De shima
Agosto de 1800
En la última temporada comercial, Moisés talló una cuchara de hueso. Una cuchara bonita, con forma de pez. El amo Grote la vio y le dijo a Moisés:
—Los esclavos comen con los dedos. Los esclavos no pueden tener cucharas.
Y se la quedó. Después me encontré al amo Grote con un caballero japonés. El amo Grote le decía así:
—Esta cuchara la hizo con sus propias manos el famoso Robinson Crusoe.
Después, Syako oyó al amo Baert contándole al amo Oost que el caballero japonés había pagado cinco cuencos lacados por la cuchara de Robinson Crusoe. D’Orsaiy le dijo a Moisés que la próxima vez escondiese mejor la cuchara y que hiciese negocios con los culis o los carpinteros. Pero Moisés dijo:
—¿Por qué? La próxima vez que el amo Grote o el amo Gerritszoon se pongan a rebuscar en mi paja, encontrarán mis ganancias y se las quedarán. Ellos dicen: «Los esclavos no poseen nada. Los esclavos son posesiones».
Syako dijo que los amos no dejan que los esclavos tengamos bienes ni dinero porque un esclavo con dinero lo tiene más fácil para escaparse. Filandro dijo que estaba mal hablar de esas cosas. Cupido le dijo a Moisés que si talla más cucharas y se las da al amo Grote, el amo Grote lo valorará más y seguramente lo tratará mejor. Yo dije que eso era verdad pero sólo cuando el amo es bueno; cuando el amo es malo, nunca es cierto.
Cupido y Filandro son los favoritos de los jefes holandeses porque tocan música en las cenas. Se llaman a sí mismos «sirvientes» y usan palabras holandesas rebuscadas como si fuesen pelucas y puntillas. Dicen cosas como «mi flauta» y «mis medias». Pero la flauta de Filandro y el enorme violín de Cupido y sus elegantes vestimentas son propiedad de sus amos. Los dos van descalzos. Cuando Vorstenbosch se marchó el año pasado, se los vendió a Van Cleef. Ellos dijeron que los habían «traspasado» del viejo administrador al nuevo, pero en verdad los vendieron por cinco guineas cada uno.
No, un esclavo ni siquiera puede decir: «Estos son mis dedos» o «Esta es mi piel». Nuestros cuerpos no son nuestros. Nuestras familias no son nuestras. Un día, Syako hablaba de los hijos que tiene en Batavia. Sus hijos los engendró él, cierto. Pero para sus amos los hijos no son «suyos». Para sus amos, Syako es como un caballo que preñó a una yegua y engendró un potro. He aquí la prueba: cuando Syako se quejó con más amargura de la debida de que llevaba muchos años sin ver a su familia, el amo Fischer y el amo Gerritszoon le dieron una buena tunda. Ahora Syako cojea. Y habla menos.
Una vez me hice esta pregunta: ¿Mi nombre es mío? No me refiero a mis nombres de esclavo. Esos nombres cambian según el capricho de mis amos. Los esclavistas de Aceh que me raptaron me pusieron de nombre «Dientes Rectos». El holandés que me compró en el mercado de esclavos de Batavia me puso «Washington». Era un amo malo. El amo Yang me puso Yang Fen. Me enseñó el oficio de sastre y me daba de comer lo mismo que a sus hijos. Mi tercer propietario fue el amo Van Cleef. Me puso «Weh» por error. Cuando le preguntó al amo Yang —con palabras holandeses rebuscadas— cómo me llamaba, el chino pensó que estaba preguntándole por mi origen, y contestó: «Es de una isla llamada Weh», y así quedó decidido mi nuevo nombre de esclavo. Pero para mí fue un error feliz. En Weh, yo no era esclavo; en Weh estaba con los míos.
Mi verdadero nombre no se lo digo a nadie, para que nadie pueda robármelo.
La respuesta, creo, es que sí: mi verdadero nombre es mío.
A veces me viene a la mente otro pensamiento: ¿Mis recuerdos son míos?
El recuerdo de mi hermano saltando al agua desde la roca de la tortuga, elegante y atrevido…
El recuerdo del tifón que doblaba los árboles como si fuesen hierbas, el rugido del mar…
El recuerdo de mi madre, cansada pero contenta, acunando al recién nacido para que se durmiese, y cantando…
Sí, mis recuerdos, al igual que mi verdadero nombre, son de mi propiedad.
Una vez tuve este pensamiento: ¿Este pensamiento es mío?
La respuesta estaba oculta entre la niebla, así que se lo pregunté a Eelattu, el sirviente del doctor Marinus.
Eelattu respondió, sí, mis pensamientos nacen en mi mente, así que son míos. Eelattu dijo que, si quiero, puedo ser el dueño de mi mente. Yo le dije:
—¿Incluso siendo esclavo?
Eelattu me respondió que sí, siempre que la mente sea un lugar fuerte. Así que me he creado una mente como una isla, como Weh, protegida por el mar azul y profundo. En mi mente-isla no hay holandeses malolientes ni sirvientes malayos desdeñosos, ni japoneses.
El amo Fischer, pues, es dueño de mi cuerpo pero no de mi mente. Lo sé por una prueba que hago. Cada vez que afeito al amo Fischer, me imagino que le corto el cuello. Si él fuese el dueño de mi mente, vería este pensamiento malvado. En cambio, en vez de castigarme, se queda sentado con los ojos cerrados.
Pero he descubierto que ser el dueño de la propia mente trae algunos problemas. Cuando estoy en mi mente-isla, soy tan libre como un holandés. Allí dentro como capones y mangos y ciruelas con azúcar. Allí me tumbo en la arena caliente con la mujer del amo Van Cleef. Allí construyo barcos y coso velas con mi hermano y mi gente. Si me olvido de cómo se llaman, ellos me lo recuerdan. Hablamos en la lengua de Weh y bebemos kava y rezamos a nuestros antepasados. Allí no remiendo ni friego ni hago recados ni cargo cosas para los amos.
Entonces oigo:
—¿Me estás escuchando, perro haragán?
Entonces oigo:
—¡Si no te mueves y haces lo que te mando, aquí tengo el látigo!
Cada vez que regreso de mi mente-isla, vuelven a capturarme los negreros.
Cuando regreso a Deshima, las cicatrices de mi captura me duelen un poco.
Cuando regreso a Deshima, siento una brasa de rabia que me arde dentro.
La palabra «mío» causa placer. La palabra «mío» causa dolor. Esto es verdad tanto para amos como para esclavos. Cuando están borrachos, nos hacemos invisibles. Se ponen a hablar de posesiones, o ganancias, o pérdidas, o de comprar, o vender, o robar, o contratar, o alquilar, o estafar. Para los blancos, vivir es poseer, o intentar poseer más, o morir intentando poseer más. ¡Su apetito es asombroso! Poseen ropas, esclavos, carruajes, casas, almacenes y barcos. Poseen puertos, ciudades, plantaciones, valles, montañas, archipiélagos. Poseen este mundo, sus selvas, sus cielos y sus mares. Sin embargo, se quejan de que Deshima es una cárcel. Se quejan de que no son libres. El único que no se queja es el doctor Marinus. Su piel es la de un blanco, pero en los ojos se le ve que no tiene alma de blanco. Su alma es mucho más vieja. En Weh lo llamaríamos kwaio. Un kwaio es un antepasado que no se queda en la isla de sus antepasados. Un kwaio vuelve y vuelve y vuelve, en el cuerpo de un niño diferente cada vez. Un kwaio bueno puede llegar a ser un chamán, pero no hay nada peor en el mundo que un kwaio malo.
El doctor convenció al amo Fischer de que deberían enseñarme a escribir en holandés.
Al amo Fischer no le hizo gracia la idea. Dijo que un esclavo que sabe leer puede echarse a perder con «ideas revolucionarias». Dijo que lo había visto en Surinam. Pero el doctor Marinus le pidió al amo Fischer que pensase en lo útil que podría serle en el despacho de los escribanos, y en el precio tan alto en que podría venderme. Estas palabras hicieron cambiar de idea al amo Fischer. Miró al amo De Zoet, sentado al final de la mesa. Le dijo:
—Escribano De Zoet, tengo la tarea perfecta para un hombre como usted.
• • •
Cuando el amo Fischer termina de comer en la cocina, voy detrás de él hasta la casa del adjunto. Cuando cruzamos la Calle Larga tengo que llevar la sombrilla de tal forma que su cabeza esté siempre a la sombra. No es una labor sencilla. Si una borla le roza la cabeza o si el sol lo deslumbra, me atiza por descuidado. Hoy mi amo está de mal humor porque ha perdido mucho dinero en la partida de cartas del amo Grote. Se detiene, aquí, en mitad de la Calle Larga.
—¡En Surinam —grita— saben tratar a los apestosos perros negroides como tú!
Y me da una bofetada con todas sus fuerzas y se me cae la sombrilla.
—¡Cógela! —me grita.
Cuando me agacho, me da una patada en la cara. Es uno de los trucos preferidos del amo Fischer, así que aparto la cara de su pie, pero finjo que me ha dolido mucho. Si no, se siente engañado y me da otra patada. Dice:
—¡Así aprenderás a tirar mis cosas al polvo!
Yo digo:
—Sí, amo Fischer.
Y le abro la puerta de su casa.
Subimos las escaleras hasta su dormitorio. Se tumba en la cama y dice:
—En esta maldita cárcel de mierda hace un calor de mil demonios…
Este verano se oye mucho la palabra «cárcel» porque no ha llegado el barco de Batavia. Los amos blancos tienen miedo de que no venga y no haya temporada comercial ni noticias ni objetos de lujo de Java. Los amos blancos que tienen previsto volver a casa no podrán hacerlo. Ni sus sirvientes o esclavos.
El amo Fischer tira el pañuelo al suelo y dice:
—¡Mierda!
Esta palabra holandesa puede ser una exclamación o una palabrota, pero esta vez el amo Fischer está ordenándome que le coloque el orinal en su rincón preferido. Al pie de las escaleras hay un excusado, pero le da pereza bajar. Se pone de pie, se desabrocha los bombachos, se acuclilla encima del orinal y gruñe. Oigo un golpe sordo y deslizante. El olor serpentea por toda la habitación. El amo Fischer se abrocha los bombachos.
—No te quedes ahí parado, gandul de Gomorra…
Tiene la voz pastosa por el whisky que ha bebido en la comida. Cubro el orinal con su tapa de madera y salgo a la calle para llevarlo al barril de los excrementos. El amo Fischer dice que no soporta que haya suciedad en su casa, así que no puedo vaciar el orinal en la letrina como hacen los demás esclavos.
Bajo por la Calle Larga hasta el cruce, me meto por el Callejón del Flaco, doblo a la izquierda en el Malecón, paso por delante de la casa del cacique y vacío el orinal en el barril, cerca de la trasera del hospital. La nube de moscas es espesa y zumbante. Entorno los ojos como los de un hombre amarillo y arrugo la nariz para cerrarla y que no se me pueda meter ninguna mosca y me deje sus huevos dentro. Después lavo el orinal en el barril de agua de mar. En el fondo del orinal del amo Fischer hay un edificio extraño del mundo de los hombres blancos, llamado molino. Filandro dice que es para hacer pan pero cuando le pregunté cómo, me dijo que soy muy ignorante. Eso significa que no lo sabe.
Vuelvo a casa del adjunto por el camino más largo. Los amos blancos se pasan el verano quejándose del calor, pero a mí me encanta que el sol me caliente los huesos, porque así puedo sobrevivir al invierno. El sol me recuerda a Weh, mi casa. Al pasar por delante de las pocilgas, D’Orsaiy me ve y me pregunta por qué el amo Fischer me pegó en la Calle Larga. Con una mueca le digo: ¿Desde cuándo los amos necesitan un motivo?, y D’Orsaiy asiente. Me cae bien D’Orsaiy. Es de un lugar llamado el Cabo, a mitad de camino del mundo del hombre blanco. Tiene la piel más negra que he visto en mi vida. El doctor Marinus dice que es un hotentote, pero el amo lo llama «sota de espadas». Me pregunta si por la tarde voy a ir mi clase de lectura y escritura en casa del amo De Zoet. Yo le contesto:
—Sí, a menos que el amo Fischer me encargue más trabajos.
D’Orsaiy dice que escribir es una magia que hago bien en aprender. D’Orsaiy me dice que el amo Ouwehand y el amo Twomey están jugando al billar en la casa de verano. Es una advertencia para que apriete el paso y que el amo Ouwehand no le diga al amo Fischer que me ha visto holgazaneando.
Al llegar a la casa del adjunto, oigo ronquidos. Subo sigilosamente las escaleras, sabiendo qué peldaños crujen y cuáles no. El amo Fischer está durmiendo. Esto es un problema porque si voy a casa del amo De Zoet a recibir mi clase de escritura sin el permiso del amo Fischer, este me castigará por indisciplinado. Si no voy a casa del amo De Zoet, el amo Fischer me castigará por perezoso. Pero si despierto al amo Fischer, me castigará por arruinarle la siesta. Al final lo que hago es meterle el orinal debajo de la cama y marcharme. A lo mejor vuelvo antes de que se despierte.
La puerta de la Casa Alta, donde vive el amo De Zoet, está entornada. Detrás de la puerta lateral hay una habitación grande y cerrada con llave, llena de cajas y barriles vacíos. Llamo golpeando el primer peldaño, como siempre, y espero a oír la voz del amo De Zoet preguntando: «¿Eres tú, Weh?». Pero hoy no hay respuesta. Sorprendido, subo las escaleras, haciendo bastante ruido para avisarle de que estoy llegando. Pero nada. Es raro que el amo De Zoet duerma la siesta, aunque puede que esta tarde lo haya derrotado el calor. Llego al rellano y atravieso la habitación lateral donde vive el intérprete interno durante la temporada comercial. La puerta del amo De Zoet está medio abierta, así que me asomo. Está sentado frente a la mesa baja. No repara en mí. Hoy tiene una cara rara. Y una luz oscura en los ojos. Está asustado. Sus labios susurran palabras mudas. En mi isla natal diríamos que un kwaio malo le ha echado el mal de ojo.
El amo De Zoet mira fijamente el pergamino que tiene delante.
No es un libro del hombre blanco, sino un pergamino del hombre amarillo.
Estoy demasiado lejos para verlo bien, pero las letras no son holandesas.
Es la escritura de un hombre amarillo: el amo Yang y sus hijos usaban esas letras.
En la mesa del amo De Zoet, junto al pergamino, hay un cuaderno. Hay algunas palabras chinas escritas al lado de palabras holandesas. Supongo lo siguiente: el amo De Zoet ha estado traduciendo el pergamino a su idioma. Esto ha liberado un maleficio, y este maleficio lo ha poseído.
El amo de Zoet advierte mi presencia y levanta la vista.