5. La Muerte de la Médula

Boston poseía un viejo encanto mundano que no se podía hallar en ninguna otra parte de los Estados Unidos. La policía secreta, los toques de queda y los racionamientos, la histeria de la guerra, la presencia constante de la Milicia montada…, nada de esto podía dañar la belleza de la ciudad.

Patrick Cruz O’Brien estaba sentado en la terraza de un café al aire libre; tenía desplegada ante sí la última edición del People’s Globle y sostenía en la mano izquierda una copa de vino. Su transceptor polosat —un puñado de chips metidos en el interior de una máquina de escribir portátil, con una antena retráctil y una fuente de energía independiente— se hallaba a sus pies como un fiel perro callejero.

Multitudes de trabajadores, con sus vaqueros proletarios, llenaban las calles. Regresaban a sus hogares y barracas, llevando en la mano las bolsas de la cena. Ni uno solo entre cien de ellos se podría haber permitido la cena que Patrick acababa de degustar.

Brevemente, Patrick sintió el cálido brillo que le proporcionaba estar en el lugar en el que debía estar y ser quien debía ser: un corresponsal de guerra en un entorno exótico pero civilizado, aguardando el contacto furtivo que le llevaría hasta los campamentos rebeldes en las montañas. Se sintió como Hemingway o Ernie Pyle.

Entonces, el oficial de información que le habían asignado le dijo:

—Quizá de ahí pueda sacar una historia.

Los niños vendían montones de madera a un lado de la calle. Los cocheros conducían sus carros entre la multitud, llevando estiércol, cenizas y huesos fuera de la ciudad, en dirección de las centrales alquímicas, donde serían transmutados en abono y, llegado su momento, vendido a las granjas de las afueras. Entre la muchedumbre se veía una mezcla de ciudadanos americanos, canadienses y quebequenses, con ropas de colores llamativos y brillantes entre el azul proletario. Un africano paso a su lado, con sus brazaletes electrificados refulgiendo en la decreciente luz.

—Lo siento —se disculpó Patrick con educación forzada—. No le estaba escuchando.

—El proyecto de reciclado —repuso el oficial de información. Se inclinó hacia Patrick, que observó de nuevo lo limpios y poco desgastados que estaban sus vaqueros—. Bien podría escribir sobre eso.

Señaló más allá de Exeter, donde los últimos Edificios Altos de la ciudad estaban siendo desmantelados para aprovechar su material. Sólo iban por el tercio superior, puesto que su demolición era tan lenta y laboriosa como la construcción de una catedral medieval. Los postreros rayos del sol destellaron furiosos de un gigantesco panel de cristal que habían arrancado unos trabajadores que parecían hormigas.

Un miliciano a caballo pasó a su lado, y pudo escuchar el crujir de las bridas de cuero. Los proletarios le abrían paso, apartando los rostros.

—Bueno, si de verdad quiere que discutamos las últimas noticias, podríamos hablar de los dos misiles Ethan Alien que desaparecieron de Cambridge la semana pasada. ¿Es factible suponer que fueron robados por insurgentes de la Deriva?

El hombre, mirando hacia un lado y visiblemente incómodo, se reclinó en su silla. Su barriga hizo que se le abriera la chaqueta, mostrando una porción de carne rubicunda por entre dos botones.

—La Milicia del Pueblo no ha echado en falta ningún tipo de armamento.

Patrick unió la punta de los dedos. Desde el muelle soplaba una agradable brisa y, por encima de los techos, veía los mástiles de los barcos anclados en el puerto, cada uno —sin importar su procedencia— equipado con una antena para recoger datos meteorológicos de los pocos satélites marinos que aún quedaban. Se preguntó qué sería de la industria naviera cuando éstos recorrieran la última órbita y ya no existieran más.

—Los Ethan Alien son de carga nuclear, ¿verdad?

El hombre suspiró.

—Le repito, no se ha producido ningún robo. Si se hubiera robado alguna batería de misiles…

—¿Baterías? —inquirió Patrick con interés—. ¿Cuántos cohetes componen una batería?

El oficial de información adelantó el torso —Patrick hizo a un lado su copa de vino— y dio unos golpecitos significativos al periódico.

—Tal vez podría presentar un artículo para la prensa local.

Un tercio de la primera plana del Globe lo ocupaba la historia de una bailarina exótica de uno de los cabarets de la ciudad, donde mostraba su vientre desnudo. Aparecía una foto borrosa de su rostro. No cabía duda de que el resto lo habían sacado de los boletines gubernamentales de prensa. En el Atlanta Federalist, a este tipo de periódicos los llamaban papel higiénico.

—Dejemos el tema, ¿de acuerdo? —comentó Patrick, irritado.

El cielo comenzaba a oscurecerse y las multitudes a dispersarse. Un camarero se llevó las dos mesas que había al lado de la de ellos.

—Pronto entrará en vigor el toque de queda —anunció el oficial de información. Y, cuando Patrick no respondió, añadió—: Para usted es muy fácil quedarse sentado…, sus documentos le protegerán. Sin embargo, yo pertenezco al servicio civil. La Milicia ni siquiera se tomará la molestia de mirar mis documentos.

Patrick sonrió de forma desagradable.

—Creo que, entonces, será mejor que se vaya rápido a casa, ¿no cree?

Con voz suave, el hombre dijo:

—Bueno, quizá sea mejor que me quede.

—Por favor —indicó Patrick—, no se moleste en fingir que no es un espía de la policía. Me resulta doloroso ver cómo lo intenta.

Removió el sedimento de su vino con un dedo y abandonó toda esperanza de realizar el contacto aquella noche.

—Discúlpenme, caballeros.

Alguien arrojó un puñado de papeles sobre la mesa. Patrick, sorprendido, bajó la vista. Un hombre mayor y bien vestido —era un enano, con una cabeza enorme y ojos astutos— estaba delante de ellos, con una amplia sonrisa en su rostro.

—Échenles una ojeada —les urgió.

Patrick leyó los títulos. Uno era «La distribución de los isótopos radiactivos en el sistema de agua potable». Otro, «La reproducción de la pulga de arena en un entorno hostil». «Patrones de las migraciones humanas en la Deriva».

—¡Lárguese! —El oficial de información alzó un brazo, como si fuera a abofetear al anciano. Tal vez creía que el enanismo le daba una mala imagen al Ministerio de Salud del Pueblo.

—Este hombre es mi invitado —dijo Patrick con firmeza.

Le ofreció una silla, y el viejo se subió a ella.

—Me llamo Robert Esterhaszy —se presentó el enano—. Acabo de enviar copias de estos artículos al New England Journal of Radioencology. Cobran un ojo de la cara por publicar algo; pero no están subvencionados por el gobierno, así que vale la pena pagar una tasa extra por la credibilidad. Mire esto.

Separó una hoja de papel del montón y se la pasó a Patrick. Decía: «Soy su contacto. ¿Puede deshacerse de este imbécil?».

Patrick alzó la vista y se encogió de hombros de una forma casi imperceptible. Esterhaszy asintió para sí mismo y sacó una cartera de su bolsillo. Extrajo tres billetes de color naranja y los puso uno al lado del otro, frente al oficial de información.

—Vaya a dar una vuelta —comentó.

Sin la menor vacilación, el hombre cogió el dinero y se marchó.

—Jesús —exclamó Patrick.

Esterhaszy sonrió.

—Pensó que conocía la corrupción, ¿verdad, muchacho? Vamos, pague y marchémonos. Nos espera un vehículo.

Mientras se ponían de pie, Patrick dobló su ejemplar del Globe de modo que sólo se leyera la cabecera. Alto el fuego en la deriva, decían los titulares. Y más abajo: Este mes se firmará la tregua.

—¿Ha leído esto? —le preguntó.

Esterhaszy apenas lo miró.

—No crea todo lo que lea en los periódicos.

Si uno se fijaba sólo en su aspecto, el carruaje bien podría haber sido construido en la época victoriana. Sin embargo, era nuevo, fabricado en la factoría que tenía la Greenstate en Albany; la suspensión, los ejes y las ruedas eran producto de la tecnología de finales del siglo XX. Un automóvil habría sido más barato, pero los motores de combustión interna estaban prohibidos en la zona urbana; era parte del programa gubernamental para limitar el consumo de combustibles de carbón a fin de ayudar al esfuerzo de la reindustrialización.

Después de mirar por la cortina hacia las calles oscuras, Patrick preguntó:

—¿Qué poder tiene su revolución aquí, en la capital?

Esterhaszy encendió un cigarro de marihuana.

—No sé lo que le han contado, muchacho —replicó—; sin embargo, dentro de la Greenstate no existe ninguna revolución. Sólo se trata de los deriveños que intentan echar a los explotadores. Nosotros no tenemos ningún programa para los ciudadanos insatisfechos de la Alianza. Que ellos inicien su propia guerra.

—Me parece justo —aceptó Patrick—. Dígame, desde su propio punto de vista…, ¿a qué se debe toda esta revolución?

—Al carbón.

Cuando el hombre no prosiguió su explicación, Patrick indicó:

—¿Podría extenderse un poco?

—Claro. Lo único que posee la Deriva y que todos los demás desean son las minas de carbón en Honkeytonk. La última veta de antracita que queda en Norteamérica. En la actualidad, la explota la Corporación de la Deriva a beneficio conjunto de los Estados Unidos y la Alianza Greenstate. Extraen el carbón, lo trituran, y envían la mitad del combustible al norte y la otra mitad al sur. Lo que nosotros, la gente de la Deriva, deseamos es una parte de los beneficios.

El carruaje se había llenado de humo. Discretamente, Patrick abrió un poco su ventanilla para que entrara aire fresco.

—Es una declaración bastante pragmática de su propia causa, señor Esterhaszy.

—Soy viejo —explicó Esterhaszy—. Es demasiado tarde para que me engañe a mí mismo. Obviamente, nosotros creemos que disponemos de una justificación. Pero si quiere oír toda esa jerga revolucionaria, tendrá que hablar con los jóvenes. —Rio entre dientes.

—¿Qué puede decirme sobre esta tregua? ¿Será real? ¿Se firmará?

Esterhaszy se puso serio.

—Oh, bueno, es verdad que existen negociaciones entre la Corporación de la Deriva y nosotros. De hecho, son el motivo principal de que nos encontramos en Boston: vamos a hablar con unos intermediarios. Sería agradable si lo pudiéramos solucionar con palabras. Aunque me temo que no será así, que habrá mucho derramamiento de sangre antes de que podamos llegar a un acuerdo.

En su interior —y de forma egoísta— Patrick se sintió aliviado. Le había dedicado mucho tiempo a este dulce, y no deseaba que la guerra se acabara antes de que él llegara al frente. La única forma en que un corresponsal podía labrarse un nombre era informando desde el campo de batalla. Esta pequeña revolución le daría un buen empujón a su carrera.

—Sin embargo —señaló Esterhaszy con cierta tristeza—, al menos vamos a hablar. Siempre queda la esperanza.

El carruaje se detuvo. A través de su ventana, Patrick sólo vio una pared de ladrillos.

Entonces se abrió la portezuela y entró una mujer. Era alta e iba vestida con un traje de noche de color rojo. Tenía el pelo largo y lacio, blanco como una llama albina. Besó al enano en la mejilla y luego le ofreció la mano a Patrick.

—Victoria Paine —se presentó—. Soy el mascarón de proa de esta revolución.

Patrick se sintió mareado. Vio brillar estrellas en el cabello de Victoria. Tardíamente, se dio cuenta de que había inhalado bastante humo del cigarro de Esterhaszy. Titubeó y, de inmediato, dijo:

—Es usted una mujer muy hermosa, señorita Paine.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio, dejando al descubierto un largo cuello blanco y un collar compuesto de pequeñas figuras de plata con extrañas formas.

—No, no lo soy. Es mi altura y mi cabello lo que le inducen a creerlo. Si me observara de cerca, vería que, en realidad, soy bastante corriente.

El carruaje se adentró con una sacudida en la noche. Mientras hablaba, Patrick estudió atentamente a la revolucionaria. Era dolorosamente joven, quizá contara diecinueve años, y sus ojos brillaban con un color verde profundo. Tenía una pequeña marca triangular que abarcaba su nariz y su boca —las líneas abrasivas de su mascarilla de nucleoporo— pero, aparte eso, su piel aparecía limpia. Y, sí, tenía razón; si uno ignoraba la vida que refulgía a través de su rostro como una llama pura y clara, no era hermosa.

—Si pudiéramos hacer que nuestra gente moviera el culo, conseguiríamos echar a la Corporación para la primavera —estaba diciendo Victoria. Hablaba a toda velocidad, con urgencia, como si no dispusiera del tiempo necesario para acabar su siguiente frase si se distraía—. Pero, cuando uno tiene una esperanza de vida media de…, ¿cuál es, tío Bob?

—Veintidós coma tres años.

—Sí, es difícil convencer a los deriveños para que entreguen una parte de su vida…, puesto que es tan breve. Sin embargo, también son tan emotivos, tan inconstantes. Si pudiéramos encontrar el punto de unión, conseguiríamos que se alzaran y lucharan. A veces, creo que necesitamos un mártir, como… —Vaciló.

—¿Horst Wessel? —sugirió Patrick.

—Nathan Hale —replicó ella con frialdad.

—¿Qué me dice de esas dos baterías de misiles Ethan Alien que robaron en Cambridge? ¿Qué planean hacer con ellas?

Victoria sonrió con una mueca y dijo:

—Lo hizo el hijo de Fitzgibbon. Pregúnteselo a él cuando lo conozca.

—Una pregunta más —repuso Patrick—. Tengo entendido que su madre fue algo así como una figura legendaria en su época…, una especie de curadora mística; depende de las historias. ¿Su recuerdo ha influido en usted? ¿Fue un factor decisivo para que usted se involucrara en esta revolución?

—¿Por qué no se lo pregunta usted? Está sentada a su lado.

A Patrick se le erizó el vello del cuello. Sintió una presencia muy fuerte acumularse a su lado, la certeza de que había alguien junto a él. Volvió la cabeza, y se encontró mirando a los fríos, fríos ojos de una mujer de cara pálida, con los hombros cubiertos por un chal. En su frente se veía una mancha oscura.

Luego todo volvió a la normalidad, y la mujer desapareció. El chal resultó ser la cortina de la ventanilla, descorrida para poder ver la calle. El reflejo de su propia cara pálida le miraba desde el oscuro cristal. Y el tatuaje de la frente resultó ser la mancha de un dedo en la ventanilla. Patrick cerró la cortina, sintiendo un breve e involuntario escalofrío de horror.

—¡Le pillé! —cantó Victoria.

Durante un fugaz instante dio muestras de la edad que tenía; era joven, dolorosamente joven.

Sin embargo, y a pesar de su risa, mantenía los ojos muy serios. Observaba a Patrick, analizándolo, como si algo muy significativo acabara de suceder.

Se vieron detenidos dos veces por la Milicia: una cuando cruzaron el istmo que solía ser Black Bay, antes de que las aguas de la bahía reclamaran sus tierras; y otra cuando llegaron a su destino. La primera vez pudieron continuar después de que e] conductor musitara unas pocas palabras. La segunda, Esterhaszy entregó un sobre blanco con un sello de cera de color rojo.

—Es como en las Mil y Una Noches, ¿verdad? —rio entre dientes, cuando les hicieron señas de que continuaran—. Como algo salido de El Conde de Montecristo.

—Un servicio de seguridad bastante deficiente —observó Victoria.

Un automóvil se situó detrás de ellos y, con impaciencia, se metió en la hierba de un lado para pasarles. Al final del camino de grava, iban uno al lado del otro.

Se podía escuchar la música de un cuarteto de cuerdas mezclada con la charla de una fiesta. Patrick admiró los altos robles oscuros, las ventanas iluminadas con una luz naranja de la mansión.

—Luz eléctrica —comentó—. Debemos encontrarnos fuera de los límites de la ciudad, ¿no? —Luego añadió—: Díganme, ¿dónde nos encontramos exactamente, y por qué estamos aquí?

Frunciendo el ceño, Esterhaszy replicó:

—Hemos venido aquí para reunimos con unas personas muy influyentes que asistirán a la fiesta. Sin embargo, usted se encuentra aquí porque, después de la reunión, nos marcharemos de inmediato hacia la Deriva. No creo que se sienta demasiado incómodo esperándonos en el carruaje durante unas horas.

Patrick alzó la vista hasta el portaequipajes. Sus maletas se hallaban detrás del conductor, que les daba la espalda.

—Escuche, ¿no podría hacer que yo también entrara? —Entonces, al ver sus expresiones—. Estrictamente off the record.

—Bueno… —empezó Esterhaszy—. Lo intentaremos. No obstante, lo que más podemos esperar es meterlo en la cocina.

De pie a un lado de la puerta de la cocina, medio arrinconado por una mesa de servicio, Patrick era capaz de no entorpecer el movimiento de los camareros y a la vez observar por un largo pasillo que daba a la fiesta. Desde esa distancia, la gente parecía rica e incluso encantadora; pero él sabía, después de haber asistido por razones de trabajo a varias fiestas sociales en Atlanta, que no se perdía gran cosa. Más o menos la mitad de los invitados vestían ropas vaqueras; sin embargo, sus trajes eran nuevos e impecables…, se trataba más de una afectación que de una declaración política.

Había un hombre en el mismo pasillo, inmóvil y contemplando en silencio la escena. Pasado un tiempo, Patrick cogió una copa de vino de una bandeja y se la llevó.

—Tenga —le ofreció—. Debe ser bastante duro tratar de cuidar de semejante multitud.

El hombre se volvió despacio, analizó a Patrick con ojos fijos y, por fin, aceptó la copa y repuso:

—Gracias. —Bebió con delicadeza y después frunció la boca, pensativo, sin dejar de mirar la fiesta—. República de California —comentó—. Muy buen vino.

Patrick siguió la mirada del hombre hasta una figura vestida de rojo. Su cabello sobresalía como si fuera una antorcha.

—Vaya mujer —exclamó superficialmente.

—¿Esa zorra? —El guardia habló con convicción—. Podría matarla desde aquí, ¿sabe? Así. —Chasqueó los dedos.

—¿Y por qué querría hacerlo?

El guardia volvió a mirarle.

—Si no sabe quién es, debe ser usted la única persona que lo desconoce. —Le devolvió la copa—. Tenga. No puedo beber mientras estoy de servicio.

Patrick se bebió la media copa que quedaba. Comenzó a sonar el cuarteto de cuerda, y la mitad de los asistentes se pusieron a bailar, algo lento, antiguo y majestuoso. Una gavota, una contra o algo parecido.

—Usted parece ser la única persona molesta aquí —comentó.

—Creo en la revolución —repuso el hombre—. Pero también obedezco a sus líderes. Si me dicen que vigile, no importa que la gente a la que tenga que proteger sean idiotas o traidores.

—Sus líderes no parecen compartir su lealtad.

El guardia ni siquiera le miró.

—Un sureño no podría comprenderlo. Sin embargo, setenta años después de producirse la Fusión que creó la Deriva, todavía había reactores nucleares activos en Nueva Inglaterra. Apuesto a que no enseñan eso en la escuela. Y los cabrones fueron diseñados para durar sólo treinta años. Pero se los mantuvo en funcionamiento por los oligarcas capitalistas y los perros que les sirven en el gobierno. Hizo falta una revolución socialista para cerrarlos. Estamos aquí debido a la revolución. Recuérdelo.

—Oh…, de acuerdo.

Patrick vio que Esterhaszy venía en su dirección, y volvió a retroceder hasta la cocina que había al final de pasillo. Una vez allí, se agachó para que el enano le pudiera hablar al oído.

—Es hora de que nos vayamos —comentó Esterhaszy—. Ya hemos concluido lo que nos trajo hasta aquí.

Patrick titubeó.

—Pensé que Victoria vendría con nosotros.

Esterhaszy miró con ojos centelleantes a la fiesta y al hombre alto y elegante que bailaba con Victoria. Ella mordisqueaba la oreja del hombre con unos clientes blancos y parejos; él echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Es mayorcita para acostarse con quien le plazca. No es asunto mío si quiere joder con un cerdo.

Cinco días después, Patrick y Esterhaszy llegaron a la Deriva. No hubo ningún problema en hacer transbordo de tren para la ciudad fronteriza de Nueva York, sita en el borde mismo de la mal definida zona de la Deriva. Pero, una vez llegaron a Kingston, tuvieron que esperar tres días en un viejo y destartalado hotel antes de establecer contacto con un contrabandista de armas. Mientras bebían una cerveza amarga de la localidad, Esterhaszy cerró un trato para viajar en el barco a combustión de alcohol del contrabandista. Habían partido aquella noche, y abandonaron la embarcación mientras aún reinaba la oscuridad.

Caía la tarde. Patrick metió un dedo por el nucleoporo y se rascó. Costaba acostumbrarse a la mascarilla.

—¿Está seguro de que nos encontramos en el lugar correcto? —inquirió.

Esterhaszy se sentaba a la sombra de lo que pudo haber sido un manzano; las frutas se pudrían en las ramas, marrones y goteantes, fueran lo que fuesen. Detrás de él, una enorme y semiderruida fábrica de ladrillo parecía extenderse de forma interminable. Delante de él se veían los hundidos restos de una carretera interestatal.

—Por supuesto —afirmó—. Yo mismo saqué una vez algunas cosas de utilidad de este edificio…, la Empaquetadora Empire State. Mientras la persona que tenga que recogernos sepa cómo llegar hasta aquí, no hay problema.

—Fantástico —musitó Patrick.

Justo en ese momento se escuchó un silbido que provenía de más allá de la carretera; Esterhaszy se incorporó de inmediato y cogió su maletín Gladstone con las dos manos. Patrick sujetó la correa de su transceptor y se la pasó por un hombro.

Un destartalado vehículo de cuatro ruedas subía por el centro de la agrietada carretera. Al volante iba un hombre alto y de piel oscura, con un llamativo sombrero en la cabeza. A medida que se les acercaba, el viento amenazó con hacerlo volar; entonces se lo quitó y lo puso en el asiento, revelando una cabeza totalmente calva. Se detuvo ante ellos.

—¡El viejo Esterhaszy! Ahí de pie, pareces la reencarnación de todos los tontos en una sola persona —se rio el hombre.

—Y tú pareces un tonto con un sombrero sacado del Halloween —devolvió Esterhaszy.

Patrick trató de no observar demasiado al conductor. El hombre no llevaba mascarilla; parecía obscenamente desprotegido. Patrick notó sus dientes picados, las encías de color rosa en el interior de la boca.

—No necesito la mascarilla del hombre blanco —comentó el conductor, como si respondiera a la pregunta que había en la mente de Patrick—. Los espíritus me protegen de los buscahuesos, de la muerte de la médula, del caliente aguijón de la radiación del viento.

—Ahórrate esa mierda vudú para alguien a quien puedas impresionar. Te presento a Patrick O’Brien. Patrick, éste es Obadiah. Es un conjurador…, una especie de artista timador cuasirreligioso.

Obadiah se puso de pie dentro del coche y, lentamente, se convirtió en el ser humano más alto y delgado que jamás hubiera visto Patrick. Medía más de dos metros. Llevaba una vieja levita abierta que dejaba ver una serie de cadenas y amuletos sobre su desnudo pecho. Sus ojos claros y brillantes se clavaron en Patrick.

—Yo seré tu salvación en tiempo de apuro, amigo Patrick —exclamó—. Seré tu Jesús negro. ¡Abriré tu alma y la llenaré con el impacto del reconocimiento!

—¡Cristo! —musitó Esterhaszy—. ¿Por qué demonios no nos largamos de aquí?

El conjurador alzó una gran gorra de castor adornada con plumas y fragmentos de espejos y se la colocó con firmeza en la cabeza. Con un guiño alegre, repuso:

—El viejo Esterhaszy no sabe apreciar el poder del habla vernácula.

Cuando Obadiah puso en marcha el motor, todo olió a alcohol. Patrick apoyó su transceptor sobre las piernas y se internaron en los retorcidos yermos de la Deriva.

Transcurrieron las horas. El vehículo se metía a poca velocidad por caminos que casi habían desaparecido de la faz de la tierra. Patrick se encontraba cansado y aburrido, y sudaba como un cerdo en el calor del mediodía.

—La mayoría de los deriveños nacidos aquí son vegetarianos —decía Esterhaszy—. Para que lleguen a comer carne tienen que estar muriéndose literalmente de hambre. Eso se debe a que la mayor concentración de buscahuesos se encuentra en la cúspide de la cadena alimenticia, hasta…

—Eh —interrumpió Patrick—. No quiero ofenderle, pero he estado escribiendo sobre la cadena alimenticia, sobre los radioisótopos, sobre la quelatina y sobre la deriva genética desde que llegué al norte y, para ser sincero, estoy hasta las narices de ello. Vine aquí para cubrir una revolución, no para seguir siendo el maldito redactor científico. ¿Cuándo podré cubrir algunas noticias en vivo?

Obadiah había permanecido en silencio mientras escuchaba; al oír eso, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas: fue una risa escalofriante y que se prolongó demasiado, irracional, terriblemente cercana a la locura.

Esterhaszy se removió de mal humor en el asiento y dijo:

—Ya conseguirá sus noticias. —A partir de entonces permaneció en un sombrío silencio.

Ya habían llegado al pie de las colinas, y las ascendieron por un camino empinado y sinuoso. Obadiah conducía frenética y ansiosamente, lanzándose sobre baches y matorrales que crecían entre el pavimento quebrado.

—¿Dónde estamos? —inquirió Patrick.

—Por allí se encuentra el pueblo donde se firmará el tratado —contestó Obadiah, con un gesto indiferente de la mano—. Estamos llegando a un claro. ¿Quieres detenerte y echar un vistazo?

—Si él no quiere, yo sí —indicó Esterhaszy.

Cuando llegaron al claro de la montaña, Esterhaszy alzó los binoculares y miró pendiente abajo durante un buen rato. Luego, se los pasó a Patrick.

El pueblo estaba casi cubierto por una arboleda exuberante; al principio Patrick ni siquiera pudo localizarlo. Su visión fue de la arboleda al pueblo y de nuevo a la arboleda. Escuadrillas de trabajadores deriveños, con manchas blancas sobre sus narices y bocas, se afanaban por limpiar el pueblo bajo la supervisión de unos pocos Mimos armados de la Corporación. Talaban árboles y los amontonaban en el centro del pueblo para quemarlos.

—Parece normal —comentó Esterhaszy—. Sin embargo, no se puede confiar en ese bastardo de Piotrowicz. No me extrañaría que estuviera maquinando alguna trampa. —Suspiró y, con un gesto, le indicó a Obadiah que volviera a poner en marcha el coche—. Bueno, Fitzgibbon es el encargado de la táctica. No hay nada que podamos hacer al respecto.

—Creí que no se iba a firmar este tratado —comentó Patrick.

Esterhaszy se volvió a encoger de hombros.

—Demonios, no creo que nos haga ningún mal escuchar lo que tienen que ofrecer, ¿verdad?

El camino se estrechó hasta convertirse en un túnel angosto a medida que los árboles unían sus copas y oscurecían el cielo. El vehículo dejaba profundos surcos en el lecho de hojas que cubrían el pavimento. En esta parte del camino Obadiah condujo despacio, con la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera escuchando voces invisibles.

Patrick, que le miraba a hurtadillas, vio que Obadiah llevaba un pequeño auricular en un oído, oculto por las plumas y la piel de la gorra. Durante un instante, se preguntó si era posible que el hombre hubiera descubierto un aparato para la sordera en buen estado en alguna casa abandonada; casi en el acto llegó a la conclusión de que formaba parte de su disfraz.

Bruscamente, Obadiah frenó el coche y saltó de él de un salto. Con una risa demencial, se adentró entre los árboles y desapareció.

—¡Eh! —Esterhaszy se lo quedó mirando con incredulidad; luego, él también bajó del coche—. Espere aquí —le comunicó a Patrick—. Si sale, se perderá.

Con movimientos peculiares, saltó un pequeño barranco que había al borde del camino y se apresuró a ir pendiente arriba en busca del conjurador fugitivo.

Solo en el inmóvil y caliente aire del verano, Patrick cayó en un ligero sopor. Hasta ahora, su actuación como corresponsal de guerra no había sido estelar. Bueno, ya es hora de que madures, se dijo a sí mismo. El aburrimiento forma parte de la vida.

En ese momento oyó un rugido distante, débil y casi subliminal en un principio, aunque aumentaba de forma creciente. Se aproximaban vehículos a motor.

Patrick cogió su transceptor y saltó al camino. No tenía la menor idea de quién podía estar acercándose; sin embargo, cualquiera a quien encontrara en una carretera solitaria de la Deriva era una noticia en potencia.

Los jeeps iban llenos de Mimos de la Corporación, con sus uniformes negros y sus boinas…, el contraste de las mascarillas blancas producía un efecto sorprendente. Un hombre mayor, vestido con ropas de civil, estaba de pie en el vehículo que abría la caravana y, con voz quejumbrosa, preguntó:

—¿Quién demonios es usted?

Con un breve escalofrío eléctrico, Patrick reconoció al hombre por haberlo visto en viejas fotos de archivo. Se trataba de Keith Piotrowicz, jefe de la Corporación de la Deriva y, posiblemente, el hombre al que Patrick más deseaba entrevistar en el mundo.

—¡Señor Piotrowicz! —exclamó—. Soy Patrick Cruz O’Brien, del Atlanta Federalist.

Avanzó con la mano extendida, en la mejor tradición del reportaje de guerra. Un encuentro como éste valía oro puro. Casi era demasiado bueno para ser verdad.

Sonó un disparo —un crac apagado, como si alguien hubiera unido dos tablas de golpe—, y Piotrowicz se inclinó ligeramente hacia delante. Se llevó las manos al pecho y abrió mucho los ojos, perplejo. Cayó hacia atrás, al asiento trasero del vehículo. Los dos Mimos que iban en su coche lo sujetaron. Patrick permaneció petrificado por el impacto.

En uno de los coches siguientes, un Mimo se recobró con rapidez y disparó su pistola. Una bala pasó silbando al lado de la oreja de Patrick, y el pelo del lado de su cabeza se erizó debido a la reacción del miedo. Oyó cómo la pistola se desactivaba. El punto rojo de un localizador láser tocó su manga y subió hasta su corazón.

Aterrado, Patrick alzó las manos en señal de rendición, dio media vuelta e intentó salir corriendo. Se lanzó a un lado cuando sonó otro disparo, trastabilló en el borde del camino y, torpemente, cayó por el barranco.

Rugieron otros tres disparos de rifle, y las balas rebotaron en la tierra encima de su cabeza. Dominado por un pánico ciego, Patrick trepó por el costado del barranco, intentando salir de ahí. La tierra húmeda y suelta cedió bajo sus manos e hizo que volviera a caer.

Los Mimos no dejaban de avanzar mientras seguían disparando, acercándose hasta donde estaba. Patrick podía oír el ruido de sus pies al correr. Se debatió entre ramas caídas, hundiéndose cada vez más en el barranco.

El transceptor había desaparecido; con las prisas lo había dejado caer. Una parte fría de su mente registró ese hecho y, con una calma demencial, se dijo que debía regresar y recuperarlo. Sin embargo, el cuerpo no se hallaba bajo su control consciente. Unas ramas azotaron su rostro y dejaron unas marcas rojas en sus facciones. Sus botas chapotearon en una charca de agua cenagosa que había bajo tierra.

Mirando por encima del hombro, vio que un Mimo aparecía a la vista; su cabeza y su torso se alzaron por encima de las ramas, y se llevó el rifle al hombro. Patrick quedó congelado. El hombre se inmovilizó con la culata a medio subir, sufrió una sacudida repentina y cayó.

Patrick miró boquiabierto al lugar que había ocupado el hombre. Entonces, su mente se centró en lo que sus oídos acababan de oír un instante antes…, el súbito clamor de gritos, órdenes y disparos.

El ruido se duplicó cuando los Mimos devolvieron el fuego. Todo se convirtió en un caos de sonidos incomprensibles, explosiones y aullidos.

—¡Suba aquí! —le gritó una voz. Alzó la vista para ver a Esterhaszy ahí arriba, ofreciéndole una mano. La cogió; lo sacaron con tanta rapidez que casi salió volando por los aires—. ¡Pendiente arriba! ¡Vamos!

Corrieron por entre los árboles. Las zancadas de Patrick eran más largas y tomó la vanguardia; pero, cada vez que se desviaba hacia un lado, Esterhaszy estaba allí para empujarle colina arriba.

Patrick vio por encima del hombro destellos de sombras sobre la carretera, una masa de hombres y caballos y, entre ellos, una figura delgada y activa con un sorprendente cabello de color blanco que se agitaba como un estandarte. Los Mimos se habían reagrupado alrededor de sus vehículos e intentaban hacerlos girar por el estrecho camino.

Patrick disminuyó el ritmo de su carrera, titubeó y, por primera vez, sintió la pérdida de su transceptor.

—Debería estar cubriendo todo esto para mi periódico —murmuró con cierta inseguridad.

Esterhaszy le dio un fuerte empujón en la espalda que lo envió trastabillando pendiente arriba.

—No quiera ser un maldito héroe. Hay un bonito claro todo cubierto de hierba más adelante. Desde allí podrá contemplar el espectáculo.

Llegaron a un claro y se arrojaron al suelo. Patrick le arrebató a Esterhaszy los binoculares, se incorporó y, con una rápida ojeada, examinó la tierra de abajo.

—Maldita sea —exclamó.

Los Mimos habían desaparecido. Tres jeeps se hallaban volcados en el camino, y un puñado de cadáveres manchaban la zona. Los caballos no paraban de moverse mientras la gente rebuscaba las pertenencias útiles de los cuerpos; por otro lado, se estaban introduciendo trozos de tela en llamas en los tanques de combustible de los vehículos. Luego, los atacantes dieron media vuelta y retrocedieron hacia la arboleda. La carretera quedó vacía.

Patrick permaneció de pie, pálido y tembloroso debido a la reacción de la adrenalina. Sentía que algo importante acababa de ocurrir. Era algo más que un asesinato, se trataba de una declaración abierta de guerra. Y…

—Lo estropeé todo —musitó, incrédulo—. Estaba ahí mismo, y salí corriendo.

—Sin embargo, te llevó tu tiempo llegar hasta aquí —repuso una voz alegre.

Patrick dio media vuelta y vio a Obadiah sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba, en el otro extremo del claro. Tenía dos caballos y un pony amarrados a una rama desnuda.

—He traído nuestro transporte —comentó Obadiah—. Alguien ya se ha encargado del vehículo.

Perdido en su propio fracaso, Patrick no dijo una palabra. No obstante, Esterhaszy corrió hacia el conjurador y alzó un puño furioso.

—¡Maldita sea, me costó mucho arreglar ese tratado! —rugió—. Y esta pequeña escaramuza lo echa todo por la borda.

Obadiah sonrió de forma complaciente.

—¿No es una pena?

El primero de los jeeps ardió en una columna de llamas.

Al anochecer llegaron al campamento de los guerrilleros. Estaba emplazado en un pueblo pequeño y abandonado, tan lleno de matorrales y hiedras mutadas que resultaba invisible hasta que entrabas en él. Los rebeldes habían encendido sus hogueras y levantado sus tiendas en el interior de los edificios sin techo. No paraban de moverse entre los fuegos, lo cual dificultaba establecer su número.

Un rebelde vino corriendo para hacerse cargo de sus animales. Indicó con la cabeza un edificio. En una fachada sin ventanas se veía un rótulo apenas legible que ponía: tienda de discos.

—Allí —dijo.

La piel del hombre estaba llena de manchas de todos los tamaños de color rosa y marrón, como si fuera un edredón humano.

Hacía tiempo que la primera planta del edificio se había derrumbado hasta el sótano; los rebeldes habían hecho una escalera improvisada con unas maderas sujetas por cuerdas para poder entrar. Patrick y Esterhaszy descendieron.

En los extremos opuestos del sótano había dos tiendas de colores llamativos y, en el centro, ardía una fogata. Cuando bajaron, Victoria salió corriendo y fue a abrazar a Obadiah. Palmeó vigorosamente su espalda.

—¡Muy bien hecho, viejo tramposo! Esta vez sí que los espíritus nos acompañaron.

Obadiah fingió una mueca.

—Alguien actuó con demasiada prisa —repuso—. Casi perdemos a un periodista.

Victoria lo pasó por alto con un encogimiento de hombros.

—Lo importante es que no nos esperaban —dijo ella—. No sólo por la tregua…, no soñaban con un ataque a plena luz del día. Los cogimos con los pantalones bajados. —En ese momento se volvió a Patrick, como si acabara de darse cuenta de su presencia—. No se mueva.

Se metió en una de las tiendas, y salió con el transceptor cogido de la correa; se lo arrojó a los pies.

—Sin esto, usted no le sirve a nadie —indicó. Le dio un ligero golpecito en la espalda—. ¡Bienvenido a la guerra, muchacho!

Esterhaszy, que había sido ignorado todo el tiempo, miró con ojos centelleantes la espalda de ella.

Había salido la luna, y los rebeldes se agruparon en torno a los fuegos, hablando con voces exaltadas. Patrick recorría las hogueras con paso tranquilo, mientras todos alardeaban con el vecino de la hazaña del día, de cada Mimo muerto, de cómo los cuerpos se sacudían ante el impacto de las balas. Escuchaba en silencio y reconstruía los acontecimientos, eliminando las exageraciones. Y analizaba los rangos de la guerrilla.

Tanto Esterhaszy como Obadiah ostentaban un cargo alto en este grupo, eso resultaba claro; quizá se debiera a su amistad con Victoria. Ellos, a su vez, se hallaban por debajo de Fitzgibbon, un hombre con barba y parecido a un oso, con un brazo inútil. Caminaba con una cierta cojera, y sus ojos eran amargos y llenos de odio. Sin embargo, de él emanaba una especie de poder bruto, animista, y las órdenes que rugía se obedecían en el acto.

Patrick observó que Fitzgibbon superaba en rango incluso a Victoria. Ella, en presencia de él, no emitía órdenes. No obstante, él también tenía cuidado con las órdenes que daba delante de ella. Y los soldados rasos la trataban con una especie de respeto temeroso y especial.

Entre los fuegos, Patrick vio que un hombre alzaba una taza al llagado cuello de un caballo. La sangre fluyó negra bajo la luz de la luna, y se detuvo cuando el hombre tocó otra vez el cuello del animal. La transición fue demasiado rápida para que el hombre hubiera podido detener la hemorragia. Seguro que le había implantado un catéter inerte al tejido del caballo.

Patrick siguió al hombre a medida que éste descendía al sitio donde estaba emplazada la tienda de Victoria. Vio cómo el hombre le ofrecía la taza a Victoria con una rodilla en el suelo. Ella la aceptó con cortesía y se la llevó a los labios.

Toda conversación se detuvo mientras Victoria bebía. Los ojos observaban con intensidad. Acabó el contenido de la taza de un trago largo, lo cual pareció satisfacer a los presentes; reanudaron de Inmediato las charlas.

Cuando Victoria bajó la taza, tuvo un escalofrío y a dinas penas pudo suprimir una sonrisa. Su cabello llameaba bajo la luna.

Solo en la oscuridad, Patrick contempló a la líder rebelde con una mezcla de horror y fascinación. Escuchó el crujido causado por unas pisadas y se volvió, para ver que Esterhaszy se había situado a su lado.

—El síndrome del intestino corto —explicó Esterhaszy con voz suave. Victoria se hallaba en animada conversación con un guerrillero; no tenía nariz, y el color de su piel era amarillento—. Gracias a Dios, se trata de una deformación bastante rara. ¡Lo difícil que es mantener viva a una niña que lo padece! Y estos patanes supersticiosos quieren verlo como algo especial.

Un aullido producido por una risa horrible partió la noche. Obadiah apareció en la puerta que había encima de la escalera. Bailó, agitando una pequeña radio en el aire, y gritó:

—¡He estado escuchando Radio Boston! ¡Piotrowicz ha sido hospitalizado!

Surgieron gritos de júbilo que él acalló con un gesto.

—¡Hay más! La Corporación de la Deriva, en unión con los gobiernos americano y de la Alianza, han ofrecido una recompensa de quinientos dólares del Banco de Boston a quien atrape o aporte pruebas del paradero de un tal Patrick Cruz O’Brien, por complicidad en el intento de asesinato de Keith Piotrowicz. ¿Qué os parece?

De nuevo se escucharon gritos de júbilo; sin embargo, esta vez teñidos de burla. Todos los rostros se volvieron para mirar a Patrick. Incluso la faz oscura de Fitzgibbon se frunció en una mueca sardónica. Victoria echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada.

Tan pronto como le fue posible, Patrick se alejó de las hogueras hacia las sombras más densas que reinaban en una tienda próxima a la pared. Pudo escuchar cómo se alzaban las risas y los festejos de un extremo a otro del campo a medida que la noticia pasaba de hoguera a hoguera.

Esterhaszy apoyó una mano sobre su hombro.

—Escuche —comentó, después de un momento de silencio—. Asegúrese de secar sus calcetines al fuego antes de irse a la cama.

Patrick miró al hombre, sorprendido de que algo pudiera sorprenderle todavía. Esterhaszy parecía incómodo.

—Se trata de un viejo truco de campamento, algo que usted debería saber. Se acostará sintiéndose mal y con frío si sus pies están mojados.

Más tarde, cuando todos, menos los guardias, dormían ya, Patrick siguió despierto. Se acuclilló al lado de una hoguera, sintiéndose magullado y humillado, y arrojó un puñado de ramas a los rescoldos. Crujieron y prendieron en una repentina llamarada, para ser consumidos en el acto.

Según el horario de Patrick, el polosat pasaría por esa zona aproximadamente una hora después de la medianoche. Y, sin importar lo que hubiera ocurrido, él todavía tenía que escribir un artículo. Pensó durante un minuto antes de componer el titular; luego lo escribió: desde mi escondite.

Con los calcetines secándose al fuego, comenzó a redactar su historia.

El desayuno de la mañana siguiente consistió en una pasta amarga ensartada en un palo y asada al carbón. Patrick terminaba de comerla cuando Victoria se le acercó. Tragó el último bocado, lo ayudó a pasar con el resto de la cerveza y se volvió a colocar la mascarilla sobre la boca.

—Vamos —le comunicó ella—. Le llevaré a usted y al tío Bob a dar una vuelta.

Los tres se alejaron en un vehículo motorizado de cuatro ruedas. En las afueras del campamento, pasaron al lado de un cementerio cubierto de matorrales. Un equipo de trabajo se hallaba cavando fosas, desenterrando ataúdes y vaciando su contenido en el suelo. Un soldado recogía anillos de boda, mientras otros arrancaban dientes de las mandíbulas, aplastándolos para extraer los empastes metálicos.

Patrick contempló el collar de piezas plateadas que Victoria llevaba aún sobre su uniforme de batalla; no obstante, guardó silencio.

—Vamos a recoger una entrega —explicó Victoria—. Algo que un buscador de la ciudad ha desenterrado para Fitzgibbon. —Se volvió hacia Patrick y le dijo—: Bueno, ¿no piensa hacerme una entrevista?

—Oh, sí —replicó Patrick. Todavía se sentía un poco disperso por la falta de sueño—. He estado hablando con un montón de su gente, y ellos creen que usted posee una especie de poder sobrenatural. ¿Es cierto?

Ellos lo creen. Yo sólo me dedico a la política. Estoy de acuerdo con lo que la mayoría piensa de mí a cada momento.

—Muy bien, pero cuando usted se encuentra entre gente que cree…, ¿qué es exactamente lo que ellos piensan que usted puede hacer?

—Bueno —comenzó ella, a regañadientes—, creen que poseo un Destino. Y que, al desarrollar ese destino, de vez en cuando tengo destellos de clarividencia, un panorama breve de lo que acontecerá en el futuro…, ese tipo de cosas.

—¿Eso es todo?

—No, también puedo ver la radiación. Una zona caliente se me aparece de forma brillante…, normalmente de un color rojo intenso o púrpura. Es bastante bonito. El aire que está caliente parece emitir destellos; supongo que lo que logro ver es el nivel bajo de ionización. Y, como un efecto secundario, poseo un sentido absoluto de la orientación. Se debe a que el emplazamiento de la Fusión es una presencia muy intensa en mi interior. Esté donde esté, incluso a cientos de kilómetros más allá del horizonte, puedo sentirlo. Ahora mismo, por ejemplo, se encuentra en aquella dirección. —Señaló hacia un lado.

Patrick miró hacia donde ella señalaba, y anheló disponer de un compás y un buen mapa.

—¿Alguna vez se le han realizado pruebas? ¿En condiciones de laboratorio?

—No —intervino Esterhaszy—. ¿Qué sentido tendría?

—Y, lo que tal vez sea más importante, mi madre me aconseja,… —Victoria se detuvo unos instantes—. Ella me dice… lo que debo hacer; mis seguidores tienen esto muy en cuenta, ya que creen que, cuando ella vivía, fue una bruja muy poderosa.

—A mí me parece como si usted también lo fuera —repuso Patrick.

—No. Mi madre podía curar; yo no.

—Nuestro destino se encuentra en el mismo corazón de la Bestia —comentó Esterhaszy cuando empezaba a anochecer—. Un pequeño lugar en las afueras de Honkeytonk, en el punto central de los emplazamientos que ha levantado la Corporación.

El coche daba unos botes tremendos, y el estómago de Patrick estaba descompuesto.

—¿Falta mucho?

—Casi hemos llegado…, mire, justo detrás de esos árboles.

Su destino resultó ser una casa de estilo Victoriano y que se conservaba en un estado maravillosamente bueno, emplazada en un claro sobre el Susquehanna. Las tejas del techo eran de color verde, y los costados y chambranas estaban pintados de un rojo claro. Senderos poco cuidados subían y bajaban desde el río hacia el bosque.

—Se puede decir que aquí hay un poblado —comentó Esterhaszy—. Hay cabañas pequeñas por doquier. Le sorprendería la cantidad de negocios que puede generar un prostíbulo.

El camino se retorció por entre una pequeña arboleda, y la casa desapareció de vista. Una valla atravesaba el sendero a la altura de la cintura, lo que obligó a que Victoria pisara el freno para no chocar con ella.

Un gigante salió del puesto de guardia que había oculto entre el follaje. Llevaba de forma casual una ametralladora en la mano, que parecía ridículamente pequeña y fuera de escala. Los miró con los ojos entrecerrados a través de unas gafas torcidas que le daban un aspecto de novato.

—Hemos venido a ver a la Sirena —anunció Victoria.

—Hace tiempo que no te veo, Sid —saludó Esterhaszy.

Unas arrugas producidas por una sonrisa aparecieron alrededor de la mascarilla del gigante. Colocando el arma debajo del brazo, les hizo una serie de gestos rápidos, agitando las manos como las alas de un pájaro.

Esterhaszy sonrió con melancolía.

—Tal vez sí, tal vez sí. Escucha…, ¿hay alguien de la Corporación en la casa? —Las manos volaron y permanecieron en silencio—. Bueno, porque, si los hubiera, desearíamos retrasar nuestra visita, eso es todo.

Sid les hizo otro gesto y retrocedió hasta los árboles para quitar el tronco. Pasaron por debajo y aparcaron delante de la casa.

A ambos lados de la puerta principal había pintados signos de brujería…, para ahuyentar la radiación, le explicó Victoria. Tocó con su mano la parte central de uno y luego se la llevó a la frente. Esterhaszy hizo una mueca y musitó:

—Hoy en día la gente cree en cualquier mierda supersticiosa. Patrick se acomodó el transceptor al hombro y equilibró su peso.

—Creo que sería conveniente que fuera más tolerante con la superstición, si tenemos en cuenta el empleo que le da su movimiento.

—Esas tonterías no detendrán a los buscahuesos que transporta cualquier brisa medianamente fuerte. Lo que tendrían que hacer sería cubrir toda la casa con un domo geodésico del mismo material que las mascarillas nucleoporo y añadirle una esclusa de aire. Entonces podrían descontaminar el interior, que sería tan seguro como Atlanta.

—¿Dónde conseguirían tanto filtro? —inquirió Victoria, divertida.

En ese momento se abrió la puerta y apareció la madama. Cuando vio a Victoria, las pequeñas arrugas que aparecieron alrededor de los ojos debido a su sonrisa se esfumaron.

—No queremos ningún problema —dijo. Tras ella se asomaron varias prostitutas, jovencitas huesudas de ojos alertas.

Patrick se quedó asombrado por el enfermizo aspecto que tenían. Algunas debían estar gravemente enfermas.

Victoria no repuso nada. Una de las putas alargó el brazo por el costado de la mujer gorda y tocó levemente la manga de la chaqueta de Victoria. A pesar de ello, ésta siguió sin reaccionar.

—Queremos ver a Rebecca Schechtman —comunicó Esterhaszy. Habría hecho falta un ciego para no ver la expresión de alivio que apareció en el rostro de la mujer.

—Se encuentra detrás de la casa, en el atracadero —restalló, y cerró la puerta de golpe en sus caras.

Siguieron un sucio sendero que rodeaba el edificio y bajaba hasta una pequeña casa flotante amarrada a un atracadero fluvial. Una amplia rampa de madera unía la casa con el muelle y, en el extremo más alejado, tomando el sol, estaba sentada una mujer en una silla de ruedas. Cuando la saludaron, se cubrió rápidamente las piernas con una manta. Sin embargo, Patrick las había podido ver bien. Estaban pegadas entre sí y deformadas, sin pies separados.

—Sirenomelosis —se apresuró a explicar Esterhaszy—. Un defecto de nacimiento. No obstante, puede nadar como un pez. —Se dirigió corriendo, adelantándose a ellos, a saludarla, saltando sobre la plataforma y depositando una afectuosa mano sobre su hombro.

—El Susquehanna no es sitio para ti, Becky —comentó—. ¿Cuándo vas a buscar un río más limpio?

La sirena se encogió de hombros.

—Me viene bien para mi trabajo —repuso. Luego pasó un brazo alrededor de la cintura de Esterhaszy y la apretó cálidamente—. Me alegro de verte, vieja cabra.

Los llevó hasta un almacén al lado de la cocina del prostíbulo. En su interior había cuidadosamente alineados sobre el suelo unos veinte trajes metálicos. Eran trajes de astronauta, pensó Patrick; durante un breve y mareante instante, se maravilló por su antigüedad y por su imposible supervivencia.

Entonces —Patrick, al reconocer unas pequeñas diferencias, fue consciente de su error— Esterhaszy dijo:

—¿Dónde has podido encontrar siete trajes de protección radiactiva?

Después de todo, ni siquiera eran para el espacio exterior, sino meros trajes de faena, laminados con plomo para proteger a los hombres que trabajaban con emisores de rayos beta y gamma.

Victoria tocó el primero casi con reverencia y tembló. Luego, Esterhaszy extrajo un medidor de energía y comenzó a pasarlo por encima del traje, sin descuidar ningún centímetro cuadrado.

—¿Cuánto cuestan? —preguntó Victoria. Se quitó el collar de piezas de plata, desenroscando con cuidado todas sus vueltas.

Mientras se desarrollaban las negociaciones, Patrick se acercó a la puerta de la cocina y espió su interior. Un puñado de busconas se servían la cena de una olla. Miró a una de ellas, una rubia de aspecto débil y anémico, con una figura casi de muchacho y el pelo rapado. Había algo extraño en ella, aunque no supo reconocer qué era.

La puta alzó la vista y, al verle en la puerta, sonrió. Con un veloz movimiento se abrió la bata, mostrando unos pechos pequeños y dulces y un par de diminutos genitales que colgaban de sus partes femeninas.

Patrick se sonrojó y apartó los ojos. Las mujeres se rieron escandalosamente.

En ese momento aparecieron los otros dos, que venían del almacén.

—Escuche —comentó Victoria—. Si desea joder, hágalo, Pero después duerma un poco. He alquilado unas habitaciones para nosotros en la planta alta…, la compañía que desee habrá de pagársela usted. Nos marchamos en cuanto amanezca.

—¿Quiere que le dé los precios de los servicios? —le ofreció Esterhaszy.

Patrick miró a las putas. Estaba bastante salido, Dios lo sabía. Pero se habían reído de él, y dudaba de que pudiera olvidarlo. Además, también Victoria estaba escuchando.

—No, gracias. Tengo que trabajar en mi artículo.

Al anochecer, los trabajadores de la Corporación de la Deriva que venían de las cercanas granjas de alcohol llenaron el salón. La mayoría se gastaría el salario de una semana en media hora demasiado rápida. Deambulaban por el lugar antes de empezar a gastar, haciendo que su dinero les durara lo más posible. Las risas y la música del piano llegaron hasta la habitación de Patrick.

Patrick se cubrió la cabeza con la almohada y cerró los ojos con fuerza. Oyó pasos apresurados a lo largo del pasillo y una puerta se cerró con fuerza. Oyó el crujir de una cama en la habitación de al lado. Patrick intentó ignorarlo. Pasados unos minutos, los ruidos cesaron y la puerta volvió a abrirse. Comenzaron a crujir las camas de otras habitaciones. En medio de todo ello también se escuchaban sonidos humanos.

Tuvo que masturbarse tres veces antes de poder dormir.

Una mano tocó el hombro de Patrick, y se despertó con un sobresalto. Victoria estaba inclinada sobre él. Le puso un dedo sobre los labios y murmuró:

—Tenemos que marcharnos. La Corporación nos persigue.

Patrick se vistió a toda velocidad debajo de las mantas.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Simplemente, lo sé —susurró ella con un deje de urgencia.

Le condujo hasta el pasillo y bajaron por las escaleras de atrás. Desde el patio, Patrick pudo vislumbrar el salón, donde las busconas se entremezclaban con sus clientes. Las mujeres llevaban unas marcas de maquillaje brillante en medio de la frente y, como algunos de sus clientes, no usaban mascarillas.

Una vez llegaron al vehículo, vieron que Esterhaszy se afanaba por cargar los trajes de protección radiactiva recién adquiridos. Cuando Victoria y Patrick se acercaron, gruñó:

—No sé por qué me molesto por uno de tus sueños.

—Mira —comentó Victoria con exasperación—, ¿me he equivocado alguna vez? ¿Me he equivocado alguna vez?

—Pero, ¿cómo pudieron saberlo? —preguntó Esterhaszy—. Mamá Rosa lleva bien su negocio. Puede que no simpatice con nosotros; sin embargo, ella nunca… ¡Eh! —Miró a Patrick—. ¿Qué escribiste en la historia que archivaste ayer por la noche? No se te habrá ocurrido transmitir que visitamos una casa de placer, ¿verdad?

—Bueno, supuse…

—¡Jesús! ¿Cuántos prostíbulos crees que hay en esta zona? ¿Cómo…?

—Olvídalo —cortó Victoria—. ¿No podemos pasar sigilosamente entre ellos?

Esterhaszy levantó las manos al cielo.

—Ni siquiera sabes si vienen hacia aquí.

—Mira allí —indicó Victoria. Lejos, en la oscuridad, se veía una pálida y pequeña luz, casi invisible. Avanzaba y, pasado un momento, desapareció—. El idiota esperó una fracción de segundo demasiado larga para apagarla.

Se escuchó el leve vibrar de vehículos distantes aproximándose.

—Veo que me equivoqué —aceptó Esterhaszy. El cuatro por cuatro ya había sido cargado. Victoria entró de un salto y le pasó un rifle a Patrick.

—Sólo hay un camino —dijo—. Si avanzamos con la velocidad suficiente, puede que logremos pasar entre ellos.

Notó un tono de júbilo en su voz; Patrick se dio cuenta de que disfrutaba con la situación, que en realidad esperaba con alegría el momento de la confrontación, con una especie de ansia de sangre que iba más allá de su comprensión.

Patrick le devolvió el rifle.

—Yo no puedo usar esta cosa. Soy neutral.

—¡Entonces muera! —Victoria se echó a reír.

Les llegó el sonido apagado del piano desde la casa. Varias voces se unieron para cantar Submarino Amarillo. Ella le alcanzó el rifle a Esterhaszy, que, con movimientos expertos, sacó el cargador, lo comprobó y volvió a colocarlo en su sitio.

—Tiene que haber otro camino para escapar —sugirió Patrick.

—Ninguno —Victoria puso en marcha el motor.

Pensando con tanta rapidez como nunca lo había hecho en su vida, Patrick dijo:

—Espere.

Existía otra posibilidad.

De algún modo, el cuatro por cuatro se metió en el lecho cenagoso y en el atracadero sin volcar. Se hallaban descargando los trajes en la casa flotante cuando apareció Schechtman con su silla de ruedas para ver lo que hacían. Salió de la cabina lívida de furia.

—No nos des ningún sermón —repuso Victoria con tono amistoso. Con suavidad, puso el cañón de su rifle en los labios de Rebecca. La sirena se calló.

—Todo listo.

Esterhaszy soltó las amarras que sujetaban la casa. Patrick cogió un palo y ayudó a apartar la casa del atracadero.

Lenta y silenciosamente, se separaron del pequeño, muelle. La corriente del río chocaba con suavidad contra el casco, empujándolos río abajo. De nuevo se apoyaron contra los palos y empujaron. Con una lentitud agónica, la casa flotante se adentró en aguas más profundas.

Hubo movimientos entre los oscuros árboles en la orilla. Al principio, Patrick pensó que era un truco que le jugaban sus ojos. Pero, no…, allí, por encima de la casa…, no cabía duda de que era otro vehículo con tracción a las cuatro ruedas. Y que el enjambre de enanos que avanzaba a lo largo de la orilla… eran Mimos.

Victoria, en el momento en que se soltaron, se había metido en el interior de la casa. En ese momento volvió a salir con algo parecido a una mochila a la que iba unida un trozo de manguera de jardín. Se trataba de una pistola láser Lakes Federation con una fuente de energía portátil conectada a un cable de fibra óptica. Una verdadera antigualla.

Una figura oscura se detuvo en la orilla cuando vio el bote en el agua. El soldado se llevó el rifle al hombro y tomó puntería.

Soltando la unidad portátil y cogiendo la pistola al mismo tiempo, Victoria tomó puntería y disparó. Una aguja de luz de color rubí, tan breve que casi no dejó rastro de su existencia, atravesó el corazón del hombre. En silencio, cayó al suelo.

—Era un explorador —comentó Esterhaszy—. Creo que nadie más está al corriente de nuestra huida.

Patrick abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. La casa flotante siguió deslizándose río abajo, y el prostíbulo se hizo cada vez más pequeño.

—He quemado el cable —dijo Victoria, irritada. Movió la unidad de energía con el pie—. Es una suerte que sigamos con vida.

Rebecca Schechtman miraba con una expresión de curiosidad en el rostro.

—¿Cómo sabías dónde la tenía escondida? —le preguntó—. Nadie lo sabía.

—¿Cómo supe que te estabas marcando un farol cuando dijiste que no aceptarías mi oferta definitiva por los trajes? —replicó Victoria. De un empujón, lanzó el aparato al río. Cayó y desapareció en las profundidades con un ruidoso chapoteo.

En la casa flotante había dos habitaciones. Victoria se adjudicó la más grande, envió a la sirena a la otra, y le ordenó a Esterhaszy que montara guardia en el puente. Luego llevó a Patrick al interior de su cuarto.

La cabina se hallaba iluminada difusamente por una lámpara de alcohol. En el exterior, el Susquehanna se reía y murmuraba a medida que los arrastraba corriente abajo.

—¿Conoces cuál es el primer principio del liderazgo? —preguntó Victoria—. No jodas con los soldados. Arruina la disciplina. —Se detuvo.

Patrick, de forma automática, se había dedicado a transcribir sus palabras, poniendo algunos eufemismos que resultaran aceptables para los lectores del Federalist. Sin embargo, cuando ella se interrumpió, alzó los ojos con una repentina curiosidad.

Victoria se llevó la mano al primer botón de su camisa y lo desabrochó. De forma ausente, jugueteó con el siguiente y también se soltó.

—Puede llegar a convertirse en un serio problema —continuó—. Porque, después del combate, te quedas realmente traspuesto, lleno de una enorme energía nerviosa, y el sexo es una forma excelente de descargarla.

El modo en que Victoria hizo el amor fue casi violento, y le dejó marcas en todo el cuerpo. Si Patrick se hubiera encontrado menos excitado que ella, le habría resultado imposible disfrutarlo. Sin embargo, con todo el deseo almacenado que tenía, unido a los nervios de la semana pasada, se descubrió respondiendo igual que ella, con una energía y una intensidad que resultaban aterradoras. Perdido en la sensación de la carne pegada a la carne, no supo dónde terminaba su cuerpo y empezaba el de ella.

Cuando acabaron, ella le apretó con fuerza y lloró sobre su hombro. No obstante, cuando él le preguntó por qué lloraba, ella se limitó a cerrar los ojos y sacudir la cabeza. Pudo sentir el miedo en su interior, aunque no logró descifrarlo.

Por la mañana, Patrick se despertó antes que Victoria. Se vistió en silencio y subió al puente. Caminó despacio, tratando de relajar la tensión de sus piernas, y descubrió que el barco estaba encallado en un recodo de playa del río. Esterhaszy estaba inclinado sobre la barandilla y miraba el río. Patrick se unió a él, y vio que Schechtman nadaba jubilosa en las amarronadas aguas.

Con un destello de pechos blancos, rompió la superficie y, con un movimiento del brazo, los salpicó a los dos. Riendo, retrocedió con unas brazadas.

—¡Jesús! —exclamó Esterhaszy, admirativo—. ¡Volver a ser joven! Ahí tienes una experiencia que sería vital, ¿verdad?

Patrick sólo sonrió. Tenía a su amante vampiro en la cabina; únicamente podía mirar a las sirenas con un frío distanciamiento.

Al atardecer, Esterhaszy y Victoria salieron a explorar, y volvieron con un caballo y una carreta. Mientras Patrick les ayudaba a cargarla preguntó:

—¿Puedo saber dónde los habéis conseguido?

—Su propietario nos los dio porque le gustó nuestro aspecto —centelleó Victoria—. ¿Alguna otra pregunta estúpida?

Dejando a la sirena para que volviera sola, continuaron su viaje hasta el punto en que se encontrarían con Fitzgibbon. Ante la sorpresa de Patrick, rodearon Honkeytonk y se unieron a los rebeldes en un campamento oculto a poca distancia de las minas de carbón.

—Nunca habríamos podido llevar a cabo esta operación si Piotrowicz estuviera aún al mando —comentó Fitzgibbon en una reunión que mantuvieron antes de iniciar el ataque—. Sin embargo, todos sus subordinados son delegados políticos…, todos unas mediocridades. Se sorprenderían incluso ante lo más obvio.

Atacaron al final de la tarde, cuando se realizaba el cambio de guardia y los mineros salían agotados de la montaña. Patrick lo observó todo desde la ladera que había encima de Honkeytonk; los rebeldes cargaron desde ambos lados. Hubiera querido estar entre ellos, pero Fitzgibbon se negó a correr el riesgo de perderle. De hecho, el capitán rebelde ordenó que le vigilaran y que le mantuvieran alejado de la acción, incluso a la fuerza si era necesario.

Lo que vio fue a un grupo de gente confusa que corría y gritaba. Algunos disparaban sus armas de fuego. No pudo apreciar ningún plan en los movimientos que veía.

No parecía haber muchos Mimos de la Corporación en la lucha, lo cual confirmaba lo que Fitzgibbon había comentado, que la fuerza principal fue llevada para un ataque de represalia al lugar donde sus jefes creían que se encontraba el campamento rebelde. Honkeytonk quedó prácticamente desguarnecido.

Fitzgibbon lo había explicado bien:

—Saben que no podemos mantener ocupado Honkeytonk. Saben que no lo arrasaremos. Y también saben que no vale la pérdida de soldados que implicaría robar todo lo que pudiéramos cargar.

—Entonces, ¿por qué va a lanzar el ataque? —preguntó Patrick.

En aquel momento, la cara de Fitzgibbon se retorció en una mueca y su brazo tullido intentó apoyarse de forma espasmódica en su hombro.

—Para que los bastardos paguen —susurró, con un tono de voz escalofriante—. ¡Para que sufran como yo! —Luego, dominándose—: No, eso fue off the record. Es por motivos psicológicos. Para mostrarles a los mineros que podemos hacerlo, que no carecemos de fuerza, y que no pensamos dañar a ninguno de ellos.

Off the record, tus pelotas, pensó Patrick. Sonrió diplomáticamente.

Los conquistadores avanzaron como si participaran en un desfile por el centro del pueblo. La gente que vivía allí salió a toda velocidad de los ruinosos edificios de ladrillos a contemplarlos y lanzar vítores de alegría. Todos llevaban mascarillas blancas, la mayoría compuestas por simples trozos de tela; sólo unas pocas eran de filtro nucleoporo.

Una mujer envejecida besó las botas de Victoria cuando ésta desfilaba marcialmente; la líder rebelde ni siquiera bajó los ojos.

Detrás de ellos, abriéndose paso a través de la exultante multitud —o la gente de la Corporación no era muy popular, o sus representantes decidieron con inteligencia quedarse en el interior de sus despachos—. Patrick vio con horror que la mayoría de los niños tenían malformaciones. Brazos y piernas tullidos, cráneos hiperdesarrollados, pies deformados, cataratas, quistes y bocas desdentadas. Los adultos no estaban tan marcados por las malformaciones de nacimiento, y la mayoría hablaban con acentos sureños, del medio oeste o de Filadelfia. Sin embargo, se hallaban asolados por la enfermedad, con cicatrices de la nueva variedad de sífilis, y algunos habían perdido dedos y manos enteras en accidentes en el interior de las minas.

Éste era el primer vistazo que Patrick podía echar a la sociedad de la Deriva. Si se los comparaba, los rebeldes resultaban un grupo bastante sano; muy pocos de los habitantes de Honkeytonk podían alardear de esa condición.

Encontró a Obadiah pintando signos de brujería contra la radiación en lo que había sido un banco de la Corporación de Mimos. Se detuvo para hablar con él.

—Es mi trabajo —explicó el conjurador—. Esterhaszy establece una consulta médica para los adultos, y yo una cabaña de conjuros para los pequeños. Entre nosotros, controlamos la vida y la muerte. —Cuando Patrick le preguntó a qué se refería, le explicó—: Los padres me traen a sus recién nacidos para que yo dicte un juicio. Yo decido si las mutaciones serán funcionales o no, juzgo si el niño logrará sobrevivir. Si pasa la prueba, se lo devuelvo a sus padres.

—¿Y si no la pasa?

Obadiah contempló sus grandes y nudosas manos.

—Bueno, tío. No esperarás que los padres maten a sus propios hijos.

Patrick se marchó en busca de Victoria. Estaba ocupada dirigiendo a su gente en diversas tareas; no obstante, se detuvo para pellizcarle y darle un beso. Cuando él comentó algo acerca de los niños, ella asintió.

—Te parten el alma, ¿verdad? Pero piensa en sus padres. Imagina que supieras que tu hijo podría haber salido sano si sólo hubieras dispuesto del dinero suficiente para comprar una mascarilla nueva cuando la antigua se desgastó, para comprar purificadores de agua, verduras de los invernaderos… —Su voz se perdió—. Demonios, empiezo a sonar como el tío Bob.

Cuando Patrick se mezcló de nuevo entre la gente, una chica albina de catorce años tiró de su brazo.

—Eh, señor. ¿Usted está con los rebeldes?

—No —replicó él—. Bueno, sí. Más o menos. ¿Por qué lo preguntas?

—Quiero… —Se atragantó y le dio un ataque de tos. Finalmente, escupió un montón de flemas—. Quiero unirme a ellos.

Tenía un aspecto frágil y sin pechos; su cabello era largo y fino.

—No es una vida fácil.

—Me contento con que me den una pistola. —La muchacha habló con tanta intensidad que volvió a toser. Casi se dobló antes de poder controlar el ataque—. Me contento con poder matar a algún Mimo.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Patrick.

—Heron. Mataron a mis padres. Se produjo una huelga. La comida no llegaba de las granjas, y algunos mineros tomaron los pozos. Querían que la Corporación abriera los almacenes y alimentaran a todo el mundo. La Corporación dijo claro, de acuerdo, y, cuando salieron de las minas, los Mimos los apresaron a todos y se los llevaron a las afueras del pueblo y los mataron allí mismo, abandonándolos al aire libre.

—Continúa —pidió Patrick con amabilidad.

—Así que yo…, cuando hoy salí de las minas y vi lo que había ocurrido, me dirigí al lugar donde yacían los cuerpos para poder enterrarlos, ¿sabe? Pero los huesos estaban todos mezclados…, no sabía cuáles eran los de mis padres. Y pensé en enterrarlos a todos juntos. En un… en un agujero, ¿correcto? Lo que pasa es que no tenía ni una maldita pala.

La muchacha se detuvo.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en las minas? —le preguntó Patrick.

—Cinco años.

Al anochecer, se dispuso una silla para Victoria en la plaza central de Honkeytonk. A ambos lados se encendieron unas hogueras pequeñas, para crear un efecto dramático y que la silla pareciera un trono. Los prisioneros —el puñado de Mimos que quedaban en el pueblo y los directivos de la Corporación— frieron alineados detrás de ella; aquellos que se atrevieran estaban autorizados a plantear sus quejas.

Observando desde uno de los lados, a medida que, al principio, Unos pocos habitantes del poblado avanzaban titubeantes para contemplar la escena, Patrick sintió que su visión se volvía borrosa. Se frotó los ojos y la recuperó momentáneamente, para perderla de inmediato. Victoria escuchaba las quejas. Giró para interrogar a uno de los prisioneros. Patrick cerró de nuevo los ojos. Debajo de sus párpados se arremolinaron los colores, solidificándose en formas y luego en imágenes muy nítidas.

Se hallaba mirando a la plaza, pero desde una perspectiva distinta, desde algún lugar en el centro. La plaza también se había transformado, recubierta por unos colores oscuros e intensos. Las sombras fueron bañadas por la luz, y el humo de las hogueras que había a ambos lados de él se elevó, iluminado por un destello profundo.

Él no aceptó todas las quejas. Escuchó con atención y juzgó con seriedad. Luego señaló a tres prisioneros, que fueron apartados y fusilados.

Las columnas del humo más oscuro que el azul flotaron en el aire; los sombríos fuegos de los que provenían se apagaron un poco, y el humo fue dispersado por un aire sin viento. El destello oscuro eran las partículas radiactivas que habían sido extraídas de la tierra por los árboles que ahora usaban como leña. A medida que el humo se disipaba, las partículas se arremolinaron hasta cobrar la forma de copos de nieve. Luego, de una forma infinitamente lenta, cayeron como lluvia sobre la gente de Honkeytonk.

La radiación estaba por doquier, en la tierra, en las fachadas de los edificios, al igual que en el aire; a Patrick le producía dolor ver cómo las multitudes permanecían ajenas mientras caía despacio a su alrededor. Al resto de los prisioneros se les quitó las mascarillas y la ropa, se los afeitó por completo (entre un rugido de risas), y fueron escoltados fuera de los límites del pueblo.

Se forzaron las puertas del almacén, y todos aquellos suministros que los rebeldes no necesitaban fueron arrojados a las manos de la muchedumbre. Mirando a la excitada multitud, con las manos extendidas, tratando de coger latas de comida, herramientas y trozos de tela que eran arrojados a todos lados, Patrick, repentinamente, se vio a sí mismo, solo en el borde de la plaza, pálido y tambaleante, con los ojos firmemente cerrados.

Abrió los ojos, sorprendido, y la alucinación desapareció. Se irguió en su propio cuerpo, y no vio ninguna llama radiactiva iluminar la oscura plaza.

Victoria le miraba fijamente. Su rostro mostraba una sonrisa divertida.

Obadiah salió corriendo del almacén en ese instante y, emitiendo un aullido que ponía los pelos de punta, dio un salto en el aire. La gente se apartó de su camino. Hizo girar tres veces su báculo por encima de su cabeza y señaló hacia las puertas abiertas del almacén.

Del interior brotó una enorme llama explosiva. La muchedumbre se quedó boquiabierta y retrocedió. Obadiah lanzó una carcajada, corrió agazapado como un mono hacia las sombras y, de inmediato, volvió a aparecer, empuñando frenéticamente una herramienta. Como un loco, fue de un lado para otro. Luego la arrojó con fuerza al suelo, delante de Victoria, y se sentó como una estatua inmóvil a sus pies.

—Ahora aceptaré nuevos soldados —repuso Victoria.

Tras ella, el almacén ardía maravillosamente.

Después de un momento de aturdido silencio, se produjo un movimiento en la multitud y un hombre se adelantó. Le siguió otro y, después, una mujer. En poco tiempo se formó una línea de treinta y cinco personas. Fitzgibbon la recorrió rápidamente y apartó a tres. Una de ellas era Heron. Enfurecida, la niña volvió a meterse en la fila.

Esta vez, con una sonrisa, Fitzgibbon la dejó quedarse.

Patrick se dio cuenta de cómo Victoria miraba a la pequeña albina y temblaba casi imperceptiblemente. Le ha recordado a sí misma, pensó; pero de inmediato rechazó la idea como una tontería sin ningún fundamento.

Con las llamas danzando detrás, los reclutas fueron llevados de uno en uno hasta la silla de Victoria. Todos, apoyando una mano sobre el báculo fetiche del conjurador, juraron fidelidad a la causa. Obadiah hizo un corte en la vena de cada uno y recogió unas pocas gotas de sangre en una copa. Cuando todos hubieron jurado, le ofreció la copa a Victoria.

La vació de un trago.

Entonces, Obadiah produjo un pequeño corte en el hombro de Victoria. De nuevo se llamó a los reclutas de uno en uno para que probaran la sangre de ella.

Esta vez, con más recelo, se acercaron y posaron los labios sobre la herida. A excepción de Heron, su contacto fue breve y rápido. Ella, sin embargo, cerró los ojos mientras besaba el hombro de Victoria, haciendo que su garganta trabajara, chupando la sangre. Cuando se irguió, tenía los ojos ligeramente vidriosos. Retrocedió lentamente.

—Ahora sois míos —declaró Victoria—, y yo soy vuestra. Moriría por vosotros. —Miró con ojos centelleantes a su alrededor—. ¿Dudáis de mis palabras? No obstante, vosotros también tenéis que estar dispuestos a morir por mí.

Ya había anochecido, y en el cielo brillaba una luna llena. Los rebeldes, ligeramente más numerosos ahora, abandonaron el pueblo. Patrick se hallaba entre ellos; para él, la luna se duplicó, se unió y se volvió a duplicar una y otra vez durante toda la noche.

El grupo se desgajó en divisiones de diez o veinte personas a medida que se las enviaba por distintas direcciones.

—La Corporación nos persigue —explicó Fitzgibbon—. Y, de momento, no me hace falta ningún ejército numeroso.

Al amanecer sólo quedaban unos cuarenta rebeldes. La mayoría iban a caballo; sin embargo, entre ellos avanzaban tres vehículos.

—Al infierno —le estaba explicando Esterhaszy a un Patrick medio dormido cuando salió el sol—, el dinero está allí. Suficiente para cubrir la necesidad de mascarillas, quelatina, invernaderos y hospitales para todo el mundo. No obstante, todo va a los bastardos ricos de Boston y Filadelfia.

En ese momento estaban llegando a la cima de una colina; Victoria, poniéndose de pie, exclamó:

—¡Levanta la cabeza, tío Bob!

Esterhaszy pareció sorprendido, luego se incorporó en su asiento y gritó:

—¡Utopía!

En el valle que había abajo, bañado aún por las sombras de la noche, se veía lo que parecía una antigua versión del futuro. Utopía era un asentamiento con paseos bien cuidados y domos geodésicos. Al lado del pequeño río había un molino de agua de aspecto rústico; también un molino de viento casero al lado de uno de los complejos de invernaderos. No se parecía a nada que Patrick hubiera visto en la Deriva, ya que no había ni rastro de ningún edificio rehabilitado de la época anterior a la Fusión. Todo era de construcción reciente.

—Esto es el futuro —comentó con felicidad Esterhaszy—. El valle es un emplazamiento verde natural, apenas existe algún isótopo radiactivo en la tierra. Las lluvias casi ni lo rozaron. Sin embargo, trabajamos para limpiarlo de cualquier posible filtración. Allí se encuentra nuestra planta de tratamiento de vertidos. Y al lado de la fundición está nuestro sistema purificador de agua. Poco a poco, eliminamos a los buscahuesos y los restos radiactivos de la tierra, extrayéndolos del ciclo alimenticio.

—Supongo que éste es el lugar donde viven todos ustedes normalmente —comentó Patrick.

—Junto con algunos amigos. Somos un grupo con tendencias tecnológicas, ¿qué hay de malo en ello? Por Dios, si quieres llevar algún tipo de vida en la Deriva, necesitas la tecnología. Cien años atrás hacían planes para vivir en Marte, Venus, la Luna… ¿Por qué no aplicar los mismos principios en la Deriva?

En Utopía, los habitantes salieron con cautela a recibir a los rebeldes. Victoria se marchó sola, y Esterhaszy se llevó a Patrick para que conociera a su esposa, Helga, que resultó ser una mujer alta. Tenía la cara arrugada y reseca, y en ambas mejillas se veían dos feas cicatrices. Al poco rato de que los tres se pusieran a hablar, Patrick se reclinó con cansancio contra su silla y dejó que los ojos se le cerraran.

Al instante sintió el viento en el rostro. Se halló de pie en un campo de hierba verde, delante de una lápida blanca. El domo geodésico del tío Bob se hallaba a su espalda. Llevaba en las manos un ramo de flores silvestres que había recogido de camino; las dejó caer sobre la tumba. Su corazón se hallaba apesadumbrado por una increíble tristeza, y un miedo enorme le roía las entrañas.

—Oh, mamá —comentó…, y esta vez se dio cuenta desde el principio de que se estaba imaginando en el lugar de Victoria—. Desearía que vinieras a hablar conmigo.

Reinó el silencio.

—Han transcurrido demasiados años. Necesito escuchar de nuevo tu voz. Si sólo me dijeras algo, me sentiría mucho mejor.

Victoria esperó; pero no oyó nada. Miró a un lado, a la oscura presencia que acechaba en el horizonte, la pesada sensación de amenaza que jamás podía ignorar por completo.

¿Victoria?, pensó Patrick, intentando llegar hasta ella a pesar de que sabía que se trataba de una alucinación.

Sorprendida, Victoria giró en redondo y no vio a nadie. En el hogar de Esterhaszy, Patrick abrió los ojos, y descubrió al enano de pie a su lado, con la ansiedad reflejada en su rostro.

Aquella noche, Obadiah realizó una ceremonia de la radiación. Mientras los celebrantes se arrodillaban y aguardaban las hierbas y la quelatina que les protegería contra la enfermedad radiactiva y la muerte de la médula, él emprendió una danza solemne y ceremonial, con un bastón en una mano y un contador geiger en la otra.

De pie en la puerta de su domo, Esterhaszy observaba con una sonrisa desdeñosa. Entonces, varios utópicos, sus amigos y vecinos, se unieron a la ceremonia, tomando el sacramento de la quelatina y las hierbas. Esterhaszy se puso rojo.

—¿Qué demonios está ocurriendo? —le preguntó a Victoria.

Ella no alzó la vista del bordado que estaba haciendo. Helga le había contado a Patrick que lo comenzó a los quince años, y que, siempre que volvía a casa, continuaba trabajando en él.

—Fitzgibbon ha estado reclutando a gente —repuso Victoria, despreocupada.

Esterhaszy le dio la espalda a la puerta.

—¡Ahí está Jeremiah Peltz! ¡Y Rabbit! ¡Se lleva a mis dos ingenieros!

—Ya sabes para qué los necesitamos.

—¡Se supone que es sólo una amenaza! —gritó él—. No necesitáis a mi gente para vuestro farol.

Victoria iba a decir algo, pero se detuvo. Se levantó despacio y estiró sus miembros.

—Me siento claustrofóbica aquí —dijo, y se marchó.

Patrick alcanzó a Victoria en medio del campo que había detrás del domo de sus padres adoptivos. La hierba y los matorrales le llegaban hasta la cintura, formando una oscura y sombría masa vegetal en la noche. Oscilaban suavemente a su alrededor mientras ella contemplaba el cielo. Cuando él la rodeó con un brazo, ella experimentó un escalofrío pero no se apartó.

—Los amo a los dos —comentó al fin Victoria—. Pero, por Dios, pueden resultar insoportables a veces. —Se rio de modo infantil—. ¿Viste la expresión en el rostro del tío Bob cuando pasé a su lado?

—Quizá debieras…

—Oh, ahórrate los consejos. —Victoria se llevó una mano a la nuca y se quitó la mascarilla. Cayó, y ella respiró hondo. Luego, viendo la mirada de Patrick, comentó—: No hay problema; nos encontramos en una zona limpia. Mira…, no hay ni un destello, ni un resplandor, ni la más mínima señal de los buscahuesos o del vapor oscuro y venenoso…

—¿Estás drogada?

—¿Qué? —Victoria le miró sin comprender. Luego sonrió—. Es una risa que me contagió Obadiah. —Y como él seguía observándola—: ¿Y bien? Quítate la mascarilla. Vamos. ¿Vas a ser un mojigato toda tu vida?

Patrick echó una ojeada a Utopía, a las cuidadas curvas de los domos y al fuego atávico que ardía en su centro. Figuras pequeñas, siluetas oscuras, eran conducidas a la adoración por el conjurador. Los guiaba con movimientos de su bastón; desde la distancia, parecía Moisés. Lentamente, Patrick se quitó la mascarilla y llenó sus pulmones con el dulce aire.

Cuando se volvió hacia Victoria, ella ya se había quitado la camisa y daba saltos sobre una pierna para desprenderse de sus pantalones. Él se adelantó para ayudarla y juntos cayeron al suelo, aplastando las altas hierbas, girando una y otra vez sobre la suelta tierra, repentinamente felices y despreocupados.

En el momento en que Victoria llegaba al clímax, la mente de Patrick se vio inundada de sensaciones, el placer de ella lo atravesó; no se parecía en nada a su propio orgasmo o el que podía llegar a alcanzar imaginando el que ella alcanzaría, sino que resultó algo diferente, inesperado. Y, en mitad de su confusión y excitación, fue consciente de alguien que había ante ellos: una mujer cuyas facciones no pudo ver.

—Cuando me necesites, estaré a tu lado —dijo.

—¿Qué? —Patrick alzó la cabeza y miró a su alrededor. No había nadie, del mismo modo que no hubo otra mujer en el carruaje que les llevó a la mansión de Boston. Miró a Victoria y le preguntó—: ¿Ha sucedido algo?

Sin embargo, ella sonrió con felicidad y sacudió la cabeza. Con los ojos brillantes, extendió una mano para rozar con la yema de los dedos una piedra blanca que tenían a su lado.

De algún modo, a Patrick no le sorprendió descubrir que habían estado jodiendo sobre la tumba de su madre.

Cuando los rebeldes volvieron a levantar un campamento, Esterhaszy no se hallaba presente. Se había quedado en Utopía.

Se vieron obligados a establecer sus tiendas en medio de un campo devastado, un valle donde las lluvias de la Fusión habían saturado la tierra con isótopos radiactivos. La vegetación escaseaba; lo poco que lograba crecer moría de inmediato. Las pisadas levantaban pequeñas polvaredas. El único que no llevaba mascarilla era Obadiah.

Aquella noche celebraron otra ceremonia de protección contra la radiación. Sujetaron los trajes de plomo a varias estacas unidas de modo que formaran una X, lo que les dio el aspecto de abultados espantapájaros. Dando gritos y saltos, y empleando arcanas ceremonias sacadas de los rituales católicos y de los americanos nativos, el conjurador los marcó a todos con pintura de color rojo y amarillo con símbolos extraños y cabalísticos.

Victoria dio unos golpecitos a Patrick en el hombro. Parecía tensa.

—Una conferencia de prensa. —Indicó con la barbilla la tienda de Fitzgibbon, y Patrick la siguió.

Fitzgibbon se hallaba sentado en una banqueta de campaña y se aplicaba una especie de bálsamo sobre la agrietada piel de su mano tullida. Asintió con gesto sombrío cuando Patrick entró.

—Estamos perdiendo la guerra —soltó.

—¿De veras? —Patrick abrió su cuaderno de notas y garabateó una rápida frase—. Desde aquí parece como si os estuviera yendo muy bien.

—Libramos una guerra de desgaste. —Fitzgibbon se incorporó, un hombre enorme y amenazador—. No basta con sobrevivir… a base de sus excedentes. Cuando llegue el invierno nos veremos obligados a cesar nuestras actividades. En la primavera podremos reanudarlas; sin embargo, no nos encontraremos en forma para volver a luchar hasta la llegada del verano. Mientras tanto, la Corporación recibe sus suministros de fuera. A ellos no les detendrá el invierno. ¡Pueden permitirse el lujo de reírse de nosotros!

Iba de un lado a otro de la pequeña tienda como una pantera enjaulada. A medida que caminaba, su brazo tullido se retorció en un movimiento espasmódico para relajarse en el acto, empezando de nuevo una y otra vez.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Patrick.

—Poseemos un arma —comentó Fitzgibbon—. Algo tan grande y devastador como para que los gobiernos de la Alianza y de América se vayan para siempre de la Deriva. ¡Tenemos algo terrible y maligno!

Se detuvo, y Patrick notó que se reía dolorosamente debajo de la mascarilla.

—Algo terrible y maligno —repitió Patrick con diplomacia.

Fitzgibbon se volvió de repente, y su enorme y oscura masa se inclinó amenazadora sobre Patrick. Alargó el brazo sano y musculoso, vaciló, lo volvió a retirar.

—Por Dios —dijo—. Si creyera que se estaba burlando de mí, muchacho, le…

—Todo lo que deseo —intervino rápidamente Patrick— es una declaración precisa de lo que intenta decirme.

Mantuvo su postura, con la desesperada esperanza de que su miedo no se reflejara en su semblante.

A un lado, con el rostro pálido, Victoria observaba con atención.

Soltando el aire despacio, dejando que su ira se desvaneciera en ese prolongado aliento, Fitzgibbon volvió a sentarse.

—De acuerdo. De acuerdo, yo… Escuche. Antes de que se produjera la Fusión, cada reactor nuclear producía toneladas de desperdicios radiactivos todos los años. Gran parte eran de un nivel bajo, lo cual no nos interesa. No obstante, había toneladas de plutonio en las barras usadas de combustible. Se almacenaban en bidones enormes y se guardaban en lugares ocultos. En los vertederos más sofisticados, cavaban un agujero en la tierra, metían los bidones allí y los enterraban. Sin embargo, en la mayoría de los reactores, los bidones eran guardados allí mismo en almacenes temporales, mientras esperaban concluir los acuerdos finales para enterrarlos definitivamente. A veces estos acuerdos tardaban años en cerrarse y, en ocasiones, jamás se realizaban. ¿Me está escuchando?

—No me pierdo ni una sola palabra. —Patrick realizó una señal insignificante en su cuaderno.

—Iremos al corazón de la Deriva y nos apoderaremos de parte de ese plutonio. —Se rio entre dientes—. Iremos directamente al reactor que causó la Fusión.

La piel de Patrick se erizó. Pero logró mantener su cara de póquer.

—Los materiales radiactivos se degradan —indicó—. Aunque hace un siglo sirvieran como armas, ahora necesitaría de una base industrial de gran tamaño para refinarlo.

—Para hacer bombas…, sí. No obstante, no nos hace falta una explosión…, disponemos de la gente que puede procesarlo en un fino polvo radiactivo. Es muy fácil cuando se tienen los conocimientos suficientes. Obran en nuestro poder los misiles con los que soltar el polvo. No creo que necesitemos nada más.

Horrorizado, Patrick balbuceó:

—No se atreverá usted a…

Fitzgibbon, con un arranque de cólera, se incorporó, y su brazo tullido se dobló hasta formar casi un nudo.

¡Sí! ¡Por Dios que me atreveré! —Se inclinó sobre una mesa baja donde había extendidos unos mapas y la aporreó con un puño—. Una explosión viento arriba de Boston, y el polvo abarcará toda la ciudad. Se filtrará a través de las calles y las casas. La gente lo respirará sin darse cuenta…, no se percatarán hasta que enfermen y luego mueran. —Fitzgibbon miró hacia la noche. Habló con el fervor calmado de un visionario—. Los primeros días no ocurrirá nada. Luego, caerán en las aceras y serán incapaces de incorporarse; se pudrirán en sus camas y vomitarán mientras se estén lavando. Aparecerán los incendios, y no quedará nadie para apagarlos. Aquellos que logren sobrevivir más tiempo se matarán entre sí por la comida enlatada que puedan conseguir…, nadie del exterior se atreverá a ir en su rescate.

—Debe haber unas cien mil personas en Boston —señaló Patrick con voz asqueada—. O doscientas mil.

—No será nada nuevo —repuso Fitzgibbon—. Eso mismo ocurrió antes. Aquí mismo.

—No tiene por qué suceder —intervino Victoria—. Los misiles y el polvo no estarán listos hasta la primavera, como mucho a principios del verano. Si logramos echar a la Corporación de la Deriva antes… —Su voz se apagó en la incertidumbre; miró a Fitzgibbon en busca de confirmación.

A regañadientes, él asintió.

—Sí. No nos interesa la destrucción en sí misma. Si no surgiera la necesidad, no emplearíamos los misiles. —En ese momento, su voz se animó un poco—. Sin embargo, ya viste lo que ocurrió en Honkeytonk. Ganamos una batalla importante, y únicamente conseguimos treinta reclutas. Nos hará falta una especie de milagro para que ganemos la guerra antes del verano.

Lejos de la tienda, Victoria cerró las manos y comentó con amargura:

—Yo no me uní a los rebeldes para ser famosa como la mujer que mató a doscientas mil personas.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

Ella le sonrió con una mueca.

—Para ser una heroína, ésa fue la razón. No voy a vivir mucho, y quiero que mi vida ilumine intensamente la noche, como… como una especie de faro, que aliente a la gente a seguir adelante o les advierta del peligro y les haga retroceder, no me importa. Pero ha de ser algo bueno, total y puro. ¡Quiero que esos bastardos me admiren cuando muera! Y tendrá que estar bajo mi propio control, no el de Fitzgibbon o el de la necesidad o… —titubeó—. ¡O el de nadie más!

Patrick alargó el brazo para acariciarla y ella se apartó; furiosa, se alejó y se perdió en la noche. Él regresó a su tienda para escribir la entrevista.

Patrick añadió unos detalles dramáticos de su propia invención al describir la caída de Boston; no ocultó ningún detalle. Se dio cuenta de que esto era lo que Fitzgibbon deseaba que hiciera, que sirviera de forma eficaz como el brazo propagandístico de la revolución; no le importaba. Lo importante era que el mundo exterior lo supiera.

Cuando finalizó, llevó la copia a la tienda de Obadiah. El conjurador ojeó el texto con rapidez y dijo:

—Me temo que la mayor parte ha de ser censurada, hijo. Quizá puedas transmitir los primeros cinco párrafos, cambiando sólo una o dos palabras aquí y allí, y tal vez todo el material explicativo que hay al final. Pero eso es todo.

—¿Por qué?

—Por la misma maldita razón por la que te quitamos el transceptor. ¿En cuántos lugares crees que se pueden encontrar desechos radiactivos en la Deriva? Si toda esta mierda se transmite, tendremos a todos los soldados esperándonos en el emplazamiento de la Fusión.

—No, gracias —repuso Patrick—. Todo o nada. —Cogió la historia.

Obadiah se negó a entregársela; durante un breve y ridículo momento, los dos tiraron del manuscrito.

—Te diré lo que vamos a hacer —comentó el conjurador—. La encabezaré así: «Censurada por el Gobierno Provisional del Pueblo de la Deriva». ¿Ves? De ese modo sabrán que hay partes de la historia que no han sido transmitidas. Luego, una vez hayamos cogido el plutonio, tú recibes la copia intacta y la puedes enviar sin ningún tipo de censura. ¿Qué te parece?

Patrick vaciló; luego soltó las hojas.

Cuanto más se adentraban en la Deriva, más fantasmal se volvía el paisaje. Las tierras verdes y relativamente limpias comenzaron a escasear; los lugares marrones imperaban en esta zona. Durante el día se veían acosados por enjambres de insectos a los que Patrick no pudo identificar. Obadiah se rio entre clientes.

—El viejo Esterhaszy te podría decir sus nombres; por lo menos, el de la mayoría. Sin embargo, otros…, no, son nuevos. Ha habido mutaciones reales en el reino de los insectos, y muchas, ya que sus generaciones viven tan poco y son tantos. En cambio, en el reino animal no se produjeron demasiadas, y lo más probable es que la mayoría no llegara a nacer.

Algo de lo que emanaba una iridiscencia azul se posó en la mano de Patrick. Su tórax palpitó dos veces y le picó.

—¡Maldición! —Patrick agitó las manos, y el insecto salió volando. El lugar de la picadura ya comenzaba a hincharse y le dolía mucho—. ¡Me alegraré cuando por fin me vaya de este yermo olvidado de Dios!

—¿Oh? —inquirió con voz inocente Obadiah—. Entonces, ¿no hay nadie que te preocupe dejar atrás?

Durante un segundo, Patrick no comprendió. Luego se bajó la mascarilla y escupió a los pies del conjurador. Se alejó furioso.

Aquella noche, Victoria tenía un aspecto ojeroso. Habían viajado a una marcha rápida y casi sin descanso, lo cual mostraba ya sus huellas. Cuando intentó poner a Patrick encima de ella, éste se resistió.

—¿Por qué te haces esto a ti misma? —preguntó—. Necesitas una buena noche de sueño, no un revolcón en el saco de dormir…, ¿por qué te dejas hundir?

—Oh, Jesús. —Victoria se sentó con un gemido. Miró a Patrick en silencio durante un momento y luego dijo—: Te lo he repetido muchas veces, no tengo la esperanza de vivir una vida larga como tú. Cuando nací, como mucho me vaticinaron veinte años. Si llego a los treinta, será un milagro médico. Y no tengo la menor esperanza de llegar a cumplirlos. En noches como ésta, me sorprende que aún siga con vida.

—Eso es exactamente lo que te estoy diciendo. Si te cuidaras…

—Soy un vampiro —repuso ella con exasperación—. No recibo ninguna nutrición de la comida normal. Lo único que puedo digerir es la sangre y las claras de los huevos…, lo cual significa que es imposible que pueda evitar los radioisótopos. Cada comida que tomo es otra dosis de muerte, otro paso hacia la leucemia, como le ocurrió a mi madre. Así que, si quiero que cada momento que me queda tenga algún significado, he de vivir rápida y gloriosamente. ¿Lo entiendes? No dispongo de tiempo para las gratificaciones postergadas.

—Escucha, lo siento si… —comenzó a decir Patrick. Pero ella se puso encima de él y evitó que siguiera hablando.

Un rato después, en mitad de su pasión, ella musitó:

—Lo peor de todo es… —y algo más que él no comprendió.

Patrick se detuvo y la apartó levemente de su cuerpo.

—¿Qué has dicho?

Había lágrimas de furia en los ojos de Victoria.

—He dicho que lo peor de todo es que creo que te amo.

Fue como si un dolor, que había crecido muy despacio y omnipresente, de tal forma que él ni siquiera imaginaba que estuviera allí, desapareciera de repente. Patrick echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—¡Eso es maravilloso! Es la mejor noticia que he oído…

—¡No lo es! —Llorando, ella le golpeó el pecho con fuerza—. No lo es. Oh, Dios, es lo más espantoso que me ha ocurrido en toda mi vida.

Transcurrió una semana. Se hallaban en las zonas más polucionadas de la Deriva, donde muy pocos viajeros se atrevían a entrar y donde nadie vivía. Pasaron al lado de una arboleda que estaba podrida y de cuyos troncos crecían hongos fosforescentes. La tierra que pisaban estaba húmeda.

—El viejo Esterhaszy daría sus ojos por encontrarse aquí —observó Obadiah—. Sería su gran oportunidad de bautizar algo viscoso con su nombre.

Más allá de la arboleda el suelo aparecía desnudo, con grandes extensiones de tierra reseca atravesada por barrancos erosionados. La avanzadilla de exploradores que habían enviado delante les informó dos veces que habían divisado en la distancia pequeñas patrullas de la Corporación de los Mimos. Una vez escucharon el ruido de un helicóptero. No había duda de que les perseguían.

—Gracias a Dios que herimos a Piotrowicz —comentó Victoria, cuando el helicóptero se hubo desvanecido—. A él no habríamos podido engañarlo con tanta facilidad.

La disciplina con respecto a la radiación se hizo más severa. Durante las ceremonias nocturnas, Obadiah entregaba un sacramento doble de quelatina y una pasta espesa que, según él, estaba formada por una mezcla de agentes protectores contra la radiación. Llevó un cuenco lleno al lugar en el que se encontraba Patrick, terminando su último boletín.

Patrick contempló la mezcla con recelo.

—Esterhaszy me contó que los protectores radiactivos son prácticamente inútiles.

—Así es —admitió el conjurador—. Casi. Sabrías toda esa mierda si asistieras a mis rituales.

—Bueno, algo siempre parece… —Patrick se detuvo. Alzó la vista hacia el hombre y se dio cuenta por primera vez de que Obadiah llevaba unos pequeños filtros nasales—. Creí que habías dicho que los espíritus te protegían.

Obadiah pareció perplejo; luego comprendió y se echó a reír.

—Quizá sea conveniente que yo les eche una mano.

Victoria ya no extraía sangre de los animales de carga. Bebía de cantimploras llenas de sangre y mezcladas con dioxilato para que no se coagulara. Viajaban rápido y con poca carga, dejando que los caballos se procuraran su comida.

Cada noche, después de hacer el amor, Patrick soñaba que Victoria permanecía sentada durante horas, buscando una visión que jamás aparecía.

Llegaron a un lugar llamado Highspire, y acamparon en el interior de las paredes de lo que una vez había sido un restaurante de carretera. Buscando en los alrededores, varios rebeldes encontraron unos ladrillos y cercaron sus hogueras con ellos. Mientras los dos jefes conferenciaban acerca de un puñado de informes y mapas gubernamentales de más de un siglo y medio de antigüedad, Obadiah le explicó a Patrick que apenas se hallaban fuera del campo de visión de las torres de refrigeración del reactor de la Fusión.

—Así que tú también participarás en el asunto —repuso Patrick—. Vas a dejar que ese criminal asesine a cientos de miles de personas.

—Eh, he hecho lo que he podido. Tengo un doctorado en psicología de masas de Harvard, ¿lo sabías? Todos mis conocimientos los empleé en construir a Victoria. De hecho, creo que realicé un buen trabajo, teniendo en cuenta las circunstancias.

Pero ya has visto los resultados…, la gente no está dispuesta a entregar una parte de su vida.

—Existe otra alternativa —replicó Patrick.

—Bueno, está el martirio. —Obadiah se encogió de hombros—. Con Juana de Arco funcionó bastante bien. Sin embargo, sería bastante difícil arreglarlo. Victoria quizá no quisiera presentarse como voluntaria.

—En lo que yo estaba pensando… —comenzó Patrick de mal humor. Se detuvo y bajó la voz—. Pensaba en el asesinato.

Obadiah pareció sorprendido.

—¿Piensas matar a Fitzgibbon? —Observó a Patrick con ojos entrecerrados y sacudió la cabeza—. No, tú quieres que alguien lo haga por ti. ¿Se te ha ocurrido pensar que un asesino también moriría? Dime, ¿en quién te has fijado para el trabajo?

Justo en ese momento Victoria y Fitzgibbon salieron de la tienda, y Obadiah tuvo que apresurarse para preparar la ceremonia nocturna de la túnica fantasma. Podría matarlo yo mismo, pensó Patrick. Sin embargo, al escuchar mentalmente las palabras, comprendió que le resultaba imposible creerlo. No se debía a que jamás había disparado un arma en toda su vida. La razón radicaba en que él era neutral, un observador. Su trabajo consistía en transmitir lo que ocurría, sin interferir, sin modificar los acontecimientos con acciones personales.

—Detrás de esas colinas, justo más allá de esa elevación —comunicó Obadiah a la congregación que se había reunido a su alrededor— ¡se encuentra la isla de la Fusión! —Señaló con su báculo, y los guerrilleros se agitaron en un gesto colectivo de incomodidad—. Mañana entraremos para caminar por entre los fuegos atómicos. Andaremos entre los edificios derruidos y los intactos, y la asesina radiación gamma nos bañará a todos. El aire se hallará tan lleno de buscahuesos que os ahogaréis en él, y el suelo estará tan caliente que os quemará los pies.

»Pero todos estaréis protegidos.

La andrajosa banda de rebeldes se aferraba a cada palabra que salía de la boca de Obadiah, escuchando lo que para Patrick era una mezcla de disertación científica y una arenga para darles ánimos. Detrás de Obadiah, Victoria se hallaba de pie a la entrada de su tienda, pálida e inexpresiva, con las manos a los costados. Cuando finalizó la ceremonia, corrió la cortina y desapareció en el interior.

Cuando Patrick se reunió con ella, Victoria estaba inmóvil y temblando. Sonrió débilmente y en voz muy baja dijo:

—Hola.

—Eh —comentó Patrick, alarmado—. ¿Qué te ocurre?

—Oh, nada. Supongo que sólo se trata de una reacción básica de temor ante la visita al Reactor. Cualquier deriveño lo sentiría. Me pondré bien.

Sin embargo, le estaba mintiendo. Patrick notó su actitud evasiva.

—Oh, vamos, en serio. —La abrazó por los hombros y, con suavidad, acunó su cabeza—. A mí puedes contármelo; confía en mí.

Las lágrimas se formaron en sus ojos y, cuando parpadeó, cayeron rápidamente por sus mejillas. Ocultó el rostro en el pecho de él.

—Oh, Dios, Patrick, a veces me obsesiono pensando que estoy loca.

Patrick guardó silencio y siguió acunándola.

—Desde que era pequeña he oído y visto cosas que para los demás no existían. A veces me aconseja mi…, alguien que lleva muerta mucho tiempo. A veces me dice que haga cosas que yo no quiero realizar.

—Sshhh —Patrick le besó la cabeza mientras acariciaba su cabello con una mano. Cuando ella pronunció esas últimas palabras, estaba a punto de decirle que no estaba loca, que él había visto el mundo a través de sus ojos—. ¿Qué clase de cosas?

—A menudo muy peligrosas. No obstante, siempre ha tenido razón, así que hago lo que me dice. Pero ahora…, hay algo que nunca ha dejado de repetirme que debía realizar, y tengo miedo. En este momento me pregunto si es que estoy loca y todas estas visiones no han sido más que simples alucinaciones. La única vez que vi a mi madre aparecer en años, me caí de culo. —Su rostro mostraba una expresión dura y tensa—. Maldición, no quiero morir por una locura, yo…

—Vamos, vamos —murmuró Patrick—. Sshhh, pequeña.

Aquella noche hicieron el amor de forma rara, y cuando, por fin, Patrick se quedó dormido, soñó que el mundo estaba inundado de luz.

Era una luz intensa, de color azul y muy profunda, y atravesaba el costado de tela de la tienda, haciendo que todo lo que había en su interior fuera como sombras borrosas y vagas. No se trataba de una luz estática, estaba llena de un énfasis cambiante de concentración e iluminación. Recorrió cada centímetro de la tienda de modo implacable, interminable, como lo harían las aguas del océano con una charca producida por la marea.

Se incorporó y se puso unos pantalones y una camisa. Descalzo, salió y pisó la hierba.

En el exterior, la luz era una inundación universal que ocultaba todas las estrellas del firmamento, haciendo que la lima fuera casi invisible a su paso. Se volvía más intensa en dirección sudoeste, detrás de las colinas, el emplazamiento de la Fusión. Se podía ver el resplandeciente corazón del Reactor a través de las colinas, atravesando las rocas y la tierra.

La luz era una única criatura viva, y se mostraba exultante con su propia vida. Oscura, hermosa y amenazadora, tiraba de Patrick, arrastrándole hacia el Reactor. La tierra pareció alzarse y le resultó difícil mantenerse erguido, no caer hacia las fauces del Reactor.

En ese momento una sombra pasó delante de él, cortando la sensación que tenía de que le estaban succionando, lo cual le permitió recuperar el equilibrio. Era una mujer; sin embargo, no pudo distinguir sus facciones…, lo único que percibió fue una terrible y desoladora tristeza. Su silueta aparecía sombría y borrosa bajo la omnipresente luz.

—¿Mamá? —preguntó Victoria con voz apagada.

Patrick se halló de regreso en la tienda, arropado por las mantas. La tranquilizadora presencia de su amor ya no estaba. Mantuvo los ojos cerrados con determinación para no romper el tenue contacto entre Victoria y él.

—Mamá, no sabes cuánto he querido llegar hasta ti. No sé qué hacer.

El rostro de la mujer era un óvalo de luz pura que brillaba con tanta intensidad que hacía imposible distinguir sus rasgos. Su chal y su vestido refulgían con colores que Patrick jamás había visto…, unas tonalidades rojas, doradas y amarillas gloriosas.

Entonces los rayos del Reactor estallaron, bañando a la mujer con una luz azul fría y actínica. Sus ropas se desvanecieron y los huesos de la mujer se hicieron visibles debajo de la tela…, la luz abandonó su cabeza.

No tenía rostro. Una calavera seca y blanca sonrió a su hija.

Victoria emitió un grito y trastabilló hacia atrás. Sin embargo, su madre se adelantó, un esqueleto andrajoso, para sujetar sus manos. Unos dedos huesudos se cerraron a su alrededor y tomaron la carne. En ese momento la calavera adquirió carne y una cara… una cara bastante corriente; pero la expresión irradiaba amor y un dolor recordado.

—No has de tener miedo —dijo.

Atrajo hacia sí a Victoria y, por primera vez, resultó evidente que se trataba de una mujer pequeña, mucho más baja que su hija. Patrick se quedó dormido.

No obstante, pasado un rato, oyó como Victoria se deslizaba entre las mantas a su lado, se acomodaba junto a él y susurraba:

—He tenido un sueño tan agradable.

Las torres de refrigeración del difunto reactor asomaron por el horizonte cuando los rebeldes llegaron a la primera cima. Siguieron creciendo a medida que el grupo avanzaba; eran una presencia aterradora, intacta y perfecta. Las cuatro torres se alzaban altas en el cielo… y continuaron ascendiendo. Parecían enormes y fuera de toda escala con el paisaje. Resultaba casi imposible creer que unos simples seres humanos hubieran podido construir cosas semejantes.

En todo lo que abarcaba la vista, el suelo se veía muerto y desnudo. Las hondonadas recorrían la tierra, dejando a su paso barro reseco y rocas. En las raras charcas de agua estancada que pudieron vislumbrar crecían cosas innombrables, microorganismos demasiado elementales y difíciles de exterminar. De los escombros ruinosos de algún edificio sobresalía algún matorral que había crecido, enfermado y muerto.

El cielo estaba despejado y mostraba un conmovedor y puro color azul.

Establecieron un campamento de trabajo en la orilla opuesta de la isla. El río que separaba el campamento y la isla prácticamente había desaparecido. Antes de producirse la Fusión, un dique unía la isla y la playa y, con las corrientes cambiantes, se había formado un banco de arena con un veloz canal por el que discurrían las aguas.

Fitzgibbon hizo cruzar al primer grupo. Vestían los trajes protectores de radiación y portaban carretillas. Con dificultad, transportaron los bidones de media tonelada de peso desde el almacén hasta el borde de la isla. Allí, empleando cuerdas y motores auxiliares, trasladaron los bidones a través de la arena. A ambos lados se comprobaba con contadores geiger que los barriles no tuvieran ninguna filtración. Varios fueron descartados.

A mitad del proceso, dando tumbos por los restos de una carretera casi destruida, llegaron tres camiones. Los conducían personas que Patrick no había visto jamás; a los lados llevaban pintado: industria de vertidos del estado cuáquero. Patrick se preguntó dónde y cuándo los adquirieron los rebeldes.

Victoria se hallaba de pie al borde del banco de arena cuando Patrick se aproximó a ella. Sostenía bajo un brazo la capucha del traje de radiación, y contemplaba la docena de edificios que se veían en la isla. Muchos se habían abierto por la explosión de vapor que partió el edificio que contenía al reactor. Otros se hallaban en un estado relativamente intacto.

Una ligera brisa echó hacia atrás el cabello de Victoria y lo hizo flotar como si fuera una llama blanca.

—Me he enterado de que serás tú la que conducirá al segundo grupo —comentó Patrick.

En ese momento, con una visión duplicadora que ya le resultaba familiar, contempló el mundo transformado a través de los ojos de ella.

El cielo de la isla estaba formado por un arcoíris de suaves colores pastel, amarillos y rosas que remolineaban y se entremezclaban despacio; el azul se transformaba en un dorado tan hermoso que te cortaba el aliento. La isla se hallaba cubierta por una refulgente niebla, atravesada esporádicamente por oscuros resplandores de color que recorrían los contornos de los edificios como fuegos de San Telmo.

—Será como cortar un trozo de tarta —repuso ella, alargando las manos torpemente para abrazarlo…, el traje de radiación hacía que sus movimientos fueran lentos y amplios.

Le besó y mantuvo los ojos abiertos, observando cómo el arcoíris se reflejaba en las pupilas de él, bailando en los extremos de sus pestañas.

Luego Patrick dio un paso atrás, sorprendido, y Victoria alzó la capucha y se la pasó por la cabeza: el grueso cristal que servía de visor sólo le permitía una estrecha franja de visión. El grupo de trabajo ya estaba preparado, y ella lo condujo en silencio a través del banco de arena.

Era bueno sentirse viva. Sentir los músculos en funcionamiento y ver el destello de la arena a sus pies. El canal de agua era invisible, y casi le hizo perder el equilibrio cuando se introdujo en él. Con una risa apagada y un impulso del extremo superior del cuerpo, se enderezó y continuó la marcha. La isla que tenía delante formaba una estructura única y compleja, aunque sus detalles se perdían en la niebla. Durante un instante, la isla, la niebla y los edificios se fundieron en una bestia gigantesca y dormida.

Obadiah le palmeó el hombro a Patrick.

—Bien, muchacho, mañana ya podrás enviar todos tus viejos artículos intactos y sin que pasen por la censura, ¿de acuerdo?

Ella casi había llegado a la isla. Patrick hizo a un lado su propio entorno y se concentró en las resplandecientes líneas de las rocas brillantemente coloreadas que marcaban el final del banco de arena.

—Obadiah, últimamente tengo extrañas premoniciones —comentó con cautela—. Creo que hasta he visto a la madre de Victoria. ¿Qué crees que significa todo esto? Sólo quedaban tres pasos por recorrer. Dos. —Que con toda probabilidad has estado fumando demasiado. Los pies de Victoria se posaron sobre la isla, y la bestia despertó. La centelleante niebla blanca osciló, como el costado de un inmenso oso blanco que se dispusiera a salir de la hibernación. Lanzas de luz de un intenso color azul salieron disparadas al cielo, y un gigantesco y silencioso rugido rebotó, produciendo ecos, en su cráneo. Emociones dispersas la recorrieron hasta morir en sus pies. Entonces, una enorme y poco amistosa especie de consciencia se concentró en ella.

—¿Te encuentras bien, hermano?

—Sólo un poco mareado. Escucha, te hablo en serio. Creo que capto las influencias psíquicas de Victoria o algo así.

El grupo se dirigió en fila india por un camino que ningún humano había hollado en más de cien años. Victoria los llevaba hacia la bestia, esquivando los escombros más cargados de radiactividad, evitando los muros de color púrpura de la radiación gamma que salían de los agrietados edificios que habían servido como contenedores. Durante todo ese tiempo, ella se sentía inmersa en su frío y divertido escrutinio.

—Basura psíquica —bufó Obadiah—. No me digas que te estás convirtiendo en uno de los creyentes.

Ella quedó rodeada de edificios. Se elevaban, inmensos, rodeándola; sin embargo, seguían estando dominados por las torres de refrigeración, que pendían de forma sólida y opresiva por encima de sus cabezas. Victoria condujo a su grupo por el costado de una larga pared vacía; luego, por entre unos escombros que una vez fueron un edificio. La pequeña elevación que destellaba detrás había sido un camino de acceso. Largos tentáculos de luz de un verde esmeralda y un azul cobalto pasaban a su lado, incansables, y rozaban con delicadeza el traje de Victoria.

—Pero lo he visto —protestó Patrick—. He visto cosas que no podría explicar de otra manera. No hay duda de que ella tiene algún poder.

—Hemos llegado —anunció Victoria; entonces, se dio cuenta de que era imposible que la oyeran a través del traje.

Alzó la mano señalando que se detuvieran y, luego, indicó a su grupo que entraran en un almacén sin puertas. Se dispersaron para realizar su trabajo, con movimientos rápidos y eficientes. Noche tras noche habían practicado lo que harían, y ya estaban preparados.

De pie, sola ante la fachada, Victoria tuvo un escalofrío. Los bidones se hallaban perdidos entre su propio resplandor; para la ayuda que les prestaría, bien podía ser ciega. Aun así, deseó estar dentro con su grupo. No había nada que pudiera hacer esperando en el exterior, salvo escuchar el murmullo del Reactor.

Del Reactor emanaba un sombrío júbilo. La quería, y ella se encontraba en el borde mismo de su emplazamiento físico. Rodeando sus brazos y piernas con extremidades amorosas, susurró: Ven. Victoria volvió a temblar y permaneció allí erguida, con las piernas separadas, firme y decidida.

Obadiah suspiró.

—Bien, de acuerdo —comentó—. Cuando yo empecé la preparación de Victoria, realicé parte del trabajo con hipnosis y drogas psicotomiméticas, lo cual produjo unos resultados bastante fascinantes. Nada definitivo, claro está, pero sí lo suficiente como para indicar que ella tal vez poseyera una cierta capacidad telepática. Sin embargo, tuve que abandonar esa línea de trabajo casi de inmediato.

—¿Por qué?

El Reactor tiró de Victoria. Retiró la brillante niebla que había en el camino, delante de ella, para que pudiera ver el antiguo sendero tan reluciente como latón barnizado. La tierra se elevó a su espalda y se inclinó hacia el final del camino, de modo que le resultara mucho más fácil colocar un pie delante del otro y caminar rápida y suavemente.

Nadie se percató de su marcha. El almacén quedó perdido entre un grupo de edificios, y Victoria se deslizó hacia el que contenía al Reactor. Era enorme, casi un tercio de alto como las torres de refrigeración, y resultaba tan apabullante como un palacio hecho con tubos de neón.

—¿Por qué? —repitió el conjurador—. Porque no es fácil dominar a Victoria, si me perdonas que te lo diga. No creo que esté loca de verdad, pero…; la he estado observando durante mucho tiempo y, según mi opinión, no tiene muy claro dónde debería trazar la línea divisoria entre la realidad y la fantasía.

Parte de la pared del edificio que lo contenía se había derrumbado, llevándose consigo un trozo del techo y la puerta de entrada. Vigas medio retorcidas y derretidas sobresalían del agujero. En su interior, un vapor supercaliente se enroscaba alrededor de una maquinaria ruinosa, ocultándola con delicadeza a sus ojos. Y, más allá, sólo visible como una cegadora luz que hendía la niebla, se hallaba la hermana del Reactor, la fuente rota e hirviente de la Fusión original.

¿No soy hermoso?, murmuró el Reactor.

El interior, iluminado por una luz azul, se retorcía en una lenta cascada de cambiante intensidad. También parecía cálido, cálido como los fuegos del infierno.

—Recibe consejos del espíritu de su madre —indicó Patrick.

—No me sorprende. Su madre no sólo era una mística y una curadora famosa, sino que murió cuando Victoria era muy joven. Creció con las expectativas que tenían los demás para que llenara el hueco dejado por su madre. Resultaría más sorprendente si no la viera de vez en cuando.

A pesar de la tentación del Reactor, Victoria no se movió. El edificio se agazapó ansioso a su alrededor, hambriento por envolver todo su cuerpo con su toque ardiente. Las emisiones radiactivas del interior eran calientes, mucho más que la superficie de Venus. Reúnete conmigo, invitó el Reactor. Sabía lo que buscaba y lo que esperaba de ella; a pesar de ello, se resistió.

Victoria tenía miedo. Deseaba que se le apareciera una señal. No bastaba que su madre le hubiera repetido una y otra vez que llegaría este momento. No, cuando sus dos últimas visiones surgieron en el delirio de las drogas y en un sueño. Necesitaba una prueba que le indicara que no estaba loca.

Escuchando, a la espera, esforzándose por captar el más leve signo, Victoria creyó oír una voz, débil como una brizna de aire en un día tranquilo, que dijo: «Adelante».

Despacio, Victoria se llevó las manos a la capucha, dispuesta a quitársela. Los fuegos se alzaron a su alrededor en jubilosa anticipación, y su corazón se resistió. No pudo conseguir que sus manos se movieran.

¡Victoria, no lo hagas!, gritó Patrick mentalmente.

Con toda su fuerza, canalizó su voluntad para que ella le oyera.

Victoria detuvo la mano, se volvió en redondo y no vio a nadie.

—¿Patrick? —aventuró. Extendió su mente, notó la de él unida a la de ella—. Patrick.

En ese firme contacto de mentes, Victoria descubrió la decidida corroboración de que no, no estaba loca, de que sus experiencias telepáticas —y, por lo tanto, también las espirituales— eran reales.

Se quitó la capucha.

Los fuegos se alzaron prestos cuando ella se desembarazó de su traje de plomo. Alzaron su cabello y lo hicieron flotar en el aire caliente. Con un movimiento de piernas, se liberó del resto del traje y lo arrojó al suelo. Agujas ardientes, a millares, atravesaron su cuerpo, dejando a su paso rectos senderos de células perforadas. Se dirigió hasta el mismo borde del edificio.

Dentro, el burbujeante calor se rio y se atragantó. Había llegado el momento del pacto, el momento de consumar su trato de vida a cambio de poder. Durante un instante Victoria miró al Reactor, masas gigantescas de maquinaria que, durante las décadas transcurridas, se habían torcido y derrumbado; sin embargo, aún seguía agazapado de forma protectora sobre el centro medio derretido de los conductos moribundos de combustible, como una gigantesca araña metálica.

Mirándolo, Victoria notó que las radiaciones gamma se hacían más intensas, que las lanzas invisibles no cesaban de atravesarla una y otra vez. Entonces, el vapor que había en el interior del edificio desapareció y la maquinaria se desvaneció, reemplazada por un único y gigantesco ojo. Lo cubría un párpado compuesto de niebla; aun así, su rojo apagado todavía brillaba, amenazador y maligno.

El ojo se abrió y la miró.

Patrick se despertó y descubrió que lo habían tumbado sobre los suministros en la parte trasera de un vehículo que iba en marcha. Apretujado incómodamente entre todas las cajas, Obadiah se inclinó sobre él.

—¿Qué ocurrió? —inquirió Patrick.

—Tuviste un ataque. —Obadiah frunció el ceño—. ¿Por qué no me dijiste que eras propenso a padecerlos?

—No lo sabía. —Patrick se sentó y, débilmente, miró a su alrededor—. ¿Dónde está Victoria?

—Acuéstate. Se encuentra bien. Ahora va en la vanguardia del grupo. Se ha hecho cargo de todo.

—Creí…

—Hace una hora se produjo una explosión de vapor en la isla. Aterrorizó a todo el mundo. Poco después emergió Victoria. Iba descalza y no llevaba su traje. Sólo vestía una camiseta blanca que se había puesto debajo del traje. Tampoco llevaba la mascarilla. Salió andando tan tranquila como puedas imaginártela, y nos comentó que el reactor le había dado poderes. Entonces le ordenó a todo el mundo que guardara las cosas, y que emprendíamos la marcha para apoderarnos otra vez de Honkeytonk…, y que esta vez lo mantendríamos. Nadie tuvo las agallas para desobedecerla.

—Jesús. ¿De verdad la han reconocido como su jefe?

Obadiah miró a su alrededor y bajó la voz.

—Infiernos, si no muere en los próximos dos días, yo mismo la seguiré. Aunque me ordene ir al corazón del Reactor.

No obstante, en el momento en que la luna se elevaba por encima de las desnudas colinas, Victoria se cayó del caballo. Los rebeldes, desconcertados, se arremolinaron a su alrededor. Ella intentó ponerse de pie, sufrió una sacudida y volvió a caer. En esta ocasión, varias manos la ayudaron a incorporarse. Erguida otra vez, apoyó la cabeza un instante sobre la montura de su caballo antes de montar de nuevo.

Era noche cerrada cuando acamparon, y a la mañana siguiente Victoria rechazó la copa de sangre que le ofrecieron. Se negó a aceptarla con un enérgico movimiento de cabeza, y su rostro mostraba una expresión delicada. Luego, de un manotazo, se arrancó la mascarilla y desapareció entre una arboleda próxima al campamento. Cuando regresó, su blusa mostraba restos de vómito.

En ese instante, un rebelde al que se le había asignado la tarea de controlar las ondas radiofónicas se quitó bruscamente los auriculares y anunció:

—La Corporación se ha puesto en marcha.

Con movimientos rápidos, el grupo comenzó a levantar el campamento y a prepararse para la huida.

Cuando Victoria se aprestaba a subir dificultosamente a su montura, Fitzgibbon cabalgó hasta ella y dijo:

—No te molestes.

Victoria alzó la vista y la miró. Los demás se callaron y contemplaron atentos la escena.

—La Corporación nos sigue el rastro; no podemos llevar ninguna carga extra —continuó Fitzgibbon—. ¡Mírate! Ni siquiera conseguirás avanzar sin caerte a los pocos metros.

—Podemos atarla a su caballo —sugirió Obadiah.

Fitzgibbon le ignoró.

—Has fracasado —repuso con crudeza—. Reconócelo. Te has envenenado con la radiación y te estás muriendo. Ya nadie va a creer en tu farsa. —Observó a su alrededor con ojos centelleantes. Ningún rebelde le miró directamente a la cara—. Nadie.

—Sólo fue mala suerte —comentó Victoria con voz apagada—. En este tipo de exposición, habitualmente tienes unas semanas después de la náusea inicial antes de que la enfermedad se manifieste de nuevo. Las probabilidades estaban a mi favor. —Le pasó las riendas a Fitzgibbon y, lentamente, se apartó del caballo—. Únicamente ha sido mala suerte.

Sus posesiones se amontonaban al descuido en la carretera: los sacos de sangre, el agua, el transceptor de Patrick, comida suficiente para una semana. También disponían, si así lo deseaban, de un par de literas plegables y de herramientas, palas y utensilios de cocina; todos artículos abandonados por la prisa con que querían marchar los rebeldes. Obadiah metió en las manos de Patrick un viejo texto de medicina, junto con unas jeringuillas y unas cápsulas de morfina.

—Te he subrayado el párrafo que habla de la sobredosis de morfina…, ten mucho cuidado con eso. Creo que es muy sencillo e indoloro. —Palmeó el hombro de Patrick—. No quisiera que sufrieras algún accidente lamentable.

El caballo de Fitzgibbon se detuvo en el último instante, y él se agachó para decirle:

—No seas estúpido, muchacho. Morirá en una semana, estés o no estés tú presente. Así no le haces ningún favor.

Patrick sacudió la cabeza.

—Se lo debo…

Pero Fitzgibbon, con una mueca de asco en el rostro, no se quedó a escucharle.

A medida que el grupo se alejaba, varias personas se volvieron para echar una ojeada por encima del hombro. Obadiah lo hizo con frecuencia, y su rostro reflejaba el pesar que sentía; no obstante, continuó la marcha. Por el contrario, Heron se acomodó el rifle a la espalda y cabalgó erguida sin mirar hacia atrás.

—Bien —comentó Patrick—. ¿Qué hacemos ahora? Victoria yacía tendida boca arriba, con los ojos cerrados. —No lo sé. No me importa. Me encuentro terriblemente cansada.

Comenzó a llorar.

Patrick halló un grupo de casas; todas tenían los techos derrumbados. Una, milagrosamente, mostraba la planta baja casi en buen estado. Trasladó a Victoria allí. La tierra era más limpia en ese entorno, cubierta aquí y allí por algunos matorrales; sin embargo, mantenía la suficiente carga de isótopos radiactivos como para que no les molestaran las ratas u otros animales pequeños.

Mientras Victoria yacía sobre una litera a la entrada de la casa, Patrick se ocupó de limpiar una habitación y de poner unas cortinas improvisadas en los marcos de las ventanas. Incluso estas tareas sencillas resultaban difíciles sin las herramientas adecuadas, y le ocuparon una gran cantidad de tiempo.

A pesar del trabajo constante, los siguientes tres días transcurrieron con lentitud, en una fría y solitaria pesadilla, mientras Victoria se hundía cada vez más en su enfermedad. Se hallaba débil y dominada por la fiebre; Patrick le aplicaba continuamente trapos húmedos en la frente mientras ella se revolvía en el catre. Varias veces al día intentaba alimentarla con cucharadas de sangre. No siempre conseguía retenerla.

A veces, Victoria mostraba signos de delirio; en esos casos, Patrick poco podía hacer, salvo intentar que no se lastimara a sí misma mientras se debatía y agitaba en la litera. En el transcurso de estos episodios, sus alucinaciones se filtraban en la mente de él, obligándole a salir corriendo, a huir de su presencia, mientras el mundo se llenaba de monstruos y demonios… Entonces él lanzaba golpes de ciego, tratando de matarlos.

En otra ocasiones sufría diarreas mezcladas con sangre, y se ensuciaba ella misma junto con la litera y sus ropas. Maldiciéndose por la parte que le correspondía por haberla reducido a esto, Patrick lo limpiaba todo.

Una noche escuchó el ruido de un helicóptero que recorría la zona, lo que le confirmó que la Corporación de los Mimos seguía buscándolos. En esa ocasión Victoria se había despertado, convencida de que él la iba a entregar a un gigantesco insecto mutado; tuvo que sujetarla, o de lo contrario habría salido corriendo para perderse en la Deriva.

—Mi madre mintió —dijo ella cuando por fin se calmó—. Se suponía que me iba a convertir en una heroína…, sin embargo me envió al infierno.

Cuando dispuso del tiempo, Patrick envió un informe completo de los acontecimientos que ocurrieron a partir del suceso en la isla de la Fusión. Lo escribió con un estilo vigoroso y distante; lo consideró como una especie de castigo por como se había involucrado en la historia. Debido a que su estado era de un constante agotamiento, perdió el polosat que pasó aquel día y lo transmitió uno más tarde.

Al tercer día, Esterhaszy llamó a la puerta.

Patrick había estado sentado al lado de Victoria, dormido a medias, cuando el enano apareció en el umbral. Se incorporó tambaleante y salió fuera, con los miembros entumecidos. La luz del sol le hizo parpadear, formando lágrimas en sus ojos.

—No te molestes en explicármelo —comentó Esterhaszy—. Ya he hablado con Fitzgibbon. ¿Cómo se encuentra?

—Duerme. —Patrick alejó a su amigo de la puerta para no despertar a Victoria—. ¿Cómo nos encontraste?

—No resultó difícil. Conocía la ruta que había trazado Fitzgibbon, así que cuando llegué a la conclusión de que no estaba bien que yo abandonara a Victoria, fue fácil de interceptar. Pero, ¿cómo está ella?

—Creo que la fiebre ha remitido. Sin embargo…, bueno, tal como suele ocurrir en estos casos, se produce una remisión temporal después de la primera manifestación, que puede durar una o dos semanas. No obstante, luego se produce una recaída…, y me temo que ya no quedan demasiadas esperanzas para ella.

—Conozco la sintomatología de la muerte de la médula —restalló Esterhaszy—. Tenía la esperanza de que Fitzgibbon se hubiera equivocado.

—Bueno, tú… —Patrick se detuvo. Escuchó un leve ruido procedente del interior. Victoria.

Dentro, la encontraron despierta.

—¿Tío Bob? —Cogió las manos del enano. Las lágrimas fluían de sus ojos—. Tío Bob, mi madre me mintió —murmuró con voz infantil—. Me dijo que me dirigiera al Reactor y le ofreciera mi vida. Me dijo que, cuando lo hiciera, me daría el poder para echar para siempre a la Corporación de la Deriva. —Un tono colérico apareció en su irritación—. Maldita sea, ¿por qué me mintió?

—¡Muestra un poco de valor, niña! —rugió Esterhaszy—. Cuando eras pequeña, te dejé que le echaras la culpa a tu madre durante mucho tiempo; no pienso permitirte que empieces otra vez. No trates de pasarle la responsabilidad a otra persona…, ponte recta y haz que me sienta orgulloso de ti.

Se miraron mutuamente con ojos centelleantes durante un largo minuto. Luego, ella bajó la vista.

—Sí, papi —replicó con voz débil, obediente. Cerró los ojos, y la cabeza le cayó a un costado—. Estoy cansada —comentó, y volvió a quedarse dormida.

Esterhaszy permaneció inmóvil, sosteniendo las manos de ella. Inclinó la cabeza y por su mejilla corrieron silenciosas lágrimas. Pasado un rato, Patrick le llevó fuera.

—Oh, Dios —exclamó el anciano. Sacó un pañuelo y se limpió los ojos, se sonó la nariz y volvió a colocarse la mascarilla. Finalmente dijo—: Es culpa mía. Intenté que se le pasara esa obsesión que tenía con la mierda del ocultismo. Pero no lo sé. Quizá fui demasiado estricto. O tal vez no lo fui lo suficiente.

—Tal vez no había nada que tú pudieras hacer.

—Debí controlar la situación. —Esterhaszy se irguió—. Morirá, a no ser que consigamos que le hagan un trasplante de médula. Las probabilidades de que sobreviva no son buenas, ni siquiera con el trasplante; sin embargo, son las únicas que tiene. Y sólo hay un sitio donde pueden llevar a cabo la operación: Boston.

Patrick sacudió la cabeza ante esa idea imposible. No obstante, lo único que dijo fue:

—¿Cómo se lo conseguimos?

—Nos entregaremos a la Corporación de la Deriva, eso es lo que haremos —replicó Esterhaszy—; e intentaremos llegar a un acuerdo.

—Querrán nombres… tendrás que traicionar a tus amigos.

—¿Y a ti qué te importa eso? ¡Tú, maldito neutral! Sigue enviando tus artículos; no se supone que debas inclinarte por ningún bando.

En ese instante, algo ocurrió en el interior de la casa. Patrick lo supo. Sintió cómo ocurría, lo sintió por unos medios que no sabría definir. Fue como si el mundo hubiera hecho un pequeño hueco para dejar que entrara alguien.

—Algo extraño está ocurriendo —dijo con voz somnolienta. La madre de Victoria se encontraba cerca. Se presentó ante Vitoria, lo suficientemente cerca como para que la líder rebelde pudiera tocarla.

—¿Qué quieres decir con «extraño»? —preguntó Esterhaszy.

—¡Está en la casa! —Patrick dio media vuelta y regresó corriendo.

Sin embargo, cuando entró en la casa, Victoria se hallaba sola. Estaba sentada en su litera, y le brillaban los ojos. Cuando Patrick le pidió que le contara lo que había ocurrido, ella sacudió la cabeza.

—Nada —repuso; Patrick supo que mentía.

—Hemos decidido los pasos a seguir —indicó Esterhaszy. Pero, cuando intentó explicárselos, ella los descartó.

—¿Cuáles son mis probabilidades, aunque consiguieras que todo funcionara como lo has planeado…, ínfimas? Prácticamente son inexistentes, ¿verdad? Esterhaszy frunció el ceño. —Yo no me atrevería a decir que…

—Desde que tengo uso de razón he sabido que moriría joven. Ya no tengo miedo. —Cogió la mano de Patrick y la apretó—. Temo que tampoco tengo vergüenza, Patrick. Cuando necesité publicidad, dejé que te convirtieras en un proscrito; y cuando necesité un… amigo, no te permití participar de mis secretos. No existe razón alguna en el mundo para que me perdones nada. Sin embargo, todavía he de pedirte un favor. ¿Me lo harás?

Patrick bajó la vista a la delgada mano que sujetaba la suya, mucho más débil que hacía unos días. El lado práctico de su mente sabía que no debería hacer ninguna promesa a ciegas. Pero el lado honesto, sabía que no importaba lo que le pidiera.

—Lo que sea —contestó. Ella le contó lo que deseaba.

Les llevó sólo unos minutos abandonar la casa. Patrick ayudó a que Victoria saliera mientras Esterhaszy juntaba cosas que fueran muy inflamables. Encendió el fuego con rapidez y destreza: primero la yesca; luego la leña; después las tablas de madera y, finalmente, las paredes.

—¡Apartaos! —aulló; encendió una cerilla y la lanzó al interior de la construcción, que ardió de inmediato.

Mientras las columnas de huma ascendía hacia el cielo, Patrick alzo la antena retráctil de su transceptor. Era demasiado pronto para realizar una transmisión a través del polosat; no obstante, la Corporación quizá estuviera escuchando. Comenzó a teclear el mensaje.

Esterhaszy trajo su moto, una Citicab transformada, con cuadro plegable y ruedas inflables, y la detuvo con el motor en marcha. Le dio una palmada a la espalda de Patrick y se encaminó a la vieja farola rota, donde Victoria permanecía sentada acurrucada en una manta.

—Bien —señaló.

—¿Llevas el sobre?

—Lo tengo aquí mismo. —Esterhaszy se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta—. Aunque no creo ni por un instante que este estúpido plan funcione.

—Piotrowicz ama a su ciudad. Es lo único que le queda —explicó Victoria—. Creo que…

—No digas nada. No creo que lo soportara; me pondría a llorar. —Esterhaszy se obligó a sonreír—. Y no queremos que tu viejo tío se ponga a llorar, ¿verdad?

Victoria sacudió la cabeza.

—No.

—De acuerdo entonces. —Dio media vuelta.

Sin embargo, antes de que hubiera recorrido la mitad del trayecto que le separaba de su moto, Victoria se había puesto de pie y corría hacia él. Le abrazó desde atrás, arrodillándose para poder hacerlo, y apoyó su barbilla en su hombro, hundiendo su mejilla en el cuello de él.

—Vamos —dijo el anciano. Le acarició el brazo y, luego, comenzó a darle palmaditas—. Oh, demonios.

Una hora más tarde apareció una patrulla de Mimos: estaba compuesta por tres vehículos todo terreno, rápidos y llenos de Mimos de la Corporación, todos armados. Encontraron a dos derrotadas figuras, abrazadas junto a una improvisada bandera blanca de rendición.

La cárcel de Honkeytonk no era nada especial: un edificio rehabilitado de ladrillo, con barrotes en las ventanas, candados y mirillas en las puertas de las celdas. Sin embargo, resultó suficiente para contener a los nuevos prisioneros. Llevaban sólo una hora bajo custodia cuando un guardia abrió la puerta y Keith Piotrowicz entró.

Aunque Patrick sólo había visto a Piotrowicz una vez, y únicamente durante unos instantes, fue impactante comprobar lo que había envejecido el hombre. La carne de su rostro era fláccida y estaba hundida; sus movimientos resultaban bruscos y torpes. No obstante, aún retenía un aura de poder.

Piotrowicz dejó caer un puñado de papeles sobre la mesa con un gesto urgente. Patrick reconoció la prosa de la primera hoja. Se trataba de copias pirateadas de sus artículos.

—Los acabo de recibir —comentó Piotrowicz.

Sacó un ejemplar doblado del Atlanta Federalist y se lo arrojó a Patrick.

El periódico contenía uno de los primeros artículos de Patrick. Lo habían puesto en primera página, dedicándole toda una columna de un lado…, continuaba en las páginas interiores. Una rápida ojeada le indicó que lo habían publicado casi sin ningún corte; prácticamente respetaron todas sus palabras. Patrick hizo a un lado el diario. Poco antes, para él aquello habría significado mucho.

Piotrowicz acercó una silla y observó a sus dos prisioneros por debajo de unas cejas tupidas.

—Bien. ¿Hablamos?

—No perdamos tiempo —repuso Victoria—. Usted está preocupado por el hecho de que un fanático como Fitzgibbon posee una batería de misiles y los suficientes materiales radiactivos como para bañar Boston cuatro veces. —Con gesto despreocupado, cogió la primera hoja del artículo y la miró.

Piotrowicz asintió despacio.

—No va a poder atraparlo. Así que lo que quiere saber es si de verdad posee los materiales radiactivos, ¿verdad? Y si puede emplearlos como un arma. Y si lo hará.

Entre las posesiones que los guardias le habían permitido guardar se hallaba un carboncillo. Lo extrajo de su bolsillo y comenzó a dibujar sobre las hojas.

—¿Y bien?

—Apueste su culo a que los tiene. —Victoria alzó la vista y emitió una breve sonrisa. Las encías le sangraban un poco—. Apueste su dulce culo a que sí.

Keith miró con gesto sombrío a Patrick y, luego, volvió a concentrarse en la rebelde.

—Los dos serán juzgados como criminales de guerra —anunció—. Los dos son cómplices del delito y pagarán por ello. Los crímenes cometidos contra la población civil no son actos de guerra, y no necesitan ser juzgados por una corte militar. —Se detuvo y se pasó la mano por la frente en un gesto de cansancio—. Conocí a su madre —le comentó a Victoria.

Si lo que pretendía era sorprenderla, fracasó. Toda la atención de Victoria se centraba en el papel que tenía delante de ella. Mantenía el ceño levemente fruncido en señal de concentración. La manta resbaló de sus hombros, y se la volvió a colocar sin alzar la vista.

—¿Oh, sí? —dijo.

—Tenía mucho valor —continuó Keith—. Y la gente creía en ella. Juntos podríamos haber conseguido muchas cosas. Sin embargo, fue poseída por una especie de sentimentalismo. No se puede ayudar a la gente desde la debilidad. Ya de por sí es muy difícil ayudar a la gente; pero resulta imposible sin fuerza. Aun así, lo mejor a lo que puedes aspirar es mitigar el dolor. —Miró a Victoria con ojos centelleantes—. ¿Qué cree que diría su madre sobre este plan de matar a toda la gente de Boston? ¿Cómo lo justificaría ante ella? ¿Cree que lo aprobaría?

—Retire todas sus tropas de la Deriva —indicó Victoria.

Piotrowicz parpadeó.

—¿Qué?

Victoria volvió a inclinarse sobre la hoja de papel.

—Retire sus tropas. Retire a los Mimos de la Corporación, a sus espías, sus agente e informadores; a todos los representantes y ejecutivos y oficinistas. A todo el mundo. Es la única forma en la que podrá detener a Fitzgibbon.

Lentamente, Piotrowicz comenzó a reírse. Su risa se transformó en una carcajada; sin poder dominarse, se inclinó hacia delante, sacudido por la risa.

—Querida, querida —repuso al fin—. No es tan fácil como usted lo pone. Yo no poseo ese poder. —Se calmó un poco y continuó—: ¿Sabe?, hay cosas que han de llevarse a cabo. Existen decisiones desagradables que alguien ha de tomar. Alguien, personalmente, ha de decidir comenzar esta guerra, ordenar esa ejecución, abandonar a esos fieles aliados a los lobos. Y el hombre que esté dispuesto a llevarlas a cabo recibe el poder para que sean puestas en marcha.

»Sin embargo, sólo posee el poder para tomar esas decisiones…, no puede actuar en contra de los intereses de la gente a la que representa. Si intenta evitar esa guerra, esa ejecución, la pérdida del fiel aliado, entonces ese mismo poder es transferido al hombre siguiente que esté dispuesto a realizarlas.

»Yo no puedo retirar a la Corporación de la Deriva. Hay demasiado dinero en juego. Aquellos que recogen los beneficios de la Corporación se negarán a creer que Fitzgibbon no se está marcando un farol. Si actúo en contra de sus intereses, simplemente me reemplazarían por otro.

—Puede que así sea —reconoció Patrick—. No obstante, todavía tiene la alternativa de perder la guerra. No sería muy difícil para un hombre de su capacidad.

—Le concedo ese punto. —Keith extendió las manos—. Podría, si lo deseara, librar una guerra tan mala como para dejar a sus fuerzas en una posición ganadora. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Aunque estuviera completamente convencido de que Fitzgibbon puede y es capaz de cumplir su amenaza…, Boston no es mi ciudad. Que la destruya; luego negociaré con él. Pero sólo para salvar a Filadelfia, no porque me preocupe un ápice alguna metrópolis de la Greenstate.

—Ah —exclamó Victoria. Observó la hoja con satisfacción. Tenía que apoyarse en una mano para mantenerse erguida; sin embargo, el mapa que había trazado era correcto y preciso—. Perdónenme, no pretendí interrumpirles. Por favor, prosigan. —Comenzó a escribir unos números pequeños en el mapa, distribuyéndolos de una forma determinada.

El rostro de Keith mostró irritación.

—Indíquenme el emplazamiento del laboratorio donde será procesado el material radiactivo. A mí no pueden engañarme, y no tienen nada con lo que negociar. Si desean detener a Fitzgibbon, el peso recae sobre sus espaldas.

—Fitzgibbon me abandonó para que muriera —comentó Victoria—. Sabía que tal vez viviera lo suficiente como para llegar a hablar con usted, pero no me mató. No tengo la menor idea del lugar en el que piensa procesar el polvo radiactivo. —Acabó de escribir los números y, luego, trazó una serie de círculos—. Aquí tiene. —Le alcanzó el mapa a Piotrowicz.

—¿Qué es esto? —inquirió el hombre con suspicacia.

—Es un mapa. Ahí, en un extremo, se encuentra Filadelfia; ¿ve dónde confluyen los dos ríos? Y los números son mediciones radiactivas; si une ambas cosas, a cualquiera le resultará bastante obvio deducir el hecho de que Filadelfia se halla en realidad en el interior de la Deriva, no fuera, como cree la mayoría de la gente. Dentro.

—¿Dónde lo consiguió? —gritó Keith, aterrado.

—¿Qué importa dónde lo conseguí? Su pregunta es: ¿Lo sabe alguien más?

—Sí. —Keith casi susurró la palabra.

—Una copia idéntica de este mapa se encuentra en poder de mi tío. Quizá le conozca…, Robert Esterhaszy. Él, por cierto, le recuerda a usted muy bien.

—El enano —dijo Piotrowicz. Luego añadió—: ¿Qué desean?

Cuando ella se lo explicó, él sacudió la cabeza.

—No. No lo haré. —Se puso de pie y se acercó a la ventana enrejada. La calle estaba vacía y brillaba el sol. Finalmente dijo—: He hecho un montón de cosas viles en mi época, y no obtuve casi nada a cambio. ¿Por qué debería molestarme ahora? —Cuando nadie le respondió, añadió—: Maldita sea, ¿qué gano yo?

—Nada. —Victoria empezaba a sentirse agotada; el esfuerzo gracias al que se mantenía erguida la hacía temblar—. Recuerde lo que comentó sobre el poder. Sólo existe una decisión que pueda tomar, ¿no es cierto? Usted posee ese poder…, y tiene que adoptar esa decisión.

Era mediodía. La gente había estado llegando a Honkeytonk durante toda la mañana. Atiborraban el centro de la plaza…, todos los empleados de la Corporación de la Deriva, cada trabajador deriveño a quien Piotrowicz podía ordenar que asistiera, cada trabajador que los Mimos de su Corporación podían obligar a estar presente.

—Se supone que han venido porque les quiero enseñar una lección —comentó Piotrowicz con voz amarga. Se bajó la mascarilla y escupió, moviendo la boca de forma desagradable—. A esto se ha reducido mi vida. Mi propia gente ya me odia.

Le pasó a Patrick su transceptor. Abollado y familiar, con el cuero de su funda agrietado, era como un viejo y leal amigo al que se hubiera encontrado después de mucho tiempo. Recorrió la superficie del aparato con la mano.

—Les romperá el corazón —dijo Piotrowicz.

Comenzó a marcharse y, de inmediato, regresó.

—Debo estar volviéndome senil…, olvidé darle esto. —Le alcanzó a Patrick un documento doblado, luego dio media vuelta y se dirigió a la plataforma desde donde contemplaría todo el acto.

En el centro de la plaza se había apilado madera alrededor de una larga y recta estaca. Los Mimos empapaban la madera con combustible.

En el otro extremo de donde se hallaba Patrick, casi a la misma altura de la grada, Victoria permanecía erguida y ataviada con un largo vestido blanco. Se hallaba expuesta dentro de una celda de madera; los guardias mantenían apartada a la muchedumbre. Nadie podía acercarse lo suficiente para ver cómo había sido drogada con anestésicos, a fin de ayudar a mantener la ilusión fría y orgullosa de su expresión de desafío.

Percibía ya a varios individuos que miraban en su dirección. Se informaban mutuamente de que allí estaba el traidor del sur que había entregado a Victoria Paine.

Patrick contempló el perdón que sostenía en la mano, y pensó en lo que Victoria le había dicho —parecía como si hubieran transcurrido años— en la casa, cuando le pidió el favor.

—Te odiarán por ello. Si todo sale bien, en esta parte del mundo, tú nombre será una maldición durante los siglos venideros. —Y entonces, a través de todo su dolor, le había sonreído y, con un encogimiento de hombros, había finalizado—: Sin embargo, todo mártir necesita su Judas.

Ese pensamiento poseía una resonancia irónica; Patrick descubrió la presencia de Victoria en el interior de su mente. Alzó los ojos, y la vio sonreírle débilmente a través de la plaza. Le dolieron las articulaciones en una unión simpática. Notó los hierros alrededor de su muñeca. Ella se esforzaba por llegar hasta él; veía el esfuerzo reflejado en su cuerpo…, la tensión a un costado del cuello, el temblor involuntario de un músculo en su mejilla. Hasta que, finalmente, como desde una gran distancia, creyó escuchar lo que podría haber sido el simple eco del susurro de su voz. Las palabras se le escaparon, pero no su significado. Era un adiós.

Entonces pasó por su cabeza —y no por primera vez— que todo podía fallar, sus planes y sus esquemas, todo. ¿Llegaría a manifestarse la gente de la Deriva por la memoria de un mártir muerto? Aquí y ahora, con la tierra sucia y dura bajo sus pies, con el sol calentando sus cabezas e irritando sus ojos…, no lo creía. Iban a quemar viva a Victoria, y todo por algo abstracto, por algo intangible y teórico.

Cerró con fuerza una mano y la volvió a abrir. No había nada que él pudiera hacer.

Se estaban leyendo los cargos de los que se la acusaba. Traición, sedición, subversión…, más cosas abstractas. Algo acerca de vampirismo. Parecía que no iba a terminar nunca. Pasado un tiempo, Victoria comenzó a entrecerrar los ojos. Entonces surgió una visión relampagueante que los recorrió a los dos, de uno a otro, y ella se vio a sí misma en el banquillo de los acusados. Ante los ojos de él era alta y orgullosa, hermosa, tan hermosa como una llama. Una ligera brisa agitó su cabello, retorciéndolo y quemándolo, como si ya estuviera ardiendo.

Victoria se irguió, reprimiendo una sonrisa. La brisa aliviaba su piel.

La atmósfera estaba impregnada por el olor a aceite de carbón. Patrick deseó apartar los ojos y no volver a mirar jamás. Deseó romper el lazo existente entre él y Victoria, quiso arrodillarse en el suelo y vomitar todos los recuerdos venenosos fuera de su cuerpo. Las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas; no sabía de dónde brotaban.

Piotrowicz subió a la plataforma. Incluso desde los extremos más apartados de la multitud, Patrick notó cómo los demás oficiales se apartaban del anciano. Un guardia que había al lado de Victoria, y al que nadie vio, hizo el signo de los cuernos ante la aparición de Piotrowicz, para ahuyentar el mal. El viejo Mimo era el foco de atención del odio de la muchedumbre, pero parecía ajeno a ello.

Con impaciencia, agitó una mano para que comenzara el espectáculo.

Le quitaron las esposas a Victoria, y de un empujón la sacaron del estrado de los acusados. Trastabilló y se recuperó con facilidad; sin embargo, en el proceso, se torció un tobillo, y el dolor la distrajo de forma irritante. Había paja seca en el suelo bajo sus pies. Vio a un niño con la mascarilla torcida…, sus dedos anhelaron ponérsela bien.

Un par de escalones de madera ascendían hasta la estaca donde la quemarían. Los guardias —uno a cada lado— le permitieron subirlos lentamente, con algo de dignidad, aunque el que tenía a su izquierda parecía ansioso por acabar de una vez. Tiraba de ella levemente a medida que subían. Se produjo un momento de incomodidad cuando la volvieron a esposar con las manos a la espalda, de modo que quedara sujeta a la estaca. Después retiraron los escalones y quedó sola sobre la pira.

La vista que tenía desde allí era buena. Los colores aparecían nítidos y brillantes; pudo distinguir los ojos castaños de Patrick por entre los miles que la miraban. Las lágrimas empañaron la visión de Patrick, y ella no vio nada; de inmediato recuperó la claridad a través de sus propios ojos.

Resultaba extraño. De pie allí, sabiendo cuán poco tiempo le quedaba, los amó a todos, empezando por Patrick y hasta el último de los presentes. Habría sido tremendamente feliz si ese momento hubiera podido ser congelado para que ella pudiera contemplarlo toda la eternidad.

Un hombre encapuchado, empuñando una antorcha humeante, apareció de ninguna parte. La hizo girar tres veces por encima de su cabeza y la arrojó.

Voló en un arco hacia la madera.

Esterhaszy no tendría que haber estado presente. Todos su planes se estropearían si Piotrowicz lo veía. Sin embargo, el enano se hallaba entre la multitud, y Patrick lo vislumbró en las primeras filas, entre la gente que tenía que ser contenida por la fila de Mimos que montaban guardia. Victoria lo vio también, con el rostro tenso y pálido, intentando acercarse todo lo posible al fuego. Cuando la antorcha aterrizó a sus pies y tocó la madera, el enano aulló antes de que las llamas la rozaran.

La primera llama alcanzó a Victoria y lamió la parte frontal de su vestido. Patrick, involuntariamente, se encogió; pero no apartó los ojos.

El dolor era líquido y atravesó a Victoria, anulando los anestésicos como si no existieran, penetrando hasta la misma médula de sus huesos. No obstante, ella no olvidó su deber. La sangre goteó por la garganta de Patrick; se había mordido la lengua.

—¡Libertad! —gritó Victoria, a medida que las llamas la envolvían—. ¡Rebelaos!

El aire estaba caliente. La fiebre del verano había llegado a su punto álgido y pronto comenzaría su descenso. El otoño se acercaba a sus puertas.

Ya casi era el tiempo de la cosecha.