Aposentos de Ogawa Mimasaku en la residencia Ogawa de Nagasaki
Amanecer del vigesimoprimer día del primer mes
Uzaemon se arrodilla junto al lecho de su padre.
—Hoy se te ve un poco más… lozano, Padre.
—Guárdate esas lisonjas para las mujeres: son mentirosas por naturaleza.
—En serio, Padre, cuando he entrado, el color de tu rostro…
—Mi rostro tiene menos color que el esqueleto del hospital holandés.
Saiyi, el escuálido sirviente de su padre, se esmera en reavivar la lumbre.
—Así que te vas de peregrinación a Kashima para rezar por tu enfermo padre, en pleno invierno, solo y sin sirviente, si es que se puede llamar «servir» a lo que hacen estas acémilas que nos chupan la sangre. Qué impresionada se va a quedar toda Nagasaki con tu devoción.
Qué escandalizada se va a quedar toda Nagasaki, piensa Uzaemon, como se descubra la verdad.
Alguien está restregando las piedras del vestíbulo con un cepillo de cerdas duras.
—No son elogios lo que busco con esta peregrinación, Padre.
—Los verdaderos sabios, me informaste en cierta ocasión, desdeñan la «magia y las supersticiones».
—Últimamente, Padre, prefiero tener una mente más abierta.
—¿Ah, sí? O sea, que ahora voy a ser… —Una tos escabrosa interrumpe a su padre, y Uzaemon piensa en un pez que se ahoga encima de un tablón del muelle. Se pregunta si no debería ayudarlo a incorporarse, pero eso entrañaría tocarlo, algo que no les está consentido a un padre y a un hijo de su clase social. El fiel Saiyi se acerca para brindar su asistencia, pero el ataque de tos remite y Ogawa el Viejo despacha al sirviente de un manotazo al aire—. ¿Ahora voy a ser uno de tus «experimentos empíricos»? ¿Tienes intención de pronunciar una conferencia en la academia sobre la eficacia de la terapia de Kashima?
—Cuando el intérprete Nishi el Viejo cayó enfermo, su hijo hizo una peregrinación a Kashima y ayunó tres días: a su regreso, su padre no sólo se había restablecido milagrosamente, sino que fue a pie hasta Magome para recibirlo.
—Y después, en el banquete celebrado en su honor, se ahogó con una espina de pescado.
—Te ruego que pongas mucha atención al comer pescado a lo largo de este año.
En el brasero, los juncos de las llamas se hinchan y crepitan.
—No ofrezcas a los dioses años de tu vida sólo para conservar la mía…
Uzaemon se pregunta: ¿Áspera ternura, quizás?
—Ya será menos, Padre.
—Salvo, eso sí, que el sacerdote te jure que recobraría todo mi vigor. Las costillas no deberían ser los barrotes de una cárcel. Prefiero estar con mis antepasados e Hisanobu en la Tierra Pura que seguir atrapado aquí con los aduladores, las mujeres y los idiotas. —Ogawa Mimasaku mira la hornacina butdusan donde se conmemora a su hijo natural con una tablilla funeral y una rama de pino—. Para los que tienen mentalidad comercial, y pese a lo mal que está el comercio holandés, Deshima es una máquina de hacer dinero. Pero para los deslumbrados por la —Mimasaku utiliza la palabra holandesa que significa «Ilustración»— las oportunidades pasan de largo. No: será el clan Iwase el que domine la Corporación. Ya tienen cinco nietos dentro.
Gracias, piensa Uzaemon, por ayudarme a darte la espalda.
—Lo siento, Padre, si te he defraudado.
El anciano cierra los ojos.
—Con qué alegría hace añicos la vida los planes que con tanto esmero diseñamos.
—Es la peor época del año, marido. —Okinu se arrodilla al borde del pasillo elevado—. Con la nieve y los desprendimientos y los truenos y el hielo…
—La primavera —Uzaemon se sienta para vendarse los pies— será demasiado tarde para mi padre, esposa.
—Los bandidos tienen más hambre en invierno, y el hambre los vuelve más osados.
—Estaré en la carretera principal de Saga. Tengo mi espada y Kashima está a sólo dos días de camino. No es Hokurikurô, ni Kii, ni ningún lugar salvaje y anárquico por el estilo.
Okinu mira a su alrededor como una cierva alarmada. Uzaemon no recuerda la última vez que vio sonreír a su esposa. Mereces un hombre mejor, piensa, y desearía poder decírtelo. El intérprete se aferra a su paquete de tela encerada; contiene dos bolsas de dinero, algunas letras de cambio y las dieciséis cartas de amor que Aibagawa Orito le envío durante su cortejo.
Okinu susurra:
—Cuando no estás, tu madre me trata fatal.
Uzaemon rezonga.
Soy su hijo y tu marido, no un mediador.
Utako, la doncella y espía de su madre, se acerca con un paraguas en la mano.
—Prométeme —Okinu trata de enmascarar lo que de veras le preocupa— que no cruzarás la bahía de Omura si hace mal tiempo.
Utako les hace una reverencia y continúa hacia el patio delantero.
—Entonces, ¿volverás —pregunta Okinu— dentro de cinco días?
Pobre, pobre criatura, piensa Uzaemon, soy su único aliado.
—¿Seis días? —Okinu porfía en una respuesta—, ¿siete como máximo?
Si pudiese poner fin a tu infelicidad, piensa, divorciándome de ti, lo haría ahora mismo…
—Por favor, esposo, no más de ocho días. Ella es tan… tan…
… pero atraería una atención indeseada sobre los Ogawa.
—No sé cuánto tiempo van a llevarme los sutras que rezaré por mi padre.
—¿Me traerías de Kashima un amuleto para las esposas que quieren…?
—«Mmm». —Uzaemon termina de vendarse los pies—. Adiós, Okinu.
Si el sentimiento de culpa fuese monedas de cobre, piensa, podría comprarme Deshima.
Mientras cruza el pequeño patio saqueado por el invierno, Uzaemon escruta el cielo: es uno de esos días lluviosos sin lluvia. Más adelante, esperándolo junto a la verja, se encuentra su madre bajo el paraguas que sostiene Utako.
—Yohei todavía está a tiempo de prepararse y unirse a ti.
—Como ya te he dicho, Madre —dice Uzaemon—, esta peregrinación no es un viaje de placer.
—La gente va a pensar que los Ogawa no podemos permitirnos sirvientes.
—Ya te encargarás tú, no me cabe la menor duda, de explicarle a todo el mundo por qué el cabezota de tu hijo ha emprendido esta peregrinación a solas.
—¿Quién, exactamente, se ocupará de lavarte los calzones y calcetines?
Me espera un asalto al bastión de montaña de Enomoto, piensa Uzaemon, y yo aquí, hablando de «calzones y calcetines»…
—Dentro de ocho o nueve días no te hará tanta gracia el asunto.
—Pernoctaré en posadas o en los dormitorios de los templos, no en acequias.
—Un Ogawa no debe hablar jamás, ni en broma, de vivir como un vagabundo.
—¿Por qué no vuelves dentro, Madre? Vas a pescar un resfriado horrible.
—Porque el deber de una mujer bien criada es despedir a sus hijos o a su marido desde la puerta de la calle, por muy a gusto que se esté dentro de casa. —La madre de Ogawa mira con furia al edificio principal de la residencia—. A saber por qué estaba gimoteando esa cabeza de chorlito de nuera que tengo.
Utako, la doncella, clava la mirada en las gotitas de las camelias.
—Okinu estaba deseándome buen viaje, igual que tú.
—Bien, es evidente que en Shimonosekei hacen las cosas de otra manera.
—Está lejos de su casa, y ha sido un año difícil para ella.
—Yo me casé lejísimos de mi casa, y si lo que insinúas es que yo he sido una de esas «dificultades», ¡te aseguro que la chica lo ha tenido muy fácil! Mi suegra sí que era una bruja del infierno, del mismísimo infierno, ¿verdad, Utako?
Utako medio asiente, medio se inclina y medio susurra:
—Sí, señora.
—Nadie ha dicho que seas una «dificultad».
Uzaemon pone la mano sobre el pestillo.
—Okinu —su madre pone la mano sobre el pestillo— es una decepción…
—Madre, hazlo por mí, sé amable con ella, como…
—… una decepción para todos nosotros. Nunca me gustó esa chica, ¿a que no, Utako?
Utako medio asiente, medio se inclina y medio susurra:
—No, señora.
—Pero tú y tu padre estabais tan empeñados en ella que a ver cómo iba yo a expresar mis dudas.
Esta reescritura de la historia, piensa Uzaemon, es pasmosa incluso viniendo de ti.
—Pero una peregrinación —añade la madre— es una magnífica ocasión para reflexionar sobre los errores que uno comete.
Un gato color gris luna que camina junto al muro capta la atención de Uzaemon.
—El matrimonio, verás, es una transacción… ¿Te pasa algo?
El gato se esfuma en la niebla como si nunca hubiese existido.
—Estabas diciendo, Madre, que el matrimonio es una transacción.
—Una transacción, sí; y si uno le compra un artículo a un mercader, y se encuentra con que el artículo es defectuoso, el mercader tiene la obligación de disculparse, reembolsar el importe y rezar para que el asunto no pase a mayores. Yo le he dado tres niños y dos niñas a la familia Ogawa, y aunque todos menos la querida Hisanobu muriesen en la infancia, nadie puede acusarme de ser un artículo defectuoso. No culpo a Okinu por ser débil de útero (otras lo harían, mas yo soy una persona justa), pero los hechos son los hechos: nos han vendido una mercancía en mal estado. ¿Quién podría reprocharnos que la devolviésemos? Muchos (los antepasados del clan Ogawa) nos reprocharán que no la mandemos a su casa.
Uzaemon se aleja del rostro agigantado de su madre.
Un milano desciende en picado entre la llovizna. Uzaemon oye las plumas.
—Muchas mujeres tienen más de dos abortos.
—«Insensato es el granjero que malgasta la buena semilla en suelo yermo». Uzaemon levanta el pestillo, con la mano de la madre aún encima, y abre la verja.
—Todo esto te lo digo —sonríe la mujer— no por maldad, sino por obligación…
Ya estamos otra vez, piensa Uzaemon, con la historia de mi adopción.
—… como cuando le aconsejé a tu padre que te adoptara a ti como heredero, en lugar de a un discípulo más rico o más noble. Por eso siento una responsabilidad especial en relación con este asunto, para garantizar la continuidad de la estirpe de los Ogawa.
Las gotas de lluvia descubren el cogote de Uzaemon y le bajan entre los omóplatos.
—Adiós.
• • •
Media vida antes, con trece años de edad, Uzaemon hizo un viaje de dos semanas, desde Shikoku a Nagasaki, con su primer maestro, Kanamaru Motoyi, el principal especialista en estudios holandeses de la corte del señor de Tosa. Dos años después, ya adoptado por Ogawa Mimasaku, Uzaemon acompañó a su nuevo padre a visitar a estudiosos en lugares tan lejanos como Kumamoto, pero desde que hace cuatro años lo nombraran intérprete de tercera categoría, apenas si ha salido de Nagasaki. Los viajes de su infancia siempre se prometían venturosos, pero esta mañana, el intérprete —si «intérprete», piensa Uzaemon, es lo que sigo siendo— se ve asediado por sentimientos más sombríos. Unos gansos huyen entre graznidos de su deslenguado dueño; un mendigo con tiritona defeca a la vera del rumoroso río; y el humo y la bruma ocultan a un asesino o espía debajo de cada sombrero abovedado y detrás de cada celosía de palanquín. La carretera está lo bastante transitada como para esconder a los soplones, se lamenta Uzaemon, pero no lo bastante como para esconderme a mí. Cruza los puentes del río Nakashima, cuyos nombres recita para conciliar el sueño en las noches de insomnio: el altanero puente Tokiwabashi; el Fukurobashi, junto a los almacenes de los pañeros; el Meganebashi, cuya doble arcada reflejada en el agua semeja unas antiparras; el Uoichibashi, estrecho de caderas; el pragmático Higashinshinbashi; el Imoharabashi, río arriba, pasado el patíbulo; el Furumachibashi, tan viejo y de aspecto tan frágil como su nombre; el tambaleante Amigasabashi; y por último, el más alto: el Oidebashi. Uzaemon se detiene junto a unas escaleras que desaparecen en la niebla, y recuerda el día de primavera en que llegó por primera vez a Nagasaki.
Una voz tan pequeña como la de un ratón dice:
—Disculpe, o-yunrei-sama…
Uzaemon tarda unos instantes en darse cuenta de que el tal «peregrino» es él. Se da la vuelta…
… y un gorrión de niño, con un tajo en lugar de un ojo, le tiende las manos ahuecadas.
Una voz interior pone en guardia a Uzaemon: Está mendigando unas monedas, y el peregrino sigue adelante.
Y tú, lo reprende otra voz, estás mendigando buena suerte.
Así que se gira y vuelve sobre sus pasos, pero el niño del tajo en el ojo ya ha desaparecido.
Soy el traductor de Adam Smith, se dice. No creo en los malos presagios.
Al cabo de unos minutos llega al puesto de guardia de Magome y se baja la capucha, pero un centinela reconoce su condición de samurái y, haciéndole una reverencia, le franquea el paso.
A lo largo de la carretera se apiñan las viviendas míseras y rancias de los artesanos.
Unos telares de alquiler hacen tac-rata-clac-ah, tac-rata-clac-ah dentro de cuartos oscuros.
Los perros larguiruchos y los niños famélicos lo miran con indiferencia al pasar.
De la colina baja un carro de heno salpicando barro con las ruedas; un granjero y su hijo lo sujetan por detrás para aliviar al buey que va delante. Uzaemon se hace a un lado, se para debajo de un ginkgo, y divisa el puerto desde lo alto, aunque Deshima ha desaparecido en la espesa niebla. Estoy entre dos mundos. El falso peregrino está dejando atrás las intrigas de la Corporación de Intérpretes, el desprecio de los inspectores y de la mayoría de los holandeses, los engaños y falsedades. Tengo por delante una vida incierta con una mujer que podría no aceptarme, en un lugar aún desconocido. En el nudoso corazón del ginkgo intercambia improperios una lustrosa nidada de cuervos. El carro pasa de largo y el granjero hace la reverencia más profunda posible sin perder el equilibrio. Uzaemon se ajusta las espinilleras, se ata bien los zapatos y reanuda la marcha. No debe faltar a la cita con Shuzai.
• • •
La posada El Fénix Alegre está situada en una curva de la carretera, cerca del hito de las ocho millas desde Nagasaki, entre un vado y una cantera. Uzaemon entra y echa un vistazo en busca de Shuzai, pero sólo ve a la consabida fauna viaria guareciéndose de la gélida llovizna: palanquineros y porteadores, muleros, pordioseros, un trío de prostitutas, un hombre con un mono adivino, y un barbudo mercader, arrebujado en una capa y sentado cerca de su grupo de sirvientes pero no con ellos. El lugar huele a gente mojada, arroz al vapor y sebo de cerdo, pero es más cálido y seco que el exterior. Uzaemon pide un cuenco de bolas de nuez hervida y entra en la sala, preocupado por la suerte que hayan podido correr Shuzai y sus cinco espadas a sueldo. No le inquieta la cuantiosa suma que ha dado a su amigo para pagar a los mercenarios: si Shuzai no fuese tan honrado como Uzaemon sabe que es, hace días que ya habrían arrestado al intérprete. Más bien se trata de la posibilidad de que los avispados acreedores del maestro de esgrima se hayan olido su plan de abandonar Nagasaki y le hayan echado el guante.
Alguien golpea el poste: es una de las hijas del posadero, que le trae la comida.
Uzaemon le pregunta:
—¿Ya es la hora del caballo?
—Es más de mediodía, Samurái-sama, estoy segura, sí…
De repente entran cinco soldados del shogun y las conversaciones se extinguen.
Los soldados echan un vistazo alrededor de la sala, llena de rostros que les evitan la mirada.
Los ojos del capitán se cruzan con los de Uzaemon: el intérprete baja la vista. No actúes como si fueses culpable, piensa. Soy un peregrino de camino a Kashima.
—¡Posadero! —llama uno de los guardias—. ¿Dónde está el posadero de esta pocilga?
—¡Caballeros! —El posadero sale de la cocina y se hinca de rodillas—. Qué indescriptible honor para El Fénix Alegre.
—Heno y avena para nuestros caballos: tu mozo de cuadra ha salido corriendo.
—Ahora mismo, capitán.
El posadero sabe que tendrá que aceptar una nota de crédito que luego no podrá hacer efectiva sin un soborno cinco veces mayor. Imparte órdenes a su mujer, a sus hijos y a sus hijas, y acompaña a los soldados a la mejor estancia del fondo. Con cautela, las conversaciones se reanudan.
—No se me olvida una cara, Samurái-sama.
El mercader barbudo se le ha acercado sigilosamente.
Evita los encuentros, le ha advertido Shuzai, evita los testigos.
—No nos hemos visto nunca.
—Claro que sí. En el templo de Ryûgayi, el día de Año Nuevo.
—Te equivocas, anciano. No te he visto en mi vida. Y ahora, por favor…
—Pero si estuvimos hablando de pieles de raya, Samurái-san, y de vainas de espada…
Uzaemon reconoce a Shuzai bajo la barba enmarañada y la capa remendada.
—¡Sí, ahora se acuerda! Soy Deguchi, Samurái-san, Deguchi de Osaka. Me pregunto si me concedería el honor de unirme a usted.
La camarera llega con un cuenco de arroz y unos encurtidos.
—Nunca olvido una cara.
Shuzai exhibe una sonrisa de dientes marrones y un acento diferente.
La mueca de la camarera le dice a Uzaemon: Qué viejo tan pesado.
—No, señorita —dice Shuzai, arrastrando las palabras—. Los nombres se me olvidan pero las caras, jamás.
• • •
Son los viajeros solitarios los que llaman la atención —la voz de Shuzai llega a través de la celosía del palanquín—, pero ¿un grupo de seis, en la carretera de Isahaya? Somos prácticamente invisibles. Para cualquier informante que trabaje a tiempo parcial en El Fénix Alegre, un peregrino taciturno con espada es digno de vigilancia. Pero cuando te marchaste de allí no eras más que un pobre diablo con los oídos taladrados por un mosquito humano. Al aburrirte, te convertí en aburrido.
La bruma difumina las casas de labranza, borra la carretera que tienen delante, oculta las vertientes del valle…
Los porteadores y sirvientes de Deguchi no son otros que los hombres contratados por Shuzai: sus armas están escondidas en el suelo modificado del palanquín. Tanuki, Uzaemon memoriza sus nombres falsos, Kuma, Ishi, Hane, Shakke… Evitan dirigirse al intérprete, lo que coincide con su disfraz de porteadores. Los seis hombres que faltan estarán en la garganta de Mekura al día siguiente.
—A propósito —pregunta Shuzai—, ¿has traído cierto portapergaminos?
Si le dices que no, sospecha Uzaemon, pensará que no te fías de él.
—Todo lo de valor —se golpea en el estómago, visible a Shuzai— está aquí.
—Muy bien. Si el pergamino hubiese caído en las manos equivocadas, Enomoto podría haber estado esperándonos.
Si triunfamos, el testimonio de Yiritsu no será necesario. Uzaemon está inquieto. Si fracasamos, hay que evitar que el testimonio se descubra. Cómo podría hacer De Zoet para usar esa arma es una pregunta para la que el intérprete carece de respuesta.
El río que discurre más abajo es como un borracho que embiste los peñascos y tropieza con las orillas.
—Es como el valle del Shimantogawa —dice Shuzai—, en nuestro feudo.
—El Shimantogawa —replica Uzaemon— es un río más amistoso, diría yo.
El intérprete ha estado planteándose la posibilidad de solicitar un puesto en la corte de su Tosa natal. Cuando los Ogawa de Nagasaki lo adoptaron, todos los lazos con su familia biológica quedaron rotos —y ahora no les haría mucha gracia recibir a un tercer hijo, un «comedor de arroz frío», sin fortuna y con una esposa medio quemada—; pero se pregunta si su antiguo maestro de holandés no estaría por la labor, y en condiciones, de ayudarlo. Tosa es el primer sitio, teme Uzaemon, donde nos buscaría Enomoto.
Lo que está en juego no es tan sólo una monja fugitiva, sino la reputación del señor de Kyôga.
Su amigo el anciano consejero Matsudaira Sadanobu emitiría una orden de busca y captura…
Uzaemon vislumbra la enorme magnitud del riesgo que está corriendo.
¿Se molestarían en emitir una orden? ¿O enviarían directamente a un asesino?
Uzaemon desvía la mirada. Pararse a pensar significaría suspender la operación de rescate.
Los pies chapotean en los charcos. El río pardo se agita. Los pinos gotean.
Uzaemon pregunta a Shuzai:
—¿Pasaremos la noche en Isahaya?
—No. Deguchi de Osaka sólo escoge lo mejor: la posada Harubayashi de Kurozane.
—¿No es esa la posada donde se alojan Enomoto y su séquito?
—Efectivamente. A ver, dime, ¿en qué cabeza cabe que una banda de forajidos que planeasen llevarse a una monja del templo del monte Shiranui fuese a alojarse ahí?
• • •
El templo principal de Isahaya está celebrando la festividad de un dios local, y las calles están lo bastante atestadas de buhoneros, carrozas y espectadores como para que seis forasteros y un palanquín pasen desapercibidos. Los músicos callejeros se disputan los clientes, los ladronzuelos merodean entre la muchedumbre y las camareras flirtean delante de las tabernas para atraer consumidores. Shuzai, sin salir del palanquín, ordena a sus hombres que vayan directamente a la puerta del feudo de Kyôga, en el lado este de la ciudad. Una piara ha invadido la garita. Uno de los soldados, vestido con la austera librea del feudo, mira por encima el salvoconducto de Deguchi de Osaka y le pregunta al mercader cómo es que no lleva mercancía.
—Lo he enviado todo por barco —responde Shuzai con un acento de Osaka casi impenetrable—, hasta la última pieza. Si tengo que dejar que los aduaneros de la Honshu occidental se lleve cada uno su pellizco, no me quedan ni las arrugas de la mano, señor.
Le dan vía libre con un gesto, pero un guardia más observador se fija en que el salvoconducto de Uzaemon lo ha emitido la oficina del intendente de Deshima.
—¿Es usted un intérprete de los extranjeros, Ogawa-san?
—De tercera categoría, sí, en la Corporación de Intérpretes de Deshima.
—Sólo se lo pregunto, señor, por sus hábitos de peregrino.
—Mi padre está enfermo de gravedad. Deseo rezar por él en Kashima.
—Por favor —el guardia suelta una patada a un lechón estridente—, acompáñeme a la sala de inspección.
Uzaemon se reprime de mirar a Shuzai.
—Muy bien.
—Estaré con usted en cuanto despachemos a estos malditos porqueros.
El intérprete entra en un cuartito en cuyo interior hay un escribiente en plena faena.
Uzaemon maldice su suerte. Adiós al plan de colarse de incógnito en Kyôga.
—Le ruego que disculpe las molestias. —El guardia aparece y manda al escribiente que espere fuera—. Tengo la impresión, Ogawa-san, de que es usted un hombre de palabra.
Uzaemon teme por el rumbo que pueda tomar la situación.
—Trato de serlo, desde luego.
—Entonces yo… —el guardia se arrodilla y hace una profunda reverencia—… aspiro a sus buenos oficios, señor. A mi hijo no para de crecerle la cabeza… Está mal, llena de bultos. No… no nos atrevemos a sacarlo a la calle porque la gente dice que es un demonio oni. Es listo y lee muy bien, luego no le afecta a la inteligencia, pero… sufre migrañas, unas migrañas terribles…
Uzaemon no sabe qué decir.
—¿Qué opinan los médicos?
—El primero diagnosticó fiebre cerebral y le recetó tres galones de agua al día para extinguir el fuego. «Intoxicación por agua», dijo el segundo, y nos mandó que no le diésemos de beber hasta que la lengua se le pusiese negra. El tercer médico nos vendió unas agujas de oro para hacerle acupuntura en el cráneo y expulsar al demonio, y el cuarto nos vendió una rana mágica para que la chupase treinta y tres veces al día. Ningún remedio ha surtido efecto. Dentro de poco no podrá sostener la cabeza…
Uzaemon recuerda la última conferencia que dio el doctor Maeno, sobre la elefantiasis.
—… así que a todos los peregrinos que pasan por aquí les pido que recen en Kashima.
—Con mucho gusto, recitaré un sutra curativo para él. ¿Cómo se llama tu hijo?
—Gracias. Muchos peregrinos dicen que lo harán, pero sólo puedo creer en los hombres de honor. Me llamo Imada y mi hijo se llama Uokatsu, está escrito aquí —le entrega un papel doblado—, junto con un mechón de pelo suyo. Habrá que pagar algo así que…
—Guárdate el dinero. Rezaré por Imada Uokatsu cuando rece por mi padre.
La política aislacionista del shogun le garantiza que nadie cuestione su poder…
—¿Puedo suponer —el soldado vuelve a inclinarse en reverencia— que Ogawa-san también tiene un hijo?
… pero condena a Uokatsu y a un sinfín de víctimas de la ignorancia a una muerte inútil.
—Mi esposa y yo —más detalles personales, se arrepiente Uzaemon— no hemos sido aún bendecidos con esa suerte.
—Nuestra señora Kannon recompensará su gentileza, señor. Pero no quiero entretenerlo más…
Uzaemon se guarda el papel con el nombre en su bolsa inrô.
—Ojalá pudiese hacer algo más.