Habitación de Jacob en la Casa Alta de Deshima
Primera hora de la mañana del 10 de agosto de 1799
La luz sangra en los marcos de las ventanas: Jacob navega por el archipiélago de manchas que jaspean el bajo techo de madera. En la calle, los esclavos D’Orsaiy e Ignacio charlotean mientras dan de comer a los animales. Jacob recuerda la fiesta de cumpleaños de Anna, unos días antes de su partida. El padre de la chica había invitado a media docena de jóvenes, cada cual mejor partido que el otro, y ofrecido una suntuosa cena preparada con tanta maña que el pollo sabía a pescado y el pescado a pollo. Su irónico brindis fue en honor de «las fortunas de Jacob de Zoet, Príncipe Mercante de las Indias». Anna recompensó la paciencia de Jacob con una sonrisa, mientras rozaba con los dedos el collar de ámbar blanco sueco que él le había traído de Gotemburgo.
En el otro extremo del orbe, Jacob suspira de nostalgia y arrepentimiento.
De repente, Hanzaburo grita:
—¿Señor Dazûto quiere cosa?
—No, nada. Es pronto, Hanzaburo: vuelve a dormir.
Jacob finge roncar.
—¿Cerdo? ¿Quiere cerdo? Ja, ja, ja, ¡dorimiru! Sí… sí, me gusta dorimiru…
Jacob se levanta y bebe de una jarra agrietada, después frota un trozo de jabón hasta hacer espuma.
Sus ojos verdes lo observan desde el rostro pecoso que se refleja en el espejo moteado.
La hoja embotada rasura su barba incipiente y le hace una muesca en el hoyuelo de la barbilla.
Al instante brota una gota de sangre, roja como un tulipán, que se mezcla con el jabón y tiñe de rosa la espuma.
Jacob piensa que una barba le ahorraría todo este engorro…
… pero le viene a la mente el veredicto de su hermana Geertje cuando volvió de Inglaterra con un efímero bigote: «Oh, tíñetelo con hollín, hermano, ¡y nos sacas lustre a las botas!».
Se toca la nariz, recientemente ajustada por el desacreditado Snitker.
La muesca que tiene junto a la oreja es el recordatorio de un perro que le dio un mordisco.
Cuando un hombre se afeita, piensa Jacob, repasa sus recuerdos más veraces.
Pasándose un dedo por el labio, rememora la mañana de su partida. Anna había convencido a su padre de que los llevase al muelle de Roterdam en su carroza.
—Tres minutos —le dijo a Jacob el hombre, mientras se apeaba de la carroza para ir a hablar con el escribano jefe—, ni uno más.
Anna sabía lo que tenía que decirle:
—Cinco años es mucho tiempo, pero son muchas las mujeres que esperan toda una vida para encontrar a un hombre amable y honrado.
Jacob trató de replicar, pero ella le mandó guardar silencio.
—Sé cómo se comportan los hombres en ultramar y, quizá, cómo deben comportarse (calla, Jacob de Zoet), así que lo único que te pido es que tengas cuidado en Java, que tu corazón es solamente mío. No voy a darte un anillo ni un relicario, porque los anillos y los relicarios pueden perderse, pero esto otro, al menos, no podrás perderlo nunca…
Anna lo besó por primera y última vez. Fue un beso largo y triste. Se quedaron mirando la lluvia que resbalaba por las ventanillas, los barcos y el mar de color pizarra, hasta que llegó la hora de marchar…
Jacob termina de afeitarse. Se lava la cara, se viste y saca brillo a una manzana.
La señorita Aibagawa, muerde la fruta, es una estudiosa, no una cortesana…
Desde la ventana ve a D’Orsaiy regando las judías verdes.
… las citas ilícitas, no digamos ya los idilios ilícitos, aquí son imposibles.
Come el corazón de la manzana y escupe las pepitas en el dorso de la mano.
Sólo quiero conversar, se asegura Jacob, y saber un poco más de ella…
Se quita la cadena del cuello y abre con la llave su baúl.
La amistad es posible entre personas de distinto sexo: como entre mi hermana y yo.
Una mosca aventurera zumba sobre su orinal lleno de orina.
Jacob escarba entre los libros, hasta llegar casi al salterio, y encuentra el infolio.
Desata las cintas del volumen y examina la música de la primera página.
Las notas de las luminosas sonatas cuelgan del pentagrama como racimos de uvas.
Su capacidad de leer partituras a simple vista se agota al llegar al Himno de la Iglesia reformada.
Quizá sea hoy el día, piensa, de tender puentes con el doctor Marinus…
Jacob da un corto paseo por Deshima, donde todos los paseos son cortos, para pulir el plan y afinar el guión. Las gaviotas y los cuervos discuten en el caballete del tejado de la Casa Jardín.
En el parterre, las rosas de color nata y los lirios rojos ya no están en su mejor momento.
En la Puerta Terrestre, los proveedores están repartiendo el pan.
En la Plaza de la Bandera, Peter Fischer está sentado en las escaleras de la atalaya.
—Pierdes una hora por la mañana, escribano De Zoet —dice el prusiano desde lo alto— y te pasas el día entero buscándola.
En la ventana del primer piso de Van Cleef, la última «esposa» del administrador adjunto se cepilla el cabello.
La mujer sonríe a Jacob; Melchior van Cleef, con el pecho peludo como el de un oso, hace su aparición.
—«No mojarás la pluma» —recita— «en el tintero de otro hombre».
El administrador adjunto cierra el shoji, la ventana corredera, antes de que Jacob pueda declarar su inocencia.
Delante de la Corporación de Intérpretes, los porteadores de palanquines están acuclillados a la sombra. Cuando el extranjero pelirrojo pasa por delante, lo siguen con la mirada.
Encima del espigón, William Pitt contempla las nubes con forma de costillar de ballena.
Cerca de la Cocina, Arie Grote le dice:
—Parece usted un chino con ese sombrero de bambú, señor de Z. No habrá pensado en…
—No —responde el escribano, sin detenerse.
Delante de su casita del Malecón, el comisario Kosugi saluda con la cabeza a Jacob.
Los esclavos Ignacio y Weh discuten acaloradamente en malayo mientras ordeñan las cabras.
Ivo Oost y Wybo Gerritszoon se lanzan una pelota, en silencio.
—Guau guau —dice uno de ellos al ver a Jacob; el escribano decide no oírlo.
Con Twomey y Ponke Ouwehand fuman en pipa bajo los pinos.
—En Miyako ha muerto un aristócrata —dice Ouwehand, dando una calada—, así que durante dos días está prohibida la música y los martillazos. Se trabajará más bien poco, no sólo aquí sino en todo el Imperio. Van Cleef está convencido de que es una estratagema para retrasar la reconstrucción del almacén Lelie y que nuestra necesidad de vender sea más desesperada…
No estoy puliendo mi plan, reconoce Jacob, estoy perdiendo los nervios…
En el consultorio, el doctor Marinus está tumbado en la mesa de operaciones con los ojos cerrados. Tararea una melodía barroca en el interior de su porcino cuello.
Eelattu masajea los carrillos de su patrón con aceite perfumado y femenina delicadeza.
Una nube de vapor surge de un cuenco de agua; la luz se hace rodajas en la reluciente cuchilla.
En el suelo, un tucán picotea habichuelas de un platillo de peltre.
Hay ciruelas apiladas en una fuente de terracota de color añil.
Eelattu anuncia la llegada de Jacob susurrando en malayo, y Marinus abre un ojo contrariado.
—¿Qué?
—Me gustaría consultarle… cierto asunto.
—Sigue afeitándome, Eelattu. Consulte, pues, domburgués.
—Me sentiría más cómodo en privado, doctor, ya que…
—Eelattu es «privado». En nuestra pequeña Shangri-La, sus nociones de anatomía y patología sólo están por debajo de las mías. ¿O es del tucán de quien no se fía?
—Bien, si es así… —Jacob entiende que tendrá que fiarse tanto de la discreción del sirviente como de la de Marinus—. Tengo una ligera curiosidad con relación a uno de sus alumnos…
—¿Qué quiere usted —el médico abre el otro ojo— de la señorita Aibagawa?
—Nada en absoluto; sólo… querría conversar con ella…
—Entonces ¿qué está haciendo aquí, conversando conmigo?
—… conversar con ella sin tener una docena de espías mirando.
—Ajajá. O sea que quiere que le concierte una cita galante…
—Esa expresión tiene connotaciones furtivas, doctor, cosa que yo no…
—La respuesta es: «Jamás». Primer motivo: porque la señorita Aibagawa no es una Eva de alquiler para rascarle sus picores de Adán, sino la hija de un caballero. Segundo motivo: porque, aun suponiendo que la señorita Aibagawa estuviese «disponible» como concubina de Deshima, lo cual, rotundamente, no es el caso…
—Ya sé todo eso, doctor, y le juro por mi honor que no he venido para…
—… no es el caso; los espías darían parte de la relación en cuestión de media hora, tras lo cual me retirarían lo que tantos sudores me ha costado: el derecho a enseñar y a cultivar plantas y conocimientos en Nagasaki. Así que lárguese. Desínflese los testículos como todos: mediante el chulo del pueblo o el pecado de Onán.
El tucán picotea en el platillo de habichuelas y dice: «¡Ron!», o una palabra muy parecida.
—Señor —Jacob se ruboriza—, malinterpreta usted gravemente mis intenciones. Yo jamás…
—A decir verdad, su lujuria ni siquiera va dirigida a la señorita Aibagawa. Es la categoría «mujer oriental» lo que lo tiene tan prendado. Sí, sí, los ojos misteriosos, las camelias en el pelo, los ademanes que usted interpreta como docilidad. ¿Cuántos centenares de hombres blancos enamorados habré visto ya atrapados en el mismo agujero viscoso?
—Por una vez se equivoca, doctor. No es…
—Claro que sí, me equivoco: la adoración que siente el domburgués por su Perla del Oriente es una cuestión de caballerosidad: ¡vean, vean a la desfigurada damisela, despreciada por sus congéneres! ¡Vean a nuestro caballero occidental, el único capaz de intuir la belleza interior de la muchacha!
—Adiós. —Jacob está demasiado malherido como para aguantarlo más—. Que tenga un buen día.
—¿Ya se marcha? ¿Sin siquiera ofrecerme ese soborno que trae bajo el brazo?
—No es un soborno —dice el escribano, mintiendo a medias—, sino un regalo procedente de Batavia. Albergaba esperanzas, vanas e insensatas, ahora me doy cuenta, de trabar amistad con el ilustre doctor Marinus, de modo que Hendrik Zwaardecrone, de la Sociedad Bátava, me recomendó que le trajese algunas partituras. Pero ya veo que un escribano ignorante no es digno de su honorable interés. No volveré a molestarlo.
Marinus examina a Jacob.
—¿Qué clase de obsequio es ese que el obsequiante no ofrece hasta que no descubre algo que obtener del obsequiado?
—Intenté dárselo en nuestro primer encuentro. Me cerró usted la trampilla en las narices.
Eelattu moja la navaja en el agua y la seca con una hoja de papel.
—A veces —reconoce el médico— me puede la ira. ¿Quién es el compositor? —pregunta golpeando el infolio con un dedo.
Jacob lee la portada:
—«Obras maestras de Domenico Scarlatti, para clavicémbalo o pianoforte; Seleccionadas de una elegante colección de manuscritos propiedad de Muzio Clementi… Londres, y adquiridas de manos de Mister Broadwood, clavicembalista, en Great Pulteney Street, Golden Square».
Canta el gallo de Deshima. En la calle resuenan pisotones.
—Domenico Scarlatti, ¿eh? Pues sí que ha hecho un largo viaje para llegar hasta aquí.
La indiferencia de Marinus, sospecha Jacob, es demasiado displicente para ser auténtica.
—Y también hará un largo viaje de retorno. —Se da media vuelta—. Ya no lo importuno más.
—Eh, espere, domburgués, que no le pega enfurruñarse. La señorita Aibagawa…
—… no es una cortesana, ya lo sé. No la veo en esos términos.
Jacob le hablaría de Anna, pero no se fía lo bastante del médico como para abrirle su corazón.
—Entonces —indaga Marinus— ¿en qué términos la ve?
—Pues como… —Jacob busca la metáfora adecuada—… un libro cuya tapa resulta fascinante y cuyas páginas siento deseos de mirar. De mirar un poco. Nada más.
La corriente abre la puerta chirriante de la enfermería y deja ver dos camas.
—En ese caso le propongo el siguiente trato: vuelva a las tres en punto y podrá estar veinte minutos en la enfermería para examinar las páginas que la señorita Aibagawa tenga a bien mostrarle; pero la puerta permanecerá abierta en todo momento, y como se le ocurra tratarla con un gramo menos de respeto del que tendría con su hermana, mi venganza será bíblica.
—Treinta segundos por sonata no es muy buen negocio.
—Entonces usted y su exregalo ya saben dónde está la puerta.
—No hay trato. Buenos días.
Jacob se va y parpadea bajo la luz vertical del sol.
Recorre la Calla Larga hasta la Casa Jardín y se detiene a esperar a la sombra.
El canto de las chicharras es primitivo y despiadado en esa mañana calurosa.
Bajo los pinos, Twomey y Ouwehand ríen a carcajadas.
Jesús mío que estás en el cielo, piensa Jacob, que sólo estoy en este lugar.
Eelattu no viene tras él con el encargo de llevarlo de vuelta. Jacob regresa al Hospital.
—Entonces, trato hecho. —Marinus ya está afeitado—. Pero el espía de mi alumna deberá permanecer fuera del campo visual. Mi conferencia de esta tarde versará sobre la respiración humana, y pretendo ilustrarla con una demostración práctica. Le pediré a Vorstenbosch que me preste a su secretario como cobaya.
Jacob se oye a sí mismo diciendo:
—Trato hecho…
—Felicidades —Marinus se seca las manos—. ¿El maestro Scarlatti, si me permite?
—… pero el pago se realizará en el momento de la entrega.
—¿Eh? ¿No basta con mi palabra de caballero?
—Hasta las tres menos cuarto, doctor.
Fischer y Ouwehand enmudecen cuando Jacob entra en la Oficina del Registro.
—Qué frescor más agradable —dice el recién llegado—, al menos aquí dentro.
—Yo —declara Ouwehand a Fischer— lo encuentro caluroso y sofocante.
Fischer bufa como un caballo y se retira a su escritorio: el más elevado.
Jacob se pone las gafas delante del estante que aloja los libros de la década en curso.
El día anterior volvió a colocar en su sitio los que van de 1793 a 1798; ahora no están.
Jacob mira a Ouwehand; Ouwehand señala con la cabeza la espalda encorvada de Fischer.
—¿Sabría usted dónde están los libros que van del noventa y tres al noventa y ocho, señor Fischer?
—En mi oficina sé dónde está todo.
—¿Sería entonces tan amable de indicarme dónde puedo encontrar los libros del noventa y tres al noventa y ocho?
—¿Para qué los quiere —Fischer mira alrededor— exactamente?
—Para cumplir con la tarea que me ha encomendado el administrador Vorstenbosch.
Ouwehand tararea con nerviosismo un compás del Prinsenlied.
—Los errores —a Fischer le rechinan las palabras— que pueda haber aquí —el prusiano descarga un puñetazo sobre la pila de legajos que tiene delante— no se deben a que hayamos desfalcado a la Compañía —su holandés empeora— sino a que Snitker nos prohibía llevar bien las cuentas.
El hipermétrope Jacob se quita las gafas para librarse de la cara de Fischer.
—¿Quién le ha acusado de desfalcar a la Compañía, señor Fischer?
—Estoy harto, ¿me oye? ¡Harto… de las constantes insinuaciones!
Unas olas letárgicas mueren al otro lado del Malecón.
—¿Por qué el administrador —pregunta Fischer— no me ordena a mí arreglar los libros?
—¿No le parece lógico designar a un auditor que no esté relacionado con el mandato de Snitker?
—¿Así que ahora yo también soy un malversador? —Los orificios nasales de Fischer se dilatan—, ¡reconózcalo! ¡Se han confabulado contra nosotros! ¡Atrévase a negarlo!
—Lo único que quiere el administrador —dice Jacob— es una sola versión de la verdad.
—¡Mis dotes de lógica —Fischer señala a Jacob con el índice— destruyen sus mentiras! Se lo advierto, en Surinam maté más negros de los que el escribano De Zoet pueda contar con su ábaco. Atáqueme y lo aplastaré con el zapato. Así que, aquí tiene —el irascible prusiano deposita la pila de libros en las manos de Jacob—. Regístrelos como un sabueso en busca de «errores». Me voy a hablar con Van Cleef… ¡para que la Compañía obtenga algún beneficio este año!
Fischer se cala con rabia el sombrero y se marcha dando un portazo.
—En cierto sentido es un cumplido —dice Ouwehand—. Lo pone usted nervioso.
Yo sólo quiero hacer mi trabajo, piensa Jacob.
—¿Nervioso por qué?
—Por las diez docenas de cajas con la etiqueta «Alcanfor de Kumamoto» que se cargaron en el noventa y seis y en el noventa y nueve.
—¿Es que no contenían alcanfor de Kumamoto?
—Sí, pero en la página catorce de nuestros libros se consigna una partida de cajas de doce libras, mientras que los libros japoneses, como podrá decirle Ogawa, registran las cajas como de treinta y seis libras. —Ouwehand va a por la jarra del agua—. En Batavia —prosigue—, un tal Johannes van der Brock, oficial de la aduana, vende el excedente; el yerno de Van der Brock, el presidente del Consejo de Indias. Un fraude tan dulce como la miel. ¿Quiere un vaso de agua?
—Sí, por favor. —Jacob bebe—. ¿Y me cuenta todo esto por…?
—Por puro interés personal: el señor Vorstenbosch va a quedarse aquí cinco años, ¿no?
—Sí. —Jacob miente, pero no le queda otra—. Cumpliré mi contrato con él.
Un moscardón describe un óvalo perezoso entre la luz y la sombra.
—Cuando Fischer abra los ojos y se dé cuenta de que es a Vorstenbosch y no a Van Cleef a quien tiene que arrimarse, me apuñalará por la espalda.
—¿Con qué puñal —Jacob ya se ve venir la siguiente pregunta— podría hacer algo así?
—¿Promete —Ouwehand se rasca el cuello— que no acabaré como Snitker?
—Prometo —el poder tiene un gusto amargo— decirle al señor Vorstenbosch que Ponke Ouwehand es un colaborador y no un obstruccionista.
Ouwehand sopesa las palabras de Jacob.
—Los registros de las ventas privadas del último año indican que importé cincuenta rollos de chintz indio. Los registros japoneses mostrarán, sin embargo, que vendí ciento cincuenta. De ese excedente, el capitán Hofstra del Octavia requisó la mitad, aunque obviamente no puedo demostrarlo; ni él tampoco, que Dios se apiade de su alma de ahogado.
—Un colaborador —el moscardón se posa en el secante—, no un obstruccionista, señor Ouwehand.
• • •
Los alumnos del doctor Marinus llegan a las tres en punto.
La puerta de la enfermería está entornada, pero Jacob no alcanza a ver el interior de la consulta.
Cuatro voces masculinas entonan al unísono:
—Buenas tardes, doctor Marinus.
—Hoy, estimados alumnos —dice el médico—, llevaremos a cabo un experimento práctico. Mientras Eelattu y yo nos ocupamos de los preparativos, cada uno de ustedes estudiará un texto en holandés y lo traducirá al japonés. Mi amigo el doctor Maeno ha aceptado examinar sus creaciones a finales de esta semana. Los párrafos guardan relación con las respectivas áreas de interés de cada uno de ustedes: al señor Muramoto, nuestro ensalmador jefe, le ofrezco Tabulae sceleti et musculorum corporis humani; al señor Kayiwaki, un pasaje sobre el chancro de Jean-Louis Petit, que da su nombre al trigonum Petiti. ¿Qué es el trigonum Petiti y dónde se encuentra?
—Un agujero muscular en la espalda, doctor.
—Señor Yano, para usted el doctor Olof Acrel, mi viejo maestro en Uppsala, cuyo ensayo sobre las cataratas yo mismo he traducido del sueco. Para el señor Ikematsu, una página de Chirurgie, de Lorenz Heister, sobre dolencias de la piel… y la señorita Aibagawa analizará al admirable doctor Smellie. Este pasaje, no obstante, es problemático. En la enfermería está esperando el voluntario para la demostración de hoy, que podrá ayudarla en materia de vocabulario holandés…
La cabezota de Marinus asoma por la puerta.
—¡Domburgués! Le presento a la señorita Aibagawa, y se lo ruego, Orate ne intretis in tentationem.
La señorita Aibagawa reconoce al extranjero pelirrojo de ojos verdes.
—Buenas tardes —Jacob tiene la garganta seca—, señorita Aibagawa.
—Buenas tardes —ella tiene la voz clara—, señor… ¿«Don buitre»?
—«Domburgués». Una pequeña broma del doctor. Mi nombre es De Zoet.
La joven coloca su escritorio: una bandeja con patas.
—¿«Dom-buitre» es broma graciosa?
—El doctor Marinus cree que sí: mi ciudad natal se llama «Domburgo».
La joven emite un escéptico y ascendente «mmm».
—¿Señor de Zoet está enfermo?
—Oh… Quiero decir… Un poco, sí. Tengo un dolor en…
Se da un golpecito en el abdomen.
—¿Heces como agua? —La comadrona asume el control de la situación—, ¿mal olor?
—No. —La franqueza de la chica desconcierta a Jacob—. El dolor lo tengo en el… en el hígado.
—¿En el —pronuncia con sumo cuidado— hígado?
—Exacto. Me duele el hígado. Espero que esté usted bien.
—Sí, muy bien. Espero que su amigo mono esté bien.
—¿Mi…? Oh, ¿William Pitt? Mi amigo mono está… bueno, ya no está más.
—Perdón pero no entiendo. Mono está… no más ¿qué?
—No más vivo. Yo… —Jacob hace el gesto de romperle el cuello a un gallina—… maté a ese sinvergüenza; he curtido su piel y me he hecho una petaca nueva.
La joven, horrorizada, abre la boca y los ojos de par en par.
Si Jacob tuviese una pistola, se pegaría un tiro allí mismo.
—¡Es broma, señorita! El mono está feliz, vivito y coleando. Estará afanando por ahí… Robando, quiero decir…
—Exacto, señor Muramoto. —La voz de Marinus llega desde el consultorio—. Primero se hierve la grasa subcutánea hasta que se consuma, y después se inyecta la cera teñida en las venas…
—¿Quiere… —Jacob maldice el fracaso de su broma—… que abramos el texto?
Ella se pregunta cómo mantener las debidas distancias.
—La señorita Aibagawa podría sentarse allí —dice indicándole el extremo de la cama—. Lea el texto en voz alta y cuando encuentre una palabra difícil, la discutimos.
Con un gesto de la cabeza se declara satisfecha con el plan, se sienta y empieza a leer.
La cortesana de Van Cleef habla con un tono agudo, que, al parecer, se considera femenino, pero la señorita Aibagawa lee en voz más baja, más grave y relajante. Jacob bendice esta oportunidad de estudiar la parte quemada de su rostro y sus cautelosos labios…
—«Poco después de este acon-te-ci-miento»… —La joven levanta la vista—, ¿qué significa, por favor?
—Un acontecimiento es un… suceso, algo que ocurre.
—Gracias. «… este acontecimiento, al consultarle a Ruysch todo lo que había escrito en materia de mujeres… lo encontré clamando en contra de la extracción prematura de la placenta, y su autoridad confirmó la opinión que yo ya había adoptado… y me indujo a seguir un procedimiento más natural. Tras separar el cordón umbilical… y extraer al niño… introduzco el dedo en la vagina»…
Es la primera vez en toda su vida que Jacob oye pronunciar esa palabra en voz alta.
La joven advierte su sobresalto y alza la vista, medio alarmada.
—¿Yo equivoco?
Doctor Lucas Marinus, piensa Jacob, qué monstruo sádico es usted.
—No —responde Jacob.
La chica frunce el ceño y recupera el hilo:
—«… para comprobar si la placenta está en el os uteri… y en ese caso… tengo la certeza de que descenderá por sí sola… Espero un poco y, normalmente, al cabo de diez, quince o veinte minutos… la mujer empieza a tener dolores postparto… que van separando la placenta y empujándola de forma gradual… pero tirando delicadamente del cordón, descenderá hacia la… —alza la vista hacia Jacob—… vagina. Entonces, agarrando el cordón, la extraigo a través del… del os externum». Ya está. —Levanta los ojos—. Yo termino frases. ¿Hígado dando mucho dolor?
—El lenguaje del doctor Smellie —Jacob traga saliva— es un tanto… directo.
La joven frunce el ceño.
—Holandés es idioma extranjero. Palabras no tienen misma… fuerza, olor, sangre. Comadrona es mi… —frunce de nuevo el ceño—… ¿«vacación» o «vocación»? ¿Cuál?
—«Vocación», me atrevería a decir, señorita Aibagawa.
—Comadrona es mi vocación. Comadrona con miedo a sangre no es útil.
—Falange distal —se oye decir a Marinus—, falanges media y próxima…
—Hace veinte años —decide contarle Jacob—, cuando nació mi hermana, la comadrona no conseguía taponar la hemorragia de mi madre. Yo era el encargado de calentar agua en la cocina. —Tiene miedo de aburrirla, pero la señorita Aibagawa lo observa con serena atención—. Si consigo calentar bastante agua, pensaba yo, mi madre vivirá. Lamento decir que me equivocaba.
Ahora es Jacob el que frunce el ceño, preguntándose por qué habrá sacado a relucir esta cuestión personal.
Una avispa de gran tamaño se posa en la ancha pata de la cama.
La señorita Aibagawa se saca un papel cuadrado de la manga del kimono. Jacob, que está al tanto de las creencias orientales en cuanto a la ascensión del alma desde la condición de pulga a la de santo, espera que sea ella quien muestre a la avispa la salida a través de la alta ventana. En cambio, la chica la aplasta con el papel, hace un gurruño y, con una puntería perfecta, lo tira por la ventana.
—Su hermana, ¿también tiene pelo rojo y ojos verdes?
—Ella tiene el pelo más rojo que yo, para bochorno de nuestro tío.
He ahí otra palabra nueva para la comadrona.
—¿Bo-chol-no?
—«Bochorno», o «vergüenza».
—¿Por qué tío tiene vergüenza de que hermana tiene pelo rojo?
—Según una creencia popular, o superstición… ¿entiende?
—En japonés, meishin. Doctor lo llama «enemiga de razón».
—Bien, pues según la superstición, las Jezabeles, o sea, las mujeres de moral distraída, o sea, las prostitutas, tienen el pelo rojo, y así se las representa.
—¿«Moral distraída»? ¿«Prostitutas»? ¿Como «cortesana» y «ayudante de puta»?
—Perdóneme por eso. —A Jacob le retumban los oídos—. Ahora el bochorno es mío.
La sonrisa de la joven es una ortiga y a la vez una hoja de acedera.
—¿La hermana de señor de Zoet es mujer honorable?
—Geertje es una… hermana muy querida; es amable, paciente y lista.
—Los metacarpianos —se oye decir al doctor— y, aquí, los astutos carpos…
—¿La señorita Aibagawa —se atreve a preguntar Jacob— pertenece a una familia numerosa?
—Familia era grande, ahora pequeña. Padre, nueva mujer de padre, hijo de nueva mujer de padre. —Titubea—. Madre, hermanos y hermanas muertos, de cólera. Hace muchos años. Mucha muerte en esa época. No sólo mi familia. Mucho, mucho sufrimiento.
—Y, sin embargo, su vocación… la de comadrona, quiero decir… es… un arte de la vida.
Un mechón de cabello negro se escapa de debajo del pañuelo de la chica: Jacob lo desea.
—En tiempos antiguos —dice la señorita Aibagawa—, hace mucho, antes de construcción de puentes grandes sobre ríos anchos, viajeros ahogaban a menudo. Gente decía: «Muertos porque dios de río enfadado». Gente no decía: «Muertos porque puentes grandes todavía no inventados». Gente no decía: «Gente muere porque nosotros tenemos demasiada ignorancia». Pero un día, antepasados inteligentes observan telarañas, tejen puentes de enredaderas. O ven árboles, caídos sobre ríos rápidos, y hacen islas de piedras en ríos anchos, y pasan de isla a isla. Construyen esos puentes. Gente ya no ahoga más en mismo río peligroso, o mucha menos gente. Por ahora, ¿mi pobre holandés es comprendido?
—Perfectamente —le asegura Jacob—. Hasta la última palabra.
—Ahora, en Japón, cuando madre, o bebé, o madre y bebé mueren en parto, gente dice: «Ah… muertos porque dioses deciden eso». O: «Muertos porque karma malo». O: «Muertos porque gastan poco dinero en o-mamori, magia del templo». Señor de Zoet comprende, es igual que puente. Razón verdadera de mucha, mucha muerte de ignorancia. Quiero construir puente desde ignorancia —Aibagawa forma un puente con sus dedos ahusados— a conocimiento. Esto —alza con veneración el texto del doctor Smellie— es trozo de puente. Un día yo enseño este conocimiento… construyo escuela… estudiantes que enseñan a otros estudiantes… y en futuro, en Japón, muchas menos madres mueren de ignorancia. —Contempla su ensoñación durante un instante antes de bajar los ojos—. Un plan loco.
—No, no, no. No se me ocurre una aspiración más noble.
—Perdón… —tuerce el gesto—… ¿qué es «respiración noble»?
—Aspiración, señorita: un plan, quiero decir. Un objetivo en la vida.
—Ah… —una mariposa blanca le aterriza en la mano—… un objetivo en la vida.
La espanta de un soplido, y la mariposa vuela hasta una palmatoria de bronce que hay en un estante.
La mariposa abre y cierra y abre y cierra las alas.
—En japonés, —dice ella— se llama monshiro.
—En Zelanda esa misma mariposa se llama mariposa de la col. Mi tío…
—«La vida es breve; el arte, largo». —El doctor Marinus entra en la enfermería como un cometa canoso y cojo—; «la ocasión, fugaz; la experiencia…», ¿dígame, señorita Aibagawa? ¿Cómo termina nuestro primer aforisma hipocrático?
—«Experiencia es engañosa» —se pone en pie y hace una reverencia—; «juicio es difícil».
—Cuán cierto. —El médico hace una señal a los demás alumnos para que entren; Jacob los reconoce a medias, por el episodio en el almacén Doorn—. Domburgués, le presento a mis educandos: el señor Muramoto de Edo… —El mayor y más adusto se inclina para saludar—… el señor Kayikawi, enviado de la corte de Hagi, en el feudo de Chôshu… —Un joven sonriente de cuerpo endeble que aún no ha terminado de crecer, le hace una reverencia—. El siguiente es el señor Yano de Osaka… —Yano escruta los ojos verdes del escribano—… y, por último, el señor Ikematsu, natural de Satsuma. —Ikematsu, picado de escrofulosis infantil, le dedica una alegre zalema—. Alumnos: Domburgués es nuestro valiente voluntario de hoy; salúdenlo, por favor.
Un coro de «Buenos días, domburgués» resuena contra las paredes enlucidas de la enfermería.
Jacob no puede creerse que los minutos de que disponía hayan transcurrido tan rápido.
Marinus saca un cilindro metálico de unos veinte centímetros de largo.
En un extremo tiene un émbolo y en el otro, una cánula.
—¿Qué es esto, señor Muramoto?
El joven con aire de anciano responde:
—Se llama enema, doctor.
—Un enema. —Marinus agarra del hombro a Jacob—. Señor Kayiwaki, ¿cómo se aplica nuestro enema?
—Insertar en el recto, in-fectar… no, in-sertar… no, ¿aaa nan’dattaka? In-…
—yectar —le sopla Ikematsu, como un apuntador de teatro.
—… inyectar medicina para estreñimiento, o dolor de barriga, o mucha otra enfermedad.
—Exacto, eso es. Y dígame, señor Yano, ¿cuál es la ventaja de las medicinas administradas por vía anal frente a las administradas por vía oral?
Una vez que los estudiantes tienen clara la diferencia entre «anal» y «oral», Yano responde:
—Cuerpo absorbe medicina más rápido.
—Bien. —La leve sonrisa de Marinus resulta amenazante—. Veamos, ¿quién conoce el enema de humo?
Los varones del grupo consultan entre sí excluyendo a la señorita Aibagawa. El que responde finalmente es Muramoto:
—No lo conocemos, doctor.
—Naturalmente que no, caballeros: el enema de humo no se ha visto nunca en el Japón… hasta ahora. ¡Adelante, Eelattu!
Entra el asistente de Marinus con un tubo de cuero tan largo como un antebrazo y una gruesa pipa encendida. Le da el tubo al maestro, que lo agita en el aire como un artista callejero.
—Nuestro enema de humo, caballeros, tiene una válvula en el diafragma, justo aquí, en la cual se inserta el tubo de cuero, este de aquí, lo que permite llenar de humo el cilindro. Por favor, Eelattu… —El cingalés inhala el humo de la pipa y lo sopla dentro del tubo—. La intususcepción es la enfermedad que se cura con este instrumento. Pronunciemos el nombre todos juntos, alumnos, pues ¿cómo va a ser nadie capaz de curar lo que no sabe pronunciar? «¡In-tu-sus-cep-ción!». —El médico mueve el índice como si fuese la batuta de un director de orquesta—. A la una, a las dos y a las tres…
—«In-tu-sus-cep-ción» —balbucean los estudiantes—. «In-tu-sus-cep-ción».
—Una enfermedad terminal en la que un tramo superior del intestino se repliega dentro de un tramo inferior del mismo intestino, así… —El médico alza un trozo de tela, cosido como si fuese la pernera de un pantalón—. Esto es el colon. —Estrecha un extremo con el puño y lo mete hacia atrás dentro del tubo de tela en dirección al otro extremo—. Ay y requeteay. El diagnóstico es difícil: los síntomas son los típicos de la tríada alimentaria, ¿es decir, señor Ikematsu?
—Dolor abdominal, hinchazón inguinal… —El alumno se masajea las sienes para liberar el tercer síntoma—, ¡ah, sí! Sangre en las heces.
—Bien. La muerte por intususcepción o —el médico mira a Jacob—, hablando en plata, «por cagarse en el intestino», es, como podrán imaginarse, un asunto engorroso. Su nombre latino es «miserere mei», que puede traducirse como «Señor, apiádate». El enema de humo, sin embargo, puede invertir esta anomalía —Marinus vuelve a sacar el extremo anudado del tubo de tela— insuflando una cantidad de humo tal que el «corrimiento» retroceda y el intestino vuelva a su estado natural. Domburgués: a cambio de los favores concedidos, ofrecerá usted su gluteus maximus a la ciencia médica para que servidor pueda demostrar el paso del humo «a través de cavernas insondables para el hombre» del ano al esófago, desde donde el humo se filtrará por sus narices como el incienso que sale de un dragón de piedra, aunque, por desgracia, no tan aromático, dado lo maloliente del trayecto…
Jacob empieza a entender.
—No pretenderá usted…
—Bájese los bombachos. Somos todos hombres (más una mujer) de medicina.
—Doctor. —En la enfermería hace un fresco desagradable—. En ningún momento accedí a esto.
—Para curar los nervios —Marinus voltea a Jacob con una agilidad que se contradice con su cojera parcial— lo mejor es no hacerles caso. Eelattu: que los alumnos examinen el aparato. Acto seguido, comenzaremos.
—Una broma muy graciosa —dice Jacob, resollando bajo noventa kilos de médico holandés—, pero…
Marinus le desabrocha los tirantes al escribano, que ya está retorciéndose.
—¡No, doctor! ¡No! ¡Esta bromita ya ha ido demasiado lejos…!