XXV

Aposentos del señor abad en el templo del monte Shiranui

Vigésima segunda noche del primer mes

Las llamas oscilantes son silenciosas ipomeas azules. Enomoto está sentado detrás de un fogón de escasa altura, al final de una habitación estrecha. El techo es abovedado y no se distingue bien. Sabe que Orito está allí pero aún no levanta la vista. Cerca de él hay dos jóvenes acólitos con los ojos clavados en un tablero de go: de no ser por las venas que les laten en el cuello, podrían pasar por dos estatuas de bronce.

—Pareces una asesina al acecho… —La voz fibrosa de Enomoto llega a sus oídos—. Acércate, hermana Aibagawa.

Los pies de Orito obedecen. La comadrona se sienta delante de la acuosa lumbre, frente al señor de Kyôga. El abad está examinando la factura de lo que podría ser la empuñadura de una espada sin hoja. Iluminado por la extraña luz del fuego, Enomoto parece diez años más joven de como ella lo recordaba.

Si fuese una asesina, piensa, ya estarías muerto.

—¿Qué les ocurriría a tus hermanas sin mi protección y sin la casa?

Es capaz de leer las caras, piensa Orito, no las mentes.

—La Casa de las Hermanas es una cárcel.

—Tus hermanas morirían miserable y prematuramente en burdeles y barracas de feria.

—¿Y eso justifica tenerlas aquí encerradas para servir de juguetes a los monjes?

Clic: un acólito ha colocado una pieza negra en el tablero.

—El doctor Aibagawa, tu honorable padre, respetaba los hechos, no las opiniones distorsionadas.

Orito se da cuenta de que la empuñadura que Enomoto tiene en la mano es la culata de una pistola.

—Las hermanas no son «juguetes». Dedican veinte años de su vida a la Diosa, y tras su Descenso reciben una manutención. Muchas órdenes espirituales estipulan pactos similares con sus adeptos, pero exigen un servicio de por vida.

—¿Qué «orden espiritual» cosecha los recién nacidos de las monjas como hace su secta privada?

La oscuridad se desenrosca y resbala alrededor del campo visual de Orito.

—La fertilidad del Mundo Inferior viene alimentada por un río. Shiranui es el manantial.

Orito criba el tono y las palabras de su interlocutor en busca de cinismo pero sólo encuentra fe.

—¿Cómo puede un académico, un traductor de Isaac Newton, hablar como un campesino supersticioso?

—Las Luces pueden cegarnos, Orito. Por muchos métodos empíricos que apliques al tiempo, a la gravedad o a la vida, su génesis y sus fines son, en última instancia, incognoscibles. No es la superstición sino la Razón la que llega a la conclusión de que el ámbito del conocimiento es finito y el cerebro y el alma son entidades diferentes.

Clic: un acólito ha colocado una pieza blanca en el tablero.

—No recuerdo que les participase esas ideas a sus colegas académicos del Shirandô.

—Somos una orden espiritual reducida. El Camino de Shiranui está tan lejos del Camino del Estudio como del Camino del Vulgo.

—Qué palabras tan nobles para una verdad tan sórdida. Estabuláis a mujeres durante veinte años, las embarazáis, les arrancáis los hijos de su seno… ¡y falsificáis las cartas que los hijos muertos escriben a sus madres mientras se hacen mayores!

—Las cartas sólo se escriben para tres Dones tristemente fallecidos: tres de treinta y seis, o de treinta y ocho, contando los mellizos de la hermana Yayoi. Todas las demás son auténticas. La abadesa Izu considera que esa ficción es más llevadera para las hermanas, y la experiencia le da la razón.

—¿Le dan las gracias las hermanas por ese miramiento cuando descubren que el hijo o hija con el que deseaban reunirse tras el Descenso lleva dieciocho años muerto?

—Esa desgracia nunca ha tenido lugar bajo mi abadiato.

—La hermana Hatsune tiene intención de reencontrarse con su difunta hija Noriko.

—Faltan dos años para su Descenso. Si para entonces no ha cambiado de idea, yo se lo explicaré.

La campana de Amanohashira da la hora del perro.

—Me apena —Enomoto se acerca al fuego— que nos veas como carceleros. Tal vez sea consecuencia de tu relativa categoría. Un nacimiento cada dos años es una imposición más leve que la que deben sobrellevar casi todas las esposas del Mundo Inferior. A la mayoría de tus hermanas los maestros las hacen pasar de la servidumbre a una Tierra Pura sobre la Tierra.

—El templo del monte Shiranui está muy lejos de lo que yo entiendo por la Tierra Pura.

—La hija de Aibagawa Seian es una mujer rara y un caso especial.

—Prefiero no oír de sus labios el nombre de mi padre.

—Aibagawa Seian era mi amigo leal antes de ser tu padre.

—¿Y recompensa su amistad secuestrando a su huérfana?

—Te he traído a casa, hermana Aibagawa.

—Yo ya tenía una casa en Nagasaki.

—Pero Shiranui era tu hogar antes incluso de que oyeses su nombre. Lo supe en cuanto me enteré de tu vocación de comadrona. Cuando te veía en el Shirandô. Hace años, al reconocer la marca de la Diosa en tu rostro, me…

—La cara me la quemé con una cazuela de aceite hirviendo. ¡Fue un accidente!

Enomoto sonríe como un hombre rebosante de amor paterno.

—La Diosa te llamó. Te reveló su verdadera esencia, ¿no es así?

Orito no ha hablado con nadie, ni siquiera con Yayoi, de la gruta esférica ni de la extraña giganta que vio en su interior.

Clic: un acólito coloca una pieza negra en el tablero.

Al entrar en el túnel, le asegura la Lógica, había un precinto secreto en la puerta.

En lo alto se oye un batir de alas, pero al mirar hacia arriba Orito no ve nada.

—Cuando te fugaste —está diciendo Enomoto— la Diosa te llamó para que volvieses…

El día en que me crea esta locura, piensa Orito, sí que seré una prisionera de Shiranui.

—… y tu alma obedeció, porque tu alma sabe lo que tu mente está demasiado cultivada para entender.

—Volví porque, de lo contrario, Yayoi habría muerto.

—Fuiste un instrumento de la compasión de la Diosa. Se te recompensará.

El miedo a la Donación habla por ella.

—No… no puedo dejar que me hagan lo que hacen a las demás. No puedo.

Orito se avergüenza de lo que ha dicho, y se avergüenza de su vergüenza. Líbrame de lo que soportan las demás, significan sus palabras, y empieza a temblar. ¡Rabia!, se apremia a sí misma, ¡enfádate!

Clic: un acólito ha colocado una pieza blanca en el tablero.

La voz de Enomoto es una caricia.

—Todos nosotros, en especial la Diosa, sabemos lo que has sacrificado para estar aquí. Mírame con tus ojos sabios, Orito. Queremos hacerte una propuesta. No hay duda de que la hija de un médico como tú se ha percatado de la mala salud de la provisora Satsuki. Se trata, por desgracia, de un cáncer de útero. La mujer ha pedido morir en su isla natal. Mis hombres la llevarán allí dentro de unos días. Su puesto de provisora es tuyo, si así lo deseas. Ya sabes que la Diosa bendice la Casa con un Don cada cinco o seis semanas: pasarías tus veinte años en el templo trabajando de comadrona, ayudando a tus hermanas y profundizando en tus conocimientos. Te aseguro que un bien tan precioso para mi templo nunca recibirá una Donación. Además, buscaré los libros —cualquier libro— que desees para que puedas seguir los pasos académicos de tu padre. Tras tu Descenso, te compraré una casa en Nagasaki, o en cualquier otro lugar, y te pagaré un estipendio de por vida.

Durante cuatro meses, Orito cae en la cuenta, la Casa de las Hermanas me ha aporreado con el miedo…

—Más que hermana del templo de Shiranui serías hermana de la vida.

… para que ahora esta propuesta no parezca una cadena ni una soga, sino una cuerda lanzada a una mujer que se ahoga.

Cuatro golpes en la puerta reverberan en toda la sala.

Enomoto dirige la mirada hacia el fondo, por detrás de Orito, y asiente con la cabeza.

—Ah, un amigo al que esperaba desde hace tiempo ha llegado para restituir un objeto robado. Debo acudir a ofrecerle una muestra de gratitud. —La seda de color azul noche fluye hacia arriba cuando el abad se pone en pie—. Mientras tanto, hermana, piénsate nuestra propuesta.