II

Camarote del capitán Lacy a bordo del Shenandoah, atracado en el puerto de Nagasaki

Noche del 20 de julio de 1799

—¿De qué otra forma —pregunta Daniel Snitker— puede un hombre resarcirse de las humillaciones diarias que sufrimos a manos de esas sanguijuelas de ojos rasgados? «El sirviente sin paga», dicen los españoles, «derecho tiene a cobrársela», y que me parta un rayo si por una vez no tienen razón los muy condenados. ¿Quién nos dice que dentro de cinco años va a existir aún una Compañía que pueda pagarnos? Ámsterdam está de rodillas; nuestros astilleros están parados; nuestras fábricas, en silencio; nuestros graneros, saqueados; La Haya es un teatro de marionetas manejadas desde París; los chacales prusianos y los lobos austríacos se ríen en nuestras fronteras. Y, por el amor de Dios, desde la batalla de Camperdown nos hemos convertido en un país marítimo sin armada. Los ingleses se han hecho con el Cabo, Coromandel y Ceilán sin despeinarse. ¡Y está claro que Java es el próximo pavo cebado para Navidad! Sin agentes neutrales como este yanqui —Snitker frunce el labio para señalar al capitán Lacy—, Batavia se moriría de hambre. En momentos así, Vorstenbosch, el único seguro de vida que le queda a un hombre son las mercancías vendibles que haya en el almacén. ¿Qué si no, por el amor de Dios, hace usted aquí?

La vieja lámpara de aceite de ballena se balancea y silba.

—¿Ha terminado ya su declaración? —le pregunta Vorstenbosch.

Snitker se cruza de brazos.

—Escupo en vuestro juicio sumarísimo.

El capitán Lacy suelta un eructo descomunal.

—Es culpa del ajo, caballeros.

Vorstenbosch se dirige a su escribano:

—Podemos tomar nota del veredicto…

Jacob de Zoet asiente y moja la pluma en el tintero:

—… proceso sumarísimo.

—Hoy, veinte de julio de mil setecientos noventa y nueve, yo, Unico Vorstenbosch, administrador electo de la factoría de Deshima en Nagasaki, por el poder que me otorga el excelentísimo señor P. G. Van Overstraten, gobernador general de las Indias Orientales Holandesas, y ante la fe del capitán Anselm Lacy, del Shenandoah, declaro a Daniel Snitker, administrador en funciones de la susodicha factoría, culpable de los siguientes delitos: negligencia grave en el cumplimiento del deber…

—¡He cumplido con todos los deberes de mi cargo! —insiste Snitker.

—¿Que ha «cumplido» con sus deberes? —Vorstenbosch hace una seña a Jacob para que deje de escribir—. ¡Nuestros almacenes se carbonizaban mientras usted, señor mío, retozaba con mujerzuelas en el burdel! Hecho este que no figura en esa sarta de embustes que usted se complace en llamar registro diario, y que de no haber sido por el comentario que hizo de pasada un intérprete japonés…

—¡Ratas de cloaca que me difaman porque estoy al corriente de sus artimañas!

—¿Es una difamación que el coche de bomberos no estuviese en Deshima la noche del incendio?

—Tal vez el acusado se llevó el coche a la Casa de las Glicinias —observa el capitán Lacy— para impresionar a las damas con el grosor de su manguera.

—El coche —objeta Snitker— era responsabilidad de Van Cleef.

—Ya informaré a su adjunto de la lealtad con que lo defiende. Pasemos al segundo punto, señor de Zoet: «Ausencia de las firmas de tres oficiales superiores de la factoría en el conocimiento de embarque del Octavia».

—Por el amor de Dios. ¡Un descuido administrativo sin importancia!

—Un «descuido» que permite a los administradores corruptos engañar a la Compañía de cien formas diferentes, motivo por el cual Batavia insiste en obtener autorizaciones por triplicado. Siguiente punto: «Malversación de fondos de la Compañía para costear fletes privados».

—¡Eso es mentira! —escupe Snitker, ciego de rabia—. ¡Mentira podrida!

Del bolso de viaje que tiene a sus pies, Vorstenbosch extrae dos estatuillas de porcelana de estilo oriental. La primera representa un verdugo que, hacha en ristre, se dispone a decapitar a la segunda, un reo de rodillas, maniatado y con la mirada puesta ya en la otra vida.

—¿Para qué me enseña esta quincalla? —le pregunta Snitker con desfachatez.

—Hemos encontrado veinticuatro docenas en su cargamento personal. «Veinticuatro docenas de estatuillas de porcelana de Imari», que conste en el acta. Mi difunta esposa era aficionada a las curiosidades japonesas, así que algo sé del asunto. Hágame el favor, capitán Lacy: ¿qué precio calcula que podrían alcanzar en, digamos, una sala de subastas de Viena?

El capitán se lo piensa.

—¿Veinte florines cada una?

—Estas de aquí, un poco más pequeñas, treinta y cinco florines; las de cortesanos, arqueros y señores, cubiertas de pan de oro, cincuenta. ¿Cuánto costarían en total las veinticuatro docenas? Vamos a tirar por lo bajo, que Europa está en guerra y hay inestabilidad en los mercados: suponiendo treinta y cinco florines por pieza, multiplicados por doce docenas… ¿De Zoet?

Jacob tiene el ábaco a mano.

—Diez mil ochenta florines, señor.

—¡Caramba! —exclama impresionado Lacy.

—Un jugoso beneficio —afirma Vorstenbosch— por una mercancía adquirida con cargo a la Compañía pero registrada de su puño y letra, Snitker, en el conocimiento de embarque (sin testigos, por supuesto) como «Porcelana privada del administrador en funciones».

—El administrador anterior, téngalo Dios en su gloria —dice Snitker cambiando su versión—, me las legó en presencia del embajador de la corte.

—O sea que ¿el señor Hemmij previó su muerte al volver de Edo?

Gijsbert Hemmij era un hombre singularmente precavido.

—Entonces podrá usted mostrarnos su singularmente precavido testamento.

—El documento —dice Snitker secándose la boca— quedó destruido Iras el incendio.

—¿Quiénes fueron los testigos? ¿El señor Van Cleef? ¿Fischer? ¿El mono?

Snitker suspira asqueado.

—Esto es una pueril pérdida de tiempo. Adelante, cóbrese su diezmo, pero ni una fracción más, o juro por Dios que cojo todos los malditos chismes y los tiro al mar.

De Nagasaki llega el eco de las jaranas.

El capitán Lacy se suena la nariz con una hoja de col.

Con su pluma casi gastada, Jacob termina de tomar nota; le duele la mano.

—¿Qué está pidiéndome? —Vorstenbosch parece confundido—, ¿qué monserga es esa de un «diezmo»? Señor de Zoet, ¿podría usted iluminarme?

—El señor Snitker está tratando de sobornarlo, señor.

La lámpara ha empezado a balancearse; tras humear y chisporrotear, recupera el equilibrio.

En la cubierta de abajo afina su violín un marinero.

—¿Cree usted —dice Vorstenbosch a Snitker, pestañeando— que mi integridad está a la venta? ¿Cómo si yo fuese un vulgar capitán de puerto del río Escalda, que cobra mordidas a las barcazas de la mantequilla?

—De acuerdo, un noveno —refunfuña Snitker—. Pero le juro que es mi última oferta.

—Concluya la lista de acusaciones —ordena Vorstenbosch a su secretario chasqueando los dedos— con «Tentativa de soborno a un fiscal interventor», y proceda a transcribir la sentencia. Deje de poner los ojos en blanco, Snitker, y preste atención, que esto le atañe. «Primero: por la presente se despoja a Daniel Snitker de su cargo y de todos sus emolumentos, sí, de todos, con efecto retroactivo desde 1797. Segundo: al llegar a Batavia se encarcelará a Daniel Snitker en el Viejo Fuerte para que dé cuenta de sus actos. Tercero: se subastará su cargamento personal, y con lo recaudado se indemnizará a la Compañía». Veo que he captado su atención.

La pose desafiante de Snitker se desmorona.

—Me está dejando usted en la indigencia.

—Este castigo ejemplar servirá de escarmiento a todos los administradores parásitos que maman de las ubres de la Compañía: «La justicia desenmascaró a Daniel Snitker», les advierte este veredicto, «y también os desenmascarará a vosotros». Capitán Lacy, agradezco su participación en este sórdido asunto; señor Wiskerke, por favor, búsquele al señor Snitker una hamaca en el castillo de proa. El señor Snitker se pagará el pasaje a Java trabajando de marinero raso y estará sometido a la disciplina común. Asimismo…

Snitker derriba la mesa y se abalanza sobre Vorstenbosch. Jacob alcanza a ver el puño de Snitker sobre la cabeza de su patrón y trata de interceptarlo; un torbellino de flamantes pavos reales invade su campo de visión; las paredes del camarote giran noventa grados; el suelo le golpea en las costillas y el sabor metálico que percibe en la boca seguramente es sangre. Hay un intercambio de gruñidos, quejidos y jadeos al más alto nivel. Jacob levanta la vista justo a tiempo de ver al segundo de a bordo asestar un golpe demoledor en el plexo solar de Snitker, lo que arranca una mueca involuntaria de compasión al escribano, tirado en el suelo. En el preciso momento en que Snitker se tambalea y cae redondo, dos marineros más irrumpen en el camarote. Bajo cubierta, el violinista toca «Mi damisela de ojos negros de Twente».

El capitán Lacy se sirve un vaso de whisky de grosellas.

Vorstenbosch aporrea a Snitker en pleno rostro con su bastón de puño de plata, hasta cansarse.

—Encadenad a esta cucaracha en el rincón más inmundo de la bodega.

El segundo de a bordo y los dos marineros se llevan a rastras el cuerpo gemebundo. Vorstenbosch se arrodilla junto a Jacob y le agarra el hombro.

—Gracias por llevarse ese puñetazo en mi lugar, muchacho. Me temo que su cocorota es une belle marmalade

El dolor que Jacob siente en la nariz le hace pensar en una fractura, pero la viscosidad que nota en las manos y las rodillas no es sangre. Al incorporarse se da cuenta de que es tinta.

Tinta derramada de su tintero roto, riachuelos añiles y deltas goteantes…

Tinta absorbida por la sedienta madera, filtrada entre las grietas…

Tinta, piensa Jacob, el más fecundo de los líquidos…