4. La Feria del Mutágeno

La reunión era como un carnaval, o como el día de Acción de Gracias festejado semanas antes. El enorme patio que había delante de la estación de ferrocarril de Morgan se hallaba lleno de carros y caballos y todo tipo de vehículos terrestres. Se veían tiendas de vivos colores confeccionadas con las antiguas telas milagrosas al lado de las nuevas, con telas tejidas en Nueva Jersey. Había gente que sacaba humeantes ollas de judías de los fuegos y colocaba alambiques de alcohol para fabricar el combustible para el viaje de regreso.

Todos los presentes sumaban unas cincuenta personas, un número increíble, casi de vértigo, procedentes de toda la Deriva.

Vicky corría y gritaba jubilosa por entre las tiendas. La estación se hallaba emplazada en una zona verde y su tío le había dicho que, mientras el viento no soplase, podía ir sin su nucleoporo. Así que corría y llenaba sus pulmones de aire, exultante de libertad, disfrutando con la velocidad y el ruido.

Mientras corría, echó la cabeza hacia atrás y miró más allá del techo de paja de la estación, y vio una línea recta de árboles de color rojo intenso que parecían una vena de fuego que atravesara el variado follaje del otoño. Recordó lo que le había dicho su tío de que algunos árboles preferían el suelo rico en hierro de lo que había sido en su tiempo el camino del ferrocarril, cosa que ella había olvidado de inmediato. Ahora lo recordó repentinamente, y vio cómo todo encajaba a la perfección, y se sintió mareada por esa maravilla.

Distraída, chocó contra un adulto y rebotó. Unas manos grandes y fuertes la sujetaron por los hombros y la mantuvieron prisionera. Alzó la vista hacia el rostro de un miembro de la gente grande.

Era un hombre robusto y pálido, con una mancha de color púrpura en la frente, igual que la de su madre. Su boca era ancha y sus facciones sombrías; pero, de todas formas, sonreía, una sonrisa zalamera y falsa.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó. Le pellizcó el brazo—. Vaya, si es una niñita regordeta, ¿verdad?

Los hombros y el brazo de Vicky sintieron un cosquilleo ante su contacto. Una sensación de frialdad recorrió su columna vertebral.

—No hables con él —advirtió con firmeza la madre de Vicky—. No es un buen hombre.

—¿El gato te ha comido la lengua? —El hombre parecía divertido; contempló el cuerpo de ella con interés.

Vicky, con un mueca, volvió el rostro hacia un lado para no tener que mirarle. Entonces, el hombre sujetó su barbilla con los dedos pulgar e índice y la volvió de nuevo hacia él. Su sonrisa se hizo más cariñosa, los ojos adquirieron un aspecto soñador. En ese momento apareció su tío y dijo:

—Hola, Morgan, ¿qué haces?

—Victoria y yo manteníamos una pequeña conversación —contestó Morgan, soltándola por fin—. ¿No es así, cielo? —Parecía incapaz de hablar con ella sin formular una pregunta. Luego, con una voz totalmente distinta, añadió—: Bueno, Bob, parece que estamos a punto de conseguir grandes cosas.

—Depende de lo que tú consideres grande —replicó el tío Bob de mala gana—. Pero, si esto sale bien, será un buen paso en la dirección adecuada, te lo garantizo.

Morgan se rio y palmeó la espalda del tío Bob.

—Bien dicho, hombrecito. —Y se alejó, sin ver la mirada colérica que le dirigía el enano.

—Tío Bob —repuso Vicky. Le gustaba que fuera una persona pequeña, porque así siempre la miraba a los ojos—. Mi madre dijo que el señor Morgan es un hombre malo.

—Vicky, tú ya eres una muchacha mayor, y tienes que aprender a distinguir entre la imaginación… —Su tío vio que ella no estaba escuchando, y casi sonrió—. Bueno, supongo que puede esperar.

La comida se celebró en el interior de la estación. Cuando el sol se puso, se cerraron las ventanas y se colgaron unas lámparas de unos ganchos que había en la pared, y se preparó un pequeño fuego en la chimenea de piedra. Todas las posesiones de Morgan habían sido arrimadas a las paredes y colocadas en estantes, de modo que hubiera espacio para las mesas y las sillas. Dentro de esa cueva de objetos la gente comió, bromeó e intercambio cotilleos.

Al principio de la comida un hombre delgado, un contrabandista de la frontera de las Propiedades de Nueva York, trajo como contribución una bandeja llena a rebosar de jamón ahumado. Las conversaciones vacilaron y murieron.

—Es de Jersey del Sur —dijo el hombro, enrojeciendo—. Mirad, puedo mostraros las latas.

—Oh —dijo una mujer—. Bueno. Carne enlatada. Supongo… —Y las conversaciones se reanudaron. Foro, aunque varios probaron el jamón, sólo el contrabandista y el propio Morgan lo comieron con auténtico gusto.

Vicky no podía comer nada de comida, por supuesto; no obstante, bebió de una jarra llena de sangre y escuchó la conversación de los adultos. Ciertamente, oran ruidoso8‹El tío Bob había contribuido con un barril de vino de sus invernaderos vinícolas…, que no tardó en esfumarse. Los rostros de los adultos adquirieron pronto una tonalidad rojiza, y hablaban tan alto quo apenas se podía pensar.

—Tío Bob. —La voz de Vicky casi se perdió en el caos reinante. Tiró de su brazo y alzó la jarra vacía—. ¿Puedo tomar un poco más?

Morgan se materializó detrás de ella y cogió la jarra de su mano.

—Permíteme —ofreció, pasándole ligeramente una mano por el hombro y apretándolo.

Salió por la puerta y giró hacia el lado opuesto al quo se hallaban los carros con las provisiones de sangre; permaneció ausente varios minutos.

Cuando regresó, con la jarra llena del rojo líquido, le sonrió a Vicky y le volvió a pellizcar el brazo.

—Ay —dijo Vicky en voz alta; pero nadie se percató. Se inclinó sobre su bebida, sorbió, y volvió a tirar del brazo de su tío.

—Tío Bob, esta sangre tiene un gusto raro.

—¿Raro en qué sentido, cielo? —preguntó su tío, con ese tono de voz casual que significaba que estaba preocupado y no quería que ella lo supiera.

Se encogió de hombros.

—No lo sé, pero sabe rara.

—¿Sabe fea? —insistió él—. ¿Como si estuviera pasada?

—No, sólo rara.

Morgan había estado escuchando con atención. En ese momento se inclinó hacia delante e indicó:

—Es sangre de pollo. Esta mañana maté varias gallinas que no ponían huevos. ¿Quizá la pequeña no está acostumbrada a ella?

—Seguro que es eso —comentó el tío Bob con voz de alivio—. Bebe, cariño, no pasa nada.

Vicky esperó un segundo, para ver si su madre añadía algo; cuando no lo hizo, sorbió un poco más. Entonces, una mujer apareció a su lado y preguntó:

—¿Es ésta la hija de Samantha Laing? Oh, he oído tantas cosas sobre tu madre. —Se arrodilló en el suelo para que su rostro quedara a la misma altura que el de Vicky; Vicky se limpió rápidamente una gota de sangre que tenía en la comisura de sus labios. La mujer inclinó la cabeza y pidió—: Bendíceme, en el nombre de tu madre.

Durante un momento, Vicky no supo qué hacer. El silencio y la atención se extendieron por toda la sala. Luego, su madre le susurró las palabras, y ella dijo:

—Del buscahuesos y del gen mutado libérate. Que el viento caliente y la muerte de la médula te dejen en paz. —Y hundió un dedo en la jarra, y ungió la frente de la mujer con una gota de sangre.

La mujer alzó la vista con ojos centelleantes y repuso:

—Amén.

—Levántese del suelo, señora —pidió con frialdad el tío Bob. Luego—: Más tarde hablaremos de esto, Vicky.

Al poco rato los adultos empezaron a charlar otra vez —no parecía posible evitar que hablaran—, y la sala se llenó de ruidos. También de humo, ya que alguien estaba pasando una lata llena de cigarros de marihuana cubana. Cuando le llegó a él, Vicky vio que su tío se guardaba tres en el bolsillo de la chaqueta; tuvo la certeza de que se suponía que ella no lo había visto. Se sonrojó, y bajó los ojos hacia su jarra.

Morgan estaba narrando una historia.

—… las dos eran una auténtica belleza por su trabajo, con filigranas plateadas y culatas de marfil. Así que yo dije: Maldición, George, me gustaría saber cómo has conseguido una pistola como ésa. Y él me contestó: ¿De veras lo deseas saber? Claro, repliqué, ¿por qué no? Y él repitió: ¿De veras lo quieres saber? Y yo volví a decir que sí: Cuéntamelo.

»Él apuntó y le disparó a Squirrel en medio de los ojos. El hombre cayó, y él metió la mano en la chaqueta de Squirrel y sacó la otra pistola, y la dejó caer sobre mi regazo.

»—Así la conseguí —me dijo.

El tío Bob frunció el ceño por encima de su cigarro.

—Ésa es la razón por la que necesitamos a un juez —comentó—. Ése es exactamente el tipo de acción que…

—Sí, pero me parece que no ves el lado gracioso del…

La atmósfera se hizo incluso más ruidosa. Vicky empezó a llevarse las manos a los oídos, cuando su madre apareció a su lado y la alejó de la mesa. Abrió la puerta y salió fuera. Nadie la vio.

En el exterior se estaba más fresco. Arriba, el cielo refulgía con estrellas. A un lado, la luna era llena y brillante, ahogando a un montón de estrellas con su resplandor.

Guiada todavía por su madre, Vicky se dirigió a la parte de atrás de la casa. Allí, un estrecho sendero conducía a una pequeña elevación que había sido la vía del ferrocarril y que ahora albergaba un almacén, construido con vigas de madera antigua y clavos sacados de casas a punto de derrumbarse. La parte delantera tenía unas dobles puertas con un candado que alguien había olvidado cerrar.

En ese momento la madre de Vicky se marchó, desvaneciéndose en el aire, y ella se quedó sola. El bosque estaba oscuro, y sintió un escalofrío. Sin embargo, tenía que haber algún motivo por el que su madre la hubiera llevado hasta allí.

Quitó el candado y abrió las puertas. Las bisagras chirriaron. En el interior todo era oscuridad y sombras, pero la luna llena que tenía a su espalda le proporcionó la suficiente luz para poder ver.

Había por lo menos cinco cadáveres humanos colgados de irnos ganchos de carnicero, secándose lentamente. Les habían cortado las cabezas, las manos y los pies, pero aún eran reconocibles. Sólo podían ser humanos.

Uno de los cadáveres era reciente, y chorreaba lentamente sangre de su muñones. Debajo había un cubo de hierro galvanizado. Mientras Vicky miraba, inmóvil, dos lentas gotas cayeron al cubo, produciendo un sonido muy leve, y una tercera fue absorbida por el suelo de tierra apisonada.

Todos los cadáveres menos uno eran de hombres. Vicky nunca había visto a un adulto desnudo, pero no resultaba difícil reconocerlos. Supo que alguien estaba haciendo algo muy malo.

Unas ásperas manos sujetaron los hombros de Vicky. Jadeó, y sus piernas estuvieron a punto de ceder ante su propio peso Entonces la hicieron girar, y una mujer robusta de facciones vulgares bajó la vista para escudriñar su rostro.

—Eres una niña pequeña —comentó la mujer con tono acusador. Debajo de un brazo, de forma tan casual como si fueran palos de escoba, llevaba un par de rifles de aguja, del tipo que aceptaba cientos de disparos en un solo cargador—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada —mintió Vicky. Intentó zafarse, pero la presa de la mujer era de acero, irrompible.

—He de pensar —replicó la mujer—. He de pensar. —Entonces, ante el asombro de Vicky, se sentó ahí mismo, en el suelo, y atrajo a la muchacha a su regazo. Pasó un brazo por la cintura de Vicky—. ¿Qué voy a hacer?

Tardíamente, Vicky abrió la boca para pedir auxilio. Sin embargo, antes de que pudiera emitir algún sonido, la mano libre de la mujer cubrió sus labios.

—Nada de eso —dijo la mujer con astucia—. Además, no pueden oírte. Hay demasiado ruido ahí dentro.

Permanecieron sentadas en silencio. Vicky respiraba por la nariz, aterrada por la muda violencia de las manos de la mujer, por la fuerza de sus brazos. En ese momento, la mujer comenzó a hablar con voz monótona y lenta, a nadie en particular.

—Mi hermano y yo vinimos de Jersey del Sur. Allí no nos querían, de modo que tuvimos que marcharnos. Pero, cuando llegamos aquí, nos hicieron daño. —De forma inconsciente, alzó un brazo para poder acariciar el cabello de Vicky mientras hablaba. Vicky tembló—. Oh —comentó la mujer—, ¿tienes frío, cariño? —Atrajo a la niña hacia su pecho, apoyando su barbilla en el hueco del hombro de Vicky y murmurándole en un oído. Su aliento apestaba y, aunque Vicky trató de apartar la cara, no pudo evitar olerlo—. Mi hermano y yo no podemos tener niños. Hay algo malo en mí que nos lo impide. Y eso que lo intentamos.

Se escuchó un ruido procedente de la casa, el crujir de unas ramas al romperse. En un instante, la mujer cogió a Vicky y se abalanzó hacia el interior de la cabaña, cerrando las puertas detrás de ellas.

Se acercaron pasos. La mujer se encogió e hizo que dos de los cuerpos oscilaran ligeramente. Uno rozó a Vicky. Estaba frío y húmedo.

—Sally. —La voz sonaba irritada—. Sal…, ¿dónde demonios estás?

Algo de la tensión que había en la mujer desapareció. No obstante, su mano se cerró brevemente sobre Vicky y susurró:

—No te muevas. Es mi hermano. Si te ve, te matará. No hagas ningún ruido.

Tiró a Vicky al suelo.

—Estoy aquí —respondió, y salió fuera.

—¿Qué estabas haciendo en…? Bueno, no importa. ¿Has cerrado todas las ventanas?

Tendida en el suelo, Vicky pudo ver a la pareja a través de una grieta en las puertas. La mujer, Sally, contestó:

—Salí con mucho sigilo y las cerré todas. Nadie me vio.

El hombre al que le hablaba, su hermano, se movió ligeramente y cambió de sombra a luz de luna, y Vicky pudo ver que se trataba de Morgan.

—No queremos que se produzca ningún error —indicó éste—. Acuérdate del hambre que sufrimos el invierno pasado.

—¿No soy de fiar? —Sally parecía herida—. Cuando me has dicho que hiciera algo, ¿acaso no lo he hecho?

Tumbada en la cabaña, rodeada de cuerpos y de oscuridad, Vicky cerró con fuerza los ojos y trató de no llorar. Temblaba de frío…, el sucio suelo era helado y duro.

En ese momento regresó su madre.

Vicky no podía ver a Samantha, no de la forma en que la veía cuando era pequeña. Ahora, sólo en contadas ocasiones llegaba a oírla. Sin embargo, todavía sentía su presencia. Y sabía lo que ella le decía, incluso sin escuchar las palabras.

Ponte de pie, le indicó su madre, y Vicky obedeció. Avanzando muy despacio, sigilosamente, pasó por entre los cadáveres y se dirigió a la parte de atrás. Le resultó difícil no dar con su cabeza contra alguno de los cadáveres; no obstante, lo consiguió.

Atrás había estanterías que resultaban invisibles en la oscuridad. Guiada por su madre, alargó el brazo a una en especial, colocó su mano así y, luego, como le ordenó ella, la cerró alrededor del mango de algo.

Se trataba de un cuchillo de carnicero.

Ahora ten paciencia, le susurró su madre.

Vicky se deslizó de vuelta a su banco sin que lo notara nadie. Su tío ni siquiera se había dado cuenta de que se había ido. Cuando por fin miró en su dirección, comentó:

—Oh, Vicky, te has manchado tu bonito vestido con comida. —Frotó las manchas con una servilleta húmeda, suspiró y dijo—; Tu tía no me lo perdonará.

Morgan golpeó la mesa con su vaso de agua para llamar la atención.

—Por favor —dijo, y todo el tumulto cesó. Sonrió—. Gracias. Quiero deciros unas palabras, y espero que tengáis paciencia conmigo. —Se escucharon unos educados aplausos. Él alzó una mano para acallarlos—. Hace diez años, mi hermana y yo vinimos a la Deriva. Teníamos una carreta, dos caballos y los suficientes víveres para sobrevivir. Aparecieron hombres armados y nos los robaron todo. —Se hallaba de pie y, entonces, bajó la vista con rencor y miró sus blancos nudillos—. El primer año, apenas conseguimos no morirnos de hambre. Pero lo logramos.

Y encontramos lo que creíamos que era un lugar aislado donde construir una granja.

«Acabábamos de levantarla cuando vinieron otra vez hombres armados y la quemaron hasta los mismos cimientos. Nos encadenaron y nos llevaron a Honkeytonk para trabajar en las minas. Estas manos… —Las levantó para que todos vieran lo encallecidas y deformadas que estaban—. Estuve a punto de perderlas sacando carbón para que los ricos de Boston pudieran enriquecerse aún más.

»Unos años más tarde, maté a un hombre y escapó, llevándome a mi hermana conmigo. Encontramos un lugar limpio, y allí construimos de nuevo. —Se detuvo, miró de nuevo sus manos, y pareció hallar fuerzas en ellas—. Caballeros, señoras, lo que ustedes proponen hoy es traer la civilización a un rincón del mundo donde no existe la ley. Sé que dicen que sus ambiciones son más modestas. Pero, cuando la protección de la ley se extiende al inocente y al débil, eso se llama civilización. Ahora bien, yo considero que ése es el estado natural, y sólo existen dos clases de gente en el mundo: los hombres armados y las víctimas.

Y los primeros explotan a los segundos.

»Buena gente, llegan ustedes con diez años de retraso. Yo ya he dejado de ser una víctima. Tengo mis propias armas.

Mientras el grupo permanecía perplejo y confuso, giró en redondo y se dirigió hacia las puertas; las abrió de golpe.

—¡Sally! —llamó—. ¡Los rifles!

Permaneció con el brazo extendido, a la espera.

Unas pocas personas, empujando las sillas hacia atrás, empezaron a incorporarse de la masa. El tío de Vicky la cogió del brazo y la apartó de la puerta.

—¡Sally! ¡Maldita sea, trae los rifles!

La sala estaba llena de gente que se ponía de pie y se apartaba de las mesas y se encaminaba hacia las puertas. Indecisos, los primeros salieron fuera.

Morgan fue hacia un lado, luego al otro, tratando de localizar a su hermana.

—Vamos, querida, éste no es momento para bromas —gritó con desesperación.

La gente salía a toda velocidad de la antigua estación. Unos pocos se dirigieron hasta sus carretas, en busca de las armas que habían dejado atrás. Sin embargo, la mayoría avanzaron hacia Morgan.

—Lo que me gustaría saber es lo que le ocurrió a su hermana —indicó una mujer de buen aspecto—. ¿Esa mujer que encontramos toda llena de cortes era su hermana? Y, si lo era, ¿por qué la mataría?

La reunión estaba terminando. No obstante, todo el mundo se rezagaba al lado de sus carretas, hablando. Decían que estaban estableciendo las pautas para la sesión del año próximo; sin embargo, Vicky ya había escuchado demasiado a los adultos como para saber que lo que hacían era cotillear.

—Bueno, no cabe duda de que el hombre estaba loco —comentó el tío Bob—. Tengo mis dudas de que fuera su hermana, ya que tenía todas las huellas de un crimen pasional. Me parece que resultó muerta de un profundo corte en el cuello. No existía ningún motivo racional para que luego la apuñalara en el corazón de la forma en que lo hizo. Ninguno de los otros cadáveres mostraban esas marcas.

—Me pregunto qué creía que estaba haciendo. —Intervino la mujer bonita. Tenía una mano en la rodilla del tío Bob y la acariciaba despacio. Desde su ventajosa posición en el asiento de la carreta, Vicky lo observaba todo con Interés. Seguro que ésta era otra de esas cosas que se suponía que ella no tenía que ver.

—Todos sabemos lo que le volvió loco, ¿no es cierto? —repuso el contrabandista de la Organización de Nueva York—. El comer carne humana. El alimentarse del eslabón más alto en la cadena alimenticia, donde hay una mayor concentración de isótopos radiactivos. Os apuesto a que, como máximo, en uno o dos años habría sufrido de leucemia.

El tío Bob carraspeó ruidosamente y señaló a Vicky con la cabeza; el hombre se calló.

Más tarde, Vicky se arrastraba debajo de la carreta, jugando con las muñecas que se había hecho con hierba seca, cuando escuchó que su tío hablaba de ella. Se acercó más y escuchó con atención.

—Es algo horrible para que sucediera estando ella presente —decía—. Seguro que sufrirá pesadillas durante meses.

Era un comentario tan perfectamente normal para un adulto, que Vicky casi se olvidó de que le estaba espiando y trepó al asiento delantero para corregir a su tío. Quizá resultó un poco espantoso ser atrapada por la mujer y, ciertamente, no fue divertido que la encerraran en la oscuridad con todos esos cadáveres.

Pero cuando su madre la guio para coger aquel cuchillo y aguardar el regreso de la mujer… Cuando saltó y apuñaló a la mujer en el lugar exacto que ella le señalara, cuando la mujer cayó, sangrando, muñéndose… Eso fue divertido.

Su sangre también resulto sabrosa.