Habitación de Yayoi en la Casa de las Hermanas, templo del monte Shiranui
Minutos antes del amanecer del decimoctavo día del primer mes
La provisora Satsuki coge en brazos al bebé de labios manchados de leche, la hija de Yayoi. A la luz de la lumbre y del alba, las lágrimas de Satsuki son visibles. No ha nevado por la noche, de modo que el sendero que baja por la garganta de Mekura es transitable y a los mellizos de Yayoi van a bajarlos al Mundo Inferior esa misma mañana.
—Qué vergüenza, provisora —la regaña cariñosamente la abadesa—. Has presenciado docenas de Concesiones. Si hasta la hermana Yayoi acepta el hecho de que no está perdiendo a los pequeños Shinobu y Binyô, sino mandándolos por delante al Mundo Inferior, con más motivo deberías tú controlar tus sentimientos, que son más débiles. Lo de hoy es una separación, no una pérdida.
Tú lo llamas «sentimientos más débiles», piensa Orito, yo lo llamo «compasión».
—Sí, abadesa. —La provisora traga saliva— Es sólo que… son tan…
—Sin la Concesión de nuestros Dones —dice Yayoi casi recitando—, los ríos del feudo de Kyôga se secarían, sus plantas se marchitarían y todas sus madres serían estériles.
Antes de la noche de su fuga y regreso voluntario, Orito se habría tomado esas palabras como una despreciable muestra de pasividad; ahora, en cambio, entiende que esa convicción —la de que la Vida requiere el sacrificio de las hermanas— es lo único que hace soportable la separación. La comadrona acuna a Binyô, el hijo hambriento de Yayoi:
—Tu hermana ya ha terminado. Dejad descansar un poco a vuestra madre…
—Nosotras —le recuerda la abadesa— decimos «Portadora», hermana Aibagawa.
—Vosotras sí, abadesa —replica Orito, como era de esperar—, pero yo no soy vosotras…
Sadaie vacía las migas de carbón en el fuego, donde crepitan y chisporrotean.
… Hemos hecho, Orito le sostiene la mirada a la abadesa, un trato bien claro, ¿recuerdas?
La última palabra, la abadesa le sostiene la mirada a Orito, la dirá el señor abad.
Hasta ese día, Orito le sostiene la mirada a la abadesa, y repite:
—Yo no soy vosotras.
Binyô tiene la cara húmeda, rosa, aterciopelada, y se contrae en un chillido prolongado.
—¿Hermana?
Yayoi recibe a su hijo para la última toma.
La comadrona examina el pezón inflamado de la madre.
—Está mucho mejor —dice Yayoi a su amiga—. La agripalma surte efecto.
Orito piensa en Otane de Kurozane, de quien sin duda procede la hierba, y se pregunta si podrá insistir en verla una vez al año como parte del trato. La nueva hermana sigue siendo la prisionera de menor rango del templo, pero la decisión que tomó en el puente de Todoroki de renunciar a su fuga, y el éxito de su intervención en el nacimiento de los mellizos de Yayoi, han elevado su estatus en muchos e intangibles sentidos. Se le ha reconocido el derecho a rechazar las medicinas de Suzaku; tiene permiso para caminar alrededor de las murallas del templo tres veces al día; y el maestro Genmu ha accedido a que la Diosa no escoja nunca a Orito para las Donaciones, a cambio del silencio de la comadrona con relación a las cartas falsas. El acuerdo, en términos morales, le ha salido caro; todos los días tiene un pequeño roce con la abadesa, y el señor abad Enomoto podría anular estas conquistas… Pero se trata de una batalla, piensa Orito, a largo plazo.
Asagao aparece en el umbral de la celda de Yayoi.
—Viene el baesdro Suzaku, abadesa.
Orito mira a Yayoi, que está decidida a no llorar.
—Gracias, Asagao.
La abadesa Izu se levanta con la agilidad de una niña.
Sadaie vuelve a atarse el pañuelo alrededor de su cráneo deforme.
En cuanto se va la abadesa, el aire y las conversaciones vuelven a circular con un poco más de libertad.
—Tranquilo —dice Yayoi al vociferante Binyô—, que tengo dos. Toma, glotón…
El bebé encuentra por fin el pezón de su madre, y chupa.
La provisora Satsuki mira el rostro de Shinobu.
—Una barriguita llena y feliz.
—Un pañal lleno y apestoso —dice Orito—. ¿Me permites, antes de que se duerma?
—Oh, ya me ocupo yo. —La provisora tumba a Shinobu boca arriba. No hay problema.
Orito concede el triste honor a esa mujer mayor que ella.
—Voy a por un poco de agua caliente.
—¡Y pensar —dice Sadaie— que hace sólo una semana los Dones parecían dos arañitas!
—Debemos agradecerle a la hermana Aibagawa —dice Yayoi, recolocándose al insaciable Binyô— que estén lo bastante fuertes como para poder entregarlos tan pronto.
La manita de apenas diez días, suave como un pétalo, se abre y se cierra.
—Es gracias a tu resistencia —le dice Orito a Yayoi, mezclando agua caliente de la tetera con una cazuela de agua fría—, a tu leche y a tu amor materno. —No hables de amor, se advierte a sí misma, hoy no—. Los niños quieren nacer: lo único que hacemos las comadronas es ayudarlos.
—¿Creéis —pregunta Sadaie— que el Donante de los mellizos podría ser el maestro Chimei?
—Este diablillo —Yayoi acaricia la cabeza de Binyô— es un gordinflón; Chimei está muy chupado.
—El maestro Seiryû, entonces —susurra la provisora Satsuki—. Cuando pierde los estribos se convierte en el rey de los demonios…
Si fuese cualquier otro día, las mujeres sonreirían por el comentario.
—Los ojos de Shinobu-chan —dice Sadaie— me recuerdan a los del pobre acólito Yiritsu.
—Creo que es el padre —responde Yayoi—. He vuelto a soñar con él.
—Se hace raro pensar que el acólito Yiritsue esté bajo tierra —Satsuki retira el pañal sucio de las ingles de la neonata— y que la vida de sus Dones apenas esté comenzando. —La provisora limpia el engrudo de olor acre con un trapo de algodón oscuro—. Raro y triste. —A continuación lava las nalgas del bebé con el agua caliente—. ¿Es posible que el Donante de Shinobu sea uno y el de Binyô otro?
—No. —Orito recuerda los libros holandeses—. Los mellizos sólo tienen un padre.
El maestro Suzaku entra en la habitación.
—Una mañana tibia, hermanas.
Las hermanas entonan a coro un «buenos días» a Suzaku; Orito esboza una reverencia.
—¡Hace buen tiempo para la primera Concesión del año! ¿Cómo están nuestros Dones?
—Dos tomas esta noche, maestro —contesta Yayoi—, y otra ahora.
—Excelente. Les daré una gota de «sueño» a cada uno y no se despertarán hasta llegar a Kurozane; ya hay dos nodrizas esperándolos en la posada. Una es la misma mujer que hace dos años llevó al Don de la hermana Minori a Niigata. Los pequeñines estarán en óptimas manos.
—El maestro —dice la abadesa Izu— tiene maravillosas noticias, hermana Yayoi.
Suzaku muestra sus dientes puntiagudos.
—Tus Dones se criarán juntos en un templo budista cercano a Hôfu, bajo la tutela de un sacerdote sin hijos y su mujer.
—¡Imagínate! —exclama Sadaie—. ¡El pequeño Binyô será sacerdote de mayor!
—Al ser niños de un templo —dice la abadesa, recibirán una educación excelente.
—Y se tendrán el uno al otro —añade Satsuki Un hermano es el mejor regalo.
—Mi más sincero agradecimiento —la voz de Yayoi suena sin vida al señor abad.
—Podrás agradecérselo en persona, hermana dice la abadesa Izu, y Orito, que está lavando el pañal sucio de Shinobu, levanta la vista El señor abad deberá llegar mañana o pasado mañana.
Orito siente la caricia del miedo.
—Yo también —miente— estoy ansiosa de tener el honor de hablar con él.
La abadesa la mira con ojos triunfantes.
Binyô, saciado, aminora la marcha: Yayoi le acaricia los labios para recordarle que chupe.
Satsuki y Sadaie terminan de arrebujar a la bebé para el viaje.
El maestro Suzaku abre su botiquín y descorcha un frasco cónico. El primer tañido de la campana de Amanohashira reverbera en la celda de Yayoi.
Nadie pronuncia palabra: en la puerta de la casa estará esperando un palanquín.
Sadaie pregunta:
—¿Dónde está Hôfu, hermana Aibagawa? ¿Tan lejos como Edo?
El segundo tañido de la campana de Amanohashira reverbera en la celda de Yayoi.
—Mucho más cerca. —La abadesa Izu toma en brazos a la pequeña, limpia y adormilada Shinobu y se la acerca a Suzaku—. Hôfu es la ciudad castillo de Suô, un feudo en el camino de Nagato, a tan sólo cinco o seis jornadas de viaje, si los estrechos están en calma…
Yayoi mira fijamente a Binyô, y luego a lo lejos. Orito trata de imaginar en qué estará pensando: en su primogénita, Kaho, quizás, enviada el año anterior a una familia de fabricantes de velas del feudo de Harima; o en los Dones venideros de los que habrá de separarse antes de su Descenso, dentro de dieciocho o diecinueve años; o quizá esté esperando, simplemente, que la leche de las nodrizas de Kurozane sea buena y pura.
Las Concesiones son como las pérdidas, piensa Orito, sólo que las madres ni siquiera pueden llorar.
El tercer tañido de la campana de Amanohashira pone prácticamente fin a la escena.
Suzaku deja caer unas pocas gotas del frasco cónico entre los labios de Shinobu.
—Dulces sueños —susurra—, pequeño Don.
Su hermano Binyô, aún en brazos de Yayoi, gime, eructa y expele una ventosidad. La exhibición no provoca el debido regocijo. Es un cuadro desvaído y melancólico.
—Ya es la hora, hermana Yayoi —declara la abadesa—. Sé que vas a ser valiente.
Yayoi huele por última vez el lechoso cuello del bebé.
—¿Puedo echarle yo el «sueño»?
Suzaku asiente y le pasa el frasco cónico.
Yayoi apoya la boca en punta sobre la de Binyô, que la lame con su diminuta lengua.
—¿Cuáles son los ingredientes —pregunta Orito— del «sueño» del maestro Suzaku?
—Una comadrona. —Suzaku sonríe mirando la boca de Orito—. Un farmacólogo.
Shinobu ya está dormida. Los párpados de Binyô se cierran, se abren, se cierran…
Orito no puede por menos que elucubrar: ¿Opiáceos? ¿Arisema? ¿Acónito?
—Y esto de aquí para la valiente hermana Yayoi. —Suzaku vierte un líquido viscoso en una tacita de piedra del tamaño de un dedal—. Yo lo llamo «entereza»: ya te sirvió de ayuda en tu última Concesión.
Lo acerca a los labios de Yayoi y Orito resiste el impulso de darle un manotazo a la taza y que salte por los aires. Mientras el líquido baja por la garganta de Yayoi, Suzaku le retira el bebé.
La madre despojada murmura:
—Pero…
Y se queda mirando, con ojos turbios, al farmacólogo.
Orito agarra la cabeza bamboleante de su amiga. Y acuesta a la aturdida madre.
La abadesa Izu y el maestro Suzaku salen cada uno con un niño robado.