Camarote del capitán Penhaligon a bordo de la fragata Febo de Su Majestad, mar de la China Oriental
Alrededor de las tres del 16 de octubre de 1800
Se diría, en efecto [lee John Penhaligon], que la Naturaleza creó estas islas con la expresa intención de que fuesen una especie de pequeño mundo, separado e independiente del resto, dificultando sumamente su acceso y dotándolas en abundancia de todo lo indispensable para que la vida de sus habitantes fuese grata y placentera, y pudiesen subsistir sin necesidad de comerciar con las naciones extranjeras…
El capitán bosteza y le da un calambre en la mandíbula. Según el teniente de navío Hovell, no existe mejor libro sobre el Japón que el de Engelbert Kaempfer, por muy antiguo que sea; pero cada vez que Penhaligon consigue, a trancas y barrancas, llegar al final de una frase, el comienzo ya se le ha perdido en una niebla. Por la portilla de popa estudia el horizonte, abigarrado y siniestro. El diente de ballena que le sirve de pisapapeles rueda por el escritorio y se cae al suelo, y el capitán oye los gritos de Wetz, el piloto, que está ordenando orientar los juanetes, justo a tiempo, piensa el capitán. El Mar Amarillo ha cambiado del color azul huevo de petirrojo de esa mañana a un gris estiércol, con un cielo de peltre roñoso.
¿Dónde estará Chigwin, se pregunta, y dónde está mi maldito café? Penhaligon recoge el pisapapeles y siente un pinchazo en el tobillo derecho.
Entrecierra los ojos para mirar el barómetro y ve que la aguja está clavada en la i de «Variable».
El capitán vuelve a sumergirse en Engelbert Kaempfer para desatar un nudo ilógico: el corolario de la frase «todo lo indispensable» es que las necesidades del hombre son universales cuando, en realidad, los requisitos de un rey son radicalmente distintos de los de un cortador de caña; los de un libertino de los de un arzobispo; y los suyos propios de los de su abuelo. Abre su cuaderno y, sujetándose para resistir al vaivén del oleaje, escribe:
¿Qué profeta del comercio, en el año, pongamos, 1700, habría podido prever que llegaría un día en que los plebeyos consumirían té a espuertas y azúcar a costales? ¿Qué súbdito de Guillermo y María habría podido predecir la «necesidad» que las modestas multitudes de nuestros días tienen de sábanas de algodón, café y chocolate? Los requisitos humanos se supeditan a la moda; y, conforme las nuevas necesidades van sustituyendo a las antiguas, la faz del mundo también cambia…
El mar está demasiado picado para poder escribir, pero John Penhaligon está satisfecho, y la gota, de momento, vuelve a darle un respiro. Una veta fértil. Saca del escritorio su espejo de afeitado. Los pasteles dulces han engordado al individuo reflejado en el azogue, el coñac le ha enrojecido la tez, el dolor le ha hundido los ojos y el mal tiempo le ha arrancado la techumbre, pero ¿qué mejor que el éxito para devolverle a un hombre el vigor… y la reputación?
Esboza el primer discurso que pronunciará en Westminster. «Todos recordarán que el Febo», informará a sus embelesadas señorías, «todos recordarán que mi Febo no era un navío de línea de cinco puentes con una batería de cañones atronadores, sino una modesta fragata de veinticuatro piezas de dieciocho libras. El palo de mesana se había rajado en el estrecho de Formosa; la cabuyería estaba gastada; el velamen, raído; la mitad del matalotaje embarcado en el fuerte Cornwallis, podrido; y la vieja bomba de achique resollaba como mi querido lord Falmouth encima de su decepcionada furcia, y con idéntico escaso éxito», la cámara entera estallará en carcajadas mientras su viejo enemigo huirá muerto de vergüenza a su madriguera, «pero su corazón, señorías, era de roble inglés; y cuando llamamos a las cerradas puertas del Japón, lo hicimos con la determinación que en justicia distingue a nuestra raza». El silencio de sus señorías se hará reverencial. «El cobre que ese día de octubre confiscamos a los pérfidos holandeses fue puramente simbólico. Nuestro verdadero botín, y verdadero legado del Febo, fue un mercado, señorías, para los frutos de vuestros molinos, minas y plantaciones, así como la gratitud del imperio japonés por haberlo despertado del sonambulismo feudal y abrirle los ojos a nuestro moderno siglo. No creo incurrir en hipérbole al afirmar que mi Febo ha dibujado el nuevo mapa político del Extremo Oriente». Sus señorías asienten con sus emperifolladas cabezas y exclaman: «¡Sí señor! ¡Así se habla!». El almirante lord Penhaligon prosigue: «Esta augusta cámara conoce los diversos vectores de cambio que alteran el curso de la historia: la lengua del diplomático; el veneno del traidor; la clemencia de un monarca; la tiranía de un pontífice»…
Cielo santo, piensa Penhaligon, qué maravilla: tengo que ponerlo por escrito.
«… Y representa nada menos que el más alto honor de mi vida que, en el primer año del decimonono siglo, la historia escogiese a un intrépido bajel, la fragata Febo de su majestad para abrir las puertas del imperio más hermético del mundo moderno ¡para mayor gloria de su majestad y del Imperio Británico!». A esas alturas, hasta el último bastardo con peluca del auditorio, whig, tory, independiente, obispo, general y almirante, se habrá puesto en pie y aplaudirá como un loco.
—¿Capi… —en el umbral, Chigwin estornuda—… tán?
—Espero que vengas a molestarme con el café, Chigwin.
Su joven mayordomo, hijo de un maestro carpintero de ribera de Chatham que hizo la vista gorda a una incómoda deuda, asoma la cabeza.
—Jones ya está moliendo los granos, señor: el cocinero se ha visto negro para mantener el fuego encendido.
—¡He pedido un café, Chigwin, no una taza de excusas!
—Sí, señor. Lo siento, señor. Será cuestión de unos pocos minutos más… —un hilo de mocos refulge en la manga de Chigwin como el rastro de un caracol—… pero es que los escollos que mencionó el señor Snitker ya se divisan a estribor, y el señor Hovell piensa que quizá querría usted echarles un vistazo.
No te cebes en el muchacho.
—Sí, debería.
—¿Alguna instrucción para la cena, señor?
—Esta noche cenarán conmigo los tenientes y el señor Snitker, así que…
Se sujetan con fuerza mientras el Febo se precipita en el seno de una ola.
—… dile a Jones que nos sirva esas gallinas que han dejado de poner. En mi barco no hay sitio para los ociosos, ni siquiera los emplumados.
Penhaligon sube a duras penas por la escalera de cámara hasta la cubierta de intemperie donde el viento le abofetea la cara y le infla los pulmones como un fuelle nuevo. Wetz está al timón, instruyendo a un grupito tambaleante de guardiamarinas sobre cómo lidiar con gobernalles obstinados en un mar embravecido. Todos saludan al capitán, que grita al viento:
—¿Qué opina del tiempo que nos espera, señor Wetz?
—La buena noticia, señor, es que las nubes están dispersándose hacia el oeste; la mala, que el viento ha rolado una cuarta al norte y sopla un par de nudos más fuerte. En cuanto a la bomba, señor, el señor O’Loughlan está fabricando una cadena nueva, pero cree que se ha abierto otra vía de agua: las malditas ratas han roído a popa de la santabárbara.
Cuando no se comen nuestros víveres, piensa Penhaligon, se comen mi barco.
—Dígale al contramaestre que organice una batida. Quien traiga diez colas recibirá un cuarto más de aguardiente.
El estornudo de Wetz riega a un guardiamarina que está en la dirección del viento.
—La tripulación se divertirá, señor.
Penhaligon atraviesa el oscilante alcázar, que presenta un estado bochornoso: Snitker duda que los vigías japoneses sepan distinguir un zarrapastroso mercante yanqui de una fragata de la Marina británica con las portañolas pintadas de negro, pero el capitán no quiere librar nada al azar. El teniente Hovell está apoyado en el coronamiento, junto al depuesto exadministrador de Deshima. Al intuir que se aproxima el capitán, Hovell se vuelve y lo saluda.
Snitker también se gira y le dirige un gesto con la cabeza, de igual a igual. El holandés señala el islote rocoso, que pasa a buena velocidad y a unas cuatrocientas o quinientas yardas de distancia.
—Torinoshima.
Torinoshima, capitán, piensa Penhaligon, pero lo deja estar y observa el islote. Es más bien una roca grande que un pequeño Gibraltar, revocada de guano y estridente de aves marinas. Toda la costa es acantilada salvo una ladera pedregosa a sotavento, donde un bote valeroso podría intentar el fondeo. Penhaligon le dice a Hovell:
—Pregúntele a nuestro huésped si ha oído hablar de algún desembarco.
La respuesta de Snitker consiste en dos o tres frases.
Qué sarta de arcadas y lengüetazos es el idioma holandés, piensa Penhaligon.
—Cree que no, señor. Jamás ha oído hablar de una tentativa de desembarco.
—Su respuesta me ha parecido más prolija.
—«Haría falta ser un imbécil de marca mayor para jugarse ahí la chalupa».
—No se me hiere la sensibilidad tan fácilmente, señor Hovell. En lo sucesivo, traduzca literalmente.
El teniente de navío parece molesto.
—Le pido disculpas, mi capitán.
—Pregúntele si Holanda u otra nación reivindican como propio el territorio de Torinoshima.
La respuesta de Snitker contiene un bufido de burla y la palabra «shogun».
—Nuestro huésped sugiere —explica Hovell— que consultemos con el shogun antes de plantar la bandera británica en medio de toda esa mierda de pájaro. —Siguen más frases, que Hovell escucha con atención, verificando un par de detalles—. El señor Snitker añade que Torinoshima es conocida como «la baliza del Japón», y que si el viento no cambia, mañana divisaremos la llamada «tapia del jardín», las islas Goto, propiedad del señor de Hizen, en cuyo feudo se encuentra Nagasaki.
—Pregúntele si la Compañía Holandesa ha desembarcado alguna vez en las Goto.
Esta pregunta suscita una respuesta más larga.
—Dice, señor, que los capitanes de la Compañía nunca han provocado…
Los tres hombres se aferran al coronamiento mientras el Febo se balancea y cabecea.
—… nunca han provocado con tanto descaro a la autoridad, señor, porque algunos clandestinos…
Un roción riega toda la proa; un marinero empapado maldice en galés.
—… algunos cristianos clandestinos aún viven allí, de modo que todas las idas y venidas…
Uno de los guardiamarinas se cae por la escalera de cámara pegando un grito.
—… están vigiladas por espías del Gobierno, por eso tampoco se nos acercarán barquichuelas para vendernos mercancías, por miedo a que los tripulantes sean acusados de contrabandistas y ajusticiados junto con sus familias.
Descollante cuando el barco hundía la proa, Torinoshima aparece ahora menguada a estribor de la popa. El capitán, el teniente y el traidor se abisman en sus meditaciones. Los charranes y las pardelas se ciernen, viran y se zambullen. Suena la cuarta campanada de la primera guardia de cuartillo y los vigías de la guardia de babor acuden sin dilación: ha corrido la noticia de que el capitán está en el puente. Los que han acabado el turno se retiran a entrecubiertas para disfrutar de dos horas libres.
Al sur, una rendija de cielo ambarino se abre como un ojo en el horizonte.
—¡Allí, señor! —dice Hovell, convertido en niño por un instante—. ¡Dos delfines!
Penhaligon no ve más que el vaivén de las olas color azul pizarra.
—¿Dónde?
—¡Y otro más! ¡Qué bonito! —Hovell apunta con el índice, aborta olía sílaba, y dice—: Se fue.
—Hasta la hora de la cena, pues —dice Penhaligon a Hovell, alejándose.
—Ah, hora de cena —repite Snitker en inglés, y hace el gesto de beber.
Señor, dame paciencia, Penhaligon logra esbozar una mínima sonrisa, y café.
• • •
El contador sale del camarote tras haber calculado las cantidades de traídas del libro de pagos correspondientes a la jornada. El zumbido de su voz y el olor a sepultura de su aliento han dejado a Penhaligon con un dolor de cabeza tan intenso como el del pie. «Sólo hay algo peor que tratar con contadores», le advirtió hace muchos años su armador el capitán Golding, «y es ser uno de ellos. Toda compañía necesita una figura que concite en su persona el odio unánime: mejor que sea él y no tú».
Penhaligon cuela los posos. El café me agudiza el ingenio, piensa, pero me abrasa las tripas y fortalece a mi viejo enemigo. Desde que partieron de la isla del Príncipe de Gales, una verdad desagradable se ha tornado irrebatible: la gota está lanzando un segundo ataque. El primero tuvo lugar el verano pasado en Bengala: el calor era espantoso y el dolor no le iba a la zaga. Durante dos semanas no podía soportar ni el leve roce de una sábana de algodón en el pie. Un primer ataque puede tomarse a risa y considerarse una suerte de rito de paso, pero con el segundo uno ya corre el riesgo de que le cuelguen el sambenito de «capitán gotoso» y ver truncadas sus perspectivas de hacer carrera en el Almirantazgo. Puede que Hovell tenga sus sospechas, piensa Penhaligon, pero no se atreva a manifestarlas: las salas de oficiales de la marina están abarrotadas de tenientes de navío que se quedaron huérfanos por la prematura pérdida de sus patrones. Peor aún, Hovell podría verse tentado por un patrón más ágil a abandonar la nave, lo que privaría a Penhaligon de su mejor oficial y de la gratitud de un futuro capitán. Su teniente de fragata, Abel Wren, bien relacionado gracias a su matrimonio con la despiadada hija del comodoro Joy, se relamerá con sólo pensar en estas vacantes inesperadas. Así pues, concluye Penhaligon, estoy inmerso en una carrera pedestre contra mi gota. Si consigo incautarme del cobre holandés de este año y —Dios mío, te lo ruego— forzar el cofre del tesoro de Nagasaki antes de que la gota me deje fuera de combate, tengo asegurado el futuro político y financiero. De lo contrario serán Hovell o Wren quienes se lleven los laureles por adueñarse del cobre y del enclave comercial; o bien la misión fracasa por completo y John Penhaligon se retira al sudoeste de Inglaterra y se hunde en el olvido con una pensión de doscientas libras al año, en el mejor de los casos, pagada con retraso y a regañadientes. En mis horas más bajas me da la impresión de que la Fortuna me concedió el rango de capitán hace ocho años sólo por darse el gusto de acuclillarse encima de mí y exonerar los intestinos. Primero, Charlie hipoteca lo que queda del patrimonio familiar, contrae deudas a nombre de su hermano pequeño y desaparece; segundo, su agente y banquero huye a Virginia; tercero, Meredith, su querida Meredith, muere de tifus; y cuarto, Tristram, el vigoroso, estentóreo, respetado y apuesto Tristram, muere asesinado en el cabo de San Vicente, dejando a su padre nada más que el dolor y el crucifijo que salvó el cirujano de a bordo. Y ahora viene la gota, piensa, amenazando con arruinarme la carrera…
—No —dice Penhaligon cogiendo el espejo de afeitar—. Revertiremos los reveses de la fortuna.
El capitán sale de su camarote en el preciso momento en que el vigía —Banes o Panes se llama el hombre— cede el relevo a otro marinero, el escocés Walker: el oficial y el subalterno intercambian un saludo. En la cubierta de batería, Waldron, el segundo condestable, está agachado detrás de un cañón junto a Moff Wesley, un muchacho de Penzance. Entre la oscuridad y el fragor de la mar gruesa, no se dan cuenta de que el capitán se ha parado a escucharlos.
—Responde, Moff —está diciendo Waldron—. ¿Lo primero?
—Limpiar el ánima con un lampazo mojado.
—¿Y si algún mentecato no lo hace como Dios manda?
—Se dejará dentro los rescoldos del último disparo, señor.
—Y al meter la pólvora del siguiente le volará el brazo al artillero: lo he visto una vez y con una vez me basta. ¿Segundo?
—Meter el cartucho, señor, o meter la pólvora suelta.
—¿Y la pólvora nos la traen unos duendecillos saltarines?
—No, señor: voy yo a cogerla a la santabárbara, señor. Una carga cada vez.
—Exacto, Moff. Y no tenemos una buena reserva a mano porque…
—Porque bastaría una chispa suelta para que saltásemos todos en pedazos, señor. Tercero… —cuenta Moff con los dedos—… se empuja la pólvora hasta la recámara con el atacador, señor. Y cuarto, se carga el cañón, señor. Y quinto, se mete un taco de estopa después del proyectil, señor, porque el barco podría estar balanceándose y la carga entera se nos caería al mar.
—Y no queremos que parezca que el barco va tripulado por franceses. ¿Sexto?
—Se empuja el cañón para que la cureña quede bien pegada a la borda. Séptimo, se mete la aguja de fogón por el oído para agujerear el cartucho y se ceba el oído con pólvora. Octavo, se enciende con la llave de artillería y el cabo de cañón grita: «¡Apartaos!», y la pólvora rápida enciende la pólvora de la recámara y se dispara el proyectil, que manda todo lo que se encuentre por delante… al infierno, señor.
—Lo que provoca —interviene Penhaligon— que la cureña haga ¿qué?
Waldron se asusta tanto como Moff: el condestable se pone en pie tan rápido que se golpea la cabeza.
—No lo había visto, mi capitán; le ruego que me disculpe.
—Lo que provoca —insiste Penhaligon— que la cureña haga ¿qué, señor Wesley?
—Recular, señor, hasta que el braguero la frena.
—¿Qué le hace el retroceso de un cañón a la pierna de un marinero, por favor, señor Wesley?
—Bueno… de la pierna no quedaría gran cosa, señor.
—Continúe, señor Waldron.
Penhaligon prosigue a lo largo de la borda de estribor, recordando los tiempos en que el mozo encargado de la pólvora era él, mientras se agarra de un cabo que le pasa por encima de la cabeza. Con su metro y setenta y tres supera con mucho la estatura media de los marineros y debe andarse con ojo para no descalabrarse con los techos de las cubiertas. Lamenta carecer de fortuna personal o de una recompensa del almirantazgo para comprar pólvora de sobra y hacer prácticas de artillería. Los capitanes que dedican a ese fin más de un tercio de su cuota son considerados imprudentes por el Almirantazgo. Seis alemanes de Hanover a los que arrancó de un ballenero en Santa Elena están sudando la gota gorda para lavar, escurrir y colgar los coys de reserva en este tiempo borrascoso. Entonan «capitán» a coro y vuelven a sumirse en un laborioso silencio. Un poco más adelante, el teniente de fragata Abel Wren ha puesto a unos marineros a fregar la cubierta con vinagre caliente y piedra pómez. La cubierta de intemperie se deja sucia como medida de camuflaje, pero las inferiores deben protegerse del moho y las miasmas. Con su bastón de rota, Wren le arrea un golpe a un marinero y le grita:
—¡Te he dicho que lo friegues, no que le hagas cosquillas, mariposilla!
Acto seguido finge advertir por primera vez la presencia del capitán y lo saluda.
—Buenas tardes, mi capitán.
—Buenas tardes, señor Wren. ¿Todo bien?
—Mejor que nunca, señor —contesta el impetuoso y malcarado teniente de fragata.
Al pasar por la cocina, cubierta con lonas, Penhaligon atisba por una rendija el espacio húmedo y fuliginoso donde los marmitones están ayudando al cocinero y a su segundo a trocear comestibles, mantener los fogones encendidos y cuidar que no se vuelquen las cazuelas. El cocinero echa pedazos de cerdo en salazón —los jueves toca cerdo— a la burbujeante mezcla. Col china, rodajas de ñame y arroz se añaden también para engordar el caldo. Los hijos de la alta burguesía tal vez les hagan ascos a estas vituallas ricas en fécula y sal, pero los marineros comen y beben mejor de como lo harían en tierra firme. El cocinero personal de Penhaligon, Jonas Jones, da unas palmadas para captar la atención de la cocina.
—Las apuestas están cerradas, chicos.
—¡Pues que empiece el baile! —declara Chigwin.
Chigwin y Jones agitan sendas gallinas en el aire hasta aterrorizarlas.
Los diez o doce presentes corean al unísono: A la una, a las dos, ¡y a las tres!
Chigwin y Jones degüellan a las gallinas con unas tijeras de podar y las dejan en el suelo. Los hombres animan a los cuerpos decapitados que escupen chorros de sangre, se trastabillan y baten las alas. Medio minuto después, cuando la gallina de Jones aún patalea tumbada sobre un costado, el árbitro declara que la de Chigwin «es pájaro muerto, chicos». Las monedas pasan de manos de los apostantes cernidos a las de los sonrientes, y las aves se arrojan a los bancos para su desplume y destripe.
Penhaligon podría castigar a los sirvientes acusándolos de algo tan insustancial como «irreverencia hacia la cena de los oficiales», pero deja atrás la cocina y continúa hasta la enfermería. Los mamparos no llegan del todo al techo, lo que permite que entre la luz y salgan los vapores deletéreos.
—No, no, no, cabeza de alcornoque, es así…
El que habla es Michael Tozer, otro nativo de Cornualles al que Charlie, el hermano del capitán, enroló como voluntario en el Dragón, el bergantín en el que Penhaligon fue teniente de fragata hace diez años. Los diez hombres del grupo de Tozer —todos ellos ya cabos de mar— han seguido desde entonces a su patrón. Con voz rota y desafinada, Tozer se arranca a cantar:
¿No ves que llegan los barcos?
¿No los ves a toda vela?
¿No ves que llegan los barcos?
¿Con su botín en la estela?
Ay, mi bravo marinero,
Ay, mi valiente del mar,
Cómo quiero a mi marinero,
Qué alegre y contento estará.
—Has de saber que no era «contento», Michael Tozer —objeta una voz—, era «dichoso».
—«Contento», «dichoso», ¿qué carajo importa? Lo que importa es lo que viene después, así que cierra el pico:
Los marineros se llevan la plata,
Los soldados, sólo galones;
Dame un marinero borracho,
Los soldados, a los tiburones.
Ay, mi bravo marinero,
Ay, mi valiente del mar,
Cómo quiero a mi marinero,
Soldadito, vete a cagar.
—Eso es lo que cantan las putas de Gosport, lo sé porque después del Glorioso Primero de Junio me agencié una y le hinqué el tenedor en el bizcocho…
—Aunque por la mañana —dice la otra voz— se había largado con tu paga.
—Esa no es la cuestión: la cuestión es que vamos a desplumar a un mercante holandés cargado con el cobre más rojo y dorado del mundo.
El capitán Penhaligon se agacha para entrar en la enfermería. Los seis pacientes acostados dan un respingo y se cuadran con aire culpable, mientras el asistente del cirujano, un londinense picado de viruelas llamado Rafferty, se pone de pie y deja a un lado la bandeja con los tenáculos y las escofinas que estaba lubricando.
—Buenas tardes, señor: el cirujano está en el sollado. ¿Lo mando llamar?
—No, señor Rafferty: sólo estoy de ronda. ¿Se encuentra mejor, señor Tozer?
—No puedo decir que tenga el pecho mejor que la semana pasada, señor, pero doy gracias por seguir en este mundo. Fue una caída bastante fea para alguien desprovisto de alas. Ha dicho el señor Waldron que me hará un hueco en uno de sus cañones, así que voy a tener la oportunidad de aprender un nuevo oficio y todo.
—Así se habla, Tozer, así se habla. —Penhaligon se dirige al joven vecino de Tozer—. Jack Fletcher, ¿me equivoco?
—Jack Thatcher, señor, con su permiso.
—Disculpe, Jack Thatcher, ¿y qué le trae por la enfermería?
Rafferty contesta por el ruborizado muchacho:
—Gajes de la pasión, señor.
—¿Gonorrea? Un recuerdo de Penang, sin duda. ¿Cuán avanzada?
Vuelve a responder Rafferty:
—Doña Culebra está más morada que el birrete de un obispo, señor, y no para de supurar requesón. Además, tiene empañado el «monóculo» y Jack pasa las de Caín para hacer aguas menores, ¿verdad, muchacho? Le hemos administrado mercurio, pero todavía tendrá que esperar un poco antes de volver a la jarana…
La culpa, reflexiona Penhaligon, es de la Marina, que con su política de cobrar a los marineros los costes del tratamiento de las enfermedades venéreas, los anima a probar todos los remedios del curanderismo tradicional antes de recurrir al cirujano de a bordo. Cuando me hagan miembro de la Cámara de los Lores, piensa Penhaligon, rectificaré este disparate mojigato. El capitán también contrajo en su día el mal francés, en unos baños exclusivos para oficiales de la isla de San Cristóbal, y tenía tanto miedo y tanta vergüenza que no acudió al cirujano del Trincomalee hasta que el simple acto de orinar se convirtió en el más atroz de los martirios. De haber sido un suboficial le habría participado esa historia a Jack Thatcher, pero un capitán nunca debe dar pie al menoscabo de su autoridad.
—Espero, Thatcher, que haya aprendido lo caro que salen los embelecos de una buscona.
—Tardaré en olvidarlo, señor, lo juro.
Y aun así te encamarás con otra, prevé Penhaligon, y con otra, y con otra… El capitán charla brevemente con los demás pacientes: un marinero de agua dulce enrolado a la fuerza en San Ives, que tiene fiebre y cuyo pulgar aplastado tal vez haya que amputar; un nativo de las Bermudas, más afortunado, con los ojos vidriosos por el dolor que le causa un absceso en la muela; y un shetlandés con más barba que cara y un grave cuadro de elefantiasis en los testículos, inflados como dos mangos.
—Estoy sano como una manzana podrida —afirma—. Gracias por preguntar, capitán.
Penhaligon se levanta y hace ademán de marcharse.
—Dispense, señor —dice Michael Tozer—, ¿le importaría dirimir una discusión que nos traemos?
El capitán siente un pinchazo en el pie.
—Si soy capaz, señor Tozer.
—Los marineros que convalecen en la enfermería, ¿siguen teniendo derecho a su parte de la recompensa por capturar un barco enemigo?
—Según el reglamento naval, al cual me atengo, la respuesta es sí.
Tozer mira con rabia a Rafferty como diciendo: «¿Lo ves?». Penhaligon está tentado de citar el refrán sobre el pájaro en mano y ciento volando, pero se marcha dejando intacta la moral en alza del Febo.
—Bien pensado —le dice al asistente—, hay diversas cuestiones que me gustaría consultar con el cirujano Nash. ¿Decía usted que seguramente esté abajo, en su camarote?
Un hedor indefinido ahoga al capitán mientras baja a la primera cubierta, tambaleándose en cada peldaño. El lugar es oscuro, frío y húmedo en invierno, y oscuro, caluroso y asfixiante en verano: los marineros lo califican de «acogedor». En los navíos de tripulación descontenta se aconseja a los oficiales malquistos que no se alejen demasiado de las escaleras de cámara, pero John Penhaligon no tiene excesivas preocupaciones al respecto. La guardia de babor, unos ciento diez hombres, está cosiendo o tallando en los pozos de luz tenue que se filtra desde lo alto, o gimoteando, o afeitándose, o acurrucándose para echar una cabezada en «camarotes» improvisados entre los arcones, pues durante el día está prohibido colgar los coys. Los zapatos y hebillas del capitán delatan su llegada; se oye un grito:
—¡Capitán en el puente, muchachos!
Los marineros más cercanos se cuadran y el capitán agradece que al menos disimulen el malestar que pueda causarles su intrusión. También él disimula el dolor que siente en el pie.
—Estoy bajando al sollado, muchachos. Sigan con lo que…
—¿Necesita una linterna o alguien para apoyarse, señor? —le pregunta uno de los hombres.
No hace falta. Puedo orientarme en las entrañas de mi Febo con los ojos cerrados.
Penhaligon sigue bajando hacia el sollado. Apesta a agua de sentina, aunque no a cadáveres en descomposición, como un navío francés capturado que en su día tuvo que inspeccionar. El agua gorgotea, al mar se le mueven las tripas, y las bombas de achique chapalean y ingurgitan. Al llegar abajo, Penhaligon suelta un gruñido y avanza casi a tientas por el angosto corredor. Sus dedos reconocen el pañol de la pólvora y el del queso; el del aguardiente, con su aparatoso candado; el camarote del señor Woods, el agobiado maestro de los más jóvenes; el pañol de cabuyería, el botiquín del cirujano y, por último, un camarote del tamaño de su excusado. Hay un destello de luz amarillenta y se oye moverse unas cajas.
—Soy yo, señor Nash, el capitán.
—Capitán. —La voz de Nash es un ronco silbido con acento del sudoeste de Inglaterra—. Qué sorpresa.
En su cara de topo iluminada por la lámpara no se aprecia el menor indicio de sorpresa.
—Me ha dicho el señor Rafferty que podría encontrarlo aquí.
—Sí, he bajado a por sulfuro de plomo. —El cirujano coloca una manta doblada en el arcón a modo de cojín—. Aligérese los pies, si le apetece. La gota vuelve a la carga, ¿verdad, señor?
El capitán, con su altura, colma por entero el minúsculo camarote.
—¿Tan evidente resulta?
—Instinto profesional, señor… ¿Me permite inspeccionar la zona?
Con cierto embarazo, el capitán se quita la bota y el calcetín, y apoya el pie en un baúl. Nash acerca la lámpara —tiene el mandil tieso por la sangre seca— y observa con el ceño fruncido los bultos amoratados de Penhaligon.
—Un tofo inflamado en el metatarso… pero de momento nada de secreciones, ¿no?
—Por ahora no, pero el condenado es idéntico al del año pasado por estas fechas.
Nash aprieta el bulto y Penhaligon, presa del dolor, suelta una patada.
—Cirujano, no puedo permitirme afrontar inválido la misión de Nagasaki.
Nash se limpia las gafas con las mugrientas bocamangas de la camisa.
—Voy a recetarle la cura de Dover: en Bengala le aceleró la recuperación, y ahora podría retardarle el ataque. Y también quiero sacarle seis onzas de sangre, para reducir la fricción contra las arterias.
—No perdamos más tiempo.
Penhaligon se quita la chaqueta y se remanga la camisa mientras Nash vierte líquidos de tres frascos distintos. Nadie podría acusar al cirujano de ser uno de esos médicos que, de vez en cuando, se ven en la Armada, individuos que adornan las salas de oficiales con su erudición y salero, pero el imperturbable devoniano es capaz de amputar un miembro por minuto durante los combates, arranca las muelas con mano firme, no deforma sus anécdotas más de lo aceptable, y nunca les sopla a los marineros las quejas de los oficiales.
—Refrésqueme la memoria, señor Nash, ¿de qué se compone el Dover?
—Es una variante del polvo de ipecacuana, señor, hecha de opio, ipecacuana, nitrato de potasio, tártaro y orozuz. —El galeno mide una espátula de un polvo claro—. Si fuese usted un fulano cualquiera, añadiría castóreo, lo que en la cofradía médica se conoce como aceite de hígado de bacalao, y enseguida se sentiría curado. Pero este truco no suelo practicarlo con los oficiales.
El barco se balancea y la tablazón cruje como un granero en un vendaval.
—¿Nunca se ha planteado hacerse boticario en tierra firme, señor Nash?
—No, señor.
Nash no sonríe por el cumplido.
—Me imagino una hilera de frascos de porcelana con la etiqueta «elixir patentado de Nash».
—A los hombres de comercio, señor… —Nash cuenta las gotas de láudano que deja caer en el vaso de precipitados—… les extirparon la conciencia al nacer. Más vale un honrado ahogamiento que una muerte lenta a consecuencia de la hipocresía, las leyes o las deudas. —El cirujano mezcla el preparado y tiende el vaso a su paciente—. De un solo trago, capitán.
Penhaligon obedece y hace una mueca.
—Tal vez estaría mejor con un poco de aceite de hígado de bacalao.
—Le llevaré una dosis todos los días, señor. Vamos con la sangría.
Nash saca una lanceta oxidada y una sangradera, y agarra el brazo del capitán.
—Es la hoja más afilada que tengo: no sentirá na…
Penhaligon aprieta los dientes para reprimir un ¡Ay!, una blasfemia y un escalofrío de dolor.
—… da. —El cirujano inserta el catéter para evitar que se forme una costra—. Ahora le pido…
—Que me quede quieto. Ya lo sé.
Las lentas gotas de sangre forman un charco en la sangradera.
Para distraerse del goteo, Penhaligon piensa en la cena.
• • •
Los informantes a sueldo —declara el teniente Hovell, después de que se hayan llevado medio borracho a su camarote a Daniel Snitker, para que se reponga de la pantagruélica cena— sirven exactamente el plato… —el barco oscila, da bandazos y los faroles de los mamparos giran en sus cardanes—… que más desean comer sus patrones. Mi padre, cuando era embajador en La Haya, daba más valor a la palabra de un informante honrado que a las declaraciones juradas de diez espías a sueldo. Con esto no quiero decir que Snitker esté engañándonos; pero haríamos bien en no creernos una sola de sus «informaciones reservadas» sin antes corroborarla; en particular esa risueña predicción de que los nipones se quedarán mirando sin decir ni pío mientras nos apoderamos de las propiedades de sus viejos aliados.
Penhaligon hace una señal con la cabeza y Chigwin y Jones comienzan a recoger los platos.
El comandante Cutlip, tan sólo un grado o dos menos colorado que la chaqueta de su uniforme, succiona una última brizna de carne de su muslo de pollo, y dice:
—La Guerra Europea les trae sin cuidado a los malditos asiáticos.
—Una opinión —rebate Hovell— que los malditos asiáticos podrían no compartir, comandante.
—Pues habrá que… —Cutlip da un resoplido—… enseñarles a compartirla, señor Hovell.
—Supongamos que el reino de Siam tuviese, por ejemplo, una factoría en Bristol…
Cutlip mira al teniente de fragata Wren con una sonrisa de triunfo.
—… en Bristol —prosigue sin amilanarse Hovell— desde hace un siglo y medio, y que un buen día llegase un junco de guerra chino, se adueñase de los bienes de nuestros aliados sin pedir permiso y anunciase a Londres que, en lo sucesivo, ellos ocuparían el lugar de los siameses. ¿Aceptaría el gobierno del señor Pitt semejantes condiciones?
—La próxima vez —dice Wren— que los críticos del señor Hovell se burlen de su falta de sentido del humor…
Penhaligon tira el salero y se echa una pizca de sal por la espalda.
—… ¡los desconcertaré con esta fantasía suya de una factoría siamesa en Bristol!
—Es una cuestión de soberanía —declara Robert Hovell—. La comparación es pertinente.
Cutlip blande el muslo de pollo.
—Si algo aprendí en los ocho años que pasé en Nueva Gales del Sur es que conceptos eruditos como «soberanía», «derechos», «propiedad», «jurisprudencia» o «diplomacia» significan una cosa para los blancos y otra para las razas salvajes. El pobre Phillips se dejó la piel para «negociar» con el revoltijo de negros subdesarrollados que se encontró en la bahía de Sidney. ¿Acaso sus elevados ideales evitaron que aquellos gandules de mierda nos rapiñasen las provisiones como si fuesen los dueños del lugar? —Cutlip escupe en la escupidera—. Los que garantizan la ley en las colonias son los ingleses de pelo en pecho y los mosquetes de Londres, no una «diplomacia» pusilánime; y serán veinticuatro piezas de artillería y cuarenta infantes de Marina bien adiestrados los que se impongan también en Nagasaki. Lo único que cabe esperar —añade, guiñándole un ojo a Wren— es que la deliciosa compañía amorosa de que gozó el teniente en Bengala no haya teñido de amarillo su inmaculada raigambre caucásica, ¿eh?
¿Qué historia es esa, gruñe Penhaligon para sus adentros, de los infantes de Marina?
Una botella se desliza por la mesa y va a parar a las jóvenes manos de Talbot, el alférez de navío.
—Su comentario —pregunta Hovell con absoluta serenidad— ¿pone en cuestión mi valor como oficial de Marina, o es mi lealtad al rey lo que está menospreciando?
—Vamos, Robert: Cutlip te conoce —a veces, piensa Penhaligon, más que un capitán, soy una institutriz— demasiado bien para pensar ninguna de esas dos cosas: sólo estaba… sólo…
—Gastándole una broma cómplice y afectuosa —dice el teniente Wren.
—¡Ha sido un chiste de lo más trivial! —protesta Cutlip, poniéndose encantador—. Una broma cómplice…
—Una ocurrencia aguda —dictamina Wren— pero sin la menor malicia.
—… y me disculpo incondicionalmente —añade Cutlip— por cualquier ofensa que haya podido causar.
Las disculpas más inmediatas, observa Penhaligon, son las que menos valen.
—El comandante Cutlip debería tener cuidado con sus agudas ocurrencias —dice Hovell—, no vaya a pincharse.
—¿Pretende usted, señor Talbot —pregunta Penhaligon—, llevarse esa botella de tapadillo?
Por un instante, el alférez se toma la pregunta en serio, pero enseguida sonríe aliviado y llena las copas de los comensales. Penhaligon manda a Chigwin que traiga otras dos botellas de Chambolle Musigny. El mayordomo se sorprende de tanta generosidad a esas alturas de la cena, pero va a por ellas.
—Si nuestro único objetivo en Nagasaki —Penhaligon tiene la impresión de que se impone emitir un dictamen— fuese el de expropiar la Jan Compagnie, podríamos ser tan directos como preconiza el comandante. Nuestras órdenes, sin embargo, nos obligan a negociar un tratado con los japoneses. Debemos ser diplomáticos amén de guerreros.
Cutlip se mete el dedo en la peluda nariz.
—No hay mejor diplomacia que la de las armas, capitán.
Hovell se limpia los labios.
—La beligerancia no impresionará a estos nativos.
—¿Acaso sometimos a los indios a base de gentileza? —tercia Wren, recostándose en el asiento—. ¿Los holandeses conquistaron a los javaneses regalándoles queso de Edam?
—La analogía no se sostiene —arguye Hovell—. Japón está en Asia pero no es Asia.
Wren pregunta:
—¿Otro de sus aforismos gnósticos, teniente?
—Hablar de «indios» o «javaneses» es abusar de un concepto europeo: en realidad, se trata de un mosaico de pueblos fisibles y divisibles. Por el contrario, Japón lleva cuatrocientos años unificado, y expulsó a españoles y portugueses en el apogeo del poder ibérico…
—Ponga a nuestra artillería, nuestros proyectiles y nuestros fusileros frente a frente con sus pintorescos espadachines medievales y…
Con las manos y la boca, el comandante imita una explosión.
—Pintorescos espadachines medievales —replica Hovell— a los que usted no ha visto nunca.
Prefiero tener teredos en el casco, piensa Penhaligon, que oficiales a la greña.
—No más que usted, señor Hovell —dice Wren—. Snitker, en cambio…
—Snitker está loco por recuperar su pequeño reino y humillar a los usurpadores.
En la cámara situada justo debajo, el violín del señor Waldron ataca una jiga.
Por fin hay alguien, piensa Penhaligon, que disfruta de la velada.
El alférez Talbot hace amago de decir algo pero vuelve a cerrar la boca.
Penhaligon dice:
—¿Desea decir algo, señor Talbot?
El joven se pone nervioso bajo tantas miradas.
—Nada de importancia, señor.
A Jones se le cae un plato lleno de cubiertos con un enorme estrépito.
—A propósito —Cutlip transfiere un moco desde su dedo al mantel—, he oído a un par de marineros de Cornualles, capitán, que contaban un chiste sobre la tierra natal del señor Hovell: lo cuento tal cual sin miedo de ofender, ahora que sabemos que el teniente es lo bastante hombre como para disfrutar de una broma afectuosa: «¿Cómo se fabrica a un natural de Yorkshire?».
Robert Hovell se gira el anillo de boda en el dedo.
—¡«Coges a un escocés y le quitas la generosidad»!
El capitán se arrepiente de haber pedido las botellas del 91.
¿Por qué todo, se pregunta Penhaligon, tiene que girar siempre en círculos a lo tonto?