V

Almacén Doorn de Deshima

Después del almuerzo, 1 de agosto de 1799

El calor dilata y deforma las palancas y engranajes del Tiempo. En la sofocante penumbra, Jacob casi alcanza a oír el silbido del azúcar fundiéndose en pegotes dentro de las cajas. El día de la subasta se venderá a los mercaderes de especias por una miseria; de lo contrario, como bien saben ellos, habría que volver a cargarlo en la bodega del Shenandoah para un infructuoso viaje de regreso a los almacenes de Batavia. El escribano apura su taza de té verde. Los posos amargos le arrancan una mueca y agravan su dolor de cabeza, pero le agudizan el ingenio.

Sobre un lecho de cajas de clavo y sacos de yute duerme Hanzaburo.

Una estela de mocos le baja como el rastro de un caracol desde una de las narinas hasta la rocosa nuez.

El rasgueo de la pluma de Jacob encuentra eco en un ruido, bastante similar, procedente de una viga.

Es un sonido rítmico al que no tarda en unirse el levísimo chirrido de una sierra diminuta.

Una rata, cae en la cuenta el joven, montando a su hembra…

Mientras escucha, se sumerge en recuerdos asociados a cuerpos de mujeres.

No son recuerdos de los que esté orgulloso, ni de los cuales hable jamás…

Deshonro a Anna, piensa Jacob, al entregarme a estos pensamientos.

… pero son las imágenes las que se entregan a él y le espesan la sangre como si fuesen tapioca.

Concéntrate, pedazo de burro, se ordena a sí mismo, en la tarea que tienes entre manos…

No sin dificultad, Jacob reanuda la búsqueda de los cincuenta rixdales desaparecidos a través de una selva de falsos recibos encontrados en una de las botas de Daniel Snitker. Prueba a servirse otro té, pero la tetera ya está vacía. Da una voz:

—¿Hanzaburo?

El muchacho no se mueve. Las ratas en celo han dejado de hacer ruido.

—¡Eh!

Al cabo de unos largos segundos, el muchacho se incorpora de golpe.

—¿Señor Dazûto?

Jacob levanta la taza manchada de tinta.

—Tráeme más té, por favor, Hanzaburo.

Hanzaburo entrecierra los ojos, se rasca la cabeza y dice:

—¿Eh?

—Más té, por favor. —Jacob agita la tetera—. O-cha.

El muchacho suspira, se levanta, coge la tetera y se aleja arrastrando los pies.

Jacob afila el plumín, pero al cabo de unos instantes da una cabezada…

… La silueta de un enano jorobado se recorta al contraluz en el resplandor blanquecino del Callejón del Flaco.

En la mano peluda lleva un garrote… no, es una pata descarnada y sanguinolenta de cerdo.

Jacob levanta la cabeza, que le pesa. El cuello, rígido, le da un calambre.

El jorobado entra en el almacén, gruñendo y resoplando.

La pata de cerdo es, en realidad, una espinilla amputada, con tobillo y pie incluidos.

El jorobado tampoco es un jorobado: es William Pitt, el mono de Deshima.

Jacob se levanta de un salto y se golpea la rodilla. El dolor se propaga en miles de direcciones.

William Pitt escala una torre de cajas con su sanguinolento trofeo.

—Por el amor de Dios —Jacob se frota la rótula—, ¿de dónde has sacado eso?

No hay respuesta alguna, tan sólo la respiración sosegada y regular del mar…

… y Jacob recuerda: el día anterior, el doctor Marinus fue llamado a bordo del Shenandoah porque a un marinero estonio se le había caído una caja en el pie y se lo había destrozado. Como en el agosto japonés las heridas gangrenosas degeneran más rápido que un cuenco de leche, el médico recetó el bisturí. La operación quirúrgica se llevaría a cabo hoy en el hospital, para que sus cuatro alumnos y algunos estudiosos de la localidad pudiesen presenciarla. Por improbable que parezca, William Pitt debe de haberse introducido por la fuerza y robado el miembro: ¿qué otra explicación cabe?

En ese instante hace su aparición otra figura, momentáneamente cegada por la oscuridad del almacén. El estrecho torso palpita por el esfuerzo. Su kimono azul está cubierto con un mandil de artesano, salpicado de manchas negras; del pañuelo que le oculta la mitad derecha del rostro escapan unos mechones de pelo. Hasta que la figura no pisa la columna de luz que cae de la alta ventana, Jacob no advierte que el perseguidor del mono es una joven.

Aparte de las lavanderas y de unas pocas «abuelas» al servicio de la Corporación de Intérpretes, las únicas mujeres que tienen permitido el paso por la Puerta Terrestre son las prostitutas, contratadas por una noche, o las llamadas «esposas», que permanecen durante un periodo más largo bajo el techo de los funcionarios mejor pagados. Estas dispendiosas cortesanas tienen a su disposición una doncella: la hipótesis más lógica que alcanza a formular Jacob es que la visitante sea una de estas criadas y que, tras forcejear con William Pitt por el miembro robado, no lograse arrebatárselo y persiguiese al mono hasta el almacén.

Por toda la Calle Larga resuenan voces —en holandés, en japonés, en malayo— procedentes del hospital.

La puerta abierta del almacén enmarca los perfiles, fugaces como un pestañeo, que pasan corriendo por el Callejón.

Jacob repasa su exiguo vocabulario japonés en busca de una palabra adecuada.

Cuando la joven repara en el extranjero de pelo rojo y ojos verdes se queda boquiabierta del susto.

—Señorita —suplica Jacob en holandés—, yo… yo… yo… no se asuste, por favor… yo…

La joven lo mira de arriba abajo y saca la conclusión de que no representa una gran amenaza.

—Mono malo —dice recobrando la calma—, roba pie.

En un primer momento, Jacob asiente con la cabeza, y al instante cae en la cuenta:

—¿Habla holandés, señorita?

El gesto de la chica, encogiéndose de hombros, viene a significar: «Un poco».

—Mono malo… —dice—… ¿entra aquí?

—Sí, sí. Ese demonio peludo está ahí arriba. —Jacob señala a lo alto de las cajas. Con el fin de impresionar a la joven, echa a andar hacia allí a grandes zancadas—. William Pitt: suelta ese pie. Dámelo. ¡Que me lo des!

El mono coloca la pierna a su lado, se agarra el pene color ruibarbo y empieza a rascárselo como un arpista loco, riéndose con todos los dientes al aire. Jacob teme por el pudor de la visitante, pero esta se da la vuelta para disimular la risa y, al hacerlo, revela una quemadura que le cubre gran parte del lado izquierdo de la cara. Es oscura, abultada y, vista de cerca, muy llamativa. ¿Cómo es posible, se pregunta Jacob, que la sirvienta de una cortesana se gane la vida con semejante deformación en el rostro? Demasiado tarde: la chica se ha dado cuenta de que está mirándola embobado. Se retira el pañuelo hacia atrás y, dando un paso al frente, le muestra la mejilla. Toma, declara ese gesto, ¡para que mires a gusto!

—Yo… —Jacob se muere de vergüenza—. Le ruego perdone mi descortesía, señorita…

Temiendo que no entienda sus disculpas, Jacob le dedica una profunda reverencia que dura lo que tarda en contar hasta cinco.

La joven vuelve a atarse el pañuelo y centra su atención en William Pitt. Ignorando al extranjero, se dirige al mono en un japonés cadencioso.

El ladrón se abraza a la pierna como una huerfanita a su muñeca.

Empeñado en causar mejor impresión, Jacob se acerca a la torre de cajas.

Sube de un salto a un arcón cercano.

—Escucha, esclavo pulgoso…

Jacob siente en el pecho el latigazo de un líquido caliente que huele a rosbif.

En su intento por esquivar el chorro caliente, pierde el equilibrio…

… se cae del arcón y aterriza patas arriba sobre la tierra batida.

El bochorno, piensa Jacob mientras se le pasa el dolor, exige cuando menos un poco de orgullo…

La mujer está apoyada en el catre improvisado de Hanzaburo.

… pero no me queda ni un ápice de orgullo, pues me está meando un mono.

Está restregándose los ojos y, presa de una risa casi inaudible, le tiembla todo el cuerpo.

Anna también se ríe así, piensa Jacob. Exactamente así.

—Perdón. —La chica inspira profundamente y se le contraen los labios—. Disculpe mi… ¿gloselía?

—«Grosería», señorita. —Jacob se dirige hacia el cubo de agua—. De «grosero», con erre.

—«Grosería» —repite ella—, con erre. No es gracioso.

Jacob se lava la cara, pero para enjuagar la orina del mono de la camisa de lino, la segunda mejor de todas las que posee, tendría que quitársela. Y hacerlo aquí es imposible.

—¿Quiere limpiar cara? —pregunta la chica, rebuscando en un bolsillo de la manga, del que extrae un abanico cerrado, que deja encima de una caja de azúcar sin refinar, y acto seguido un cuadrado de papel.

—Muy amable.

Jacob lo coge y se seca la frente y las mejillas.

—Trueque con mono —le sugiere la joven—. Cambiar cosa por pierna.

Jacob sopesa la idea.

—El bicho es un vicioso del tabaco.

—¿Ta-ba-co? —Decidida, da una palmada—. ¿Tiene?

Jacob le entrega la última hoja javanesa que le queda en la petaca de cuero.

La chica cuelga el cebo en el extremo de una escoba y lo balancea a la altura de la atalaya de William Pitt.

El mono alarga el brazo; la chica retira hacia atrás la hoja, susurrándole súplicas…

… hasta que el mono suelta la pierna para agarrar su nuevo trofeo.

El miembro se precipita al suelo y se detiene de golpe a los pies de la joven que, tras dirigir una mirada triunfante a Jacob, suelta la escoba y recoge el miembro amputado con la misma naturalidad con que un jornalero cogería una zanahoria. El hueso tronchado sobresale entre la carne ensangrentada y los dedos están roñosos. En lo alto traquetea el marco de la ventana: William Pitt se ha escapado con el botín, sobre los tejados de la Calle Larga.

—Tabaco perdido, señor —dice la joven—. Siento mucho.

—No importa, señorita. Ha recuperado su pierna. Bueno, su pierna no…

En el Callejón del Flaco hay un ir y venir de preguntas y respuestas.

Jacob y su visitante se alejan un par de pasos uno del otro.

—Disculpe, señorita, pero… ¿Es usted la doncella de una cortesana?

—¿Donesella? ¿Coletesana? —Se queda perpleja—. ¿Qué es?

—Una… una… —Jacob trata de buscar un término equivalente—. ¿La ayudante… de una puta?

La chica coloca la pierna en un pedazo cuadrado de tela.

—¿Para qué necesita ayudante una fruta?

En la puerta aparece un guardia que ve al holandés, a la joven, y el pie perdido. Sonríe y volviéndose hacia el callejón, grita unas palabras; al cabo de unos instantes llegan más guardias, inspectores y oficiales, seguidos del adjunto Van Cleef; después, el tartamudo Kosugi, jefe de policía de Deshima; Eelattu, el ayudante de Marinus, con el delantal tan ensangrentado como el de la joven quemada; Arie Grote y un comerciante japonés de ojos vivaces; varios estudiosos; y Con Twomey que, con su regla de carpintero en la mano, le pregunta en inglés a Jacob:

—¿Se puede saber a qué carajo huele usted?

Jacob se acuerda del libro de contabilidad a medio reconstruir que se dejó abierto encima de la mesa, a la vista de todo el mundo. Se apresura a esconderlo en el preciso momento en que llegan cuatro jóvenes, todos con el cráneo rasurado de los alumnos de medicina y delantales como el de la chica quemada, y empiezan a bombardearla con preguntas; el escribano se figura que son los «discípulos» de Marinus. Los intrusos dejan que la joven les cuente su versión de lo ocurrido. Primero señala la torre de cajas a la que trepó William Pitt, y acto seguido apunta con el dedo a Jacob, que se pone colorado cuando veinte o treinta cabezas se vuelven hacia él. La chica se expresa en su idioma con aplomo y serenidad. El escribano aguarda el estallido de hilaridad que provocará el episodio de la ducha de orines de mono, pero se ve que la joven lo omite porque el relato concluye con gestos de aprobación. Twomey se marcha con la pierna del estonio para fabricar un sustituto de madera de la misma longitud.

—Te he visto —dice Van Cleef agarrando a un guardia de la manga—, ¡maldito ladrón!

Una catarata de bayas de nuez moscada de color rojo brillante se derrama por el suelo.

—¡Baert! ¡Fischer! ¡Echen del almacén a estos ladrones del demonio!

El adjunto señala la puerta con gestos de pastor arreando el ganado, mientras grita:

—¡Fuera! ¡Fuera! Grote, registre a todo el que parezca sospechoso; sí, igual que ellos nos registran a nosotros. De Zoet, eche un ojo a la mercancía, no vayan a salirle patas y escapar corriendo.

Jacob se sube a una caja para vigilar mejor la salida de los visitantes.

Ve a la doncella quemada salir al callejón y ofrecer ayuda a un estudioso de aspecto delicado.

En contra de lo que esperaba, la chica se vuelve y le dice adiós con la mano.

El gesto secreto de complicidad entusiasma a Jacob, que le devuelve el saludo.

No, percibe, sólo estaba protegiéndose los ojos del sol…

Hanzaburo llega bostezando con una tetera.

Ni siquiera le has preguntado cómo se llama, se da cuenta Jacob, Jacob de Zoquete.

El escribano advierte que la joven se ha olvidado el abanico encima de la caja de azúcar.

Bufando de ira, Van Cleef se marcha apartando de un empujón a Hanzaburo, que está plantado en el umbral con la tetera en la mano. El muchacho pregunta:

—¿Qué ha pasado?

• • •

A medianoche, el comedor del administrador está neblinoso por el humo de las pipas. Los sirvientes Cupido y Filandro tocan Manzanas de Delft con flauta y vihuela de arco.

—El presidente Adams es nuestro «shogun», sí, señor Goto —dice el capitán Lacy sacudiéndose las migas del bigote—, pero ha sido elegido por el pueblo estadounidense. He ahí la esencia de la democracia.

Los cinco intérpretes intercambian una mirada de cautela que Jacob ya reconoce.

—¿Grandes señores, etcétera —aclara Ogawa Uzaemon—, eligen presidente?

—No, señores no. —Lacy se hurga los dientes—. Los ciudadanos. Todos nosotros.

—¿También… —Los ojos del intérprete Goto se posan en Con Twomey—… los carpinteros?

—Los carpinteros, los panaderos —eructa Lacy— y los cereros.

—Los esclavos de Washington y Jefferson —pregunta Marinus— ¿también votan?

—No, doctor —sonríe Lacy—. Ni sus caballos, ni sus bueyes, ni sus abejas ni sus mujeres.

Pero ¿qué geisha joven, se pregunta Jacob, se pelearía con un mono por una pierna?

—¿Y qué sucede —pregunta Goto— si gente hace mala elección y presidente es hombre malo?

—Pues que en las siguientes elecciones, al cabo de cuatro años como máximo, no lo reelegimos.

—¿Viejo presidente —el intérprete Hori está congestionado a causa del ron— es ejecutado?

—«Elegido», señor Hori —dice Twomey—. Cuando la gente escoge a su jefe.

—Un sistema mejor, desde luego —Lacy alza la copa para que se la rellene Weh, el esclavo de Van Cleef—, que esperar a que sea la muerte quien destituya a un shogun corrupto, estúpido o demente.

Los intérpretes parecen incómodos: ningún confidente domina lo bastante el holandés como para entender el discurso subversivo del capitán Lacy, pero nada garantiza que la Magistratura no haya reclutado a uno de los cuatro intérpretes para informar de las reacciones de sus colegas.

—Democracia —dice Goto— no es flor que pueda brotar en Japón, creo yo.

—Suelo asiático —concuerda el intérprete Hori— no es propicio para flores europeas ni americanas.

—El señor Washington, el señor Adams —el intérprete Iwase cambia de tema— ¿son de sangre real?

—Nuestra revolución —el capitán Lacy chasquea los dedos para pedir al esclavo Ignacio que le acerque la escupidera—, en la cual participé personalmente, cuando tenía menos barriga, tuvo la finalidad de purgar los Estados Unidos de los linajes reales. —Esputa una flema monstruosa—. Un hombre puede ser un gran dirigente, como el general Washington, pero ¿por qué han de heredar sus hijos las virtudes paternas? ¿Acaso los miembros de la realeza nacidos de uniones endogámicas no suelen ser más mentecatos y holgazanes (el propio «Rey Jorge», sin ir más lejos) que quienes escalan el mundo mediante el talento que Dios les ha dado? —Hace un inciso para mascullar algo, en inglés, al súbdito secreto que el monarca británico tiene en Deshima—. No es mi intención ofenderlo, señor Twomey.

—Yo sería el último imbécil —declara sin ambages el irlandés— en ofenderse.

Cupido y Filandro se arrancan con Siete rosas blancas para mi verdadero amor. La cabeza ebria de Baert se desploma y aterriza en un plato de judías dulces.

Esa quemadura, se pregunta Jacob, ¿notará frío o calor al tacto, o es insensible?

Marinus coge su bastón.

—Discúlpenme los presentes, pero he dejado a Eelattu modelando la espinilla del estonio. Sin un ojo experto, empezará a gotear sebo del techo. Señor Vorstenbosch, un saludo…

El médico se despide de los intérpretes con una reverencia y sale cojeando de la sala.

—¿En Japón —pregunta con una sonrisa empalagosa el capitán Lacy— la ley permite la poligamia?

—¿Qué es po-ri-ga-mia, adjunto? —Hori se rellena la pipa—. ¿Por qué necesita permiso?

—Explíqueselo usted, señor de Zoet —dice Van Cleef—. Las palabras son su fuerte.

—Poligamia es… —Jacob se piensa la respuesta—… un marido, muchas mujeres.

—Ah. Oh. —Hori sonríe y los demás intérpretes asienten con la cabeza—. Poligamia.

—Los mahometanos permiten tener cuatro esposas. —El capitán Lacy lanza una almendra al aire y la caza con la boca—. Los chinos pueden reunir hasta siete bajo el mismo techo. ¿Cuántas puede juntar un japonés en su colección privada?

—En todos países igual —dice Hori—. En Japón, Holanda, China; todo igual. Yo digo por qué. Todos hombres casan primera mujer. Él —sonriendo lascivamente, Hori hace un gesto obsceno con el puño de una mano y el índice de otra— hasta que ella —hace la mímica de una barriga embarazada—, ¿sí? Después de esto, todos hombres tienen número de mujeres que su bolsillo permite. ¿Capitán Lacy piensa tener mujer de Deshima para temporada comercial, como señor Snitker y señor Van Cleef?

—Preferiría —Lacy se muerde la uña del pulgar— visitar el famoso barrio de Murayama.

—El señor Hemmij —recuerda el intérprete Yonekizu— pedía cortesanas para sus banquetes.

—El administrador Hemmij —dice Vorstenbosch con tono sombrío— disfrutó de muchos placeres a expensas de la Compañía, así como el señor Snitker. Por eso este último estará ahora mismo cenando galleta, mientras nosotros disfrutamos de las recompensas que corresponden a los empleados honrados.

Jacob lanza una mirada a Ivo Oost, y este se la devuelve con cara de pocos amigos.

Baer levanta la cara, salpicada de judías, y tras exclamar: «Pero, señor, ¡ella no es mi tía de verdad!», suelta una risita de colegiala y se cae de la silla.

—Propongo un brindis —dice Van Cleef— en honor de todas nuestras damas ausentes.

Los comensales se llenan las copas unos a otros.

—¡Por todas nuestras damas ausentes!

—Especialmente —dice Hori con la voz entrecortada por la ginebra que le abrasa el gaznate— la de señor Ogawa, aquí presente. Señor Ogawa casa este año con bella mujer. —Hori tiene el codo manchado de mousse de ruibarbo—. ¡Todas noches —hace el gesto de montar a caballo— tres, cuatro, cinco galopadas!

La carcajada es escandalosa pero la sonrisa de Ogawa es apenas un esbozo.

—Eso es pedirle a un famélico —responde Gerritszoon— que beba a la salud de un glotón.

—¿Señor Gerritszoon quiere chica? —Hori es la complacencia personificada—. Mi sirviente trae. Diga qué quiere: ¿Gorda? ¿Flaca? ¿Tigre? ¿Gatita? ¿Hermanita dulce?

—A todos nos gustaría una hermanita dulce —se lamenta Arie Grote—, pero el dinero, ¿qué? En Siam, con lo que cuesta un revolcón con una furcia de Nagasaki, te compras un burdel entero. ¿No hay motivos de sobra, señor Vorstenbosch, para que la Compañía proporcione una subvención en este apartado? Piense en el pobre Oost: con su paga oficial, señor, un pequeño… consuelo femenino, eh, le costaría la paga de todo un año.

—La abstinencia —contesta Vorstenbosch— nunca le hizo daño a nadie.

—Pero, señor, ¿a qué vicios podría verse arrastrado un holandés de pelo en pecho que no tenga cómo desahogar sus… en fin, impulsos naturales?

—¿Echa de menos, señor Grote —pregunta Hori—, a su mujer de Holanda?

—«Al sur de Gibraltar» —cita el capitán Lacy— «todos los hombres son solteros».

—La latitud de Nagasaki —replica Fischer— está, desde luego, mucho más al norte de Gibraltar.

—No sabía —dice Vorstenbosch— que estaba casado, Grote.

—El hombre —explica Ouwehand— preferiría no oír hablar del asunto, señor.

—Una pelandusca de la Frisia occidental, señor. —El cocinero se pasa la lengua por los incisivos, de color marrón—. Si alguna vez me acuerdo de ella, señor Hori, es para rezar para que los otomanos invadan la Frisia y se lleven a esa golfa.

—Si no gusta mujer —pregunta el intérprete Yonekizu—, ¿por qué no divorcia?

—En las llamadas tierras cristianas —suspira Grote— del dicho al hecho hay mucho trecho.

—¿Y por qué casar —pregunta Hori tosiendo humo de tabaco— en primer lugar?

—Oh, es una historia larga y triste, señor Hori, que no tendría ningún interés para…

—La última vez que hizo el viaje de retorno a su tierra —se ofrece a relatar Ouwehand— el señor Grote cortejó a una joven y prometedora heredera en su casa de Roomolenstraat que le contó que su padre, enfermo y sin herederos, deseaba ardientemente ver su granja lechera en manos de un yerno que fuese un caballero, pero por desgracia, se lamentaba la joven, lo único que había por doquier era ladrones y granujas dándoselas de buen partido. El señor Grote se mostró de acuerdo en que el Mar de los Cortejos está plagado de tiburones, y aludió expresamente a los prejuicios que sufrían los jóvenes de su condición, nuevos ricos de la colonia, como si las inmensas ganancias que cada año le reportaban sus plantaciones en Sumatra valiesen menos que el dinero de las familias ricas de toda la vida. Los tortolitos se casaron en menos de una semana. Al día siguiente de la boda, el tabernero les presentó la factura y cada uno le dijo al otro: «Paga la cuenta, corazón mío». Sin embargo, para auténtico espanto de ambos, ninguno de los dos estaba en condiciones de hacerlo, pues tanto el novio como la novia ¡se habían gastado lo último que les quedaba en camelarse! Las plantaciones en Sumatra del señor Grote se esfumaron; la casa de Roomolenstraat volvió a ser el decorado escénico de un cómplice; el suegro enfermo resultó ser un descargador de cerveza sano como un roble que no carecía de herederos sino de heridas, y…

Un eructo brota del capitán Lacy.

—Perdón. Han sido los huevos a la diabla.

—¿Adjunto Van Cleef? —Goto está alarmado—. ¿Otomanos invaden Holanda? Esa noticia no aparece en último parte fusetsuki

—El señor Grote —Van Cleef sacude la servilleta— hablaba en broma, señor.

—¿En broma? —El intérprete, joven pero formal, frunce el ceño—. En broma…

Cupido y Filandro tocan una lánguida aria de Boccherini.

—Desanima pensar —medita Vorstenbosch— que, a menos que Edo autorice un aumento de la cuota del cobre, estas salas habrán de sumirse para siempre en el silencio.

Yonekizu y Hori sonríen; Goto y Ogawa se quedan impávidos.

Casi todos los holandeses le han preguntado a Jacob si el extraordinario ultimátum es un farol. El escribano les ha respondido a todos que se lo pregunten al administrador en jefe, a sabiendas de que ninguno se atreverá. Al haber perdido la mercancía de la última temporada a bordo del malhadado Octavia, muchos volverían a Batavia más pobres que cuando partieron.

—¿Quién era esa mujer tan rara —Van Cleef exprime un limón en una copa de cristal de Murano— que estaba en el almacén Doorn?

—La señorita Aibagawa —contesta Goto— es hija de médico y estudioso.

Aibagawa. Jacob afronta las sílabas de una en una. Ai-ba-ga-wa…

—Magistrado da permiso a ella —dice Iwase— para estudiar con médico holandés.

Y yo llamándola «ayudante de puta», recuerda Jacob, estremeciéndose.

—Qué extraña Locusta ha de ser —dice Fischer— para encontrarse a gusto en un dispensario.

—El sexo débil —objeta Jacob— puede mostrar tanta entereza como el fuerte.

—El señor de Zoet —dice el prusiano metiéndose el dedo en la nariz— debería publicar sus deslumbrantes epigramas.

—Señorita Aibagawa —declara Ogawa— es una comadrona. Está acostumbrada a sangre.

—Yo pensaba —dice Vorstenbosch— que las mujeres tenían prohibido poner el pie en Deshima, salvo que fuesen cortesanas, o sus sirvientas, o una de las viejas arpías de la Corporación.

—Está prohibido —afirma indignado Yonekizu—. Ningún precedente. Nunca.

—Señorita Aibagawa —Ogawa alza la voz— trabaja duro de comadrona, tanto para clientes ricos como para gente pobre que no puede pagar. Hace poco se ocupa de nacimiento de hijo de magistrado Shiroyama. Parto difícil, y otro médico renuncia, pero ella insiste y consigue. Magistrado Shiroyama era contento. Concede a señorita Aibagawa un deseo como recompensa. Deseo es: estudiar con doctor Marinus en Deshima. Magistrado cumple promesa.

—Mujer estudia en hospital —afirma Yonekizu— no es cosa buena.

—Sin embargo —dice Con Twomey—, sostenía la sangradera con firmeza, hablaba bien en holandés con el doctor Marinus, y persiguió a un mono mientras sus compañeros masculinos parecían al borde de la lipotimia.

Si me atreviese, piensa Jacob, haría una docena de preguntas; una docena de docenas.

—Pero una chica —pregunta Ouwehand—, ¿no excita ciertas zonas críticas de los varones?

—No con esa loncha de tocino frito que lleva pegada a la cara —dice Fischer agitando su ginebra.

—Qué palabras tan poco galantes, señor Fischer —señala Jacob—. Lo dejan en mal lugar.

—¡No se puede fingir que no lo tiene, De Zoet! En mi pueblo la llamaríamos «bastón de tiento», porque habría que estar ciego para tocarla.

Jacob se imagina rompiéndole la mandíbula al prusiano con la jarra de Delft.

Se derrumba una vela; la cera chorrea a lo largo del candelabro; el reguero se solidifica.

—Estoy seguro —dice Ogawa— que un día señorita Aibagawa tendrá boda feliz.

—¿Cuál es el remedio más eficaz contra el amor? —pregunta Grote—. Pues el matrimonio, ni más ni menos.

Una polilla se estrella a toda velocidad contra la llama de una vela, y cae a la mesa, aleteando.

—Pobre Ícaro. —Ouwehand la aplasta con su jarra—, ¿será posible que no aprendas nunca?

• • •

Los insectos nocturnos cantan, chirrían, perforan, zumban, agujerean, pican, sierran, aguijonean.

Hanzaburo ronca en el chiscón que hay junto a la puerta de Jacob.

Jacob yace en vela, envuelto en una sábana, bajo una mosquitera.

Ai, la boca se abre; ba, los labios se tocan; ga, base de la lengua; wa, labios.

Sin querer, revive una y otra vez la escena de hoy.

Al pensar en el papelón tan zafio que ha hecho, se muere de vergüenza y corrige el guión en vano.

Abre el abanico que ella se dejó en el almacén. Se abanica.

El papel es blanco. Las varillas son de madera de paulovnia.

Un centinela golpea dos badajos de madera para dar la hora japonesa.

La luna, que parece de levadura, está enjaulada en la ventana mitad japonesa mitad holandesa del cuarto de Jacob.

Las hojas de cristal se derriten al claro de luna; las hojas de papel filtran el resplandor, reduciéndolo a polvo de tiza.

El amanecer debe de estar próximo. Los libros de contabilidad del año 1796 lo esperan en el almacén Doorn.

Es mi querida Anna a quien yo amo, recita el escribano, y ella me ama a mí.

Bajo la pátina de sudor, Jacob suda. Las sábanas están empapadas.

La señorita Aibagawa es tan intocable, piensa, como la mujer de un cuadro…

Jacob cree oír un clavicémbalo.

… espiado por el agujero de la cerradura de una cabaña a la que sólo se llega por casualidad una vez en la vida…

Las notas forman una telaraña iluminada por las estrellas y tejida con vidrio.

Jacob oye realmente un clavicémbalo: es el médico, que toca en su buhardilla estrecha y alargada.

El silencio de la noche y un capricho de la conductividad conceden a Jacob este privilegio: Marinus se niega a tocar para nadie, ni siquiera cuando se lo piden sus amigos estudiosos o los aristócratas de visita.

La música provoca un vivo anhelo que la misma música aplaca.

¿Cómo puede semejante puritano, se pregunta Jacob, tocar tan divinamente?

Los insectos nocturnos cantan, chirrían, perforan, zumban, agujerean, pican, sierran, aguijonean…