Celda de Orito en la Casa de las Hermanas
Octava noche del décimo mes del duodécimo año de la era de Kansei
Orito piensa en la suerte que va a necesitar en las próximas horas: el túnel del gato debe de ser lo bastante ancho como para que quepa una mujer delgada y sin una reja al final; Yayoi debe dormir de un tirón hasta la mañana siguiente sin levantarse para ir a buscarla; la novicia tendrá que bajar por una garganta bordeada de hielo sin lastimarse, cruzar la Puerta Mediana sin alertar a los guardianes y, al amanecer, encontrar la casa de Otane y confiar en que su anciana amiga le dé cobijo. Todo esto, piensa Orito, no es más que el comienzo. Volver a Nagasaki significaría caer de nuevo presa, pero huir a la relativa seguridad del feudo de Chikugo, o de Kumamoto, o de Kagoshima, significaría llegar a una ciudad desconocida como una mujer sin techo, sin amigos y sin un solo sen.
La Donación es la semana que viene, piensa Orito. La semana que llegará el turno.
Centímetro a centímetro, Orito abre la puerta de su habitación.
Mi primer paso de fugitiva, piensa, y pasa por delante de la celda de Yayoi.
Su amiga, en avanzado estado de gestación, está roncando. Orito susurra: «Lo siento».
La fuga de Orito será para Yayoi un abandono brutal.
Es la Diosa, se recuerda a sí misma la comadrona, la que te obliga a hacerlo.
Orito desliza los pies por el pasillo hasta que llega a la cocina, donde una mampara hace de salida de emergencia a los claustros. En este punto se ata a los pies unas alpargatas confeccionadas con lona y paja.
En el exterior, el aire helado le cala la chaqueta guateada y los pantalones de montaña.
La luna no está llena del todo y parece sucia. Las estrellas son burbujas atrapadas en el hielo. El viejo pino se ve nudoso y maligno. Orito recorre los claustros hasta el lugar que el gato le mostró pocas semanas antes. Observando las sombras, se agacha sobre las piedras fundidas por la escarcha, y se mete debajo de la pasarela, preparándose para oír un grito de alarma…
… pero no se oye grito alguno. Orito se arrastra bajo la pasarela hasta encontrar a tientas el rectángulo entre los cimientos. Ya había vuelto a encontrarlo una vez después de que se lo mostrase el gato gris, pero al hacerlo atrajo la atención de las hermanas Asagao y Sawarabi, y tuvo que inventarse una historia sospechosa sobre un broche que se le había caído. En los nueve días transcurridos desde entonces, no se ha arriesgado a explorar el túnel. Si es que es un túnel, piensa, y no unas cuantas piedras que faltan en los cimientos. Se mete de cabeza y a rastras en el rectángulo negro.
Una vez dentro, el «techo» está a medio brazo de altura y las paredes a un brazo entero. Para moverse, Orito tiene que reptar de lado, como una anguila, menos elegante pero igual de silenciosa. Enseguida tiene las rodillas rasguñadas y las espinillas magulladas, y le duelen las yemas de los dedos de agarrarse a las piedras heladas para arrastrarse hacia adelante. El suelo parece pulido por el agua corriente. La oscuridad está tan sólo un grado por encima de la tiniebla absoluta. Cuando al tantear con los nudillos se topa con un bloque de piedra, Orito se desespera creyendo que el túnel está cortado… pero entonces el conducto tuerce a la izquierda. Retorciéndose para doblar ese recodo tan cerrado, sigue adelante. No puede parar de tiritar y le duelen los pulmones. Intenta no pensar en ratas gigantes ni en sepultados vivos. Debo de estar bajo la habitación de Umegae, calcula, y se imagina a la hermana apretujada contra Hashihime, tan sólo dos capas de tablones, un tatami y un futón por encima de ella.
La oscuridad que tengo delante, se pregunta, ¿va aclarándose un poco?
La esperanza la anima a continuar. Distingue otro recodo.
Al doblarlo, Orito ve un pequeño triángulo de piedra iluminada por la luna.
Un agujero en el muro externo de la casa, deduce. Por favor, por favor, que sea lo bastante grande…
Pero al cabo de un minuto de lenta batalla descubre que el agujero es un poco más grande que un puño: el tamaño justo para un gato. Años de sol y heladas, se imagina, han aflojado una sola piedra. Si fuese más grande, piensa, ya lo habrían visto desde fuera. Se ancla con firmeza, coloca la mano en la piedra adyacente al agujero y empuja con todas sus fuerzas hasta que un doloroso calambre en el cuello la obliga a parar.
Algunos objetos son susceptibles de moverse, piensa, pero este no se moverá jamás.
—Hasta aquí hemos llegado —murmura, y su aliento es blanco—. No hay escapatoria.
Orito piensa en los próximos veinte años, en los hombres y en los bebés arrebatados.
Retrocede hasta el segundo recodo, lo dobla con dificultad y, con los pies por delante, se impulsa para volver al muro exterior y se inserta como una cuña a presión: planta los talones en la piedra adyacente al agujero y empuja…
Esto, Orito trata de recobrar el aliento, es como intentar mover el Pico Pelado.
En ese instante se imagina a la abadesa Izu anunciando su Donación.
Doblándose sobre sí misma, empieza a dar patadas a la piedra con la planta de los pies.
Se imagina las felicitaciones de las hermanas: alegres, malévolas y sinceras.
Despellejándose los tobillos, patea la piedra una y otra vez…
Piensa en el maestro Genmu sobándola y chupeteándola.
¿Qué ha sido eso? Orito se detiene. ¿Un crujido?
Se imagina a Suzaku extrayéndole el primer niño; el tercero; el noveno…
Martillea la piedra con los pies hasta que le arden las pantorrillas y empieza a latirle el cuello.
La arenilla le cae en los tobillos… y, de repente, no uno sino dos bloques salen volando y sus pies sobresalen en el vacío.
Oye las piedras caer ruidosamente por una pequeña ladera y detenerse con un golpe seco.
La nieve se siente arrugada y costrosa bajo los pies. Oriéntate, Orito está aturdida al verse fuera de la casa, y rápido. El largo barranco que separa los cimientos escarpados de la Casa de las Hermanas y el muro exterior del templo tiene cinco pasos de ancho, pero el muro es tan alto como tres hombres: para subirlo tendrá que encontrar las escaleras o una escala. A la izquierda, hacia la esquina norte, está la Puerta de la Luna, una entrada de estilo chino que, según le contó Yayoi, da a un patio triangular y a las elegantes dependencias del maestro Genmu. Orito corre en la otra dirección, hacia la esquina oriental. Al rebasar el extremo de la Casa de las Hermanas entra en un pequeño recinto donde se encuentran el gallinero, el palomar y el establo de las cabras. Las aves se agitan ligeramente a su paso, pero las cabras no se despiertan.
La esquina oriental está unida por una pasarela techada al Salón de los Maestros; al lado de un pequeño almacén hay una escala de bambú apoyada en el muro exterior. Atreviéndose a soñar con que dentro de unos pocos instantes estará libre, Orito trepa el muro. Al llegar a la altura de los aleros del templo, ve la antigua Columna de Amanohashira erguirse desde el Patio Sagrado. La punta traspasa la luna. Qué belleza deslumbrante, piensa Orito. Qué violencia silenciosa.
Sube la escala de bambú y la descuelga por el otro lado del muro…
A veinte pasos del templo comienza el frondoso pinar.
… pero la base de la escala no llega al suelo. Tal vez haya un foso sin agua.
La sombra espesa que oculta la base del muro hace imposible calcular la altura.
Si salto y me rompo una pierna, piensa, moriré congelada antes del amanecer.
Los dedos entumecidos aflojan la presa y la escala cae y se hace trizas.
Necesito una cuerda, concluye, o los medios para fabricarme una…
Sintiéndose tan visible y desprotegida como una rata en un estante, Orito echa a correr por lo alto del muro hacia la Puerta Grande, situada en el ángulo meridional, con la esperanza de poder conquistar la libertad pasando por encima del cuerpo de un centinela que estará dormido como un tronco. Usando la siguiente escala desciende a la hondonada que media entre el muro exterior y la cocina y el comedor, tan grandes como un granero. Huele a letrina y a hollín. Una luz ambarina se filtra por debajo de la puerta. Se oye a un cocinero insomne afilando cuchillos. Para ahogar el eco de sus pasos, Orito camina al compás de los golpes metálicos del afilador. La siguiente Puerta de la Luna la lleva al patio meridional, dominado por la sala de meditación y dos cedros gigantes: Fûyin, el dios del viento, agobiado por el peso del saco que encierra los vientos del mundo, y Raiyin, el dios del trueno, que roba ombligos durante las tormentas, ataviado con su ristra de tambores. La Puerta Grande, como la Puerta Terrestre de Deshima, consiste en dos hojas altas para los palanquines, y una más pequeña a través de la garita. Esta puerta, ve Orito, está ligeramente entornada…
… de modo que avanza sigilosamente junto al muro hasta percibir un olor a tabaco y un rumor de voces. Se agacha a la sombra de un barril de gran tamaño.
—¿No hay más carbón? —dice una voz ronca—. Tengo las pelotas congeladas.
Se oye vaciar un cubo.
—Este es el último —dice una voz aguda.
—Nos jugaremos a los dados —dice el de la voz ronca— el privilegio de obtener más.
—¿Qué probabilidades tienes —pregunta una tercera voz— de que se te derritan las mencionadas pelotas en la Casa de las Hermanas durante la Donación?
—Pocas —reconoce la voz arrastrada—. Estuve con Sawarabi hace tres meses.
—Y yo con Kagerô el mes pasado —dice la tercera voz—. Vuelvo a ser el último de la fila. Esta vez seguro que le toca a la nueva, así que los acólitos no le veremos el pelo en toda la semana. Genmu y Suzaku son siempre los primeros en clavar su azada en tierra virgen.
—No si viene de visita el señor abad —dice la voz ronca—. El maestro Annei le contó al maestro Nogoro que Enomoto-dono trabó amistad con el padre de la chica y le avaló los préstamos para que, cuando el viejo cruzase el Sanzu, la viuda no tuviese elección: o entregaba a la hijastra al monte Shiranui o perdía la casa con todo lo que hubiese dentro.
A Orito nunca se le había ocurrido pensarlo: en ese instante y lugar, suena asquerosamente verosímil.
La tercera voz dice con admiración:
—Un estratega magistral, nuestro señor abad…
Orito siente deseos de hacerlos trizas, a ellos y a sus palabras, como si fuesen una hoja de papel…
—¿Por qué tomarse tantas molestias para hacerse con la hija de un samurái —pregunta la voz aguda— cuando podría escoger a su antojo en cualquier burdel del Imperio?
—Porque es una comadrona —responde el centinela ronco— que evitará que mueran muchas de nuestras hermanas y sus Dones durante el parto. Se rumorea que resucitó al hijo del magistrado de Nagasaki. El bebé estaba lívido y helado, pero la hermana Orito le devolvió la vida…
¿Por ese simple acto, se pregunta Orito, es por lo que Enomoto me trajo aquí?
—… No me sorprendería —prosigue la misma voz— que ella fuese un caso especial.
—¿Quieres decir —pregunta la tercera voz— que ni siquiera el señor abad la honrará?
—Ni siquiera ella podría salvarse a sí misma de morir en el parto, ¿no?
No hagas caso a estas elucubraciones, se ordena Orito. ¿Y si se equivocan?
—Lástima —dice el ronco—. Si no le miras la cara, es una preciosidad.
—Te recuerdo —añade la voz aguda— que mientras no sustituyan a Yiritsu, hay uno de menos…
—¡El maestro Genmu nos ha prohibido —exclama el ronco— hasta pronunciar el nombre de ese bastardo traidor!
—Efectivamente —concuerda la tercera voz—, vaya si lo ha hecho. So pena de tener que llenar el cubo de carbón.
—¿Pero no íbamos a jugárnoslo a los dados?
—Ah, pero eso era antes de tu lamentable error. ¡A por carbón!
La puerta se abre de golpe: el eco crujiente de unos pasos airados se acerca a Orito, que se hace un ovillo aterrorizada. El joven monje se detiene junto al barril y lo destapa, a escasos centímetros de distancia. Orito oye el castañeo de sus propios dientes y respira contra el hombro para esconder el vaho. El monje coge el carbón y llena el cubo piedra a piedra…
De un momento a otro, Orito tirita, de un momento a otro…
… pero se da la vuelta y regresa a la garita.
Como las plegarias de papel, la buena suerte de todo un año se ha quemado en unos pocos segundos.
Orito desiste de intentar escapar por la puerta: una cuerda, piensa…
Con el pulso desbocado por el miedo, la novicia sale de las sombras violáceas y atraviesa la siguiente Puerta de la Luna para ir a parar al patio formado por la sala de meditación, el ala oeste y el muro exterior. El pabellón de los huéspedes es un reflejo idéntico de la Casa de las Hermanas: ahí se alojan los seglares del séquito de Enomoto cuando el señor abad está de visita. Al igual que las monjas, los seglares tienen prohibido abandonar su confinamiento. Las provisiones, según ha deducido Orito de lo que oye a las hermanas, se almacenan en el ala oeste, que también hace las veces de dormitorio y dependencias de los treinta o cuarenta acólitos de la Orden. Algunos estarán profundamente dormidos, pero no todos. En el extremo noroccidental se encuentra la residencia del señor abad. Este edificio lleva todo el invierno vacío, pero Orito ha oído mencionar que la provisora orea las sábanas en los armarios de la lencería. Y las sábanas, se le ocurre a Orito, pueden anudarse y formar una cuerda.
Baja sigilosamente por la hondonada entre el muro externo y el pabellón de los huéspedes…
Por la puerta se filtra la leve risa de un joven, pero se apaga al instante.
La calidad de los materiales y el blasón indican que esa es la casa del señor abad.
Expuesta desde tres ángulos distintos, Orito trepa a las puertas apuntadas.
Haced que se abran, ruega a sus antepasados, haced que se abran.
Las puertas están trancadas a conciencia para resistir el viento de la montaña.
Para entrar necesitaría un martillo y un formón, piensa Orito. Ha recorrido casi todo el perímetro, pero sigue tan lejos de la libertad como al principio. La falta de veinte pies de cuerda representa veinte años de concubinato.
Al otro lado del jardín de piedra de la residencia de Enomoto se alza el ala norte.
Orito se ha enterado de que Suzaku se aloja allí, junto a la enfermería…
… y una enfermería significa pacientes, camas, sábanas y mosquiteras.
Entrar en una de las alas es una imprudencia temeraria, pero ¿qué alternativa le queda?
La puerta se desliza unos quince centímetros antes de emitir un chirrido agudo y cantarín. Orito aguanta la respiración para oír un rumor de pasos a la carrera…
… pero no ocurre nada, y la noche insondable vuelve a asentarse.
La comadrona se cuela por el hueco: una cortina le acaricia el rostro.
El reflejo de la luna delinea, tenuemente, un pequeño vestíbulo.
El olor a alcanfor indica que la enfermería se encuentra al otro lado de la puerta de la derecha.
A la izquierda hay una puerta a un nivel más bajo, pero su instinto de fugitiva le dice: No…
Abre la puerta de la derecha.
La oscuridad se descompone en planos, líneas y superficies…
Oye el roce de un futón relleno de paja y la respiración de alguien que duerme.
Oye voces y pasos: dos hombres, o tres.
El paciente bosteza y pregunta:
—¿Hay alguien ahí?
Orito retrocede al vestíbulo, cierra la puerta de la enfermería y mira en torno a la puerta chirriante. A menos de diez pasos hay alguien con un farol.
El hombre mira hacia donde está ella, pero el resplandor no le deja ver bien.
De la enfermería llega la voz del maestro Suzaku.
La fugitiva no tiene adonde correr salvo a la puerta de la izquierda.
Podría ser el fin, se dice temblorosa, podría ser el fin…
Las paredes del scriptorium están revestidas por entero de estantes repletos de pergaminos y manuscritos. Al otro lado de la puerta, alguien tropieza y suelta una blasfemia. El miedo a que la descubran impulsa a Orito a entrar en la espaciosa cámara sin tener la certeza de que no hay nadie dentro. Un farol doble ilumina un par de escritorios, y un pequeño fuego lame la tetera que hay encima del brasero. Los pasillos laterales ofrecen escondites, pero los escondites, piensa, también son trampas. Orito recorre el pasillo en dirección a la otra puerta, que, imagina, debe de dar a los aposentos del maestro Genmu, y entra en el círculo de luz de la lámpara. Tiene miedo de salir de esa estancia vacía, pero también tiene miedo de quedarse y miedo de retroceder. Indecisa, dirige la mirada a un manuscrito incompleto que hay encima de uno de los escritorios: a excepción de los tapices colgados en la Casa de las Hermanas, son los primeros caracteres escritos que la hija del académico ha visto desde su secuestro y, a pesar del peligro, sus ojos hambrientos se ven atraídos. En lugar de un sutra o un sermón, se encuentra con una carta a medio redactar, escrita no con la historiada caligrafía de un monje culto, sino con una letra más femenina. La primera columna que lee la obliga a leer la segunda, y la tercera…
Querida madre, los arces están inflamados con los colores del otoño y la luna llena flota como un farol, tal como relatan las palabras de El castillo al claro de luna. Parece que ha transcurrido una eternidad desde la última estación de las lluvias, cuando el sirviente del señor abad me entregó tu carta. La tengo delante de mí, sobre el escritorio de mi marido. Sí, Koyama Shingo aceptó tomarme como esposa en el propicio día trigésimo del séptimo mes, en el templo de Shimogamo, y ahora vivimos como recién casados en las dos habitaciones traseras del taller de confección de fajines obi de la Grulla Blanca, en la calle Imadegawa. Después de la boda se ofreció un banquete en una casa de té muy famosa, costeado a medias por los Ueda y los Koyama. Los maridos de algunas amigas mías se han convertido en demonios después de casarse, pero Shingo sigue tratándome con amabilidad. La vida de casada no es, desde luego, un camino de rosas; como me escribiste en una carta de hace tres años, una mujer sumisa no debe acostarse jamás antes del marido ni levantarse después de él, y a mí se me quedan cortas las horas del día. Hasta que la Grulla Blanca no se asiente del todo deberemos economizar y arreglárnoslas con una sola doncella, dado que mi marido sólo se trajo dos aprendices del taller de su padre. No obstante, me complace escribirte que tenemos entre nuestros clientes a dos familias vinculadas a la corte imperial. Una representa una rama menor de los Konoe…
Las palabras cesan pero la cabeza de Orito es un torbellino. Las cartas de Año Nuevo, se pregunta, ¿las escriben los monjes? Pero no tiene sentido. Decenas de hijos ficticios mantenidos hasta el Descenso de sus madres, momento en el cual se descubriría todo el montaje. ¿Por qué tomarse tantas molestias? Pues porque los niños, la lámpara doble ilumina los ojos astutos de la rata gorda, no pueden escribir cartas de Año Nuevo desde el Mundo Inferior por la sencilla razón de que no llegan nunca al Mundo Inferior. Las sombras del scriptorium observan la reacción de Orito al captar el razonamiento. Del pitorro de la tetera empieza a salir vapor. La rata aguarda.
—No —le dice Orito—. No.
No hay necesidad de cometer infanticidio. Si la Orden no quisiese los Dones, el maestro Suzaku administraría hierbas para provocar abortos. La rata gorda le pregunta, burlona, que cómo se explica entonces la carta que tiene delante. Orito se aferra a la primera respuesta verosímil que se le ocurre: La hija de la hermana Satsune murió a causa de una enfermedad o un accidente. Para ahorrarle el dolor de la pérdida, la Orden debe de haber decidido no interrumpir la llegada de las cartas de Año Nuevo.
La rata gorda da un respingo, se gira y desaparece.
La puerta por la que Orito ha entrado está abriéndose. Un hombre dice:
—Usted primero, maestro…
Orito echa a correr hacia la otra puerta: como si se tratase de un sueño, está cerca y a la vez lejos.
—Es curioso —responde la voz del maestro Chimei— cómo se redacta mejor por la noche…
Orito descorre la puerta tres o cuatro palmos.
—… pero me alegra tu compañía a esta hora inhóspita, querido joven.
Franquea la puerta y la cierra justo cuando el maestro Chimei entra en el radio de luz de la lámpara. A la espalda de Orito, el pasillo que conduce a las dependencias del maestro Genmu es corto, gélido y oscuro.
—Las historias deben conmover —oye decir a Chimei— y las desgracias son movimiento. La felicidad es inercia. Por eso, en la historia de Noriko, la hija de la hermana Satsune, debemos plantar el germen de una modesta calamidad. Los tortolitos deberán sufrir. Por una causa externa, un robo, un incendio, una enfermedad… o mejor aún, interna: una debilidad de carácter. El joven Shingo podría cansarse de la devoción de su esposa, o Noriko encelarse tanto de la nueva doncella que Shingo empezase, efectivamente, a beneficiársela. Trucos del oficio, ¿entiendes? Los narradores no son sacerdotes que estén en comunión con un reino etéreo, sino artesanos, como una especie de reposteros, sólo que algo más lentos. Así pues, manos a la obra, querido joven, hasta que se seque la lámpara…
Orito avanza por el pasillo hacia los aposentos del maestro Genmu deslizando los pies junto al borde de la pared, donde es menos probable, confía, que cruja la madera. Llega a una puerta de cuarterones. Aguanta la respiración, aguza el oído, pero no oye nada. Abre una rendija minúscula…
El espacio está vacío y a oscuras: las manchas negras en cada una de las paredes son puertas.
En el centro se adivina lo que podría ser tela de saco tirada en el suelo.
Orito entra y se acerca a los sacos con la esperanza de poder anudarlos.
Hunde una mano en el montón y siente el pie caliente de un hombre.
Se le para el corazón. El pie se retrae. Un miembro se gira. Las mantas se mueven.
El maestro Genmu refunfuña:
—Quédate ahí, Maboroshi, o te…
La amenaza se desintegra.
Orito se acuclilla sin atreverse a respirar, menos aún a huir…
Las colinas acolchadas que son el cuerpo del acólito Maboroshi se desplazan; en la garganta se le atraganta un ronquido.
Pasan unos minutos hasta que Orito se convence a medias de que los dos hombres están durmiendo.
Cuenta diez respiraciones lentas y se dirige a la puerta de enfrente.
El ruido que hace al abrirse restalla en los oídos de Orito como el estruendo de un terremoto…
La Diosa, tallada en madera plateada de veta fina e iluminada por un gran cirio votivo, observa a la intrusa desde su pedestal, situado en el centro de la pequeña y suntuosa sala del altar. La Diosa sonríe. No le mires a los ojos, le dice a Orito su instinto, o te reconocerá. En una de las paredes cuelgan túnicas negras con cordones de seda color granate; las otras paredes están empapeladas, como en las residencias de los holandeses más adinerados, y los tatamis huelen a resina y a nuevo. A derecha e izquierda de la puerta de la pared más alejada hay grandes ideogramas escritos con trazos gruesos en el empapelado. La caligrafía es bastante clara, pero cuando Orito los lee a la luz de la vela, el significado se le escapa. Los elementos le son familiares pero están dispuestos en combinaciones desconocidas.
Tras volver a poner el cirio en su sitio, abre la puerta que da al patio norte.
La Diosa, cuya pintura está desconchándose, observa a la sorprendida intrusa desde el centro de la humilde sala del altar. Orito no entiende muy bien cómo los muros exteriores del templo pueden albergarla. Tal vez no exista un patio norte. Se vuelve y mira la nuca y la espalda de la Diosa previa. La Diosa que tiene enfrente está iluminada por un cirio vigilante. Comparada con la de la primera estancia, ha envejecido y la sonrisa se le ha borrado de los labios. Pero no le mires a los ojos, insiste el mismo instinto de antes. Flota en el aire un olor a paja, a animales y a personas. El entablado de las paredes y el suelo remiten a una alquería de medio pelo. En la pared más alejada hay otros ciento ocho ideogramas, esta vez en doce pergaminos enmohecidos que cuelgan a ambos lados de la puerta. De nuevo, cuando Orito se detiene a leerlos, los caracteres se baten en retirada y se refugian en una ininteligibilidad desazonante. ¿Qué más da?, se reprende. ¡Muévete!
Abre la puerta a lo que debería ser, ya sí, el patio norte…
La Diosa situada en el centro de la tercera sala del altar está medio podrida: no se parece en nada al avatar que se alza en la sala del altar de la Casa de las Hermanas. El rostro podría ser el de una sifilítica terciaria, sin la menor posibilidad de curarse con mercurio. Uno de los brazos debió de caerse al suelo, pues ahí sigue, y a la luz de la vela de sebo, Orito ve una cucaracha moviéndose por el borde de un agujero del cráneo de la estatua. Las paredes son de arcilla y bambú, y en el aire se percibe un tufo dulzón a estiércol: la estancia podría pasar por el chiscón de un campesino. La comadrona elucubra que todas esas estancias se excavaron en el espato del Pico Desnudo; o incluso tienen su origen en una serie de grutas que, con el tiempo, habrían dado lugar al templo. O mejor aún, piensa Orito: podría tratarse de un túnel secreto de la época militar de la Orden. La pared del fondo está cubierta de una costra oscura —tal vez sangre de animal mezclada con barro— sobre la que se adivinan unos caracteres ilegibles pintarrajeados con lechada. Orito levanta el rudimentario pestillo y reza para que sus cálculos sean exactos…
El frío y la oscuridad son propios de un tiempo anterior al hombre y al fuego.
El túnel tiene la altura de una persona y la anchura de unos brazos abiertos.
Orito regresa a la última habitación para coger la vela: le queda cerca de una hora de mecha.
Entra en el túnel y avanza con cautela paso a paso.
El Pico Pelado está encima de ti, se burla el Miedo, y te oprime, te oprime…
Sus alpargatas hacen chas-chas sobre la piedra; su respiración es un siseo trémulo; por lo demás, reina el silencio.
El resplandor sucio de la vela es mejor que nada, pero no es gran cosa.
Se detiene un segundo: la llama no se mueve. Todavía no hay corriente.
El techo se mantiene a la altura de un hombre y las paredes a la distancia de unos brazos abiertos.
Orito reanuda la marcha. Al cabo de treinta o cuarenta pasos, el túnel empieza a empinarse.
Se imagina emergiendo por una grieta secreta bajo la luz de las estrellas…
… y teme que su fuga le cueste la vida a Yayoi.
El crimen lo habrán cometido Enomoto, objeta su conciencia, la abadesa Izu, la Diosa…
—La verdad no es tan sencilla —le replica el eco de su voz a la conciencia.
¿Está templándose el aire, se pregunta Orito, o es que tengo fiebre?
El túnel se ensancha formando una cámara abovedada en torno a una efigie arrodillada de la Diosa, tres o cuatro veces más grande que un ser humano. Para espanto de Orito, ahí termina el túnel. La Diosa está esculpida en una roca negra jaspeada de motas brillantes, como si el escultor la hubiese tallado en un bloque de cielo nocturno. La comadrona se pregunta cómo harían para transportarla hasta ese lugar: es más fácil pensar que la roca negra ha estado allí desde el inicio de los tiempos, y que en su día ensancharon el túnel para llegar hasta ella. La Diosa tiene la espalda recta y cubierta con una tela roja, y las gigantescas manos ahuecadas para formar un cuenco del tamaño de una cuna. Sus ojos rapaces miran fijamente al vacío. Su boca ávida se abre de par en par. Si el templo de Shiranui es una pregunta —la idea piensa a Orito tanto como Orito piensa la idea—, entonces este lugar es la respuesta. Grabados en la pulida pared circular, a la altura de los hombros de la estatua, hay más ideogramas ilegibles: ciento ocho, está casi segura, uno por cada pecado del budismo. Algo atrae los dedos de Orito hacia el muslo de la Diosa, y cuando lo tocan, por poco no se le cae la vela: la piedra está caliente como si estuviese viva. La estudiosa que lleva dentro busca a tientas una respuesta: conductos de aguas termales, deduce, en las rocas cercanas… Allí donde debería estar la lengua de la Diosa hay algo que destella a la luz de la vela. Superando el miedo irracional a que los dientes de piedra le arranquen el brazo, la fugitiva alarga la mano y encuentra un frasco pequeño y ancho, encajado en un hueco. Es de cristal soplado turbio, o quizá lo turbio sea el líquido que contiene. Orito lo descorcha y lo huele: es inodoro. En su doble condición de hija de médico y paciente de Suzaku, sabe que más le vale no probarlo. Pero ¿por qué guardarlo en un sitio así? Vuelve a insertar el frasco en la boca de la Diosa y le pregunta:
—¿Qué eres? ¿Qué se hace aquí? ¿Con qué fin?
Las aletas de piedra de la nariz de la Diosa no pueden hincharse. Sus ojos maléficos no pueden agrandarse…
Se apaga la vela. La oscuridad engulle la caverna.
De vuelta en la primera de las salas del altar, Orito se prepara para atravesar los aposentos del maestro Genmu cuando repara en los cordones de seda de las túnicas negras y se maldice por haber sido tan estúpida. Diez cordones, anudados, forman una cuerda liviana y resistente, tan larga como la altura del muro exterior: para mayor seguridad, añade otros cinco. Los enrolla, abre la puerta y bordea la alcoba del maestro Genmu hasta llegar a una puerta lateral. Un pasillo hecho de biombos conduce a una puerta de salida que da al jardín del maestro, donde hay una escala de bambú apoyada en la muralla. Orito sube, ata un extremo de la cuerda a una viga discreta pero sólida, y lanza el otro extremo por encima del parapeto. Sin volver la vista atrás, respira hondo por última vez como prisionera y empieza a bajar hacia el foso seco…
Aún no estoy a salvo. Orito aterriza en una maraña de ramas invernales.
Mantiene el muro del templo a su derecha y se niega a pensar en Yayoi.
Dos gemelos grandes, piensa, con quince días de retraso; una pelvis más estrecha que la de Kawasemi…
Dobla la esquina oeste y enfila a través de una franja de abetos.
De cada diez o doce partos en la Casa, uno termina con la madre muerta.
Tras pasar por piedras heladas y montones de agujas de abeto, Orito encuentra una cavidad en la que refugiarse.
Con tus conocimientos y tu pericia, no es vanagloria, sería uno de cada treinta.
El viento veloz se engancha las mangas en los vítreos árboles espinosos.
—Si te vuelves atrás —se advierte Orito— ya sabes lo que te harán los monjes.
Encuentra el sendero donde empieza la rampa de las puertas torî. Bajo el cielo nocturno, el color cinabrio que lucen a la luz del día es de un negro intenso.
Nadie puede pedirme que me someta a la esclavitud, ni siquiera Yayoi…
Justo entonces, Orito piensa en el arma que ha adquirido en el scriptorium.
Dudar de una carta de Año Nuevo es dudar de todas… Con eso podría amenazar a Genmu.
¿Aceptarían las hermanas las condiciones de la Casa si no estuviesen seguras de que sus Dones estaban vivos en el Mundo Inferior?
Una venganza morbosa, añadiría, no propicia embarazos fructíferos.
El sendero describe una curva cerrada. Aparece la constelación de Orión.
No. Orito desecha esa idea medio esbozada. No volveré jamás.
Se concentra en el camino empinado y cubierto de hielo. Una lesión podría destruir toda esperanza de llegar a la cabaña de Otane al amanecer. Un octavo de hora después, Orito sube una cuesta en curva, divisa desde arriba el puente de madera y lianas que lleva el nombre de Todoroki, y hace un alto para recobrar el aliento. El desfiladero de Mekura baja en picado ladera abajo, tan vasto como el cielo…
… En el templo repica una campana. No es el tañido profundo que marca las horas, sino un rebato más agudo e insistente: el que se toca en la Casa de las Hermanas cuando una de las hermanas se pone de parto. Orito se imagina a Yayoi llamándola. Imagina la frenética incredulidad provocada por su desaparición, la búsqueda por el recinto, y el descubrimiento de la cuerda. Imagina cómo despertarán al maestro Genmu: Se ha escapado la novicia…
Se imagina unos fetos gemelos anudados que taponan el cuello del útero de Yayoi.
Tal vez manden sendero abajo a unos cuantos acólitos, informarán de su huida a los centinelas de la Puerta Mediana, y mañana alertarán a los puestos de control de Isahaya y Kashima, pero las montañas de Kyôga son una eternidad de bosques en los que los fugitivos pueden desaparecer. Sólo volverás, piensa Orito, si tú quieres.
Se imagina al maestro Suzaku, impotente, mientras los gritos de Yayoi escaldan el aire.
La campana podría ser una treta, piensa, para hacerte volver.
Abajo, mucho más abajo, el mar de Ariake refulge bruñido por el claro de luna.
Lo que esta noche podría ser una treta, será la verdad mañana, o muy pronto…
—La libertad de Aibagawa Orito —declara en voz alta— es más importante que la vida de Yayoi y sus gemelos.
La fugitiva sopesa la veracidad de la afirmación.