XV

Casa de las Hermanas del templo del monte Shiranui

Amanecer de la vigésimo tercera mañana del décimo mes

Las tres campanadas broncíneas de la Primera Causa reverberan por los tejados, desalojan a las palomas, persiguen ecos por los claustros, se deslizan bajo la puerta de la celda de la novicia y encuentran a Orito, que con los ojos cerrados suplica: Déjame imaginar un ratito más que estoy en otra parte… pero el olor a tatami agrio, a velas aceitosas y a humo rancio le niega cualquier ilusión de libertad. Oye el tap, tap, tap de las pipas de tabaco de las mujeres.

Los piojos y las pulgas se han dado un banquete nocturno en su cuello, pecho y cintura.

En Nagasaki, piensa, a sólo dos días de viaje hacia el este, los arces seguirán rojos…

… las flores del manyu, rosas y blancas; y las papardas, gordas y en sazón. Un viaje de dos días, piensa, que parecen veinte años…

La hermana Kagerô pasa por delante de la celda. Su voz es un puñal:

—¡Frío! ¡Frío! ¡Frío!

Orito abre los ojos y estudia el techo de su cuarto de cinco esteras.

Se pregunta de qué viga se colgaría la última novicia.

El fuego se ha extinguido y la luz, doblemente filtrada, tiene una nueva blancura azulada.

Las primeras nieves, piensa Orito. El desfiladero que baja hasta Kurozane estará cortado.

Con la uña del pulgar, la joven hace una muesca minúscula en el zócalo de madera de la pared.

Puede que la casa se adueñe de mí, piensa, pero no se adueñará del Tiempo.

Cuenta las muescas: un día, dos días, tres días…

… Cuarenta y siete días, cuarenta y ocho días, cuarenta y nueve días…

Esa mañana, según sus cálculos, es la quincuagésima que pasa en cautividad.

—Harás diez mil muescas —se burla la rata gorda— y seguirás aquí.

La rata tiene los ojos como dos perlas negras, y se esfuma dejando una estela borrosa y peluda.

Si eso fuese una rata, se dice Orito, no hablaría porque las ratas no hablan.

Oye a su madre tararear en el pasillo, como casi todas las mañanas.

Huele el onigiri tostado, las bolas de arroz rebozadas de sésamo que le preparaba Ayame, la sirvienta.

—Ayame tampoco está aquí —dice Orito—. Mi madrastra la despidió.

Está segura de que estos «deslices» temporales y sensoriales son fruto de la medicina que el maestro Suzaku administra a todas las hermanas antes de la cena. A la suya el maestro la llama «consuelo». Orito es consciente de que el «consuelo» le procura un placer nocivo, pero si no se la bebe, no le dan de comer; y ¿qué posibilidades tiene una mujer famélica de escapar de un templo de montaña en pleno invierno? Más le vale comer.

Más difícil de soportar es la idea de que su madrastra y hermanastro se despiertan todos los días en la residencia de los Aibagawa, en Nagasaki. Orito se pregunta qué quedará de sus pertenencias y de las de su padre, y qué habrán vendido: los telescopios, el instrumental, los libros y las medicinas; los kimonos y joyas de su madre… Ahora todo es propiedad de su madrastra, que podrá venderlo al mejor postor.

Igual que me ha vendido a mí, piensa la novicia, sintiendo la rabia en el estómago…

… hasta que oye a Yayoi, en la celda contigua: su vecina vomita; gime; y vuelve a vomitar.

Orito se levanta con esfuerzo de la cama y se pone el sobrekimono guateado.

Atándose el pañuelo para cubrirse la quemadura, sale corriendo al pasillo.

Ya no seré una hija, piensa, pero sigo siendo una comadrona…

… ¿Adónde iba yo? Orito se detiene en el mohoso pasillo, separado de los claustros por las hileras de paneles corredizos de madera. La luz del día penetra a través de una celosía labrada en lo alto. La novicia tirita y ve su hálito; sabe que estaba yendo a algún sitio, pero ¿adónde? La amnesia es otro de los efectos del bebedizo de Suzaku. Mira a su alrededor en busca de algún indicio. El candil nocturno del rincón más cercano a la letrina se ha consumido. Orito coloca la palma de la mano en la mampara de madera, oscurecida por un sinfín de inviernos. Empuja, y el panel apenas cede unos tercos centímetros. Por la rendija ve los carámbanos que cuelgan de los aleros del claustro.

Las ramas de un viejo pino se comban con el peso de la nieve; la nieve tapiza las piedras apiladas.

Una capa de hielo recubre el estanque cuadrado. El Pico Pelado está veteado de nieve.

De detrás del tronco del pino sale la hermana Kiritsubo, que camina alrededor de los claustros, rozando el panel de madera con los dedos unidos de su brazo atrofiado. Da ciento y ocho vueltas alrededor del patio. Al llegar a la rendija dice:

—La hermana ha madrugado hoy.

Orito no tiene nada que decirle a la hermana Kiritsubo.

Umegae, la tercera hermana, se acerca por el pasillo interior.

—No es más que el comienzo del invierno de Kyôga, novicia. —A la luz nival, las manchas de Umegae son moradas como bayas—. Un Don en el útero es como una piedra caliente en el bolsillo.

Orito sabe que Umegae se lo dice para asustarla. Y lo consigue.

La comadrona secuestrada oye vomitar a alguien y se acuerda: Yayoi…

La mujer de dieciséis años se agacha sobre un cubo de madera. De los labios le cuelga un hilo de fluido gástrico, hasta que bombea un nuevo chorro de vómito. Con una cuchara, Orito rompe el hielo en la palangana y se lo lleva a la gestante de ojos vidriosos. Yayoile hace un gesto con la cabeza como diciendo: Ya pasó lo peor. Después Orito le limpia la boca con un cuadrado de papel y le da una taza de agua helada.

—Al menos —Yayoi se tapa las orejas de zorro con la banda del pelo— lo he echado casi todo dentro del cubo.

—Todo es cuestión de práctica.

Orito limpia las salpicaduras de vómito.

—Hermana —Yayoi se seca los ojos con la manga—, ¿por qué vomito tan a menudo?

—A veces los vómitos pueden prolongarse hasta el día del parto…

—La última vez tenía antojo de golosina dango, pero esta vez, sólo de pensarlo…

—Cada embarazo es diferente. Ahora échate un rato.

Yayoi se tumba, apoya las manos en la protuberancia, y se recluye en sus preocupaciones.

Orito le lee el pensamiento.

—Todavía te da pataditas, ¿verdad?

—Sí. Mi Don… —se acaricia la barriga—… se pone contento cuando te oye… pero… pero el año pasado la hermana Hotaru estuvo vomitando hasta el quinto mes y luego tuvo un aborto. Su Don había muerto hacía varias semanas. Yo estaba allí y el tufo era…

—¿La hermana Hotaru, entonces, llevaba varias semanas sin sentir patadas?

Yayoi se muestra al mismo tiempo remisa y ansiosa por responder.

—Me… imagino que sí.

—El tuyo, en cambio, sí da patadas. ¿Qué conclusión se te ocurre?

Yayoi frunce las cejas, se deja reconfortar por la lógica de Orito y se anima.

—Bendigo a la Diosa por haberte traído.

Quien me trajo fue Enomoto, Orito se muerde la lengua, mi madrastra me vendió…

Empieza a hacer fricciones con grasa de cabra en el vientre dilatado de Yayoi.

… los maldigo a los dos, y así se lo diré en cuanto tenga ocasión.

Siente una patadita en la mano, debajo del ombligo invertido de Yayoi; debajo de la última costilla, un golpe seco…

… junto al esternón, otra patada; a la izquierda, otro movimiento.

—Es posible —decide decirle Orito a Yayoi— que sean gemelos.

Yayoi está lo bastante vívida como para conocer los riesgos.

—¿Estás segura?

—Razonablemente segura. Eso explicaría el vómito prolongado.

—La hermana Hatsune tuvo gemelos en su segundo Don. Ascendió dos categorías con un solo parto. Si la Diosa me bendijese con gemelos…

—¿Qué sabrá ese cacho de madera —replica Orito en mal tono— del dolor humano?

—¡Hermana, por favor! —le implora Yayoi, espantada—. ¡Eso es como insultar a tu propia madre!

Orito siente un nuevo ataque de retortijones; y dificultad respiratoria.

—¿Lo ves, Hermana? Te ha oído. Pídele perdón, y se te pasará.

Cuanto más «consuelo» absorbe mi cuerpo, Orito lo sabe, más necesita.

La comadrona coge el cubo maloliente de Yayoi y se lo lleva detrás de los claustros, para vaciarlo en el pozo negro.

Los cuervos, posados en el caballete del empinado tejado, observan a la prisionera.

—Con todas las mujeres que puedes comprar —le preguntaría Orito a Enomoto—, ¿por qué me robaste la vida justo a mí?

Pero en cincuenta días, el abad de Shiranui no ha visitado ni una sola vez el templo.

—A su tiempo —es la respuesta que da la abadesa Izu a todas sus súplicas y preguntas—, a su tiempo.

En la cocina, la hermana Asagao remueve la sopa sobre un fuego furioso. La deformación de Asagao es una de las más impactantes de la casa: tiene los labios unidos formando un círculo que también le desfigura el habla. Su amiga Sadaie nació con el cráneo deforme, razón por la cual tiene cara de gato y unos ojos más grandes de lo normal. Al ver a Orito se interrumpe a mitad de la frase.

¿Por qué me miran, Orito se pregunta, como dos ardillas delante de un gato hambriento?

Por la cara que le ponen se da cuenta de que ha vuelto a pensar en voz alta.

Es otra de las jugarretas humillantes del «consuelo» y de la casa de las hermanas.

—La hermana Yayoi está enferma —dice Orito—. Me gustaría llevarle un cuenco de té. Por favor.

Con un movimiento de los ojos —uno gris y otro castaño—, Sadaie le indica la tetera.

Bajo la bata, a ella también empieza a notársele el embarazo.

Es niña, piensa la hija del médico, sirviéndose la amarga.

• • •

En cuanto oye el grito nasal del acólito Zanô —«¡Abrid las puertas, Hermanas!»—. Orito va corriendo a un punto del pasillo interior, entre las habitaciones de la abadesa Izu y de la provisora Satsuki, y abre el panel corredero de madera. Es desde esa misma posición desde donde, en su primera semana en el convento, en una sola ocasión y a través de las dos puertas, vislumbró el interior del recinto y alcanzó a distinguir unas escaleras, un grupo de arces, un maestro vestido de azul y un acólito vestido de cáñamo crudo…

… pero esta mañana, como de costumbre, el acólito de guardia tiene más cuidado. Lo único que ve Orito son las puertas exteriores cerradas y a un par de acólitos que llevan en carretilla las provisiones de la jornada.

La hermana Sawarabi llega como una exhalación desde la Sala de Reuniones.

—¡Acólito Chûai! ¡Acólito Maboroshi! Espero que la nieve no les haya congelado los huesos. El maestro Genmu no tiene corazón, mira que hacer pasar hambre a sus potrillos hasta dejarlos esqueléticos…

—Siempre nos las arreglamos —flirtea a su vez Maboroshi— para entrar en calor, Novena Hermana.

—Oh, ¿cómo he podido olvidarlo? —Sawarabi se pasa la punta de los dedos por el pecho—, ¿esta semana no le tocaba aprovisionar a Yiritsu, ese holgazán desvergonzado?

El tono frívolo de Maboroshi se esfuma.

—El acólito ha caído enfermo.

—Caramba. Enfermo, dices. ¿No será… un simple resfriado por el cambio de estación?

—Por lo visto —Maboroshi y Chûai empiezan a meter las provisiones en la cocina—, su estado es grave.

—Esperemos —la hermana Hotaru sale con su labio leporino de la Sala de Reuniones— que el pobre acólito Yiritsu no corra peligro de muerte.

—Su estado es grave. —Maboroshi se muestra parco—. Debemos prepararnos para lo peor.

—Bueno, la novicia, en su vida anterior, era la hija de un médico famoso, así que el maestro Suzaku haría bien en llamarla. Ella acudiría de buen grado porque… —haciendo bocina con la mano, Sawarabi llama a Orito, que está en su escondrijo del otro lado del patio—… se muere por ver el recinto, para planear su fuga, ¿verdad, hermana Orito?

Desenmascarada, la observadora se ruboriza y, hecha un mar de lágrimas, se bate en retirada hacia su celda.

• • •

Todas las hermanas menos Yayoi, la abadesa Izu y la provisora Satsuki se arrodillan ante la mesa baja de la Sala Larga. Las puertas de la Sala de Oraciones, donde se encuentra la estatua dorada de la Diosa encinta, están abiertas. La Diosa observa a las hermanas por encima de la cabeza de la abadesa Izu, que tañe su gong tubular. Comienza el sutra de la gratitud.

—Al abad Enomoto-no-kami —entonan a coro las mujeres—, nuestro guía espiritual…

Orito se imagina escupiendo al ilustre colega de su difunto padre.

—… cuya sagacidad guía el templo del monte Shiranui…

La abadesa Izu y la provisora Satsuki reparan en los labios inmóviles de Orito.

—… nosotras, las hija de Izanazô, le rendimos la gratitud del hijo bien criado.

Es una protesta pasiva e inútil, pero Orito no está en condiciones de disentir de un modo más activo.

—Al abad Genmu-no-kami, cuya sabiduría protege la Casa de las Hermanas…

Orito lanza una mirada desafiante a la provisora Satsuki, que mira hacia otro lado avergonzada.

—… nosotras, las hijas de Izanazô, le rendimos la gratitud de las bien gobernadas.

Orito lanza una mirada desafiante a la abadesa Izu, que acepta amablemente el desafío.

—A la Diosa de Shiranui, Fuente de Vida y Madre de los Dones…

Orito mira por encima de las cabezas de las hermanas a los pergaminos colgados en la pared de enfrente.

—… nosotras, las hermanas de Shiranui, le ofrecemos el fruto de nuestro vientre…

Los pergaminos muestran ilustraciones de las diferentes estaciones y citas de textos sintoístas.

—… para que la fertilidad inunde Kyôga y no haya más hambre ni sequía…

El centro muestra el orden de precedencia de las hermanas, establecido en función del número de partos.

Exactamente igual, piensa asqueada Orito, que en una escuela de luchadores de sumo.

—… para que la rueda de la vida gire eternamente…

La tablilla de madera con la inscripción «Orito» es la última de la derecha.

—… hasta que deje de arder la última estrella y se rompa la rueda del Tiempo.

La abadesa Izu golpea el gong para indicar el fin del sutra.

La provisora Satsuki cierra las puertas de la Sala de Oraciones mientras Asagao y Sadaie salen de la cocina contigua con arroz y sopa de miso.

Cuando la abadesa vuelve a tocar el gong, las hermanas empiezan a desayunar.

Está prohibido hablar y mirarse a los ojos, pero las amigas se sirven agua unas a otras.

Catorce bocas —hoy Yayoi está eximida— mastican, sorben y tragan.

¿Qué manjares deliciosos estará comiendo mi madrastra?

Orito siente que el odio le remueve las entrañas.

Todas las hermanas se dejan unos pocos granos de arroz para alimentar a los espíritus de sus antepasados.

Orito hace lo propio, tras razonar que en ese lugar es necesario tener todos los aliados posibles, cualesquiera que sean.

La abadesa Izu toca el gong para indicar el final del desayuno.

Mientras Sadaie y Asagao recogen los platos, Hashihime, con los ojos enrojecidos, le pregunta a la abadesa por Yiritsu, el acólito enfermo.

—Están cuidándolo en su celda —contesta la abadesa—. Tiene las fiebres palúdicas.

Varias de las hermanas se tapan la boca y murmuran alarmadas.

¿A qué viene tanta piedad, se muere por preguntar Orito, por uno de vuestros secuestradores?

—Un porteador de Kurozane ha muerto de la misma enfermedad: el pobre Yiritsu debió de respirar los mismos vapores. El maestro Suzaku nos ha pedido que recemos por la curación del acólito.

Casi todas las hermanas asienten fervorosamente y prometen hacerlo.

Acto seguido, la abadesa asigna las tareas de la jornada.

—Hermanas Hatsune y Hashihime, continuad tejiendo lo de ayer. La hermana Kiritsubo barrerá los claustros; y la hermana Umegae trenzará cuerdas de lino en el almacén, junto con las hermanas Minori y Yûgiri. A la hora del caballo iréis al Gran Templo a sacarle brillo al suelo. La hermana Yûgiri, si lo desea, está dispensada de esta tarea en virtud de su Don.

Qué palabras tan feas y retorcidas, piensa Orito, para expresar pensamientos aberrantes.

Todas las cabezas de la sala se vuelven hacia Orito: ha vuelto a pensar en voz alta.

—Hermanas Hotaru y Sawarabi —prosigue la abadesa—, limpiad el polvo de la Sala de Oraciones y después ocupaos de las letrinas. Las hermanas Asagao y Sadaie están de servicio en la cocina, obviamente, de modo que la hermana Kagerô y nuestra nueva hermana —los ojos más crueles se vuelven hacia Orito y dicen: mirad a la distinguida dama, trabajando como una de sus sirvientas— trabajarán en la lavandería. Si la hermana Yayoi se siente mejor, puede unirse a ellas.

• • •

La lavandería, una pieza alargada anexa a la cocina, tiene dos chimeneas para calentar agua, un par de tinas de gran tamaño para lavar la ropa de cama, y un tendedero de cañas de bambú para colgar la colada. Orito y Kagerô cogen agua del estanque del patio con unos cubos de madera. Para llenar cada tina hacen falta cuarenta o cincuenta viajes, pero las hermanas no cruzan palabra. Al principio, la hija del samurái se agotaba con el esfuerzo, pero ya se le han fortalecido los brazos y las piernas, y las ampollas de las manos se le han convertido en callos. Yayoi se ocupa del fuego para calentar el agua.

—Dentro de poco —la rata gorda hace equilibrios sobre el pozo negro— tendrás la barriga como ella.

—No voy a dejar que esos perros me pongan la mano encima —murmura Orito—. No estaré aquí.

—Tu cuerpo ya no te pertenece. —La rata gorda sonríe de oreja a oreja—. Pertenece a la Diosa.

Orito se tropieza con el escalón de la cocina y derrama el agua.

—No sé cómo hacíamos antes —dice Kagerô con frialdad— para arreglárnoslas sin tu ayuda.

—No importa —dice Yayoi—, a este suelo le hacía falta un buen fregado.

La embarazada ayuda a Orito a secar el agua derramada.

Cuando el agua está caliente, Yayoi echa dentro las mantas y los camisones. Con unas tenazas de madera, Orito transfiere la ropa, pesada y chorreante, al torno de la lavandería, una mesa inclinada con una tapa con bisagras que Kagerô cierra para escurrir la colada. A continuación, Kagerô cuelga la ropa húmeda en las cañas de bambú. A través de la puerta de la cocina. Sadaie está contándole a Yayoi lo que ha soñado esa noche.

—Llamaban a la puerta. Yo salía de la habitación… era verano… pero no parecía verano, y no era ni de noche, ni de día… La Casa estaba desierta. Pero seguían llamando, y entonces yo dije: «¿Quién es?». Y la voz de un hombre responde: «Soy yo, Iwai».

—La hermana Sadaie —explica Yayoi a Orito— dio a luz a su primer Don el año pasado.

—Nació el quinto día del quinto mes —dice Sadaie—, el día de los niños varones.

La fecha les trae a la mente banderolas con forma de carpa e imágenes de alegría inocente.

—Por eso —continúa Sadaie— el abad Genmu le puso de nombre Iwai, o sea, «Celebración».

—Lo adoptó —dice Yayoi— una familia de Takamatsu llamada Takaishi.

Orito está escondida tras una nube de vapor.

—Eso tengo entendido.

Agasao dice:

—Beroesdabasgondándonosdu sueño, herbana…

—Bueno —Sadaie frota una costra de arroz quemado—, me sorprendía que Iwai hubiese crecido tan rápido, y me preocupaba que se metiese en líos por infringir la norma que prohíbe la entrada de los Regalos al monte Shiranui. Pero —mira hacia la Sala de Oraciones y baja la voz— tuve que abrir el cerrojo de la puerta interna.

—El cedojo —pregunta Asagao— esdaba dentro de la buerda inderior, dices.

—Sí. En el momento no se me ocurrió. Bueno, el caso es que se abrió la puerta…

Yayoi da un grito de impaciencia.

—¿Qué viste, Hermana?

—Hojas secas. Ningún Don, ni a Iwai, solo hojas secas. Y se las llevaba el viento.

—Pero eso —Kagerô carga todo su peso en la manivela del torno— es un mal augurio.

La rotundidad de Kagerô pone nerviosa a Sadaie.

—¿De veras lo crees, hermana?

—¿Cómo va a ser de buen agüero que tu Don se convierta en unas hojas secas?

—Hermana —Yayoi remueve el caldero—, vas a trastornar a Sadaie.

Kagerô escurre el agua.

—Me limito a decir la verdad tal como la veo.

—¿Bodrías saber —le pregunta Asagao a Sadaie— guién era el badre de Iwai bor la voz?

—Eso es —dice Yayoi—. Tu sueño era una pista sobre el padre de Iwai.

Hasta Kagerô se muestra interesada por esta teoría:

—¿Qué monjes fueron tus Donadores?

La provisora Satsuki entra en la lavandería con una caja nueva de jabón.

• • •

El poniente enrarecido transforma el Pico Pelado, jaspeado de nieve, en un pez sanguinolento, mientras el lucero de la tarde destella puntiagudo como una aguja. De la cocina se escapa el humo y los olores de los guisos. Todas las mujeres, menos las dos cocineras de esa semana, pueden disponer libremente de su tiempo hasta que el maestro Suzaku llegue para la cena. Orito emprende su paseo alrededor de los claustros para distraer a su cuerpo del vehemente deseo de «consuelo». Varias hermanas se reúnen en la Sala Alargada, donde se empolvan el rostro unas a otras, o se tiñen de negro los dientes. Yayoi descansa en su celda. Minori, la hermana invidente, está enseñándole a Sadaie un arreglo para koto de la canción Ocho millas por el desfiladero. Umegae, Hashihime y Kagerô también hacen ejercicio alrededor de los claustros, pero en sentido contrario al de Orito, que tiene que apartarse para dejarlas pasar. Por milésima vez desde su secuestro, Orito desea con toda el alma tener los útiles necesarios para escribir. Está prohibido, lo sabe de sobra, mandar cartas al exterior sin autorización, y quemaría todo lo que escribiese por miedo a que sus pensamientos saliesen a la luz. Pero una pluma, piensa, es una ganzúa para la mente del prisionero. La abadesa Izu le ha prometido obsequiarla con un juego de escribanía en cuanto se confirme su primer Don.

¿Cómo podría soportar semejante acto, se pregunta estremecida, y seguir viviendo?

Cuando dobla la siguiente esquina, el Pico Pelado ya no es rosa sino gris.

Piensa en las doce mujeres de la Casa que lo soportan.

Se acuerda de la última novicia que se ahorcó.

—Venus —le contó una vez su padre— describe su órbita en el sentido de las agujas del reloj. Todos sus planetas hermanos giran alrededor del sol en el sentido contrario…

… pero el recuerdo de su padre se desvanece ahuyentado por condicionales burlonas.

Umegae, Hashihime y Kagerô forman una muralla andante de kimonos guateados.

Si Enomoto no me hubiese visto nunca, o no me hubiese escogido para añadirme a su colección…

Orito oye el chac, chac, chac de los cuchillos en la cocina.

Si mi madrastra fuese de veras la mujer compasiva que fingía ser…

—Aquí hay algunas tan exquisitas —señala Kagerô— que se creen que el arroz crece en los árboles.

O si Jacob de Zoet hubiese sabido que en mi último día de libertad estuve en la Puerta Terrestre de Deshima…

Las tres mujeres pasan de largo, arrastrando los dobladillos por los tablones de madera.

Una V de gansos cruza el cielo; en el bosque chilla un mono.

Mejor ser una concubina de Deshima, piensa Orito, protegida por el dinero de un extranjero…

En la copa de un viejo árbol, un pájaro de montaña pespuntea enrevesados trinos.

… que lo que me espera en la semana de los Dones, si no me escapo.

El arroyo canalizado entra y sale del patio bajo el suelo elevado del claustro, alimentando el estanque. Orito pega la espalda al panel de madera.

—Se creerá —dice Hashihime— que va a escaparse volando en una nube mágica…

Las estrellas polinizan las orillas del Río del Cielo, que germinan y florecen.

Los europeos, recuerda Orito, la llaman la Vía Láctea. —Ha vuelto la voz suave de su padre—. Ahí está Umihebi, la serpiente marina; allí Tokei, el reloj; allá Ite, el arquero… —percibe su cálida fragancia—… y allí arriba, Ranshinban, la brújula…

El cerrojo de la puerta interna se abre con un chirrido:

—¡Abierto!

Todas las hermanas lo oyen. Todas las hermanas piensan: el maestro Suzaku.

Las hermanas se reúnen en la Sala Alargada, vestidas con sus mejores galas, menos Sadaie y Asagao, que siguen preparando la cena, y Orito, que sólo tiene el kimono de trabajo con el que la raptaron, una chaqueta hakata guateada, y un par de pañuelos para la cabeza. Hasta las hermanas de menor rango, como Yayoi, pueden elegir entre dos o tres kimonos de buena calidad —uno por cada niño engendrado—, collares sencillos y peines de bambú. Las hermanas de más categoría, como Hatsune y Hashihime, han adquirido, con los años, un vestuario tan rico como el de la mujer de un mercader de postín.

El deseo de «consuelo» ya es un martilleo implacable, pero Orito también es la que más tiene que esperar: una a una, por orden de precedencia, las hermanas acuden a la Sala Cuadrada donde Suzaku pasa consulta y administra sus bebedizos. Suzaku dedica dos o tres minutos a cada paciente; para algunas hermanas, los pormenores de sus achaques y los comentarios que el maestro les hace al respecto son la mayor fuente de fascinación, que únicamente es superada por las cartas de Año Nuevo. Hatsune, la primera hermana, sale de la consulta con la noticia de que la fiebre del acólito Yiritsu está empeorando y que el maestro Suzaku duda que vaya a ver la luz del día siguiente.

Casi todas las hermanas expresan su horror y consternación.

—Nuestros maestros y acólitos —jura Hatsune— rara vez enferman…

Orito se sorprende preguntándose qué febrífugos le habrán administrado, antes de pensar: Me trae sin cuidado.

Las mujeres intercambian recuerdos de Yiritsu hablando en pasado.

Antes de lo que Orito esperaba, Yayoi le pone una mano en el hombro:

—Te toca.

—¿Cómo está la nueva hermana esta tarde?

El maestro Suzaku da la impresión de estar siempre a punto de soltar una carcajada que nunca llega. El efecto es siniestro. En un rincón está la abadesa Izu, y en el otro, un acólito.

Orito responde lo de siempre:

—Viva, como puede ver.

Suzaku señala al joven.

—¿Conoces al acólito Chûai?

Kagerô y las hermanas más malvadas se refieren a Chûai con el apodo de «Sapo hinchado».

—Por supuesto que no.

Orito no mira al acólito.

—¿La primera nevada —Suzaku chasquea la lengua— no te ha dejado más débil?

No supliques una dosis de «consuelo».

—No —contesta Orito.

Le encanta que le supliques.

—¿Ningún síntoma que declarar, pues? ¿Nada de dolores ni hemorragias?

El mundo, se figura la comadrona, le parece un gran chiste que sólo capta él.

—¿Ni estreñimiento? ¿Diarrea? ¿Hemorroides? ¿Aftas? ¿Migrañas?

—El único mal del que padezco —se ve incitada a decir Orito— es el encarcelamiento.

Suzaku sonríe al acólito Chûai y a la abadesa.

—Nuestros lazos con el Mundo Inferior nos hieren como alambres. Córtalos y serás tan feliz como tus queridas hermanas.

—A mis «queridas hermanas» las rescataron de burdeles y barracones de feria, y puede que la vida aquí les parezca mejor. Yo he perdido bastante más, y Enomoto —la abadesa y el acólito se sobresaltan al oír pronunciar el nombre del abad con tanto desprecio— ni siquiera ha venido a dar la cara desde que me compró. Y no se atreva usted —Orito se contiene antes de apuntar a Suzaku con el índice como un holandés furioso— a endilgarme sus perogrulladas sobre el Destino y el Equilibrio Divino. Deme mi «consuelo» y punto. Por favor. Las mujeres quieren cenar.

—Más le convendría a la novicia —empieza a decir la abadesa— no hablarle a…

Suzaku la interrumpe con un ademán respetuoso.

—Seamos un poco indulgentes con ella, abadesa, aunque no se lo merezca. Muchas veces, la mejor manera de domar la desobediencia es la gentileza.

El monje vierte un líquido fangoso en una tacita de piedra del tamaño de un dedal.

Mira con qué parsimonia se mueve, piensa, para avivarte el deseo…

Orito se controla para no agarrar bruscamente la taza de la bandeja que le tiende el monje.

Se da la vuelta para ocultar con la manga el vulgar acto de beber.

—Una vez que recibas la Donación —le promete Suzaku— empezarás a sentirte como en casa…

Jamás, piensa Orito, jamás. Su lengua absorbe el líquido aceitoso…

… la sangre le bombea con más fuerza, se le dilatan las arterias y una sensación de bienestar le alivia las articulaciones.

—La Diosa no te escogió —dice la abadesa Izu—. Tú escogiste a la Diosa.

Los copos de nieve tibia se posan en la piel de Orito, susurrando mientras se derriten.

Todas las tardes, la hija del médico quiere preguntarle a Suzaku cuáles son los ingredientes del «consuelo». Todas las tardes, se muerde la lengua. La pregunta, lo sabe, daría pie a una conversación, y conversar es el primer paso hacia la aceptación…

• • •

La cena, comparada con el desayuno, es una ocasión alegre. Después de una breve bendición, la provisora Satsuki y las hermanas comen tofu en tempura, rehogado con ajo y rebozado en sésamo; berenjena en vinagre; sardinas y arroz blanco. Hasta las hermanas más altivas rememoran su origen humilde, cuando una dieta tan refinada era sólo un sueño, y se relamen con cada bocado. La abadesa se ha ido a cenar con Suzaku y el maestro Genmu, y en la Sala Alargada reina la tranquilidad. Después de recoger la mesa y lavar platos y palillos, las hermanas vuelven a sentarse para fumar una pipa, contarse historias, jugar al mah jong, releer —o dejar que les relean— las cartas de Año Nuevo, y escuchar a Hatsune tocar el koto. Los efectos del «consuelo» duran un poco menos cada noche, Orito se ha dado cuenta. Como siempre, se marcha sin despedirse. Espérate a que reciba la Donación, intuye que piensan las demás. Espérate a que la barriga le crezca como un peñasco y nos necesite para ayudarla a fregar, recoger y llevar.

De vuelta en la celda, Orito ve que alguien le ha encendido la chimenea. Yayoi.

La maldad de Umegae o la hostilidad de Kagerô la animan a rechazar la Casa.

Pero la amabilidad de Yayoi, teme, hace que la vida aquí sea mucho más tolerable…

… y que se acerque el día en el que el monte Shiranui se convierta en su hogar.

¿Quién sabe, se pregunta, si Yayoi no estará actuando bajo las órdenes de Genmu?

Orito, preocupada y temblorosa en el aire helado, se lava con un trapo.

Bajo las mantas, se tumba de lado y contempla el jardín de las llamas.

• • •

Las ramas del caqui se comban bajo el peso de la fruta madura y relucen en la oscuridad.

En el cielo, una pestaña crece hasta transformarse en una garza; el ave inicia su desgarbado descenso…

Tiene los ojos verdes y el pelo rojo; Orito tiene miedo de su torpe pico.

La garza le dice —en holandés, por supuesto—: Es usted hermosa.

Orito no quiere darle cuerda pero tampoco quiere herir sus sentimientos.

Está en el patio de la Casa de las Hermanas: oye gemir a Yayoi.

Las hojas muertas vuelan como murciélagos; los murciélagos vuelan como hojas muertas.

¿Cómo hago para escapar? Angustiada, responde a nadie. La puerta está cerrada.

¿Desde cuándo los gatos, se burla el minino de color gris luna, necesitan llaves?

No tengo tiempo, la desesperación la estrangula, para acertijos.

Primero, dice el gato, convéncelos de que eres feliz aquí.

¿Por qué, pregunta, habría de darles esa falsa satisfacción?

Porque sólo así, contesta el gato, dejarán de vigilarte.