XIII

Plaza de la Bandera de Deshima

Revista matutina del último día de octubre de 1799

—Es un pequeño milagro —Piet Bart alza los ojos al cielo— que haya dejado de llover…

—Pensé que iba a durar cuarenta días y cuarenta noches —dice Ivo Oost.

—La corriente ha arrastrado cadáveres río abajo —señala Wybo Gerritszoon—. He visto barqueros pescándolos con pértigas ganchudas.

—¿Señor Kobayashi? —Melchior Van Cleef alza la voz—. ¿Señor Kobayashi?

Kobayashi se da la vuelta y mira aproximadamente en dirección a Van Cleef.

—Tenemos mucho trabajo que hacer hasta terminar de cargar el Shenandoah: ¿a qué se debe este retraso?

—Inundación rompió puentes importantes en ciudad. Hoy hay mucha tardanza.

—Entonces —interviene Peter Fischer— ¿por qué el grupo no ha salido antes de la prisión?

Pero el intérprete Kobayashi ya le ha dado la espalda y está mirando hacia la Plaza de la Bandera. Convertida en patíbulo, la plaza alberga la concurrencia más nutrida que Jacob haya visto en Japón. Los holandeses, sentados de espaldas al mástil de la bandera, forman una media luna. En la tierra hay dibujado un rectángulo en cuyo interior se decapitará a los ladrones de la tetera. Enfrente, a la sombra de un toldo, hay una grada de tres alturas: en la fila de arriba están sentados el chambelán Tomine y una docena de altos funcionarios de la magistratura; la fila central la ocupan otros dignatarios de Nagasaki; en el escalón inferior se sientan los dieciséis intérpretes titulados, salvo Kobayashi, que está de servicio al lado de Vorstenbosch. Ogawa Uzaemon, a quien Jacob no había vuelto a ver desde el día de los baños, parece cansado. Tres sacerdotes sintoístas con túnicas blancas e historiados sombreros dirigen un rito de purificación que incluye cánticos y derramamiento de sal. A derecha e izquierda están los sirvientes; ochenta o noventa intérpretes sin rango; culis y jornaleros, felices de disfrutar del espectáculo a expensas de la Compañía; y un surtido de guardias, remeros y carpinteros. Cuatro hombres vestidos con harapos esperan junto a una carretilla. El verdugo es un samurái de ojos de halcón, acompañado de un asistente con un tambor. El doctor Marinus está de pie, a un lado, con sus cuatro alumnos varones.

Orito fue una fiebre, se recuerda a sí mismo Jacob. Y la fiebre ya ha pasado.

—En Amberes, los ahorcamientos son una fiesta más grande que esta —señala Baert.

El capitán Lacy mira la bandera y piensa en vientos y mareas.

Vorstenbosch pregunta:

—¿Vamos a necesitar remolcadores, capitán?

Lacy dice que no con la cabeza.

—Si esta brisa aguanta, tendremos viento de sobra.

—Los capitanes de los remolcadores tratarán igualmente de amarrarse a su barco.

—En ese caso, los muy piratas se encontrarán con un montón de maromas cortadas que sustituir, sobre todo si…

En la Puerta Terrestre, la multitud se agita, murmura más ruidosamente y se divide.

Los reos llegan dentro de dos mallas enormes colgadas de unas pértigas y transportadas por cuatro hombres cada una. Tras desfilar por delante de la tribuna, los descargan en el rectángulo y abren las redes. El más joven de los dos tiene sólo dieciséis o diecisiete años, y probablemente fuese guapo antes del arresto. El cómplice de más edad está maltrecho y tiritando. Los dos visten tan sólo una tela larga arrollada a la cintura y una cáscara hecha de sangre seca, llagas y cortes. Varios dedos de pies y manos son un bulto costroso de color granate. El comisario Kosugi, severo oficiante de la macabra ceremonia, desenrolla un pergamino. La muchedumbre enmudece. Kosugi empieza a leer un texto japonés.

—Es una declaración —explica Kobayashi a los holandeses— de acusación y confesión.

Cuando el comisario termina de leer, se dirige hacia la grada y hace una reverencia mientras el chambelán Tomine pronuncia unas palabras. El comisario se acerca entonces a Unico Vorstenbosch para transmitirle el mensaje del chambelán. Kobayashi traduce con notable laconismo:

—¿El administrador holandés concede perdón?

Cuatrocientos o quinientos ojos se clavan en Unico Vorstenbosch.

Ten piedad, ruega el adjunto De Zoet en aquel momento vertiginoso. Piedad.

—Pregunte a los ladrones —ordena Vorstenbosch a Kobayashi— si eran conscientes del probable castigo que acarrearía su delito.

Kobayashi dirige la pregunta al par de arrodillados.

El mayor de los dos ladrones no acierta a hablar. El más joven e insolente declara: «Hai».

—En ese caso ¿por qué habría yo de interferir en la justicia japonesa? Mi respuesta es: No.

Kobayashi traslada la frase al comisario Kosugi, que regresa con paso marcial hacia el chambelán Tomine. Una vez comunicado el veredicto, la multitud murmura su desaprobación. El ladrón joven le dice algo a Vorstenbosch, y Kobayashi pregunta:

—¿Desea usted que yo traduzco?

—Dígame qué ha dicho —ordena el administrador.

—El delincuente dice: «Recuerda mi cara cuando bebes té».

Vorstenbosch se cruza de brazos.

—Asegúrele que dentro de veinte minutos me habré olvidado de su cara para siempre. Dentro de veinte días, pocos de sus amigos recordarán sus facciones. Dentro de veinte meses, hasta su madre se preguntará cómo era la cara de su hijo.

Kobayashi traduce la frase con adusta fruición.

La frase llega a oídos de los espectadores más cercanos, que lanzan miradas aún más ceñudas al holandés.

—Mi traducción —asegura Kobayashi a Vorstenbosch— es muy fiel.

El comisario Kosugi ordena al verdugo que se prepare para cumplir con su deber mientras Vorstenbosch se dirige a sus compatriotas.

—Entre nuestros huéspedes, caballeros, los hay que esperan vernos atragantados con este plato de justa venganza: les ruego que los priven de ese placer.

—Perdone, señor —dice Baert—, pero no entiendo qué quiere decir.

—Que no hay que vomitar ni desfallecer —dice Arie Grote— delante del Huésped Amarillo.

—Justamente, Grote —dice Vorstenbosch—. Somos embajadores de nuestra raza.

Primero le toca al mayor de los ladrones. Tiene la cabeza dentro de un saco de tela. Se arrodilla.

El tambor toca un ritmo seco: el verdugo desenvaina la espada.

La orina oscurece el suelo bajo la temblorosa víctima.

Ivo Oost, sentado junto a Jacob, traza una cruz en la tierra con la punta del zapato.

En la otra punta de la Plaza Edo, dos o más perros desatan un frenesí de ladridos.

Gerritszoon masculla:

—Bueno, ahí llega mi linda…

La espada en ristre del verdugo reluce de tan pulida, pero está oscura de aceite.

Jacob oye un acorde, siempre presente pero rara vez perceptible.

El tamborilero redobla por cuarta o quinta vez.

Se oye el ruido de una pala que hiende la tierra…

… y la cabeza del ladrón, todavía dentro del saco, cae con un ruido sordo en la arena.

El muñón eyacula un chorro de sangre con un sonido sutil y sibilante.

El tronco se vence hacia delante y el agujero termina entre las rodillas del ladrón, vomitando sangre.

—Bravo, mi linda —dice Gerritszoon entre dientes.

He sido derramado como el agua, recita Jacob con los ojos cerrados, y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte.

—Alumnos —ordena Marinus—, observen la aorta, la yugular y la médula espinal; y fíjense cómo la sangre venosa es de un intenso color ciruela, mientras que la sangre arterial es escarlata como un hibisco maduro. Además, se diferencian por el sabor: la sangre arterial tiene un fuerte regusto metálico, mientras que la venosa es más afrutada.

—Por el amor de Dios, doctor —protesta Van Cleef—, ¿es necesario?

—Más vale que al menos alguien saque algún provecho de este inútil acto de barbarie.

Jacob repara en que Vorstenbosch se mantiene al margen. Peter Fischer hace una mueca.

—¿Salvaguardar la propiedad de la Compañía es un «inútil acto de barbarie»? ¿Y si el objeto robado fuese su preciado clavicémbalo, doctor?

—Pues me despediría de él. —Arrojan el cadáver decapitado a la carreta—. La sangre derramada atascaría las palancas y el tono nunca volvería a ser el mismo.

Ponke Ouwehand pregunta:

—¿Qué hacen con los cadáveres, doctor?

—La bilis se recoge para los boticarios, y los restos se desmembran para deleite del público de pago. Son las dificultades que deben afrontar los estudiosos del lugar para consolidar la cirugía y la anatomía…

Parece que el ladrón más joven rechaza la caperuza de tela.

Lo conducen hasta las manchas oscuras donde acaban de decapitar a su amigo.

El tamborilero da un primer golpe de tambor…

—El arte de desmochar tiene su intríngulis —dice Gerritszoon sin dirigirse a nadie en particular—: los verdugos deben tener en cuenta el peso del cliente, y la época del año, porque en verano los cuellos tienen más grasa que al final del invierno, y también se fijan en si la piel está mojada por la lluvia o no…

El tamborilero toca el tambor por segunda vez…

—Un filósofo parisino —cuenta el doctor a sus alumnos—, sentenciado a la guillotina durante el reciente Terror…

El tamborilero toca el tambor por tercera vez…

—… llevó a cabo un experimento interesante: había acordado con su ayudante que empezaría a pestañear según cayese la cuchilla…

El tamborilero toca el tambor por cuarta vez.

—… y seguiría pestañeando mientras pudiese. Contando los parpadeos, el asistente podría calcular la efímera vida de una cabeza cortada.

Cupido entona unas palabras en malayo, tal vez para conjurar el mal de ojo.

Gerritszoon se vuelve y le dice:

—Corta esa murga de negro, muchacho.

El adjunto Jacob de Zoet no es capaz de volver a mirar.

Se mira los zapatos y en la punta de uno de ellos ve una salpicadura de sangre.

El viento sopla a través de la Plaza de la Bandera, suave como el ribete de una túnica.

• • •

—Lo que nos lleva —dice Vorstenbosch— casi al final del asunto…

Según el reloj de Almelo, son las once en punto en el despacho del administrador saliente.

Vorstenbosch deja a un lado el último haz de papeles; saca los documentos de la comisión; moja la pluma en el tintero y firma el primer documento.

—Que la fortuna le sonría durante su mandato, Melchior Van Cleef, administrador en jefe de la factoría de Deshima…

La barba de Van Cleef se encoge mientras su propietario sonríe.

—Gracias, señor.

—… y por último pero no por ello menos importante —Vorstenbosch firma el segundo documento—, Jacob de Zoet administrador adjunto en jefe. —Deja la pluma en su sitio—. Y pensar, De Zoet, que en abril no era usted más que un humilde escribano destinado a un pozo pantanoso de Halmahera.

—Una tumba a cielo abierto. —Van Cleef da un soplido. Si te salvas de los cocodrilos, te mata la malaria. Si te salvas de la malaria, una flecha envenenada te manda al otro barrio. Le debe usted al señor Vorstenbosch no sólo un futuro brillante, De Zoet, sino la mismísima vida.

Y tú, desfalcador, piensa Jacob, le debes haberte librado de correr la misma suerte que Snitker.

—La gratitud que siento por el señor Vorstenbosch es tan profunda como sincera.

—Tenemos tiempo para un pequeño brindis. ¡Filandro!

Entra Filandro con una bandeja de plata en la que lleva en equilibrio tres copas de vino de tallo largo.

Cada uno coge una copa y entrechocan los bordes.

Tras vaciar la suya, Vorstenbosch hace entrega a Melchior Van Cleef de las llaves de los almacenes Eik y Doorn, y de la caja de caudales que contiene el permiso comercial emitido quince décadas antes por el gran shogun.

—Ojalá Deshima prospere bajo su custodia, administrador Van Cleef. Le dejo en herencia un adjunto competente y prometedor. Es mi deseo que para el año que viene hayan superado mis logros y hayan arrancado veinte mil piculs de cobre a nuestros mezquinos huéspedes de ojos rasgados.

—Si es humanamente posible —promete Van Cleef—, lo haremos.

—Rezaré por que tenga un buen viaje, señor —dice Jacob.

—Gracias. Y ahora que ya está zanjada la cuestión sucesoria… —Vorstenbosch se saca un sobre del bolsillo de la chaqueta y despliega un documento—… los tres oficiales superiores de Deshima pueden firmar la Relación de Mercancías Exportadas, como el gobernador Van Overstraten nos pide insistentemente que hagamos.

El administrador saliente escribe su nombre en el primer espacio en blanco, bajo las tres páginas que ocupa la lista de las mercancías de la Compañía cargadas en la bodega del Shenandoah, divididas en «Cobre», «Alcanfor» y «Otros», y subdivididas en lotes, cantidades y calidades.

Van Cleef firma sin mirar el registro que él mismo ha compilado.

Jacob coge la pluma que le tienden y, por deformación profesional, examina las cifras: es el único documento de esa mañana que no ha escrito de su puño y letra.

—Adjunto —le reprende Van Cleef—, ¿no querrá hacer esperar al señor Vorstenbosch?

—La Compañía, señor, desea que sea minucioso en todas mis tareas.

Jacob nota que su observación es acogida con un silencio helado.

—El sol —dice Van Cleef— está ganando su batalla cotidiana, señor Vorstenbosch.

—Así es. —Vorstenbosch apura su copa—. Si la intención de Kobayashi era echarnos un mal de ojo con las ejecuciones de esta mañana, ha vuelto a salirle el tiro por la culata.

Jacob encuentra un error garrafal. Total de cobre exportado: 2600 piculs.

Van Cleef se aclara la garganta.

—¿Algún problema, adjunto?

—Señor… aquí, en la columna de los totales. El «nueve» parece un «dos».

Vorstenbosch declara:

—La suma está perfectamente en orden, De Zoet.

—Pero, señor, estamos exportando nueve mil seiscientos piculs.

El tono desenfadado de Van Cleef está preñado de amenaza:

—Firme el documento y punto, De Zoet.

Jacob mira a Van Cleef y este mira fijamente a Jacob, que se vuelve hacia Vorstenbosch.

—Señor, quien no conociese su reputación de hombre íntegro podría ver esta suma y… —le cuesta encontrar una forma diplomática de decirlo—… y no sería extraño que pensase que siete mil piculs de cobre se han omitido deliberadamente del recuento.

La expresión de Vorstenbosch es la de un padre que ha decidido no permitir que su hijo vuelva a ganarle al ajedrez.

—¿Pretende usted —a Jacob le tiembla levemente la voz— robar ese cobre?

—«Robar» es lo que hacía Snitker, muchacho. Yo reclamo mi legítima comisión.

—¡Pero «legítima comisión» —espeta Jacob— es justamente la frase que acuñó Snitker!

—Por el bien de tu carrera, no me compares con esa rata de embarcadero.

—No soy yo quien lo compara, señor, —Jacob da un golpecito a la lista de mercancías—. Es esto.

—Las truculentas decapitaciones que hemos presenciado esta mañana —dice Van Cleef— le han ofuscado las entendederas, señor de Zoet. Por fortuna, el señor Vorstenbosch no es una persona rencorosa, de modo que discúlpese por su impetuosidad, ponga su nombre en ese pedazo de papel y olvidemos esta discordia.

Vorstenbosch está contrariado pero no contradice a Van Cleef.

Unos rayos de sol débiles se filtran por los paneles de papel de la ventana del despacho.

¿Qué miembro de los De Zoet de Domburgo, piensa Jacob, ha prostituido jamás su conciencia?

Melchior Van Cleef huele a agua de colonia y a grasa de cerdo.

—¿Qué ha sido de la frase —pregunta Van Cleef— «la gratitud que siento por el señor Vorstenbosch es tan profunda como sincera», eh?

Una moscarda está ahogándose en su vino. Jacob rompe la lista en dos pedazos…

… y después, en cuatro. El corazón se le sale del pecho, como a un asesino que acabase de cometer un crimen.

Seguiré oyendo ese ruido a papel rasgado, se dice Jacob, hasta que me muera.

El reloj de Almelo remacha el tiempo con sus minúsculos martillos.

—Pensaba que De Zoet —dice Vorstenbosch dirigiéndose a Van Cleef— era un joven sensato.

—Y yo pensaba que usted —replica Jacob a Vorstenbosch— era un hombre digno de ser emulado.

Vorstenbosch coge el documento de comisión de Jacob y lo rompe en dos…

… y después en cuatro.

—Espero que le guste la vida en Deshima, De Zoet, porque será la única que conozca durante los próximos cinco años. Señor Van Cleef, ¿a quién elige usted de adjunto, a Fischer o a Ouwehand?

—No hay mucho donde escoger. No querría a ninguno de los dos. Pero que sea Fischer.

En la Sala de Reuniones, Filandro dice:

—Perdón, pero maestros son todavía ocupados.

—Fuera de mi vista —dice Vorstenbosch a Jacob sin mirarlo.

—Pongamos que el gobernador Van Overstraten —especula Jacob en voz alta— se enterase de…

—Tú amenázame, zelandés meapilas de mierda —contraataca Vorstenbosch sin perder la calma—, y si a Snitker lo hemos desplumado, a ti te descuartizaremos. Dígame, administrador Van Cleef: ¿cuál es el castigo previsto por falsificar una carta del Excelentísimo Gobernador General de las Indias Orientales Holandesas?

Jacob siente una repentina flaqueza en muslos y pantorrillas.

—Depende de los motivos y circunstancias, señor.

—¿Y si se tratase de un escribano sin escrúpulos que envía una carta falsa a nada menos que el shogun del Japón, amenazándolo con abandonar el venerable enclave de la Compañía si no se envían veinte mil piculs de cobre a Nagasaki, cobre que él pretende manifiestamente vender por su cuenta, de lo contrario, por qué habría de ocultar a sus colegas tamaña fechoría?

—Veinte años de cárcel, señor —dice Van Cleef—, sería la sentencia más clemente.

—Esta… —Jacob lo mira fijamente—… trampa ¿la tenía planeada ya en julio?

—Hay que precaverse contra las decepciones. Te he dicho que te largues.

Volveré a Europa, comprende Jacob, igual de pobre que cuando llegué.

Cuando Jacob abre la puerta del despacho, Vorstenbosch llama a Filandro.

El malayo finge no haber estado fisgando por el ojo de la cerradura.

—¿Patrón?

—Ve ahora mismo a buscar a Fischer. Tenemos buenas noticias para él.

—¡Yo se lo diré a Fischer! —grita Jacob por encima del hombro—, ¡que se termine él mi vino!

• • •

«No te inquietes a causa de los malignos, ni envidies a quienes cometen iniquidad». Jacob estudia el salmo trigésimo séptimo. «Pues como hierba serán pronto cortados y como hierba verde se secarán. Confía en el Señor y haz el bien; y habitarás en la tierra y te apacentarás…». La luz del sol oxida las dependencias del primer piso de la Casa Alta.

La Puerta Terrestre ya está cerrada hasta la próxima temporada comercial.

Peter Fischer se mudará a la espaciosa residencia del adjunto.

Después de quince semanas fondeado, el Shenandoah largará las velas con su tripulación ansiosa de mar abierto y de una talega bien llena en Batavia.

No te compadezcas, piensa Jacob. Al menos mantén la dignidad.

Los pasos de Hanzaburo suben por las escaleras. Jacob cierra el salterio.

Hasta el mismísimo Daniel Snitker no verá la hora de que empiece la travesía…

… al menos, en la cárcel de Batavia podrá gozar de la compañía de su mujer y sus amigos.

Hanzaburo se entretiene en su cuchitril de la antesala.

Orito ha preferido el encarcelamiento en un convento, le susurra la soledad…

Un pájaro posado en el laurel entona un motivo lento y melodioso.

… antes que casarse contigo en Deshima. Los pasos de Hanzaburo bajan por las escaleras.

Jacob está preocupado por las cartas que ha escrito a Anna, a su hermana y a su tío.

Vorstenbosch las expedirá, se teme, por la letrina del Shenandoah.

Hanzaburo se ha marchado, repara el escribano raso, sin siquiera despedirse.

Una única versión de su caída en desgracia llegará primero a Batavia, después a Roterdam.

«El Oriente», opinará el padre de Anna, «pone a prueba el verdadero carácter de un hombre».

Jacob calcula que ella no tendrá noticias de él hasta enero de 1801.

Hasta entonces, todo soltero de Roterdam, rico y en celo, le hará la corte…

Jacob vuelve a abrir el salterio, pero está demasiado agitado hasta para los versos de David.

Soy un hombre honrado, piensa, pero mira de lo que me ha servido la honradez.

Salir es intolerable. Quedarse en casa es intolerable.

Los demás pensarán que te da miedo dar la cara. Se pone la chaqueta.

En el último escalón Jacob pisa algo resbaladizo, se cae de espaldas…

… y se golpea el cóccix en el canto de un peldaño. Con la vista, y con el olfato, percibe que la causa del accidente ha sido un voluminoso zurullo humano.

La Calle Larga está desierta salvo por dos culis que sonríen al paso del extranjero pelirrojo y se llevan los índices a la cabeza para hacer el gesto del cornudo.

El aire bulle de insectos, nacidos de la tierra húmeda y el sol de otoño.

Arie Grote baja al trote las escaleras de la residencia del administrador Van Cleef.

—El señor de Z. brilló por su ausencia, ¿eh?, en la despedida de Vorstenbosch.

—Él y yo ya nos habíamos despedido antes.

Jacob se encuentra el paso bloqueado.

—¡La mandíbula se me cayó hasta aquí —Grote hace una demostración— cuando me enteré de la noticia!

—Veo que su mandíbula ha vuelto a la posición de siempre.

—Así que va a cumplir su sentencia en la Casa Alta y no en la residencia del adjunto… «Una divergencia de opiniones en cuanto al papel del adjunto», me imagino, ¿eh?

Jacob no tiene adonde mirar salvo las paredes, las alcantarillas o la cara de Arie Grote.

—Lo que significa, me cuentan los soplones, que se negó usted a firmar esa relación irregular, ¿eh? La honradez es un hábito caro. La lealtad no es una cuestión simple. ¿No se lo advertí? Mire, señor de Z., un fulano peor intencionado, resentido por la pérdida de su querida baraja de naipes, podría estar tentado de regodearse un poco con la desgracia de su adversario…

Syako pasa cojeando con el tucán en la jaula.

—… pero creo que voy a concederle el regodeo a Fischer. —El correoso cocinero se lleva la mano al corazón—. Bien está lo que bien acaba, digo yo. El señor V. me ha dejado embarcar toda mi mercancía por un diez por ciento de comisión: el año pasado Snitker me pedía la mitad por un rincón mugriento del Octavia, el muy usurero. Y en vista de la suerte que corrió el barco, ¡menos mal que no acepté! El fiable Shenandoah —Grote señala con la cabeza la Puerta Marítima— zarpará cargado con el fruto de tres años de honrados esfuerzos. El administrador V. me ha dado incluso una quinta parte de las cuarenta y ocho docenas de estatuillas de porcelana de Imari en lugar de mi porcentaje de intermediario.

Los cubos del hombre que recoge los excrementos de las casas se balancean en la pértiga y ensucian el aire.

—Me pregunto —dice Grote pensando en voz alta— si los guardianes los registrarán con mucho ahínco.

—¿Cuarenta y ocho docenas de estatuillas? —Jacob asimila la cantidad—, ¿no veinticuatro?

—Cuarenta y ocho, sí. En la subasta saldrán por un dineral. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada. —Vorstenbosch mintió, piensa Jacob, desde el principio—. Bien, si no hay nada que pueda hacer por usted…

—A decir verdad —Grote se saca un fardo del jubón—, se trata más bien de lo que yo…

Jacob reconoce su tabaquera, la que Orito le dio a William Pitt.

—… pueda hacer por usted. Este objeto bien cosido es suyo, me parece.

—¿Pretende pedirme dinero por mi propia petaca?

—Sólo estoy devolviéndosela a su legítimo propietario, señor de Z., sin cobrarle absolutamente nada…

Jacob espera a que Grote establezca el verdadero precio.

—… aunque podría ser el momento oportuno para recordarle que un tipo listo vendería cuanto antes las dos últimas cajas de polvillos para la sífilis a Enomoto. Los juncos chinos volverán cargados hasta los topes con todo el mercurio disponible en su… ámbito de comercio, y, entre nosotros, ¿eh?, los señores Lacy y Vorstenbosch mandarán el año que viene una tonelada del producto, y cuando el mercado se inunda, los precios se resienten.

—No se lo venderé a Enomoto. Encuentre otro comprador. Uno cualquiera.

—¡Escribano De Zoet! —Peter Fischer sale con paso decidido del Callejón Trasero y aparece en la Calle Larga irradiando espíritu de revancha—. Escribano de Zoet. ¿Qué es esto?

—En holandés lo llamamos «pulgar».

Jacob aún no consigue decir «señor».

—Sí, ya sé que es un pulgar. Pero ¿qué tengo en el pulgar?

—Yo diría —Jacob nota que Arie Grote se ha esfumado— que es polvo.

—Los escribanos y peones —Fischer se acerca a Jacob— me tratan de «adjunto Fischer» o de «señor». ¿Entiende?

Dos años de esto, calcula Jacob, se convertirán en cinco si lo ascienden a administrador.

—Lo entiendo muy bien, adjunto Fischer.

Fischer exhibe la sonrisa triunfante de César.

—¡Polvo! Sí. Polvo. Está en las estanterías de la oficina de los escribanos. Así que le ordeno que lo limpie.

—Normalmente —Jacob traga saliva—, señor, uno de los sirvientes…

—Ah, sí, pero yo le ordeno a usted —Fischer le clava el pulgar sucio a Jacob en el esternón— que limpie las estanterías ahora mismo, porque sé que no le gustan los esclavos ni los sirvientes ni las desigualdades.

Una oveja, huida del redil, se pasea tranquilamente por la Calle Larga.

Quiere que le dé un puñetazo, piensa Jacob.

—Las limpiaré luego.

—Debe usted dirigirse al adjunto como adjunto Fischer, en todas las ocasiones.

Años de esto por delante, piensa Jacob.

—Las limpiaré luego, adjunto Fischer.

Protagonista y antagonista se miran fijamente; la oveja se agacha y mea.

—Le ordeno que limpie las estanterías ahora mismo, escribano De Zoet. De lo contrario…

Jacob sabe que no logrará contener esa furia que le deja sin respiración, así que se aleja.

—¡Ya hablaré de su insolencia —exclama Fischer a su espalda— con el administrador Van Cleef!

—Hay un largo camino —Ivo Oost está fumando en un portal— hasta tocar fondo…

—¡Su salario —grita Fischer a su espalda— lo autorizo yo con mi firma!

Jacob sube a la atalaya, rezando por que no haya nadie en la plataforma.

Tiene la rabia y la autocompasión clavadas en la garganta como espinas de pescado.

Al menos esta plegaria, piensa al llegar a la plataforma desierta, me ha sido atendida.

El Shenandoah ya está a media milla de distancia, en mitad de la bahía de Nagasaki. Los remolcadores lo siguen como patitos no deseados. La bahía cada vez más estrecha, los nubarrones y las velas infladas del bergantín hacen pensar en un barquito en miniatura a punto de ser extraído por el cuello de una botella.

Ahora entiendo, piensa Jacob, porque tengo toda la atalaya para mí.

El Shenandoah descarga una andanada para saludar a los puestos de vigilancia.

¿Qué prisionero quiere ver cómo se cierra la puerta de su mazmorra?

El viento arranca pétalos de humo de las portañolas del Shenandoah

… y los cañonazos reverberan, como la tapa de un clavicémbalo cerrada con violencia.

El escribano hipermétrope se quita las gafas para ver mejor.

La mancha color burdeos que se divisa en la cubierta de popa es sin duda el capitán Lacy…

… luego la de color verde oliva ha de ser por fuerza el Incorruptible Unico Vorstenbosch. Jacob se imagina a su expatrón usando la Investigación sobre el desgobierno de Deshima para chantajear a los oficiales de la Compañía. «La ceca de la Compañía», podrá argumentar ahora Vorstenbosch de un modo de lo más convincente, «requiere un director de mi experiencia y discreción».

En tierra, los ciudadanos de Nagasaki observan la partida del barco holandés sentados en los tejados, y sueñan con su puerto de destino. Jacob piensa en los compañeros de viaje que tiene en Batavia; en los colegas de las diversas oficinas en las que trabajó de escribano consignatario; en sus compañeros de colegio de Midelburgo y los amigos de la infancia de Domburgo. Mientras ellos recorren el mundo en busca de su camino y de una esposa de buen corazón, yo pasaré el vigésimo sexto, vigésimo séptimo, vigésimo octavo, vigésimo noveno y trigésimo año de mi vida —los últimos mejores años de mi existencia— atrapado en una factoría agonizante, con la única compañía de los desechos que el mar arrastre a la orilla.

Abajo, fuera del campo visual, una ventana se abre a regañadientes en la casa del adjunto.

—Cuidado con la tapicería, animal… —ordena Fischer.

Jacob mira dentro de su tabaquera en busca de un trozo de hoja pero no le queda nada.

—… o usaré tu pellejo color mierda para repararla, ¿te parece?

Jacob se imagina que vuelve a Domburgo y encuentra gente desconocida en la casa parroquial.

En la Plaza de la Bandera, los sacerdotes ofician ritos de purificación en el patíbulo.

«Si no paga a sacerdote», Kobayashi advirtió ayer a Van Cleef, cuando el futuro de Jacob era plateado, por no decir dorado, «espíritus de ladrones no encuentran reposo y convierten en demonio y ningún japonés entra nunca más en Deshima».

Las gaviotas de pico ganchudo se baten en duelo encima de un esquife que recoge las redes de pesca.

Pasan los minutos y, al bajar la mirada hacia la bahía, Jacob llega justo a tiempo de ver cómo desaparece el bauprés del Shenandoah detrás de Tempelhoek…

Acto seguido es el castillo de proa el devorado por el promontorio rocoso, y los tres mástiles…

… hasta que la bocana queda tan azul y tan vacía como el tercer día de la Creación.

Una voz potente de mujer saca a Jacob de su modorra. Está cerca, y suena furiosa, o asustada, o las dos cosas a la vez. Intrigado, el holandés mira alrededor para encontrar el origen del alboroto. En la Plaza de la Bandera, los sacerdotes siguen salmodiando preces por los ajusticiados.

La Puerta Terrestre está abierta para dejar salir de Deshima al buey del aguador.

Al otro lado del portón, Aibagawa Orito discute con los guardias.

La atalaya se tambalea: Jacob se sorprende tumbado boca abajo en la plataforma, fuera de la visual de ella.

La joven está blandiendo su salvoconducto de madera y señalando hacia la Calle Corta.

El guardia examina el salvoconducto con desconfianza; ella mira hacia atrás.

El buey, con una vasija vacía colgando a cada flanco, cruza el Puente de Holanda.

Ella fue una fiebre, Jacob se esconde detrás de sus párpados. Y la fiebre ya ha pasado.

Vuelve a mirar. El capitán de la guardia está examinando el salvoconducto.

¿Habrá venido, se pregunta, para refugiarse de Enomoto?

Su proposición de matrimonio resucita como un golem.

La quería, sí, piensa asustado el escribano, cuando sabía que no podría tenerla.

El aguador le da un zurriagazo al buey en las pesadas ancas.

Quizá sólo ha venido, Jacob trata de calmarse, para pasarse por el hospital.

Se fija en el desaliño de la joven: le falta una sandalia y lleva el pelo alborotado.

Pero ¿dónde están los demás estudiantes? ¿Por qué no la dejan pasar los guardias?

El capitán interroga a Orito en un tono áspero.

La firmeza de Orito se deshilacha; su desesperación va en aumento; no se trata de una visita normal.

¡Actúa!, se ordena a sí mismo Jacob. Haz ver a los guardias que se la está esperando; ve a llamar al doctor Marinus; ve a por un intérprete: aún estás a tiempo de inclinar la balanza.

Los tres sacerdotes giran lentamente en torno a la tierra manchada de sangre.

No eres tú lo que ella quiere, le susurra el Orgullo. Lo único que quiere es evitar que la enclaustren.

A diez metros de distancia, el capitán, con gesto escéptico, le da la vuelta al salvoconducto de Orito.

¿Te imaginas que fuese Geertje, le pregunta la Compasión, buscando refugio en Zelanda?

En la resonante sarta de palabras del capitán, Jacob distingue el nombre «Enomoto».

Al otro lado de la Plaza Edo aparece una figura con el cráneo rapado y una túnica celeste.

Ve a Orito y, con un gesto, le grita: ¡Rápido!

Aparece un palanquín gris marino: lo cargan ocho porteadores, señal del elevado rango de su propietario.

Jacob tiene la sensación de llegar a un teatro bien entrado el último acto.

La amo, es el pensamiento que lo asalta, tan auténtico como la luz del día.

Se lanza escaleras abajo y se deja media espinilla en una esquina.

Baja de un salto los últimos seis o siete peldaños y cruza corriendo la Plaza de la Bandera.

Todo ocurre demasiado despacio y demasiado rápido y las dos cosas a la vez.

Jacob se choca con un sacerdote estupefacto y llega a la Puerta Terrestre justo cuando están cerrándola.

El capitán esgrime su pica, advirtiéndole que no dé un paso más.

El rectángulo de visión de Jacob se contrae conforme se cierran las puertas.

Ve la espalda de Orito mientras se la llevan por el Puente de Holanda.

Jacob abre la boca para gritar el nombre de la joven…

… pero la Puerta Terrestre se cierra de un portazo. El cerrojo, bien engrasado, se desliza hasta el tope.