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Huerto de Deshima

Última hora de la tarde del 16 de septiembre de 1799

Jacob echa la última palada de estiércol en el bancal de remolacha y va hasta los barriles embreados a coger agua para los pepinos tardíos. Esa mañana ha comenzado una hora antes sus tareas de escribano para poder terminar a las cuatro y empezar a saldar las doce horas de trabajo hortícola que le debe al médico. Marinus ha sido un bribón, piensa Jacob, al ocultar su destreza al billar, pero una apuesta es una apuesta. Quita la paja que hay alrededor de las raíces de los pepinos, vierte las dos calabazas que le han servido de recipiente, y luego vuelve a colocar el mantillo para que el sediento suelo se mantenga húmedo. Por encima de la tapia que da a la Calle Larga asoma de vez en cuando la cabeza de algún curioso. La imagen de un escribano holandés arrancando hierbajos como un campesino merece la pena. Hanzaburo respondió a la petición de ayuda echándose a reír, hasta que vio que Jacob lo decía en serio, momento en el cual se puso a explicarle con gestos que le dolía la espalda y se marchó, metiéndose en el bolsillo un puñado de flores de lavanda que arrancó junto a la puerta del huerto. Arie Grote trató de venderle el sombrero de piel de tiburón, para que Jacob pudiese «deslomarse con elegancia, como un latifundista»; Piet Baert le ofreció unas clases de billar pagadas; y Ponke Ouwehand se prestó a indicarle algunas malas hierbas. La horticultura es un trabajo más arduo del que acostumbra a hacer Jacob, y sin embargo, reconoce para sus adentros, me gusta. Sus ojos fatigados encuentran solaz en el verdor; los camachuelos cazan lombrices en la tierra removida; y una especie de pinzón de cara negra, cuyos trinos resuenan como el tintineo de unos cubiertos, observa la escena desde la cisterna vacía. Vorstenbosch y Van Cleef están en la residencia de Nagasaki del señor de Satsuma, el suegro del shogun, para insistir en la cuestión del cobre, con lo cual Deshima disfruta de una atmósfera exenta de vigilancia. Los estudiantes están en el hospital: mientras Jacob cava surcos para las judías a golpe de azada, oye la voz de Marinus a través de la ventana de la consulta. La señorita Aibagawa está allí. Desde que le dio el abanico audazmente ilustrado, Jacob no ha vuelto a verla, no digamos ya a hablar con ella. Los atisbos de amabilidad que el médico le muestra no llegarán al extremo de concertarle una cita. Jacob se ha planteado pedirle a Ogawa Uzaemon que le entregue a la joven una carta de parte suya, pero si se descubriese, tanto el intérprete como ella podrían ser acusados de tratos secretos con un extranjero.

Y además, piensa Jacob, ¿qué iba yo a decirle en esa carta?

Jacob está quitando babosas de las coles con unos palillos chinos cuando se percata de que tiene una mariquita en la mano derecha. Le tiende un puente con la mano izquierda y el insecto lo cruza amablemente. El escribano repite el ejercicio varias veces. La mariquita, piensa, cree haberse embarcado en un viaje memorable, pero no va a ninguna parte. Jacob se imagina una serie infinita de puentes tendidos en el vacío entre islas cubiertas de piel, y se pregunta si no estará siendo él también víctima de la misma broma a manos de una fuerza invisible…

… hasta que una voz femenina lo arranca de sus ensoñaciones.

—¿Señor Dazûto?

Jacob se quita el sombrero de bambú y se pone en pie.

El rostro de la señorita Aibagawa eclipsa el sol.

—Pido disculpa por molestar.

Sorpresa, sentimiento de culpa, nervios… Jacob siente muchas cosas.

La joven repara en la mariquita posada en el pulgar de Jacob.

Tentô-mushi.

Ansioso por comprender, el holandés entiende mal:

—¿O ben-tô-mushi?

O ben-tô-mushi es «bicho de tartera». —Sonríe ella—. Esto —señala la mariquita— es O ten-tô-mushi.

Tentô-mushi —dice él, y la joven asiente con un gesto aprobatorio de maestra.

El kimono veraniego de color azul marino y el pañuelo blanco le dan un aire de monja.

No están solos: en la puerta del huerto vigila el inevitable guardián.

Jacob trata de no hacerle caso.

—«Mariquita». La amiga de los jardineros…

Le caerías bien a Anna, piensa, mirándola a la cara. Le caerías bien a Anna.

—… porque las mariquitas comen pulgones.

Jacob se lleva el pulgar a los labios y sopla.

La mariquita emprende un vuelo de un metro y aterriza en la cara del espantapájaros.

La chica coloca el sombrero del espantapájaros como haría una esposa.

—¿Cómo lo llama?

—Es un espantapájaros, para «espantar a los pájaros», pero se llama Robespierre.

—El almacén Eik es «Almacén Roble»; mono es «William». ¿Por qué espantapájaros es «Robespierre»?

—Porque se le cae la cabeza cuando cambia el viento. Es una broma macabra.

—Broma es lenguaje secreto —Aibagawa frunce el ceño— dentro de palabras.

Jacob decide no hacer alusión al abanico hasta que ella no lo mencione: al menos, no parece ofendida ni enfadada.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

—Sí. Doctor Marinus pide que yo vengo a pedir a usted romeru. Él dice…

Cuanto más conozco a Marinus, piensa Jacob, menos lo entiendo.

—… él dice: «Pide Dombâga dar seis… brotes frescos de romeru».

—Por allí, entonces, en el herbario.

La conduce por el sendero, incapaz de pensar en un solo cumplido que no suene irremediablemente idiota.

Ella le pregunta:

—¿Por qué señor Dazûto trabaja hoy de jardinero de Deshima?

—Porque —el hijo del pastor miente con la boca pequeña— me agrada la compañía de las plantas. De pequeño —aligera la mentira con un poco de verdad— trabajaba en el huerto de un pariente. Fuimos los primeros del pueblo que plantaron ciruelos.

—En aldea de Domburgo —dice ella—, en provincia de Zelanda.

—Es usted muy amable por acordarse. —Jacob arranca media docena de ramitas jóvenes—. Aquí tiene.

Durante una inestimable fracción de tiempo, las manos de ambos se conectan mediante unos pocos centímetros de hierba amarga, en presencia de una docena de girasoles de color sanguina.

No quiero una cortesana de pago, piensa. Quiero conquistarte.

—Gracias. —La joven huele las hierbas—. ¿«Romero» tiene significado?

Jacob bendice al déspota con halitosis que tuvo de profesor de Latín en Midelburgo.

El nombre en latín es Ros marinus. «Ros» significa «rocío». ¿Conoce la palabra «rocío»?

La señorita Aibagawa frunce el ceño, sacude un poco la cabeza, y su sombrilla gira, lentamente.

—El rocío es el agua que se encuentra por la mañana temprano, antes de que el sol la evapore.

La comadrona entiende.

—«Rocío»… nosotros decimos «asa-tsuyu».

Jacob sabe que no olvidará la palabra «asa-tsuyu» mientras viva.

—«Ros» significa rocío, y «marinus» significa «mar», luego Ros marinus es «rocío del mar». Los ancianos dicen que el romero sólo prospera, crece bien, cuando puede oír el océano.

La historia agrada a la joven.

—¿Es historia verdadera?

—Puede que sea… —que se detenga el tiempo, desea Jacob—… más bonita que verdadera.

—¿Significado de «marinus» es «mar»? Entonces ¿doctor es «Doctor Mar»?

—Podría decirse que sí, por qué no. ¿«Aibagawa» significa algo?

—«Aiba» es «añil» —salta a la vista que está orgullosa de su nombre— y «gawa» es «río».

—Así que es usted un río añil. Parece un poema. —Y tú, se dice Jacob, pareces un viejo verde—. En inglés «romero» se dice «rosemary», que también es un nombre de mujer. Un nombre de pila. Mi nombre de pila es —se esfuerza por adoptar un tono desenfadado— «Jacob».

—¿Qué es… —la joven gira la cabeza para mostrar su desconcierto—… Ya-ko-bu?

—El nombre que me pusieron mis padres: Jacob. Mi nombre completo es Jacob de Zoet.

Ella asiente cautelosa.

Yakobu Dazûto.

Ojalá, piensa, se pudiese capturar las palabras y guardarlas en una caja.

—¿Mi pronuncia —pregunta la señorita Aibagawa— no es muy buena?

—No, no, no: es usted perfecta en todos los sentidos. Su pronuncia es perfecta.

Los grillos grillan y regrillan en los muretes de piedra del huerto.

—Señorita Aibagawa… —Jacob traga saliva—… ¿cuál es su nombre de pila?

Ella lo hace esperar.

—Nombre que me dan madre y padre es Orito.

La brisa le enrolla un bucle de pelo alrededor del dedo.

La chica baja la mirada.

—Doctor está esperando. Gracias por romero.

—No hay de qué —dice Jacob, y no se atreve a añadir nada más.

Ella da tres o cuatro pasos y se vuelve.

—Olvido una cosa. —Se mete la mano en la manga y saca una fruta del tamaño y color de una naranja, pero suave como una piel sin vello—. Es de mi jardín. Traigo muchas a doctor Marinus y él pide que doy una a señor Dazûto. Es caqui.

—¿Pérsimo en japonés se dice gaqui?

—Ca-qui.

Lo deja apoyado en el hueco del hombro del espantapájaros.

—Ca-qui. Robespierre y yo nos lo comeremos después, gracias.

Mientras la joven recorre el sendero, la tierra se desmenuza bajo sus sandalias de madera.

Actúa, le suplica el Espíritu del Arrepentimiento Futuro, no volveré a darte otra oportunidad.

Jacob echa a correr entre las tomateras y la alcanza cerca de la puerta.

—¿Señorita Aibagawa? Señorita Aibagawa. Debo pedirle que me perdone.

Ella se ha dado la vuelta y tiene una mano en la puerta.

—¿Por qué perdonar?

—Por lo que voy a decirle. —Las caléndulas se derriten—. Es usted hermosa.

Ella lo entiende. Abre y cierra la boca. Da un paso hacia atrás…

… y se choca contra el postigo, que, aún cerrado, resuena con el golpe. El guardián lo abre.

Serás idiota, gruñe el Demonio del Arrepentimiento Presente. ¿Qué has hecho?

Hundido, sofocado, helado, Jacob se bate en retirada, pero el huerto se ha cuadruplicado de tamaño y podría tardar una eternidad digna del judío Errante en llegar hasta los pepinos, donde se arrodilla tras una pantalla de acederas; donde el caracol del cubo flexiona sus cuernos mochos; donde las hormigas acarrean trozos de hojas de ruibarbo a lo largo del mango de la azada; y Jacob querría que la Tierra girase en sentido contrario hasta retroceder al momento en el que ella apareciese para pedirle romero, y entonces él lo repetiría todo, pero todo de manera diferente.

Una cierva grita por su cría, sacrificada en honor del señor de Satsuma.

• • •

Antes de la asamblea vespertina, Jacob sube a la atalaya y se saca el caqui del bolsillo de la chaqueta. Los dedos de Aibagawa Orito han dejado unos hoyuelos marcados en la fruta madura, y en ellos coloca ahora él sus yemas; se lleva el regalo a la nariz, inhala su dulzura granulosa y aprieta la rotunda forma contra sus labios agrietados. Me arrepiento de mi confesión, piensa, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Eclipsa el sol con la fruta: el pequeño planeta irradia un resplandor naranja, como un farol chino. Una fina capa de polvo le cubre el rabillo y los sépalos. A falta de cuchillo o cuchara, Jacob muerde una brizna de piel cerosa y tira de ella: el jugo rezuma por el tajo; lame los churretes dulces, absorbe un pedazo goteante de pulpa filamentosa y lo sostiene delicada, muy delicadamente, contra el paladar, donde se desintegra en jazmín fermentado, oleosa canela, melón perfumado, ciruela damascena derretida… y en el corazón del fruto encuentra diez o doce pepitas planas, marrones como ojos orientales y de la misma forma. Ya se ha puesto el sol, callan las cigarras, y las lilas y las turquesas se oscurecen disolviéndose en grises claros y oscuros. Pasa un murciélago a pocos metros, seguido de su propia turbulencia afelpada. No corre ni una brizna de aire. De la chimenea de la cocina del Shenandoah sale una columna de humo que se derrumba alrededor de la proa del bergantín. Están abiertas las troneras, y el runrún de las diez docenas de marineros que cenan en las entrañas del barco se propaga por el agua. Como un diapasón golpeado, Jacob reverbera con todas y cada una de las partes de Orito, y con su totalidad, con la entera esencia de ella. La promesa que le hizo a Anna le raspa la conciencia como una lija. Pero Anna, piensa con inquietud, está lejísimos, tanto en millas como en años; y me dio su permiso, prácticamente me dio su consentimiento, y nunca se enterará, y Jacob ingiere el escurridizo regalo de Orito. La creación no terminó el sexto día, reflexiona el joven. La creación se sucede a nuestro alrededor, a pesar y a través de nosotros, a la velocidad de los días y las noches, y nos gusta llamarla «Amor».

• • •

—Capitán Bôru-suten-bôshu —entona el intérprete Sekita, un cuarto de hora después bajo el asta de la bandera.

Lo normal es que la asamblea tenga lugar dos veces al día y la dirija el comisario Kosugi, al cual le basta un minuto para pasar revista a todos los extranjeros, cuyos nombres y caras ya conoce. Esta tarde, sin embargo, Sekita ha decidido hacer valer su autoridad dirigiendo él mismo la inspección mientras el comisario permanece al margen con cara larga.

—¿Dónde está… —Sekita examina la lista entrecerrando los ojos—… el Bôru-suten-bôshu?

El amanuense de Sekita informa a su patrón que esa tarde el administrador Vorstenbosch está visitando al señor de Satsuma. Sekita reprende a su empleado y, entornando los ojos, pasa al siguiente nombre de la lista.

—¿Dónde está el… el Banku-rei-fu?

El amanuense de Sekita recuerda a su patrón que el administrador Van Cleef está con su jefe.

El comisario Kosugi carraspea ruidosa e innecesariamente.

El intérprete prosigue con la revista.

—Ma-ri-as-su…

Marinus se pone en pie con los pulgares en los bolsillos de la chaqueta.

—Doctor Marinus, si no le importa.

Sekita alza la vista, alarmado.

—¿El Marinus necesita doctor?

Gerritszoon y Baert bufan divertidos: Sekita se da cuenta de que ha cometido un error y dice:

—En las malas se conoce a amigos.

Mira el siguiente nombre de la lista:

—Fui… shâ…

—Me imagino que ese soy yo —dice Peter Fischer—, pero se dice así: «Fischer».

—Sí, sí, el Fuishâ. —Sekita se pelea con el siguiente nombre—. Ôehando.

—Presente, por mis pecados —dice Ouwehand, limpiándose las manchas de tinta de las manos.

Sekita se seca la frente con un pañuelo.

—Dazûto…

—Presente —dice Jacob.

Poner a la gente en una lista y después enumerarla, piensa, equivale a someterla.

Conforme avanza por la lista, Sekita hace estragos con los nombres de los marineros; Gerritszoon y Baert responden con bromas desdeñosas, pero el hecho es que se ven obligados a responder, y lo hacen. Una vez identificados todos los extranjeros blancos, Sekita pasa a ocuparse de los cuatro sirvientes y los cuatro esclavos que forman dos grupos a la izquierda y a la derecha de sus amos y patrones. El intérprete empieza por los sirvientes: Eelattu, Cupido y Filandro, y entorna los ojos al llegar al primer esclavo de la lista: «Su-ya-ko».

Al no haber respuesta, Jacob mira alrededor en busca del malayo ausente.

Sekita silabea el nombre:

—Su-ya-ko.

Pero nadie responde.

El intérprete lanza una mirada fulminante a su amanuense, que a su vez hace una pregunta al comisario Kosugi.

Kosugi, imagina Jacob, responde a Sekita:

—La lista la pasas tú, así que los ausentes son problema tuyo.

Sekita se dirige a Marinus.

—¿Dónde es Su-ya-ko?

El médico tararea una melodía de bajo. Cuando termina la estrofa y Sekita está fuera de sí, Marinus se vuelve hacia los sirvientes y esclavos:

—¿Serían tan amables de localizar a Syako y decirle que va a llegar tarde a la asamblea?

Los siete hombres salen corriendo hacia la Calle Larga, discutiendo sobre el posible paradero del ausente.

—A ese perro lo encuentro yo —dice Peter Fischer a Marinus— mucho más rápido que esa chusma morena. Venga conmigo, señor Gerritszoon, que este trabajo está hecho a su medida.

Peter Fischer sale del Callejón de la Bandera menos de cinco minutos después con la mano derecha ensangrentada, por delante de unos cuantos intérpretes personales que, dirigiéndose al comisario Kosugi y al intérprete Sekita, comienzan a hablar todos al mismo tiempo. Unos instantes después aparece Eelattu y da parte a Marinus en cingalés. Fischer informa a los demás holandeses:

—Hemos encontrado a esa cucaracha en el depósito de cajas del Callejón del Flaco, junto al almacén Doorn. Yo ya lo había visto entrando ahí antes.

—¿Por qué no lo ha traído para el pase de lista? —pregunta Jacob.

Fischer sonríe.

—Porque me parece que no va a poder andar durante una temporadita.

Ouwehand pregunta:

—¿Qué demonios le habéis hecho?

—Menos de lo que merece ese esclavo. Estaba bebiendo licor robado y se ha dirigido a nosotros con una insolencia imperdonable en un igual, no digamos ya en un malayo apestoso. Cuando el señor Gerritszoon ha hecho amago de corregir esa impertinencia con una vara de ratán, él se ha puesto hecho una furia, ha empezado a aullar como un lobo endemoniado y ha tratado de rompernos la cabeza con una palanqueta.

—¿Y cómo es que ninguno de nosotros —pregunta Jacob— ha oído ese aullido endemoniado?

—¡Porque —protesta Fischer— primero ha cerrado la puerta, escribano De Zoet!

—Que yo sepa —dice Ivo Oost—, Syako es incapaz de matar a una mosca.

—Quizá eres demasiado cercano a él —replica Fischer, aludiendo a la sangre mestiza de Oost— para ser imparcial.

Arie Grote quita delicadamente a Oost el cuchillo que ya había empuñado. Marinus da una orden a Eelattu en cingalés, y los sirvientes salen disparados hacia el hospital. El médico echa a andar todo lo rápido que su cojera le permite por el Callejón de la Bandera. Jacob lo sigue, haciendo caso omiso de las protestas de Sekita, por delante del comisario Kosugi y sus guardias.

La luz vespertina tiñe de bronce oscuro los almacenes encalados de la Calle Larga. Jacob alcanza a Marinus. Al llegar al cruce doblan por el Callejón del Flaco, dejan atrás el almacén Doorn y entran en el oscuro, sofocante y angosto depósito de cajas.

—Se han tomado su tiempo, ¿eh? —dice Gerritszoon, sentado en una saca.

—¿Dónde está…?

Jacob ve la respuesta a su pregunta.

La saca es Syako. Su cabeza, anteriormente hermosa, está en el suelo en mitad de un charco de sangre; tiene rajado un labio, le falta medio ojo y no da señales de vida. En derredor hay cajas astilladas, una botella hecha añicos y una silla rota. Gerritszoon se arrodilla en la espalda del esclavo y le ata las muñecas.

Los demás entran en el depósito y se agolpan detrás de Jacob y el médico.

—¡Jesús, María —exclama Con Twomey— y el puto Oliver Cromwell!

Los testigos japoneses profieren expresiones de horror en su idioma.

—Desátalo —dice Marinus a Gerritszoon— y ni te me acerques.

—Eh, que usted no es el administrador ni tampoco el adjunto, y juro por Dios que…

—Desátalo ahora mismo —ordena el médico— o cuando ese cálculo que tienes en la vejiga crezca tanto que mees sangre y me vengas gritando como un niño muerto de miedo a que te haga una litotomía, te juro por mi Dios que se me irá la mano con trágicas, lentas y dolorosísimas consecuencias.

—Era nuestro deber —refunfuña Gerritszoon, apartándose— quitarle la tontería.

—Es la vida —declara Ivo Oost— lo que le habéis quitado.

Marinus le da el bastón a Jacob y se arrodilla junto al esclavo.

—¿Debíamos habernos quedado quietos —pregunta Fischer— y dejar que nos matase?

Marinus desata la cuerda. Con ayuda de Jacob, trata de dar la vuelta al cuerpo.

—Vaya, vaya, al administrador V. no va a hacerle ninguna gracia —dice Arie Grote con sarcasmo— esta forma de tratar y estibar los bienes de la Compañía, ¿eh?

Del pecho de Syako surge un grito de dolor que no tarda en apagarse.

Marinus hace un rebujo con su chaqueta y la coloca bajo la cabeza del maltrecho malayo, le murmura algo en su propia lengua, y le examina el cráneo abierto. El esclavo se estremece, el médico hace una mueca y pregunta:

—¿Por qué hay restos de cristal en esta brecha?

—Como ya he dicho —contesta Fischer—, si me ha prestado atención, el esclavo estaba bebiendo ron robado.

—¿Y se ha agredido a sí mismo —pregunta Marinus— con la botella que tenía en la mano?

—Se la he arrancado a la fuerza —dice Gerritszoon— para usarla contra él.

—¡Este perro negro ha intentado matarnos! —grita Fischer—. ¡Con un martillo!

—¿Martillo? ¿Palanqueta? ¿Botella? Más vale que cuadren mejor su versión de los hechos.

—No pienso tolerar —amenaza Fischer— esas… esas insinuaciones, doctor.

Eelattu llega con la camilla. Marinus le dice a Jacob:

—Ayúdeme, domburgués.

Sekita aparta a los intérpretes con su abanico y mira con desagrado la escena.

—¿Ese es el Su-ya-ko?

• • •

El primer plato de la cena de los superiores es sopa dulce de cebollas francesas. Vorstenbosch se la toma en silencio con aire contrariado. El administrador y su adjunto habían regresado a Deshima de óptimo humor, pero las noticias de la paliza a Syako se lo han arruinado. Marinus sigue en el hospital, curando las múltiples heridas del malayo. El administrador ha dispensado incluso a Cupido y a Filandro de sus deberes musicales, diciendo que no estaba de humor para melismas. En consecuencia, compete a Van Cleef y al capitán Lacy entretener a los comensales con sus impresiones acerca de la residencia de Nagasaki del señor de Satsuma y su familia. Jacob sospecha que su patrón no termina de creerse la versión que ofrecen Fischer y Gerritszoon de lo sucedido en el depósito de cajas, pero manifestarlo expresamente sería otorgar más crédito a la palabra de un esclavo negro que a la de un funcionario y marinero blancos. ¿Qué clase de precedente, se imagina Jacob que estará pensando Vorstenbosch, se sentaría para otros esclavos y sirvientes? Fischer tiene la sensación de que su puesto de escribano jefe está en peligro, por lo que se muestra cauteloso. Cuando Arie Grote y su pinche sirven el pastel de venado, el capitán Lacy manda a su sirviente a por media docena de botellas de malta de cebada, pero Vorstenbosch, lejos de percatarse, masculla: «¿Por qué demonios tarda tanto Marinus?», y manda a Cupido a buscar al médico. Hace ya un buen rato que Cupido se fue y aún no ha vuelto. Antes de que el doctor Marinus entre cojeando en el comedor, Lacy ha tenido tiempo de contar una historia maquillada de cuando luchó junto a George Washington en la batalla de Bunker Hill, y de meterse entre pecho y espalda tres porciones de tarta de albaricoque.

—Ya pensábamos —dice Vorstenbosch— que no vendría, doctor.

—Fractura de clavícula —dice Marinus, tomando asiento—; fractura de cúbito; una costilla rota; tres dientes arrancados; dolorosas contusiones por todo el cuerpo, en especial en la cara y en los genitales; y una parte de la rótula desprendida del fémur. Cuando pueda volver a andar, cojeará con tanta gracia como yo, y, como habrán podido ver, la delicadeza de sus rasgos ya ha pasado a la historia.

Fischer bebe su brebaje yanqui como si la cosa no fuese con él.

—Entonces —dice Van Cleef—, ¿el esclavo no corre peligro de muerte?

—Por el momento no, pero no descarto infecciones y fiebres.

—¿Cuánto tiempo —Vorstenbosch parte un mondadientes— durará la convalecencia?

—Hasta que se cure. Después, sugiero que se le encomienden tareas livianas.

Lacy da un resoplido.

—Aquí, todas las tareas de los esclavos son livianas: en Deshima se dan la gran vida.

—¿Ha sacado al esclavo —pregunta Vorstenbosch— su versión de los hechos?

—Espero, señor —dice Fischer— que mi testimonio y el del señor Gerritszoon sean algo más que una simple «versión de los hechos».

—Los daños a la propiedad de la Compañía se investigan, Fischer.

El capitán Lacy se abanica con el sombrero.

—En Carolina discutiríamos cuál es la indemnización que debería pagar el señor Fischer a los propietarios del esclavo.

—Una vez esclarecidos los hechos, supongo. Doctor Marinus: ¿por qué no se presentó el esclavo a la revista? Lleva años aquí. Conoce las reglas.

—Yo echaría la culpa precisamente a esos «años». —El médico se sirve un poco de tarta—. Lo tienen agotado y le han provocado una crisis nerviosa.

—Doctor, es usted… —Lacy se ríe y se atraganta—… ¡es usted único! ¿Una «crisis nerviosa»? ¿Qué será lo próximo? ¿Una mula demasiado melancólica para tirar del carro? ¿Una gallina demasiado afligida para poner huevos?

—Syako tiene mujer e hijo en Batavia —dice Marinus—. Cuando Gijsbert Hemmij lo trajo a Deshima hace siete años, la familia quedó dividida. Hemmij le prometió darle la libertad cuando regresase a Java a cambio de un servicio leal.

—¡Si me hubiesen dado un dólar —exclama Lacy— por cada negro echado a perder por una promesa precipitada de manumisión, podría comprarme la Florida entera!

—Pero el administrador Hemmij murió —objeta Van Cleef— y se llevó la promesa a la tumba.

—Esta primavera, Daniel Snitker le dijo a Syako que la promesa se cumpliría al término de la temporada comercial. El malayo estaba convencido —Marinus se llena de tabaco la pipa— de que al cabo de unas pocas semanas volvería a Batavia como un hombre libre y, al llegar el Shenandoah, decidió de todo corazón ponerse a trabajar para comprar la libertad de su familia.

—La palabra de Snitker —dice Lacy— vale menos que el papel en que está escrita.

Ayer mismo —Marinus enciende una astilla con la vela y aspira hasta que la pipa cobra vida— Syako se enteró de que la promesa estaba rota y su libertad hecha añicos.

—El esclavo deberá permanecer aquí —dice el administrador— hasta la conclusión de mi mandato. En Deshima hay escasez de mano de obra.

—Entonces —el médico echa una nube de humo— ¿por qué les sorprende su estado de ánimo? La última vez que miré, siete más cinco suman doce: doce años. Syako llegó aquí con diecisiete años y no se irá antes de cumplir los veintinueve. Para entonces ya habrán vendido a su hijo y su mujer se habrá ido con otro.

—¿Cómo puedo «romper» una promesa que nunca hice? —objeta Vorstenbosch.

—Una observación lógica y muy aguda, señor —dice Peter Fischer.

—¡Yo no veo a mi mujer y a mis hijas —exclama Van Cleef— desde hace ocho años!

—Usted es un adjunto —Marinus se arranca de la manga una mancha de sangre seca— que está aquí para hacerse rico. Syako es un esclavo que está aquí para que sus amos tengan una vida más cómoda.

—¡Un esclavo es un esclavo —proclama Peter Fischer— porque hace un trabajo de esclavo!

—¿Qué tal —Lacy se hurga el oído con la púa del tenedor— una velada en el teatro, para subir el ánimo? Podíamos representar Otelo, quizás.

—¿No corremos el riesgo —pregunta Van Cleef— de perder de vista la cuestión principal? ¿Que hoy un esclavo ha tratado de asesinar a dos de nuestros colegas?

—Otra excelente observación —señala Fischer— si se me permite decirlo, señor.

—Syako —Marinus junta los pulgares— niega haber atacado a sus agresores.

Fischer se recuesta en la silla y declara a la lámpara de araña: «¡Fa!».

—Syako dice que los dos amos blancos la emprendieron con él sin que los hubiese provocado.

—El aspirante a sacamantecas —afirma Fischer— es un mentiroso de la más negra especie.

—Los negros mienten —Lacy abre su caja de rapé— como los gansos cagan cieno.

—¿Por qué —Marinus coloca la pipa en su soporte— iba a querer Syako atacarlos?

—¡Los salvajes no necesitan motivos! —Fischer esputa en la escupidera—. La gente como usted, doctor Marinus, asiste a congresos y escucha con aprobación las monsergas que les endilga un «negro refinado» con chaleco y peluca sobre «el verdadero coste del azúcar que le echamos al té». Pero yo, yo, no soy un hombre criado en los jardines suecos, sino en las selvas de Surinam, donde uno ve al negro en su medio natural. Cuando le hagan a usted una de estas —Peter Fischer se desabrocha la camisa para mostrar una cicatriz de ocho centímetros encima de la clavícula— me viene y me cuenta que los salvajes también tienen alma sólo porque son capaces de recitar el padrenuestro, como cualquier loro.

Lacy mira atentamente, impresionado.

—¿Cómo consiguió ese souvenir?

—Mientras me recuperaba en Goed Accoord —responde Fischer, mirando con furia al médico—, una plantación en el Commewina, a dos días de Paramaribo navegando río arriba. Mi pelotón había ido a limpiar la cuenca de esclavos cimarrones que atacaban en bandas. Los colonos los llaman «rebeldes»: yo los llamo «alimañas». Habíamos incendiado muchas de sus madrigueras y campos de ñame, pero se nos echó encima la estación seca y aquello se convirtió en un infierno. Ni uno solo de mis hombres se libró del beriberi o de la tiña. Los negros de Goed Accoord se percataron de nuestra debilidad y, al amanecer del tercer día, llegaron sigilosamente hasta la casa y nos atacaron. Cientos de víboras salían reptando del fango seco o se descolgaban de los árboles. Con mosquetes, bayonetas y manos desnudas, mis hombres y yo les opusimos valerosa resistencia, pero cuando una maza me impactó en el cráneo caí redondo al suelo. Debieron de pasar horas y horas. Al recobrar el conocimiento me encontré atado de pies y manos. Tenía la mandíbula… ¿cómo se dice?… dislocada. Estaba en el salón, tirado en el suelo junto a una fila de hombres heridos. Algunos suplicaban misericordia, pero los negros no entienden ese concepto. Cuando llegó el cabecilla de los esclavos mandó a sus carniceros que nos arrancasen el corazón para su banquete triunfal. Y así lo hicieron —Fischer agita su bebida en el vaso— lentamente, sin antes matar a las víctimas.

—¡Tanta barbarie y perversidad —declara Van Cleef— resulta inconcebible!

Vorstenbosch manda a Filandro y a Weh a por unas botellas de vino del Rin.

—Mis desventurados camaradas, el suizo Fourgeoud, Dejohnette y mi amigo del alma, Tom Isberg, sufrieron el calvario de Cristo. Sus gritos me obsesionarán toda la vida, así como las risotadas de los negros. Iban metiendo los corazones en un orinal, a escasos centímetros de donde yo estaba. La estancia apestaba a matadero; el aire estaba negro de moscas. Ya oscurecía cuando me llegó el turno. Yo era el penúltimo. Me arrojaron encima de la mesa. A pesar del pánico, me hice el muerto y recé a Dios para que se llevase mi alma cuanto antes. En ese momento, uno dijo: «Son de go sleeby caba. Mekewe liby den tara dago tay tamara». O sea, que estaba poniéndose el sol y que dejasen esos dos últimos «perros» para el día siguiente. Ya habían empezado los tambores, el festín y el fornicio, y como los carniceros no estaban dispuestos a perderse la jarana, uno de ellos me clavó a la mesa con una bayoneta, como una mariposa inmovilizada por el alfiler de un coleccionista, y me dejaron solo sin vigilancia.

Los insectos ensucian el aire que rodea a los candelabros formando un halo maléfico.

Una lagartija color óxido se para en la hoja del cuchillo de mantequilla de Jacob.

—Entonces me puse a rezar a Dios para que me diese fuerzas. Girando la cabeza podía coger la hoja de la bayoneta con los dientes y aflojarla lentamente. Perdí litros de sangre, pero me negaba a sucumbir al agotamiento. Conquisté mi libertad. Bajo la mesa estaba Joosse, el último superviviente de mi pelotón. Joosse era zelandés, como el escribano De Zoet…

Vaya por Dios, piensa Jacob, qué coincidencia tan oportuna.

—… y era un cobarde, lamento decir. Tenía tanto miedo que no se movía, hasta que mi razón se impuso a su pavor. Al abrigo de la oscuridad dejamos atrás Goed Accoord. Pasamos siete días abriéndonos camino con las manos desnudas a través de aquella pestilencia verde. No teníamos más alimento que los gusanos que nos crecían en las heridas. Joosse me rogó muchas veces que lo dejase morir, pero el sentido del honor me obligaba a proteger de la muerte a aquel zelandés pusilánime. Finalmente, gracias a Dios, llegamos al Fuerte Sommelsdyck, situado en la confluencia del Commewina y el Cottica. Estábamos más muertos que vivos. Mi superior me confesaría posteriormente que esperaba verme morir en cuestión de pocas horas. «La próxima vez no subestime a un prusiano», le dije. El gobernador de Surinam me impuso una medalla, y seis semanas después volví a Goed Accoord al frente de doscientos hombres. Nos vengamos con gloria de las alimañas, pero no soy de los que se vanaglorian de sus proezas.

Weh y Filandro vuelven con las botellas de vino del Rin.

—Qué historia tan edificante —dice Lacy—. Aplaudo su valor, señor Fischer.

—En la parte en la que se comían los gusanos —observa Marinus— se le ha ido un poco la mano con la pimienta.

—La incredulidad del doctor —Fischer se dirige a los superiores— nace de la actitud sentimental que tiene hacia los salvajes, lamento tener que decir.

—La incredulidad del doctor —Marinus mira la etiqueta del vino— es la reacción natural ante las patrañas jactanciosas.

—Sus acusaciones —replica Fischer— no merecen respuesta.

Jacob descubre que tiene un archipiélago de picaduras de mosquito en la mano.

—La esclavitud será una injusticia para algunos —dice Van Cleef— pero es innegable que todos los imperios se asientan en dicha institución.

—En ese caso —Marinus clava el sacacorchos—, al diablo con todos los imperios.

—¡Valiente comentario —declara Lacy— en boca de un funcionario colonial!

—Desde luego —concuerda Fischer—, y muy elocuente, por no decir jacobino.

—Yo no soy un «funcionario colonial»: soy un médico, estudioso y viajero.

—Usted anda en busca de su fortuna —dice Lacy—, por cortesía del Imperio Holandés.

—Mi tesoro es la botánica —dice el médico, descorchando la botella—. Las fortunas se las dejo a ustedes.

—Cuán «ilustrado», extravagante y francés. Nación que, por cierto, ha experimentado en sus propias carnes los peligros derivados de la abolición de la esclavitud. La anarquía hizo estragos en el Caribe: plantaciones saqueadas, hombres colgados de los árboles, y cuando París logró volver a encadenar a los negros, ya había perdido La Española.

—Sin embargo —interviene Jacob—, el Imperio Británico está abrazando la abolición.

Vorstenbosch mira a su exprotegido como si fuese un examinador.

—Los británicos —advierte Lacy— se traen entre manos alguna artimaña: el tiempo lo dirá.

—Y esos ciudadanos en sus estados del norte —dice Marinus—, que reconocen…

—¡Esas sanguijuelas yanquis —el capitán Lacy agita el cuchillo— engordan con nuestros impuestos!

—En el reino animal —dice Van Cleef—, los más favorecidos por la naturaleza devoran a los vencidos. Comparado con eso, la esclavitud es bastante clemente: las razas inferiores conservan la vida a cambio de su trabajo.

—¿Qué utilidad tiene —el médico se sirve un vaso de vino— un esclavo devorado?

El reloj de la sala de reuniones da las diez.

—Pese a mi enfado por lo sucedido en el depósito de cajas —Vorstenbosch llega a una conclusión—, acepto que usted, Fischer, y Gerritszoon actuaron en defensa propia.

—Le juro, señor —Fischer inclina la cabeza—, que no tuvimos más remedio.

Marinus hace una mueca mirando la copa de vino.

—Un regusto espantoso.

Lacy se alisa el bigote.

—¿Y qué nos dice de su esclavo, doctor?

—Eelattu, señor, no es más esclavo que su segundo de a bordo. Lo encontré en Jaffna hace cinco años, apaleado por una banda de balleneros portugueses que lo dieron por muerto. Durante su recuperación, la inteligencia del muchacho me convenció para ofrecerle el puesto de asistente de quirófano, a cambio de un salario que pago de mi bolsillo. Eelattu puede renunciar a su empleo cuando le venga en gana, con el saldo que le corresponda y un certificado de buenos servicios. ¿Hay algún marinero del Shenandoah que pueda decir lo mismo?

—Reconozco que los indios —Lacy se acerca al orinal— imitan bastante bien los modales civilizados; y he tenido a nativos de las islas del Pacífico y a chinos en la nómina del Shenandoah, así que sé de lo que hablo. Pero para los africanos… —el capitán se desabrocha los bombachos y procede a orinar en el recipiente—… la esclavitud es la mejor forma de vida: si se les dejase libres, en menos de una semana se morirían de hambre, salvo que asesinasen a familias blancas para saquearles la despensa. Sólo conocen el presente: no saben planificar, ni cultivar la tierra, ni inventar ni imaginar. —Se sacude las últimas gotas de orina y se mete la camisa por dentro de los bombachos—. Además —se rasca debajo del cuello de la camisa—, condenar la esclavitud es condenar las Sagradas Escrituras. Los negros descienden de Cam, el hijo de Noé que se acostó con su propia madre: por eso los camitas quedaron malditos. Está escrito en el Génesis, claro como la luz del día. «Maldito sea Canaán; siervo de siervos será a sus hermanos». La raza blanca, sin embargo, desciende de Jafet: «Engrandezca Dios a Jafet, y habite en las tiendas de Sem, y sea Canaán su siervo». ¿O acaso miento, señor de Zoet?

Los ojos de todos se vuelven hacia el sobrino del párroco.

—Esos versículos en particular son problemáticos —dice Jacob.

—¿El escribano califica la palabra de Dios de «problemática»? —le zahiere Peter Fischer.

—El mundo sería más fácil sin esclavitud —responde Jacob— y…

—El mundo sería más fácil —apostilla con desdén Van Cleef— si los árboles diesen manzanas de oro.

—Querido señor Vorstenbosch —el capitán Lacy levanta la copa—, este vino del Rin es de una cosecha excelente. El regusto es puro néctar.