Casa Alta de Deshima
Martes 27 de agosto de 1799, primera hora de la mañana
La cama se agita tanto que despierta a su ocupante; dos de las patas se parten y Jacob cae al suelo, golpeándose el mentón y la rodilla. Lo primero que piensa es: Dios mío, ha explotado la santabárbara del Shenandoah. Pero los temblores que sacuden la Casa Alta aumentan en intensidad y velocidad. Las vigas crujen; el enlucido se cuartea y cae al suelo como metralla; el marco de una ventana salta por los aires y un resplandor albaricoque baña la convulsa alcoba; la mosquitera envuelve la cara de Jacob y la implacable violencia se triplica, quintuplica, decuplica, mientras la cama se arrastra de una punta a la otra de la estancia como una bestia herida. Una fragata está soltando una andanada, piensa Jacob, o tal vez un navío de línea. Un candelabro salta en frenéticos círculos; de los estantes más altos caen hojas de papel trazando espirales. No me dejes morir aquí, reza Jacob, imaginándose su cráneo aplastado bajo las vigas y sus sesos amarillentos desparramados por el polvo de Deshima. La plegaria se adueña del hijo del pastor: una plegaria recitada con voz ronca, al Jehová de los primeros salmos: «¡Oh, Señor, tú nos has rechazado, nos has deshecho! Estabas irritado, ¡vuelve a nosotros!». Jacob recibe por respuesta el estrépito de las tejas que se hacen añicos en la Calle Larga, el mugido de las vacas y el balido de las cabras. Hiciste temblar la tierra, la agrietaste: repara sus grietas, porque se desmorona. Los cristales de las ventanas quedan reducidos a diamantes falsos, las maderas se tronchan como huesos, los tablones ondulantes zarandean el baúl de Jacob, el agua de la jarra se derrama y se vuelca el orinal, y la misma Creación está deshaciéndose y, Dios… Dios, Dios, implora el escribano, ¡haz que pare haz que pare haz que pare!
El Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro baluarte es el Dios de Jacob. Selah. Jacob cierra los ojos. El silencio es paz. Da gracias a la Providencia por haber aplacado el terremoto y piensa: ¡Dios mío, los almacenes! ¡Mis calomelanos! Coge la ropa, pasa por encima de la puerta, tirada en el suelo, y se topa con Hanzaburo, que sale de su madriguera.
—¡Vigila mi habitación! —le grita Jacob, pero el chico no lo entiende.
El holandés se planta en el vano de la puerta y forma una X con los brazos y las piernas.
—¡Que no entre nadie! ¿Entiendes?
Hanzaburo asiente nervioso, como si tuviese que apaciguar a un loco.
Jacob baja ruidosamente por las escaleras, abre el cerrojo de la puerta y ante sus ojos aparece la Calle Larga como si acabase de saquearla el ejército británico. Pedazos de persianas, tejas hechas trizas, la tapia del huerto desmoronada por completo. La polvareda espesa el aire y corroe el sol. En la elevada vertiente oriental de la ciudad se ven nubes de humo negro, y de algún lugar llegan los alaridos de una mujer que chilla a pleno pulmón. El escribano echa a andar hacia la residencia del administrador pero en el cruce se choca con Wybo Gerritszoon, que farfulla gesticulando con las manos:
—¡Esos cabrones de franceses cabrones han desembarcado y los muy cabrones están por todas partes!
—Señor Gerritszoon, vaya a vigilar el Doorn y el Eik, que de los otros almacenes ya me ocupo yo.
—¿Parléusté con muá —chapurrea el tatuado fortachón—. Monsieur de Zoquet?
Jacob lo deja a un lado y comprueba el estado de la puerta del Doorn: está cerrada.
Gerritszoon agarra del cuello al escribano y grita:
—¡Quita tus sucias manos francesas de mi casa y quita tus sucios dedos franceses de mi hermana!
Afloja la presa para descargar un potente puñetazo: si hubiese alcanzado su objetivo, podría haber matado a Jacob, pero en lugar de eso, la inercia lo derriba, y cae al suelo.
—¡Franceses hijos de puta! ¡Me han herido de refilón! ¡De refilón!
En la Plaza de la Bandera, las campanas tocan a rebato.
—¡Ni caso a las campanas! —Vorstenbosch, flanqueado por Cupido y Filandro, llega caminando por la Calle Larga—. ¡Esos chacales nos pondrían en fila como a niños pequeños según fuésemos llegando! —Repara en la presencia de Gerritszoon—. ¿Está herido?
Jacob se frota el dolorido cuello.
—Me temo que por el aguardiente, señor.
—Déjelo ahí. Debemos protegernos de nuestros protectores.
Los daños causados por el terremoto son graves pero no catastróficos. De los cuatro almacenes de propiedad holandesa, el Lelie sigue en reconstrucción tras «el incendio de Snitker» y la estructura ha aguantado; las puertas del Doorn están en su lugar; y Van Cleef y Jacob consiguieron proteger de los ladrones el Eik, que sí sufrió desperfectos, hasta que Con Twomey y el carpintero del Shenandoah, un quebequés espectral, volvieron a instalar las puertas, que se habían venido abajo. El capitán Lacy ha referido que, si bien el terremoto no se sintió a bordo, el estruendo fue tal que parecía una guerra entre Dios y el Diablo. Además, en varios almacenes se cayeron al suelo unas cuantas docenas de cajas y ahora se impone inspeccionarlas todas por si hubiese roturas o derrames. Hay docenas de tejas que sustituir y recipientes de barro que obtener; los baños públicos, completamente derruidos, deben repararse a expensas de la Compañía, así como el palomar, que también se vino abajo; y el revoco desprendido del muro norte de la Casa Jardín tendrá que volver a aplicarse por entero. El intérprete Kobayashi informó de que los cobertizos donde se guardan los sampanes de la Compañía se han desmoronado, y que el precio a pagar por las reparaciones es «superlativo». Vorstenbosch replicó: «¿Superlativo para quién?», y juró no soltar un penique hasta que él y Twomey no hubiesen inspeccionado personalmente los desperfectos. El intérprete se marchó indignado. Desde la atalaya, Jacob vio que no todos los barrios de Nagasaki han salido tan bien parados como Deshima: contó veinte edificios derrumbados y cuatro incendios considerables que vertían humo al cielo de finales de agosto.
• • •
En el almacén Eik, Jacob y Weh revisan las cajas de espejos venecianos que cayeron al suelo: hay que sacarlos todos de su envoltorio de paja y registrarlos como intactos, agrietados o rotos. Hanzaburo se acurruca encima de un montón de yute y se duerme al instante. Durante casi toda la mañana, lo único que se oye es el ruido de los espejos descartados, a Weh mascando betel, el roce de la plumilla de Jacob y, en la Puerta Marítima, a los mozos de cuerda que desembarcan plomo y estaño. Los carpinteros que normalmente estarían trabajando en el almacén Lelie, al otro lado del patio de pesaje, estarán en Nagasaki, supone Jacob, ocupados en labores más urgentes.
—En fin, señor de Zoet, que aquí, en lugar de siete años de mala suerte, son setecientos, ¿eh?
Jacob no se había percatado de la llegada de Arie Grote.
—Sería perfectamente comprensible, ¿eh?, si uno se equivocase y anotase unos cuantos espejos enteros como «rotos», un error inocente…
—¿Se trata de una velada invitación —Jacob bosteza— al fraude?
—¡Que los perros salvajes me arranquen la cabeza antes de sugerir algo así! Mire, he organizado un encuentro. Tú —dice Grote mirando a Weh— ya te puedes largar: está a punto de llegar un caballero al que ofendería tu pellejo color mierda.
—Weh no se mueve de aquí —replica Jacob—. ¿Y quién es ese «caballero»?
Grote oye algo y se asoma al exterior.
—Ah, maldita sea, llegan antes de tiempo. —Señala una pared de cajas y ordena a Weh—: ¡Escóndete ahí detrás! Sr. de Zoet, deje a un lado sus sentimientos por nuestro hermano azabache, que es mucho, mucho dinero lo que está en juego.
El joven esclavo mira a Jacob, que asiente de mala gana; Weh obedece.
—Estoy aquí para hacer de intermediario, ¿eh?, entre usted y…
En el umbral aparecen el intérprete Yonekizu y el comisario Kosugi.
Los dos hacen caso omiso de Jacob y hacen pasar a un extraño de aspecto familiar.
Primero aparecen cuatro guardias personales, jóvenes, ágiles y con pinta de peligrosos.
Después entra su patrón: un anciano que avanza como si caminase sobre el agua.
Viste una capa azul celeste y lleva el cráneo rapado, aunque del fajín le asoma la empuñadura de una espada.
Su rostro es el único del almacén que no está bañado en sudor.
¿En qué sueño fugaz, se pregunta Jacob, he visto yo esa cara?
—El señor abad Enomoto del feudo de Kyôga —anuncia Grote—. Mi socio, el señor de Zoet.
Jacob hace una reverencia; el abad tuerce los labios, esbozando una leve sonrisa de reconocimiento.
Se vuelve hacia Yonekizu y habla: su voz bruñida no puede interrumpirse.
—Dice abad —traduce Yonekizu— que pensó usted y él tienen afinidad, primera vez que ve usted en Magistratura. Hoy él sabe que su pensamiento era correcto.
El abad Enomoto le dice al intérprete que le enseñe la palabra «afinidad».
Es entonces cuando Jacob reconoce al visitante: es el hombre que estaba sentado cerca del magistrado Shiroyama en la Sala de los Sesenta Tatamis.
El abad hace pronunciar a Yonekizu el nombre de Jacob tres veces.
—Da-zû-to —repite el abad, y lo verifica con Jacob—: ¿Digo bien?
—Su ilustrísima —dice el escribano— pronuncia mi nombre a la perfección.
—El abad —añade Yonekizu— ha traducido a Antoine Lavoisier al japonés.
Jacob, como es natural, se queda impresionado.
—¿Por casualidad su ilustrísima conoce a Marinus?
El abad pide a Yonekizu que traduzca su respuesta:
—Abad reúne con doctor Marinus en academia Shirandô a menudo. Tiene mucho respeto por sabio holandés, dice. Pero abad también tiene muchas ocupaciones y no puede dedicar toda vida a artes químicas.
Jacob reflexiona sobre el poder que debe de tener su visitante para presentarse tranquilamente en Deshima el día en que todo está patas arriba por el terremoto, y para mezclarse con los extranjeros sin la consabida falange de espías y guardias del shogun. Enomoto pasa el pulgar por las cajas, como para adivinar el contenido. Se topa con el durmiente Hanzaburo y hace un gesto en el aire justo encima del chico, una especie de reverencia. Hanzaburo balbucea unas sílabas aturdidas, se despierta y, al ver al abad, da un grito y se cae al suelo. Sale corriendo del almacén como una rana de una culebra.
—Hombres jóvenes —dice Enomoto en holandés— rápido, rápido, rápido…
El mundo exterior, enmarcado por las puertas dobles del Eik, empieza a oscurecerse.
El abad coge un espejo intacto.
—¿Esto es azogue?
—Oxido de plata, Ilustrísima —contesta Jacob—. De fabricación italiana.
—Plata es más verdad —señala el abad— que espejos de cobre de Japón. Pero verdad es fácil de romper.
Inclina el espejo para captar el reflejo de Jacob y le hace una pregunta en japonés a Yonekizu.
El intérprete dice:
—Su ilustrísima pregunta: «¿En Holanda la gente muerta también no tiene reflejo?».
Jacob recuerda que su abuela decía más o menos lo mismo.
—Las ancianas así lo creen, señor, efectivamente.
El abad entiende y queda satisfecho con la respuesta.
—Hay una tribu en el cabo de Buena Esperanza —se atreve a contar Jacob—, la de los basuto, que cree que un cocodrilo puede matar a un hombre mordiéndole el reflejo que proyecta en el agua. Otra tribu, los zulú, evitan los charcos oscuros por miedo a que un fantasma agarre el reflejo y devore el alma del reflejado.
Yonekizu ofrece una traducción minuciosa y explica la respuesta de Enomoto.
—Abad dice idea es hermosa y desea saber: «¿Señor de Zoet cree en alma?».
—Dudar de la existencia del alma —dice Jacob— me resultaría de lo más extraño.
Enomoto pregunta:
—¿Señor de Zoet cree alma humana puede ser capturada?
—Por un fantasma o un cocodrilo, no, abad, pero por el diablo, sí.
El «ah» de Enomoto denota sorpresa ante el hecho de que pueda coincidir tanto con un extranjero.
Jacob sale del campo de reflexión del espejo.
—Su ilustrísima habla un holandés excelente.
—Escuchar difícil —Enomoto se gira—. Por eso feliz que intérpretes son aquí. Antes hablo, hablaba, español, pero ahora conocimiento es decaído.
—Han pasado dos siglos —dice Jacob— desde que los españoles pusieron el pie en el Japón.
—Tiempo…
Enomoto levanta distraídamente la tapa de una caja: Yonekizu grita alarmado.
Enroscada como un pequeño látigo hay una serpiente habu, que alza furiosa la cabeza…
… los colmillos son de un blanco centelleante; el cuello se inclina hacia atrás, listo para el ataque.
Dos de los guardias del abad atraviesan rápidamente la estancia con las espadas desenvainadas…
… pero Enomoto hace un extraño gesto de presión con la mano abierta.
—¡Que no le muerda —exclama Grote—, que todavía no nos ha pagado el…!
En lugar de atacar la mano del abad, el cuello de la habu se afloja y la serpiente vuelve a caer dentro de la caja. Tiene la boca abierta, las mandíbulas paralizadas.
Jacob se da cuenta de que él también se ha quedado boquiabierto; echa un Vistazo a Grote, que parece asustado.
—Ilustrísima, ¿habéis… encantado a la serpiente? ¿Está… está dormida?
—Serpiente es muerta.
Enomoto ordena a su guardia que la arrojen a la calle.
¿Cómo lo ha hecho?, se pregunta Jacob, tratando de entender el truco.
—Pero…
El abad observa la perplejidad del holandés y se dirige a Yonekizu.
—Señor abad dice —empieza a traducir Yonekizu—: «No truco, no magia». Dice: «Es filosofía china que estudiosos de Europa demasiado inteligentes para entender». Dice… perdón, frase muy difícil; dice… «Toda vida es vida porque posee fuerza de ki».
—¿Fuerza de qué? —pregunta Grote—. ¿Qué de qué?
Yonekizu sacude la cabeza.
—No qué: ki. Ki. El señor abad explica que sus estudios, su Orden, enseña… ¿Cómo se dice? Enseña manipular fuerza de ki, curar enfermedad, etcétera.
—Bueno, parece que doña Serpiente —murmura Grote— se ha llevado una buena dosis de etcétera.
Dado el rango del abad, Jacob supone que se impone una disculpa.
—Señor Yonekizu, le ruego que le diga a su ilustrísima lo mucho que lamento que una serpiente haya amenazado su bienestar en un almacén holandés.
Yonekizu traduce; Enomoto sacude la cabeza.
—Mordisco feo, pero no mucho veneno.
—… y dígale —añade Jacob— que en mi vida olvidaré lo que acabo de presenciar.
Enomoto responde con un ambiguo «mmm».
—En próxima vida —le dice el abad a Jacob— nacer en Japón para venir al templo y… disculpe, holandés es difícil.
El abad dirige varias frases largas a Yonekizu en su lengua materna. El intérprete las traduce en orden:
—Abad dice que señor de Zoet no debe pensar que él es señor poderoso como señor de Satsuma. Feudo de Kyôga es sólo veinte millas largo, veinte millas ancho, muy muchas montañas, y tiene sólo dos ciudades, Isahaya y Kashima, y aldeas en camino de mar de Ariake. Pero —añade Yonekizu, tal vez de su cosecha— feudo especial da a señor abad rango alto: en Edo puede visitar a shogun, en Miyako puede visitar a emperador. Templo de señor abad es encima de monte Shiranui. Él dice: «En primavera y otoño, muy bonito; en invierno, un poco frío, pero verano fresco». Abad dice: «Posible respirar y no envejecer». Abad dice: «Él tiene dos vidas. Mundo Arriba, en monte Shiranui, es espíritu y plegaria y ki. Mundo Abajo es hombres y política y estudio… e importar drogas y dinero».
—Ah, por fin, ya era hora —murmura Arie Grote—. Sr. de Z.: es nuestro turno.
Jacob mira con inseguridad a Grote; al abad; y de nuevo al cocinero.
—Saque —suspira Grote— el tema del comercio.
Y moviendo sólo los labios, el cocinero añade: «Mercurio».
Jacob, con cierto retraso, termina por entender.
—Disculpe mi franqueza, Ilustrísima —dice dirigiéndose a Enomoto y mirando a Yonekizu—, pero ¿podemos ofrecerle alguno de nuestros servicios?
Yonekizu traduce; con una mirada, Enomoto rebota la pregunta a Grote.
—La cuestión, Sr. de Z., es la siguiente: el abad Enomoto desea adquirir las ocho cajas de nuestro polvo de mercurio por un valor de ciento y seis koban la caja.
Lo primero que piensa Jacob es: ¿«nuestro» mercurio? Lo segundo es: «¿Ciento y seis?».
El tercer pensamiento es un número: ochocientos cuarenta y ocho koban.
—El doble —le recuerda Grote— que el boticario de Osaka.
Ochocientos cuarenta y ocho koban es media fortuna, como poco.
Espera, espera, espera, piensa Jacob. ¿Por qué está dispuesto a pagar un precio tan elevado?
—El señor de Zoet está tan contento —asegura Grote a Enomoto— que no puede ni hablar.
El truco de la serpiente me ha deslumbrado, piensa Jacob, pero no es el momento de perder la cabeza…
—No he conocido nunca —Grote lo agarra del hombro— un hombre más digno…
… un monopolio, conjetura Jacob. Quiere crear un monopolio temporal.
—Le vendo seis cajas —anuncia el joven escribano—. No ocho.
Enomoto entiende; se rasca la oreja y mira a Grote.
La sonrisa del cocinero dice: No hay nada de que preocuparse.
—Un momento, Ilustrísima.
Grote se lleva a Jacob a una esquina, cerca del escondrijo de Weh.
—Escuche: sé que Zwaardecroone ha fijado un tope de dieciocho por caja.
¿Y tú cómo estás al tanto, se pregunta asombrado Jacob, de mi patrocinador de Batavia?
—No importa por qué lo sé, pero lo sé. Nos ofrecen seis veces más ¿y usted quiere aumentarlo? No va a llegar una oferta mejor, y en la mesa no hay seis cajas. Ocho o nada.
—En ese caso —dice Jacob— escojo nada.
—¡Está claro que no estamos entendiéndonos! Nuestro cliente es un personaje ilustre. Tiene redes tendidas en todas partes: en la Magistratura; en Edo; es el prestamista de un prestamista; el boticario de un boticario. Se rumorea —Jacob percibe en el aliento de Grote un olor a higadillos de pollo— ¡que hasta le presta dinero al magistrado para pagar chanchullos hasta el año que viene, cuando llegue el próximo barco de Batavia! De manera que, cuando le prometí todo el mercurio, es exactamente…
—Parece que va a tener que faltar a su promesa…
—No, no, no. —Lo de Grote es casi un relincho—. Usted no entiende que…
—Es usted el que ha urdido un negocio con mi mercancía privada; me niego a bailar al son que usted me toque, así que se queda sin su comisión. ¿Qué es lo que no entiendo?
Enomoto le dice algo a Yokenizu; los holandeses interrumpen la discusión.
—Abad dice —el intérprete se aclara la garganta—: «Seis cajas sólo en venta hoy. Entonces compro sólo seis cajas hoy».
Enomoto prosigue. Yonekizu asiente, aclara un par de puntos, y traduce:
—Señor de Zoet: abad Enomoto abona seiscientos treinta y seis koban en su cuenta privada de tesoro público. Escriba de magistrado lleva prueba de pago a Contaduría de Compañía. Después, cuando usted satisfecho, hombres de abad retiran seis cajas de mercurio de almacén Eik.
Semejante rapidez es algo inaudito.
—¿No desea su Ilustrísima ver primero la mercancía?
—Ah, señor de Zoet —dice Grote—, como usted anda siempre tan ocupado, me tomé la pequeña libertad de pedir prestada la llave al adjunto y enseñarle a nuestro huésped una muestra…
—Sí, a fe que se tomó usted una libertad —le dice Jacob—. Y bien grande.
—Ciento seis koban la caja —suspira Grote— merecen un poco de iniciativa, digo yo.
El abad está a la espera.
—¿Quiere hacer negocio de mercurio hoy, señor Dazûto?
—Vaya si quiere, Ilustrísima —Grote sonríe como un tiburón—, lo está deseando.
—Pero ¿el papeleo? —pregunta Jacob—. ¿Los sobornos, los documentos de venta…?
Enomoto espanta de un manotazo esas complicaciones y expele un pfff de aire.
—Como le decía —Grote sonríe como un santo—, «un personaje ilustre».
—Entonces —Jacob no tiene más objeciones— sí, Ilustrísima. Trato hecho.
El aliviado Arie Grote deja escapar un suspiro de angustia liberada.
Con una expresión de calma, el abad da a traducir una frase a Yonekizu.
—«Lo que no vende hoy» —dice el intérprete— «va a vender pronto».
—Eso quiere decir —Jacob se mantiene desafiante— que el señor abad conoce mis pensamientos mejor que yo.
El abad Enomoto tiene la última palabra, y la palabra es «afinidad». Acto seguido asiente a Kosugi y a Yonekizu y su séquito sale del almacén sin más dilación.
—Ya puedes salir, Weh.
Jacob siente una misteriosa inquietud, pese a la probabilidad de que esta noche, cuando se acueste, vaya a ser mucho más rico que cuando el terremoto lo tiró de la cama por la mañana. Siempre que, admite, el señor abad Enomoto cumpla su palabra.
• • •
El señor abad Enomoto ha cumplido su palabra. A las dos y media, Jacob baja las escaleras de la residencia del administrador con un certificado de depósito. Atestiguado por Vorstenbosch y Van Cleef, el documento puede hacerse efectivo en Batavia o incluso en Zelanda, en las oficinas que la Compañía tiene en Flesinga, en la isla de Walcheren. La suma representa cinco o seis años de salario de su antiguo trabajo de escribano consignatario. Tendrá que devolver el dinero que le prestó el amigo de su tío para comprar el mercurio —la apuesta más afortunada de mi vida, piensa Jacob, pues, en lugar de eso, estuve a punto de comprar cohombros de mar— y Arie Grote tampoco ha hecho mal negocio; pero, se mire por donde se mire, la transacción que ha llevado a cabo con el enigmático abad es excepcionalmente lucrativa. Y las cajas que me quedan, prevé Jacob, alcanzarán un precio todavía más alto, en cuanto los demás comerciantes vean lo que gana Enomoto. En la Navidad del año próximo debería estar de vuelta en Batavia con Unico Vorstenbosch, cuya estrella, para entonces, debería brillar más si cabe al haber purgado a Deshima de su tristemente famosa corrupción. Podría consultar con los colegas de Zwaardecroone o Vorstenbosch e invertir el dinero del mercurio en una operación todavía mayor —café, tal vez, o teca— para obtener unos ingresos que podrían impresionar incluso al padre de Anna.
De vuelta en la Calle Larga, Hanzaburo reaparece procedente de la Corporación de Intérpretes. Jacob regresa a la Casa Alta para depositar el valioso certificado en su baúl. Tiene un momento de duda antes de sacar el abanico con el mango de madera de paulovnia y guardárselo en el bolsillo de la chaqueta. Después se encamina apresuradamente hacia el patio de pesaje donde hoy están pesándose los lingotes de plomo y comprobando que no estén adulterados, antes de reponer los en las cajas y sellarlos. Pese al toldo del supervisor, el calor es tórrido y amodorrante, pero hace falta vigilar con ojos muy abiertos a los culis, las balanzas y el número de cajas.
—Muy amable de su parte —dice Peter Fischer— presentarse al trabajo.
La noticia de la ganancia obtenida por el nuevo escribano es de dominio público.
Jacob no sabe qué responder, de modo que se pone a controlar la hoja de cotejo.
El intérprete Yonekizu observa desde el toldo contiguo. El trabajo procede con lentitud.
Jacob piensa en Anna y trata de recordarla por como es, no por como él la representó en sus bocetos.
Los culis, cobrizos por el sol, desclavan las tapas de las cajas…
El dinero hace más factible nuestro futuro juntos, piensa, pero cinco años siguen siendo mucho, mucho tiempo.
Los culis, cobrizos por el sol, vuelven a clavar las tapas de las cajas.
Según el reloj de bolsillo de Jacob, las cuatro de la tarde llegan y se van.
En un momento dado, Hanzaburo se aleja sin dar explicaciones.
A las cinco menos cuarto, Peter Fischer dice:
—Esa es la caja número doscientos.
A las cinco y un minuto, un anciano mercader se desmaya por el calor.
Inmediatamente se manda llamar al doctor Marinus, y Jacob toma una decisión.
—¿Me disculparía un minuto? —le pregunta a Fischer.
Fischer se llena la pipa con provocadora parsimonia.
—¿Cuánto duran sus minutos? Los de Ouwehand duran quince o veinte. Los de Baert, más de una hora.
Jacob se pone en pie: se le han dormido las piernas.
—Volveré aquí dentro de diez.
—Así que su «uno» significa «diez»; en Prusia, los caballeros dicen lo que de veras quieren decir.
—Me voy —murmura Jacob, tal vez de forma audible— antes de hacer exactamente eso.
Jacob espera en el ajetreado cruce y observa el ir y venir de los peones. No tarda en aparecer el doctor Marinus, que pasa por delante cojeando, acompañado de un par de intérpretes que le llevan el botiquín para atender al mercader desmayado. Ve a Jacob pero se hace el distraído, cosa que al escribano le parece bien. El humo con olor a mierda que salía de su esófago al término del experimento con el enema le ha quitado todas las ganas de trabar amistad con el médico. La humillación que sufrió ese día lo ha llevado a evitar a la señorita Aibagawa: ¿cómo podría verlo la joven —y todos los demás estudiantes— sino como un aparato semidesnudo de válvulas grasientas y carnosas tuberías?
Seiscientos treinta y seis koban, admite, le suben a uno la autoestima, pero así y todo…
Los estudiantes salen del hospital: Jacob había previsto que la llamada a Marinus interrumpiría la lección. La señorita Aibagawa es la última en aparecer, medio escondida bajo un parasol. Jacob retrocede unos pasos hasta el Callejón del Flaco, como si estuviese yendo al almacén Lelie.
Lo único que estoy haciendo, se asegura a sí mismo Jacob, es devolver un objeto perdido a su propietaria.
Los cuatro jóvenes, los dos guardias y la comadrona se meten por la Calle Corta.
Jacob pierde la calma. Al instante la recupera y los sigue.
—¡Disculpe!
La comitiva se da la vuelta: Aibagawa lo mira a los ojos durante un segundo.
Muramoto, el alumno de más edad, retrocede para saludarlo.
—¡Dombâga-san!
Jacob se quita el sombrero de bambú.
—Otro día de calor, señor Muramoto.
El joven se alegra de que Jacob recuerde su nombre; los demás se suman a la reverencia.
—¡Calor, calor! —coinciden afectuosamente—. ¡Mucho calor!
Jacob se inclina ante la comadrona.
—Buenas tardes, señorita Aibagawa.
—¿Cómo —la joven tiene un brillo travieso en los ojos— está el hígado del señor Domburgués?
—Hoy mucho mejor, gracias. —Traga saliva—. Se lo agradezco.
—Ah —dice Ikematsu con fingida sobriedad—. Pero ¿cómo está in-tu-sus-cep-ción?
—La magia del doctor Marinus me ha curado. ¿Qué han estudiado hoy?
—Con-sunu-sión —dice Kayikawi—. Cuando toser sangre de pulmones.
—Oh, consunción. Una enfermedad terrible, pero común.
Un inspector se aproxima desde la Puerta Terrestre: uno de los guardias protesta.
—Disculpe, señor —dice Muramoto—, pero él dice debemos ir.
—Sí, no los entretengo más; sólo quería devolverle esto a la señorita Aibagawa —se saca el abanico de la chaqueta y se lo tiende—, que se lo dejó hoy en el hospital.
Los ojos de la joven brillan alarmados como preguntando: ¿Qué estás haciendo?
El coraje de Jacob se evapora.
—El abanico que se olvidó en el hospital del doctor Marinus.
Llega el inspector. Con una mirada de cólera se dirige a Muramoto.
Muramoto dice:
—Inspector desea saber: «¿Qué pasa?», señor Dombâga.
—Dígale —esto es un error garrafal— que la señorita Aibagawa se olvidó el abanico.
El inspector no se queda muy convencido; formula una brusca orden y tiende la mano para que se le entregue el objeto, como un director de colegio exigiéndole a un alumno un justificante.
—Él dice: «Por favor enseñar», señor Dombâga —traduce Ikematsu—. Para comprobar.
Si obedezco, se da cuenta Jacob, en toda Deshima, en toda Nagasaki, se sabrá que le he dibujado un retrato, en franjas, y lo he pegado a un abanico. Esa muestra afectuosa de amistad, entiende Jacob, será malinterpretada. Podría incluso prender la mecha de un pequeño escándalo.
Los dedos del inspector tienen problemas para abrir el cierre.
Jacob se sonroja por adelantado y reza por una escapatoria, la que sea.
Aibagawa le dice algo al inspector en voz baja.
El inspector la mira y su severidad se ablanda, sólo un poco…
… entonces da un resoplido áspero y divertido y le entrega el abanico. Ella hace una leve reverencia.
Jacob escapa por los pelos y se toma el lance como una especie de advertencia.
• • •
La luminosa noche es un fragor de festejos, tanto en Deshima como en tierra firme, como para espantar los malos recuerdos del terremoto de esa mañana. Las vías principales de Nagasaki están adornadas con linternas de papel, mientras el alcohol corre en fiestas improvisadas en la casa del comisario Kosugi, en la residencia del adjunto Van Cleef, en la Corporación de Intérpretes e, incluso, en la garita de la Puerta Terrestre. Jacob y Ogawa Uzaemon se han encontrado en la atalaya. Ogawa ha llegado acompañado de un inspector para evitar cualquier acusación de confraternización, pero el hombre ya venía borracho, y una petaca de sake lo ha puesto a dormir como un tronco. Hanzaburo está sentado unos pocos escalones más abajo de la plataforma, con el último y más martirizado de los intérpretes de Ouwehand: «Me he curado del herpes», se jactaba Ouwehand, en la reunión vespertina. La luna, sobrecargada, ha encallado en el Monte Inasa, y Jacob, pese al hollín y el tufo a aguas negras, disfruta de la brisa fresca.
—¿Qué son esas luces arracimadas —señala— encima de la ciudad?
—Más fiestas O-bon, en… ¿cómo se dice? Lugar donde enterrar cadáveres.
—¿Cementerios? ¡En los cementerios no se hacen fiestas!
Jacob se imagina una gavota en el cementerio de Domburgo y por poco no se echa a reír.
—Cementerio es puerta de la muerte —dice Ogawa—, luego es buen lugar para llamar almas al mundo de la vida. Mañana noche, pequeños barcos con fuego flotan en mar para guiar almas a casa.
A bordo del Shenandoah, el oficial de guardia toca cuatro campanadas.
—¿De veras cree usted —pregunta Jacob— que las almas migran de esa forma?
—¿Señor de Zoet no cree lo que le cuentan cuando niño?
Pero la mía es la verdadera fe, piensa Jacob compadeciéndose de Ogawa, mientras la tuya es idolatría.
En la Puerta Terrestre se oye a un oficial gritarle a un subordinado.
Soy un empleado de la Compañía, se recuerda, no un misionero.
—En fin —dice Ogawa, sacándose de la manga un frasco de porcelana.
Jacob ya está un poco borracho.
—¿Cuántos de esos tiene escondidos?
—No estoy de servicio… —Ogawa rellena los vasos—… por eso bebemos en honor de sus buenas ganancias de hoy.
El recuerdo del dinero, y el sake que le baja por la garganta, reconfortan a Jacob.
—¿Queda alguien en Nagasaki que no sepa cuánto he ganado con el mercurio?
En la fábrica china que hay del otro lado del puerto explotan los petardos.
—Hay un monje en cueva muy, muy, muy altísima —Ogawa señala la falda de la montaña— que todavía no sabe. Ahora hablar en serio. Precio sube, esto es bueno, pero venda último mercurio a señor abad Enomoto, no a otra persona. Por favor. Él es enemigo peligroso.
—Arie Grote tiene la misma opinión aterradora de su ilustrísima.
La brisa trae consigo el olor de la pólvora de los chinos.
—Señor Grote es sabio. El feudo de abad es pequeño pero él es… —Ogawa titubea—… él es mucho poder. Además de templo en Kyôga tiene residencia aquí en Nagasaki, casa en Miyako. En Edo, él es huésped de Matsudaira Sadanobu. Sadanobu-sama es mucho poder… ¿«Hacedor de reyes» dicen ustedes? Todo amigo íntimo como Enomoto también es poder. Es malo enemigo. Por favor, no olvidar.
—Me imagino —Jacob da un trago— que como holandés que soy, estoy a salvo de los «malos enemigos».
El silencio de Ogawa hace que el escribano se sienta un poco menos seguro.
Las fogatas de la playa tachonan toda la costa hasta la bocana de la bahía.
Jacob se pregunta qué pensará Aibagawa de su abanico ilustrado.
Los gatos se dan cita en el tejado de Van Cleef, bajo la plataforma.
Jacob contempla la cordillera de tejados y se pregunta cuál será el de ella.
—Señor Ogawa, en Japón ¿cómo se declara uno a una dama?
El intérprete descodifica el mensaje.
—¿Señor de Zoet quiere «aceitar la alcachofa»?
Jacob escupe media bocanada de sake de manera espectacular.
Ogawa luce una mueca de preocupación.
—¿Yo hago error en holandés?
—¿De nuevo el capitán Lacy ha estado enriqueciendo su vocabulario?
—Él da lección para mí y para intérprete Iwase de «holandés para caballeros».
De momento, Jacob lo deja estar.
—Cuando usted le pidió matrimonio a su esposa, ¿se dirigió primero a su padre? ¿O le dio un anillo? ¿O flores? ¿O…?
Ogawa rellena los vasos.
—No veo esposa hasta día de boda. Nuestra nakôdo hizo la pareja. ¿Cómo se dice nakôdo? La mujer que conoce familias que quieren matrimonio…
—¿Fisgona metomentodo? No, disculpe: una casamentera.
—¿«Casamentera»? Palabra graciosa. «Casamentera» va entre nuestras familias, achi-kochi —Ogawa mueve las manos como una lanzadera—, describe novia a Padre. Su padre es mercader rico de tinta de madera de brasilete en Karatsu, tres días de viaje. Investigamos familia… no locura, no deuda secreta, etcétera. Su padre viene en Nagasaki para conocer Ogawa de Nagasaki. Mercader de clase más baja que samurái pero… —las manos de Ogawa se convierten en los platillos de una balanza—. Estipendio de Ogawa es seguro y nosotros empezamos comercio madera de brasilete vía Deshima, así que Padre acepta. Siguiente encuentro es en templo el día de boda.
La boyante luna se ha zafado del monte Inasa.
—¿Y qué me dice —Jacob habla con la franqueza que le infunde el sake— del amor?
—Nosotros decimos: «Cuando marido ama mujer, suegra pierde mejor sirviente».
—¡Qué proverbio más deprimente! ¿No anheláis el amor, en vuestros corazones?
—Sí, señor de Zoet dice verdad: amor es cosa de corazón. O amor es como este sake: bebe, noche de alegría, sí; pero en fría mañana, dolor de cabeza, dolor de estómago. Un hombre debe amar concubina, para que cuando amor muere él dice: «Adiós». Fácil y sin daño. Matrimonio es diferente: matrimonio es cuestión de cabeza… rango… negocios… linaje. ¿Familias holandesas no son así?
Jacob piensa en el padre de Anna.
—Exactamente iguales, por desgracia.
Una estrella fugaz nace y muere en un instante.
—¿No estoy quitándole tiempo de recibir a sus antepasados, señor Ogawa?
—Esta noche mi padre hace rituales en residencia de familia.
Asustadas por los petardos, las vacas mugen en la Esquina de los Pinos.
—Para hablar sincero —dice Ogawa—, mis antepasados de sangre no son de aquí: yo nacido en feudo de Tosa, en Shikoku. Shikoku es isla grande… —Ogawa señala hacia el este—… por allí. Mi padre humilde servidor de señor Yamanuchi de Tosa. Señor Yamanuchi me da instrucción en escuela y envía a Nagasaki para aprender holandés en casa de Ogawa Mimasaku, para hacer puente entre Tosa y Deshima. Pero un día viejo señor Yamanuchi es muerto. Su hijo no interesa de estudios holandeses. Yo me quedo ¿«abandonado», dice ustedes? Pero, entonces, dos hijos de Ogawa Mimasaku mueren de cólera, hace diez años. Mucha, mucha muerte en ciudad ese año. Entonces, Ogawa Mimasaku me adopta, para continuar nombre de familia…
—¿Y qué fue de sus verdaderos padres, en Shikoku?
—Tradición dice: «Después de adopción, no volver atrás». Así que no volví.
—Pero ¿no… —Jacob recuerda su propia pérdida—… los echaba de menos?
—Yo tenía nuevo nombre, nueva vida, nuevo padre, nueva madre, nuevos antepasados.
¿No será, se pregunta Jacob, que la raza japonesa obtiene placer del sufrimiento que ella misma se inflige?
—Mi estudio de holandés —dice Ogawa— es un gran… consuelo. ¿Es palabra correcta?
—Sí, y su soltura —el escribano lo dice en serio— demuestra el empeño que pone.
—Progresar es difícil. Comerciantes, oficiales, guardias no entienden lo difícil que es. Piensan: «Yo hago mi trabajo: ¿por qué intérprete tonto y vago no puede hacer lo mismo?».
—Cuando estuve de aprendiz en una maderera —Jacob estira la pierna, que se le había dormido— trabajaba no sólo en el puerto de Roterdam, sino también en los de Londres, París, Copenhague y Gotemburgo. He padecido el engorro de los idiomas extranjeros; pero a diferencia de usted, yo tenía la ventaja de los diccionarios y de una educación dirigida por maestros franceses.
El «ah» que emite Ogawa está cargado de anhelo.
—Cuántos lugares puede viajar…
—En Europa sí, pero aquí no puedo poner el pie más allá de la Puerta Terrestre.
—Pero señor de Zoet puede cruzar la Puerta Marítima e ir lejos, por el mar. Pero yo… todos los japoneses… —Ogawa escucha a Hanzaburo y los gruñidos conspirativos de su amigo—… prisioneros toda la vida. Quien hace plan de marchar es ejecutado. Mi precioso deseo es un año en Batavia, para hablar holandés… comer holandés, beber holandés, dormir holandés. Un año, sólo un año…
Para Jacob son pensamientos inéditos.
—¿Recuerda su primera visita a Deshima?
—¡Muy bien la recuerdo! Antes de Ogawa Mimasaku adoptarme como hijo. Un día amo anuncia: «Hoy vamos a Deshima». Yo… —Ogawa se lleva las manos al corazón y hace un gesto de temor—. Andamos por Puente de Holanda y mi patrón dice: «Este es puente más largo que jamás cruzarás porque este puente une dos mundos». Pasamos por Puerta Terrestre ¡y veo gigantes de cuento! ¡Nariz grande como patata! ¡Vestidos sin lazos pero con botones, botones, botones, y pelo amarillo como paja! Olor feo también. Mismo asombro cuando veo por primera vez kuronbô, chicos negros con piel como berenjena. Entonces extranjero abre boca y dice: «¡Schffggevingen-flinder-vasschen morgengen!». ¿Eso es mismo holandés que yo estudio con esfuerzo? Yo sólo hago reverencia y reverencia y amo me da golpe en cabeza y dice: «¡Preséntate, estúpido baka!», y yo digo: «Me llamo Sôzaemon degozaimsu hoy hace buen tiempo gracias muy bien señor». Gigante amarillo ríe y dice: «¡Ksssfffkkk schevingen-pevingen!», y señala pájaro blanco maravilloso que anda como hombre y alto como hombre. Patrón dice: «Esto es avestruz». Entonces maravilla mucho más grande, animal grande como cabaña, que tapa el sol; mete nariz nyoro-nyoro en cubo y bebe ¡y escupe agua! Amo Ogawa dice: «Elefante» y yo digo «¿Zô?», y amo dice: «No estúpido baka es elefante». Entonces vemos cacatúa en jaula, y loros que repiten palabras, y juego extraño con palos y bolas encima de mesa con paredes que se llama «billar». Lenguas sangrientas en el suelo aquí, allí, aquí, allí: bolas de zumo de betel, escupido por sirvientes malayos.
—¿Qué hacía —pregunta Jacob— un elefante en Deshima?
—Batavia manda como regalo para shogun. Pero magistrado manda mensaje a Edo para decir que elefante come mucha comida, entonces Edo discute y dice no, Compañía tiene que llevar elefante. Elefante muerto de enfermedad misteriosa muy pronto…
En las escaleras de la atalaya retumban unos pasos veloces: llega un mensajero.
Por la reacción de Hanzaburo, Jacob percibe que son malas noticias.
—Tenemos que irnos —le informa Ogawa—. Ladrones en casa de administrador Vorstenbosch.
• • •
—Como pesaba demasiado para llevársela —Unico Vorstenbosch muestra la caja de caudales a los presentes que abarrotan sus aposentos privados—, los ladrones la han arrastrado de aquí para allá y la han reventado por detrás con un martillo y un escoplo: miren. —Arranca una tira de teca del armazón de hierro—. Cuando el agujero ha alcanzado el tamaño adecuado, han extraído el botín y se han dado a la fuga. No se trata de un hurto de poca monta. Tenían las herramientas adecuadas. Sabían exactamente lo que buscaban. Tenían espías, observadores, y la pericia necesaria para reventar una caja de caudales sin hacer el menor ruido. También tenían un cómplice en la Puerta Terrestre. En resumidas cuentas —el administrador en jefe fulmina con la mirada al intérprete Kobayashi—, tenían ayuda.
El comisario Kosugi formula una pregunta:
—Comisario pregunta —traduce Iwase— cuándo fue última vez que usted vio tetera.
—Esta mañana: Cupido la inspeccionó para ver si estaba intacta tras el terremoto.
El policía exhala un suspiro de hastío y hace una observación seca.
—Comisario dice —traduce Iwase— que esclavo es último que ve tetera en Deshima.
—¡Los últimos que la han visto, señor —exclama Vorstenbosch—, han sido los ladrones!
El intérprete Kobayashi ladea su perspicaz cabeza.
—¿Cuál era valor de tetera?
—Exquisita factura, pan de plata sobre jade, mil koban no bastarían para comprar otra igual. Ustedes la vieron con sus propios ojos. Perteneció al último emperador Ming de la China, el emperador «Chongzhen», como tengo entendido que se lo conoce. Es una reliquia insustituible, como alguien sin duda habrá informado a los ladrones, maldita sea su estampa.
—Emperador Chongzhen —señala Kobayashi— se colgó de una sófora.
—¡No lo he hecho venir para que me dé lecciones de historia, interprete!
—Espero sinceramente —explica Kobayashi— que la tetera no sea maldición.
—¡Oh, lo será para los malditos perros que la han robado! La tetera es propiedad de la Compañía, no de Unico Vorstenbosch, luego la víctima de este delito es la Compañía. Usted, intérprete, vaya inmediatamente a la Magistratura con el comisario Kosugi.
—Magistratura es cerrada esta noche —Kobayashi se retuerce las manos— por fiesta de O-bon.
—¡Pues tendrá que abrir! —grita el administrador, dando un bastonazo en el escritorio.
Jacob ya conoce la cara que ponen los japoneses: Extranjeros imposibles, se lee en esa expresión.
—¿Me permite sugerirle, señor —dice Peter Fischer—, que ordene registrar todos los almacenes japoneses de Deshima? Puede que esos cabrones astutos estén esperando a que amaine el alboroto antes de sacar su tesoro de contrabando.
—Bien dicho, Fischer. —El administrador mira a Kobayashi—. Dígaselo al comisario.
La cabeza inclinada del intérprete denota renuencia.
—Pero precedente es…
—¡Al diablo el precedente! ¡Ahora el precedente soy yo, y a usted, señor, a usted —Vorstenbosch clava el dedo en un pecho que, Jacob apostaría un fajo de billetes, nunca había recibido ese tratamiento— se le paga una suma de auténtica usura para que proteja nuestros intereses! ¡Haga su trabajo! Algún culi, o comerciante o, sí, incluso un intérprete, ha robado un bien de la Compañía. Este acto es un ultraje a la Compañía. ¡Y, maldita sea, mandaré registrar también la Corporación de Intérpretes! Se dará caza a los culpables como si fuesen cerdos y yo mismo los haré chillar. De Zoet, vaya y dígale a Arie Grote que prepare un buen puchero de café, que vamos a estar todos sin dormir durante bastante tiempo…