Hospital de Deshima
Una hora antes de la cena del vigésimo noveno día del undécimo mes
—Litotomía: del griego lithos, «piedra», y tomos, «corte». —Marinus se dirige a sus cuatro alumnos—. Refrésquenos la memoria, señor Muramoto.
—Extraer piedra de vejiga, riñones, vesícula biliar, doctor.
—«Hasta que venga el Reino…». —Wybo Gerritszoon está borracho, inconsciente, desnudo desde los pezones hasta los calcetines, y atado en la mesa de operaciones como una rana en una tabla de disección—. «Que eres pan ácimo…». Uzaemon piensa que las palabras del paciente son un mantra cristiano.
El carbón ruge en el brasero; esa noche ha nevado.
Marinus se frota las manos.
—¿Cuáles son los síntomas de los cálculos en la vesícula, señor Kayiwaki?
—Sangre en orina, doctor, dolor al orinar, y querer orinar pero no poder.
—Exacto. Otro síntoma es el miedo a la intervención quirúrgica, retrasar la decisión de someterse a la extracción del cálculo hasta que el paciente ya no es capaz de tumbarse sin sentir una dolorosa necesidad de hacer aguas menores, por más que estas pocas gotas… —Marinus mira el reguero de orina rosa de Gerritszoon en la placa de muestras—… sean todo lo que consigue expeler. Lo que significa que ahora el cálculo se encuentra… ¿dónde, señor Yano?
—«Santificado sea tu cielo de cada día…». —Gerritszoon eructa—. ¿Cómo coño va la cosa?
Yano aprieta el puño para indicar un estrechamiento.
—Piedra… bloquea… agua.
—Entonces —dice Marinus con desdén— el cálculo está bloqueando la uretra. ¿Qué destino le espera al paciente incapaz de orinar, señor Ikematsu?
Uzaemon observa cómo Ikematsu deduce el todo de las partes, «incapaz», «orinar» y «destino».
—Cuerpo que no puede orinar no puede hacer sangre pura, doctor. Cuerpo muere de sangre sucia.
—Muere. —Marinus asiente.
—El gran Hipócrates advirtió a los méd…
—Dejaos de cháchara, cabrones, y haced de una puta vez lo que tengáis que hacer…
Jacob de Zoet y Con Twomey, presentes para ayudar al médico, se miran uno a otro.
Tras coger la venda de algodón que le tiende Eelattu, Marinus le dice a Gerritszoon:
—Abra la boca, por favor.
Y lo amordaza.
—El gran Hipócrates advirtió a los médicos que no «cortasen piedras» y dejasen esa tarea a cirujanos de baja ralea; el romano Amonio el Litótomo, el hindú Susruta y el árabe Abu Al Qasim Al Zahraui, quien, dicho sea de paso, inventó el antepasado de esto —Marinus blande su bisturí de doble filo cubierto de sangre seca—, cortaban el perineo —el médico levanta el pene del ultrajado holandés y señala un punto entre la raíz y el ano— aquí, cerca de la sínfisis púbica. —Marinus suelta el pene—. En aquellos tiempos infaustos morían más de la mitad de los pacientes… tras una agonía espantosa.
Gerritszoon deja de forcejear al instante.
—El fraile Jacques, un matasanos francés de gran talento, propuso una incisión suprapúbica, encima del corpus ossis pubis —Marinus moja una uña en el tintero y traza una raya por debajo y a la izquierda del ombligo de Gerritszoon— para penetrar oblicuamente en la vejiga. Cheselden, un inglés, perfeccionó la operación, perdiendo menos de un paciente de cada diez. Yo he llevado a cabo más de cincuenta litotomías y he perdido a cuatro. Dos no fueron culpa mía. Los dos eran… Bueno, vivimos y aprendemos, aunque nuestros difuntos pacientes no pueden decir lo mismo, ¿eh, Gerritszoon? La minuta de Cheselden eran quinientas libras por dos o tres minutos de trabajo. Pero, por fortuna —el médico le da un azote en la nalga al amarrado paciente—, Cheselden le enseñó el oficio a un alumno llamado John Hunter. Entre los alumnos de Hunter había un holandés, Hardwijke, que a su vez enseñó a Marinus, que hoy enseña esta operación gratuitamente. Bien. ¿Empezamos?
El recto de Wybo Gerritszoon, por puro terror, expele una ventosidad caliente.
—Vamos allá. —Marinus hace una señal a De Zoet y Twomey, cada uno de los cuales agarra un muslo—. Cuanto menos movimientos, menos daños accidentales.
Uzaemon ve a los estudiantes un tanto desorientados con esa última afirmación, así que se la traduce. Eelattu se sienta a horcajadas sobre el diafragma del paciente, separa las nalgas de Gerritszoon y le obstaculiza la visión de los bisturíes. El doctor Marinus le pide al doctor Maeno que acerque la lámpara a la raya de tinta y empuña el bisturí. Su expresión pasa a ser la de un espadachín.
Marinus hunde el bisturí en el abdomen de Gerritszoon.
El cuerpo del paciente se tensa como si fuese un solo músculo; Uzaemon se estremece.
Los cuatro alumnos observan paralizados.
—El espesor de la grasa y el músculo varía —dice Marinus— pero la vejiga…
Aún amordazado, Gerritszoon profiere un grito no muy distinto del de quien tiene un orgasmo.
—… la vejiga —prosigue Marinus— tiene más o menos un pulgar de grosor.
El bisturí recorre por completo la marca de la incisión: Gerritszoon chilla de dolor.
Uzaemon se obliga a mirar: las litotomías son desconocidas fuera de Deshima, y ha aceptado complementar el informe que Maeno remitirá a la academia.
Gerritszoon bufa como un toro, le lloran los ojos y lanza gruñidos.
Marinus se unta el dedo de aceite de colza y lo inserta hasta el nudillo en el ano de Gerritszoon.
—Con esto, el paciente debería vaciar los intestinos de antemano. —Se siente un olor a carne podrida y a manzanas dulces—. El cálculo se localiza a través de la ampolla rectal… —con la mano derecha Marinus inserta las pinzas en la incisión rebosante de sangre—… y se empuja desde el fundus hacia la incisión. —Del recto del paciente manan heces líquidas en torno a la mano del médico—. Cuanto menos se hurgue con las pinzas, mejor… Una perforación es suficiente y… ¡ay! Ya casi lo tenía… y… ¡Eureka!
Marinus extrae el cálculo, saca el dedo del ano de Gerritszoon y limpia uno y otro en el delantal. El cálculo es del tamaño de una bellota, y amarillo como una muela picada.
—Hay que restañar el corte antes de que nuestro paciente muera desangrado. Domburgués, corkiano, apártense, por favor.
Marinus vierte otro tipo de aceite sobre la incisión, y Eelattu lo taparon una venda costrosa.
El amordazado Gerritszoon suspira mientras el dolor disminuye de insoportable a espantoso.
El doctor Maeno pregunta:
—¿Qué es aceite, doctor, por favor?
—Extracto de las hojas y corteza de Hamamelis japónica, una especie a la que yo mismo he dado nombre. Es una variedad autóctona de avellano mágico que reduce el riesgo de fiebre: un truco que me enseñó una anciana analfabeta, hace muchas vidas.
Orito, recuerda Uzaemon, también recibía lecciones de una vieja herbolaria montañesa.
Eelattu cambia el vendaje y ata el recambio en la cintura de Gerritszoon.
—El paciente deberá guardar cama durante tres días y comer y beber con moderación. La orina rezumará por la herida de la pared de la vejiga; hay que estar preparados para posibles fiebres e inflamaciones; pero la orina debería volver a salir por el conducto apropiado en cuestión de dos o tres semanas.
Marinus le desata la mordaza a Gerritszoon y le dice:
—Más o menos el mismo tiempo que necesitó Syako para volver a caminar después de la paliza que le diste en septiembre, ¿no?
Gerritszoon desatornilla los ojos.
—Cabrón… cabrón de mierda…
—Haya paz en la Tierra —Marinus pone el dedo en los labios del paciente, deformados de pústulas—. Y para los hombres de buena voluntad.
• • •
En el comedor del administrador Van Cleef resuenan seis o siete conversaciones en japonés y holandés, la cubertería de plata tintinea sobre la vajilla buena, y, aunque aún es de día, los candelabros iluminan un campo de batalla sembrado de huesos de cabra, raspas de pescado, migas de pan, pinzas de cangrejo, caparazones de langosta, trozos de manjar blanco, y hojas y bayas de acebo caídas del techo. Las mamparas que separan el comedor de la Sala de la Bahía se han retirado, lo que permite a Uzaemon disfrutar de una vista panorámica que se extiende hasta el comienzo del mar abierto: las aguas son de color azul pizarra y las montañas están medio borradas por la gélida llovizna que la noche anterior comenzó a derretir la nieve.
Los sirvientes malayos del administrador terminan una canción con violín y flauta y empiezan otra. Uzaemon la recuerda del banquete del año pasado. Los intérpretes entienden que el «Año Nuevo holandés» del vigésimo quinto día de diciembre coincide con el nacimiento de Jesucristo, pero fingen ignorarlo por si un día un espía ambicioso quisiese acusarlos de promover el culto cristiano. La Navidad, ha notado Uzaemon, ejerce una extraña influencia en los holandeses. Pueden tornarse insoportablemente nostálgicos de su hogar, ofensivos, alegres, sensibleros, o, con frecuencia, todo eso a la vez. Cuando Arie Grote sirve el pastel de ciruelas, el administrador Van Cleef, el adjunto Fischer, Ouwehand, Baert y el joven Oost están ya en un estado que va de bastante borracho a borracho perdido. Los únicos que conversan con los comensales japoneses son los tres holandeses más sobrios: Marinus, De Zoet y Twomey.
—¿Ogawa-san? —Goto Shinpachi parece preocupado—. ¿Está enfermo?
—No, no… Lo siento. ¿Goto-san me ha preguntado algo?
—Era un comentario sobre la belleza de la música.
Preferiría oír —declara el intérprete Sekita— a un cerdo degollado.
—O a un hombre —dice Arashiyama— al que le cortan una piedra de la vesícula, ¿eh, Ogawa?
—Su descripción me ha quitado el apetito. —Sekita se mete en la boca otro huevo a la diabla, entero—. Estos huevos están buenísimos.
—Me fío más de las hierbas chinas —dice Nishi, el vástago simiesco de una dinastía rival de intérpretes de Nagasaki— que de un bisturí holandés.
—Mi primo se fio de las hierbas chinas para su cálculo… —dice Arashiyama.
El adjunto Fischer suelta una de sus estruendosas carcajadas mientras aporrea la mesa.
—… y tuvo una muerte que te quitaría el apetito pero de verdad.
La nueva «esposa» del administrador Van Cleef, vestida con un kimono de diseños nivales y pulseras tintineantes, abre la puerta corredera y dirige una recatada reverencia a la sala. Varias conversaciones se apagan y los comensales más educados evitan comérsela con los ojos. La mujer susurra al oído de Van Cleef unas palabras que le iluminan la cara; el holandés le susurra algo a su vez y le da un azote en el trasero cual granjero a su buey. Fingiendo un coqueto enfado, la mujer regresa a los aposentos privados de Van Cleef.
Uzaemon sospecha que el administrador de la factoría tenía la escena preparada de antemano para hacer alarde de sus pertenencias.
—Lástima —masculla Sekita— que no esté en el menú.
Si De Zoet se hubiese salido con la suya, piensa Uzaemon, también Orito sería una mujer de Deshima…
Cupido, el esclavo, reparte una botella a cada uno de los doce comensales.
… y ahora se entregaría a un solo hombre, Uzaemon da un bocado, en lugar de verse entregada a muchos.
—Ya me temía —dice Sekita— que hubiesen abandonado esta grata costumbre.
Es mi sentimiento de culpa el que habla, piensa Uzaemon. Pero ¿y si tuviese razón?
Acto seguido aparece Filandro, el sirviente malayo, para descorchar las botellas.
Van Cleef se pone de pie y golpea una copa con la cuchara hasta que capta la atención de la mesa.
—Aquellos de ustedes que honrasen con su presencia los banquetes del Año Nuevo holandés ofrecidos por los administradores Hemmij y Snitker, conocerán ya el «brindis de la cabeza de hidra»…
Arashiyama susurra a Uzaemon:
—¿Qué es una hidra?
Uzaemon lo sabe pero se encoge de hombros para no perderse las frases de Van Cleef.
—Hacemos un brindis, uno por uno —explica Goto Shinpachi— y…
—… y cada minuto que pasa —interviene Sekita— nos ponemos más borrachos.
—… mediante el cual, nuestros deseos conjuntos —Van Cleef se mece— forjan un… un… un futuro más brillante.
Como dicta la costumbre, cada comensal llena la copa de su vecino.
—Así pues, caballeros —Van Cleef alza la copa— ¡por el siglo XIX!
La sala entera corea el brindis, pese a carecer de todo sentido a efectos del calendario japonés.
Uzaemon se da cuenta de lo mal que se siente.
—¡Os ofrezco la amistad —exclama el adjunto Fischer— entre Europa y el Oriente!
¿Cuántas veces, se pregunta Uzaemon, estaré condenado a oír estas palabras vacuas?
El intérprete Kobayashi mira a Uzaemon.
—Por pronta recuperación de amigos muy queridos, Ogawa Mima-saki y Gerritszoon-san.
Uzaemon se ve, pues, obligado a ponerse en pie e inclinarse ante Kobayashi el Viejo, sabedor de que el anciano está maquinando en el seno de la Corporación de Intérpretes para que asciendan a su hijo al segundo rango por encima de Uzaemon, cuando Ogawa el Viejo acepte lo inevitable y se retire de su codiciado cargo.
Le llega el turno al doctor Marinus:
—Por los que buscan la verdad.
A beneficio de los inspectores, el intérprete Yoshio pronuncia su brindis en japonés:
—A la salud de nuestro sabio y bien amado magistrado.
Yoshio también tiene un hijo en el tercer rango que espera ocupar una de las próximas vacantes. A los holandeses les dice:
—Por nuestros gobernantes.
Este es el juego al que hay que jugar, piensa Uzaemon, para hacer carrera en la Corporación.
Jacob de Zoet agita el vino en la copa.
—A todos nuestros seres queridos, estén cerca o lejos.
La mirada del holandés se cruza por casualidad con la de Uzaemon, y ambos apartan la mirada mientras se entona el brindis. El intérprete sigue girando taciturno el servilletero cuando Goto se aclara la garganta.
—¿Ogawa-san?
Uzaemon alza la vista y se encuentra con que están todos mirándolo.
—Disculpen, caballeros, el vino me ha robado la lengua.
Un chapoteo de risas maliciosas recorre la sala. Los rostros de los comensales se hinchan y después se achican. Los labios no se corresponden con las confusas palabras pronunciadas. Mientras la conciencia lo abandona, Uzaemon se pregunta: ¿me estaré muriendo?
• • •
Los escalones de la calle Higashizaka, resbaladizos por culpa de la nieve helada, están salpicados de huesos, trapos, hojas podridas y excrementos. En la subida, Uzaemon y el patizambo Yohei pasan por delante de un puesto de castañas. El olor incita a la rebelión al estómago del intérprete. Un poco más arriba, un mendigo que no sabe que se acerca un samurái está orinando contra un muro. Perros esmirriados, milanos y cuervos se disputan las míseras sobras desperdigadas por la calle.
De una puerta salen un mantra fúnebre y unas volutas de incienso.
Shuzai me espera para practicar esgrima, recuerda Uzaemon…
En el cruce hay una niña en avanzado estado de gestación que vende velas de sebo.
… pero si me desmayase dos veces en el mismo día se dispararían dañinos rumores.
Uzaemon pide a Yohei que compre diez velas: la niña tiene cataratas en los dos ojos.
La vendedora de velas da las gracias al cliente. El patrón y el sirviente reemprenden la subida.
A través de una ventana se oye a un hombre que grita: «¡Maldigo el día en que me casé contigo!».
—¿Samurái-sama? —una adivina sin labios lo llama desde una puerta entornada—. Alguien en el Mundo Superior necesita de su liberación, Samurái-sama.
Uzaemon, irritado por el descaro de la mujer, sigue su camino.
—Señor —dice Yohei—, si vuelve a marearse, yo podría…
—No te preocupes como las mujeres: me sentó mal el vino extranjero.
El vino extranjero, piensa Uzaemon, unido a la intervención quirúrgica.
—Si mi padre —le dice a Yohei— se enterase de mi momentáneo desliz, se preocuparía.
—No lo oirá de mis labios, señor.
Pasan frente a la garita de la entrada. El hijo del vigilante se inclina al paso de uno de los residentes más importantes del vecindario. Uzaemon le devuelve un rápido saludo con la cabeza y piensa: Ya casi estoy en casa. La idea no lo consuela mucho.
—¿Tendría Ogawa-san la generosidad de concederme un poco de su tiempo?
Mientras espera a que le abran la puerta, Uzaemon oye la voz de una anciana.
Del bosquecillo que hay junto al arroyo surge una montañesa cargada de espaldas.
—¿Con qué derecho —Yohei se interpone en su camino— usas el nombre de mi señor?
El siervo Kiyoshichi abre desde dentro la puerta de la residencia Ogawa. Al ver a la montañesa, explica:
—Señor, esta débil mental ha llamado hace un rato a la puerta de servicio y ha pedido hablar con el intérprete Ogawa el Joven. Le he pedido que se largase, pero como el señor puede ver, la vieja loca…
El rostro de la anciana, curtido por las inclemencias y enmarcado por un sombrero y un abrigo de paja, no refleja la astucia avezada de los mendigos.
—Tenemos una amiga común, Ogawa-sama.
—Basta, abuela —Kiyoshichi la agarra del brazo—. Va siendo hora de que se vuelva a casa.
El sirviente pide confirmación a Uzaemon, que le dice articulando con los labios:
—Sin violencia.
—La puerta de la calle es por ahí.
—Pero Kurozane está a tres días de camino, joven, y mis viejas piernas…
—Pues cuanto antes se ponga en marcha, mejor, ¿no le parece?
Uzaemon franquea la puerta de la residencia y atraviesa el umbroso jardín de piedra donde lo único que prospera son los líquenes sobre los arbustos enfermos. Saiyi, el criado de su padre, demacrado y con cara de pájaro, abre desde dentro la puerta del edificio principal de la casa, un instante antes de que Yohei la abriese desde fuera.
—Bienvenido a casa, señor. —Los sirvientes, en previsión del día en que el patrón no sea Ogawa Mimasaku sino Ogawa Uzaemon, andan ya disputándose la primacía—. El anciano padre del señor está durmiendo en sus aposentos, señor; y la mujer del señor tiene jaqueca. La madre del señor está cuidándola.
Mi mujer quiere estar sola, piensa Uzaemon, pero Madre no se lo permite.
La nueva doncella aparece con un par de pantuflas, agua caliente y una toalla.
—Enciende la chimenea de la biblioteca —ordena a la doncella.
El intérprete tiene intención de pasar a limpio los apuntes de la litotomía. Si me pongo a trabajar, espera, puede que mi mujer y Madre me dejen tranquilo.
—Prepárale el té al señor —Yohei le dice a la doncella—. No muy cargado.
Saiyi y Yohei esperan para ver de cuál de los dos reclamará sus servicios el patrón.
—Ocupaos de… —Uzaemon suspira—… lo que haya que ocuparse. Los dos.
Se encamina por el pasillo, frío y encerado, y oye a Yohei y a Saiyi culparse mutuamente del mal humor del patrón. La forma de discutir refleja cierta familiaridad conyugal, y Uzaemon sospecha que por las noches los dos sirvientes comparten algo más que la habitación. Una vez encontrado el refugio de la biblioteca, el intérprete cierra la puerta a la tristeza del hogar, a la montañesa demente, a la cháchara del banquete de Navidad, a su bochornosa salida allí, y se sienta al escritorio. Le duelen las pantorrillas. El ritual es de su agrado: raspar la piedra de tinta, mezclar las virutas con unas gotas de agua, mojar la pluma. En los anaqueles de roble reposan libros y pergaminos chinos de gran valor. Uzaemon recuerda lo sobrecogido que se sintió quince años antes, cuando entró por primera vez en la biblioteca de Ogawa Mimasaku, sin imaginar, ni por un instante, que su patrón terminaría adoptándolo, no digamos ya convirtiéndolo en su heredero.
Sé menos ambicioso, se exhorta el joven Uzaemon, y más contentadizo.
El libro que capta su atención desde el estante más próximo es el ejemplar de La riqueza de las naciones de De Zoet.
Uzaemon pone en orden sus recuerdos de la litotomía.
Llaman a la puerta: el sirviente Kiyoshichi abre la puerta.
—Esa criatura deficiente no volverá a molestarnos, señor.
Uzaemon requiere un instante para entender la frase.
—Bien. Habría que informar a su familia de las molestias que anda causando.
—Le he pedido al hijo del vigilante que se ocupase de eso, señor, pero no la conoce de nada.
—Eso es que debe de ser de… ¿Kurozaka, dijo?
—De «Kurozane», si el señor me disculpa. Creo que es un pueblo en la carretera del mar de Ariake, en el feudo de Kyôga.
El nombre le es familiar. Puede que el abad Enomoto lo mencionase en alguna ocasión.
—¿Ha dicho para que me quería ver?
Lo único que ha dicho es «un asunto privado», señor, y que era una herbolaria.
—Cualquier vieja chiflada capaz de cocer un hinojo se proclama herbolaria.
—Desde luego, señor. Puede que se enterase de las enfermedades de la casa y haya querido vendernos alguna cura milagrosa. Se merece una buena tunda, la verdad, pero con esa edad…
La nueva doncella entra con un cubo de carbón. Se ha puesto un pañuelo blanco, tal vez porque la tarde ha refrescado. A Uzaemon le viene a la mente un detalle de la novena o décima carta de Orito. «La herbolaria de Kurozane», rezaba la misiva, «vive al pie del monte Shiranui, en una cabaña antiquísima, con cabras, gallinas y un perro…». El suelo se inclina.
Id a por ella.
Uzaemon casi no se reconoce la voz.
Kiyoshichi y la doncella miran atónitos a su patrón, y después se miran el uno al otro.
Id corriendo a por la herbolaria de Kurozane, la anciana de la montaña. Traedla.
El estupefacto sirviente no sabe si creer lo que está oyendo.
Primero me desmayo en Deshima, piensa Uzaemon, dándose cuenta de lo extraño de su proceder, y ahora está veleidad a propósito de una mendiga.
—Mientras rezaba por Padre en el templo, un sacerdote señaló que la enfermedad podía deberse a… a un déficit de caridad en la residencia de los Ogawa, y que los dioses nos enviarían una… una oportunidad de hacer enmienda.
Kiyoshichi duda que los dioses utilicen mensajeros tan malolientes.
Uzaemon da una palmada.
—¡No me hagas repetírtelo, Kiyoshichi!
—Es usted Otane —empieza diciendo Uzaemon, preguntándose si asignarle un título honorífico—. Otane-san, la herbolaria de Kurozane. Antes, ahí fuera, no he entendido…
La anciana se sienta como una perdiz acurrucada. Tiene los ojos vivaces y luminosos.
Uzaemon despacha a los sirvientes.
—Le pido perdón por no haberle hecho caso.
Otane acepta las disculpas que se le deben, pero no dice nada. De momento.
—Son dos días de viaje desde el feudo de Kyôga. ¿Ha hecho noche en una posada?
—Era un viaje que había que hacer, y aquí estoy.
—La señorita Aibagawa siempre hablaba de Otane-san con gran respeto.
—La segunda vez que vino a Kurosane —el dialecto de la anciana, típico de Kyôga, tiene una cierta dignidad rústica—, la señorita Aibagawa habló del intérprete Ogawa en parecidos términos.
Tendrá los pies llenos de ampollas, piensa Uzaemon, pero sabe dar patadas.
—Raro es el hombre que toma esposa con arreglo al corazón. Yo tuve que casarme al dictado de mi familia. Así funciona el mundo.
—Las visitas de la señorita Aibagawa son los tres tesoros de mi vida. Pese a nuestra enorme diferencia de clase, ella era para mí una hija muy querida, y sigue siéndolo.
—Tengo entendido que Kurozane está al pie del sendero que conduce al monte Shiranui. ¿Es posible —Uzaemon ya no soporta albergar más esperanzas— que usted la haya visto antes de su ingreso en el templo?
El rostro de Otane es un amargo no.
—Todo contacto está prohibido. Dos veces al año llevo medicinas al médico del templo, el maestro Suzaku, y las entrego en la garita. Pero ningún seglar puede traspasar ese límite, salvo que lo hayan invitado el maestro Genmu o el señor abad Enomoto. Menos aún…
La puerta se abre y la doncella de la madre de Uzaemon entra con el té.
Madre no ha tardado mucho, constata Uzaemon, en mandar a su espía.
Otane hace una reverenda al recibir el té en una bandeja de nogal.
La doncella se retira rumbo a un interrogatorio exhaustivo.
—Menos aún —prosigue Otane— una vieja herbolaria. —Rodea el cuenco de té con sus dedos huesudos y manchados de medicinas—. No, no es un mensaje de la señorita Aibagawa lo que le traigo pero… Bueno, enseguida volveré sobre este asunto. Hace unas semanas, la noche de la primera nevada, un hombre buscó refugio en mi cabaña. Era un joven acólito del templo del monte Shiranui. Había huido.
El perfil borroso de Yohei cruza tras la ventana de papel iluminada por la nieve.
—¿Qué le dijo? —Uzaemon tiene la boca seca—. La señorita Aibagawa… ¿está… está bien?
—Está viva, pero me habló de las crueldades que los monjes de la orden cometen con las hermanas. Dijo que si estas crueldades saliesen a la luz, ni siquiera los contactos que el señor abad tiene en Edo servirían para defender al templo. Ese era el plan del acólito: ir a Nagasaki y denunciar a la Orden del monte Shiranui ante el magistrado y su tribunal.
Alguien barre nieve en el patio con una escoba de varillas duras.
Pese al fuego del hogar, Uzaemon se queda helado.
—¿Dónde está ese desertor?
—Lo enterré al día siguiente en mi huerto, entre dos cerezos.
Algo se mueve veloz en los márgenes del campo visual del intérprete.
—¿De qué murió?
—Existe una familia de venenos que, una vez ingeridos, permanecen en el cuerpo, inocuos, siempre que todos los días se tome un antídoto. Pero sin ese antídoto, el veneno acaba con la vida de su huésped. Es mi hipótesis más verosímil…
—Entonces, ¿el acólito estaba condenado a muerte desde el momento en que se escapó?
Al final del pasillo, la madre de Uzaemon está abroncando a su doncella.
—¿El acólito habló de las prácticas de la Orden antes de morir?
—No —Otane inclina su anciana cabeza y se acerca—, pero escribió los credos en un pergamino.
—Esos credos ¿son las mismas «crueldades» que padecen las hermanas?
—Soy una anciana de origen campesino, intérprete. No sé leer.
—El pergamino —la voz de Uzaemon también es un susurro— ¿está… está en Nagasaki?
Otane se queda mirándolo como si fuese el Tiempo hecho carne. De la manga se saca un tubo de madera de cornejo.
—¿Las hermanas —se obliga a preguntar Uzaemon— están obligadas a yacer con los hombres? ¿Es esa la… la crueldad de la que hablaba el acólito?
Los pasos firmes de su madre se acercan por el crujiente pasillo.
—Tengo motivos para temer —Otane entrega el tubo al intérprete— que la verdad es aún más fea.
Uzaemon se esconde el tubo en la manga justo cuando se abre la puerta.
—¡Disculpa! —Su madre aparece en el umbral—. No tenía ni idea de que tuvieses visita. ¿Se quedará a cenar tu… —hace una pausa—… tu huésped?
Otane hace una profunda reverencia.
—Tamaña generosidad supera con creces los méritos de una vieja abuela. Gracias, señora, pero no debo abusar ni un minuto más de la caridad de vuestra casa…