IX

Habitación del escribano De Zoet en la Casa Alta

Mañana del domingo 15 de septiembre de 1799

Jacob saca el salterio de la familia De Zoet de debajo de los tablones del suelo y se arrodilla en la esquina de la habitación donde todas las noches reza en esa postura. Apoya la nariz en el estrecho hueco que separa el lomo del libro de la tapa e inhala el húmedo aroma de la casa parroquial de Domburgo. El olor evoca los domingos de enero en los que, sobre el adoquinado de la calle principal, los vecinos del pueblo se enfrentaban al viento helado para llegar a la iglesia; los domingos de Pascua, cuando el sol calentaba las espaldas descoloridas de los niños que holgazaneaban con sentimiento de culpa junto a la laguna; los domingos otoñales cuando, envuelto en la niebla marina, el sacristán subía al campanario para tocar la campana; los domingos del efímero verano zelandés, cuando de los modistos de Midelburgo llegaban los nuevos sombreros de cada temporada; y un domingo de Pentecostés en el que Jacob, charlando con su tío, expresó en palabras el siguiente pensamiento: de la misma manera que un solo hombre puede ser al mismo tiempo el pastor De Zoet de Domburgo y tío «mío y de Geertje» y «hermano de mi madre», así también Dios, Su Hijo y el Espíritu Santo son la indivisible Trinidad. Como recompensa, su tío le dio un beso por primera y última vez en su vida: un beso silencioso, respetuoso, en la frente.

Que sigan allí, reza el nostálgico viajero, cuando vuelva a casa.

La Compañía Holandesa de las Indias Orientales profesa fidelidad a la Iglesia Holandesa Reformada, pero no hace gran cosa por el beneficio espiritual de sus empleados. Lin Deshima, el administrador Vorstenbosch, el adjunto Van Cleef, Ivo Oost, Grote y Gerritszoon también se declaran leales a la fe holandesa reformada, pero los japoneses nunca tolerarían ninguna modalidad de culto organizado. El capitán Lacy es episcopaliano; Ponke Ouwehand es luterano; y el catolicismo está representado por Piet Baert y Con Twomey. Este último le ha confesado a Jacob que todos los domingos celebra una «versión infame de la Santa Misa», y que su miedo es morir sin las atenciones de un cura. El doctor Marinus habla del Creador con el mismo tono que emplea para discutir de Voltaire, Diderot, Herschel y de ciertos galenos escoceses: con admiración, pero desde luego sin veneración.

¿A qué dios, se pregunta Jacob, dirigirá sus plegarias una comadrona japonesa?

El escribano busca el salmo nonagésimo tercero, conocido como el «salmo de la tempestad».

Alzaron los ríos, oh, Jehová, lee Jacob, alzaron los ríos su sonido…

El zelandés se imagina el estuario del Escalda, entre Flesinga y Breskens.

… alzaron los ríos sus ondas, Jehová en las alturas es más poderoso que el estruendo…

Para Jacob, las tormentas de la Biblia son las del mar del Norte, donde hasta el sol perece ahogado.

… que el estruendo de las muchas aguas, más que las recias ondas del mar…

Jacob piensa en las manos de Anna, sus manos calientes, sus manos vivas. Pasa el dedo por la bala alojada en la tapa y busca el salmo ciento cincuenta.

Alabadlo a son de trompeta… con salterio y arpa.

Los dedos ágiles del arpista y los ojos curvos son los de la señorita Aibagawa.

Alabadlo con pandero y danza. La bailarina del rey David tiene una mejilla quemada.

Motogi, el intérprete de los ojos hundidos, espera bajo el toldo de la Corporación y sólo repara en Jacob y Hanzaburo cuando el escribano invitado está justo delante de él.

—¡Ah! De Zoet-san… Citar con poca antelación causa gran contratiempo, nos tememos.

—Estoy honrado —Jacob corresponde a la reverencia de Motogi—, no incomodado, señor Motogi…

Un culi deja caer una caja de alcanfor y se gana la patada de un mercader.

—… y si es necesario, el señor Vorstenbosch me ha dejado toda la mañana libre.

Motogi lo hace pasar a la Corporación, donde se descalzan.

A continuación, Jacob baja al suelo interior, que le llega a la altura de las rodillas, y entra a la espaciosa oficina trasera, adonde nunca se había aventurado. Hay seis hombres sentados en mesas dispuestas a la manera de un aula escolar: los intérpretes Isohachi y Kobayashi, de primera categoría; Narazake, el intérprete picado de viruelas, y el carismático y ambiguo Namura, de segunda categoría; Goto, de tercera, que hará las veces de escriba, y un hombre de ojos pensativos que dice llamarse Maeno, un médico, que da las gracias a Jacob por permitirlo estar presente «y así poder curar mi maltrecho holandés». Hanzaburo se sienta en un rincón y finge prestar atención. Kobayashi, por su parte, se esmera en no parecer rencoroso por el episodio de los abanicos de pavo real, y presenta a Jacob como «Señor de Zoet de Zelanda, escribano» y «hombre de gran saber».

El hombre de gran saber desmiente el elogio y todos celebran su modestia.

Motogi explica que los intérpretes, en el transcurso de su labor, se topan con palabras de significado dudoso, y es para arrojar luz sobre esta cuestión por lo que han invitado a Jacob. El doctor Marinus suele dirigir estos seminarios oficiosos, pero hoy está ocupado y ha nombrado sustituto al escribano De Zoet.

Cada uno de los intérpretes tiene una lista de vocablos que escapan a la comprensión colectiva de la Corporación. Se leen en voz alta, uno a uno, y Jacob los explica lo más claramente posible, con ejemplos, gestos y sinónimos. El grupo debate en busca de un equivalente japonés adecuado, a veces sometiéndolo a la consideración de Jacob, hasta que todos quedan satisfechos. Los términos simples, como «árido», «plenitud» o «salitre» no les quitan mucho tiempo. Los más abstractos, como «símil», «ensueño» o «paralaje», resultan más arduos. Los términos que carecen de un equivalente inmediato en japonés, como «intimidad», «atrabiliario» o el verbo «merecer», requieren de diez a quince minutos; y otro tanto ocurre con las expresiones que exigen un conocimiento especializado: «hanseático», «terminación nerviosa», o «subjuntivo». Jacob nota que allí donde un alumno holandés diría: «No lo entiendo», los intérpretes bajan la mirada, de modo que el docente no puede limitarse a explicar, sino que también debe calibrar el verdadero grado de comprensión de sus educandos.

Dos horas pasan a la velocidad de una, pero agotan a Jacob como si fuesen cuatro, y el escribano agradece el té verde y el pequeño descanso. Hanzaburo escurre el bulto sin dar explicaciones. En la segunda mitad de la clase, Narazake pregunta en qué se diferencia la frase «él ha ido a Edo» de «él ha estado en Edo»; el doctor Maeno quiere saber cuándo se usa el dicho «ni me vacía el bolsillo ni me rompe la pierna»; y Namura pregunta cuáles son las diferencias entre «si yo veo», «si yo viese» y «si yo hubiese visto»; Jacob da gracias por todas las aburridas clases de gramática que recibió en el colegio. Las últimas preguntas de la mañana las formula el intérprete Kobayashi.

—Por favor, escribano De Zoet, explique esta palabra: «repercusiones».

—Una consecuencia —sugiere Jacob—; el resultado de una acción. Una repercusión de gastar el dinero es empobrecerse. Si como mucho, una repercusión será —imita una barriga gorda— la grasa.

Kobayashi pregunta el significado de «a plena luz del día».

—Entiendo las palabras, pero el significado general no es claro. ¿Podemos decir: «Visito buen amigo señor Tanaka a plena luz del día»? Creo que no, quizá…

Jacob explica las connotaciones criminales.

—Sobre todo cuando el infractor, o sea, el malo, no tiene ni vergüenza ni miedo de que lo descubran. «A mi buen amigo Motogo lo atracaron a plena luz del día».

—¿«La tetera de señor Vorstenbosch» —pregunta Kobayashi— «fue robada a plena luz del día»?

—Un buen ejemplo —conviene Jacob, feliz de que el administrador no esté presente.

Los intérpretes discuten diversos equivalentes japoneses antes de ponerse de acuerdo en uno.

—Quizá próxima palabra —prosigue Kobayashi— es fácil… «Impotente».

—«Impotente» es lo contrario de «potente» o «capaz»; esto es, «débil».

—Un león —propone el doctor Maeno— es fuerte, pero un ratón es impotente.

Kobayashi asiente y estudia su lista.

—Siguiente es «felizmente ignorante».

—El estado de desconocimiento con respecto a una desgracia. Cuando uno la ignora, está feliz, alegre. Pero cuando uno se entera, se torna infeliz.

—¿Marido es «felizmente ignorante» —sugiere Hori— de que su esposa ama a otro?

—Eso es, señor Hori.

Jacob sonríe y estira las agarrotadas piernas.

—Última palabra —dice Kobayashi— es de libro de ley: «ausencia de pruebas concluyentes».

Antes de que el holandés abra la boca, un adusto comisario Kosugi aparece en la puerta; lo sigue Hanzaburo, visiblemente alterado. Kosugi se disculpa por la intrusión y relata severamente un episodio que, Jacob advierte con creciente desazón, los atañe a Hanzaburo y a él mismo. En un punto crucial del relato, los intérpretes se quedan boquiabiertos de la impresión y miran al perplejo holandés. La palabra dorobô, «ladrón», se repite varias veces. Motogi verifica un detalle con el comisario y anuncia:

—Señor de Zoet, comisario Kosugi trae malas noticias. Ladrones visitan Casa Alta.

—¿Qué? —suelta Jacob—. Pero ¿cuándo? ¿Cómo han entrado? ¿Por qué?

—Su intérprete personal —confirma Motogi cree «en esta hora».

—¿Qué se han llevado? —Jacob se vuelve hacia Hanzaburo, que parece preocupado de que lo culpen a él—. ¿Qué hay que puedan robar?

Las escaleras de la Casa Alta están menos oscuras de lo habitual: la puerta de la vivienda de Jacob, en el primer piso, está fuera de los goznes, y, una vez dentro, Jacob descubre que su baúl ha sido víctima del mismo ultraje. Los boquetes practicados con gubia en los seis lados dan a entender que los ladrones buscaban compartimentos secretos. Apenado por la imagen de sus insustituibles volúmenes y cuadernos de bocetos desparramados por el suelo, la primera reacción del escribano es agacharse a recogerlos. El intérprete Goto lo ayuda y le pregunta:

—¿Han cogido algún libro?

—No puedo saberlo —contesta Jacob— hasta que no los reúna todos.

… pero parece que no, y su valioso diccionario está manoseado pero presente.

Aunque no podré comprobar si el salterio sigue en su sitio, piensa Jacob, hasta que no me quede a solas.

Lo cual se antoja una posibilidad aún lejana. Mientras reúne sus efectos personales, Vorstenbosch, Van Cleef y Peter Fischer suben las escaleras, y en su pequeña alcoba se juntan de repente más de diez personas.

—Primero mi tetera —dice el administrador—, y ahora este nuevo escándalo.

—Dedicaremos grandes esfuerzos —promete Kobayashi— a encontrar ladrones.

Peter Fischer le pregunta a Jacob:

—¿Dónde estaba su intérprete personal durante el robo?

El intérprete Motogi le traslada la pregunta a Hanzaburo, que responde avergonzado.

—Él va a Nagasaki una hora —dice Motogi— para visitar madre muy enferma.

Fischer bufa con sarcasmo.

—Ya sé por dónde empezaría yo mis pesquisas.

Van Cleef pregunta:

—¿Qué objetos se han llevado los ladrones, señor de Zoet?

—Afortunadamente, el mercurio que me queda —tal vez lo que andaban buscando— está bajo triple llave en el almacén Eik. El reloj de bolsillo lo llevaba encima, y también, doy gracias al cielo, las gafas; de modo que, a primera vista, yo diría que…

—En el nombre de Dios todopoderoso —Vorstenbosch arremete contra Kobayashi—, ¿no nos roba ya lo bastante su gobierno en nuestras transacciones ordinarias como para que haya necesidad de este latrocinio reincidente contra nuestras personas y propiedades? Preséntese dentro de una hora en la Sala Alargada, que quiero dictarle una carta de protesta oficial para la Magistratura, con una relación completa de los objetos sustraídos por los ladrones…

—Listo. —Con Twomey termina de colocar la puerta y empieza a hablar en inglés de Irlanda—. Los muy mastuerzos han tenido que cargarse la pared para entrar.

El carpintero golpea la jamba con los nudillos.

—El baúl ya se lo arreglaré mañana. Quedará como nuevo. Un asunto feo, todo esto… y a plena luz del día, ¿no?

—Aún me quedan los brazos y las piernas.

Jacob está muerto de angustia por el salterio.

Como no esté el libro, piensa, los ladrones se dirán: «A chantajear tocan».

—Así se habla. —Twomey envuelve sus herramientas en un trozo de hule—. Nos vemos en la cena.

Mientras el irlandés baja las escaleras, Jacob cierra la puerta, echa el cerrojo, corre la cama unos centímetros…

¿Lo habrá tramado Grote, se pregunta, para vengarse por lo del ginseng?

Levanta un tablón, se tumba y alarga el brazo para coger el libro envuelto en arpillera…

Las yemas de los dedos encuentran el salterio y el holandés suspira aliviado.

—Dios protege a cuantos lo aman.

Vuelve a colocar el tablón y se sienta en la cama. Está a salvo, y Ogawa también. Entonces, se pregunta, ¿cuál es el problema? Jacob tiene la sensación de que se le escapa algo crucial. Como cuando sé que un libro de contabilidad oculta una mentira o un error, por más que las cuentas parezcan cuadrar…

En la Plaza de la Bandera comienzan los martillazos. Los carpinteros van con retraso.

Está oculto en lo obvio, piensa Jacob. «A plena luz del día». La verdad lo golpea como un cesto de ladrillos: las preguntas de Kobayashi eran una bravata en clave. La intrusión en su alcoba ha sido un mensaje, que dice así: «Las repercusiones de haberme contrariado, de las cuales estás felizmente ignorante, están materializándose ahora, a plena luz del día. Te verás impotente para tomar represalias, porque no habrá ni una prueba concluyente». Kobayashi reivindicó la autoría del robo y al mismo tiempo se colocó por encima de toda sospecha: ¿cómo puede un ladrón estar en compañía de la víctima en el momento del delito? Si Jacob denunciase las palabras en clave, lo tomarían por víctima de un delirio.

El sofocante día comienza a refrescar; remite el bullicio; Jacob siente náuseas.

Quiere venganza, supone Jacob, pero el muy fanfarrón también quiere un premio.

Después del salterio, ¿cuál es el objeto más comprometedor que podrían haber robado?

El fresco día empieza a caldearse; aumenta el bullicio; Jacob tiene jaqueca.

Las hojas más recientes de mi cuaderno de bocetos, repara el escribano, bajo la almohada…

Temblando, Jacob arroja la almohada, agarra el cuaderno, se pelea con los lazos, busca la última página, y se queda sin aire: ahí está el borde serrado de una hoja arrancada. La había llenado de dibujos de la cara, las manos y los ojos de la señorita Aibagawa, y en algún lugar, no muy lejos de allí, Kobayashi estará sopesando esas semejanzas con perverso deleite…

Cerrar los ojos para anular esa imagen no hace sino aumentar su nitidez.

Haz que no sea verdad, reza Jacob, pero las plegarias de esa índole no suelen verse atendidas.

Se abre el portón de la calle. Unos pasos lentos se arrastran por las escaleras.

El hecho extraordinario de que Marinus le haga una visita hace escasa mella en la sólida amargura de Jacob. ¿Y si le retiran el permiso de estudiar en Deshima? Un bastonazo vigoroso resuena en la puerta.

—Domburgués.

—Por hoy ya he recibido bastantes visitas poco gratas, doctor.

—Abra la puerta ahora mismo, tonto del pueblo.

Para Jacob es más fácil obedecer.

—¿Ha venido a regodearse, verdad?

Marinus echa un vistazo en torno a la pieza, se apoya en la repisa de la ventana y, a través del cristal y el papel, contempla la vista de la Calle Larga y del huerto. Se suelta la lustrosa cabellera canosa y vuelve a recogérsela.

—¿Qué se han llevado?

—Nada… —Le viene a la mente el embuste de Vorstenbosch—. Nada de valor.

—En caso de robo —tose Marinus—, siempre receto una partida de billar.

—En un día como hoy, doctor —declara con solemnidad Jacob—, lo último que haría sería jugar al billar.

• • •

La bola de Jacob recorre el tapete, rebota en la banda inferior y se des liza hasta detenerse a cinco centímetros de la superior, un palmo más cerca que la de Marinus.

—Le cedo el primer golpe, doctor. ¿A cuántos puntos jugamos?

—Hemmij y yo fijábamos la meta en quinientos y uno.

Eelattu exprime limones en unos vasos empañados; la fruta perfuma el aire de amarillo.

Una brisa atraviesa la sala de billar de la Casa Jardín.

Marinus se concentra en su primer golpe…

¿A qué se debe esta súbita y extraña amabilidad?, no puede evitar preguntarse Jacob.

… pero el doctor calcula mal y su bola jugadora golpea la roja pero no la de Jacob.

El escribano hace una carambola fácil.

—¿Quiere que lleve yo el tanteo?

—El contable es usted. Eelattu, tienes la tarde libre.

El sirviente da las gracias a su patrón y los deja solos, mientras Jacob encadena una serie de carambolas que disparan su puntuación a cincuenta. El rodar sordo de las bolas le calma los nervios. La impresión del robo, se convence a medias, me ha hecho precipitarme: no puede acusarse a nadie de un delito punible porque un extranjero le haya hecho un retrato, ni siquiera en un sitio como este. La señorita Aibagawa no posó para mí clandestinamente. Al llegar a los sesenta puntos, Jacob cede el turno a Marinus. Y una página de bocetos, piensa el escribano, tampoco es prueba concluyente de que esté enamorado de ella.

El médico, se sorprende Jacob, es un mero aficionado al billar.

Y el término «enamorado», se corrige, tampoco es una descripción ajustada…

—¿No se hacen largos los días, doctor, cuando el barco vuelve a Batavia?

—Para la mayoría, sí. Los hombres buscan consuelo en el grog, en la pipa, en las intrigas, en el odio hacia nuestros anfitriones, y en el sexo. Por lo que a mí respecta… —el médico yerra una carambola cantada—… prefiero la compañía de la botánica, de mis estudios, de las clases y, naturalmente, de mi clavicémbalo.

—¿Qué tal —Jacob aplica tiza al taco— las sonatas de Scarlatti?

Marinus se sienta en el banco tapizado.

—¿Qué? ¿Buscando gratitud?

—Jamás, doctor. Tengo entendido que es usted miembro de una academia de ciencias autóctona.

—¿El Shirandô? No tiene patrocinio del Gobierno. Edo está dominada por «patriotas» que desconfían de todo lo extranjero, así que, oficialmente, no somos más que otra escuela privada. Oficiosamente, somos un mercado de ideas para los rangakusha, los estudiosos de las ciencias y artes europeas. Ôtsuki Monjurô, el director, es lo bastante influyente en la Magistratura como para garantizarme una invitación mensual.

—El doctor Aibagawa —Jacob acierta a la roja, de lejos— ¿también es miembro?

Marinus lanza una mirada elocuente a su joven adversario.

—Lo pregunto por pura curiosidad, doctor.

—El doctor Aibagawa es un entusiasta de la astronomía y asiste siempre que la salud se lo permite. Él fue, de hecho, el primer japonés que observó el nuevo planeta de Herschel con un telescopio que importó por un coste desorbitado. En realidad, él y yo hablamos más de óptica que de medicina.

Jacob vuelve a colocar la bola roja en la cabaña mientras se pregunta cómo hacer para no cambiar de tema.

—Tras la muerte de su esposa e hijos varones —prosigue el médico—, el doctor Aibagawa se casó con una mujer más joven, una viuda, cuyo hijo se inició en la medicina holandesa con la idea de seguir los pasos de su padrastro. El joven ha resultado ser una inutilidad decepcionante.

—Y la señorita Aibagawa… —el joven arriesga una tacada ambiciosa— ¿también tiene permiso para asistir al Shirandô?

—Existen leyes que juegan en su contra, De Zoet; su cortejo es una causa perdida.

—Leyes. —El golpe de Jacob repiquetea en las fauces de la tronera—. ¿Leyes que impiden que la hija de un médico se case con un extranjero?

—No hablo de leyes constitucionales. Hablo de leyes de verdad: leyes del non si fa.

—¿Me está diciendo, pues, que la señorita Aibagawa no forma parte del Shirandô?

—A decir verdad, es la secretaria de la academia. Pero, como trato de decirle… —Marinus emboca la roja, que estaba al borde de la tronera, pero su bola no rebota hacia atrás—… las mujeres de su clase social no se convierten en mujeres de Deshima. Aun en el caso de que ella correspondiese a su cariño, ¿qué esperanzas podría albergar de contraer un matrimonio decente después de haberse dejado sobar por un demonio pelirrojo? Si de veras la ama, demuestre su devoción evitándola.

Tiene razón, piensa Jacob, y pregunta:

—¿Puedo acompañarlo al Shirandô?

—Por supuesto que no.

Marinus trata de colar su bola y la de Jacob, pero falla.

O sea, comprende Jacob, que esta inesperada distensión tiene sus límites.

—Usted no es un estudioso —explica el médico—. Ni yo soy su alcahuete.

—¿Le parece justo recriminar a los menos privilegiados que beban, fumen y anden detrás de las mujeres… —Jacob cuela la bola de Marinus—… y al mismo tiempo negarse a ayudarlos a mejorar?

—No soy una sociedad para la mejora pública. Los privilegios de los que gozo me los he ganado a pulso.

Cupido o Filandro practican un aria con una vihuela de arco.

Las cabras se enzarzan con un perro en una reyerta de balidos y ladridos.

—¿Ha dicho que usted y el señor Hemmij —Jacob falla el golpe— solían jugarse algo?

—¿No estará proponiéndome —el médico susurra en broma— que apostemos en el día del Señor?

—Si llego a quinientos y uno antes que usted, me concede una visita al Sturando.

Marinus prepara su tacada, con gesto dubitativo.

—Y si gano yo, ¿qué?

No rechaza de plano la propuesta, percibe Jacob.

—Usted dirá.

—Seis horas de trabajo en mi huerto. Venga, páseme el caballete.

—Por lo que respecta a su pregunta… —Marinus estudia su próximo golpe desde todos los ángulos—… a este organismo se le despertaron las facultades sensibles en el lluvioso verano de 1757, en una buhardilla de Harlem: yo era un niño de seis años al que unas fiebres virulentas habían dejado a las puertas de la muerte, tras exterminar a toda mi familia de tratantes de tejidos.

También tú, piensa Jacob.

—Lo siento mucho, doctor. No lo imaginaba.

—El mundo es un valle de lágrimas. Fui pasando como una moneda falsa de un pariente a otro, todos ansiosos por recibir una parte de la herencia que, en realidad, se habían tragado las deudas. La enfermedad —se da una palmadita en la pierna coja— me había convertido en una inversión poco halagüeña. El último de la serie, un tío abuelo de dudosa catadura llamado Cornelis, me dijo que yo tenía un ojo maligno y otro extraño, y me llevó a Leiden, donde me dejó en el portal de una casa, delante de un canal. Me dijo que mi «por así decir tía» Lidewijde me abriría la puerta y se esfumó como una rata por una alcantarilla. Como no me quedaba elección, llamé a la campana. No respondió nadie. Era inútil salir cojeando detrás del tío abuelo Cornelis, así que me senté en el escalón a esperar…

La bola de Marinus no toca ni la roja ni la de Jacob.

… hasta que un simpático policía —el médico vacía su vaso de limonada— me amenazó con darme una paliza por vagabundeo. Yo iba vestido con la ropa desechada de mis primos, así que mi desmentido cayó en saco roto. Me puse a andar a lo largo del Rapenburg, arriba abajo, para no morirme de frío… —Marinus dirige la mirada hacia la fabrica china, por encima del agua—… una tarde nublada, opresiva y agotadora; había vendedores de castañas en la calle; los golfillos de aire perruno olfateaban la presa y no me quitaban ojo, y en la otra orilla del canal los arces perdían hojas como mujeres rasgando cartas… ¿qué hace, domburgués? ¿Va a tirar o no?

Jacob logra una rara carambola doble: doce puntos.

—Cuando volví a la casa, las luces seguían apagadas. Toqué la campana, suplicando ayuda a todos los dioses que conocía, y la vieja criada de una vieja criada abrió la puerta, jurando que de ser ella la patrona, me prohibiría la entrada sin pensárselo dos veces, pues para ella la impuntualidad era un pecado grave, pero como no lo era, dijo, Klaas me recibiría en el jardín trasero, aunque mi entrada era la de los repartidores, bajando la escalera, dicho lo cual cerró de un portazo. Así pues, bajé, llamé a la puerta, y de nuevo me la abrió el mismo e iracundo Cerbero con enaguas, que se fijó en mi bastón y me condujo por un lúgubre pasillo del sótano hasta un hermoso jardín situado por debajo del nivel de la calle. Tire de una vez, De Zoet, que nos van a dar las doce.

Jacob emboca las dos bolas jugadoras y deja la roja en óptima posición.

—Un viejo surgió de detrás de una cortina de lilas y me mandó enseñarle las manos. Perplejo, me preguntó si había trabajado de jardinero un solo día de mi vida. No, le dije. «Dejaremos que lo decida el jardín», replicó el jardinero Klaas, que no diría mucho más durante el resto de la jornada. Mezclamos hojas de carpe con estiércol de caballo; esparcimos serrín al pie de los rosales; rastrillamos hojas en el pequeño huerto de manzanos… fueron las primeras horas de placer que tenía en mucho, mucho tiempo. Después encendimos una hoguera con las hojas barridas y asamos una patata. Un petirrojo se sentó en mi pala, porque ya era mía, y se puso a trinar. —Marinus imita el chip chip chip de los petirrojos—. Ya oscurecía cuando una señora con una túnica de sátrapa y el pelo corto y blanco atravesó el césped. «Me llamo Lidewijde Mostaart», anunció, «pero el misterio eres tú». Acababa de enterarse de que el chico del jardinero, que debía haberse presentado esa tarde, se había roto una pierna. Así que le expliqué quién era yo y lo del tío Cornelis…

Al superar los ciento cincuenta puntos, Jacob falla un tiro para ceder el turno a Marinus.

En el huerto, el esclavo Syako limpia de áfidos las hojas de la ensalada.

Marinus se asoma a la ventana y le habla con soltura en malayo. Syako responde y Marinus, divertido, regresa a la partida.

—Resulta que Lidewijde Mostaart era prima segunda de mi madre, a la que nunca había conocido. Abigail, la vieja criada, resopló, refunfuñó y se quejó de que, con aquellos andrajos que yo llevaba puestos, cualquiera me habría tomado por el nuevo ayudante del jardinero. Klaas dijo que yo tenía madera de jardinero y se retiró al cobertizo. Le pedí a la señora Mostaart que me dejase quedarme y ser el ayudante de Klaas. Me respondió que, para la mayoría de la gente, ella era «señorita» y no «señora», pero que para mí sería «tía», y me llevó dentro de casa para conocer a Elisabeth. Cené una sopa de hinojo y contesté a sus preguntas, y a la mañana siguiente me dijeron que podía quedarme a vivir con ellas hasta que me diese la gana. Mis viejos harapos se sacrificaron al dios del hogar.

Las chicharras sisean entre los pinos. Suenan como la grasa friéndose en una sartén.

Marinus no consigue embocar en un lateral y cuela su propia bola por error.

—Mala suerte —se compadece Jacob, añadiendo el fallo a su tanteo.

—En los juegos de habilidad no existe tal cosa. Bien. En Leiden no escasean los bibliófilos, pero los bibliófilos que se hayan hecho sabios a base de leer escasean tanto como en cualquier lugar. Las tías Lidewijde y Elisabeth eran de esa clase de lectoras, tan ávidas como sagaces. En sus años mozos, Lidewijde había estado «vinculada» al teatro, en Viena y Nápoles, mientras que Elisabeth era lo que hoy llamaríamos una «intelectual», y la casa era una mina de libros. Además de darme las llaves de ese auténtico Edén de las letras, Lidewijde me enseñó a tocar el clavicémbalo; Elisabeth me enseñó francés y sueco, su lengua materna; y Klaas el jardinero fue mi primer maestro de botánica, iletrado pero sapientísimo. Por otro lado, el círculo de amistades de mis tías incluía algunos de los más ilustres librepensadores de Leiden, vale decir «de la época». Fue así como dio comienzo mi propia Ilustración. A día de hoy sigo dando gracias al tío abuelo Cornelis por haberme abandonado allí.

Jacob cuela la bola de Marinus y la roja alternativamente tres o cuatro veces.

Una semilla de diente de león aterriza en el tapete.

—Género Taraxacum, —Marinus la coge y la tira por la ventana—, de la familia de las asteráceas. Pero la erudición por sí sola no llena ni la panza ni la cartera, y mis tías sobrevivían frugalmente gracias a una exigua renta, de modo que, cuando llegué a la madurez, se decidió que me formaría en medicina para sufragarme mis quehaceres científicos. Obtuve una plaza en la facultad médica de Uppsala, en Suecia. La elección, obviamente, no fue casual: había pasado semanas enteras de mi infancia estudiando el Species plantarum y el Systema naturae de Linneo, y, una vez afincado en Uppsala, me convertí en discípulo del ilustre profesor sueco.

—Mi tío afirma —Jacob mata una mosca de un manotazo— que ha sido uno de los grandes hombres de nuestra era.

—Los grandes hombres son seres muy complejos. Es cierto que la taxonomía linneana es el fundamento de la botánica, pero el hombre también enseñaba que las golondrinas hibernan bajo los lagos; que en la Patagonia habitan gigantes de tres metros; y que los hotentotes son monórquidos, o sea, que sólo tienen un testículo. Cuando lo cierto es que tienen dos, que yo los he visto. «Deus creavit», decía su lema, «Linnaeus disposuit», y quienes le llevasen la contraria eran herejes cuyas carreras quedaban arruinadas. Con todo, Linneo influyó directamente en mi destino al aconsejarme que consiguiese una cátedra viajando al Oriente como uno de sus «apóstoles», para cartografiar la flora de las Indias y tratar de entrar en el Japón.

—Frisa usted los cincuenta, ¿no es así, doctor?

—La última lección de Linneo, que impartía sin siquiera darse cuenta, era que las cátedras acaban con los filósofos. Oh, de acuerdo, soy lo bastante vanidoso como para querer ver algún día publicada mi incipiente Flora japónica, como exvoto al saber humano, pero una poltrona en Uppsala, Leiden o Cambridge no me seduce lo más mínimo. Mi corazón está en el Oriente, en esta vida. Llevo tres años en Nagasaki y me queda suficiente trabajo como para otros tres, u otros seis. La embajada de la corte me brinda la posibilidad de ver paisajes que ningún botánico europeo ha visto jamás. Mis alumnos son jóvenes apasionados, entre ellos una joven dama, y los estudiosos que vienen de visita me traen especímenes de todo el Imperio.

—Pero ¿no le da miedo morir aquí, tan lejos de…?

—En algún sitio hay que morir, domburgués. ¿Cómo va el tanteo?

—Noventa y uno de usted, doctor, contra los trescientos seis que llevo yo.

—¿Ponemos el tope en mil puntos y doblamos la apuesta?

—¿Está prometiendo llevarme dos veces a la Academia Shirandô?

Si la señorita Aibagawa me viese allí, piensa, me miraría con otros ojos.

—Siempre que esté dispuesto a pasar doce horas echando estiércol de caballo en los bancales de remolacha.

—Muy bien, doctor… —El escribano se pregunta si Van Cleef le prestaría al mañoso Weh para que le arreglase la gorguera de su mejor camisa de encaje—. Acepto sus condiciones.