calle, un aguador grita:

O-miiizu, O-miiizu, O-miiizu.

… y la amenaza de insolvencia se cierne cada vez más sobre Deshima y Nagasaki.

Melchior Van Cleef llega a su «OOOOOOoOoOoooo…».

No te despiertes, suplica Jacob a la mujer durmiente, no te despiertes, no te despiertes…

Se llama Tsukinami, «Onda de luna»: a Jacob le gustó la timidez de la chica.

Aunque la timidez, sospecha, también puede aplicarse con polvos y afeites.

Cuando se quedaron solos, Tsukinami lo felicitó por su japonés.

Espera no haberla repugnado. La chica calificó sus ojos de «decorativos».

Y le pidió permiso para cortarle un mechón de su pelo cobrizo como recuerdo.

Tras el clímax, Van Cleef ríe como un bucanero que ve a su adversario despedazado por los tiburones.

¿Es esta la vida de Orito, Jacob siente un escalofrío, según la describe el pergamino de Ogawa?

Los molinos de su conciencia muelen, muelen y muelen…

La campana del templo de Ryûgayi da la hora del conejo. Tras vestirse los bombachos y la camisa, Jacob se echa un poco de agua de la jarra, bebe y se lava, y abre la ventana. El panorama es digno de un virrey: Nagasaki desciende, por callejas escalonadas y tejados descollantes, en tonos pardos, ocres y marengos, hasta la Magistratura, que parece un arca, Deshima y, finalmente, el desidioso mar…

El intérprete obedece al impulso travieso de caminar haciendo equilibrios por el caballete del tejado.

Sus pies desnudos se agarran a las frías tejas: hay una carpa esculpida de la cual sujetarse.

El sábado dieciocho de octubre del año mil ochocientos es sereno y azul.

Los estorninos vuelan formando nebulosas: como un niño de cuento, Jacob se muere por unirse a ellos.

O si no, sueña despierto, que mis ojos redondos se conviertan en óvalos nómadas…

Del oeste al este, el cielo pliega y despliega su atlas de nubes.

… mi piel rosácea se convierta en oro mate; mis aberrantes cabellos en un negro razonable…

De un callejón llega el traqueteo de un carro de basura a amenazar su fantasía.

… y mi zafio cuerpo en uno de los suyos… garboso y ágil.

Ocho caballos de librea avanzan por una calle. Resuena el eco de sus cascos.

¿Hasta dónde llegaría, se pregunta Jacob, si echase a correr, encapuchado, por las calles?

… subiendo a través de los arrozales, hasta las montañas fruncidas, pliegues dentro de pliegues.

No tan lejos como el feudo de Kyôga, piensa Jacob. Alguien porfía con una ventana.

Se prepara para que un oficial preocupado le ordene volver adentro.

—¿Encontró anoche el gallardo caballero De Zoet el toisón de oro?

Un peludo Van Cleef en cueros sonríe de oreja a oreja.

—Fue… —no por méritos míos, piensa Jacob— fue lo que fue, señor.

—Oh, habló el Padre Calvino. —Van Cleef se pone los bombachos y sale por la ventana para unírsele con una jarra enganchada en el pulgar: no está borracho, espera Jacob, pero tampoco sobrio del todo—. Nuestro Padre Divino os creó a todos, amigo, a su imagen y semejanza, partes pudendas incluidas, ¿miento?

—Somos criaturas de Dios, sí, pero las Sagradas Escrituras son claras al respecto de…

—Oh, el legítimo matrimonio, sí, sí, en Europa perfecto, pero aquí… —Van Cleef señala Nagasaki con un gesto de director de orquesta—… ¡aquí uno tiene que improvisar! El celibato es de vegetarianos. Como descuides el boniato, y esto es un hecho médico comprobado, se te marchita y se te cae de cuajo, y ya me dirás entonces qué futuro…

—Eso no es —Jacob casi sonríe— un hecho médico comprobado, señor.

—… qué futuro le espera en la isla de Walcheren al hijo pródigo sin su herramienta —Van Cleef bebe de la jarra y se limpia la boca con el antebrazo—. ¡Soltería y una muerte sin herederos! ¡Abogados dándose un festín con tus propiedades como cuervos en un cadalso! Esta buena casa —da una palmada en la teja del caballete— no es un antro de perdición sino un balneario para nutrir futuras cosechas. Te pondrías la armadura que nos instó a usar Marinus, ¿no? Pero qué cosas digo. Claro que te la pusiste.

La chica de Van Cleef los observa desde las profundidades de su cuarto.

Jacob piensa en los ojos de Orito, justo ahora.

—Por fuera, una linda mariposita… —Van Cleef suspira y Jacob se teme que su superior está más borracho de lo que pensaba: una caída podría saldarse con un cuello roto—… pero le quitas el envoltorio y te encuentras las decepciones de siempre. No es culpa de la chica, sino de Gloria, el albatros que llevo colgado del cuello… Pero ¿por qué habrías de querer escucharme, muchacho, si aún no te han roto el corazón? —El administrador se queda mirando el rostro del cielo mientras la brisa mece el mundo—. Gloria era mi tía. Nací en Batavia, pero me enviaron a Ámsterdam a aprender las artes de la buena sociedad: a declamar latinajos, a bailar como un pavo real y a hacer trampas con los naipes. La fiesta terminó al cumplir veintidós años, cuando me embarcaron de vuelta a Java con mi tío Theo. El tío Theo había viajado a Holanda para entregar en la Casa de las Indias Orientales los embustes anuales del Gobernador General —por aquel entonces los Van Cleef estábamos bien relacionados—, sobornar a unos cuantos y casarse en cuartas o quintas nupcias. El lema de mi tío era «la raza lo es todo». Tuvo media docena de hijos con sus criadas javanesas, pero no reconoció a ninguno, y lanzaba funestas advertencias contra la fusión de las diferentes razas creadas por Dios en una sola cepa digna de un chiquero.

Jacob se acuerda del hijo de su sueño. El viento preña las velas de un junco chino.

—Sus herederos legítimos, declaraba mi tío, habrían de ser hijos de madres «con sello de pureza», o sea, flores de piel blanca y mejillas sonrosadas de la Europa protestante, porque todas las mujeres nacidas en Batavia tenían orangutanes brincando por las ramas del árbol genealógico. Por desgracia, todas sus anteriores esposas habían muerto a los pocos meses de llegar a Java. La miasma acababa con ellas, ya sabes. Pero Theo era todo un seductor, un seductor rico, y hete aquí que entre mi camarote a bordo del Enkhuizen y el de mi tío estaba el de la nueva señora Van Cleef. Mi «tía Gloria» tenía cuatro años menos que yo y un tercio de la edad de su ufano esposo…

Abajo, un vendedor de arroz abre la tienda para empezar la jornada.

—¿Para qué molestarme en describir una belleza en flor? Ninguna de las bigotudas mujerzuelas de nabab que viajaban en el Enkhuizen le llegaban a la suela de los zapatos, y antes de doblar la Bretaña, todos los hombres casaderos —y muchos que no lo eran— habían empezado a dedicar más atenciones a tía Gloria de lo que su marido hubiese deseado. A través de la delgada pared de mi camarote me llegaban las advertencias que le hacía mi tío: no le sostengas la mirada a fulano, no le rías los chistecitos a mengano. Ella respondía: «Si, señor», dócil como una cervatilla, y acto seguido le permitía cumplir con sus deberes conyugales. ¡Mi imaginación, De Zoet, era mejor que una mirilla! Después, cuando el tío Theo se volvía a su cubículo, Gloria lloraba, tan delicada, tan silenciosamente, que nadie más que yo la oía. La chica, obviamente, no había tenido ni voz ni voto en el matrimonio, y Theo sólo le había permitido llevarse una doncella, una niña llamada Aagje; costaba lo mismo un pasaje de segunda que cinco esclavas en Batavia. Ten en cuenta que Gloria apenas había ido más allá del canal de Singel. Java estaba tan lejos como la luna. Más, de hecho, porque la luna, al menos, se ve desde Ámsterdam. A la mañana siguiente, me mostraba amable con mi tía…

En un jardín, unas mujeres tienden la colada en un enebro.

—El Enkhuizen sufrió de lo lindo en el Atlántico —Van Cleef se vierte en la lengua las últimas gotas de cerveza iluminadas por el sol—, de modo que el capitán decidió parar un mes en el Cabo para hacer reparaciones. Con el fin de proteger a Gloria de las miradas de la plebe, el tío Theo alquiló unos aposentos en la villa de las hermanas Den Otter, encima de la Ciudad del Cabo, entre Lion’s Head y Signal Hill. El camino de seis millas era un cenagal cuando llovía, y un suplicio para los caballos en la estación seca. En su día, las Den Otter habían sido una de las familias más ilustres de la colonia, pero a finales de los setenta el estuco de la villa, otrora famoso, se caía en pedazos, los huertos volvían a convertirse en África, y la plantilla de veinte o treinta sirvientes se había reducido a un ama de llaves, un cocinero, una doncella sobreexplotada y dos jardineros negros con canas que respondían al nombre de «chico». Las hermanas no tenían carroza, pero pidieron prestado el landó de la granja colindante, y empezaban casi todas las conversaciones diciendo «cuando vivía papá», o «cuando el embajador sueco venía de visita». Era para morirse, De Zoet, ¡para morirse! Pero la joven señora Van Cleef sabía muy bien lo que su marido quería oír, y afirmaba que la villa era tranquila, segura y de un gótico encantador, y las hermanas Den Otter «un filón de sabiduría e historias edificantes». Nuestras caseras se vieron indefensas ante los halagos de la joven, su firmeza complacía al tío Theo, y su donaire… su hermosura… me volvió loco, De Zoet. Gloria era amor. El amor era Gloria.

Una niña diminuta salta como una rana flacucha alrededor de un caqui.

Echo de menos ver niños, piensa Jacob, y vuelve la mirada hacia Deshima.

—En nuestra primera semana en la villa, Gloria me encontró en un bosquecillo de agapantos desenfrenados y me dijo que fuese a decirle a mi tío que había coqueteado conmigo. No la había oído bien, estaba claro. Pero ella me repitió la orden: «Si eres mi amigo, Melchior, y ruego a Dios que lo seas, porque en este rincón salvaje no tengo a nadie más, ¡ve y dile a mi marido que te he confesado mis “sentimientos inapropiados”! Usa esas mismas palabras, pues parecerán salidas de tus labios». Objeté que no podía mancillar su reputación, ni ponerla en peligro de llevarse una paliza. Ella me aseguró que si no hacía lo que me pedía, entonces sí que se ganaría una paliza. En fin, la luz en el bosquecillo era anaranjada, y ella me apretó la mano y me dijo: «Hazlo por mí, Melchior». Así que fui a buscar a mi tío.

De la chimenea de la Casa de las Glicinias surgen unos dedos de humo.

—Cuando el tío Theo oyó mi falso testimonio, concordó con mi caritativo diagnóstico: su esposa tenía los nervios trastornados por el viaje. Confuso y preocupado por lo que podría ocurrirle a Gloria al volver a la villa, salí a dar un paseo junto a la quebrada. Pero en el almuerzo, mi tío dio un discurso sobre la familia, la obediencia y la confianza. Después de bendecir la mesa, dio gracias a Dios por haberle enviado una mujer y un sobrino que encarnaban a la perfección esas virtudes cristianas. Las hermanas Den Otter, haciendo tintinear sus copas de coñac con sus cucharillas de apóstol, exclamaron: «¡Eso es! ¡Así se habla!». El tío Theo me dio una bolsa llena de guineas y me invitó a disfrutar durante dos o tres días de todos los placeres que la Taberna de los Dos Mares pudiese ofrecerme…

Abajo, un hombre sale por la puerta lateral del burdel. Ese soy yo, piensa Jacob.

—… pero yo prefería romperme un hueso antes que separarme de Gloria. Rogué a mi donante que me permitiese devolverle las guineas, pidiéndole que me dejase quedarme tan sólo con la bolsa, como acicate para llenarla, esa y diez mil más, con los frutos de mi ingenio. Todo el oropel y las bagatelas de Ciudad el Cabo, declaré, no valían una hora de la compañía de mi tío, y, si el tiempo nos lo permitía, ¿no podríamos jugar una partida de ajedrez? Mi tío no abría la boca y temí haberle dorado la píldora más de la cuenta, pero entonces dijo que, si bien casi todos los jóvenes eran unos petimetres descarados que se creían en el derecho inalienable de dilapidar en vicios la fortuna que con tantas fatigas habían amasado sus padres, a él el Cielo le había enviado una excepción en forma de sobrino. El hombre brindó por el mejor sobrino de la cristiandad y, olvidándose de disimular su torpe prueba de fidelidad conyugal, por «una esposa de verdad». Encareció a Gloria que criase sus futuros hijos teniéndome en mente como modelo, y su esposa de verdad dijo: «Que sean la viva imagen de nuestro sobrino, es poso». Theo y yo jugamos una partida de ajedrez, y tuve que echarle mucho ingenio, De Zoet, para dejarme ganar por semejante zoquete.

Una abeja zumba alrededor de la cara de Jacob y se va.

—Una vez demostrada mi lealtad y la de Gloria, mi tío se sintió en disposición de ingresar en la sociedad de Ciudad del Cabo. Este pasatiempo lo mantenía alejado de la villa durante la mayor parte del día, y, a veces, hasta lo obligaba a pasar la noche en la ciudad. A mí me encomendó la tarea de copiar documentos en la biblioteca. «Te invitaría a venir», me dijo, «pero quiero que los cafres de los alrededores sepan que en la villa hay un hombre blanco capaz de usar un mosquete». A Gloria la dejó con sus libros, su diario, el jardín y las «anécdotas edificantes» de las hermanas: un manantial que se secaba todos los días a eso de las tres de la tarde, cuando el coñac de la sobremesa las sumía en siestas insondables…

La jarra de Van Cleef echa a rodar tejas abajo, cae entre la armadura de la Casa de las Glicinias y se hace añicos contra el suelo del patio.

—La cámara nupcial de mis tíos estaba al final de un pasillo sin ventanas que salía de la biblioteca. Aquella tarde, lo reconozco, me costó más de lo normal concentrarme en la correspondencia… En mis recuerdos, el reloj de la biblioteca aparece mudo; quizá estuviese parado. Las oropéndolas cantan como un coro de lunáticos y oigo el clic de una llave… ese silencio saturado, como cuando uno está a la espera… y allí, al fondo, aparece su silueta. Ella… —Van Cleef se frota el rostro, quemado por el sol—… Me daba miedo que nos descubriese Aagje, pero ella me dijo: «¿No te has dado cuenta de que Aagje está enamorada del primogénito de la granja de al lado?», y entonces le digo que la amo, como la cosa más natural del mundo, y ella me besa y me confiesa que sólo logra soportar a mi tío imaginándose que él soy yo, y que lo de él es mío; y le pregunto: «¿Y si nace un niño?», y ella dice: «Chitón»…

En la calle de color barro echan carreras unos perros de color barro.

—Nuestro número de la mala suerte fue el cuatro. La cuarta vez que Gloria y yo nos acostamos, el tío Theo se cayó del caballo bajando a Ciudad del Cabo. Volvió andando a la villa y no lo oímos llegar. Yo estaba dentro de Gloria, desnudo como la seda, y un instante después seguía desnudo como la seda pero cubierto de los añicos del espejo que mi tío me había arrojado. Me dijo que me rompería el cuello y echaría mi cadáver a los animales. Me dijo que bajase a la ciudad, retirase cincuenta florines de su agente, y me asegurase de estar demasiado enfermo para subir a bordo cuando el Enkhuizen zarpase rumbo a Batavia. Por último, juró que si me había dejado algo dentro de esa puta, su mujer, se lo sacaría con una cuchara. Para vergüenza mía, o no, no lo sé, me marché sin despedirme de Gloria. —Van Cleef se mesa la barba—. Dos semanas después vi zarpar al Enkhuizen. Cinco semanas después me embarqué en el Huis Marquette, un bergantín roído de gusanos cuyo piloto hablaba con los muertos y cuyo capitán sospechaba que hasta el perro de a bordo urdía motines. Bien, tú has cruzado el índico así que te ahorro la descripción: eterno, siniestro, negro como la obsidiana, colérico, monótono… Al cabo de siete semanas de travesía, gracias a Dios y no al piloto ni al capitán, fondeamos en Batavia. Eché a andar junto al apestoso canal, armándome de valor para afrontar la paliza de mi padre, un duelo con Theo, recién llegado con el Enkhuizen, y la desheredación. No vi ninguna cara conocida ni ninguna cara conocida me vio a mí (diez años es mucho tiempo), y llamé a la menguada puerta del hogar de mi niñez. Mi vieja nodriza, arrugada ya como una nuez, abrió la puerta y pegó un grito. Recuerdo a mi madre llegar corriendo de la cocina. Llevaba en la mano un búcaro de orquídeas. Lo siguiente que recuerdo es el búcaro hecho mil pedazos y a mi madre desplomada contra la pared. Di por hecho que el tío Theo me había convertido en persona non grata… Pero entonces me fijé en que mi madre iba de luto. Le pregunté si mi padre estaba muerto y me dijo: «Tú, Melchior, tú estás muerto: te ahogaste». Entonces nos abrazamos entre sollozos y me enteré de que el Enkhuizen había naufragado en un arrecife a una milla escasa del estrecho de la Sonda, en un mar radiante y salvaje, sin un solo superviviente…

—Lo siento, administrador —dice Jacob.

—El final más feliz fue el de Aagje. Se casó con el hijo del granjero y ahora posee tres mil cabezas de ganado. Cada vez que paso por el Cabo pienso en hacerle una visita de cortesía, pero al final nunca me animo.

En las inmediaciones resuenan gritos de júbilo. Una cuadrilla de carpinteros que trabajan en un edificio próximo ha descubierto a los dos extranjeros.

—¡Gaiyin-sama! —grita uno, con una sonrisa que se le sale de la cara.

Blande una regla de medir y les ofrece un servicio que hace troncharse de risa a sus compañeros.

—No lo he captado del todo —dice Van Cleef.

—Se ha ofrecido a medir el tamaño de su virilidad, señor.

—¿Ah, sí? Dile a ese granuja que le harían falta tres reglas como esa.

En las fauces de la bahía, Jacob divisa un rectángulo reverberante de rojo, blanco y azul.

No, piensa el escribano. Es un espejismo… o un junco chino, o…

—¿Te pasa algo, De Zoet? Parece que te hayas cagado en los calzones.

—Señor… hay un navío mercante entrando en la bahía o… ¿una fragata?

—¿Una fragata? ¿Quién ha mandado una fragata? ¿Qué bandera lleva?

—La nuestra, señor. —Jacob se agarra al tejado y da gracias por la miopía de su administrador—. La holandesa.