IV

Delante de las letrinas, junto a la Casa Jardín de Deshima

Antes del desayuno, 29 de julio de 1799

Jacob de Zoet emerge de la oscuridad rumorosa y ve a dos inspectores interrogando a Hanzaburo, su intérprete personal.

—Estarán dándole órdenes —dice Ponke Ouwehand, el escribano subalterno, que aparece de la nada— de desmenuzar sus zurullos para ver lo que caga usted. Al mío lo hice rabiar tanto que hace tres días estiró la pata prematuramente, por eso la Corporación de Intérpretes me ha enviado este perchero. —Ouwehand señala con un movimiento de cabeza al joven larguirucho que tiene a su espalda—. Se llama Kichibei, pero yo lo llamo «Herpes», porque no me lo quito de encima. Pero al final ganaré yo. Grote se ha apostado diez florines a que no acabo con cinco antes de noviembre. ¿Ya ha desayunado usted?

Los inspectores reparan en Kichibei y lo llaman.

—A eso iba —dice Jacob, limpiándose las manos.

—Deberíamos llegar antes de que todos los marineros meen en el café.

Los dos escribanos enfilan la Calle Larga y pasan por delante de dos ciervas preñadas.

—Buena pierna de venado —comenta Ouwehand— para la cena de Navidad.

El doctor Marinus y el esclavo Ignacio están regando el melonar.

—Menudo día sofocante nos espera, doctor —dice Ouwehand desde el otro lado de la valla.

Marinus seguramente lo oye pero no se digna alzar la vista.

—Con sus alumnos es bastante cortés —dice Ouwehand a Jacob—, y con su hermoso indio; y, según cuenta Van Cleef, cuando Hemmij estaba en las últimas era la amabilidad hecha persona; y cada vez que sus amigos estudiosos le llevan una hierba o una estrella de mar muerta, no cabe en sí de gozo. Entonces, ¿por qué con nosotros se transforma en el Viejo Maestro de la Amargura? En Batavia, hasta el cónsul francés (el cónsul francés, ojo) lo llamaba «búfalo insoportable».

Ouwehand deja escapar un graznido gutural.

Una cuadrilla de mozos de cuerda se congrega en el cruce para acarrear a tierra el hierro colado. Al ver a Jacob empiezan, como de costumbre, a darse codazos, a lanzar miradas y a sonreír de oreja a oreja. Para librarse del acoso, el holandés dobla por el Callejón del Flaco.

—No me negarás —dice Ouwehand— que le encanta llamar la atención, señor Pelirrojo.

—Pues sí lo niego —objeta Jacob—. Lo niego con toda el alma.

Los dos escribanos salen al Malecón y llegan a la Cocina.

Arie Grote está desplumando un ave bajo un dosel de sartenes y cacerolas. Hay aceite friéndose, una pila de tortitas improvisadas que va ganando altura y, repartidos en dos mesas, un queso de bola bastante sobado y algunas manzanas ácidas. Piet Baert, Ivo Oost y Gerritszoon están sentados en la mesa de los marineros; Peter Fischer, el escribano, y Con Twomey, el carpintero, comen en la de los oficiales: como es miércoles, Vorstenbosch, Van Cleef y el doctor Marinus desayunan arriba, en la Sala de la Bahía.

—Justo ahora nos preguntábamos —dice Grote— dónde se habrían metido, ¿eh?

—De primero, Maestro —dice Ouwehand, tocando el pan correoso y la mantequilla rancia— estofado de lenguas de ruiseñor; de segundo, un pastel de codorniz y moras con guarnición de alcachofas en salsa; y de postre, bizcocho de membrillo y rosa blanca.

—Cómo nos alegran el día —dice Grote— las eternas chanzas del señor O.

—¿Es en el culo de un faisán —Ouwehand se inclina para ver mejor— donde tienes metida la mano?

—La envidia —replica con desaprobación el cocinero— es uno de los siete pecados capitales, ¿eh, señor de Zoet?

—Eso dicen —Jacob limpia una mancha de sangre de una manzana—, sí.

—Le hemos preparado el café —Baert llega con una taza—. Recién hecho.

Jacob mira a Ouwehand, que le responde con una mueca como diciendo: «¿Ve usted?».

—Gracias, señor Baert, pero hoy no me apetece.

—Pero lo hemos hecho especial —protesta el antuerpiense—. A propósito para usted.

Oost da un bostezo cavernoso, y Jacob arriesga un comentario amistoso.

—¿Ha pasado una mala noche?

—En vela hasta el amanecer, robando a la Compañía y haciendo contrabando, ¿a que sí?

—No lo sé, señor Oost. —Jacob parte el pan—, ¿lo dice en serio?

—Pensaba que tenía usted la respuesta a todo desde antes de poner el pie en tierra.

—Una lengua educada —señala Twomey con su holandés aromatizado de irlandés— es…

—Él es quien viene a juzgarnos a todos, Con, y tú también lo piensas.

Oost es el único peón lo bastante temerario como para decirle ciertas cosas a la cara al nuevo escribano sin la excusa del licor, pero Jacob sabe que hasta Van Cleef lo considera un espía de Vorstenbosch. La Cocina entera está a la espera de su respuesta.

—Para poder tripular los barcos, mantener las plazas fuertes y pagar las decenas de miles de salarios, señor Oost, incluido el suyo, la Compañía debe obtener beneficios. Las factorías comerciales deben tener al día las cuentas. Los libros de contabilidad de Deshima de los últimos cinco años son un desastre. El deber del señor Vorstenbosch es ordenarme que los ponga en orden. Mi deber es obedecer. ¿Por qué eso ha de valerme el mote de «Iscariote»?

Nadie se molesta en responder. Peter Fischer mastica con la boca abierta.

Ouwehand rebaña un poco de chucrut con un trozo de pan correoso.

—Me da la impresión —dice Grote, sacándole las tripas al ave— que todo depende de lo que haga el administrador con respecto a las… irregularidades que salgan a la luz durante esa puesta en orden. De si se trata de un simple «no peques más, niño malo», o de una buena, pero justa, azotaina en el trasero, ¿eh? O del confinamiento en una mazmorra de Batavia de dos metros por uno y medio…

—Si… —Jacob se muerde la lengua antes de decir: «No han hecho nada malo, nada han de temer», porque todos los presentes infringen las reglas de la Compañía en lo tocante al comercio privado—. No soy el… —Jacob se frena para no decir: «confesor privado del administrador»—. ¿Han probado a preguntárselo directamente al señor Vorstenbosch?

—Los de mi rango —replica Grote— no podemos interrogar a los superiores.

—En ese caso tendrá que esperar a ver qué decide el administrador Vorstenbosch.

Mala respuesta, se da cuenta Jacob, que da a entender que no digo todo lo que sé.

—Guau guau —masculla Oost—. Guau.

La risa de Baert parece un ataque de hipo.

Del cuchillo de Fischer cae una monda de manzana en una única espiral perfecta.

—¿Debemos esperar que más tarde nos haga una visita a la oficina? ¿O va a seguir poniendo en orden las cuentas en el almacén Doorn con su amigo Ogawa?

—Haré —Jacob oye cómo su voz sube de tono— lo que me mande el administrador.

—¿Oh? ¿He tocado un nervio? Ouwehand y yo sólo queríamos saber si…

—¿Acaso —Ouwehand consulta el techo— he pronunciado una sola palabra?

—… ¿Si nuestro supuesto tercer escribano habría de ayudarnos hoy?

—«Practicante» —declara Jacob—. Escribano practicante. Ni «supuesto» ni «tercero», de la misma manera que usted no es el «principal».

—¿Ah? ¿Así que el señor Vorstenbosch y usted ya han hablado de cuestiones sucesorias?

—Este rifirrafe —interviene Grote—, en presencia de los subordinados, ¿es edificante, eh?

La puerta deforme de la cocina tiembla cuando entra Cupido, el criado del administrador.

—¿Y tú qué quieres, perro negro? —pregunta Grote—. Ya te hemos dado de comer.

—Traigo un mensaje para el escribano De Zoet: «El administrador le ordena acudir a la Sala de Reuniones», señor.

La risa de Baert nace, vive y muere en su nariz eternamente congestionada.

—Le guardaré el desayuno —dice Grote mientras corta las patas del faisán— a buen recaudo.

—¡Ven aquí, chico! —susurra Oost a un perro invisible—. ¡Siéntate! ¡En pie!

—¿No quiere un traguito de café —Baert le ofrece la taza— para reponer fuerzas?

—Creo que no iban a gustarme —Jacob se pone en pie— las sustancias adulterantes.

—Nadie está acusándolo de adulterio —gruñe Baert, malentendiendo el comentario—, no es más que…

De una patada, el sobrino del pastor arranca la taza de las manos de Baert.

La taza se estrella contra el techo, los pedazos se precipitan al suelo.

Los espectadores se quedan de piedra; Oost deja de ladrar; Baert está empapado.

Hasta Jacob está sorprendido. Se mete el pan en el bolsillo y se va.

• • •

En la Antecámara de las Botellas, delante del Salón de Reuniones, una pared cubierta con cincuenta o sesenta damajuanas, bien sujetas con alambre en previsión de terremotos, exhibe criaturas procedentes del otrora vasto imperio de la Compañía. Protegidas del deterioro gracias al alcohol, a las vejigas de cerdo y al plomo, las criaturas no representan tanto un recordatorio de que toda carne perece —¿qué adulto en su sano juicio olvida tamaña verdad durante mucho tiempo?— como una advertencia de que la inmortalidad se cobra un elevado precio.

Una salamanquesa encurtida guarda una misteriosa semejanza con el padre de Anna, y Jacob recuerda una aciaga conversación que mantuvo con dicho caballero en su gabinete de Roterdam. La calle era un ir y venir de carruajes, y el farolero hacía sus rondas.

—Anna me ha contado —empezó diciendo el padre de la chica— los sorprendentes aspectos de la situación, De Zoet…

El vecino de la salamanquesa es una víbora de mandíbula floja de las Célebes.

—… y yo, en consecuencia, he hecho una lista de sus virtudes y defectos.

Una cría de cocodrilo de Halmahera luce la sonrisa entusiasmada de un demonio.

—En el haber: es usted un escribano meticuloso y de buen carácter…

El cordón umbilical del cocodrilo está unido al cascarón para toda la eternidad.

—… que no se ha aprovechado de las ventajas que podía reportarle el afecto de Anna.

Halmahera fue precisamente el destino que le habían asignado a Jacob y del que lo rescató Vorstenbosch.

—En el debe: es usted un escribano. No un comerciante, ni un exportador…

Una tortuga de la isla de Diego García parece que está llorando.

—… y ni siquiera un almacenista, sino un escribano. No pongo en duda su cariño por mi hija.

Jacob roza con la nariz rota un frasco que contiene una lamprea de Barbados.

—Pero el cariño no es más que la guinda del pastel. El pastel propiamente dicho es la riqueza.

La boca en forma de O de la lamprea es una trituradora hecha de uves y uves dobles afiladas como cuchillas.

—No obstante, por respeto al buen ojo que tiene Anna para la gente, estoy dispuesto a concederle una oportunidad de ganarse su pastel, De Zoet. Un director de la Casa de las Indias Orientales frecuenta mi club. Si usted, tal como declara, tiene tantos deseos de convertirse en mi yerno, este caballero podría conseguirle un puesto administrativo en Java de cinco años. El salario oficial es una miseria, pero un joven emprendedor puede ganar algo por su cuenta. Debe darme la respuesta hoy mismo: el Fadrelandet zarpará de Copenhague dentro de quince días…

—¿Haciendo amigos?

El adjunto Van Cleef lo observa desde la puerta del Salón.

Jacob aparta la mirada de la lamprea.

—No estoy en condiciones de escoger, Adjunto.

Van Cleef titubea ante tanta franqueza.

—El señor Vorstenbosch está esperándolo.

—¿No quiere acompañarnos, señor?

—Me temo, De Zoet, que el hierro colado no se carga ni se pesa solo.

Unico Vorstenbosch mira de reojo el termómetro colgado junto al retrato de Guillermo el Taciturno. Tiene el rostro congestionado y reluciente de sudor.

—Tengo que decirle a Twomey que me construya uno de esos ingeniosos ventiladores de tela que los ingleses traen de la India… vaya, ahora no recuerdo cómo se llaman…

—¿Tal vez se refiere usted a un punkah, señor?

—Eso es. Un punkah, con un sirviente que tire de la cuerda. —Entra Cupido con una bandeja en la que lleva una tetera de plata y jade de aspecto familiar.

—El intérprete Kobayashi llegará a las diez —dice Vorstenbosch— con un grupo de funcionarios para instruirme sobre el protocolo cortesano que habremos de seguir durante nuestra audiencia con el Magistrado, postergada desde hace tanto tiempo. La porcelana antigua será señal de que servidor es un hombre refinado: en el Oriente todo es cuestión de señales, De Zoet. Recuérdeme para qué aristócratas se concibió el servicio del té, según aquel judío de Macao.

—Según dicho caballero, formaba parte del ajuar de la esposa del último emperador Ming, señor.

—El último emperador Ming, eso es. Ah, y quiero que más tarde se una usted a nosotros.

—¿Para la reunión con el intérprete Kobayashi y los funcionarios, señor?

—Para nuestra audiencia con el Magistrado Shirai… Shilo… Ayúdeme.

—Magistrado Shiroyama, señor… Señor, ¿tengo que ir a Nagasaki?

—A menos que prefiera quedarse registrando katis de hierro colado.

—Pisar el verdadero Japón supondría… —matar de envidia, piensa Jacob, a Peter Fischer—… una gran aventura. Gracias.

—Todo administrador necesita un secretario personal. Y ahora prosigamos con los asuntos del día en mi despacho privado…

La luz sesgada del sol baña el escritorio de la salita contigua.

—Bien —dice Vorstenbosch acomodándose—, después de tres días en tierra firme, ¿qué le parece la vida en el enclave más remoto de la Compañía?

—Más saludable —la silla de Jacob cruje— que un puesto en Halmahera, señor.

—¡Sólo faltaría! ¿Qué es lo que más le irrita: los espías, el aislamiento, la falta de libertad… o la ignorancia de nuestros paisanos?

Jacob se plantea contarle lo ocurrido durante el desayuno, pero se da cuenta de que no ganaría nada. El respeto, piensa, no se puede imponer desde arriba.

—Los marineros me ven con cierta… sospecha, señor.

—Normal. Decretar que «el comercio privado queda prohibido a partir de ahora» sólo serviría para tornar más ingeniosos sus ardides; de momento, la mejor profilaxis es una deliberada vaguedad. A los empleados, como es natural, les molesta, pero como no se atreven a descargar su rabia en mí, se desahogan con usted.

—No querría parecer ingrato después de lo que ha hecho por mí, señor.

—No se puede negar que Deshima es un destino aburrido. Lejos quedan los días en que uno podía retirarse con lo que amasaba en dos temporadas comerciales. Aquí el peligro mortal no es la fiebre palúdica ni los cocodrilos, sino la monotonía. Pero anímese, De Zoet: dentro de un año volveremos a Batavia, donde descubrirá cómo recompenso yo la lealtad y la diligencia. Hablando de diligencia, ¿cómo va la restauración de los libros de contabilidad?

—Los libros son un desastre espantoso, pero el señor Ogawa está siéndome de gran ayuda, y el «noventa y cuatro» y el «noventa y cinco» ya están reconstruidos en su mayor parte.

—Cómo estaremos para tener que fiarnos de los archivos japoneses. En fin, pasemos a cuestiones más urgentes. —Vorstenbosch abre la cerradura de su escritorio y saca una barra de cobre japonés—. El más rojo del mundo, el más rico en oro y, durante cien años, la novia para la que los holandeses bailamos en Nagasaki. —Le lanza el lingote a Jacob, que lo coge con buenos reflejos—. No obstante, cada año que pasa, esta novia se vuelve más flaca y antipática. Según sus propias cifras, De Zoet… —Vorstenbosch consulta una hoja de papel que tiene encima del escritorio—… en 1790 exportamos ocho mil piculs. En 1794, seis mil. Gijsbert Hemmij, que sólo demostró buen juicio en morirse antes de que lo acusasen de incompetencia, dejó que la cuota se redujese a menos de cuatro mil, y durante el año de pésima gestión de Snitker, a unos míseros tres mil doscientos, de los cuales se perdió hasta el último lingote con el Octavia, dondequiera que naufragase.

El reloj de Almelo divide el tiempo con manecillas incrustadas de pedrería.

—¿Recuerda, De Zoet, que acudí al Fuerte Viejo antes de embarcarnos?

—Sí, señor. El gobernador general departió con usted durante dos horas.

—Fue una conversación importante sobre nada menos que el futuro de la Java holandesa. Que es precisamente lo que tiene usted ahora mismo en sus manos. —Vorstenbosch asiente con la cabeza en dirección al lingote de cobre—. Eso mismo.

En el metal se distingue el reflejo derretido de Jacob.

—No entiendo, señor.

—La funesta descripción que hizo Snitker del dilema que atenaza a la Compañía no era, por desgracia, una exageración. Lo que no dijo, porque nadie de fuera del Consejo de Indias lo sabe, es que el Tesoro de Batavia está en los huesos.

Del otro lado de la calle llega el eco de los martillazos de los carpinteros. A Jacob le duele la nariz torcida.

—Sin el cobre japonés, Batavia no puede acuñar moneda. —Vorstenbosch gira entre los dedos un abrecartas de marfil—. Sin monedas, los batallones de nativos se diluirán de nuevo en la jungla. No hay manera de dorar esta píldora, De Zoet: el Gobierno puede mantener nuestras guarniciones con la mitad del salario hasta julio. En agosto se largarán los primeros desertores; en octubre, los jefes nativos descubrirán nuestra debilidad; y para Navidad, Batavia sucumbirá a la anarquía, al saqueo, a las masacres y a la Pérfida Albión.

Sin querer, la mente de Jacob visualiza esa misma sucesión de catástrofes.

—A lo largo de la historia de Deshima —prosigue Vorstenbosch—, todo administrador en jefe ha tratado de sacarles metales preciosos a los japoneses. Y lo único que ha obtenido es apretones de manos y promesas incumplidas. Los engranajes del comercio han seguido girando impasibles, pero si fracasamos, De Zoet, los Países Bajos perderán el Oriente.

Jacob deja el lingote en el escritorio.

—¿Cómo podemos tener éxito allí donde…?

—¿Donde tantos han fracasado? Con audacia, agresividad y una misiva histórica. —Vorstenbosch desliza sobre la mesa un juego de escribanía—. Tome nota, por favor.

Jacob prepara la tablilla, descorcha el tintero y moja la pluma.

—«Yo, gobernador general de las Indias Orientales Holandesas, P. G. Van Overstraten». —Jacob mira a su patrón, pero no ve indicios de error involuntario—, «en la fecha presente…». ¿Fue el dieciséis de mayo cuando zarpamos de Batavia?

El hijo del pastor traga saliva.

—El catorce, señor.

—«… en la fecha presente… nueve de mayo del año mil setecientos noventa y nueve, envío un cordial saludo a sus augustas excelencias del Consejo de Ancianos, como un amigo sincero comunicaría a otro sus pensamientos más íntimos, sin lisonjas ni miedo a la desaprobación, en lo concerniente a la venerable amistad que une al Imperio del Japón y a la República de Batavia», punto.

—Los japoneses no han sido informados de la revolución, señor.

—En ese caso seguiremos siendo «las Provincias Unidas de los Países Bajos», por el momento. «Los siervos del shogun en Nagasaki han modificado en repetidas ocasiones los términos comerciales, lo que ha redundado en el empobrecimiento de la Compañía…». No, pon mejor «inconvenientes para la Compañía». Y a continuación: «El llamado impuesto de las flores alcanza niveles de usura: el rixdale ha sufrido tres devaluaciones en diez años, mientras la cuota del cobre se ha reducido a la mínima expresión»… punto.

La plumilla se dobla bajo la presión. Jacob coge otra.

—«Sin embargo, las peticiones de la Compañía se topan con un sinfín de excusas. Los peligros de la travesía desde Batavia a vuestro lejano Imperio quedaron patentes con el naufragio del Octavia, en el que perdieron la vida doscientos holandeses. Sin una contrapartida justa, el comercio de Nagasaki ya no es sostenible». Otro párrafo. «Los directores de la Compañía en Ámsterdam han emitido un memorando definitivo en relación a Deshima, cuyo contenido podría resumirse así…». —La pluma de Jacob sortea una mancha de tinta—, «si la cuota de cobre no aumenta en veinte mil piculs», en letra, De Zoet, y ponlo también en cifras, «los diecisiete directores de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se verán obligados a sacar la conclusión de que sus socios japoneses ya no desean mantener intercambios comerciales con extranjeros. Evacuaremos Deshima y sacaremos las mercancías, el ganado y el material recuperable de nuestros almacenes con efecto inmediato». Listo. Esto debería bastar para soltar la zorra en el gallinero, ¿no?

—Media docena de las grandes, señor. Pero ¿de veras el gobernador general formuló esa amenaza?

—La mente asiática respeta la force majeure; más vale empujarlos a la sumisión.

O sea, entiende Jacob, que la respuesta es «no».

—¿Y si los japoneses nos obligasen a enseñar nuestras cartas?

—Para eso tendrían que olerse el farol. Por eso le hago partícipe de esta estratagema, que sólo conocemos Van Cleef, el capitán Lacy y yo. Nadie más. Bueno, para terminar: «Por una cuota de cobre de veinte mil piculs, enviaré otro barco el año que viene. En caso de que el Consejo del shogun ofrezca», cursiva, «un solo picul menos de esos veinte mil, arrancará de cuajo el árbol del comercio, mandará a la ruina al único gran puerto del Japón y tapiará con ladrillos la única ventana abierta al mundo de vuestro Imperio», ¿sí?

—Los ladrillos no se usan mucho por estos lares, señor. ¿Qué tal «sellará con tablas»?

—Muy bien. «Esta pérdida dejará ciego al shogun ante el progreso europeo, para alegría de los rusos y demás enemigos que contemplan con ojos ávidos vuestro Imperio. Vuestros descendientes, aún por nacer, os suplican que toméis la decisión correcta en este momento, así como», en otro renglón, «Vuestro más sincero aliado, etcétera, etcétera, P. G. Van Overstraten, gobernador general de las Indias Orientales; caballero de la Orden del León Naranja/De Orange», y todos los adornos honoríficos que se te ocurran, De Zoet. Dos copias en limpio para el mediodía, para dar tiempo a Kobayashi; las remata con la firma de Van Overstraten, lo más realista posible, y una la sella con esto.

Vorstenbosch le pasa el anillo grabado con las letras VOC, el acrónimo de la Vereenigde Oost-Indische Compagnie.

Jacob se sobresalta al oír las dos últimas órdenes.

—¿Debo firmarlas y sellarlas yo, señor?

—Aquí está… —Vorstenbosch encuentra un ejemplo—. La firma de Van Overstraten.

—Falsificar la firma del gobernador general es…

Jacob sospecha que la respuesta correcta es «un delito castigado con la pena capital».

—¡No ponga esa cara de estreñido, De Zoet! La firmaría yo, pero nuestra estratagema exige la rúbrica perfecta de Van Overstraten, no los torpes garabatos de mi mano zurda. Piensa en la gratitud del gobernador general cuando volvamos a Batavia con las exportaciones de cobre triplicadas: mi petición de un puesto en el Consejo será imposible de rechazar. ¿Por qué habría de renunciar a mi fiel secretario? Naturalmente, si… los escrúpulos o la falta de coraje le impiden ejecutar lo que le pido, siempre puedo llamar al señor Fischer.

Hazlo ahora, piensa Jacob, preocúpate después.

—Firmaré, señor.

—Entonces no hay tiempo que perder: Kobayashi estará aquí dentro de… —el administrador en jefe consulta el reloj—… cuarenta minutos. Más nos vale que el lacre de la carta se haya enfriado para entonces, ¿no es cierto?

• • •

El guardián de la Puerta Terrestre termina de cachearlo y Jacob se sube al palanquín. Peter Fischer entorna los ojos por culpa del resol implacable del mediodía.

—Deshima es toda suya durante una hora o dos, señor Fischer —le dice Vorstenbosch desde el palanquín del administrador—. Devuélvamela en las mismas condiciones.

—Por descontado. —El prusiano despliega una sonrisa empalagosa—. Faltaría más.

Al pasar el palanquín de Jacob, la sonrisa de Fischer se transforma en una mirada torva.

La comitiva deja atrás la Puerta Terrestre y enfila el Puente de Holanda.

La marea está baja: Jacob ve un perro muerto en el cieno…

… y de pronto está suspendido en el aire, a un metro del suelo prohibido del Japón.

Hay un amplio cuadrado de arena y grava, vacío salvo por la presencia de unos pocos soldados. La plaza, según le contó Van Cleef, se llama Plaza Edo para recordar a los habitantes de Nagasaki, de mentalidad independiente, quién ostenta realmente el poder. A un lado se alza la fortaleza del shogun: rampas de piedra, altas murallas y escaleras. Tras franquear otra serie de portones, la comitiva se zambulle en una calle umbría. Los buhoneros gritan, los mendigos imploran, los caldereros hacen ruido con sus cacerolas, diez mil zuecos de madera chacolotean en el empedrado. Sus propios escoltas dan voces para que los transeúntes se aparten del camino. Jacob trata de captar todas y cada una de las fugaces impresiones, para poder contárselas por carta a Anna, a su hermana Geertje, y a su tío. A través de la rejilla del palanquín le llegan olores variopintos: arroz hervido, aguas negras, incienso, limones, serrín, levadura y algas. Vislumbra ancianas apergaminadas, monjes picados de viruelas, jóvenes solteras con los dientes ennegrecidos. Ojalá tuviese un cuaderno, piensa el extranjero, y tres días en tierra firme para poder llenarlo. Unos niños subidos a un muro de barro se sirven de índice y pulgar para poner ojos de búho, y corean: «Oranda-me, Oranda-me, Oranda-me». Jacob cae en la cuenta de que están imitando los ojos «redondos» de los europeos y le viene a la memoria una recua de golfillos que perseguían a un chino en Londres. Los mocosos se estiraban los ojos hacia los lados y cantaban: «Chino, siamés, y si quieres, japonés».

La gente reza apiñada delante de un altar minúsculo con la puerta en forma de π.

Hay una hilera de ídolos tallados en piedra; lazos de papel atados a un ciruelo.

En las inmediaciones, unos saltimbanquis tocan una cancioncilla alegre para atraer público.

Los palanquines cruzan un canal; el agua apesta.

A causa del sudor, Jacob siente picores en las axilas, las ingles y las rodillas, y se abanica con su cartapacio de escribano.

Hay una niña asomada a una ventana de un piso alto; del alero cuelgan linternas rojas, y ella se acaricia despreocupadamente el cuello con una pluma de ganso. Tiene el cuerpo de una chiquilla de diez años, pero los ojos de una mujer mucho mayor.

Sobre una tapia en ruinas burbujean las glicinias en flor.

Un hirsuto pordiosero arrodillado junto a un charco de vómito resulta ser un perro.

Unos instantes después, la comitiva se detiene delante de un portón de madera y hierro.

El portón se abre y los guardianes saludan a los palanquines, que entran en un patio.

Veinte lanceros reciben instrucción bajo un sol de justicia.

El palanquín de Jacob se detiene a la sombra de un voladizo, y se posa sobre sus patas.

Ogawa Uzaemon le abre la portezuela.

—Bienvenido a la Magistratura, señor de Zoet.

• • •

La larga galería termina en un vestíbulo sombrío.

—Aquí, esperar —les dice el intérprete Kobayashi, indicándoles que se sienten en los cojines que traen unos sirvientes.

A la derecha, el vestíbulo se prolonga en una hilera de puertas correderas blasonadas con bulldogs rayados de largas y tupidas pestañas.

—Se supone que son tigres —dice Van Cleef—. Al otro lado está nuestro destino: la Sala de los Sesenta Tatamis.

La ramificación de la izquierda conduce a una puerta más modesta, decorada con un crisantemo. Jacob oye a un bebé que llora unas habitaciones más allá. Ante él se extiende una vista de los muros y tejados candentes de la Magistratura que baja hasta la bahía donde, envuelto en la calima desvaída, fondea el Shenandoah. El aroma del verano se mezcla con el de la cera y el papel nuevo. El grupo de holandeses se ha descalzado a la entrada, y Jacob agradece la advertencia que Van Cleef le había hecho anteriormente: cuidado con lucir agujeros en los calcetines. Si me viese el padre de Anna, piensa, rindiendo homenaje al sumo oficial del shogun en Nagasaki. Los extranjeros y los intérpretes guardan un riguroso silencio.

—Las tarimas están elevadas para que crujan y delaten a los asesinos.

—¿Los asesinos —pregunta Vorstenbosch— son un problema grave en estos pagos?

—Puede que hoy en día no, pero las viejas costumbres no se pierden fácilmente.

—Recuérdame —le ordena el administrador— por qué una Magistratura tiene dos magistrados.

—Cuando el magistrado Shiroyama está de servicio en Nagasaki, el magistrado Ômatsu reside en Edo y viceversa. Rotan anualmente. Si uno de los dos comete una imprudencia, su homólogo lo denunciaría sin dilación. Todos los puestos de autoridad del Imperio se dividen de esta forma y quedan, así, neutralizados.

—Me imagino que Niccolò Machiavelli tendría poco que enseñarle al shogun.

—Desde luego, señor. Creo que, en comparación, el florentino sería un aprendiz.

El intérprete Kobayashi muestra su desaprobación por el intercambio de tan augustos nombres.

—¿Me permiten que dirija su atención —Van Cleef cambia de tema— hacia el antiguo espantapájaros colgado en aquella hornacina?

—Cielo santo —Vorstenbosch aguza la vista—, es un arcabuz portugués.

—Tras la llegada de los portugueses empezaron a fabricarse mosquetes en una isla de Satsuma. Después, cuando se reparó en que diez mosquetes en manos de otros tantos campesinos de pulso firme podían acabar con la vida de diez samuráis, el shogun restringió la producción. Imagínense la suerte que correría un monarca europeo que tratase de imponer semejante decreto…

Una de las puertas adornadas con un tigre se descorre y aparece un alto funcionario de nariz aplastada que se dirige hacia el intérprete Kobayashi. Los intérpretes hacen una profunda reverencia y Kobayashi le presenta al funcionario al administrador Vorstenbosch como chambelán Tomine. El tono del chambelán es tan gélido como sus ademanes.

—«Caballeros», traduce Kobayashi, «en la Sala de los Sesenta Tatamis está presente el magistrado y muchos consejeros. Deben prestar la misma obediencia al magistrado que al shogun».

—El magistrado Shiroyama recibirá —tranquiliza Vorstenbosch al intérprete— todo el respeto que se merece.

Kobayashi no parece tranquilizado.

La Sala de los Sesenta Tatamis es oscura y aireada. Cincuenta o sesenta funcionarios sudorosos —todos ellos samuráis de aspecto importante— forman un rectángulo perfecto. El magistrado Shiroyama se distingue del resto por su posición central y su tarima elevada sobre el suelo; el rostro de quincuagenario parece curtido por la eminencia del cargo. La luz penetra en la estancia desde un patio iluminado por el sol, compuesto de guijarros blancos, pinos retorcidos y, al sur, rocas cubiertas de musgo. Sobre las aberturas que hay al este y al oeste se mecen unas colgaduras. Un guardia de cuello rollizo anuncia: «¡Oranda capitán!», y conduce a los holandeses dentro del rectángulo de cortesanos, hacia tres cojines de color carmesí. El chambelán Tomine habla.

—«Que holandeses presenten sus respetos» —traduce Kobayashi.

Jacob se arrodilla en su cojín, deja en el suelo su cartapacio, y hace una reverencia. Se da cuenta de que, a su derecha, Van Cleef está haciendo lo propio, pero al enderezarse ve que Vorstenbosch sigue en pie.

—¿Dónde —inquiere el administrador dirigiéndose a Kobayashi— está mi silla?

La pregunta provoca el escándalo sordo que pretendía Vorstenbosch.

El chambelán dirige una pregunta brusca a Kobayashi.

—En Japón —le dice el intérprete a Vorstenbosch, ruborizándose— no es deshonor sentarse en suelo.

—Muy loable, señor Kobayashi, pero estoy más cómodo en una silla.

Kobayashi y Ogawa se ven obligados a aplacar la cólera de un chambelán y a desactivar la obstinación de un administrador.

—Por favor, señor Vorstenbosch —dice Ogawa—, en Japón no tenemos sillas.

—¿Y no es posible improvisar una para un dignatario en visita? ¡Tú!

El funcionario señalado por el índice del holandés se sobresalta y se toca la punta de la nariz.

—Sí, tú: trae diez cojines. Diez. ¿Entiendes «diez»?

Con gesto consternado, el funcionario desvía su mirada de Kobayashi a Ogawa y viceversa.

—¡Mira, amigo! —Vorstenbosch coge un cojín y tras balancearlo un instante, lo deja caer y muestra los diez dedos—. ¡Tráeme diez cojines! Kobayashi, dígale a este pánfilo lo que quiero.

El chambelán Tomine exige respuestas. Kobayashi le explica por qué el administrador se niega a arrodillarse, mientras Vorstenbosch exhibe una sonrisa de tolerante arrogancia.

En espera de la reacción del magistrado, la Sala de los Sesenta Tatamis se sume en el silencio.

Shiroyama y Vorstenbosch se clavan los ojos durante un largo instante.

Al fin, el magistrado despliega la sonrisa del vencedor y asiente con la cabeza. El chambelán da una palmada: dos sirvientes van a por los cojines y comienzan a apilarlos hasta que Vorstenbosch desborda satisfacción.

—Tomen nota —dice el administrador holandés a sus compatriotas— de las recompensas que reporta la firmeza. El administrador Hemmij y Daniel Snitker, con su pleitesía servil, minaron nuestra dignidad, y ahora me toca a mí —da un golpe a la aparatosa pila de cojines— reconquistarla.

El magistrado Shiroyama se dirige a Kobayashi.

—Magistrado pregunta —traduce el intérprete—: «¿Ahora está cómodo?».

—Gracias, señoría. Ahora estamos sentados cara a cara, como iguales.

Jacob supone que Kobayashi habrá omitido las dos últimas palabras de Vorstenbosch.

El magistrado Shiroyama asiente y articula una larga frase.

—Su señoría —dice Kobayashi— se «congratula» con nuevo administrador y «da bienvenida a Nagasaki»; y «da bienvenida otra vez a Magistratura» y también a adjunto. —Jacob, un simple escribano, no merece mención—. Magistrado espera que viaje no demasiado… «extenuante», y espera que sol no demasiado fuerte para débil piel holandesa.

—Dé las gracias a nuestro anfitrión por su interés —replica Vorstenbosch—, pero le aseguro que, comparado con el mes de julio en Batavia, el verano de Nagasaki es un juego de niños.

Shiroyama asiente al oír la traducción, como si viese confirmada una vieja sospecha.

—Pregúntele a su señoría —ordena Vorstenbosch— si le gustó el café con el que lo obsequié.

La pregunta, percibe Jacob, provoca un intercambio de miradas maliciosas entre los cortesanos. El magistrado se piensa la respuesta.

—Magistrado dice —traduce Ogawa—: «Café sabe como ninguna otra cosa».

—Dígale que nuestras plantaciones de Java pueden producir lo bastante como para satisfacer el estómago sin fondo de los japoneses. Dígale que las generaciones futuras bendecirán el nombre de «Shiroyama» como el hombre que descubrió esta mágica bebida para su patria.

Ogawa ofrece una traducción apta y se encuentra con una negativa cortés.

—Magistrado dice —explica Kobayashi—: «Japón no tiene apetito para café».

—¡Paparruchas! En su día el café también era desconocido en Europa, pero hoy en día en todas las calles de nuestras grandes capitales hay una tienda… ¡O diez! Con las cuales se amasan inmensas fortunas.

Shiroyama cambia deliberadamente de tema antes de que Ogawa tenga tiempo de traducir.

—Magistrado expresa condolencias —dice Kobayashi— por naufragio de Octavia en invierno pasado.

—Dígale que es curioso —repone Vorstenbosch— cómo nuestra conversación ha derivado en las penalidades que sufre nuestra Honorable Compañía para traer la prosperidad a Nagasaki…

Ogawa detecta la inminencia de complicaciones inevitables, pero se ve obligado a traducir.

El rostro del magistrado expresa un cómplice: «¿Oh?».

—Precisamente traigo un comunicado urgente de parte del gobernador general sobre este mismo asunto.

Ogawa se vuelve hacia Jacob en busca de ayuda.

—¿Qué es un comunicado?

—Una carta —contesta Jacob en voz baja—. El mensaje de un diplomático.

Ogawa traduce la frase; las manos de Shiroyama dicen: «Dame».

Desde su torre de cojines, Vorstenbosch hace un gesto de asentimiento a su secretario.

Jacob desata su cartapacio, extrae la carta recién falsificada del Excelentísimo P. G. Van Overstraten y se la entrega con ambas manos al chambelán.

El chambelán Tomine coloca el sobre delante de su señor, que no sonríe.

La Sala de los Sesenta Tatamis observa la escena con manifiesta curiosidad.

—Es necesario, señor Kobayashi —dice Vorstenbosch—, advertir a estos gentiles caballeros, e incluso al magistrado, que nuestro gobernador general les envía un ultimátum.

Kobayashi fulmina con la mirada a Ogawa, que hace intención de preguntar:

—¿Qué es «ultim…»?

—Ultimátum —dice Van Cleef—. Una amenaza; una exigencia; una advertencia severa.

—Momento muy malo —Kobayashi sacude la cabeza— para advertencia severa.

—¿No cree que el magistrado Shiroyama debería saber cuanto antes —la preocupación de Vorstenbosch rezuma malevolencia— que Deshima será derrelicta al término de la presente temporada comercial, a menos que Edo nos conceda veinte mil piculs?

—Derrelicta —repite Van Cleef— significa abandonada; concluida; finiquitada.

Los dos intérpretes se quedan lívidos.

Jacob siente en su fuero interno una punzada de compasión por Ogawa.

—Por favor, señor —Ogawa intenta tragar saliva—, nada de noticias como esa, aquí, ahora…

Presa de la impaciencia, el chambelán Tomine exige una traducción.

—Más vale no hacer esperar a su señoría —le dice Vorstenbosch a Kobayashi.

Trastabillándose con cada palabra, Kobayashi transmite las terribles noticias.

De todas las direcciones les llega una ráfaga de preguntas, pero aunque Kobayashi y Ogawa tratasen de contestarlas, sus respuestas resultarían inaudibles. En medio de todo el caos, Jacob repara en un hombre sentado tres puestos a la izquierda del magistrado Shiroyama. No sabe por qué, pero su rostro lo llena de inquietud; tampoco es capaz de calcular su edad. El cráneo rasurado y la túnica azulada invitan a pensar que se trata de un monje o incluso de un confesor. Tiene los labios apretados, los pómulos pronunciados, la nariz aguileña y los ojos feroces de inteligencia. Jacob se ve tan incapaz de eludir la mirada de ese individuo como un libro de sustraerse, por voluntad propia, al ojo de un lector. De repente, el silencioso observador ladea la cabeza, como un sabueso que oyese el sonido de su presa.