Los doscientos escalones que conducen al templo Ryûgayi de Nagasaki
Día de Año Nuevo del duodécimo año de la era de Kansei
La muchedumbre alborozada se empuja y amontona. Unos niños venden currucas encerradas en jaulas que cuelgan de un pino. Una abuela de manos paralizadas grazna delante de su humeante parrilla:
—¡Brocheta de calamaaaaaaaaares, brocheta de calamaaaaaaaaares, quién quiere brocheta de calamaaaaaaaaares!
Dentro de su palanquín, Uzaemon oye a Kiyoshichi gritar «¡Abran paso, abran paso!», no porque espere que así vaya a despejársele el camino, sino para que Ogawa el Viejo no lo acuse de pereza.
—¡Imágenes maravillosas! ¡Dibujos increíbles! —grita un vendedor de grabados.
El rostro del hombre aparece en la celosía del palanquín de Uzaemon: lleva en la mano una estampa pornográfica de un duende desnudo que guarda un parecido innegable con Melchior Van Cleef. El duende está provisto de un monstruoso falo tan grande como su cuerpo.
—¿Puedo ofrecerle al señor, para su disfrute, una muestra de las Noches de Deshima?
—¡No! —gruñe Uzaemon.
Y el hombre se retira, gritando:
—¡Vean las ciento y ocho maravillas del imperio sin salir de casa!
Un contador de historias señala el Sitio de Shimabara en su cartel:
—Este de aquí, señoras y señores, es Amakusa Shirô, el cristiano, ¡dispuesto a vender nuestras almas al rey de Roma! —El feriante sabe cómo cautivar al público: al instante estallan los abucheos y los insultos—. Por eso el gran Shogun expulsó a los demonios extranjeros, y por eso el rito anual del fumi-e sigue vigente en nuestros días: ¡para erradicar a esos heréticos que chupan de nuestras ubres!
Una niña, desfigurada por una enfermedad, está dando el pecho a un bebé tan deforme que Uzaemon lo confunde con un cachorrillo afeitado.
—Misericordia y una moneda, señor —implora—; misericordia y una moneda…
Uzaemon descorre la celosía justo cuando el palanquín sube de golpe unos cuantos escalones, y se queda con un mon en la mano en medio de todos esos viandantes que ríen, fuman y gastan bromas. Tanta alegría es insoportable. Soy como el espíritu de un difunto en el O-bon, piensa Uzaemon, obligado a presenciar cómo los vivos y los despreocupados se atiborran de Vida. El palanquín se inclina y el intérprete tiene que agarrarse de la manilla lacada mientras se resbala hacia atrás. Cerca del final de las escaleras del templo, un puñado de niñas a punto de dejar de serlo juegan con sus peonzas. Conocer los secretos del monte Shiranui, piensa Uzaemon, significa verse desterrado de este mundo.
Un buey lento y pesado no le deja ver a las niñas.
Los Credos de la Orden de Enomoto lo iluminan todo de oscuro.
Cuando termina de pasar el buey, las niñas ya no están.
Los palanquines se detienen en el Patio de la Peonía de Jade, una zona reservada a las familias samurái. Uzaemon se apea del cubículo y se introduce las espadas bajo el fajín. Su esposa se coloca detrás de su madre, mientras su padre la emprende con Kiyoshichi como la tortuga rabiosa a la que, en las últimas semanas, ha empezado a parecerse:
—¿Por qué has permitido que nos enterrasen vivos en esa… —el viejo blande con violencia el bastón hacia las abarrotadas escaleras—… ciénaga humana?
—Mi error —Kiyoshichi hace una profunda reverencia— es imperdonable, señor.
—¿Y aun así —gruñe el anciano— este viejo estúpido debe perdonarte?
Uzaemon trata de intervenir.
—Con respeto, Padre, estoy seguro de que…
—¡«Con respeto» es lo que dicen todos los bribones mientras piensan lo contrario!
—Con sincero respeto, Padre, Kiyoshichi no podía hacer desaparecer a la multitud.
—Conque ahora los hijos se alían con los sirvientes contra los padres, ¿eh?
Kannon, implora Uzaemon, dame paciencia.
—Padre, no me alío con…
—Qué anticuado debe de parecerte este viejo tonto.
No soy tu hijo. Uzaemon se asombra ante lo inesperado de su pensamiento.
—La gente va a empezar a preguntarse —declara la madre de Uzaemon mirándose las manos empolvadas— si los Ogawa tienen dudas con respecto al fumi-e.
Uzaemon se dirige a Ogawa Mimasaku.
—Entonces, entramos… ¿no?
—¿No deberías consultárselo primero a los sirvientes? —Ogawa Mimasaku se encamina hacia las puertas interiores. Se levantó de la cama hace tan sólo unos días, no curado del todo, pero no asistir al ritual del fumi-e es como anunciar la propia muerte. Con un manotazo se quita de encima a Saiyi, que se ofrecía a ayudarlo—. Mi bastón es más leal.
Los Ogawa pasan por delante de una fila de parejas de recién casados que esperan para inhalar las volutas de incienso que salen de la boca del dragón de bronce de Ryûgayi, y que, según una leyenda vernácula, les garantizará un hijo varón y sano. Uzaemon tiene la sensación de que a su mujer le gustaría ponerse a la cola, pero se avergüenza demasiado de los dos abortos que ha sufrido. La entrada del templo, grande y tenebrosa, está festoneada de tiras de papel blanco que celebran la llegada del Año de la Oveja. Los sirvientes los ayudan a descalzarse y les guardan los zapatos en estantes señalados con sus nombres. Un iniciado les da la bienvenida con una reverencia nerviosa y hace ademán de guiar los hasta la Galería de la Paulovnia, para que puedan llevar a cabo el ritual fumi-e lejos de las miradas indiscretas de las clases inferiores.
—A los Ogawa los guía el sumo sacerdote —señala el padre de Uzaemon.
—El sumo sacerdote —se excusa el iniciado— está ocupado con los de-de-de…
Ogawa Mimasaku suspira y mira a otra parte.
—… deberes del templo —suelta al fin el abochornado joven.
—Un hombre sólo concede valor a aquello, o aquellos, de los que se ocupa.
El iniciado los conduce hasta una fila de treinta o cuarenta personas.
—La espera no —aspira hondo— d-d-d-ddd-d-debería ser larga.
—En el nombre del Buda —dice el padre de Uzaemon—, ¿cómo diantres haces para recitar los sutras?
El iniciado se sonroja, hace una mueca, e inclinándose en reverencia, se vuelve por donde ha llegado.
Ogawa Mimasaku esboza una sonrisa por primera vez en muchos días.
A todo esto, la madre de Uzaemon saluda a la familia que tienen delante.
—¡Nabeshima-san!
Una matriarca corpulenta se da la vuelta.
—¡Ogawa san!
—¡Otro año que se nos ha ido —dice suavemente la madre de Uzaemon— en un abrir y cerrar de ojos!
Ogawa el Viejo y el otro patriarca, un recaudador de impuestos del arroz al servicio de la Magistratura, intercambian viriles reverencias: Uzaemon saluda a los tres hijos de Nabeshima, todos ellos de edad parecida a la suya y empleados en la oficina de su padre.
—Un abrir y cerrar de ojos —suspira la matriarca— con dos nietos nuevos…
Uzaemon mira de reojo a su esposa, que se consume de la vergüenza.
—Le ruego acepte —dice su madre— nuestras más sinceras felicitaciones.
—A mis nueras —cacarea la señora Nabeshima— siempre les digo: «¡Despacio, que no es una carrera!». Pero los jóvenes de hoy en día no hacen ni caso, ¿no le parece? Ahora la mediana cree que ya le viene otro en camino. Entre nosotras —se acerca a la madre de Uzaemon—, cuando llegaron fui demasiado indulgente. Ahora están descontroladas. ¡Menudas tres! ¿Dónde están vuestros modales? ¡Qué vergüenza! —Con un gesto del índice, la mujer hace que las nueras den un paso al frente. Las tres visten un kimono de temporada y una elegante faja—. Le aseguro que si yo hubiese dado a mi suegra la guerra que me dan estos tres tormentos, me habrían mandado de vuelta a casa de mis padres.
Mientras las tres jóvenes esposas miran al suelo, la atención de Uzaemon se dirige a sus bebés, todos ellos en brazos de unas amas de cría que se mantienen al margen. Como en innumerables ocasiones a raíz de la visita de la herbolaria de Kurozane, lo asaltan imágenes de pesadilla: Orito recibiendo la «Donación», y, nueve meses después, los maestros «consumiendo» los Dones de la Diosa. Las preguntas empiezan a girar en su mente. ¿Cómo matan a los recién nacidos? ¿Cómo logran ocultárselo a las madres, al mundo? ¿Cómo pueden creerse que con esa depravación engañan a la muerte? ¿Cómo hacen para amputarse la mala conciencia?
—Veo que su esposa… Okinu-san, ¿me equivoco? —la señora Nabeshima mira a Uzaemon con sonrisa de santa y ojos de lagarto—, es más educada que las tres mías. Todavía no «estamos» —da unas palmaditas en la tripa de la joven— en estado interesante, ¿verdad?
Los polvos esconden el rubor de Okinu, pero las mejillas le tiemblan levemente.
—Mi hijo pone de su parte —afirma la madre de Uzaemon— pero ella es muy apática.
—¿Y cómo —pregunta la señora Nabeshima con tono de desaprobación— «nos hemos» adaptado a Nagasaki?
—Todavía echa de menos Shimonosekei —dice la madre de Uzaemon—, ¡es una llorona!
—La nostalgia podría ser la causa… —dice la matriarca, dándole más palmaditas en la barriga.
Uzaemon quiere defender a su mujer pero ¿cómo luchar contra una avalancha de barro maquillado?
—¿No podría su marido —pregunta la señora Nabeshima a la madre de Uzaemon— prescindir esta tarde de usted y de Okinu-san? Vamos a dar una pequeña fiesta en casa y su nuera podría sacar provecho de los consejos de las madres de su edad. Pero… ¡oh! —La matriarca repara en que Ogawa el Viejo hace una mueca de espanto—. Qué pensará usted de semejante abuso y con tan escasa antelación, dada la salud de su esposo…
—La salud de su esposo —interrumpe el anciano— es excelente. Vosotras dos —dice con desdén a su mujer y a su nuera— haced lo que se os antoje. Yo me voy a que Hisanobu me recite unos sutras.
—Un padre tan devoto —dice la señora Nabeshima sacudiendo la cabeza— es un ejemplo para los jóvenes de hoy en día. Bien, entonces, todo decidido, ¿verdad, señora Ogawa? Cuando termine el fumi-e, vengan a nuestra y… —Deja la frase a medias para dirigirse a una de las nodrizas—. ¡Haz callar a ese lechón llorica! ¿Se te ha olvidado dónde estamos o qué? ¡Qué vergüenza!
El ama de cría se da la vuelta, se descubre un seno y da de mamar al niño.
Uzaemon mira la fila que tienen delante y trata de calcular a qué ritmo avanza.
La deidad budista Fudô Myôô observa con mirada torva desde su altar iluminado con velas: su furia, según le enseñaron a Uzaemon, aterra a los impíos; su espada hace picadillo su ignorancia; su cuerda amarra a los demonios; su tercer ojo escruta los corazones humanos; y la roca sobre la que se yergue es un símbolo de inmovilidad. Sentados a sus pies hay seis funcionarios del Inspectorado de Pureza Espiritual, vestidos de ceremonia.
El primer funcionario le dice al padre de Uzaemon:
—Nombre y cargo, por favor.
—Ogawa Mimasaku, intérprete de primera categoría de la Corporación de Intérpretes de Deshima, cabeza de la familia Ogawa del distrito de Higashizaka.
El primer inspector le dice a un segundo:
—Ogawa Mimasaku está presente.
El segundo encuentra el nombre en un registro.
—El nombre de Ogawa Mimasaku está en la lista.
El tercero escribe el nombre.
—Ogawa Mimasaku queda registrado como presente.
Un cuarto anuncia:
—Ogawa Mimasaku realizará a continuación el acto del fumi-e.
Ogawa Mimasaku se sube encima de la gastada placa de bronce con la efigie de Jesucristo y la restriega con los talones a conciencia.
El quinto funcionario proclama:
—Ogawa Mimasaku ha realizado el fumi-e.
El anciano intérprete baja de la idólatra placa y, con ayuda de Kiyoshichi, se acomoda en un banco bajo. Uzaemon sospecha que padece un dolor más fuerte de lo que está dispuesto a manifestar.
El sexto funcionario anota en el registro: «Ogawa Mimasaku ha realizado el acto de fumi-e».
Uzaemon piensa en los Salmos de David del extranjero De Zoet y en cómo él mismo se libró por los pelos cuando Kobayashi mandó allanar la morada del holandés. Se arrepiente de no haber preguntado a De Zoet por su misteriosa religión ese verano.
De la sala contigua en la que los plebeyos celebran el rito llega un barullo jovial.
El primer funcionario ahora se dirige a él:
—Nombre y profesión, por favor.
Una vez concluidas las formalidades, Uzaemon se sube al fumi-e.
Después baja la vista y se encuentra con los ojos dolientes del dios extranjero. Uzaemon pisa con fuerza el bronce y piensa en la larga estirpe de Ogawas de Nagasaki que han pisado ese mismo fumi-e. En anteriores Años Nuevos, Uzaemon se enorgullecía de ser el último vástago de ese linaje: algunos antepasados también habrían sido, como él, hijos adoptivos. Pero hoy se siente un impostor, y sabe por qué.
Mi lealtad a Orito, dice para sus adentros, es mayor que mi lealtad a los Ogawa.
Nota el rostro de Jesucristo en la planta del pie.
La liberaré, jura Uzaemon, cueste lo que cueste. Pero necesito ayuda.
• • •
Las paredes del salón de doyo de Shuzai resuenan con los gritos de los dos espadachines y los golpes de las cañas de bambú. Atacan, esquivan, contraatacan, acorralan; atacan, esquivan, contraatacan, acorralan. El suelo elevado de madera cruje bajo sus pies desnudos. Unos cubos recogen las gotas de agua de lluvia, y cuando se llenan, el último aprendiz que le queda a Shuzai los cambia. El entrenamiento termina súbitamente cuando Shuzai, el más bajo de los dos contrincantes, asesta un golpe en el codo derecho a su adversario, provocando que Uzaemon deje caer la espada. El vencedor, preocupado, se quita la máscara: es un hombre curtido de cuarenta y tantos años, con la nariz aplastada y expresión alerta.
—¿Está roto?
—Ha sido culpa mía —dice Uzaemon apretándose el codo.
Yohei llega corriendo para ayudar a su patrón a quitarse la máscara.
A diferencia del rostro de su maestro, el de Uzaemon está bañado en sudor.
—No hay fractura… mira. —Dobla y estira el brazo—. Sólo un moratón bien merecido.
—Había poca luz. Debería haber encendido las lámparas.
—Shuzai san no debe malgastar aceite por mí. Dejémoslo por hoy.
—Espero que no me obligues a beberme yo solo tu generoso regalo…
—En un día tan propicio como hoy debes de tener compromisos más urgentes…
Shuzai echa una ojeada en torno a la sala vacía, mira a Uzaemon y se encoge de hombros.
—En ese caso —el intérprete hace una reverencia— acepto tu amable invitación.
Shuzai ordena a su discípulo que encienda la chimenea de sus aposentos privados. Los hombres se cambian de atuendo mientras hablan de los ascensos y degradaciones que el magistrado Ômatsu ha anunciado un poco antes. Al entrar en las dependencias, Uzaemon se acuerda de los diez o más jóvenes discípulos que comían, dormían y estudiaban en el doyo cuando empezó a tomar clases con Shuzai, y del par de matronas del vecindario que los atendían y mimaban. Hoy en día las estancias son más frías y silenciosas, pero cuando el fuego cobra vida, los dos hombres relajan el protocolo, pasan a hablarse en Tosa, su dialecto materno, y el hecho de que se conozcan desde hace diez años reconforta a Uzaemon.
El sirviente de Shuzai vierte el sake caliente en una frasca desportillada, hace una reverencia y se retira.
Ha llegado el momento, se dice Uzaemon para animarse, de decir lo que tengo que decir…
El pensativo anfitrión y su titubeante huésped se llenan las tazas mutuamente.
—Por las fortunas de los Ogawa de Nagasaki —propone Shuzai— y por la pronta recuperación de su honorable padre.
—Por un próspero Año de la Oveja para el salón de doyo del maestro Shuzai.
Los dos vacían la primera taza de sake y Shuzai suspira satisfecho.
—Pero me temo que la prosperidad se ha ido para siempre. Ojalá me equivoque, pero lo dudo. Los viejos valores están en declive, he ahí el problema. El olor a decadencia lo impregna todo, como el humo. Sí, de acuerdo, los samuráis adoran la idea de lanzarse a la batalla como sus valientes antepasados, pero cuando se vacía la alacena, de lo primero que se despiden es del arte de la espada, no de las concubinas ni de los forros de seda. Los que aprecian las viejas tradiciones son los mismos que entran en conflicto con las nuevas. La semana pasada me vino otro de mis alumnos con lágrimas en los ojos a decirme que abandonaba: su padre, que trabaja en la armería, lleva dos años cobrando la mitad del salario y acababa de enterarse de que los de su rango no tienen derecho a la paga de Año Nuevo. Y esto a finales del duodécimo mes, cuando los prestamistas y alguaciles hacen la ronda acosando a la gente honrada. ¿Te has enterado del último consejo de Edo a los funcionarios que siguen sin cobrar? «Satisfaced vuestros vicios criando peces de colores». ¡Peces de colores! ¿Quién tiene dinero para desperdiciarlo en peces, aparte de los mercaderes? Si a los hijos de los mercaderes les dejasen usar espada… —Shuzai baja la voz—… tendría una fila de alumnos de aquí al mercado de pescado. Pero antes planto monedas de plata en boñigas de caballo que esperar a que Edo promulgue ese edicto. —Rellena su taza y la de Uzaemon—. En fin, basta de contar mis penas. Durante el entrenamiento tenías la mente en otra parte.
Uzaemon ya no se sorprende por la perspicacia de Shuzai.
—No sé si tengo derecho a involucrarte.
—Para quien crea en el Destino —replica Shuzai— no eres tú el que me involucra.
Las ramitas húmedas crepitan en el fuego como si alguien las pisase.
—Hace unos días cayó en mi poder una información preocupante…
Una cucaracha, brillante como la laca, camina por el borde de la pared.
—… en forma de pergamino. Atañe a la Orden del templo de Shiranui.
Shuzai, conocedor de la intimidad que existía entre Uzaemon y Orito, estudia a su amigo.
—El pergamino enumera los preceptos secretos de la Orden. Es… muy perturbador.
—El monte Shiranui es un lugar muy hermético. ¿Estás seguro de que ese pergamino es auténtico?
Uzaemon se extrae de la manga el tubo de cornejo.
—Sí. Ojalá fuese falso, pero lo escribió un acólito de la Orden que no podía seguir acallando su conciencia. Se fugó, y leyendo el pergamino se entiende por qué…
Las innumerables pezuñas de la lluvia chacolotean en las calles y los tejados.
Shuzai tiende la mano abierta para recibir el tubo.
—Leerlo significa implicarse, Shuzai. Podría ser peligroso.
Shuzai tiende la mano abierta para recibir el tubo.
—Pero esto… —Shuzai susurra horrorizado—… esto es una locura: que esa… —el maestro señala el pergamino extendido en la mesa baja—… jerigonza brutal pueda comprar la inmortalidad… Las frases están distorsionadas pero… ese Tercer y Cuarto Credo… Si los «Donantes» son los iniciados en la Orden y las «Portadoras» son las mujeres, y sus recién nacidos son los «Dones», entonces el templo de Shiranui es un… un… no es un harén sino…
—Una granja. —A Uzaemon se le tensa la garganta—. Las hermanas son el ganado.
—El Sexto Credo, sobre la Extinción de los Dones en el Cuenco de las Manos…
—Ahogan a los recién nacidos, como cachorros no deseados.
—Pero los hombres que los ahogan… deben de ser los propios padres.
—El Séptimo Credo ordena que cinco «Donantes» yazcan con la misma «Portadora» otras tantas noches para que nadie sepa que está matando a su propio hijo.
—Es… es un acto contra natura. Las mujeres, cómo pueden…
Shuzai deja la frase a medias.
Uzaemon se obliga a verbalizar sus peores miedos.
—Las mujeres son violadas en el momento de mayor fertilidad, y cuando los niños nacen, los roban. La anuencia de las mujeres, me imagino, no les importa. El infierno es el infierno porque el mal pasa desapercibido.
—Pero ¿algunas no preferirían quitarse la vida?
—Algunas tal vez sí. Pero fíjate en el Octavo Credo: «Cartas de los extintos». Una madre que cree que sus hijos llevan una buena vida con sus familias adoptivas tal vez pueda soportar lo que haga falta; sobre todo si alberga la esperanza de reencontrarse con ellos después de su «Descenso». La absoluta imposibilidad de esas reuniones es un hecho que, evidentemente, no llega jamás a la Casa de las Hermanas.
Shuzai no hace ningún comentario, pero mira el pergamino entornando los ojos.
—Hay frases que no logro descifrar… Mira la última de todas: «La Palabra Postrera de Shiranui es Silencio». Tu apóstata fugitivo debería traducir su testimonio a un japonés llano.
—Murió envenenado. Ya te he dicho que es peligroso leer los credos.
El sirviente de Uzaemon y el aprendiz de Shuzai charlan mientras barren la sala.
—Sin embargo —dice Shuzai con incredulidad—, el señor abad Enomoto tiene fama de ser…
—Un juez respetado, sí; un señor muy humano, sí; un académico del Shirandô, confidente de los ilustres y tratante de medicinas raras, sí. Pero parece que también cree en un arcano ritual sintoísta que proporciona una sangrienta inmortalidad.
—¿Cómo es posible que semejantes abominaciones se hayan mantenido en secreto durante tantas décadas?
—Aislamiento, astucia, poder, miedo… Los medios con que se alcanza la mayoría de los fines.
Un grupo de juerguistas empapados que celebran el Año Nuevo pasan corriendo por la calle.
Uzaemon mira la hornacina donde se honra al maestro de Shuzai y un tapiz enmohecido declara: «Antes muere de hambre el halcón que tocar un grano de trigo».
—El autor de este pergamino —dice Shuzai con cautela— ¿lo conociste en persona?
—No. Se lo entregó a una herbolaria anciana que vive cerca de Kurozane. La señorita Aibagawa la visitó dos o tres veces, y por eso la herbolaria me conocía de nombre. La mujer vino a buscarme con la esperanza de que yo tuviese la voluntad y los medios para ayudar a la última novicia del templo…
Los dos hombres escuchan el tamborileo del agua que gotea.
—La voluntad no me falta; los medios ya son otro cantar. Si un intérprete de tercera categoría organizase una campaña contra el señor de Kyôga, armado únicamente con este pergamino de procedencia ilegítima…
—Enomoto haría que te decapitasen por manchar su reputación.
Este instante, piensa Uzaemon, es una encrucijada.
—Shuzai, si hubiese logrado convencer a mi padre de que me dejase casarme con la señorita Aibagawa, como en su día le prometí, ella no estaría esclavizada en esta… —el intérprete clava el índice en el pergamino—… granja. ¿Entiendes por qué tengo que liberarla?
—Lo que entiendo es que como actúes por tu cuenta te cortarán en rodajas como a un atún. Dame unos pocos días. Puede que haga un pequeño viaje.