XIV

Sobre la aldea de Kurozane, en el feudo de Kyôga

Última hora de la tarde del vigésimo segundo día del décimo mes

La amenaza de nieve congela el crepúsculo. Las lindes del bosque se diluyen y difuminan. Encima de un crestón hay un perro negro a la espera. Le llega el tufo caliente de un zorro. Su ama de cabellos plateados sube penosamente el tortuoso sendero.

En la otra orilla del fragoroso arroyo, una rama seca se troncha bajo la pezuña de un ciervo.

Un búho ulula en ese cedro o en aquel abeto… una, dos veces, cerca, desaparece.

Otane carga un veinteavo de un koku de arroz, lo suficiente para un mes.

Su sobrina más joven ha tratado de convencerla de que pasase el invierno en el pueblo.

La pobre niña necesita aliados, piensa Otane, contra la suegra.

—Está otra vez embarazada, ¿te has dado cuenta? —le pregunta al perro.

La sobrina había acusado a la tía de preocupar a toda la familia por su integridad.

—Pero estoy a salvo —repite la anciana a los peldaños que forman las raíces—. Soy demasiado pobre para los asesinos y demasiado mustia para los bandidos.

Su sobrina argumentó que los pacientes podrían consultarle con más facilidad en el pueblo. «¿Quién va a querer subir hasta la mitad del monte Shiranui en pleno invierno?».

—¡Mi cabaña no está a la mitad de nada! Está solo a un kilómetro.

Un zorzal posado en un fresno habla de postrimerías.

Una vieja bruja sin hijos, reconoce Otane, puede considerarse afortunada por tener parientes que la alojen…

Pero también sabe que dejar su cabaña sería más fácil que regresar a ella.

—Al llegar la primavera —murmura— me dirían: «¡La tía Otane no puede volver a esa ruina!».

Un poco más arriba, un par de mapaches gruñen amenazas asesinas.

La herbolaria de Kurozane sigue trepando, y su saco se torna más pesado a cada paso.

• • •

Otane llega al bancal cultivado en el que se alza su cabaña. Bajo los profundos aleros hay cebollas colgadas y una pila de leña. La anciana deja el arroz en el porche elevado. Le duele el cuerpo. Da un vistazo a las cabras encerradas en el establo y les echa media bala de heno. Por último, se asoma al gallinero.

—¿Quién le ha puesto hoy un huevo a la tía?

En la acre penumbra encuentra uno, aún caliente.

—Gracias, señoras.

Tranca la puerta contra la noche, se arrodilla ante la chimenea y, armada de yesca y de paciencia, logra encender un fuego para la olla. Prepara una sopa de bardana y ñame, y cuando está bien caliente le añade el huevo.

El armario de las medicinas la reclama desde el cuarto trasero.

Los pacientes y visitantes se sorprenden al ver en su humilde cabaña un hermoso armario que llega casi hasta el techo. En la época de su tatarabuelo, seis u ocho hombres fornidos lo transportaron desde el pueblo, aunque de niña lo más fácil era creer que el mueble había crecido directamente allí, como un árbol antiquísimo. La anciana abre los cajones bien encerados de las medicinas, uno a uno, e inhala la fragancia de los contenidos. Ahí está el perejil toki, bueno para el cólico de los bebés; a continuación, las acerbas virutas de yomogi, reducidas a polvo para la moxibustión; al final de esta hilera, las bayas de dokudami o «planta camaleón», para purgar enfermedades. El armario es su sustento y el depósito de todo su saber. Otane olisquea las jabonosas hojas de la morera y oye la voz de su padre que le dice: «Buenas para afecciones del ojo… y, mezcladas con epidemium, para úlceras, lombrices y forúnculos». A continuación llega a las amargas bayas de agripalma.

Se acuerda de la señorita Aibagawa y se retira a la chimenea.

La anciana echa un tronco grueso a las débiles llamas.

—Dos días de viaje desde Nagasaki —dice— para «solicitar una audiencia con Otane de Kurozane». Esas fueron las palabras de la señorita Aibagawa. Estaba yo un día echando estiércol en mi huerto de calabazas…

En los ojos claros del perro se reflejan motitas de lumbre.

—… cuando en mi cerca aparecen ni más ni menos que el jefe del pueblo y el sacerdote.

La mujer masca una raíz correosa de bardana mientras evoca aquel rostro quemado.

—¿De veras han pasado ya tres años? Parecen tres meses.

El perro se tumba patas arriba y usa de almohada el pie de su ama.

Él se sabe la historia de memoria, piensa Otane, pero no le importará darme el capricho una vez más.

—Al verle la cara quemada pensé que venía buscando una cura, pero entonces el jefe me la presentó como «la ilustre hija del doctor Aibagawa» y «comadrona de estilo holandés»… ¡como si él supiese lo que significaban esas palabras! Pero entonces ella me preguntó si podía aconsejarla sobre tratamientos para el parto a base de hierbas y, en fin, yo no daba crédito a mis oídos.

Otane hace rodar el huevo cocido por el plato de madera, adelante y atrás.

—Cuando la chica me contó que el nombre «Otane de Kurozane» es una garantía de pureza entre los boticarios y estudiosos de Nagasaki, me horrorizó que personas tan insignes conociesen mi humilde nombre…

La anciana despega los fragmentos de cáscara de huevo con sus uñas manchadas de bayas y recuerda la elegancia con que la señorita Aibagawa despachó al cacique y al sacerdote, y la atención con que anotaba las observaciones que ella le hacía.

—Escribía igual de bien que un hombre. Estaba interesada en el yakumosô. «Úntelo por las ingles ulceradas», le dije. «Previene la fiebre y cura la piel. Y también alivia la inflamación de los pezones por la lactancia…». Otane muerde el huevo cocido, animada por el recuerdo de la hija del samurái que, en la cabaña de una plebeya, se comportaba como si estuviese en su casa, mientras sus dos sirvientes reconstruían el redil y reparaban un muro.

—Recordarás al hijo mayor del cacique —le dice al perro—, el que vino a traer el almuerzo. Arroz blanco reluciente, huevos de codorniz y besugo, humeantes en las hojas de banano… ¡Nos parecía que estábamos en el Palacio de la Princesa de la Luna! —Otane levanta la tapa de la tetera y echa un puñado de té sin refinar—. Hablé más en aquella tarde que en todo el año. La señorita Aibagawa quería pagarme las «lecciones», pero ¿cómo iba yo a cobrarle un sólo sen? Así que me compró mi provisión de agripalma, dándome el triple del precio normal…

La oscuridad que tiene delante se agita y cobra vida en forma de un gato.

—¿Dónde te habías metido? Estábamos hablando de la primera visita de la señorita Aibagawa. La Nochevieja siguiente nos mandó besugo seco. Su sirviente vino a traérnoslo directamente desde la ciudad.

La tetera tiznada empieza a silbar y Otane piensa en la segunda visita, en el sexto mes del año siguiente, cuando el ruibarbo de ciénaga estaba en flor.

—Ese verano estaba enamorada. Yo no le pregunté nada, pero no pudo evitar mencionarme a un joven de buena familia que trabajaba de intérprete de holandés y se llamaba Ogawa. Al pronunciar su nombre —el gato levanta la mirada— le cambió la voz. —Afuera, la noche agita los árboles crujientes. Otane se sirve el té antes de que el agua hierva y deje amargas las hojas—. Recé para que, después de la boda, Ogawa-sama la dejase seguir viniendo al feudo de Kyôga para alegrarme el corazón, y que su segunda visita no fuese la última.

Bebe un sorbo de té, rememorando el día en que llegó a Kurozane la noticia, transmitida por una larga serie de sirvientes y familiares, de que el patriarca de los Ogawa había denegado a su hijo el permiso de casarse con la hija del doctor Aibagawa. Después, en Año Nuevo, Otane se enteró de que el intérprete Ogawa se había casado con otra.

—Pese al desdichado giro de los acontecimientos —la anciana atiza el fuego—, la señorita Aibagawa no se olvidó de mí. De regalo de Año Nuevo me envió un chal tejido con una lana extranjera de lo más calentita.

El perro se retuerce de espaldas para rascarse las pulgas.

Otane recuerda la visita de ese verano como la más extraña de las tres excursiones de la señorita Aibagawa a Kurozane. Dos semanas antes, cuando las azaleas estaban en flor, un mercader de sal había llevado a la posada de Harubayashi la noticia de que la hija del doctor Aibagawa había obrado «un milagro holandés» al insuflar vida en el hijo mortinato del magistrado Shiroyama. Así que, cuando llegó la joven, media aldea subió a la cabaña de Otane con la esperanza de que hubiese más milagros holandeses. «La medicina es conocimiento», dijo la señorita Aibagawa a los aldeanos, «no magia». Dio consejos a la pequeña concurrencia, y los vecinos le dieron las gracias pero se marcharon decepcionados. Cuando se quedaron las dos solas, la joven le confesó que había pasado un año muy difícil. Su padre había estado enfermo, y el cuidado con el que evitaba mencionar al intérprete Ogawa era señal de un corazón malherido. La buena noticia, sin embargo, era que el magistrado, agradecido, le había dado permiso para estudiar en Deshima con el médico holandés.

—Debí de poner cara de preocupación. —Otane acaricia al gato—. Se cuentan muchas historias sobre los extranjeros. Pero ella me aseguró que ese médico holandés era un profesor excelente, conocido hasta por el señor abad Enomoto.

Por el tiro de la chimenea se oye un batir de alas. El búho sale de caza.

Entonces, hace seis semanas, llegó la noticia más horrible de la vida reciente de Otane.

La señorita Aibagawa iba a hacerse monja del templo del monte Shiranui.

Otane trató de visitar a la joven en la posada de Harubayashi la noche antes de que la subiesen a la montaña, pero ni la amistad que las unía ni su envío semestral de medicinas al templo le sirvieron para convencer al monje de que hiciese la vista gorda a la prohibición y la dejase acercarse a la novicia. La anciana ni siquiera pudo dejarle una carta. Le dijeron que durante los próximos veinte años la señorita Aibagawa no podría tener ninguna relación con el Mundo Inferior. ¿Qué clase de vida, se pregunta Otane, llevará en ese lugar?

—Nadie lo sabe —murmura para sí—, ese es el problema.

La anciana repasa los pocos datos que existen sobre el templo del monte Shiranui.

Es la sede espiritual del señor abad Enomoto, daimio del feudo de Kyôga.

La diosa del templo garantiza la fertilidad de los arroyos y arrozales de Kyôga.

Nadie, salvo los maestros y acólitos de la Orden, entra y sale de allí.

Estos hombres son unos sesenta en total, y las monjas, cerca de una docena. Las hermanas viven en su propia casa, dentro de las tapias del templo, bajo la autoridad de una abadesa. Según los sirvientes de la posada Harubayashi, las jóvenes tienen imperfecciones o defectos que, en la mayoría de los casos, las condenarían a ganarse la vida en burdeles y ferias como aberraciones de la naturaleza, y el abad Enomoto es objeto de elogios por ofrecer a esas desventuradas una vida mejor…

… pero no a la hija, se angustia Otane, de un samurái y médico, ¿no?

—Un rostro quemado hace menos probable el matrimonio —masculla— pero no imposible…

La escasez de datos deja huecos donde proliferan los rumores. Muchos aldeanos han oído que las hermanas de Shiranui, al colgar los hábitos, reciben alojamiento y pensión de por vida, pero como esas monjas retiradas nunca se detienen en Kurozane, nadie ha hablado jamás con una de ellas. Buntarô, el hijo del herrero, que ofrece sus servicios en la Puerta Medianera, junto al desfiladero de Mekura, asegura que el maestro Kinten adiestra a los monjes en el arte de matar, de ahí que el templo sea un lugar tan hermético. Una camarera casquivana de la posada conoció a un cazador que juraba haber visto monstruosas mujeres aladas disfrazadas de monja que volaban alrededor del Pico Pelado, en la cumbre de Shiranui. Esa misma tarde, en Korazane, la suegra de la sobrina de Otane ha comentado que la semilla de los monjes es tan fértil como la de cualquier otro hombre, y le ha preguntado cuántos sacos de hierba «fabrica-ángeles» ha encargado el templo. Otane ha negado, con sinceridad, que proporcionase abortivos al maestro Suzaku, y luego ha caído en la cuenta de que eso era lo que quería saber la suegra.

Los aldeanos hacen sus elucubraciones, pero saben que más les vale no buscar respuestas. Están orgullosos de su vínculo con el impenetrable monasterio y cobran por abastecerlo; hacer más preguntas de la cuenta sería morder la generosa mano que les da de comer. Los monjes probablemente sean monjes, espera Otane, y las hermanas vivan como monjas…

Oye el silencio antiguo de la nieve que cae.

—No —le dice al gato—. Lo único que podemos hacer es rogar a Nuestra Señora que la proteja.

El nicho de madera embutido en el muro de barro y bambú, que aloja las tablillas con los nombres de los difuntos progenitores de Otane y un búcaro descascarillado con unos pocos ramitos verdes, parece la hornacina normal y corriente de las cabañas. Sin embargo, tras verificar en dos ocasiones que la puerta está bien trancada, Otane retira el búcaro y levanta el panel trasero. En este pequeño espacio secreto se encuentra el auténtico tesoro de la cabaña y de la estirpe de Otane: una estatuilla de tierra agrietada, esmaltada de blanco, con un velo azulado, de María sama, madre de Iesu-sama y Emperatriz del Cielo, modelada hace mucho tiempo y parecida a Kannon, la Diosa de la Misericordia. La figura tiene en brazos a un recién nacido. El abuelo del abuelo de Otane, cuenta la historia, la recibió de un santo llamado Xavier, que llegó al Japón desde el Paraíso a bordo de un barco volante tirado por cisnes de oro.

Otane se arrodilla sobre sus doloridas rótulas con un rosario de bellotas enrollado en las manos.

—Santa María-sama, madre de Adán y Ewa, que robó el pérsimo sagrado de Deusu-sama; María-sama, madre de Papa Maruyi, que con sus seis hijos en seis canoas sobrevivió al diluvio que lavó todas las tierras; María, madre de Iesu-sama, crucificado por cuatrocientas monedas de plata; María-sama, escucha mi…

¿Qué ha sido eso? Otane aguanta la respiración. ¿El ruido de una ramita rota bajo el pie de un hombre?

Las diez o doce familias más antiguas de Kurozane son, como la de Otane, cristianos clandestinos, pero nunca hay que bajar la guardia. Las canas no le garantizarían clemencia alguna si se descubriesen sus creencias; sólo la apostasía y la delación de sus correligionarios podrían servirle para conmutar la pena capital por el destierro, pero en ese caso San Peitoro y San Pauro le cerrarían las Puertas del Paraíso, y cuando el agua del mar se convirtiese en aceite y ardiese el mundo entero, ella se precipitaría en ese infierno llamado Benbô.

La herbolaria se convence de que no hay nadie fuera.

—Virgen Madre, te habla Otane de Kurozane. Una vez más, esta vieja ruega a su Señora que vigile a la señorita Aibagawa, que está en el templo de Shiranui; y la proteja de la enfermedad; y aleje a los malos espíritus y… y a los hombres peligrosos. Le ruego que le devuelva lo que le han quitado.

Jamás se ha oído hablar, piensa Otane, de una monja joven puesta en libertad.

—Pero si esta vieja pide demasiado a María-sama…

El agarrotamiento de las rodillas se le extiende a las caderas y los tobillos.

—… le suplico que le diga a la señorita Aibagawa que su amiga, Otane de Kurozane, piensa en…

Algo golpea la puerta. Otane se queda helada. El perro se levanta y empieza a gruñir…

Al oír un segundo golpe, Otane baja el panel de madera.

El perro ya está ladrando. La anciana oye una voz de hombre. Pone en orden la hornacina.

Al tercer golpe, se acerca a la puerta y dice:

—Aquí no hay nada que robar.

—¿Es esta —replica la voz de un hombre débil— la casa de Otane la herbolaria?

—¿Puedo pedirle a mi honorable visitante que se identifique, dado lo avanzado de la hora?

—Yiritsu de Akatokiyamu —dice el visitante— es como me llamaban.

Otane se sorprende al reconocer el nombre del acólito del maestro Suzaku.

¿Tendrá María-sama, se pregunta, mano en esto?

—Nos vemos dos veces al año —dice la voz— en la garita del templo.

La anciana abre la puerta y se encuentra con una figura cubierta de nieve, envuelta en gruesas ropas de montaña y tocada con un sombrero de bambú. El hombre cruza el umbral a trompicones, y en la casa se cuela un remolino de nieve.

—Siéntese junto al fuego, acólito. —Otane cierra la puerta de un empujón—. Hace muy mala noche.

Lo conduce hasta un tronco que hace las veces de taburete.

Con esfuerzo, el hombre se desata los cordones del sombrero, de la capucha y de las botas de montaña.

Está agotado, tiene la cara tensa, y sus ojos no son de este mundo.

Las preguntas pueden esperar, piensa Otane. Primero necesita entrar en calor.

Le sirve un poco de té y el monje cierra los dedos congelados en torno al cuenco.

Otane le desabrocha la túnica mojada y lo envuelve en su chal de lana.

Mientras bebe, los músculos de la garganta producen una especie de chirrido.

Tal vez estaba recogiendo plantas, se pregunta Otane, o meditando en una cueva.

Se pone a calentar los restos de la sopa. No cruzan palabra.

—He huido del monte Shiranui —anuncia de repente Yiritsu—. He roto mi promesa.

Otane se queda estupefacta, pero una palabra inoportuna podría volver a enmudecerlo.

—Mi mano, esta mano, mi pluma: ellas lo sabían, antes que yo.

La anciana muele un poco de raíz de yogi y espera a que las palabras cobren sentido.

—Acepté la… la Vía Eterna, pero su verdadero nombre es «el mal».

El fuego crepita, los animales respiran, cae la nieve.

Yiritsu tose como si le faltase aire.

—¡Ella ve tan lejos! Muy, muy lejos… Mi padre era vendedor ambulante de tabaco, y jugador, de la parte de Sakai. Estábamos apenas un peldaño por encima de los parias… y una noche le vinieron mal dadas las cartas y me vendió a un curtidor. Un intocable. Perdí mi nombre y terminé durmiendo en el matadero. Pasé años y años degollando caballos para ganarme el sustento. Degollando… degollando… degollando. Por lo que me hacían los hijos de los curtidores… yo… yo… quería que alguien me degollase a mí. En invierno, la única manera de calentarse era cocer huesos hasta reducirlos a cola. En verano, las moscas se te metían en los ojos y en la boca, y raspábamos las pieles para quitarles la sangre seca y la mierda aceitosa y mezclarlo con algas, como fertilizante. El infierno debe de oler como ese lugar…

Las maderas del tejado crujen. Está acumulándose la nieve.

—El día de Año Nuevo escalé la muralla que rodeaba la aldea eta y huí a Osaka, pero el curtidor envió a dos hombres en mi busca. Subestimaron mi maña con el cuchillo. Nadie lo vio, pero Ella sí. Ella me arrastró… día tras día, con rumores, en los cruces, con sueños, con los meses, con los ganchos, Ella me empujaba hacia el oeste, oeste, oeste… a través de los estrechos hasta el feudo de Hizen, hasta el feudo de Kyôga… allí arriba…

Yoritsu mira al techo, quizá hacia la cumbre de la montaña.

—¿Se refiere el acólito-sama —Otane se afana con el almirez— a alguien del templo?

—Todos ellos son —Yiritsu la traspasa con la mirada— lo que una sierra es para un carpintero.

—Pues esta vieja no entiende quién pueda ser la tal «Ella».

A Yiritsu se le saltan las lágrimas.

—¿Es que no somos más que la totalidad de nuestros actos?

Otane decide ir al grano:

—Acólito-sama: en el templo del monte Shiranui, ¿vio usted a la señorita Aibagawa?

El monje parpadea y ve con más claridad.

—La novicia. Sí.

—¿Está… —ahora Otane se pregunta qué decir—… está bien?

Yiritsu emite un triste y profundo murmullo.

—Los caballos sabían que yo iba a matarlos.

—La señorita Aibagawa… —el almirez y el macillo de Otane se detienen—… ¿cómo la tratan?

—Si Ella oye —el monje vuelve a perderse—, me clavará un dedo en el corazón… mañana yo… hablaré de… de ese lugar… por la noche tiene el oído más fino. Después saldré hacia Nagasaki. Yo… yo… yo…

Jengibre para la circulación, Otane se dirige al armario, tanaceto para el delirio.

—Mi mano, mi pluma: lo sabían antes que yo. —La voz lánguida de Yiritsu va detrás de ella—. Hace tres noches, aunque pudieron ser tres eternidades, me encontraba en el scriptorium, trabajando en la carta de un Don. Las cartas son un mal menor. «Actos de compasión», dice Genmu… pero… pero me dejé llevar, y al volver, mi mano, mi pluma, habían escrito… habían transcrito… —susurra y hace una mueca—… yo había escrito los Doce Credos. ¡A tinta negra en pergamino blanco! El mero acto de pronunciarlos ya es una blasfemia, salvo para el maestro Genmu y el señor abad, pero ponerlos por escrito, de tal forma que los ojos de un laico puedan leerlos… Ella debía de estar ocupada en otra parte, de lo contrario me habría matado en el acto. El maestro Yôten me pasó al lado, a pocos centímetros… Sin moverme, leí los Doce Credos, y por primera vez vi… que los mataderos de Sakai, en comparación, son un jardín de recreo.

Otane, que apenas entiende nada, ralla el jengibre y siente frío en el corazón.

Yiritsu se saca de su ropa interior un tubo portapergaminos de madera de cornejo.

—Unos pocos hombres poderosos de Nagasaki escapan al control de Enomoto. Puede que el magistrado Shiroyama sea un hombre recto… y los abades de las órdenes rivales estarán deseosos de conocer lo peor, y esto… —el monje mira el tubo con el ceño fruncido—… es lo peor de lo peor.

—Entonces, ¿el acólito-sama —pregunta Otane— pretende ir a Nagasaki?

—Al este. —El envejecido joven localiza a la anciana a duras penas—. Kinten vendrá después.

—¿Para convencer al acólito-sama —confía Otane— de que vuelva al templo?

Yiritsu sacude la cabeza.

—El destino de los descarriados está muy claro.

Otane echa un vistazo a su hornacina, sumida en la penumbra.

—Escóndase aquí.

El acólito Yiritsu mira el fuego a través de sus dedos.

—Mientras caminaba a trancas y barrancas por la nieve, pensaba, Otane de Kurozane me acogerá…

—Esta vieja se alegra… —unas ratas rebullen en el heno—… se alegra de que pensase así.

—… por una noche. Pero si me quedo dos noches, Kinten nos matará a los dos.

Lo dice sin dramatismo, como enunciando un simple hecho.

El fuego consume la leña, piensa Otane, y el tiempo nos consume a nosotros.

—Mi padre me llamaba «niño» —dice—. El curtidor me llamaba «perro». El maestro Genmu puso a su nuevo acólito el nombre de «Yiritsu». ¿Cómo me llamo ahora?

—¿Recuerda usted —pregunta la anciana— cómo lo llamaba su madre?

—En el matadero soñaba con una… señora maternal que me llamaba Mohei.

—Seguro que era ella. —Otane mezcla té con los polvos—. Beba.

—Cuando el señor Enma me pregunte cómo me llamo —el fugitivo coge la taza—, para el Registro del Infierno, eso es lo que le diré, «Mohei el Apóstata».

• • •

Otane sueña con alas escamosas, ceguera atronadora y golpes distantes. Se despierta en su catre de paja y plumas, entre sábanas de cáñamo. El frío le pellizca la nariz y las mejillas. Entre rayos de luz azul nieve ve a Mohei, acurrucado junto a la mortecina lumbre, y le viene todo a la mente. Se queda un rato mirándolo, sin saber si está despierto o no. El gato emerge del chal y se acerca con pasos afelpados a Otane, que criba la conversación de la víspera en busca de delirios, ilusiones, indicios y verdades. Lo que ha hecho huir al acólito, entiende la anciana, es lo mismo que amenaza a Aibagawa…

Está escrito en ese pergamino, dentro del tubo de cornejo. Aún no lo ha soltado.

… y a lo mejor, piensa Otane, él es la respuesta de María-sama a mis plegarias.

Podría convencerlo de que se quedase unos días, hasta que sus perseguidores lo den por perdido.

Hay sitio para esconderse en el sobretecho, piensa, por si viniese alguien…

La anciana exhala un penacho de vaho blanco en el aire helado. El gato echa nubes más pequeñas.

Gloria a Deusu en las alturas, recita en silencio, por este nuevo día.

De la trufa húmeda del perro, sumido en sueños, también se desenroscan nubes pálidas.

Pero envuelto en el cálido chal extranjero, Mohei está más quieto que una piedra.

Otane se da cuenta de que no respira.