Almacén Eik
Antes del tifón del 19 de octubre de 1799
El viento arrastra al interior del almacén los ruidos de los operarios encargados de reforzar con listones, clavar maderas y arrear animales. Hanzaburo está de pie en el umbral, contemplando el oscurecimiento del cielo. En el escritorio, Ogawa Uzaemon traduce la versión japonesa del Conocimiento de Embarque 99b de la temporada comercial de 1797, relativo a la remesa de cristales de alcanfor. Jacob toma nota de las enormes discrepancias con los precios y cantidades consignadas en la versión holandesa. La firma que ratifica que el documento es «Un registro auténtico y fiel del envío» es la Melchior Van Cleef: el vigésimo séptimo asiento falsificado por el adjunto que Jacob descubre hasta la fecha. El escribano ha informado a Vorstenbosch de esta lista cada vez más nutrida, pero el celo con que el administrador emprendió la reforma de Deshimava va haciéndose más débil cada día que pasa. Las metáforas de Vorstenbosch han pasado de frases como «extirpar el cáncer de la corrupción» a «emplear lo mejor posible los medios de que disponemos», y, lo que tal vez sea el indicador más elocuente de la actitud del administrador, Arie Grote está cada día más ocupado y alegre.
—Pronto estará demasiado oscuro —dice Ogawa Uzaemon— para ver bien.
—¿Cuánto tiempo nos queda —pregunta Jacob— antes de tener que parar?
—Una hora más, con aceite en lámpara. Después tengo que marchar.
Jacob escribe una nota para pedirle a Ouwehand que le dé a Hanzaburo un bote de aceite del depósito de la oficina, y Ogawa se lo ordena en japonés. El chico sale a la calle y echa a andar con las ropas tironeadas por el viento.
—Últimos tifones de temporada —dice Ogawa— pueden atacar feudo de Hizen muy fuerte. Pensamos: Dioses, salvad Nagasaki de tifón malo este año, y después…
Ogawa imita con gestos un ariete.
—Las tormentas de otoño en Zelanda también son infames.
—Perdón —Ogawa abre su cuaderno—, ¿qué es «infame»?
—Algo infame es algo muy malo.
—Señor de Zoet dice —recuerda Ogawa— que isla suya es bajo nivel de mar.
—¿Walcheren? Sí, eso es. Los holandeses vivimos por debajo de los peces.
—Parar mar para inundar tierra —imagina Ogawa— es guerra antigua.
—«Guerra» es la palabra adecuada. A veces perdemos batallas… —Jacob repara en que tiene un poco de tierra debajo de la uña del pulgar, residuos de la hora que ha pasado esa mañana trabajando en el huerto de Marinus para terminar de saldar su deuda—… y los diques se rompen. No obstante, aunque el mar sea el enemigo de los holandeses, también es el artífice y el… el «escultor» de su ingenio. Si la naturaleza nos hubiese concedido un suelo fértil y elevado como el de nuestros vecinos, ¿qué necesidad habríamos tenido de inventar la bolsa de Ámsterdam, las sociedades anónimas y nuestro imperio de intermediarios?
Los carpinteros se ensañan con los tablones del almacén Lelie, a medio construir.
Jacob decide sacar a colación un asunto delicado antes de que vuelva Hanzaburo.
—Señor Ogawa, cuando registró mis libros la mañana en que desembarqué, supongo que vería mi diccionario.
—Nuevo diccionario de la lengua holandesa. Libro muy excelente y raro.
—Imagino que a un estudioso japonés de mi idioma le sería de utilidad.
—Diccionario holandés es llave mágica para abrir muchas puertas cerradas.
—Es mi deseo, entonces… —titubea Jacob—… regalárselo a la señorita Aibagawa.
Las voces arrastradas por el viento llegan hasta ellos como ecos de un pozo profundo.
La expresión de Ogawa es severa e inescrutable.
—¿Cómo cree usted —tantea Jacob— que reaccionaría a un regalo así?
Los dedos de Ogawa pellizcan un nudo de su fajín.
—Mucha sorpresa.
—Pero no una sorpresa desagradable, espero.
—Tenemos proverbio. —El intérprete se sirve un cuenco de té—. «Nada más caro que objeto que no tiene precio». Cuando señorita Aibagawa recibe ese regalo, ella puede preocupar: «¿Cuál es precio verdadero si yo acepto?».
—Pero no existe ninguna obligación. Doy mi palabra de honor, ninguna en absoluto.
—Entonces… —Ogawa da un sorbo de té, rehuyendo la mirada de Jacob— ¿por qué señor de Zoet regala?
Esto es peor, piensa Jacob, que la charla con Orito en el huerto.
—Porque —el escribano se rebulle—… bueno, porque quiero hacerle un regalo, es decir, el origen de este impulso, lo que motiva al titiritero, por así decirlo, es, como diría el doctor Marinus, es, que es… uno de los grandes imponderables.
¿Qué galimatías incomprensible, dice la cara de Ogawa, estás soltando por la boca?
Jacob se quita las gafas, mira a la calle y ve a un perro levantando la pata.
—Libro es… —Ogawa ve a Jacob bajo un marco invisible—… ¿regalo de amor?
—Ya sé… —Jacob se siente como un actor al que obligan a salir a escena sin haber mirado siquiera el guión—… que ella… la señorita Aibagawa… no es una cortesana, que un holandés no es un marido ideal, aunque no soy pobre, gracias a mi mercurio… pero bueno, todo eso no cuenta, y sin duda habrá quienes me considerarían el hombre más tonto del mundo…
Un lazo de músculo se retuerce bajo el ojo de Ogawa.
—Sí, podría calificarse de regalo de amor, pero si la señorita Aibagawa no siente nada por mí, no importa. Puede quedárselo igualmente. Pensar en que ella utiliza mi libro me… —haría feliz, pero Jacob es incapaz de completar la frase—. Si se lo entregase yo mismo en persona —explica—, los espías, inspectores y sus compañeros de curso se enterarían al instante. Y tampoco puedo pasarme por su casa una noche de estas. En cambio, un intérprete de su categoría, con un diccionario en la mano no suscitaría ninguna alarma… Ni tampoco, espero, podría considerarse contrabando, pues se trata de un simple regalo. De modo que… quería pedirle que le entregase el libro en mi nombre.
Twomey y el esclavo D’Orsaiy desmontan el aparatoso trípode en el patio de pesaje.
El hecho de que Ogawa no se sorprenda hace pensar que ya se esperaba esa petición.
—No hay nadie más en Deshima —dice Jacob— de quien pueda fiarme.
Desde luego que no, parece concordar el lacónico hum de Ogawa. No lo hay.
—Dentro del diccionario, metería… he metido una… bueno, una breve carta.
Ogawa levanta la cabeza e interpreta la frase con recelo.
—Una carta… para decirle que el diccionario será de ella para siempre, pero si… —ahora parezco, piensa Jacob, un frutero que engatusa a las amas de casa en el mercado—… ella quisiese… alguna vez… considerarme un patrón o, digamos, un protector, o… o…
—¿Carta es —el tono de Ogawa es brusco— para proponer matrimonio?
—Sí. No. No, a menos que… —Arrepentido de haber abordado el asunto, Jacob saca el diccionario de debajo del escritorio, envuelto en lona y atado con bramante—. Sí, maldita sea. Es una propuesta. Se lo ruego, señor Ogawa, ponga fin a mi tormento y entréguele este condenado chisme.
• • •
El viento es negro y tormentoso; Jacob cierra el almacén con llave y cruza la Plaza de la Bandera, cubriéndose los ojos del polvo y la arena. Ogawa y Hanzaburo han vuelto a sus casas cuando todavía era seguro andar por la calle. Al pie de la bandera, Van Cleef vocifera rabioso a D’Orsaiy, que, por lo que observa Jacob, está teniendo dificultades para trepar por el mástil.
—¡Si fuese para coger un coco lo harías en un santiamén, así que hazlo también por nuestra bandera!
El palanquín de un intérprete de alto rango atraviesa la plaza: lleva la ventanilla cerrada.
Van Cleef repara en Jacob.
—La maldita bandera se ha hecho un nudo y no hay manera de arriarla… ¡Pero no voy a permitir que se haga trizas sólo porque a este haragán le da miedo subir a desenredarla!
El esclavo llega a la punta y, aferrándose con los muslos al mástil, desenreda la vieja tricolor de las Provincias Unidas para, acto seguido, cabello al viento, bajar deslizándose con el trofeo y entregárselo a Van Cleef.
—¡Ahora corre a ver qué uso puede hacer el señor Twomey de tu pellejo!
D’Orsaiy sale zumbando entre las casas del adjunto y del capitán.
—Se ha suspendido la revista. —Van Cleef dobla la bandera, se la mete en la chaqueta y va a guarecerse bajo un alero—. Coja un cuenco de lo que sea que haya cocinado Grote y váyase a casa. Mi nueva esposa prevé que el viento soplará el doble de fuerte en cuanto pase el ojo del tifón.
—Pensaba —Jacob señala la atalaya— subir a ver el panorama.
—¡Más le vale acortar la visita turística o saldrá volando hasta Kamchatka!
Van Cleef echa a andar arrastrando los pies por el callejón hasta llegar a su casa.
Jacob sube las escaleras de dos en dos. Nada más rebasar la altura de los tejados lo embiste el viento: se agarra con fuerza a la barandilla y se aplasta contra los tablones de la plataforma. Desde el campanario de Domburgo, Jacob ha visto muchas tormentas llegar al galope desde Escandinavia, pero un tifón oriental posee conciencia y encierra una amenaza. La luz del día se amorata; los bosques azotan las laderas prematuramente sumidas en la penumbra; la bahía negra enloquece bajo la marejada; pedazos de espuma salpican los tejados de Deshima; la madera gime y se lamenta. La tripulación del Shenandoah echa la tercera ancla; el segundo de a bordo, de pie en la cubierta de popa, vocifera inaudible. Al este, los mercaderes y marineros chinos también se afanan en proteger sus bienes. El palanquín del intérprete cruza la Plaza Edo, por lo demás desierta; la hilera de plátanos se pliega y da latigazos; no hay un solo pájaro en el cielo; los pescadores han arrastrado las barcas a la orilla y las han atado unas con otras. Nagasaki está atrincherándose para afrontar una noche de perros.
¿Cuál de esos cientos de tejados apiñados, pregunta Jacob para sus adentros, es el tuyo?
En el cruce, el comisario Kosugi está atando la soga de la campana.
Ogawa no va a entregar el diccionario esta noche, asume Jacob.
Twomey y Baert sellan con tablones la puerta y las ventanas de la Casa Jardín.
Mi regalo y mi carta son torpes y apresurados, admite Jacob, pero un cortejo más sutil es imposible.
Algo cae en el huerto y se hace pedazos…
Al menos ahora puedo dejar de maldecirme por mi cobardía.
Marinus y Eelattu porfían con unos árboles plantados en tiestos y una carretilla…
… Y veinte minutos después, dos docenas de manzanos jóvenes están a salvo en el pasillo del hospital.
—Yo… nosotros… —jadeando, el médico señala los arbolitos—… le debemos una.
Eelattu sube a oscuras y desaparece por la trampilla.
—Yo regué esos árboles. —Jacob recobra el aliento—. Me siento en el deber de protegerlos.
No había pensado en los daños que podría causar la sal del mar hasta que me lo advirtió Eelattu. Estos arbolillos los traje de Hakine: sin bautizar con los dos nombres en latín, podrían haber muerto todos. No hay peor tonto que un tonto anciano.
—Nadie se enterará —promete Jacob—, ni siquiera Klaas.
Marinus arruga la frente, piensa y pregunta:
—¿Klaas?
—El jardinero —Jacob se sacude el abrigo— de la casa de sus tías.
—¡Ah, Klaas! El querido Klaas se convirtió en abono hace ya muchos años.
El tifón aúlla como un millón de lobos; la lámpara de la buhardilla está encendida.
—Bueno —dice Jacob—, será mejor que me vaya corriendo a la Casa Alta antes de que resulte imposible.
—Quiera Dios que siga siendo alta mañana por la mañana.
Jacob empuja la puerta del hospital pero el viento la golpea con tanta fuerza que el escribano vuelve rebotado hacia dentro. Jacob y el médico se asoman al exterior y ven un barril que baja dando saltos por la Calle Larga en dirección a la Casa Jardín, donde se estrella y se hace trizas.
—Será mejor que se refugie en la buhardilla hasta que amaine —le propone Marinus.
—No querría molestarlo —responde Jacob—. Valora usted mucho su intimidad.
—¿De qué les serviría a mis alumnos su cadáver si corriese la misma suerte que ese barril? Suba usted delante, no sea que me caiga y nos estampemos los dos contra el suelo…
• • •
La lámpara sibilante revela el tesoro insepulto de las estanterías de Marinus. Jacob ladea la cabeza y entrecierra los ojos para leer los títulos: Novum Organum, de Francis Bacon; Versuch die Metamorphose de Pflanzen zu erklären, de Von Goethte; la traducción de Antoine Galland de Las mil y una noches.
—La palabra impresa es alimento —dice Marinus— y se ve que tiene usted hambre.
El sistema de la naturaleza, de Jean-Baptiste Mirabaud: pseudónimo, como todo sobrino de pastor holandés sabe, del ateo barón d’Holbach; y Cándido, o el optimismo, de Voltaire.
—Herejía de sobra —señala Marinus— para aplastar la caja torácica de un inquisidor.
Jacob no contesta y, a continuación, se topa con Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, de Newton; las Sátiras de Juvenal; el Infierno de Dante en el original italiano; y un sobrio Kosmotheeros, de Christiaan Huygens, paisano de Jacob y del médico. Eso por lo que respecta a un solo estante de los veinte o treinta que ocupan toda una pared del ático. En el escritorio de Marinus hay un infolio: Osteographia, de William Cheselden.
—Mire quién le espera ahí dentro —dice el médico.
Jacob observa los detalles y el diablo planta una semilla. ¿Y si esta máquina de huesos, la semilla germina, fuese la totalidad de un hombre…?
El viento azota los muros como una avalancha de troncos rodantes.
… ¿y el Amor Divino no fuese más que un simple medio de producir maquinitas de huesos?
Jacob piensa en las preguntas que formuló el abad Enomoto en el transcurso de su único encuentro.
—Doctor, ¿cree usted en la existencia del alma?
Marinus prepara, se figura el escribano, una respuesta arcana y erudita.
—Sí.
—Entonces, ¿dónde… —Jacob señala el blasfemo esqueleto piadoso—… está?
—El alma es un verbo —el médico ensarta una vela encendida en un pincho—, no un nombre.
Eelattu trae dos vasos de cerveza amarga y unos higos dulces secos…
Cada vez que Jacob se convence de que el viento no puede soplar con más violencia sin arrancar el tejado de cuajo, el viento arrecia, pero el tejado no sale volando. Las vigas y viguetas se tensan, vibran y traquetean como un molino de viento en plena actividad. Una noche aterradora, piensa Jacob, pero hasta el terror puede acabar diluyéndose en monotonía. Eelattu remienda un calcetín mientras el doctor rememora su viaje a Edo con el difunto administrador Hemmij y el escribano jefe Van Cleef.
—Los dos se lamentaban de la ausencia de edificios comparables a San Pedro o Notre-Dame: pero el genio de la raza japonesa se manifiesta en sus vías y caminos. La carretera Tokaido, que va de Osaka a Edo —desde la barriga del Imperio hasta su cabeza, por así decirlo—, no tiene parangón en todo el orbe, afirmo, ni en la actualidad ni en la antigüedad. La carretera es una ciudad de sólo quince pies de ancho pero de trescientas millas alemanas de largo, bien drenada, bien mantenida y bien ordenada, servida por cincuenta y tres estaciones en las cuales los viajeros pueden contratar porteadores, cambiar de caballos y pasar la noche descansando o de juerga. ¿Y qué es lo mejor, lo más simple y lo más sensato de todo? Que todo el tráfico discurre por la izquierda, con lo cual las numerosas colisiones, congestiones y atascos que taponan las arterias europeas aquí no se conocen. En los tramos menos concurridos de la ruta yo sacaba de quicio a nuestros inspectores apeándome del palanquín y desarrollando actividades botánicas a la vera del camino. Encontré más de treinta especies nuevas para mi Flora japónica que pasaron inadvertidas para Thunberg y Kaempfer. Y para terminar, al final del todo, está Edo.
—Lugar que no habrán visto más de… ¿cuántos europeos? ¿Una docena?
—Menos. Si obtiene el puesto de escribano jefe antes de tres años, la verá con sus propios ojos.
No estaré aquí, espera Jacob, y entonces, desazonado, piensa en Orito.
Eelattu corta un hilo. A tan sólo una calle y un muro de distancia, el mar se retuerce.
—Edo es un millón de personas apiñadas en una retícula de calles que se extiende hasta donde se pierde la vista. Edo es un fragor tumultuoso de zuecos, telares, gritos, ladridos, lloros, susurros. Edo es un códice de todos los apetitos humanos y del medio de satisfacerlos. Todo daimio que se precie debe mantener una residencia en Edo para su heredero y esposa favorita, y los más grandes de estos recintos son auténticas ciudades amuralladas. El Gran Puente de Edo, punto de referencia de todos los mojones del Japón, mide doscientos pasos de largo. Me habría metido en la piel de un nativo para vagar a placer por aquel laberinto de no ser porque, naturalmente, Hemmij, Van Cleef y yo nos vimos confinados a nuestra posada «por motivos de seguridad», hasta el día de nuestra entrevista con el shogun. El torrente de estudiosos y visitantes sirvió de antídoto contra la monotonía, sobre todo los que portaban plantas, bulbos y semillas.
¿Sobre qué cuestiones lo consultaban?
Médicas, eruditas, pueriles: «¿La electricidad es un fluido?»; «¿los extranjeros usan botas porque no tienen tobillos?»; «¿para cada número real φ la fórmula de Euler garantiza universalmente la validez de la función exponencial compleja eiφ = cos φ + i sen φ?»; «¿cómo podemos construir un globo aerostático?»; «¿se puede extirpar un seno canceroso sin que muera la paciente?»; y en una ocasión: «Dado que el diluvio universal nunca sumergió el Japón, ¿podemos deducir que es el país más elevado de todos?». Los intérpretes, funcionarios y posaderos exigían que se les permitiese consultar al Oráculo de Delfos, pero, como ya he señalado…
El edificio tiembla como en el terremoto: crujen todas las maderas.
—… encuentro un cierto consuelo —confiesa Marinus— en la impotencia del ser humano.
Jacob no consigue estar de acuerdo.
—¿Y qué me dice del encuentro con el shogun?
—Nuestro atuendo eran las rancias galas de un siglo y medio de usanza indumentaria: Hemmij iba ataviado con una levita de botones de perla, un chaleco morisco, un sombrero con pluma de avestruz y tapijns de color blanco sobre los zapatos, y Van Cleef y yo lucíamos parecidos adefesios: éramos un auténtico trío de pasteles franceses en descomposición. Llegamos en palanquines a las puertas del castillo y desde ahí continuamos a pie durante tres horas, recorriendo galerías, atravesando patios, franqueando puertas que daban a vestíbulos donde intercambiábamos ampulosas cortesías con funcionarios, consejeros y príncipes, hasta que por fin llegamos al salón del trono. Una vez allí, la pantomima de que la embajada a la corte es una embajada a la corte, y no una peregrinación de diez semanas destinada a rendir honores y lamer traseros, resulta imposible de mantener. El shogun —medio oculto tras un biombo— se sienta al fondo, en la parte elevada de la sala. Cuando su portavoz anunció: «Oranda capitán», Hemmij se arrastró como un cangrejo hacia el shogun, se arrodilló en el punto designado, acatando la prohibición de mirar siquiera a tan sublime figura, y esperó en silencio a que el generalísimo aplasta-bárbaros moviese un dedo. Un chambelán recitó un texto, invariable desde la década de 1660, que nos prohíbe hacer proselitismo de la perversa fe cristiana o acercarnos a los juncos de los chinos o de los nativos de las islas Riu Kiu, y nos conmina a dar parte de cualquier complot contra el Japón que llegare a nuestros oídos. Hemmij retrocedió arrastrándose, y con eso concluyó la ceremonia. Esa noche, anoté en mi diario, Hemmij se quejó de retortijones, que después, en el camino de regreso, resultaron ser disentería; un diagnóstico incierto, lo confieso.
Eelattu ha terminado sus remiendos y desenrolla la ropa de cama.
—Una muerte horrible. No paraba de llover. El lugar se llamaba Kakegawa. «Aquí no, Marinus, así no», gemía. Y murió…
Jacob se imagina una tumba en suelo pagano, y su propio cadáver introducido en ella.
—… como si yo, precisamente yo, tuviese la capacidad de interceder ante el Altísimo.
El rugido del viento cambia de timbre, y ambos lo perciben.
—El ojo del tifón —Marinus mira hacia arriba— está justo encima de nosotros…