Sala del Altar de la Casa de las Hermanas del templo del monte Shiranui
Vigésimo sexto día del undécimo mes
Que no me toque a mí, reza Orito, que no me toque a mí. La Diosa está desnuda para la Anunciación del Don: sus senos al aire están rebosantes de leche, y el vientre, desprovisto de ombligo, está preñado con un feto femenino tan fértil, según la abadesa Izu, que su minúsculo útero encierra otro feto femenino más pequeño aún, que está, a su vez, fecundado con otra hija todavía más pequeña… y así sucesivamente, hasta el infinito. Durante el Sutra de la Súplica, la abadesa observa a las nueve hermanas que no han recibido la Donación. Orito ha pasado diez días encarnando el papel de hermana penitente con la esperanza de granjearse el acceso al recinto y poder así escapar discretamente por encima de la tapia, pero su esperanza ha sido en vano. Llevaba temiendo este día desde que vio la barriga encinta de Yayoi y comprendió lo que debía de significar, y ahora ese día ha llegado. Todo han sido elucubraciones sobre la elección de la Diosa, y a Orito se le ha hecho insoportable. «Una de las dos será por fuerza la novicia», dijo Umegae, con cruel satisfacción. «La Diosa querrá que la hermana Orito se sienta como en casa lo antes posible». La ciega Minori, que lleva dieciocho años en el templo, dice que las novicias, a más tardar, reciben el Don en el cuarto mes, pero no siempre en el segundo. Yayoi apuntó que la Diosa podría dar otra oportunidad a Kagerô y a Minori, dado que ninguna había concebido un Don pese a haber sido las escogidas del mes pasado, pero Orito sospecha que Yayoi lo decía para tranquilizarla, no porque sea verdad.
Cae el silencio en la Sala de las Plegarias. El sutra ha terminado.
Que no me toque a mí. La espera es insoportable. Que no me toque a mí.
La abadesa Izu golpea el gong. El sonido crece y decrece en ondas.
Las hermanas presionan la frente contra el tatami en señal de obediencia.
Como criminales que aguardan la espada del verdugo, piensa Orito.
Los hábitos ceremoniales de la abadesa hacen frufrú.
—Hermanas del monte Shiranui…
Las nueve mujeres mantienen la frente pegada al suelo.
—La Diosa ha dado órdenes al maestro Genmu de que, en el undécimo mes…
Un carámbano cae y se hace añicos en el corredor del claustro, y Orito da un respingo.
—… en el undécimo mes del undécimo año de la era Kansei…
Este no es mi sitio, piensa Orito. Este no es mi sitio.
—… las dos hermanas que recibirán la Donación en su nombre son Kagerô y Hashihime.
Orito reprime un gemido de alivio pero no puede acallar los latidos desbocados de su corazón.
¿No me das las gracias, pregunta la Diosa a Orito, por apiadarme de ti este mes?
No te oigo. Orito pone cuidado en cerrar bien la boca. Trozo de madera.
El mes que viene, la Diosa se ríe como la madrastra de Orito. Te lo prometo.
• • •
En los Días de Donación reina un clima festivo en la Casa de las Hermanas. En cuestión de escasos minutos, Kagerô y Hashihime ya están recibiendo felicitaciones en la Sala Alargada. La sincera envidia de las demás mujeres deja boquiabierta a Orito. Las conversaciones giran en torno a las ropas, perfumes y afeites que lucirán las escogidas por la Diosa para recibir a sus donantes. Llegan bolas de arroz y judías azuki con miel para el desayuno; del almacén del abad Enomoto envían sake y tabaco. Las celdas de Kagerô y Hashihime están decoradas con adornos de papel. A Orito le asquea esta celebración de la fecundación forzosa, y da gracias cuando el sol asoma su rostro y la abadesa Izu les ordena a ella y a Sawarabi recoger la ropa de cama de la casa para sacudirla y orearla. Los colchones de paja se doblan sobre un poste que hay en el patio y se golpean repetidas veces con una caña de bambú: en el aire frío y luminoso se levanta una tenue neblina de polvo y ácaros. La robusta Sawarabi es hija de campesinos de la meseta de Kirishima, pero la hija del médico no tarda en quedarse rezagada. Sawarabi se da cuenta y tiene la amabilidad de proponerle un breve descanso. Se sienta en una pila de futones y dice:
—Espero, novicia, que no estés muy decepcionada porque la Diosa no te haya escogido este mes.
Orito, que aún está recobrando el aliento, dice que no con la cabeza.
En la otra punta de los claustros, Asagao y Hotaru echan migas de pan a una ardilla.
Sawarabi sabe leer el pensamiento.
—No tengas miedo de la Donación. Ya has visto con tus propios ojos los privilegios de que disfrutan Yayoi y Yûguri: más comida, mejores sábanas y mantas, carbón… ¡y ahora los servicios de una comadrona instruida! ¡Ni a las princesas las miman tanto! Los monjes son más amables que los maridos, mucho más limpios que los clientes de los burdeles, y aquí no hay suegras que te maldigan por estúpida si das a luz a una niña ni que se conviertan en los celos personificados cuando das a luz a un heredero varón.
Orito finge estar de acuerdo.
—Sí, hermana. Ya lo sé.
La nieve derretida cae del viejo pino con un ruido seco.
Para de mentir, la rata gorda la observa desde debajo de los claustros, y para de luchar.
—En serio, hermana —Sawarabi titubea—, comparado con lo que sufren las chicas con deformaciones allí abajo…
La rata gorda se alza sobre las patas traseras.
La Diosa es tu tierna y paciente madre.
—… en el Mundo Inferior, este lugar es un palacio.
La ardilla de Asagao y Horatu trepa velozmente una columna del claustro.
El Pico Pelado es tan puntiagudo que podría grabarse en cristal con una aguja.
Mi quemadura, no consigue añadir Orito, no atenúa el crimen de mi secuestro.
—Vamos a terminar con los futones —dice— antes de que las demás nos tomen por un par de holgazanas.
• • •
Las tareas están listas a media tarde. En el estanque del patio aún flota un triángulo de sol. En la Sala Alargada, Orito ayuda a la provisora Satsuki a remendar camisones: ha descubierto que coser aplaca su sed de «consuelo». Del campo de entrenamiento, más allá del recinto, llega el sonido de los monjes que se ejercitan con espadas de bambú. El carbón y las agujas de pino crepitan en el brasero. La abadesa Izu está sentada en la cabecera de la mesa, bordando un breve mantra en una de las capuchas que visten las hermanas en el momento de recibir la Donación. Hashihime y Kagerô, que lucen sendas fajas rojas como símbolo del favor de la Diosa, se empolvan la cara mutuamente; uno de los pocos objetos que se les niega incluso a las hermanas de más rango es el espejo. Ahora es Umegae la que, con malevolencia mal disimulada, pregunta a Orito si ya se ha recuperado de la desilusión.
—Estoy aprendiendo —consigue decir la comadrona— a someterme a la voluntad de la Diosa.
—Seguro que la próxima vez —tranquiliza Kagerô a Orito— la Diosa te escogerá a ti.
—La novicia —observa la ciega Minori— parece más feliz en su nueva vida.
—Ya era hora de que entrase en razón —masculla Umegae.
—Acostumbrarse a la Casa —rebate Kiritsubo— lleva su tiempo: ¿os acordáis de aquella pobrecilla de la isla de Goto? Se pasó dos años llorando todas las noches.
Las palomas riñen y zurean en los aleros de los claustros.
—La hermana de Goto encontró la alegría en sus tres Dones sanos y hermosos —afirma la abadesa.
—Pero no en el cuarto —suspira Umegae—, que le costó la vida.
—No perturbemos el descanso de los muertos —dice secamente la abadesa— desenterrando las desgracias sin motivo, hermana.
La piel amoratada de Umegae le camufla el rubor, pero la mujer se inclina en señal de aquiescencia y disculpa.
Las demás hermanas, sospecha Orito, recuerdan que su antecesora se ahorcó en su celda.
—Bueno —dice Minori la ciega—, yo, sin ir más lejos, querría preguntarle a la novicia qué es lo que la ha ayudado a aceptar la Casa como su hogar.
—El tiempo —responde Orito enhebrando la aguja—, y la paciencia de mis hermanas.
Mientes, mientes, silba la tetera, hasta yo me doy cuenta…
Cuanto más acuciante es su necesidad de «consuelo», se percata Orito, peores son las jugarretas que le hace la Casa.
—Yo doy gracias a la Diosa todos los días —la hermana Hatsune está cambiándole las cuerdas al koto— por haberme traído a la Casa.
—Yo doy las gracias a la Diosa —Kagerô se afana en las cejas de Hashihime— ciento y ocho veces antes del desayuno.
La abadesa Izu dice:
—Hermana Orito, me parece que la tetera está seca…
Cuando Orito se arrodilla en la losa de piedra del borde del estanque para sumergir el cazo en el agua helada, la luz oblicua crea, por un instante, un espejo tan perfecto como un vidrio holandés. La joven no se había visto la cara desde que escapó de su vieja casa de Nagasaki; y lo que ahora descubre la deja de una pieza. El rostro reflejado en la piel plateada del estanque es el suyo, pero tres o cuatro años más viejo. ¿Y mis ojos? Son inexpresivos y están hundidos. Otra jugarreta de la Casa. No está segura del todo. Vi ojos así en el Mundo Inferior.
El canto de un tordo en el viejo pino suena disperso y medio olvidado.
¿Qué era, Orito está hundiéndose, lo que estaba tratando de recordar?
Las hermanas Hotaru y Asagao la saludan desde los claustros.
Orito responde con un gesto de la mano, repara en que sigue empuñando el cazo y se acuerda del recado. Vuelve a mirar el agua y reconoce los ojos de una prostituta que atendió en un burdel de Nagasaki, propiedad de dos hermanos medio chinos. La chica tenía sífilis, escrófula, pulmonía y sólo los Nueve Sabios sabrán qué más enfermedades, pero lo que había destruido su espíritu era su dependencia del opio.
—Pero Aibagawa-san —le suplicaba la chica—, no necesito otra medicina…
Fingir que aceptas el Contrato de la Casa, piensa Orito…
Los ojos de la prostituta, en su día hermosos, la miran fijamente desde el fondo de un negro abismo.
… es como haberlo aceptado a medias.
Orito oye la risa desenfadada del maestro Suzaku en la entrada del templo.
El deseo y la necesidad de las drogas te llevan a aceptar la otra mitad…
El acólito de guardia en la puerta grita:
—¡Se abre la puerta interna, hermanas!
… y cuando te lo hayan hecho una vez, ¿para qué seguir resistiéndote?
—Como no recuperes el control de tu voluntad —dice la chica del estanque— te convertirás en lo que son ellas.
Voy a dejar de tomar las drogas de Suzaku, decide Orito, a partir de mañana.
El arroyo abandona el estanque por una rejilla cubierta de musgo.
Ese «mañana», entiende, es la prueba de que tengo que dejarlo hoy.
• • •
—¿Cómo se encuentra hoy nuestra novicia? —pregunta el maestro Suzaku.
La abadesa Izu observa desde un rincón; el acólito Chûai está sentado en otro.
—El maestro Suzaku me encuentra con una salud excelente, gracias.
—El cielo de esta tarde era el cielo de la Tierra Pura, ¿verdad, Hermana Nueva?
—En el Mundo Inferior, las puestas de sol nunca eran tan bellas.
Complacido, el hombre valora el comentario de Orito.
—¿No estás dolida por la decisión que tomó la Diosa esta mañana?
Debo ocultar mi alivio, piensa Orito, y ocultar que lo estoy ocultando.
—Hay que aprender a aceptar las decisiones de la Diosa, ¿no?
—Has avanzado mucho en poco tiempo, Novicia.
—Según tengo entendido, la Iluminación puede darse en un instante.
—Sí. Así es. —Suzaku mira a su ayudante—. Tras largos años de esfuerzo, la Iluminación transforma a un hombre en un abrir y cerrar de ojos. El maestro Genmu está tan contento con tus progresos que te ha mencionado en una carta que ha escrito al señor abad.
Me mira fijamente, sospecha Orito, en busca de algún indicio de irritación.
—No soy digna —dice la novicia— de la atención del señor Enomoto.
—Ten por seguro que nuestro señor abad tiene un interés paternal por todas nuestras hermanas.
La palabra «paternal» le trae a la mente el recuerdo de su progenitor y le reabre heridas recientes.
De la Sala Alargada llegan los sonidos y olores de la cena, que ya está sirviéndose.
—Entonces, ¿no hay síntomas que mencionar? ¿Ningún dolor ni hemorragia?
—De veras, maestro Suzaku, no concibo sentirme mal en la Casa de las Hermanas.
—¿Nada de estreñimiento o diarrea? ¿Hemorroides? ¿Picores? ¿Jaquecas?
—Una dosis de mi… mi medicina diaria es lo único que le pido, si me lo permite.
—Con sumo placer.
Suzaku vierte el líquido fangoso en una taza del tamaño de un dedal y se la tiende a Orito, que se gira y tapa la boca, como hacen las mujeres de buena cuna. Sólo de presentir el alivio que le proporcionaría el «consuelo» ya le duele todo el cuerpo. Pero antes de cambiar de idea, Orito se vierte el contenido de la minúscula taza en la manga guateada y el cáñamo azul oscuro lo absorbe por completo.
—Esta noche sabe a… a miel —dice Orito—. ¿O son imaginaciones mías?
—Lo que es bueno para el cuerpo —Suzaku le mira la boca— es bueno para el alma.
• • •
Orito y Yayoi lavan los platos mientras Kagerô y Hashihime reciben palabras de aliento de las demás hermanas —algunas tímidas y otras, a juzgar por las risas, cualquier cosa menos tímidas— antes de que la abadesa Izu se las lleve a la Sala del Altar para que recen a la Diosa. Un cuarto de hora después, la abadesa las acompaña hasta sus habitaciones, donde aguardan la llegada de sus Donantes. Una vez lavados los platos, Orito se queda en la Sala Alargada para no tener que enfrentarse al pensamiento de que dentro de un mes podría ser ella la que yazca con una capucha bordada en la cabeza a disposición de un maestro o acólito. Su cuerpo protesta por la dosis de «consuelo» que se le ha denegado. Tan pronto está ardiendo como una sopa como helada como un carámbano. Cuando Hatsune le pide que le lea la última carta de Año Nuevo remitida por su Don primogénito, que ya es una jovencita de diecisiete años, Orito se alegra de tener una distracción.
—«Querida Madre». —Orito mira detenidamente las pinceladas femeninas a la luz de la lámpara— «las bayas están rojas en las lindes del camino y cuesta creer que ya tengamos otro otoño en puertas».
—Es tan elegante con las palabras como su madre —murmura Minori.
—Comparado con Noriko-chan —suspira Kiritsubo—, mi Tarô es un zoquete.
En las cartas de Año Nuevo, constata Orito, los «Dones» recuperan su nombre.
—Pero cuando uno es, como Tarô, el aprendiz de un cervecero infatigable —objeta la orgullosa y modesta Hatsune—, ¿de dónde va a sacar tiempo para fijarse en las bayas del otoño? Pido a la novicia que continúe.
—«Ha llegado de nuevo el momento» —lee Orito— «de enviar una carta a mi querida madre, en el lejano monte Shiranui. La pasada primavera, cuando tu Carta del Primer Mes llegó al taller de la Grulla Blanca, Ueda-san»…
—Ueda-san es el maestro de Noriko-chan —dice Sadaie—, un famoso sastre de Miyako.
—¿No me digas? —Orito ya ha oído diez veces la misma historia—. «Ueda-san me concedió medio día libre para celebrarlo. Antes de que se me olvide, Ueda-san y su esposa te mandan sus mejores deseos».
—Qué suerte —dice Yayoi— haber encontrado una familia tan honorable.
—La Diosa siempre cuida de sus Dones —afirma Hatsune.
—«Tus noticias, Madre, me deparan el mismo placer que, según me dices amablemente, te proporcionan mis insulsos garabatos. Qué maravilla que hayas sido bendecida con otro Don. Rezaré para que encuentre una familia tan afectuosa como los Uedas. Te ruego que des las gracias a la hermana Asagao por haber cuidado de ti durante tu enfermedad del pecho, y al maestro Suzaku por sus diarias atenciones».
Orito hace una pausa para preguntar:
—¿Una enfermedad del pecho?
—Ah, sí, el problema que tuve con la tos. El maestro Genmu mandó al acólito Yiritsu —que en paz descanse— a Kurozane, a por hierbas frescas de la herbolaria.
Un cuervo, piensa Orito con dolor, podría llegar a la chimenea de Otane en media hora.
La comadrona recuerda el viaje que hizo ese verano a Kurozane y le entran ganas de llorar.
—¿Hermana? —se percata Hatsune—. ¿Te pasa algo?
—No. «Entre dos bodas de Palacio en el quinto mes, y dos funerales en el séptimo, la Grulla Blanca ha estado inundada de pedidos. He tenido un año afortunado en todos los aspectos, Madre, aunque me ruborizo al escribirlo. El principal proveedor de brocados de Ueda-san es un mercader llamado Koyama-san que cada dos o tres meses viene al taller acompañado de sus cuatro hijos. Durante un par de años, el más joven, Shingo-san, ha venido intercambiando cortesías conmigo mientras yo trabajaba. Este verano, sin embargo, durante la fiesta de O-bon, me llamaron para que acudiera al pabellón del jardín donde, para gran sorpresa mía, Shingo-san, sus padres, Ueda-san y mi señora estaban tomando el té». —Orito alza los ojos y ve la expresión embelesada de las hermanas—. Ya habrás imaginado, Madre, lo que vino a continuación, pero yo, tonta como soy, no lo supe ver.
—No es esdúbida —tranquiliza Asagao a Hatsune—, sólo bura e inocende.
—«La charla» —continúa leyendo Orito— «giró en torno a los muchos talentos de Shingo-san y de mis humildes logros. Hice cuanto pude por dominar mi timidez, sin parecer demasiado descarada, y después…».
—Tal y como le aconsejaste que hiciese hace dos años —dice Sawarabi con voz de gallina clueca.
Orito ve a la hermana hincharse de orgullo.
—«Y después mi señora me felicitó por la buena impresión que había causado. Volví a mis quehaceres honrada por los elogios, pero no esperaba volver a tener más noticias de los Koyama hasta su próxima visita a la Grulla Blanca. Mi ingenuidad no duró mucho. Pocos días después, el día del cumpleaños del emperador, Ueda-san se llevó a todos sus aprendices a ver los fuegos artificiales en el parque Yoyogi. ¡Qué magia la de aquellos brotes rojos y amarillos que florecían efímeros en el cielo nocturno! Al regresar, mi señor me llamó a su despacho y allí mi señora me dijo que los Koyama les habían propuesto que me casase con su hijo menor, Shingo. ¡Me hinqué de rodillas en el acto, Madre, como si me hubiese hechizado un zorro! La mujer de Ueda-san mencionó que la proposición había partido del propio Shingo. El hecho de que un joven tan íntegro me desease como esposa hizo que se me saltasen las lágrimas». Yayoi le pasa a Hotaru un trozo de papel para que se seque los ojos.
Orito dobla la última página y despliega la siguiente.
—«Pedí permiso a Ueda-san para hablar con sinceridad, y mi señor me instó a hacerlo. Tengo unos orígenes demasiado oscuros para los Koyama, dije; me debo al taller de la Grulla Bianca; y si paso a formar parte de la familia Koyama como nuera y esposa, las malas lenguas dirán que recurrí a ardides rastreros para pescar tan buen marido».
—¡Ah, tú agarra al mozo por el dragón —se carcajea Yûgiri, achispada por el sake— y déjate de cháchara!
—Qué vergüenza, hermana —la reprende la provisora Satsuki—. Deja leer a la novicia.
—«El señor Ueda repuso que los Koyama estaban más que enterados de mi condición de Hija del Templo, pero no tenían nada que objetar. Querían una nuera hacendosa, modesta, emprendedora y no» —las hermanas unen sus voces a la de Orito para recitar al unísono la despectiva semblanza— «una damisela relamida y comilona que cree que “Trabajo Duro” es el nombre de una ciudad de la China. Por último, el señor me recordó que soy una Ueda por adopción; ¿de dónde me sacaba, pues, que los Ueda estaban tan por debajo de los Koyama? Ruborizada, pedí perdón al señor por mis desconsideradas palabras».
—¡Pero Noriko-san no quiso decir eso! —protesta Hotaru.
Hatsune se calienta las manos en el fuego.
—Ueda-san está curándola de su timidez, creo yo.
—«La señora me dijo que mis objeciones me honraban, pero que las familias estaban de acuerdo en que nuestro noviazgo durase hasta mi decimoséptimo Año Nuevo…».
—O sea, este Año Nuevo que viene —explica Hatsune a Orito.
—«… fecha en la que, si los sentimientos de Shingo-sama no han cambiado…».
—Todas las noches —dice Sadaie— le ruego a la Diosa que mantenga fiel el corazón del muchacho.
—«… nos casaremos el primer día propicio del primer mes. Ueda-san y Koyama-san invertirán dinero en un taller especializado en fajines obi, donde mi esposo y yo podremos trabajar mano a mano y formar a nuestros propios aprendices».
—¿Podéis creerlo? —dice Kiritsubo—. El Don de Hatsune con aprendices a sus órdenes.
—Y con hijos, también —dice Yûgiri—, si el joven Shingo se sale con la suya.
—«Repaso estos renglones y veo que mis palabras parecen las de una niña que sueña despierta. Tal vez sea este, Madre, el mayor obsequio que nos hace nuestra correspondencia: un espacio en el que nos está permitido soñar. Te llevo a diario en el pensamiento. Tu Don, Noriko». Las mujeres miran la carta, o el fuego. Sus mentes están muy lejos.
Orito entiende que las cartas de Año Nuevo son el «consuelo» más potente de las hermanas.
Temprano, a la hora del jabalí, se abren las puertas para la entrada de los dos Donantes. Todas las hermanas presentes en la Sala Alargada oyen el ruido del cerrojo. Los pasos de la abadesa Izu abandonan su alcoba y se detienen en la entrada. Orito imagina tres reverencias silenciosas. La abadesa guía los pasos de dos varones a lo largo del pasillo interior, hasta la celda de Kagerô, primero, y la de Hashihime, después.
Al cabo de un minuto, las pisadas de la abadesa recorren el trayecto inverso, pasando por delante de la Sala Alargada. Silban las velas. Orito pensaba que Yûgiri o Sawarabi tratarían de echar un vistazo a los Donantes elegidos cuando pasasen por el pasillo en penumbra, pero en lugar de eso juegan una sobria partida de mah jong con Hotaru y Asagao. Nadie hace la menor alusión a la llegada del maestro y del acólito a las habitaciones de las donatarias. Acompañándose con el koto, Hatsune canta quedamente El castillo al claro de luna. La provisora está remendando un calcetín. Orito se percata de que cuando al fin tienen lugar los intercambios carnales que la Casa da en llamar «Donaciones», todas las bromas y chismorreos cesan por completo. La comadrona comprende que la ligereza y procacidad no son una negación del hecho de que los úteros y ovarios de las hermanas sean propiedad de la Diosa, sino una forma de sobrellevar la servidumbre…
• • •
De vuelta en la celda, Orito mira la lumbre a través de un agujero de la manta. Unos pasos de hombre han salido de la alcoba de Kagerô hace ya un rato, pero el Donante de Hashihime está entreteniéndose un poco más, tal como le está permitido hacer a los Donantes cuando ambas partes están de acuerdo. Todo lo que Orito sabe del acto sexual lo ha aprendido de textos médicos y de las anécdotas de las mujeres que curaba en los burdeles de Nagasaki. Trata de desterrar de su pensamiento la posibilidad de que, dentro de un mes escaso, haya un hombre metido bajo esa misma manta, inmovilizándola contra el colchón. Haz que yo no exista más, suplica al fuego. Disolvedme en vuestro interior, implora a las tinieblas. La joven se da cuenta de que tiene mojado el rostro. Una vez más, recorre mentalmente la Casa de las Hermanas en busca de una escapatoria. No hay ventanas exteriores por las que huir. El suelo es de piedra y no puede excavarse. Las dos verjas de entrada están cerradas por dentro, con una garita entre ambas. Los aleros de los claustros vuelan muy por encima del patio y no pueden alcanzarse ni escalarse.
Es imposible. Orito mira una viga y se imagina una cuerda.
Llaman a la puerta. Yayoi susurra:
—Soy yo, hermana.
Orito se levanta de un salto y abre la puerta.
—¿Has roto aguas?
La silueta encinta de Yayoi se ve aún más abultada por las mantas.
—No consigo dormir.
Orito la hace entrar deprisa, por miedo a que de repente surja un hombre de la oscuridad.
—Cuenta la historia —Yayoi se enrosca en el dedo un mechón de Orito— que cuando nací con esto —la embarazada se toca las orejas puntiagudas— llamaron al monje budista. Su explicación fue que a mi madre se le había metido un demonio en el útero y le había dejado un huevo dentro, como un cuco. O me abandonaba esa misma noche, le advirtió el monje, o vendrían los demonios a llevarse a su prole y harían picadillo a la familia para darse un banquete. Mi padre oyó la advertencia con alivio: todos los campesinos «separan el grano de la paja» para librarse de las hijas no deseadas. Nuestra aldea disponía incluso de un lugar a propósito: un círculo de rocas picudas al que se llegaba subiendo por el cauce seco de un arroyo, pasados los últimos árboles de la falda de la montaña. En el séptimo mes no me mataría el frío, pero los perros salvajes, los osos en busca de alimento y los espíritus hambrientos darían cuenta de mí antes del alba. Mi padre me abandonó allí y se volvió a casa sin remordimientos…
Yayoi coge la mano de su amiga y se la pone en la barriga.
Orito siente cómo se mueven los bultos.
—Gemelos —dice—, no hay duda.
—Esa misma noche —el tono de voz de Yayoi se hace más quedo y gracioso—, según cuenta la historia, estaba previsto que llegase a la aldea Yôben el Vidente. Durante siete días y siete noches, un zorro blanco había guiado al santo, y un halo de luz de estrellas le iluminaba el camino, bajo las montañas y a través de los lagos. Su largo viaje concluyó cuando el zorro saltó al tejado de una modesta alquería situada en lo alto de un villorrio que casi no tenía ni nombre. Yôben el Vidente llamó a la puerta y mi padre, al verlo, se hincó de rodillas. Cuando el santo se enteró de mi nacimiento, dijo —Yayoi cambia el tono—: «Las orejas de zorro de la niña no eran una maldición sino una bendición de Kannon, nuestra Señora». Al abandonarme, mi padre había desdeñado la gracia de Kannon y provocado su cólera. Había que rescatar a la recién nacida a toda costa, antes de que ocurriese un desastre…
En el pasillo se oye abrirse y cerrarse una puerta corredera.
—Mientras mi padre y Yôben —prosigue Yayoi con su narración— se acercaban al lugar del abandono, oyeron a todos los bebés muertos que llamaban llorando a sus madres. Oyeron lobos grandes como caballos que aullaban deseosos de carne fresca. Mi padre tiritaba de miedo, pero el santo pronunciaba ensalmos sagrados para poder pasar ilesos entre fantasmas y lobos, y entrar en el círculo de rocas, donde todo estaba tan sereno y cálido como el primer día de primavera. Allí estaba sentada Kannon, con el zorro blanco, dándole el pecho a Yayoi, la niña mágica. Yôben y mi padre se hundieron hasta las rodillas. Con una voz que parecía las ondas de un lago, Kannon ordenó a Yôben que viajase por todo el imperio conmigo a cuestas, curando a los enfermos en su sagrado nombre. El santón objetó que no era digno de tal empresa, pero la niña, que con un día de vida ya hablaba, le dijo: «Allá donde haya desesperación, llevaremos esperanza, y donde haya muerte, insuflaremos vida». ¿Qué podía hacer el hombre sino obedecer a Nuestra Señora? —Yayoi suspira y trata de encontrar una postura más cómoda para su dilatado vientre—. Así pues, cada vez que Yôben el Vidente y la Mágica Niña Zorro llegaban a una ciudad nueva, esa era la historia que contaba aquel para atraer clientes.
—¿Puedo preguntarte —Orito está tumbada de lado— si Yôben era tu verdadero padre?
—Quizá te respondo que no porque no quiero que sea verdad…
El viento de la noche sopla por el tiro de la chimenea como un intérprete primerizo sopla la flauta shaku-hachi.
—… pero lo cierto es que mis primeros recuerdos son de gente enferma que me agarraba de las orejas mientras yo les echaba el aliento dentro de sus bocas podridas, y me decían «Cúrame» con sus ojos mortecinos; de los ventorros más inmundos; de Yôben plantado en mitad de plazas y mercados, leyendo «testimonios» de familias ilustres acerca de mis poderes.
Orito piensa en su propia infancia, transcurrida entre libros y académicos eruditos.
—Yôben soñaba con obtener audiencias en palacios, y pasamos un año en Edo, pero el hombre olía demasiado a feriante… a pobreza… a hambre… bueno, olía demasiado y punto. Durante los seis o siete años que pasamos en danza, la calidad de nuestros alojamientos no mejoró nunca. Todos sus infortunios, por supuesto, eran por mi culpa, sobre todo cuando estaba borracho. Un día, hacia el final, después de que nos hubiesen echado de una ciudad, otro matasanos le dijo a Yôben que una niña mágica, mal que bien, aún podía sacarles dinero a los moribundos y a los desesperados, pero una mujer mágica ya era harina de otro costal. Estas palabras le dieron que pensar, y menos de un mes después me vendió a un burdel de Osaka. —Yayoi se mira la mano—. Mi vida allí dentro, he tratado de olvidarla. Yôben ni siquiera me dijo adiós. Quizá no podía ni mirarme a la cara. Quizá fuese mi padre.
Orito se sorprende de la aparente ausencia de rencor en la chica.
—Cuando las hermanas te dicen: «La Casa es mucho, mucho mejor que un prostíbulo», no lo hacen por crueldad. Bueno, una o dos puede que sí, pero las demás no. Por cada geisha de éxito, con clientes ricos que se disputan sus favores, hay quinientas chicas exprimidas, masticadas y escupidas que mueren de enfermedades de burdel. Esto no debe de ser mucho consuelo para una mujer de tu clase, ya sé que has perdido una vida mejor que la de todas nosotras, pero la Casa de las Hermanas sólo es un infierno, una prisión, si tú quieres verla así. Los maestros y acólitos nos tratan con amabilidad. La Donación es una obligación fuera de lo común, pero ¿es tan diferente de la que los maridos exigen a sus mujeres? Aquí, desde luego, esa obligación se atiende con menos frecuencia… mucha menos.
La lógica de Yayoi asusta a Orito.
—¡Pero son veinte años!
—El tiempo pasa. La hermana Satsune se marchará dentro de dos años. Podrá afincarse en la misma ciudad que uno de sus Dones, y recibirá un estipendio. Las antiguas hermanas siguen escribiendo a la abadesa Izu, y sus cartas están llenas de afecto y gratitud.
Las sombras oscilan y se coagulan entre las vigas bajas.
—¿Por qué se ahorcó la última novicia?
—Porque enloqueció al separarse de su Don.
Orito deja pasar un poco de tiempo.
—¿Y a ti no te resulta doloroso?
—Por supuesto que sí. Pero no están muertos. Están en el Mundo Inferior, bien cuidados y alimentados, y piensan en nosotras. Después de nuestro Descenso, podremos incluso reunimos con ellos, si así lo queremos. Es una vida… extraña, no te digo que no. Pero gánate la confianza del maestro Genmu, gánate la confianza de la abadesa, y no será una vida dura, ni malgastada…
El día en que me lo crea, piensa Orito, será el día en que el templo de Shiranui se habrá adueñado de mi voluntad.
—… y me tienes a mí —dice Yayoi—, si es que eso vale algo.