Salón de Reuniones de la casa del administrador de Deshima
Diez de la mañana del 3 de septiembre de 1799
—La respuesta del shogun a mi ultimátum es un mensaje dirigido a mi persona —protesta Vorstenbosch—, ¿por qué un pedazo de papel enrollado dentro de un tubo tiene que pasar la noche en la Magistratura, como un huésped mimado? Si llegó ayer por la tarde, ¿por qué no se me entregó inmediatamente?
Porque, piensa Jacob, un comunicado oficial del shogun equivale a un edicto del papa, y negarle la debida ceremonia sería una traición merecedora de pena capital. Sin embargo, no abre la boca: en los últimos días ha notado que la actitud de su patrón hacia él es cada vez más fría. El proceso ha sido discreto —una palabra de elogio a Peter Fischer por aquí, un comentario cortante a Jacob por allá—, pero el que hasta hace poco era «el indispensable De Zoet» teme que su estrella esté apagándose. Tampoco Van Cleef hace amago de responder a la pregunta del administrador: hace mucho tiempo que el adjunto adquirió el don palaciego de saber distinguir las preguntas retóricas de las verdaderas. El capitán Lacy se recuesta en su silla chirriante con la cabeza entre las manos y silba muy bajito entre los dientes. En el lado japonés de la mesa de reuniones aguardan los intérpretes Kobayashi e Iwase y tan sólo dos escribanos de cierto rango.
—El chambelán del magistrado —dice Iwase— traerá mensaje de shogun enseguida.
Unico Vorstenbosch se mira con cara de pocos amigos el sello de oro que lleva en el anular derecho.
—¿Qué opinaba Guillermo el Taciturno —se pregunta Lacy— de su apodo?
El reloj de pared resuena alto y grave. Los hombres están acalorados y en silencio.
—Esta tarde cielo es… —observa el intérprete Kobayashi—… inestable.
—El barómetro de mi camarote —concuerda Lacy— promete borrasca.
La expresión de Kobayashi es cortés pero vacía.
—«Borrasca» es una tormenta marina —le explica Van Cleef—, como un temporal o un tifón.
—Ah, ah —el intérprete Iwase lo capta—. «Tifón»… tai-fu, decimos nosotros.
Kobayashi se enjuga la frente rasurada.
—«Funeral del verano».
—Como el shogun no haya accedido a aumentar la cuota de cobre —Vorstenbosch se cruza de brazos—, será Deshima la que necesite un funeral: Deshima, y las bien remuneradas carreras de sus intérpretes. A propósito, señor Kobayashi, ¿debo deducir de su deliberado silencio en lo tocante al objeto de porcelana robado a la Compañía que no se ha dado un solo paso hacia su recuperación?
—Investigación prosigue —contesta el intérprete.
—A paso de tortuga —masculla con descontento el administrador—. Aunque nos quedemos en Deshima, informaré al gobernador general Van Overstraten con cuánta indiferencia ha defendido usted los bienes de la Compañía.
El agudo oído de Jacob capta pasos marciales; Van Cleef también los ha percibido.
El adjunto se acerca a la ventana y mira hacia abajo, a la Calle Larga.
—Por fin.
Dos guardias flanquean la entrada. Primero entra un abanderado: su pendón muestra la malvarrosa de tres hojas del shogunato de Tokugawa. A continuación entra el chambelán Tomine con el venerado tubo portapergaminos en una bandeja impecablemente lacada. Todos los presentes en la sala hacen una reverencia al pergamino, salvo Vorstenbosch, que dice:
—Entre ya, chambelán, siéntese, y díganos si su alteza en Edo ha decidido acabar con el sufrimiento de esta maldita isla.
Jacob repara en las muecas medio reprimidas de los japoneses.
Iwase traduce la parte del «siéntese» y señala una silla.
Tomine mira con desagrado el mobiliario extranjero pero no tiene elección.
Coloca la bandeja lacada delante del intérprete Kobayashi y hace una reverencia.
Kobayashi responde con una inclinación hacia el chambelán y hacia el pergamino, y empuja la bandeja hacia el administrador.
Vorstenbosch coge el tubo, decorado en un extremo con la misma malvarrosa, y trata de abrirlo tirando de él. Al no conseguirlo, intenta desenroscarlo. Al no conseguirlo, se pone a buscar un gancho o un cierre.
—Si me permite, señor —murmura Jacob—, tal vez haya que girarlo en el sentido de las agujas del reloj.
—Oh, de detrás hacia delante y patas arriba, como todo este maldito país…
Del interior del tubo sale deslizándose un pergamino enrollado alrededor de dos cilindros de madera de cerezo.
Vorstenbosch lo desenrolla sobre la mesa, en vertical, como un pergamino europeo.
Jacob disfruta de una buena perspectiva. Las historiadas columnas de caracteres kanyi trazados con pincel ofrecen a los ojos del escribano alguna que otra imagen que sabe reconocer: las clases de holandés que imparte a Ogawa Uzaemon tienen un componente de reciprocidad, y su cuaderno de apuntes ya contiene cerca de quinientos símbolos. En este pergamino, el estudiante clandestino reconoce un Entregar por aquí; un Edo por allá; un diez en la columna siguiente…
—Naturalmente —suspira Vorstenbosch—, en la corte del shogun no hay nadie que escriba holandés. ¿Querría alguno de ustedes, prodigios —mira a los intérpretes—, hacerme la cortesía?
El reloj de pared cuenta un minuto, dos, tres…
Los ojos de Kobayashi suben y bajan por las columnas del pergamino.
No es tan difícil ni tan largo, piensa Jacob. Está prolongando el ejercicio.
El intérprete entrevera la parsimoniosa lectura con reflexivos gestos de asentimiento.
En otras partes de la residencia del administrador, los sirvientes siguen ocupados en sus menesteres.
Vorstenbosch reprime toda muestra de impaciencia para no complacer a Kobayashi.
El intérprete emite un enigmático gruñido gutural y abre la boca…
—Leo otra vez, para asegurar no error.
Si las miradas matasen, piensa Jacob mientras observa a Vorstenbosch, Kobayashi estaría dando sus últimos estertores.
Pasa un minuto. Vorstenbosch ordena a su esclavo Filandro que le traiga agua.
Desde su lado de la mesa, Jacob sigue estudiando el pergamino del shogun.
Pasan dos minutos. Llega Filandro con la jarra.
—¿Cómo —Kobayashi se dirige a Iwase— se dice «rôyu» en holandés?
La meditada respuesta de su colega contiene las palabras «primer ministro».
—Entonces —anuncia Kobayashi— estoy preparado para traducir mensaje.
Jacob moja su plumilla más afilada en el tintero.
—Mensaje dice: «Primer ministro del shogun envía saludos más cordiales a gobernador general Van Overstraten y administrador de holandeses en Deshima, Vorstenbosch. Primer ministro pide… —el intérprete echa un vistazo al pergamino—… mil abanicos de las mejores plumas de pavo real. Barco holandés debe llevar esta orden a Batavia para abanicos de plumas de pavo real llegar en temporada comercial de próximo año».
Jacob esboza un resumen.
El capitán Lacy eructa.
—Son las ostras del desayuno… estaban un poco pasadas…
Kobayashi mira a Vorstenbosch, como si esperase una respuesta.
Vorstenbosch vacía su vaso de agua.
—Hábleme del cobre.
Con inocente insolencia, Kobayashi pestañea y dice:
—Mensaje no dice nada de cobre, administrador.
—No me diga, señor Kobayashi —una vena palpita en la sien de Vorstenbosch—, que ese es todo el contenido del mensaje.
—No… —Kobayashi mira el lado izquierdo del pergamino—. Primer ministro también espera otoño en Nagasaki es benigno e invierno es suave. Pero yo pienso: «No importante».
—Mil abanicos de pluma de pavo real —dice Van Cleef dando un silbido.
—Mejores plumas de pavo real —corrige Kobayashi, sin el menor rubor.
—A eso en Charleston —dice el capitán Lacy— lo llamaríamos limosnear por escrito.
—Aquí en Nagasaki —dice Iwase— lo llamamos órdenes del shogun.
—¿Esos hijos de puta de Edo —pregunta Vorstenbosch— están jugando con nosotros?
—Buenas noticias —sugiere Kobayashi— que Consejo de Ancianos sigue discusión sobre cobre. No decir «no» es medio decir «sí».
—El Shenandoah zarpa dentro de siete u ocho semanas.
—Cuota de cobre —Kobayashi frunce los labios— asunto complicado.
—Al contrario, es muy simple. Si a mediados de octubre no llegan a Deshima veinte mil piculs de cobre, la única ventana abierta al mundo de este país atrasado quedará tapiada. ¿Qué se creen en Edo? ¿Que el gobernador general está marcándose un farol? ¿Que el ultimátum lo he escrito yo?
Bien, expresa el gesto de Kobayashi al encogerse de hombros, yo no puedo hacer nada…
Jacob deja la pluma y estudia el pergamino del primer ministro.
—¿Cómo responder a Edo sobre abanicos de pavo real? —pregunta Iwase—. Un «sí» puede ayudar cobre…
—¿Por qué mis peticiones —pregunta Vorstenbosch— han de esperar hasta la llegada del reino de los cielos, y, en cambio, cuando la Corte quiere algo, tenemos que actuar —chasquea los dedos— así? ¿Acaso cree ese ministro que los pavos reales son palomas? ¿No podrían unos pocos molinos de viento complacer a Sus Excelsos Ojos?
—Abanico de pavo real —dice Kobayashi— suficiente señal de afecto para primer ministro.
—¡Estoy harto! —clama Vorstenbosch, alzando la vista al cielo—. ¡Harto de estas malditas… —golpea el pergamino contra la mesa, dejando sin habla a los japoneses por el irrespetuoso gesto—… «señales de afecto»! Los lunes, que si «el limpiador de guano del cetrero del magistrado pide un rollo de chintz de Bangalore»; los miércoles, que si «el cuidador de los monos del Consejo de Ancianos quiere una caja de canela»; los viernes, que si «su señoría tal y cual de no sé dónde admira su cubertería de hueso de ballena: es amigo poderoso de extranjeros», así que, chincha rabiña, me toca comer con cucharas de peltre mellado. Eso sí, cuando los que necesitamos ayuda somos nosotros, ¿dónde están esos «amigos poderosos de extranjeros»?
Kobayashi saborea su victoria bajo una máscara de empatía que no le sienta bien.
Jacob se ve empujado a intentar una jugada arriesgada:
—¿Señor Kobayashi?
El jefe de los intérpretes mira al funcionario de rango incierto.
—Señor Kobayashi, poco antes, durante la venta de pimienta, ocurrió un incidente.
—¿Qué demonios —pregunta Vorstenbosch— tiene que ver la pimienta con el cobre?
—Je vous prie de m’excuser, Monsieur —trata Jacob de tranquilizar a su superior—, mais je crois savoir ce que je fais.
—Je prie Dieu que vous savez —le advierte el administrador—. Le jour a déjà bien mal comencé sans pour cela y ajouter votre aide.
—Verá —dice Jacob a Kobayashi—, estábamos el señor Ouwehand y yo discutiendo con un tratante, a propósito del ideograma chino… konyi, creo que los llaman ustedes…
—Kanyi —dice Kobayashi.
—Discúlpeme, el kanyi del número diez. Durante mi estancia en Batavia aprendí algunos con ayuda de un mercader chino y, tal vez concierta imprudencia, he usado mis limitados conocimientos en lugar de solicitar un intérprete de la Corporación. Los ánimos se caldearon y ahora me temo que se ha acusado a su compatriota de falta de honradez.
—¿Cuál —Kobayashi percibe el aroma de una nueva humillación holandesa— es kanyi motivo de discusión?
—Bien, el señor Ouwehand decía que el kanyi de «diez» se… —haciendo alarde de torpe concentración, Jacob traza un carácter en su papel secante—… dibuja así…
Pero yo le dije a Ouwehand que no, que el verdadero ideograma de «diez» se escr… así…
Jacob lo dibuja mal adrede para exagerar su ineptitud.
—El mercader juraba que los dos estábamos equivocados: él dibujó… —Jacob suspira y arruga el entrecejo— una cruz, creo que era así…
»Yo estaba convencido de que el tratante era un estafador, y puede que hasta se lo dijese. ¿Sería tan amable el intérprete Kobayashi de decirme la verdad sobre esta cuestión?
—El número del señor Ouwehand —Kobayashi señala el carácter de más arriba— es «mil» no «diez». El número del señor de Zoet también es equivocado: significa «cien». Este —indica la X— es mala memoria. Tratante escribió esto… —Kobayashi se vuelve a su escribano para que le dé un pincel—. Esto es «diez». Dos trazos, sí, pero uno hacia arriba, otro hacia lado…
Jacob gime contrito y escribe los números 10, 100 y 1000 junto a los caracteres correspondientes.
—¿O sea que estos son los verdaderos símbolos para los números en cuestión?
El cauteloso Kobayashi examina las cifras una última vez y asiente con la cabeza.
—Estoy sinceramente agradecido —Jacob inclina la cabeza— por la orientación que me ha brindado el intérprete jefe.
—¿Alguna otra pregunta? —dice el intérprete abanicándose.
—Sólo una más, señor —dice Jacob—. ¿Por qué ha dicho que el primer ministro del shogun solicita mil abanicos de pluma de pavo real cuando, según los números que acaba de tener la amabilidad de enseñarme, la cifra en cuestión es cien, una cantidad mucho más modesta —todos los ojos presentes en la sala siguen el dedo de Jacob, que se dirige al pergamino y va a posarse en el kanyi correspondiente a «cien»—, tal como figura escrito aquí?
Del espantoso silencio empiezan a brotar las consecuencias. Jacob da gracias a su Dios.
—Un, dos, tres, cuatro —dice el capitán Lacy—, el conejo está en el saco.
Kobayashi trata de coger el pergamino.
—¡Petición de shogun no es para ojos de escribano!
—¡Desde luego que no! —se abalanza Vorstenbosch—, ¡es para los míos, señor! ¡Los míos! Señor Iwase: traduzca esta carta para que podamos verificar de cuántos abanicos se trata: ¿de mil, o de cien para el Consejo de Ancianos y novecientos para el señor Kobayashi y sus compinches? Pero antes de empezar, señor Iwase, refrésqueme la memoria: ¿cuál es el castigo estipulado para quien traduzca deliberadamente mal una orden del shogun?
• • •
A las cuatro menos cuatro minutos, Jacob aplica el secante a la página que tiene encima de su escritorio del almacén Eik, y bebe otro vaso de agua que habrá de sudar hasta la última gota. A continuación retira el secante y lee el título: Apéndice decimosexto: Cantidades de artículos lacados japoneses exportados desde Deshima a Batavia no declarados en los conocimientos de embarque presentados entre los años 1793 y 1799. Cierra el libro negro, anuda las cintas y lo introduce en su portafolios.
—Lo dejamos por ahora, Hanzaburo. El administrador Vorstenbosch me ha citado a las cuatro en la Sala de Reuniones. Lleva, por favor, estos papeles a la Oficina de Escribanos y entrégaselos al señor Ouwehand.
Hanzaburo suspira, coge los documentos y se marcha desconsolado.
Jacob sale detrás, cerrando con llave el almacén. El aire pegajoso está saturado de semillas flotantes.
El holandés, quemado por el sol, piensa en los primeros copos de nieve del invierno zelandés.
Ve por la Calle Corta, se dice. A lo mejor la ves.
La bandera holandesa de la Plaza de la Bandera flamea levemente, casi sin vida.
Si tienes intención de traicionar a Anna, piensa Jacob, ¿por qué perseguir lo inalcanzable?
En la Puerta Terrestre, un guardián registra una carretilla de forraje en busca de mercancía de contrabando.
Marinus tiene razón. Págate una cortesana. Ahora no te falta dinero…
Jacob recorre la Calle Corta hasta el cruce, donde Ignacio está pasando la escoba.
El esclavo le dice al escribano que los alumnos del médico ya han salido hace un rato.
Me bastaría una mirada, se dice Jacob, para saber si el abanico la ofendió o le encantó.
Se detiene en el punto por el que tal vez ha pasado ella. Hay un par de espías observándolo.
Al llegar a la residencia del administrador lo aborda Peter Fischer.
—Vaya, vaya, pero si tenemos aquí al perro que hoy montó a la perra…
El aliento del prusiano huele a ron.
Jacob se figura que Fischer se refiere a los abanicos de esa mañana.
—Tres años en este agujero de mala muerte… Snitker me juró que cuando se fuese yo sería el segundo de Van Cleef. ¡Me lo juró! Pero de repente llegas tú, tú y tu maldito mercurio, llegas tú, metido en el bolsillo forrado de seda de Vorstenbosch… —Fischer alza la mirada hacia las escaleras de la residencia del administrador, tambaleándose—. Te olvidas, De Zoet, que no soy un escribano debilucho y del montón. Te olvidas…
—¿Que fue usted fusilero en Surinam? Nos lo recuerda todos los días.
—Róbame el ascenso que me corresponde por derecho y te rompo todos los huesos.
—Le deseo una noche más sobria que la tarde, señor Fischer.
—¡Jacob de Zoet! Rompo los huesos de mi enemigo, uno a uno…
Vorstenbosch hace pasar a Jacob a su despacho con una cordialidad que no mostraba desde hacía días.
—Me cuenta el señor Van Cleef que ha sido usted víctima del disgusto del señor Fischer.
—Por desgracia, el señor Fischer está convencido de que me dedico en cuerpo y alma a sabotear sus intereses…
Van Cleef sirve tres copas de un oporto rubí de color rojo intenso… aunque también puede haber sido el ron de Grote el que formulase la acusación.
—Lo que es innegable —dice Vorstenbosch— es que los intereses de Kobayashi sí han sufrido un sabotaje.
—Nunca lo había visto —coincide Van Cleef— meter tanto el rabo entre las piernas.
Los pájaros picotean, saltan y lanzan serias advertencias en el tejado.
—Ha caído en la trampa de su propia avaricia, señor —dice Jacob—. Yo sólo… le he dado un empujoncito.
—¡Dudo mucho —Van Cleef se ríe bajo la barba— que él lo vea así!
—La primera vez que lo vi a usted, De Zoet —empieza a decir Vorstenbosch—, lo supe al instante. He aquí un alma honrada en esta ciénaga humana de traidores, una péñola afilada entre tantos plumines romos, un hombre que, con un poco de orientación, ¡será administrador en jefe con treinta años! El ingenio de que ha hecho gala esta mañana ha salvado el dinero y el honor de la Compañía. El Gobernador General Van Overstraten será informado del episodio, palabra.
Jacob hace una inclinación.
¿Me ha citado, se pregunta, para nombrarme escribano jefe?
—Por su futuro —dice Vorstenbosch.
Los tres holandeses entrechocan las copas.
A lo mejor la frialdad de estos últimos días, elucubra Jacob, era para evitar acusaciones de favoritismo.
—El castigo de Kobayashi ha sido obligarlo a comunicar a Edo —se regodea Van Cleef— que es prematuro y poco prudente solicitar mercancía a una empresa que corre el riesgo de cerrar dentro de cincuenta días por falta de cobre. Ya le sacaremos más concesiones a base de asustarlo.
La luz incide en los engranajes del reloj de Almelo y sale despedida como esquirlas de estrellas.
—Tenemos —Vorstenbosch cambia el tono— otro encargo para usted, De Zoet. El señor Van Cleef se lo explicará todo.
Van Cleef apura su copa de oporto.
—Todas las mañanas, antes del desayuno, llueva o truene, el señor Grote recibe una visita: un proveedor que entra con una bolsa llena, a la vista de todos.
—Más grande que un morral —dice Vorstenbosch—, más pequeña que una funda de almohada.
—Al cabo de un minuto sale con la misma bolsa, todavía llena, a la vista de todos.
—¿Cuál es la versión —Jacob esconde la decepción de no haber obtenido un ascenso en el acto— del señor Grote?
—Una «versión» —dice Vorstenbosch— es precisamente lo que Grote nos endilgaría a Van Cleef o a mí. Los altos cargos, como usted mismo descubrirá un día, distancian a los jefes de los subordinados. Pero esta mañana nos ha quedado clarísimo que tiene usted el olfato idóneo para desenmascarar a un granuja. Lo veo que titubea, De Zoet. Que está pensando: A nadie le gustan los soplones. Y, por desgracia, no se equivoca. Pero los destinados a ocupar un puesto de autoridad, como Van Cleef y yo intuimos que es su caso, no deben tener miedo a trepar y poner algunas zancadillas. Hágale una visita al señor Grote esta noche…
Quieren ver si estoy dispuesto, se figura Jacob, a ensuciarme las manos.
—Aceptaré una vieja invitación a una de las timbas del cocinero.
—¿Ve usted, Van Cleef? De Zoet nunca dice: «¿Debo?», sino simplemente: «¿Cómo puedo?».
Jacob se abandona a un pensamiento: la imagen de Anna leyendo la noticia de su ascenso.
• • •
En la penumbra del momento que sigue a la cena, los vencejos planean a lo largo del Malecón y Jacob se encuentra a Ogawa Uzaemon a su lado. El intérprete le dice algo a Hanzaburo para que se esfume y acompaña a Jacob hasta los pinos de la última esquina. Bajo los árboles húmedos, Ogawa se detiene, neutraliza al inevitable espía apostado en las sombras con un saludo cordial, y dice, en voz baja:
—Toda Nagasaki habla de esta mañana. Sobre intérprete Kobayashi y abanicos.
—Tal vez así no vuelva a intentar estafarnos con tanta desvergüenza.
—Hace poco —dice Ogawa— yo le advierto no enemistar Enomoto.
—Me he tomado su consejo muy en serio.
—Aquí tengo más consejo. Kobayashi es un pequeño shogun. Deshima es su imperio.
—Entonces tengo suerte de no depender de sus buenos oficios.
Ogawa no entiende lo de «buenos oficios».
—Él hace daño a usted, De Zoet-san.
—Gracias por su interés, señor Ogawa, pero no le tengo miedo.
—Puede registrar casa —Ogawa mira alrededor— para buscar objetos robados…
Las gaviotas discuten en la oscuridad encima de una barca oculta tras el espigón.
—… o prohibidos. Si tiene objeto así en su habitación, por favor esconda.
—Pero yo no poseo nada —protesta Jacob— que pueda incriminarme.
Un músculo diminuto se contrae bajo la mejilla de Ogawa.
—Si hay libro prohibido… esconda. Esconda bajo suelo. Esconda muy bien. Kobayashi quiere venganza. Para usted, castigo es destierro. Intérprete que registró su biblioteca cuando usted llega, no tiene misma suerte.
Hay algo que no estoy entendiendo, percibe Jacob, pero ¿el qué?
El escribano abre la boca para hacer una pregunta, pero la pregunta muere antes de nacer.
Ogawa sabía de mi salterio, se da cuenta Jacob, desde el primer momento.
—Haré lo que me diga, señor Ogawa, antes de hacer cualquier cosa…
Del Callejón del Flaco salen dos inspectores que doblan por el Malecón.
Sin añadir nada más, Ogawa va a su encuentro. Jacob se aleja por la Casa Jardín.
• • •
Con Twomey y Piet Baert se ponen de pie y sus sombras se deslizan a la luz de las velas. La mesa de cartas es un apaño improvisado con una puerta y cuatro patas. Ivo Oost se queda sentado, mascando tabaco, Wybo Gerritszoon escupe a —no dentro de— la escupidera y Arie Grote se muestra tan encantador como un hurón dando la bienvenida a un conejo.
—Estábamos empezando a perder la fe en que algún día aceptase mi hospitalidad, ¿eh?
El cocinero descorcha la primera de las doce botellas de ron que tiene alineadas en un estante.
—Llevo días queriendo venir —dice Jacob—, pero el trabajo me lo impedía.
—Enterrar la reputación del señor Snitker —señala Oost— debe de ser una labor agotadora.
—Pues sí. —Jacob esquiva el ataque—. Adecentar la contabilidad falsificada es, efectivamente, una labor agotadora. Qué acogedoras son sus dependencias, señor Grote.
—Si me gustase vivir en una bañera de pis —Grote le guiña un ojo—, me habría quedado en Encuiten, ¿eh?
Jacob se sienta.
—¿A qué se juega, caballeros?
—Al Diablo y la Sota. Lo que juegan nuestros primos germánicos.
—Ah, el karnöffel. Jugué un poco en Copenhague.
—Me sorprende —dice Baert— que esté familiarizado con los juegos de naipes.
—Los hijos, o sobrinos, de vicarios son menos ingenuos de lo que usted cree.
—Cada uno de estos —Grote coge un clavo de su botín— es un stuiver menos de nuestro salario. La apuesta inicial es un clavo por barba. Siete manos por partida, y quien gane más manos se lleva el bote. Cuando se acaben los clavos, se acaba la sesión.
—Pero ¿cómo se cobran las ganancias, si los salarios sólo se pagan en Batavia?
—Con un pequeño truco de magia: esto —Grote ondea un papel— es un registro de quién ha ganado cuánto y a quién; y luego el adjunto Van Cleef anota nuestros saldos en el verdadero libro de nóminas. El señor Snitker aprobó esta práctica, sabedor de lo buenos que son estos pasatiempos para que los subalternos mantengan aguzado el ingenio en sana camaradería.
—El señor Snitker siempre era bienvenido a esta mesa —dice Ivo Oost—, antes de perder su libertad.
—Fischer, Ouwehand y Marinus guardan las distancias, pero usted, señor de Z., parece estar hecho de una pasta más afable…
En el estante quedan nueve botellas.
—Así que me escapé de mi viejo —dice Grote, acariciando las cartas— antes de que me sacase los hígados, y me fui a Ámsterdam en busca de fortuna y de amor verdadero, ¿eh? —Se sirve otro vaso de ron color orina—. Pero el único amor que vi fue el que se paga en metálico por adelantado y en gonorrea más adelante, y ni rastro de fortuna. ¡Quiá!, lo único que encontré fue hambre, nieve y hielo, y rateros que se cebaban como chacales en los más débiles… Especular para acumular, pensé yo, así que gasté mi «herencia» en una carretilla de carbón, pero un hatajo de carboneros me tiraron el cargamento al canal, y a mí detrás del cargamento, mientras me gritaban: ¡Este es nuestro territorio, bastardo frisio! ¡Vuelve cuando necesites otro baño! Aparte de la lección en materia de monopolio, ese remojón helado me proporcionó tal fiebre que no pude salir de casa en una semana, tras la cual mi adorable casero me dio una buena patada en el culo. Con los zapatos agujereados y nada que comer salvo la maldita niebla, me senté en las escaleras de Nieuwe Kerk a pensar si robaba un bocado hasta tener fuerzas suficientes para largarme, o simplemente me moría de frío y zanjaba el problema…
—Robar y largarse —dice Ivo Oost—, no hay color…
—¿Y quién llegó paseando en ese momento? Pues un caballero con sombrero de copa, bastón con mango de marfil y modales amistosos. «¿Sabes quién soy, muchacho?». Y yo le digo: «No, señor». Y me dice: «Yo, muchacho, soy la prosperidad de tu futuro». Me imaginé que me daría de comer a cambio de convertirme a su iglesia, y con lo desmayado que yo estaba me habría hecho judío por un plato de potaje, pero no. «Habrás oído hablar de la noble y munífica Compañía Holandesa de las Indias Orientales, ¿verdad?». Y yo le digo: «Naturalmente, señor». Y él me dice: «Entonces estarás al tanto de las brillantes perspectivas que la Compañía ofrece a los jóvenes enérgicos y bien dispuestos en los enclaves que posee a lo largo y ancho del orbe azul y plateado de nuestro Creador, ¿no es así?». Y yo le digo, captando por fin la idea: «Desde luego, señor». Y él me dice: «Bien, soy reclutador jefe de la sede central de Ámsterdam y me llamo Duke Van Eys. ¿Qué me dices de medio florín de anticipo a cuenta de tu salario, y comida y alojamiento hasta que la próxima flotilla de la Compañía se haga a la anchurosa mar rumbo al misterioso Oriente?». Y yo le digo: «Duke Van Eys, es usted mi salvador». Señor de Zoet, ¿no le agrada nuestro ron?
—Me está disolviendo el estómago, señor Grote, pero, aparte de eso, está delicioso.
Grote echa un cinco de diamantes; Gerritszoon tira una reina.
—¡Matanza! —exclama Baert, estampando en la mesa el cinco del triunfo y embolsándose los clavos.
Jacob suelta una carta baja de corazones.
—¿Su salvador, señor Grote?
El cocinero estudia su mano de cartas.
—El caballero me lleva a una casa destartalada que había detrás de Rasphuys, en una calle en cuesta. Su oficina era minúscula pero seca y cálida, y por las escaleras subía un olor a panceta… ¡oh, qué aroma delicioso! Hasta le pregunté si podía comer una o dos lonchas, y Van Eys se echó a reír y dijo: «Pon tu nombre aquí, muchacho, y después de cinco años en el Oriente ¡podrás construirte un palacio entero de cerdo ahumado!». Por aquel entonces, yo no sabía leer ni escribir mi nombre, así que mojé el pulgar en el tintero y lo imprimí al final de aquel taco de papeles. «Espléndido», dice Van Eys, «y aquí está el adelanto de tu botín, para que veas que soy un hombre de palabra». Me da mi medio florín, nuevecito, brillante, en la vida había estado tan feliz como entonces. «El resto se te pagará a bordo del Almirante de Ruyter, que zarpará el treinta o el treinta y uno. Supongo que no tendrás inconveniente en alojarte con otros jóvenes enérgicos y bien dispuestos, futuros compañeros de viaje y de riquezas». Dado que cualquier lecho es mejor que ningún techo, me metí el botín en el bolsillo y le dije que no tenía el menor inconveniente.
Twomey echa una carta de diamantes sin valor alguno. Ivo Oost, el cuatro de picas.
—Así que dos sirvientes —Grote escruta sus cartas— me llevaron abajo, pero yo no me di cuenta de lo que me esperaba hasta que no oí girar la llave en la cerradura a mi espalda. En un sótano no mayor que esta habitación había veinticuatro tipos, de mi edad o mayores. Algunos llevaban ya semanas ahí metidos; otros se habían convertido en medio esqueletos, y tosían sangre… Oh, empecé a aporrear la puerta para que me sacasen, pero un fulano grandote y lleno de costras se me acerca y me dice: «Por seguridad más vale que me des tu medio florín ahora mismo». Yo le digo: «¿Qué medio florín?», y me dice que o se lo doy voluntariamente o de lo contrario me «ablanda» y me lo quita él mismo. Le pregunto cuándo nos dejarán salir a hacer ejercicio y tomar el aire. «No nos dejarán salir», me dice, «hasta que zarpe el barco o hasta que la diñemos. Y ahora, el dinero». Me gustaría poder decir que le planté cara, pero Arie Grote no es un mentiroso. Lo de diñarla no iba en broma: ocho de los «jóvenes enérgicos y bien dispuestos» salieron de allí en posición horizontal, dos de ellos embutidos en un solo ataúd. Sólo había un ventanuco enrejado a ras de calle para dejar entrar aire y luz, y la manduca era tal bazofia que no se sabía cuál era el cubo de comer y cuál el de cagar.
—¿Por qué no echasteis abajo las puertas? —pregunta Twomey.
—Puertas de hierro y guardianes con cachiporras de clavos, he ahí el porqué. —Grote se quita unos piojos del pelo—. El caso es que encontré la manera de vivir para contarlo. Mi mayor afición es el noble arte de la supervivencia. Pero el día en que nos llevaron a la gabarra que después nos trasladaría hasta el Almirante de Ruyter, atado a los demás como galeotes, eh, me hice tres juramentos. Primero, no fiarme jamás del representante de una Compañía que dice: «Nos preocupamos por tus intereses». Le guiña un ojo a Jacob. Segundo: no volver jamás a ser tan pobre, pase lo que pase, como para dejar que una pústula humana como Van Eys pueda comprarme y venderme como un esclavo. ¿Y el tercero? Recuperar el medio florín que me había quitado el gigantón costroso antes de llegar a Curaçao. El primer juramento lo he cumplido hasta hoy; el segundo, bueno, tengo motivos para creer que Arie Grote no terminará en la fosa de los pobres cuando llegue su hora; y el tercero… ah, sí, recuperé mi medio florín esa misma noche.
Wybo Gerritszoon, con el dedo metido en la nariz, pregunta:
—¿Cómo?
Grote barajea las cartas.
—Reparto yo, caballeros.
Cinco jarras de ron esperan en el estante. Los marineros están bebiendo más que el escribano, pero Jacob siente en las piernas una agradable sensación de ebriedad. El karnöffel, piensa, no me va hacer rico esta noche.
—Las letras —está diciendo Ivo Oost— es lo que nos enseñaban en el orfanato, y la aritmética, y las Sagradas Escrituras: una buena dosis de Escrituras, y dos visitas diarias a la capilla. Nos obligaban a aprendernos los evangelios versículo a versículo, y como te equivocases te ganabas un bastonazo. ¡Qué buen pastor podría haber sido yo! Claro que a ver quién habría querido recibir lecciones sobre los Diez Mandamientos del hijo natural de vaya usted a saber quién. —Oost reparte siete cartas a cada jugador y le da la vuelta a la primera de las que quedan en el mazo—. Pintan diamantes.
—Me han contado —dice Grote echando el ocho de tréboles— que la Compañía ha mandado a un cazador de cabezas, negro como un deshollinador, a la escuela pastoral de Leiden. La idea es que después vuelva a la selva y muestre a los caníbales el Camino del Señor y así volverlos más pacíficos, ¿eh? Que las biblias son más baratas que los fusiles y tal.
—Oh, pero los fusiles son más divertidos —señala Gerritszoon—. Pum, pum, pum.
—¿De qué sirve un esclavo —pregunta Grote— si lo dejas hecho un colador?
Baert besa un naipe y lo lanza a la mesa: la reina de tréboles.
—La única zorra sobre la faz de la tierra —dice Gerritszoon— que te deja hacerle eso.
—Con las ganancias de esta noche —dice Baert— igual encargo una jovencita bronceada.
—Su apellido, señor Oost, ¿también se lo pusieron en el orfanato de Batavia?
Jamás haría semejante pregunta en estado sobrio, se reprocha Jacob.
Pero Oost, en quien el ron de Grote está ejerciendo un efecto benéfico, no se ofende.
—Pues sí. «Oost» viene de «Oost-Indische Compagnie», la fundadora del orfanato, y no se puede negar que llevo el «Oriente» en la sangre, ¿no? Lo de «Ivo» es porque me abandonaron en las escaleras del orfanato el veinte de mayo, festividad de San Ivo. El señor Drijver, el director del orfanato, tenía la amabilidad de señalar cada dos por tres que «Ivo», al ser el masculino de «Eva», era un adecuado recordatorio del pecado original de mi concepción.
—Lo que a Dios le interesa es la conducta de los hombres —observa Jacob—, no las circunstancias de su nacimiento.
—Lástima que los que me criaron fueron lobos como Drijver y no Dios.
—Señor de Zoet, su turno —le insta Twomey.
Jacob pone sobre la mesa el cinco de corazones; Twomey echa el cuatro.
Oost se pasa las esquinas de los naipes por sus labios javaneses.
—Saltaba por la ventana del ático, sobre las jacarandas, y allí, hacia el norte, pasado el Fuerte Viejo, había una franja de azul… o verde… o gris… y olía el agua salada, por encima del tufo de los canales; había barcos anclados cerca de la isla de Onrust, como seres vivos, y velas flameando… y «Esta no es mi casa», le decía yo a aquel edificio, «y vosotros no sois mis amos», les decía a los lobos, «porque mi casa eres tú», le decía al mar. Y algunos días fingía que el mar me oía y me contestaba: «Sí, lo soy, y un día de estos te mandaré a buscar». Sí, de acuerdo, ya sé que no me hablaba, pero… cada uno carga con su cruz lo mejor que puede, ¿no? Total, que así fue como me crie en aquellos años, y cada vez que los lobos me zurraban con el fin de meterme en vereda… yo soñaba con el mar aunque nunca lo había visto picarse ni encresparse… aunque jamás en mi vida había puesto el pie en una barca…
Oost echa el cinco de tréboles.
Baert gana la mano.
—Puede que me busque dos gemelas bronceadas para esta noche…
Gerritszoon juega el siete de diamantes, anunciando: «El Diablo».
—Que Judas te maldiga —dice Baert, perdiendo el diez de tréboles—, maldito Judas.
—¿Y al final —pregunta Twomey— cómo te mandó buscar el mar, Ivo?
—Cuando cumplíamos doce años (o sea, cuando el director decidía que habíamos cumplido doce años), nos enviaban a la llamada «industria provechosa». Para las chicas quería decir coser, tejer, remover la colada en las cubas de la lavandería. A los chicos nos mandaban a trabajar con fabricantes de cajas y toneleros, a los cuarteles para hacer de chicos de los recados, o a los muelles, como estibadores. A mí me tocó con un cordelero que me ponía a arrancar la estopa de las viejas maromas embreadas. Salíamos más baratos que un sirviente; más que un esclavo. Drijver se embolsaba su «contrapartida», como él la llamaba, y, teniendo en cuenta que éramos más de cien, la industria provechosa realmente le era de provecho. Pero aquello también nos obligaba a salir de los muros del orfanato. No nos vigilaba nadie: ¿adónde íbamos a escapar? ¿A la jungla? Yo no conocía realmente las calles de Batavia, salvo el trayecto del orfanato a la iglesia, así que ahora podía deambular un poco, dar rodeos al ir y volver del trabajo, y hacer recados para el cordelero, en el bazar de los chinos y sobre todo a lo largo de los muelles, más feliz que una rata en un granero, mirando a los marineros que venían de tierras lejanas… —Ivo echa la jota de diamantes y se lleva la mano—. El diablo le gana al papa, pero la sota le gana al diablo.
—Me duele el diente podrido —dice Baert—, me duele que me muero.
—Jugada astuta —se felicita Grote, perdiendo una carta de poco valor.
—Un día —prosigue Oost—, cuando tenía catorce años, calculo, estaba llevando un rollo de cuerda a un proveedor y vi que había llegado un bergantín muy bonito con un mascarón de proa que representaba a… una buena mujer. Sara María se llamaba el barco y yo… oí una voz, como una voz pero sin la voz, que decía: «Es este, y es hoy».
—Está tan claro —masculla Gerritszoon— como el cagadero de un francés.
—¿Oyó usted —sugiere Jacob— una especie de llamada interior?
—No sé lo que sería, pero el caso es que me subí de un salto a la pasarela y esperé a que un hombre que estaba gritando y dando órdenes se fijase en mí. Pero nada, así que me armé de coraje y le dije: «Perdón, señor». El tipo me miró fijamente y gritó: «¿Quién ha dejado subir a cubierta a este arrapiezo?». Le pedí disculpas y le dije que quería escaparme al mar y que si podía hablar con el capitán. Lo último que me esperaba era que rompiese a reír, pero eso fue lo que hizo, así que volví a disculparme y le dije que no lo decía en broma. Y va y me dice: «¿Qué pensarían de mí tu madre y tu padre si te raptase así, sin siquiera pedirles permiso? ¿Y qué te hace pensar que podrías ser marinero, con todos los dolores y tormentos y fríos y calores, y el humor del sobrecargo, que toda la tripulación dice que es un diablo de hombre?». Le respondí que ni mi padre ni mi madre dirían nada porque me había criado en la Casa de la Bastardería y si había logrado sobrevivir a aquello, con todos los respetos, no me daban miedo ni el mar ni el carácter del sobrecargo… y no se burló de mí ni me habló con sarcasmo, sino que me preguntó: «¿Saben tus tutores que planeas hacerte a la mar?». Le confesé que Drijver me arrancaría la piel a tiras. Entonces tomó una decisión y me dijo: «Me llamo Daniel Snitker y soy el sobrecargo del Sara María, y mi grumete ha muerto de tifus». Al día siguiente zarpaban rumbo a Banda, a por nuez moscada, y me prometió que le diría al capitán que me apuntase en el libro de a bordo, pero hasta que el Sara María levase anclas me pidió que me escondiese en la bodega con los demás chicos. Yo obedecí en el acto, pero alguien me había visto subir a bordo del bergantín, y el director no tardó en mandar a tres tiparracos para que le recuperasen la «mercancía robada». El señor Snitker y sus hombres los tiraron al agua.
Jacob se acaricia la nariz rota. Estoy condenando al padre del muchacho.
Gerritszoon descarta un inútil cinco de tréboles.
—Me parece —Baert se guarda los clavos en el bolso— que me llama el retretretrete.
—¿Por qué te llevas las ganancias? —pregunta Gerritszoon—. ¿No te fías de nosotros?
—Antes me frío el hígado con cebollas —dice Baert— que fiarme de vosotros.
En el estante quedan dos botellas de ron, sin muchas probabilidades de sobrevivir a la velada.
—Con el anillo de compromiso en el bolsillo —dice Baert, aguantándose las lágrimas—, yo… yo…
Gerritszoon echa un escupitajo.
—¡Ah, deja ya de lloriquear, mariquita sifilítica!
—Dices eso —Baert crispa el semblante— porque eres un cerdo de sentina al que jamás ha amado nadie, pero mi único amor verdadero estaba deseando casarse conmigo, y yo pensaba: Por fin termina mi mala suerte. Lo único que necesitábamos era la bendición del padre de Neeltje y la habría llevado al altar. Un transportador de cerveza era el padre, en Saint-Pol-sur-Mer, y hacia allí me dirigía yo esa noche, pero Dunquerque es una ciudad extraña y llovía a cántaros y ya oscurecía y yo callejeaba en círculos, y cuando entré en una taberna para que me indicasen el camino, la tabernera tenía unas aldabas que parecían dos cochinillos bamboleantes, y se le iluminó la cara toda maliciosa y me dijo: «Ay mi pobre corderito, te has perdido en los barrios bajos de la ciudad». Y yo le digo: «Por favor, señorita, sólo quiero llegar a Saint-Pol-sur-Mer», y ella va y me dice: «¿Por qué tanta prisa? ¿No te gusta nuestro establecimiento?», y me mete los cochinillos en la cara, y yo le digo: «Su establecimiento está muy bien, señorita, pero mi amada Neeltje está esperándome con su padre para que vaya a pedirla en matrimonio», y la tabernera dice: «¿Eres marinero?», y yo le contesto: «Lo era, sí, pero ya no más», y ella le grita a toda la concurrencia: «¿Quién quiere beber a la salud de Neeltje, la moza con más suerte de todo Flandes?», y me pone en la mano un vaso de ginebra y dice: «Un traguito de nada para calentarte los huesos», y me promete que su hermano me acompañará a Saint-Pol-sur-Mer, pues al caer el sol Dunquerque está infestado de gentuza. Así que pienso: Sí, está claro que por fin se ha terminado mi mala suerte, y me llevo el vaso a los labios.
—Qué lanzada, la moza —señala Arie Grote—. Por cierto, ¿cómo se llamaba la taberna?
—Se llamará Cenizas Humeantes cuando yo vuelva a Dunquerque. Total, que me trago la ginebra y empieza a darme vueltas la cabeza y las lámparas se apagan. Tengo pesadillas, y al despertarme me balanceo de un lado a otro, como si estuviese en alta mar, pero estoy aplastado debajo de otros cuerpos como una uva en una prensa, y pienso: Sigo soñando, pero el vómito frío que me tapona el oído no es un sueño, así que grito: «Dios mío, ¿estoy muerto?», y un fulano de risa diabólica dice: «¡Ningún pez se escapa de este anzuelo tan fácilmente!», y una voz más siniestra añade: «Te la han jugado, amigo. Estamos a bordo del Venguer du Peuple y navegamos por el Canal de la Mancha con rumbo oeste», y yo digo: «¿El Venguer du qué?», pero entonces me acuerdo de Neeltje y grito: «¡Pero si esta noche tengo que pedir la mano de mi amor!», y el de la risa diabólica dice: «Aquí el único matrimonio que vas a tener, amigo, es con el mar», y yo pienso: Señor mío que estás en los cielos, el anillo de Neeltje, y retuerzo un brazo para ver si lo llevo en la chaqueta, pero no está. Me desespero. Lloro. Rechino los dientes. Pero no sirve de nada. Al amanecer nos suben a cubierta y nos ponen en fila a lo largo de la borda. Seríamos unos veinte holandeses, y en esto que aparece el capitán. El capitán es una vil rata parisina; el segundo de a bordo es un matón vasco, peludo y corpulento. «Soy el capitán Renaudin y vosotros sois mis privilegiados voluntarios. Tenemos órdenes», dice, «de reunirnos con un convoy que transporta grano de Norteamérica y escoltarlo hasta suelo republicano. Los británicos trataran de impedirlo y nosotros los haremos picadillo. ¿Alguna pregunta?». Un oportunista, suizo para más señas, suelta: «Capitán Renaudin: pertenezco a la iglesia menonita y mi religión me prohíbe matar». Renaudin le dice a su segundo: «No molestemos más a este amante del género humano». El matón vasco se va hacia él y lo tira por la borda. Lo oímos gritar socorro. Lo oímos implorar socorro. Dejamos de oírlo. El capitán dice: «¿Alguna pregunta más?». En fin, que vuelvo a cogerle el tranquillo a la vida a bordo y, cuando al cabo de dos semanas, el primero de junio, avistamos la flota inglesa, yo ya estoy cebando pólvora en un cañón de veinticuatro libras. La Tercera Batalla de Ushant llaman los franceses a lo que sucedió a continuación, y los ingleses, el Glorioso Primero de Junio. A Sir Johnny Rosbif le parecerán muy «gloriosos» los cañonazos a tres metros de distancia, pero a mí no. Hombres abiertos en canal retorciéndose en el humo; sí, Gerritszoon, hombres más grandes y fuertes que tú, llamando a sus madres con la garganta agujereada… y una cuba que llega de la enfermería llena de… —Baert se llena el vaso—. Bah, cuando el Brunswick nos hizo un boquete bajo la línea de flotación y nos dimos cuenta de que nos íbamos a pique, el Venguer ya no era un navío de línea: era un matadero… un matadero… —Baert mira dentro de su vaso de ron, y luego a Jacob—. ¿Cuál fue mi salvación en aquel día horrible? Pues un barril de queso vacío que vino flotando hasta mí. Me pasé toda la noche aferrado a él, demasiado congelado, demasiado muerto como para tener miedo de los tiburones. Salió el sol y apareció un balandro con la bandera británica. La chalupa me subió a bordo y empezaron a hablarme con sus típicos graznidos de cuervo… sin ánimo de ofender, Twomey…
El carpintero se encoge de hombros.
—Ahora mi lengua materna es el irlandés, señor Baert.
—Un viejo lobo de mar me lo traduce. «El oficial pregunta que de dónde eres», y yo digo: «De Amberes, señor. Los franceses me enrolaron a la fuerza y yo maldigo su estampa». El lobo de mar se lo traduce y el oficial grazna otra cosa que el primero a su vez me traduce a mí. El meollo, en pocas palabras, es que, al no ser un gabacho, no me consideraban prisionero. ¡Casi le beso las botas en agradecimiento! Pero entonces me dice que si aceptaba trabajar de marinero para la marina de Su Majestad, me darían paga y comida como es debido, pero que si no aceptaba, me enrolarían de todas formas y, como marinero del montón, no me darían ni las gracias. Para no caer en la desesperación pregunté adonde se dirigían, pensando que ya vería la manera de escabullirme a tierra firme en Gravesend o Portsmouth y volver a Dunquerque y a la querida Neeltje en cuestión de una semana o dos… y el lobo de mar dice: «Nuestro próxima escala será en Isla Ascensión, para el avituallamiento (no pienses que vas a poner el pie en tierra), y de allí a la bahía de Bengala…», y pese a ser ya un hombre hecho y derecho, no logré aguantarme las lágrimas…
No queda ni una gota de ron.
—Esta noche, la diosa Fortuna le ha sido indiferente, señor de Z. —Grote apaga todas las velas menos dos—, pero siempre hay otra oportunidad, ¿eh?
—¿Indiferente? —Jacob oye a los demás cerrar la puerta—. Me ha desplumado.
—Oh, con lo que ha ganado con el mercurio podrá mantener a raya al hambre y la enfermedad durante una buena temporada, ¿eh? Esa venta ha sido una jugada arriesgada, señor de Z., pero mientras el abad esté dispuesto a darle el capricho, las dos últimas cajas podrían venderse a mejor precio. Piense en el dinero que sacaría con ochenta cajas, en lugar de solamente ocho…
—Semejante cantidad —a Jacob le echa humo la cabeza de tanto alcohol— violaría…
—… las reglas de la Compañía en cuanto al comercio privado, sí, pero son los árboles flexibles los que sobreviven a los vientos más despiadados, ¿o no?
—Una buena metáfora no convierte en justo lo injusto.
Grote repone las valiosas botellas de cristal en el estante.
—Un quinientos por ciento de beneficio, eso es lo que ha obtenido: las noticias vuelan, y le quedan como máximo dos temporadas comerciales antes de que los chinos invadan este mercado. El adjunto Van Cleef y el capitán Lacy tienen el capital suficiente en Batavia, y no son de los que dicen: «Oh, cariño, pero no puedo porque mi cuota sólo son ocho cajas». O el mismo administrador lo hará.
—El administrador Vorstenbosch está aquí para erradicar la corrupción, no para fomentarla.
—Los intereses del administrador Vorstenbosch están tan demacrados por la guerra como los de cualquier otro.
—El administrador Vorstenbosch es un hombre demasiado honrado como para beneficiarse a costa de la Compañía.
—¿Qué hombre no se considera a sí mismo —en la penumbra, la cara redonda de Grote es una luna de bronce— el más honrado de todos? No es de buenas intenciones de lo que está empedrado el camino al Infierno: es de justificaciones de los propios actos. Así que, hablando de tipos honrados, ¿cuál es la verdadera razón de que nos haya honrado con su compañía esta noche?
En el Malecón, los guardas marcan la hora con sus badajos de madera.
Estoy demasiado borracho, piensa Jacob, para recurrir a la astucia.
—Cerraré y sellaré los labios, lo juro por la lejana tumba de mi padre.
—La verdad es que el administrador sospecha… que está teniendo lugar una apropiación indebida…
—¡Por todos los santos! ¿No lo dirá en serio, señor de Z.? ¿Aquí, en Deshima?
—… en la que está implicado un proveedor que visita su cocina todas las mañanas…
—Son varios los proveedores que visitan mi cocina todas las mañanas, señor de Z.
—… cuya pequeña bolsa está tan llena cuando llega como cuando se va.
—Encantado de aclarar el equívoco, ¿eh? Puede decirle al señor Vorstenbosch que la explicación es «cebollas». Sí, cebollas. Cebollas podridas y malolientes. Ese proveedor es el más sinvergüenza de todos. Lo intenta todas las mañanas, pero algunos truhanes no escuchan cuando se les dice: «¡Largo de aquí, granuja indecente!», y son esos a los que más temo.
Las voces de los pescadores surcan la noche cálida y salada.
No estoy tan borracho, piensa Jacob, como para no percibir una insolencia premeditada.
—Bueno —el escribano se pone en pie—, no veo necesidad de molestarlo más.
—¿Ah, no? —Arie Grote no se fía—. No la ve, claro.
—No. Mañana me espera otra larga jornada de pesaje, así que buenas noches.
Grote crispa el gesto.
—¿No ha dicho usted que había dos cuestiones delicadas, señor de Z.?
—La historia de las cebollas… —Jacob agacha la cabeza al pasar bajo la viga—… exige que la segunda cuestión la trate con el señor Gerritszoon. Hablaré con él mañana, a la sobria luz del día; me temo que la noticia será una desagradable sorpresa.
Grote le bloquea media salida.
—¿De qué trata esa segunda cuestión?
—De sus naipes, señor Grote. Treinta y seis manos de karnöffel, en doce de las cuales usted ha repartido las cartas, y de esas doce usted ha ganado diez. ¡Un resultado improbable! Baert y Oost podrían no reparar en una baraja manipulada, pero Twomey y Gerritszoon sí. Así que ese truco tan viejo queda descartado. Ningún espejo a nuestras espaldas; ningún sirviente que le guiñe un ojo… Al principio no me lo explicaba.
—Qué mente tan malpensada —el tono de Grote se vuelve gélido— para alguien temeroso de Dios.
—Los contables nos volvemos malpensados, señor Grote. No me explicaba su éxito hasta que lo he visto acariciando el borde superior de los naipes. Así que he hecho lo mismo y he notado las muescas, esas minúsculas hendiduras: las jotas, los sietes, los reyes y las reinas están todos marcados, a mayor o menor distancia de las esquinas, dependiendo de su valor. Las manos de un marinero, o de un almacenero, o de un carpintero, tienen demasiados callos. Pero el índice de un cocinero o de un escribano ya es otra cuestión.
—Es normal —Grote traga saliva— que la casa se cobre la molestia.
—Mañana sabremos si Gerritszoon está de acuerdo con eso. Ahora sí, de veras tengo que…
—Ha sido una velada muy agradable. ¿Qué le parece si le reembolso lo que ha perdido?
—Lo único que importa es la verdad, señor Grote: una sola versión de la verdad.
—¿Es así como me agradece que lo haya hecho rico? ¿Chantajeándome?
—¿Qué tal si me dice algo más sobre la bolsa de cebollas?
Grote suspira, dos veces.
—Es usted un pelmazo, señor de Z.
Jacob saborea el cumplido inverso y espera.
—¿Conoce usted —se arranca por fin el cocinero—, conoce usted la raíz del ginseng?
—Sé que el ginseng es un producto muy apreciado por los boticarios japoneses.
—Un chino de Batavia, todo un caballero, me envía una caja al año. Hasta ahí todo en orden. El problema es que la Magistratura me la tasa el día de la subasta: estaba perdiendo seis décimas partes hasta que un buen día el doctor Marinus mencionó cierto tipo de ginseng que crece aquí en la bahía y que no es tan apreciado. Así que…
—O sea, que su proveedor le trae bolsas de ginseng autóctono…
—… y se va —Grote deja escapar un gesto de orgullo— con bolsas del ginseng chino.
—¿A los guardias de la Puerta Terrestre no les resulta raro?
—Se les paga para que no les resulte raro. Pero ahora soy yo el que tiene una pregunta: ¿Qué medidas va a tomar el administrador en relación con esto? ¿A esto y a todo lo que anda usted husmeando? Porque así es como funciona Deshima. Acabar con estas pequeñas prerrogativas es acabar con toda Deshima, y no eluda mi pregunta con el típico: «Ese asunto es competencia del señor Vorstenbosch».
—Pero es que lo es —dice Jacob levantando el pestillo.
—No es justo. —Grote agarra el pestillo—. No es justo. Primero te dicen: «El comercio privado está arruinando a la Compañía», y al minuto: «No soy de esos que menosprecian a sus empleados». No se puede tener la bodega llena y la mujer borracha.
—Mantenga sus actividades dentro de la legalidad —dice Jacob— y no habrá dilema.
—¡Si me mantengo dentro de la legalidad mis ganancias serán mondas de patata!
—Las reglas de la Compañía no las estipulo yo, señor Grote.
—Cierto, pero está encantado de hacer el trabajo sucio, ¿eh?
—Cumplo lealmente las órdenes. Y ahora, a menos que pretenda secuestrar a un empleado, abra la puerta.
—La lealtad parece una cosa fácil —le dice Grote— pero no lo es.