XXVI

Detrás de la posada Harubayashi, al este de la aldea de Kurozane, en el feudo de Kya

Vigésimo segunda mañana del primer mes

Al salir de la letrina de atrás, Uzaemon mira hacia el huerto y ve una figura que lo observa desde el bosquecillo de bambúes. El intérprete entorna los ojos en la penumbra. ¿Otane la herbolaria? Lleva las mismas ropas de montaña y la misma capucha negra. Podría ser. Tiene la misma espalda encorvada. Sí. Uzaemon alza con cautela la mano, pero la figura se da la vuelta mientras sacude lenta y melancólicamente la cabeza llena de canas.

¿Ese «no» significa que no debe hacer ver que la conoce? ¿O que la operación de rescate está abocada al fracaso?

El intérprete se calza un par de sandalias de paja que hay en la galería y cruza el accidentado huerto hasta llegar al bambú. Un sendero sinuoso de barro negro y escarcha blanca serpentea por el bosquecillo.

En el patio delantero de la posada canta un gallo.

Shuzai y los demás, piensa Uzaemon, estarán preguntándose dónde me he metido.

El calzado de paja ofrece escasa protección a los delicados pies de un samurái dedicado a labores oficinescas.

Posado en una caña partida, a la altura de los ojos, hay un ampelis con el pico abierto…

… le vibra la garganta, escupe una melodía atonal y sale volando…

El pájaro salta de caña en caña, trazando breves arcos en la espesura.

Uzaemon lo sigue a través de barras oblicuas de oscuridad clara y de oscuridad oscura…

… a través del sofocante confinamiento; bajo los pies se quiebran finas lascas de hielo.

Más adelante, el ampelis lo incita a seguir recto, ¿o por un lado?

¿O es que hay dos pajarillos, se pregunta Uzaemon, jugando con una sola persona?

—¿Hay alguien ahí? —El intérprete no se atreve a levantar la voz—. ¿Otane-sama?

Las hojas crujen como papel. El sendero termina en un río rumoroso, pardo y espeso como el té de los holandeses.

La orilla opuesta es una pared de roca excavada…

… que se yergue entre ramas que se bifurcan y nudosas raíces.

Un dedo del pie del monte Shiranui, piensa Uzaemon. En la cabeza, Orito estará despertándose ahora mismo.

Río arriba, o río abajo, un hombre grita en un dialecto deforme.

• • •

Sin embargo, el camino de vuelta al jardín trasero de la posada Harubayashi lleva a Uzaemon a un calvero secreto. Ahí, en un lecho de guijarros negros, hay varias docenas de piedras pulidas por el mar, del tamaño de una cabeza humana, y rodeadas por un murete de mampostería a la altura de las rodillas. No hay ningún altar, ni ninguna puerta torî, ni cuerdas de paja festoneadas de lazos de papel, de ahí que el intérprete tarde unos instantes en percatarse de que se halla en un cementerio. Abrazándose para protegerse del frío, salta el murete para examinar las lápidas. Los guijarros crujen y ceden bajo sus pies.

Números, no nombres, es lo que hay grabado en las piedras: hasta el ochenta y uno.

El bambú de alrededor está podado y las lápidas están limpias de liquen.

Uzaemon se pregunta si la mujer que ha confundido con Otane no será la cuidadora del cementerio.

Quizá se ha asustado, piensa, al ver acercarse a un samurái…

Pero ¿qué secta budista no se molesta siquiera en consignar los nombres fúnebres en las lápidas? Como todo niño sabe, si un alma llega a las puertas del Nuevo Mundo sin un nombre fúnebre para el Registro de Difuntos del señor Enma, no se le permite la entrada y su fantasma vagará sin rumbo durante toda la eternidad Uzaemon piensa que tal vez se trate de niños muertos antes de nacer, criminales o suicidas, pero no se queda muy convencido. Hasta los miembros de la casta intocable reciben algún nombre fúnebre antes del entierro.

En la jaula del invierno, advierte el intérprete, no se oye cantar a los pájaros.

• • •

—Lo más probable, señor —le dice el posadero a Uzaemon cuando regresa a la posada—, es que haya usted visto a la hija de un carbonero. La chica vive en una cabaña en ruinas, pasados los Doce Campos, con su padre y su hermano y un millón de estorninos en el tejado. Deambula de aquí para allá, por la orilla del río. Es corta de entenderas y torpe de pies, y ha estado encinta dos o tres veces, pero el esqueje nunca ha prendido porque el fecundante era su padre, o su hermano. Terminará muriendo sola en esa cabaña destartalada, señor, pues ya me dirá usted qué familia va a querer mezclar su sangre con semejante engendro.

—Pero yo he visto a una anciana, no a una niña.

—Las yeguas de Kyôga son más fondonas que las princesas de Nagasaki, señor: aquí, una moza de trece o catorce años pasaría por una yegua vieja, sobre todo con poca luz…

Uzaemon no las tiene todas consigo.

—¿Y qué me dice de ese cementerio secreto?

—Oh, no tiene nada de secreto, señor: es lo que en el gremio de los posaderos llamamos «Aposentos para estancias prolongadas». Son muchos los viajeros que enferman en el camino (sobre todo en una ruta de peregrinación) y que echan su último sueño en una posada. A los posaderos, señor, nos cuesta una auténtica fortuna, porque no podemos tirar el cadáver a la cuneta. ¿Y si pasa por ahí un pariente? ¿Y si el fantasma nos ahuyenta a los clientes? Pero un funeral en condiciones, como todo en este mundo, cuesta dinero, señor: que si sacerdotes para los cánticos, que si un cantero para la lápida, que si un trozo de tierra en el templo… —El posadero sacude la cabeza—. Total, señor, que un antepasado mío desbrozó un pedazo de bosque para hacer un cementerio en beneficio de los huéspedes que falleciesen en la posada Harubayashi. Tenemos un registro de los que allí yacen, numeramos las lápidas como es debido, y añadimos el nombre de los huéspedes, si nos lo dieron, señalando si eran hombre o mujer, y la edad que les echamos, y lo que haga falta. Así, si algún pariente viene preguntando por ellos, a lo mejor podemos ayudarlo.

Shuzai pregunta:

—¿Suelen venir los familiares a reclamar a los huéspedes difuntos?

—A mí no me ha ocurrido nunca, señor, pero lo hacemos de todas formas. Mi mujer lava las lápidas cada O-ban.

Uzaemon pregunta:

—¿Cuándo ha sido la última vez que han enterrado a alguien?

El posadero frunce los labios.

—Ahora que la carretera de Omura está tan mejorada son menos los viajeros solitarios que pasan por Kyôga, señor… El último entierro fue hace tres años: un impresor que se fue a la cama sano como un roble pero que por la mañana estaba frío como el mármol. Da que pensar, ¿verdad, señor?

El tono del posadero inquieta a Uzaemon.

—¿Qué da que pensar?

—Pues que la Muerte no sólo mete a empujones en su palanquín negro a los viejos y a los débiles…

• • •

La carretera de Kyôga bordea el litoral pantanoso del mar de Ariake y después se interna en un bosque, donde uno de los hombres a sueldo, Hane, se rezaga, y otro, Ishi, se adelanta.

—Una precaución —explica Shuzai desde el interior del palanquín— para estar seguros de que no vienen siguiéndonos desde Kurozane ni están esperándonos más adelante.

Al cabo de unos cuantos recodos en cuesta, los viajeros cruzan el estrecho río Mekura y enfilan un sendero salpicado de hojas que sube hacia la boca de la garganta. Junto a una puerta torî tapizada de musgo, un cartel prohíbe la entrada a los visitantes ocasionales. En este punto se aparca el palanquín, se sacan las armas del falso suelo y, ante los ojos de Uzaemon, Deguchi de Osaka y sus avezados sirvientes se transforman en mercenarios. Shuzai da un silbido agudo. Uzaemon no oye nada —a menos que el chasquido de una ramita sea algo—, pero los hombres oyen la señal de que todo está en orden. Echan a correr con el palanquín vacío, remontando ligeras curvas. El intérprete no tarda en quedarse sin aliento. El fragor de una cascada se hace cada vez más audible y cercano, y al sortear una avalancha reciente, los hombres llegan a la boca inferior de la garganta de Mekura: una escalera tallada en un escarpe de una altura de unos ocho o nueve hombres, cubierto y asfixiado por helechos de lenguas alargadas y enredaderas sofocantes. Por ese precipicio se despeñan las gélidas aguas del río. La poza de abajo bulle y se arremolina.

Uzaemon contempla fascinado la incesante cascada…

Ella bebe de este mismo río, piensa, donde no es más que un manantial de montaña.

… hasta que en un flanco cubierto de camelias salvajes oye silbar a un tordo. Shuzai contesta con otro silbido. Al instante se abre el follaje y surgen cinco hombres. Llevan atuendos de plebeyo pero sus rostros reflejan el mismo rigor marcial que los demás samuráis de fortuna.

Shuzai señala su desvencijado palanquín.

—Vamos a esconder este baúl con andas.

Escondido junto al muro de camelias, en el pequeño claro donde han cubierto el palanquín con hojas y ramas, Shuzai presenta con nombres falsos a los recién llegados: Tsuru, el cabecilla de la cara de luna, Yagi, Kenka, Muguchi y Bara; Uzaemon, aún vestido de peregrino, recibe el nombre de «Yunrei». Los nuevos le muestran un respeto distante, pero al que ven como jefe de la expedición es a Shuzai. Puede que los mercenarios consideren a Uzaemon un tonto enamorado, o bien un hombre honorable —y quizá, reflexiona el intérprete, soy ambas cosas—, pero no dejan traslucir ni uno ni otro parecer. El samurái llamado Tanuki ofrece un breve resumen de su viaje desde Saga a Kurozane, y Uzaemon piensa en los pequeños factores que han reunido a este grupo de asalto: el buen tino con que Otane la herbolaria le leyó el corazón; la repugnancia del acólito Yiritsu por el credo de la Orden; la perfidia de Enomoto; y más cosas; y más giros inesperados; algunos conocidos, otros no; y Uzaemon se maravilla de la trama anónima de la fortuna.

—La primera parte de la ascensión —está diciendo Shuzai— la haremos divididos en seis parejas, que partirán a intervalos de cinco minutos. Los primeros serán Tsuru y Yagi; los segundos, Kenka y Muguchi; los terceros, Bara y Tanuki; después, Kuma y Kishi; luego, Hane y Shakke, y por último —mira a Uzaemon—, Yunrei y yo. Nos reuniremos aquí —los hombres se apiñan alrededor de un mapa de la falda de la montaña, dibujado a tinta, y sus respiraciones se entremezclan—, bajo la garita que vigila la entrada a ese ultraje a la naturaleza. Guiaré a Bara y a Tanuki, a Tsuru y a Hane, hasta lo alto de este risco y, poco después del cambio de guardia, asaltaremos la puerta desde arriba, una dirección inesperada. Atamos a los centinelas, los amordazamos y los metemos dentro de un saco. Son simples campesinos, así que no los matéis, a menos que insistan. El Pico Pelado está a otras dos horas de arduo camino, de modo que cuando lleguemos los monjes estarán acostándose. Kuma, Hane, Shakke, Kishi: escalad el muro por aquí… —Shuzai desdobla su dibujo del templo—… por el sudoeste, donde los árboles están más próximos y el bosque es más frondoso. Primero vais a esta garita y nos abrís el portón a los demás. Luego mandamos llamar al maestro de más rango. Le informamos que la hermana Aibagawa se vendrá con nosotros. Todo esto tendrá lugar pacíficamente, o en un patio sembrado de cadáveres de acólito. La decisión es suya. —Shuzai mira a Uzaemon—. Una amenaza que no se está dispuesto a cumplir no es una amenaza.

Uzaemon asiente, pero por favor, ruega, que no se pierda ninguna vida…

—El rostro de Yunrei —explica Shuzai a los demás— le es familiar a Enomoto por la academia Shirandô. Aunque nuestro complaciente posadero nos ha informado de que el señor abad se encuentra actualmente en Miyako, Yunrei no debe arriesgarse a que lo identifiquen, ni siquiera de manera indirecta. Por eso tú no tomarás parte en el asalto.

Es inaceptable, piensa Uzaemon, quedarse escondido fuera como una mujer.

—Sé lo que estás pensando —dice Shuzai—, pero no eres un asesino.

Uzaemon asiente, pero tiene intención de hacerle cambiar de idea a lo largo del día.

—Antes de marcharnos, advertiré a los monjes de que mataré sin piedad a cualquiera que nos persiga. En ese momento nos retiraremos, con la prisionera liberada. Cortaremos las lianas del puente de Todoroki para ganar tiempo mañana. Pasaremos por la Puerta Mediana a la hora del buey, bajaremos la garganta y llegaremos aquí a la hora del conejo. Llevaremos a la mujer en el palanquín hasta Kashima. Allí nos dispersaremos y saldremos del feudo antes de que puedan despachar jinetes en nuestra búsqueda. ¿Alguna pregunta?

Las maderas del invierno, entrelazadas y anudadas, prorrumpen en crujidos. Las hojas muertas se amontonan en altos túmulos. Las puntas de aguja de los trinos de los pájaros traspasan y cosen las múltiples capas del bosque. Shuzai y Uzaemon ascienden en silencio. A esa altura, el río Mekura es un eco rugiente de aguas agitadas. El cielo de granito sepulta el valle.

A media mañana, Uzaemon tiene los pies cubiertos de ampollas y le duelen las plantas.

En ese lugar, el río Mekura es liso y verde como un vidrio extranjero.

Shuzai le pasa a Uzaemon un poco de aceite para que se lo unte en las pantorrillas y tobillos doloridos, y dice:

—La primera arma del espadachín son sus pies.

Inmóvil en una roca redonda acecha peces una garza.

—Los hombres que has contratado —se aventura a opinar Uzaemon— parecen tenerte una confianza ciega.

—Algunos de nosotros estudiamos con el mismo maestro en Imabari; casi todos estuvimos al servicio de un pequeño caudillo del feudo de Iyo que tuvo algunas escaramuzas violentas con su vecino. Confiar en otro hombre para seguir con vida crea un vínculo más estrecho que la sangre.

Un chapuzón perfora el remanso de jade: la garza ha desaparecido.

Uzaemon se acuerda de un tío suyo que mucho tiempo atrás le enseñó a hacer ranitas con cantos rodados. Le viene a la cabeza la anciana que vio al amanecer.

—A veces me da la impresión de que la mente está dotada de su propia mente. Nos muestra imágenes. Imágenes del pasado, y de lo que podría ser el futuro. La mente de la mente también impone su voluntad, y tiene voz propia. —El intérprete mira a su amigo, que está observando a una rapaz que vuela alto, justo encima de ellos—. Parezco un sacerdote borracho.

—En absoluto —murmura Shuzai—. Nada de eso.

En un tramo más elevado de la ladera, la garganta se encajona entre quebradas de piedra caliza. Uzaemon empieza a ver fragmentos de rostros en los riscos erosionados por la intemperie. Una prominencia parece una frente; un saliente, una nariz; y las grietas y los desprendimientos son arrugas y pellejos flácidos. Hasta las montañas, piensa Uzaemon, en su día jóvenes, envejecen y habrán de morir. Una hendidura negra bajo una cornisa peluda de zarzas podría ser un ojo entreabierto. El intérprete imagina diez mil murciélagos colgados de su abrupto techo…

… a la espera de una tarde de primavera que active sus pequeños corazones.

A mayor altitud, observa el caminante, más hondo debe la vida esconderse del invierno. La savia se hunde en las raíces; los osos duermen; las serpientes del próximo año son aún huevos.

Mi vida en Nagasaki, reflexiona, está tan liquidada como mi infancia en Shikoku.

Uzaemon piensa en sus padres adoptivos y en su esposa, que estarán atareados con sus asuntos, intrigas y pleitos sin imaginar por lo más remoto que han perdido a su hijo adoptivo y marido. Les llevará muchos meses aceptarlo.

Se toca el estómago en el lugar donde lleva las cartas de Orito.

Pronto, amada mía, pronto, piensa. Apenas unas pocas horas más…

Al esforzarse por no recordar los credos de la Orden no hace sino recordarlos.

Se da cuenta de que está apretando la empuñadura de la espada con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos.

Se pregunta si Orito estará ya encinta.

La cuidaré, se jura, y criaré al niño como si fuese mío.

Los abedules de plata tiritan. Lo único que importa son sus deseos.

¿Cómo fue —Uzaemon hace una pregunta a Shuzai que nunca le ha hecho— la primera vez que mataste a un hombre?

Las raíces de un sicomoro se aferran a un ribazo empinado. Shuzai sigue en cabeza otros diez, veinte, treinta pasos hasta que el sendero llega a una poza ancha y rebosante. El espadachín supervisa el escarpado terreno que los rodea, como si temiese una emboscada…

… y ladeando la cabeza como un perro, oye algo que Uzaemon ni percibe.

La media sonrisa de Shuzai significa: Ha sido uno de los nuestros.

—El acto de matar, como es lógico, depende de las circunstancias, ya se trate de un asesinato premeditado y a sangre fría, de una muerte reñida fruto de un combate, o de un homicidio inducido por una cuestión de honor o por un motivo más innoble. Con todo, por muchas vidas que uno se cobre, la que cuenta es la primera. La primera sangre que derrama un hombre es la que lo destierra del mundo de lo prosaico.

Shuzai se arrodilla al borde del agua y bebe con las manos ahuecadas. Un pez liviano parece suspendido en la corriente; una baya brillante pasa flotando.

—¿Recuerdas ese caudillo temerario de Iyo que he mencionado antes? —Shuzai se sube a una roca—. Yo tenía dieciséis años y juré servir a ese mentecato avaricioso. La historia de la contienda es demasiado larga para contártela ahora, pero mi participación en la misma consistió en pasar una noche sofocante del sexto mes dando tumbos por un bosque en la falda del monte Ishizuchi, separado de mis compañeros. El estrépito de las ranas ahogaba cualquier otro sonido y la oscuridad era cegadora; de repente el suelo cedió y caí en una trinchera enemiga. El ocupante se quedó tan sorprendido como yo, pero la trinchera era tan angosta que ninguno lográbamos echar mano de la espada. Braceábamos y nos retorcíamos, pero ni él ni yo gritamos socorro. Sus manos encontraron mi garganta y me la apretaron con fuerza, como si fuese la mismísima Muerte. Yo tenía el cerebro en llamas y la garganta hecha trizas, y pensé: Hasta aquí hemos llegado… pero el Destino no estaba de acuerdo. Mucho tiempo antes, el Destino había elegido una luna creciente como emblema del escudo del caudillo enemigo. Este símbolo estaba adherido de un modo tan precario al casco de mi estrangulador que pude arrancarlo con la mano e, insertando una de las puntas metálicas por la ranura de su visera, se la hinqué en lo blando que noté debajo y la moví de un lado a otro como un cuchillo en un cuenco de manteca, hasta que dejó de apretarme la tráquea y cayó a plomo.

Uzaemon se lava las manos y bebe un poco de agua de la poza.

—Después —continúa Shuzai—, en mercados, ciudades, cruces de caminos, villorrios…

El agua helada golpea la mandíbula de Uzaemon como un diapasón holandés.

—… pensaba: Estoy en este mundo, pero ya no soy de este mundo.

Un gato montés camina por la rama de un olmo caído en mitad del sendero.

—Este extrañamiento del mundo es como una marca… —Shuzai frunce el entrecejo—… que llevamos alrededor de los ojos.

El gato salvaje mira a los hombres sin inmutarse y bosteza.

Baja a una roca de un salto, bebe agua y desaparece.

—Algunas noches —dice Shuzai— me despierto porque sus dedos me estrangulan.

Uzaemon está escondido en un profundo cráter horadado por las inclemencias del tiempo y semejante al hueco de una muela, un montículo enmarañado de raíces que hay justo encima del sendero, con los dos mercenarios que se hacen llamar Kenka y Muguchi. Kenka es un hombre ágil de movimientos rápidos y sincopados, mientras que Muguchi es más fornido, tiene los labios cortados y es parco en palabras. Desde el escondrijo, los tres disfrutan de una vista parcial de la Puerta Mediana, a tan sólo un tiro de flecha de distancia. Del tosco respiradero de la edificación salen volutas de humo. Más arriba, contra el viento y encima del risco, Shuzai y cuatro de los mercenarios esperan al cambio de guardia. De la otra orilla del río, algo se mueve en la espesura.

—Un jabalí —murmura Kenka—. Suena como un viejo gordo y torpe.

Oyen una campana lejana y desvaída que debe de pertenecer al templo del monte Shiranui.

El Pico Pelado parece suspendido en el cielo, bajo masas de nubes apiñadas, tan inverosímil como un decorado teatral.

—Nos convendría que lloviese —señala Kenka—, pero sólo cuando hayamos terminado: el agua borraría nuestras huellas, llenaría los ríos y haría impracticables los caminos para los caballos y…

—¿Voces? —Muguchi exige silencio con un gesto de la mano—. Escuchad… tres hombres…

Uzaemon no oye nada durante un minuto o dos, hasta que la voz amargada que procede del sendero está muy cerca.

—Antes de casarnos me decía: «No, cuando nos casemos seré tuya, hasta entonces nada», pero desde el día de la boda no hace más que decir: «No estoy de humor así que quítame de encima esas zarpas». Lo único que hice fue sacudirla un poco para que entrase en razón, como haría cualquier marido, pero, desde entonces, el diablo que la mujer del herrero llevaba dentro se le ha metido a la mía y ahora es que ni me mira a la cara. Y no puedo divorciarme de la muy víbora porque me da miedo que su tío se lleve su barca, y a ver qué hago yo entonces.

—Morirte de hambre —dice una segunda voz, al pasar por debajo—. Eso es lo que harías.

Los tres se acercan a las puertas.

—Abre, Buntarô —grita uno—. Somos nosotros.

—Ah, sois «nosotros», ¿verdad? —El grito llega amortiguado—, ¿y quién son «nosotros», si se puede saber?

—Ichirô, Ubei y Tôsui —responde uno—, e Ichirô está lloriqueando por su mujer.

—Podemos haceros un hueco a los tres primeros, pero al último dejadlo fuera.

Al cabo de diez minutos salen los tres guardias del turno anterior.

—Bueno, Buntarô —dice uno mientras se acercan lo bastante como para que se les oiga—. Cuéntanos los detalles picantes.

—Eso queda entre la mujer de lchirô, su discreto futón y yo.

—Eres más cerrado que la raja de una tortuga…

Las voces se desvanecen.

Uzaemon, Kenka y Muguchi esperan con la vista clavada en el portón y aguzan el oído.

Los minutos suceden a los minutos que suceden a los minutos que suceden a los minutos…

No hay puesta de sol, tan sólo un oscurecimiento paulatino.

Algo ha salido mal, susurra el Miedo que Uzaemon lleva dentro.

Muguchi anuncia:

—Listo.

Una de las hojas del portón se abre y aparece una silueta que hace un gesto con la mano. Cuando Uzaemon consigue finalmente bajar al sendero, los otros hombres han recorrido ya la mitad del trecho que los separaba de la garita. Al llegar a la puerta, el intérprete se encuentra a Kenka, que se ha quedado esperándolo y le susurra: «No hables». Una vez dentro, Uzaemon ve un porche cubierto y una habitación alargada construida a modo de palafito sobre el río. Hay un estante para hachas y picas, una olla colgada boca abajo, los rescoldos de un fuego y tres sacas grandes colgadas de una viga con sogas. Primero uno y después otro, los sacos se mueven, y un bulto cambia de lugar revelando un codo o una rodilla. El saco más cercano, en cambio, cuelga tan inmóvil como si estuviese lleno de piedras.

Bara está limpiando un cuchillo de lanzamiento con un trapo manchado de sangre…

El río que discurre por debajo es un fragor de sílabas humanas.

No ha sido mi espada lo que lo ha matado, piensa Uzaemon, pero sí mi venida.

Shuzai se lleva a Uzaemon al otro lado de las puertas traseras.

—Les hemos dicho que no queríamos hacerles daño. Que nadie tenía por qué resultar herido. Que los samuráis no podemos rendirnos pero los campesinos y pescadores sí. Se han dejado atar y amordazar, pero uno ha intentado engañarnos. En el rincón hay una trampilla que da al río y se ha lanzado hacia ella. Ha estado a punto de escaparse y, de haberlo logrado, las cosas se habrían puesto muy feas para nosotros. Bara le ha lanzado el cuchillo y le ha rebanado la garganta, y Tsuru ha evitado de milagro que la corriente arrastrase el cadáver hasta Kurozane.

La mujer de Ichirô, se pregunta Uzaemon, ¿ahora es viuda además de adúltera?

—No ha sufrido. —Shuzai le agarra el brazo—. Ha muerto en cuestión de segundos.

De noche, el desfiladero de Mekura se convierte en un lugar primitivo. Los doce miembros del grupo de asalto marchan en fila india. A esa altura, el sendero se eleva sobre el río, aferrado a la escarpada vertiente de la garganta. Los crujidos y lamentos de las hayas y los robles dan paso al resuello profundo de los árboles de hoja perenne. Shuzai ha escogido una noche sin luna, pero las nubes están desintegrándose y la luz de las estrellas es tan intensa que dora las tinieblas.

No ha sufrido, piensa Uzaemon. Ha muerto en cuestión de segundos.

Pone un pie dolorido delante del otro y procura no pensar.

Una tranquila vida docente, prevé Uzaemon para su futuro, en una ciudad tranquila…

Pone un pie dolorido delante del otro y procura no pensar.

Puede que una vida tranquila fuese también el deseo del centinela asesinado…

Su afán inicial de participar en el asalto al monasterio se ha esfumado.

La mente de su mente le muestra una y otra vez la imagen de Bara limpiando el cuchillo con el trapo sanguinolento, hasta que por fin llegan al puente de Todoroki.

Shuzai y Tsuru estudian la mejor manera de sabotearlo en el camino de vuelta.

Un búho ulula, en ese cedro o en aquel abeto… una, dos veces, muy cerca… se fue.

La última campanada del día, sonora y próxima, anuncia en el templo la hora del gallo. Antes de que vuelva a sonar, piensa Uzaemon, Orito será libre. Los hombres se embozan con telas negras, dejando al descubierto tan sólo los ojos y la nariz. Avanzan con sigilo: no esperan una emboscada, pero tampoco descartan esa posibilidad. Cuando una ramita se quiebra bajo el pie de Uzaemon, los demás se giran y lo fulminan con la mirada. El repecho se suaviza. Ladra un zorro. Comienza, como un túnel, la serie de puertas torî, perpendiculares al viento que sopla de costado. Los hombres hacen un alto y rodean a Shuzai.

—El templo está cuatrocientos pasos más arriba…

—Yunrei-san. —Shuzai se dirige a Uzaemon—. Tú nos esperas aquí. Recuerda al sabio: «Se paga a un ejército durante mil días para usarlo sólo uno». Ese día es ahora. Apártate del sendero, pero mantente en calor. Has llegado más lejos que la mayoría de los «clientes», así que no es ningún deshonor esperar aquí. En cuanto completemos nuestra tarea en el monasterio mandaré que vengan a buscarte, pero hasta entonces no te acerques al templo. No te preocupes. Nosotros somos guerreros y ellos son un puñado de monjes.

Uzaemon asciende un corto trecho entre hielo pedregoso y montones de agujas de pino hasta llegar a una hondonada resguardada de lo peor del viento: el intérprete se agacha y se levanta repetidas veces hasta que le duelen los tendones de las rodillas, pero el torso y las piernas le entran en calor. El cielo nocturno es un manuscrito indescifrable. Uzaemon recuerda que la última vez que observó las estrellas fue con De Zoet, en la atalaya de Deshima, el verano pasado, cuando el mundo era más simple. Trata de imaginar una secuencia de imágenes titulada La incruenta liberación de Aibagawa Orito: he aquí a Shuzai y tres samuráis escalando el muro; aquí, tres monjes en la garita, sorprendidos y sumisos; y aquí viene el monje superior, atravesando a paso ligero el antiquísimo patio mientras murmura: «El señor Enomoto se va a llevar un disgusto pero ¿qué otra cosa podemos hacer?». Despiertan a Orito y la ordenan que se vista para un viaje. La joven se anuda el pañuelo alrededor de su hermoso rostro quemado. La última imagen refleja la expresión de su cara al reconocer a su rescatador. Uzaemon tirita y empieza a hacer algunos ejercicios de esgrima, pero tiene demasiado frío para concentrarse, por lo que se pone a pensar en un nombre para su nueva vida. Sin querer, Shuzai ya le ha escogido un nombre de pila —Yunrei, el peregrino—, pero ¿y el apellido? Quizá lo hable con Orito: a lo mejor podría adoptar el suyo, Aibagawa. Estoy provocando, se advierte a sí mismo, que la Suerte me arranque el botín de las manos. Se frota las palmas, roídas por el frío, y se pregunta cuánto tiempo habrá transcurrido desde que Shuzai lanzó el ataque, pero no tiene ni la menor idea. ¿Un octavo de hora? ¿Un cuarto? La campana del templo no ha vuelto a sonar desde que cruzaron el puente de Todoroki, pero los monjes no tienen motivos para marcar las horas nocturnas. ¿Cuánto debería esperar antes de sacar la conclusión de que la misión ha fracasado? ¿Y entonces? Si los samuráis de Shuzai caen derrotados por la fuerza, ¿qué posibilidades puede tener un intérprete de tercer grado?

Los pensamientos fúnebres reptan entre los pinos en dirección a Uzaemon.

Desearía que la mente humana fuese un pergamino que se pudiese enrollar…

—Yunrei-san, tenemos a la…

Uzaemon se asusta tanto al oír hablar al árbol que se cae de espaldas.

—¿Te hemos asustado?

La sombra de un peñasco se transforma en el mercenario Tanuki.

—Un poco, sí.

Uzaemon recobra el aliento.

—Tenemos a la mujer —Kenka aparece de detrás del árbol—, sana y salva.

—Muy bien —dice Uzaemon—. Muy, muy bien.

Una mano encallecida encuentra a Uzaemon y lo pone en pie.

—¿Ha habido algún herido? —pregunta Uzaemon, que en realidad quería decir: «¿En qué estado se encuentra Orito?».

—Ni uno —contesta Tanuki—. El maestro Genmu es un hombre pacífico.

—Lo que significa —añade Kenka— que no quiere ver su templo contaminado de sangre por culpa de una monja. Pero también es un viejo zorro, y Deguchi-san quiere que vengas y verifiques que el hombre pacífico no está endilgándonos un señuelo para que nos marchemos y puedan cerrar el portón con barricadas.

—Hay dos monjas con el rostro quemado. —Tanuki descorcha un frasquito y bebe un trago—. He entrado en la Casa de las Hermanas. ¡Qué extraño harén ha reunido Enomoto! Toma, bebe de esto: te protegerá del frío y te dará fuerzas. Esperar es peor que hacer.

—No tengo frío —dice Uzaemon tiritando—. No me hace falta.

—Tienes tres días para poner cien millas entre tú y el feudo de Kyôga, preferiblemente en Honshu. No cubrirás esa distancia con los pulmones congelados. ¡Bebe!

Uzaemon acepta la brusca gentileza del mercenario. El licor le abrasa la garganta.

—Gracias.

Los tres vuelven al túnel de puertas torî.

—Suponiendo que hayáis visto a la verdadera Aibagawa-san, ¿en qué estado se encuentra?

La pausa es lo bastante larga como para que Uzaemon se tema lo peor.

—Demacrada —responde Tanuki—, pero bastante bien, diría yo. Tranquila.

—Tiene la mente despierta —añade Kenka—. No nos ha preguntado quiénes éramos: sabía que sus carceleros habrían podido oírlo. Entiendo perfectamente que un hombre esté dispuesto a invertir todo este tiempo y dinero en una mujer así.

Llegan al sendero e inician la subida final a través de las puertas.

Uzaemon percibe una extraña elasticidad en las piernas. Nervios, piensa, es natural.

Pero enseguida el sendero empieza a ondularse como una lenta marejada.

Los dos últimos días han sido agotadores, piensa, recobrando el resuello. Ya ha pasado lo peor.

Una vez franqueadas las puertas, el terreno se allana. El templo del monte Shiranui descolla en lo alto.

Los tejados se apiñan tras los elevados muros. Por una rendija del portón se escapa una luz mortecina.

Uzaemon oye el clavicémbalo del doctor Marinas. Y piensa: imposible.

Su mejilla oprime el musgo cubierto de escarcha, blando como el pecho de una mujer.

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Empieza a recobrar la conciencia por las aletas de la nariz, y después se le extiende por la cabeza, pero no consigue mover el cuerpo. Un cúmulo de preguntas y afirmaciones le imponen su presencia como una Marabunta de familiares agolpados en torno al lecho de un enfermo. «Y has vuelto a desmayarte», dice una voz. «Estás en el interior del templo del monte Shiranui», dice otra, y al instante rompen a hablar todas a la vez: «¿Te han drogado?»; «Estás sentado en un suelo gélido de tierra batida»; «Sí, te han drogado: ¿el brebaje de Tanuki?»; «Tienes las manos atadas detrás de una columna, y los tobillos también los tienes amarrados»; «¿Algunos de los mercenarios han traicionado a Shuzai?».

—Ahora puede oírnos, abad —dice una voz desconocida.

La boca de una botella de cristal roza la nariz de Uzaemon.

—Gracias, Suzaku —contesta una voz que le resulta conocida pero que no consigue identificar.

El olor a arroz, sake y verduras encurtidas invita a pensar en un almacén.

Las cartas de Orito. Siente un vacío a la altura del estómago. No están.

Las avispas del dolor le entran y salen por la base del cerebro.

—Abre los ojos, Ogawa el Joven —dice Enomoto—. No somos niños.

Uzaemon obedece y de la penumbra iluminada por el farol surge el rostro del señor de Kyôga.

—Como académico —dice el rostro—, eres digno de estima. Como ladrón, eres risible.

Tres o cuatro formas humanas observan desde los rincones del almacén.

—No he venido —dice Uzaemon a su captor— a robar nada de su propiedad.

—¿Por qué me obligas a decir lo obvio? El templo del monte Shiranui es al feudo de Kyôga lo que un órgano es al cuerpo. Las hermanas pertenecen a ese órgano.

—La madre no tenía derecho a venderla ni usted a comprarla.

—La hermana Aibagawa está feliz de servir a la Diosa. No tiene el menor deseo de marcharse.

—Que me lo diga en persona.

—No. Ciertos hábitos mentales de su vida anterior han tenido que ser… —Enomoto finge buscar el verbo exacto—… cauterizados. Las heridas ya han cicatrizado, pero muy negligente tendría que ser este abad para permitir que su alocado galán de antaño se las hurgase.

Los demás, piensa Uzaemon. ¿Qué ha pasado con Shuzai y los demás?

—Shuzai está vivo, en perfecto estado —dice Enomoto— y tomando sopa en la cocina con mis otros diez hombres. Tu plan les ha causado algunas molestias a todos.

Uzaemon se niega a creerle. Conozco a Shuzai desde hace diez años.

—Es un amigo fiel —dice Enomoto tratando de no sonreír—, pero no a ti.

Mentira, insiste Uzaemon, mentira. Una ganzúa para abrir el cerrojo de mi mente…

—¿Por qué habría de mentirte? —Enomoto se sienta mucho más cerca, desatando una catarata de seda de color azul noche—. No, la moraleja del cuento de Ogawa Uzaemon tiene que ver con la insatisfacción. Adoptado por una familia de rancio abolengo, ascendió a base de talento hasta un rango elevado, ganándose el respeto de la academia Shirandô, un salario fijo, una bella esposa y envidiables oportunidades de negocio con los holandeses. ¿Quién podría pedir más? ¡Ogawa Uzaemon! El hombre contrajo esa enfermedad que la gente llama «amor verdadero». Y de eso ha terminado muriendo.

Las formas humanas de los rincones de la estancia comienzan a moverse.

No voy a suplicar misericordia, admite Uzaemon, pero quiero enterarme de cómo y por qué.

—¿Cuánto le has pagado a Shuzai para que me traicione?

—¡Por favor! Gozar del favor del señor de Kyôga vale más que la recompensa de un cazador.

—Hay un joven, un centinela, que ha muerto en la Puerta Mediana…

—Un espía a sueldo del señor de Saga: tu aventura nos ha brindado una grata ocasión de matarlo.

—¿Por qué tomarse la molestia de traerme hasta la cima del monte Shiranui?

—Los asesinatos en Nagasaki pueden suscitar preguntas incómodas, y, además, la oportunidad de hacerte morir tan cerca de tu amada, ¡a escasas alcobas de distancia!, resultaba irresistiblemente poética.

—Déjame verla —las avispas zumban en el cerebro de Uzaemon— o te mataré desde el más allá.

—¡Qué gratificante: una maldición mortal de boca de un académico del Shirandô! Por desgracia, tengo pruebas suficientes para convencer a un Descartes, e incluso a un Marinus, de que las maldiciones mortales no surten efecto. En el transcurso de los siglos, centenares de hombres, mujeres y hasta niños han jurado que me arrastrarían al infierno. Y, sin embargo, aquí me tienes, caminando por la hermosa faz de la tierra.

Quiere saborear mi miedo.

—O sea que cree en el demencial credo de su Orden.

—Ah, sí. Hemos encontrado en tu poder unas cartas muy agradables, pero no cierto tubo de pergaminos. No voy a fingir que puedes salvarte: tu sentencia de muerte quedó dictada en el preciso instante en que la herbolaria llamó a vuestra puerta. Pero puedes salvar la residencia de los Ogawa del ruinoso incendio que la reducirá a cenizas en el sexto mes de este año. ¿Qué me dices?

—Hoy mismo —miente Uzaemon— se le han entregado dos cartas a Ogawa Mimasaku. Una me elimina del registro familiar de los Ogawa. La otra me divorcia de mi esposa. ¿Por qué destruir una casa con la que ya no guardo ningún vínculo?

—Por pura maldad. Dame el pergamino o morirás sabiendo que ellos también morirán.

—Dime por qué raptaste a la hija del doctor Aibagawa.

Enomoto decide darle el capricho.

—Tenía miedo a perderla. Gracias a los buenos oficios de tu colega Kobayashi cayó en mi poder una hoja del cuaderno de un holandés. Mira. La he traído.

Enomoto desdobla una hoja de papel europeo y la sostiene en alto.

Recuerda esta imagen, ordena Uzaemon a su memoria. Muéstramela cuando llegue el fin.

—El retrato de De Zoet la muestra atractiva. —Enomoto vuelve a plegar la hoja—. Lo bastante atractiva como para hacer temer a la viuda de Aibagawa Seian que un holandés le había echado el ojo al activo más valioso de la familia. El diccionario que tu sirviente le entregó de tapadillo a Orito resultó decisivo. Mi alguacil convenció a la viuda de que se saltase el protocolo fúnebre y zanjase el futuro de su hijastra sin más dilación.

—¿Le hablaste a esa desgraciada de vuestras prácticas demenciales?

—Tú sabes de los credos lo que un gusano sabe de Copérnico.

—Mantienes un serrallo de seres deformes para solaz de tus monjes…

—¿Te das cuenta de que pareces un niño que intenta retrasar el momento de irse a la cama?

—¿Por qué no pronuncias una conferencia en la academia —pregunta Uzaemon— sobre…?

—¿Qué os hace pensar, insectos mortales, que vuestra incredulidad tiene importancia?

—¿… sobre cómo asesináis a vuestros «Dones cosechados» para «destilar sus almas»?

—Esta es tú última oportunidad de salvar a la casa Ogawa de…

—¿Y después los embotelláis, como si fuesen perfume, y los «ingerís», como una medicina, para burlar a la muerte? ¿Por qué no compartir tus mágicas revelaciones con el mundo? —Uzaemon mira con los ojos entornados a las figuras que rebullen en las sombras—. Ya te digo yo por qué: porque aún conservas un átomo de sentido común, un Yiritsu en tu fuero interno que te dice: «Esto es el mal».

—Oh, el mal. El mal, el mal, el mal. No hacéis más que esgrimir esa palabra como si fuese una espada y no un concepto vacuo. Cuando sorbes la yema de un huevo, ¿eso también es el mal? La supervivencia es una ley natural y mi Orden posee —o mejor dicho: constituye— el secreto para sobrevivir a la mortalidad. Los recién nacidos son un trámite engorroso pero indispensable —después de las dos primeras semanas de vida, el alma se enquista y ya no hay quien la extraiga—, y una Orden de cincuenta miembros requiere un suministro continuo para consumo propio y para comprar el favor de una pequeña elite. Tu querido Adam Smith lo entendería. Sin la Orden, además, los Dones ni existirían. Son un ingrediente que nosotros manufacturamos. ¿Dónde ves tú el «mal»?

—Una locura es una locura, señor abad Enomoto, por mucha elocuencia con que se exponga.

—Tengo más de seiscientos años. Tú morirás dentro de unos minutos…

Se cree los dogmas de la Orden, constata Uzaemon. Se los cree hasta la última palabra.

—… así pues, ¿qué es más fuerte al final? ¿Tu «razón» o mi «locura elocuente»?

—Suélteme —dice Uzaemon—, libere a la señorita Aibagawa, y le diré dónde está el per…

—No, no, no hay trato que valga. Nadie ajeno a la Orden puede estar al tanto de los credos y seguir con vida. Debes morir, como Yiritsu, y esa vieja herbolaria laboriosa…

Uzaemon gime de lástima.

—Era inofensiva.

—Trató de perjudicar a mi Orden y nos defendimos. Pero quiero que mires esto, un artefacto que el Destino, disfrazado del holandés Vorstenbosch, me vendió. —Enomoto exhibe, a escasos centímetros del rostro de Uzaemon, una pistola de factura extranjera—. Cachas con incrustaciones de perla, y una factura tan exquisita que pone en entredicho la máxima confucionista de que los europeos carecen de alma. Ha estado esperando desde que Shuzai me puso al corriente de tus heroicos planes. Mira (mira, Ogawa, que esto te incumbe) cómo se levanta el «percutor» con el seguro echado y se carga el arma por la «boca»: primero, la pólvora, y después, una «pelota» de plomo envuelta en papel. A continuación se «ataca» con esta «baqueta» que va guardada bajo el cañón…

Es ahora, el corazón le martillea como un puño ensangrentado, es ahora, es ahora…

—… se ceba la «cazoleta», esto de aquí, con un poco más de pólvora, se cierra la tapa y ya tenemos la pistola lista para disparar. Todo en medio minuto holandés. Sí, ya sé que un maestro arquero es capaz de armar el arco en un abrir y cerrar de ojos, pero las pistolas se fabrican más rápido que los maestros arqueros. El hijo de un basurero podría empuñar una de estas y abatir a un samurái a caballo. Dentro de poco —tú no lo verás, pero yo sí—, estas armas de fuego lo transformarán todo, inclusive nuestro hermético mundo. Cuando uno aprieta el gatillo, un pedernal golpea este «serpentín» en el preciso instante en que se abre la cazoleta. La chispa inflama el «cebo» y la llama, a través de este «oído», penetra en la recámara. La pólvora se enciende, como un cañón en miniatura, y la pelota de plomo te perfora el…

Enomoto aprieta la boca de la pistola contra el corazón desbocado de Uzaemon.

Uzaemon es consciente de la orina que le calienta los muslos pero tiene demasiado miedo como para avergonzarse.

—… o quizá…

La boca de la pistola le planta un beso en la sien a Uzaemon.

—El miedo cerval —un murmullo se introduce en el oído de Uzaemon— te ha medio disuelto la mente, así que voy a comunicarte un pensamiento. Una música, por así decirlo, con la que morir. Los acólitos de la Orden del monte Shiranui se inician en los Doce Credos pero desconocen el Décimo Tercero hasta que se convierten en maestros; esta mañana has conocido a uno, el patrón de la posada de Harubayashi. El Decimotercer Credo es un cabo suelto. Si nuestras hermanas (y gobernantas, de hecho) descendiesen al Mundo Inferior y descubriesen que ninguno de sus Dones, sus hijos, está vivo ni lo conoce nadie, podrían suscitarse preguntas. Para evitar tan desagradable contingencia, Suzaku les administra un suave fármaco durante el rito de partida. Este fármaco garantiza una muerte sin sueños, mucho antes de que el palanquín llegue al pie de la garganta de Mekura. Acto seguido se las entierra en ese bosquecillo de bambú al que fuiste a parar esta mañana. He aquí, pues, tu último pensamiento: el pueril fracaso de tu intentona de rescate no sólo condena a Aibagawa Orito a veinte años de servidumbre, sino que tu ineptitud, literalmente, la ha matado.

La pistola se apoya en la frente de Ogawa Uzaemon.

El intérprete invierte el último instante de su vida en una súplica. Véngame.

Un clic, un resorte, un gemido ahogado, de momento nada pero…

Ahora Ahora Ahora Ahora ahora ahora ahora ahora ahorahorahora…

Un trueno revienta la grieta por la que el sol irrumpe en tromba.