3. Buscahuesos

La joven vampiro se despertó al amanecer. Estaba soñando con su padre cuando el sol se escurrió por entre las puertas del vagón. Hizo una mueca y se acurrucó, apoyándose en su desgastada maleta de cuero, tratando de conseguir un minuto más de sueño. Pero, en ese momento, la mujer que había a su lado se movió y le hundió un codo en el estómago; se despertó por completo.

El tren se había detenido. Delante, la locomotora a metano estaba siendo desenganchada y reemplazada por otra a combustión de alcohol. Samantha pudo oler los aromas mezclados de la defecación humana y la sangre menstrual por encima del hedor de la orina y el sudor ácido. Sólo unas pocas mujeres se hallaban levantadas, y permanecían sentadas en silencio e inmóviles entre los indefinidos durmientes. La enferma que había en un rincón seguía tiritando, poseída por una fiebre innombrable.

Sam tenía hambre. El estómago le dolía tanto que parecía como si palpitara. Acercó la maleta y la abrió con cautela, celosamente. Algunas de esas mujeres te robarían la comida antes que mirarte. Introdujo la mano, extrajo una cantimplora, una lata de cápsulas de vitaminas y el último huevo que llevaba envuelto en papel de periódico.

La chica idiota intentaba salir otra vez. Tenía un brazo largo y anoréxico extendido por entre la grieta entre las puertas del fondo y se esforzaba por pasar el hombro. Era inútil; sin embargo, no se daba cuenta. Jadeó y sudó, dominada por un frenesí de ser libre que casi parecía sexual en su irracional intensidad.

Sam, asqueada, apartó la vista y miró por el agujero de su propia puerta hacia la gris y neblinosa mañana. Desenvolvió con cuidado el huevo. Estaba rajado, pero no roto. Depositó una cápsula en su mano, la abrió y derramó el contenido sobre su lengua, Entonces rompió el huevo, separó la yema y se tragó la clara cruda. Sigilosamente, arrojó la yema y la cáscara por la puerta y se limpió los dedos con la boca.

Alzó la cantimplora hasta su oído y la sacudió con energía. Estaba casi vacía…, únicamente quedaba un trago. La destapó y la olió para asegurarse de que su contenido no se había estropeado; luego la inclinó y dejó que la sangre, rica y buena, llenara su boca. Antes de tragarla se la pasó por los dientes y el paladar, saboreándola. Cerró los ojos y se concentró en sentir cómo se deslizaba por su garganta.

Desapareció. Con un suspiro, Sam volvió a tapar la cantimplora.

Desde el emplazamiento de su puerta sólo podía ver el terreno carbonizado de las vías y unos pocos matorrales. El uniforme blanco de un guardia del 1NSG se aproximó y sacudió Las cadenas que mantenían cerradas las puertas, pasando un bastón de metal por su superficie para asegurarse de que todos los dedos estuvieran también dentro.

Repentinamente, la chica idiota emitió un aullido de dolor y miedo. Se apartó de su puerta y pegó el brazo al cuerpo, balanceándose mientras lloraba. Las mujeres se despertaron asustadas, deseosas de saber qué ocurría.

Un silbido prolongado sonó desde la locomotora a alcohol. Con un brusco tirón, el tren inició su marcha. Sam vislumbró al guardia mientras trotaba junto al vagón, vio que se aferraba a un manillar y de un salto se incorporaba al tren. Un momento más tarde escuchó sus pisadas por encima de ellas.

Silbaba como si nada en el mundo le preocupara.

Baltimore era un mar gris de edificios ruinosos; al tren le llevó horas atravesarla. A lo largo de todo el trayecto se veía a niños harapientos que recogían cualquier cosa que pudieran pillar de los trenes de carga que pasaban por la ciudad. Cuando vieron al tren del INSG se apartaron de las vías, arrojándole piedras y burlándose.

Al atardecer, se detuvieron en un grupo de celdas prefabricadas en las afueras de la ciudad. El tren se paró bruscamente y sus ocupantes fueron procesados por vagones. El frío de la mañana había desaparecido…; hacía calor en ese momento. El trámite parecía que no iba a acabar nunca.

Entonces, de un golpe, se abrieron un par de puertas y un guardia rugió:

—De acuerdo, chochitos… ¡fuera!

Se tambalearon rampa abajo, parpadeando ante la luz.

Por supuesto, todas habían sido procesadas en los Campos de Detención de Richmond, y vestían ropas idénticas, camisa y pantalón de un color púrpura eléctrico: les dijeron que así se facilitaba la identificación. Y todas llevaban el mismo moretón en la frente, allá donde las habían marcado con la pistola de tatuajes; aunque algunas —las que sanaban pronto— sólo mostraban ya la informe mancha de tinta azul. Sin embargo, lo peor era cómo habían sido rapadas sus cabezas en Despiojamiento, dejándolas con un aspecto escuálido, terrible y espantosamente vulnerable.

Dios mío, apenas parecen humanas, pensó Sam.

Guardias provistos de varillas eléctricas las fueron conduciendo a través de un laberinto de vallas y puertas especiales para dirigir multitudes. Sam pudo ver a los vagabundos que las contemplaban detrás de las cadenas de las vallas, vacíos y hostiles. Recordó todo lo acontecido en Richmond, cuando fue empujada al interior de las duchas químicas de aire y tuvo que cerrar los ojos.

La hostigaron para que se moviera. Un lacayo del INSG le pasó un cubo de agua. Estaba tibia y no muy limpia; no obstante, bebió todo lo que pudo antes de que se lo arrebataran y se lo dieran a la siguiente de la fila.

Alguien le puso un paquete entre los brazos; lo miró sin comprender. Entonces, un guardia le metió la varilla entre las piernas a la mujer de delante por no apresurarse. Se rio mientras ella daba unos saltos espasmódicos y, posteriormente, caía. Samantha aferró el paquete y se dio prisa en pasar; de nuevo fue conducida al vagón.

Cerraron las puertas con cadenas y comprobaron su resistencia; un guardia golpeó el costado del vagón con su barra metálica. El tren se puso en marcha.

Los paquetes contenían comida, esa comida que les prometieron hacía un día y medio en Richmond. A todas se les había permitido que llevaran consigo los suministros que pudieran; sin embargo, prácticamente ya habían sido consumidos, razón por la que los paquetes se abrieron con pequeños gritos de alegría y unos pocos de desilusión.

Sara miró su comida. Había un gran trozo de pan de trigo, una rodaja en forma de cuña de un queso inidentificable y un terrón de azúcar de remolacha. Suficiente para mantener a una mujer normal viva, por lo menos, durante otro día, siempre que no le prestara demasiada atención al apetito mental. Se llevó el pedazo de pan a la boca. Sabía bien y aplacaría el hambre; sin embargo, eso no la alimentaría. Aquí no había nada que ella pudiera digerir.

Podía comerlo, pero no la mantendría con vida.

—¿Esto es todo? —gritó histéricamente una mujer. Todos se volvieron para mirarla. Era tremendamente gorda, y la melanina de su rostro se había desequilibrado, dejándole unas manchas blancas por doquier y una marca de color rosa debajo del labio, lo cual le daba un aspecto de indignación, igual que a un pez de colores con hongos—. ¡Yo no puedo vivir de esto! Tengo problemas glandulares…, ¡necesito más comida!

Agitó el envoltorio de papel en el aire como si fuera un estandarte; la comida ya había sido devorada.

Alguien se rio con disimulo. Una segunda persona se le unió, seguida de otras tantas. Los rostros cobraron una expresión burlona. Pronto, casi todo el vagón se sacudía por las risas. Era un humor asqueroso y cruel, aunque contagioso; todos se unieron al jolgorio.

La mujer salpicada de manchas gritó, indignada. Tiró el papel lejos de ella, y las venas de su frente sobresalieron; sin embargo, no se pudo hacer oír por encima de las risas. Finalmente, les dio a todas la espalda y se agachó, mirando a un rincón.

Cuando las carcajadas se aplacaron, Sam se dirigió al lado de la mujer y se sentó. Aguardó un rato y, luego, le tocó la manga de la blusa. La mujer apartó el brazo.

—Señora —dijo Sam, y cuando la mujer alzó unos ojos furiosos, le alargó su paquete—. ¿Quiere el mío? Yo no puedo comerlo…, de veras.

La mujer la observó durante un buen rato con fijeza. Sam volvió a ofrecerle el paquete y lo depositó en su regazo.

Por fin, la mujer bajó la vista.

—Vaya, bendita seas, pequeña —comentó. Después de una pausa añadió—: Es muy amable por tu parte.

Partió el queso por la mitad, se llevó una parte a la boca y masticó.

—No lo aceptaría si no lo necesitara —explicó—. No mentía. ¿Cómo te llamas, niña?

—Samantha Laing.

—Mi nombre es Celeste. Tengo el síndrome del intestino corto…, ¿has oído hablar alguna vez de él? —Ocupada con la comida, no se percató del escalofrío de Samantha—. ¿Sabes?, mis intestinos son demasiado cortos. No están mal, no obstante, me hace falta el doble de comida que a cualquiera para alimentarme. Es que pasa tan deprisa. Y, para colmo, tengo este problema glandular. —Se metió el pan en la boca y lo masticó con movimientos fuertes y musculosos—. Pero no se trata de nada genético. Cometieron un error. Lo cogí cuando enfermé de niña y tuve una fiebre altísima.

Samantha, que conocía la verdad, asintió de todas formas. Y, cuando Celeste le preguntó cuál era su problema, contestó rápidamente:

—Deficiencia vitamínica. Sólo puedo tomar una dieta especial.

—Bueno, no te preocupes —repuso Celeste—. Seguro que, cuando lleguemos a la Deriva, tendrán listo lo que necesitas. —La mentira flotó entre ellas durante un largo y silencioso minuto; luego comentó—: ¿De dónde eres?

—Seven Pines —replicó Sam—. Está en las afueras de Richmond. Vivía interna en la escuela de la señorita Levering.

—¿Y te gustaba?

—Estaba bien. Los domingos, durante una hora, podía montar a caballo.

—¿Tenías muchas amigas?

Sam recordó cómo la miraban las otras chicas cuando se sentaban a comer y ella tenía que ingerir alimentos que eliminaría una hora más tarde, las bromas que hacían y las historias que contaban de ella.

—No —respondió. Para cambiar de tema, preguntó—: ¿Sabe algo sobre el sitio al que vamos?

Se refería al campamento de reasentamiento; sin embargo, Celeste lo malinterpretó.

—Me han contado que hay lugares peores que la Deriva —contestó—. Quiero decir, seguro, estará todo contaminado; no obstante, se puede vivir allí. Sí, puede que dentro de diez o veinte años cojas un cáncer…, ¿y qué? Si la alternativa es morir ahora… —Dejó que su voz se perdiera—. Escucha, deja que te cuente una historia que me narró mi tío cuando yo era pequeña. Salió de la Deriva, junto a mi padre, cuando eran jóvenes…, la secuela fueron unos pulmones en mal estado. Y él me dijo…

Una y otra vez, durante el resto del día y parte de la noche, Celeste le contó las historias que había oído en su infancia acerca de la Deriva: estaba repleta de caníbales y monstruos radiactivos que emergían de las ciénagas, y de brillantes mutantes de color verde que regresaban de entre los muertos; la ayudaron a que el tiempo pasara, y mantuvieron la mente de Sam alejada del hambre.

Sin embargo, transcurridos el día y la noche, y la mañana que le siguió, comenzó a sentirse débil por la falta de comida.

Cuando el tren llegó a Filadelfia, el estómago de Sam estaba encogido por el dolor. Le dolía tanto que ya no lograba identificarlo como tal dolor; permanecía allí tendida y atontada, sin experimentar sensación alguna. Sus mejillas ardían como dos carbones al rojo vivo y, al parpadear, notaba los ojos secos.

Las puertas se abrieron de golpe. Celeste la ayudó a incorporarse y le colocó las manos sobre la barandilla. Fue conducida fuera junto a las demás; se sentía mareada y como en un sueño. El tren se marchó con los guardias en su interior, ya que la autoridad del Instituto Nacional de Salud Genética acababa aquí, donde comenzaba la de la ciudad de Filadelfia.

Se las mantuvo de pie en una celda amplia, separada únicamente por una sola valla de otra similar que albergaba a los hombres. Unas pocas mujeres decididas trataron de localizar a sus maridos; fueron apartadas de la valla por unos guardias uniformados de negro. Los llamaban Mimos, y eran el reflejo de alguna extraña estructura de poder local.

Sam veía todo con lucidez y brillo, como si el mundo hubiera sido pulido y después sumergido en un líquido perfectamente claro…, todo parecía destellar. En las cercanías había un número de edificios ruinosos, almacenes o algo parecido y, de forma compulsiva, los miró uno a uno, como si quisiera guardarlos en su recuerdo. No le sirvió de nada, y dejó de hacerlo cuando llegó al matadero.

Estaban matando ganado. Sam podía escucharlo levemente, en algún lugar subterráneo del edificio. Seguro que estas mismas celdas las utilizaban para el ganado, pensó. Una mirada al suelo lo confirmó: caminaban en un barro compuesto por suciedad reseca y excrementos. También había algo de paja.

Más allá de la valla se veía a los ociosos habituales; Sam se fijó en uno, un niño que tendría como máximo diez años. Poseída por la fiebre, rebuscó en su maleta y sacó la cantimplora y uno de los diez dólares de plata que había conseguido salvar de los oficiales del INSG.

Se acercó a la valla exterior tanto como lo permitían los guardias y le arrojó el dólar. Cayó a los pies del niño, levantando un pequeño montón de polvo. Como un relámpago, el niño lo cogió de la tierra y lo sostuvo con las dos manos, mirando la moneda como si no creyera en su buena suerte.

—¿Te gusta, pequeño? —le preguntó Sam—. ¿Querrías ganarte otro igual?

Se trataba de un dólar del Banco de Atlanta, con toda probabilidad el primero que veía el muchacho. Sin embargo, la plata era plata en todo el mundo. Asintió con los ojos abiertos.

Sam lanzó la cantimplora detrás del dólar. Voló en un arco demasiado largo; sin embargo, el muchacho corrió tras ella y, asombrado, la recogió.

—Ve al matadero —le explicó Sam—. Allí es donde desangran al ganado. Diles que te llenen la cantimplora con sangre…, no cuesta mucho, como máximo cinco centavos. Cuando esté llena, me la tiras de nuevo y yo te daré otro dólar, ¿de acuerdo?

El muchacho se la quedó mirando. Por la comprensión que mostró, bien podía haber estado hablando en otro idioma. Sam se sentía mal; deseaba tanto la sangre que casi podía paladearla.

—Por el amor de Dios —gritó—. ¡Es dinero fácil! Maldita sea, quieres que me muera de hambre

A su alrededor reinó el silencio. De repente, se dio cuenta de que tenía público. Todas las mujeres y los ociosos la estaban mirando. Durante un largo instante, la inmovilidad no se alteró.

Entonces el muchacho le arrojó de vuelta la cantimplora por encima de la valla, dio media vuelta y se alejó corriendo. El momento se quebró. Los habitantes de Filadelfia comenzaron a recoger escombros para tirárselos. Los colonos se apartaron de ella, dejándola aislada y sola. Sam sintió miedo.

—Celeste —llamó.

Sin embargo, la mujer se había retirado junto con las otras. Vio que Celeste se agachaba para coger un puñado de tierra.

En ese momento, una piedra pasó rozando su mejilla, y otra le dio en la rodilla, todo el mundo se puso a dar gritos, y el aire a su alrededor resonó con una cacofonía de voces.

Habría muerto allí mismo si los guardias uniformados de negro no se hubieran metido entre la multitud haciendo relampaguear sus varillas antidisturbios. Una mano áspera se cerró alrededor de su brazo y tiró de ella. Sin oponer resistencia, se tambaleó y la siguió.

Un rostro correoso casi se pegó al de ella.

—¿Eres sorda? —exigió el hombre—. ¿Qué hiciste para empezar todo ese jaleo?

—No lo sé. Simplemente, vine aquí y…

—¿Tienes algún nombre? —El guardia la sacudió. Era difícil permanecer despierta—. ¿Cómo te llaman, eh?

—Sam.

—¿Qué estás haciendo en la zona de las mujeres, Sam? ¿Tienes una amiga o algo parecido? —La empujó, haciendo que avanzara deprisa delante de él—. Que no te vuelva a ver saltando otra vez la valla.

La arrojó a la celda de los hombres.

Cuando dividieron a los hombres y la condujeron en uno de los grupos, Sam no planteó objeción alguna.

Sam recordó muy poco de su viaje a la Deriva. Sólo que fue metida en un camión —uno que formaba parte de un convoy—, con un montón de hombres que apestaban, que dio tumbos y bandazos durante toda una eternidad. En el aire flotaba el olor a alcohol quemado; recordó haber pensado lo extravagante que resultaba emplear un motor de combustión interna para transportar únicamente un cadáver.

Sam yacía en un camastro debajo de una ventana. Fuera, alguien hablaba en voz alta. Mantuvo los ojos cerrados, escuchando, tratando de comprender las palabras.

—… de vuelta a América e incluso más allá, si deseas ir al norte, hacia la Alianza Greenstate. Así que, si te apetece, inténtalo. Nadie va a detenerte. —La voz sonaba baja y con un leve deje sarcástico, parecido al de un instructor militar de la milicia de Virginia al que escuchó una vez—. Claro que tendrás que atravesar una gran cantidad de tierras calientes para llegar a alguna parte. No te aconsejo que lo intentes. Pero…

Alguien adelantó una mano a su boca y extrajo un termómetro que no se había dado cuenta de que estaba allí. Murmuró para sí mismo algo y le alzó un brazo para tomarle el pulso.

Sam abrió los ojos. Había un enano de pie sobre un banco al lado del camastro; la observaba con calma. Su cabeza era enorme, casi la mitad más grande que la de una persona normal; poseía unos ojos penetrantes e inteligentes.

—¿Te sientes con ganas de comer algo? —le preguntó.

Como Sam sabía que iba a morir, la sala cobró un interés especial para ella. Descubrió tres camastros más metidos entre unos viejos gabinetes y un escritorio, sin duda recogidos de casas abandonadas, y a los cuales les hacía falta una urgente reparación. Las estanterías de caoba estaban tan combadas, que apenas la mitad podían sostener algún libro; el suelo bien podría haber sido un espejo de distorsión de una feria. Sin embargo, cada cosa había sido exhaustivamente frotada y se hallaba limpia.

Dos de las camas se hallaban vacías; la tercera albergaba a un hombre en estado comatoso.

—No soy un doctor de verdad —comentó el enano. Bajó de un salto de la banqueta, la llevó al extremo de la habitación y volvió a subirse en ella. Allí, sobre una mesa desvencijada, había un pequeño bol apoyado sobre un trípode debajo del cual ardía un pequeño mechero de alcohol. Tardíamente, Sam captó el aroma de un caldo—. En su mayor parte me dedico a encajar huesos dislocados y cosas parecidas. No obstante, dispongo de todos estos libros, que son de gran ayuda. Tienen más de cien años, aunque la medicina no ha cambiado mucho desde la Fusión.

Le llevó el caldo hasta el lecho.

—Me llamo Robert Esterhaszy —se presentó—. Bob. Encantado de conocerte. —Se detuvo, dándole la oportunidad de contestar; luego empezó a alimentarla con cucharadas de caldo. Estaba caliente y sabroso, y llenó su estómago—. En poco tiempo te tendré de pie y andando —comentó Esterhaszy—. Creo que reconozco la desnutrición cuando la veo.

Una vez terminada la sopa, atravesó la sala para vigilar a su otro paciente. Una hora más tarde, el sistema de Sam se vació. Yació medio atontada y en un estado pasivo mientras Esterhaszy la limpiaba y la llevaba a otro camastro. Frunció el ceño.

—Creo que tienes algo extraño.

Sam dejó que sus ojos se cerraran.

Cuando abrió de nuevo los ojos era de noche. Esterhaszy debía haberse quedado esperando, ya que se presentó a su lado en el acto. Sostenía en la mano su pasaporte interno.

—Aquí pone que tienes SBS —dijo—. ¿Qué es eso? ¿Alguna clase de enfermedad? ¿Qué quiere decir?

Sam le miró con fijeza, sin expresión definida. Descubrió que, aunque entendía cada palabra que pronunciaba, lo que decía carecía de sentido para ella.

Finalmente, el enano se marchó. Sam pensó que se había vuelto a quedar dormida; sin embargo, le escuchó suspirar y moverse en su silla. Las páginas eran vueltas con lentitud.

Un fósforo de madera ardió cuando Esterhaszy encendió un cigarro. El áspero aroma de la marihuana del norte llenó la sala. Medio dormida como se hallaba, Sam se sintió flotar en el instante mismo en que el humo llegó hasta ella. Bajó la vista y vio que su cuerpo descartado se encontraba tumbado sobre el camastro, pálido y delgado, tan sin vida como una vieja muñeca de trapo.

Su consciencia se detuvo, flotando cerca del techo. Entonces, atravesó una pared y salió del edificio. Se hallaba en una ciudad en ruinas; por su aspecto, era una ciudad industrial del siglo XIX, abandonada después de la Fusión ocurrida en el siglo XX. En su mayor parte los edificios eran vacías conchas de ladrillos, con los techos y los pisos derrumbados, aunque algunos habían sido restaurados en parte con vigas de madera y techos de paja.

Las calles estaban abarrotadas de matorrales altos y retorcidos —predominaban el zumaque y los cardos mutados—, señalados por un sendero abierto en su centro. Por doquier se veían montones de leña; edificios enteros sin techo servían como almacenes. En el campus de la universidad se habían alzado enormes tanques de destilación, y las pequeñas hogueras que ardían debajo eran atendidas por unos pocos hombres andrajosos y sucios.

Había luna llena, y pudo distinguir sus rostros con barbas de días, el modo en que los dedos de la mano izquierda de uno se curvaron hacia atrás de un modo antinatural, roto.

El hedor de madera quemada impregnaba toda la atmósfera. El frente de los edificios estaba ennegrecido a causa de ello. Sam espió la fachada de una vieja tienda de ladrillos y descubrió que el interior había sido preparado como un dormitorio, una sala inmensa con toscos camastros uno al lado del otro. No todo el mundo disponía de mantas, y pudo ver que algunos de los hombres deberían hallarse en la enfermería con ella.

Algo hizo tap-tap. Sam lo ignoró. Miró más allá de la ciudad, del prostíbulo, hacia los vertederos, donde descubrió que una zona amplia había sido quemada hasta que no quedó más que cenizas y tierra pelada. En esa parte había soldados de patrulla, hombres que vestían uniformes negros con un pequeño puñado de plumas en la pechera. Portaban las armas dispuestas para disparar, y la vigilancia que mantenían era externa, hacia la Deriva, en vez de interna, hacia la ciudad. Algo repitió el tap-tap.

Alguien golpeaba con suavidad su mejilla.

—Basta —musitó Sam, abrió los ojos, y se encontró de vuelta en la enfermería.

Bob, el enano, se hallaba a su lado, intentando despertarla. Cuando vio sus ojos, que reflejaban débilmente la llama azul de la única lámpara de alcohol, le introdujo con delicadeza una cuchara en los labios, y dejó caer unas gotas de líquido. De forma automática, ella las tragó.

Sangre.

Su rostro debió reflejar el impacto, porque Esterhaszy sonrió.

—Ah —comentó—. La paciente responde. El viejo Carne de Perro se alegraría al saber que su sacrificio no fue en vano. —Llevó la cuchara de nuevo a sus labios—. Comenzaremos con unas pocas cucharaditas.

A su debido tiempo, se quedó dormida.

Cuando despertó era de nuevo de día. El sol que se filtraba a través de la membrana de la ventana iluminó el cabello rubio del hombre que se inclinaba sobre ella, convirtiéndolo en un halo resplandeciente, y al mismo hombre en un ángel. Era hermoso; alrededor de la boca tenía unas profundas líneas de preocupación, y sus ojos eran tristes y claros. Sonrió y dijo:

—Buenos días.

Sam se le quedó mirando perpleja. No obstante, se hallaba envuelta en hielo, frío y limpio como el aire, y no pudo responderle. Esterhaszy arrastró una silla al lado del camastro y comenzó a alimentarla con unas cucharaditas de sangre. El extraño se pasó una mano por su cabello corto, casi inexistente. Parecía nervioso.

—Samantha —comenzó el extraño—, me llamo Keith Piotrowicz. Ostento un alto rango en la organización de los Mimos de Filadelfia, y son los Mimos los que administran el programa de reasentamiento en la Deriva. Tengo el poder de hacer que vuelvas con tu familia. Sin embargo, has de cooperar. Tienes que decirme tu nombre completo.

El hielo inundó la habitación y, aunque no impedía el movimiento, su frío congelaba el dolor, lo transformaba en silencio.

—¿Puede hablar? —le preguntó Keith al enano.

—No lo sé —replicó Esterhaszy. Abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Yo creo que sí, pero que no desea hacerlo. Probablemente tuvo unas malas experiencias en su viaje hasta aquí.

—Hummm. —Con las manos a la espalda, Keith se alejó para observar el amplio mapa de la Deriva trazado a mano que el enano tenía colgado de una pared. Había sido copiado con gran meticulosidad de algún otro mapa más antiguo, con correcciones posteriores realizadas con la misma tinta. Círculos poco firmes emanaban del viejo emplazamiento donde se produjo la Fusión; en diversos puntos se veían pequeñas bolas de cera roja y verde pegadas al mapa. La cera de color verde se arracimaba hacia el norte, cerca de Greenstate, haciéndose cada vez más escasa a medida que se acercaba al centro del territorio, lo que solía ser el centro del estado de Pennsylvania, y la roja, de forma similar, menguaba desde el sur, de Filadelfia. Se asemejaba al despliegue de las fichas de las damas chinas—. ¿Ayudaría en algo si le hablara yo?

Esterhaszy volvió a encogerse de hombros.

—No soy psiquiatra. Demonios, ni siquiera soy médico.

Keith permaneció mirando el mapa en silencio durante un rato. Por fin dijo:

—Esa información es antigua —y quitó un globo rojo de cera y lo reemplazó por uno de color verde—. Hace cuatro días perdimos otro campo de reasentamiento. —Se dirigió hacia Samantha y se arrodilló a su lado—. Eres Samantha Laing, ¿verdad? —Guardó silencio, a la espera de una respuesta. El hielo destellaba a su alrededor, frío y apacible—. Porque, si lo eres, puedo devolverte con tu familia. Con tu padre.

Cogió algo del enano…, se produjo un resplandor plateado cuando el objeto cambió de manos. Lo alzó en el aire; se trataba de la pitillera de plata antigua que ella había empleado para guardar sus pasaportes. Es mía, pensó; sin embargo, el hielo se cerró a su alrededor y apenas la dejó respirar. Se hundió profundamente en su carne, apaciguando y tranquilizándola.

Keith dio la vuelta a la caja en su mano y la abrió. De su interior sacó una placa con el cristal cuarteado —una vieja holografía— y la sostuvo ante la luz.

A medida que Keith giraba su muñeca, sobre las resplandecientes motas de polvo danzó un arco iris y se solidificó en una imagen borrosa y doble en el aire. Cogiendo la lámina por loe dos bordes, la dobló ligeramente hasta que la superficie cuarteada quedó plana. Las imágenes se unieron, fundiéndose, cobrando nitidez.

Un hombre de aspecto vigoroso y de facciones afiladas, de halcón, flotó encima de ella; tenía un bigote oscuro. Su padre.

Samantha abrió la boca y el hielo se deslizó rápidamente para llenarla, congelando sus pulmones en silencio. Una lágrima se formó en el rabillo de uno de sus ojos.

—¿Es tu padre, Samantha?

Algo cambió en su interior…, algo se movió. Con un gran tumulto interno, como el que pudieran producir icebergs que se liberaran a sí mismos de un glaciar para establecerse en las aguas del Ártico con una gran marejada de agua, de nuevo pudo pensar, sentir, experimentar dolor.

—¡Sí! —gritó, y su voz salió tan áspera que la palabra resultó incomprensible.

Las lágrimas inundaron sus ojos. Tragó saliva, y la garganta le dolió.

—Sí —la foto era de su padre, y—: Sí —hablaría, y—: Sí —iba a vivir.

Keith acunó su cabeza y la apretó contra él mientras ella lloraba y lloraba.

Sam se hallaba demasiado débil para trasladarse en ese momento. Permaneció en cama por espacio de una semana, y cuando por fin pudo levantarse para pasear, apoyada en un bastón, casi se derrumbó de inmediato. No obstante, mejoró con rapidez, y Esterhaszy pronto pudo sacarla al aire libre durante las horas que pasaba en la enfermería, donde antes había dispuesto simplemente una pantalla delante de su camastro.

La noche después del entierro del paciente comatoso, estaba sentada en la escalinata de entrada de la enfermería cuando un grupo de trabajadores pasó por delante; regresaban —a juzgar por sus herramientas— del campo comunal exterior. La docena de hombres iban acompañados de un guardia Mimo; ella ya conocía lo suficiente sobre el campo de reasentamiento como para saber que el guardia no se hallaba presente para evitar que los hombres escaparan, sino para dar algún informe si trataban de eludir su trabajo. El guardia caminaba con el mismo aspecto de cansancio y desánimo que los otros.

Pero, cuando atravesaron el sendero cubierto de montones de chatarra oxidada que en su momento fueron automóviles, uno de ellos alzó la vista hacia ella. Los ojos, en su rostro muerto, eran vivos y duros. Y en esos ojos Sam pudo verse tal como él la contemplaba: joven, sin un rostro determinado, con una mancha de color púrpura en la frente que había debajo de un pelo polvoriento y cortado casi al cero; un rostro escondido a medias por la sucia mascarilla del nucleoporo y que aún conservaba parte de los mofletes de la grasa infantil.

Y sintió su cansando deseo desinteresado, su fría hostilidad impersonal. Si pudiera elegir, la arrojaría al suelo y la violaría, y si en el proceso le quebraba algunos huesos, le fracturaba la espina dorsal o le rompía el cuello…, bueno, a él no le importaría. No necesitaba que hubiera mucha vida en la carne que empleaba.

Pronto desapareció, junto con el resto del grupo de trabajo, camino abajo y alrededor de un dúplex derrumbado. La oleada de imágenes provenientes de su cerebro se vio cortada y, en el suyo propio, Sam sintió que una puerta recién abierta se cerraba con una finalidad convulsiva. Fuera lo que fuese lo que ocurrió, ya nunca volvería a ser receptiva al mismo fenómeno.

Sam notó que la sangre desaparecía de su cara, que sus dientes apretados amenazaban con morderle la lengua. Su piel se erizó ante el recuerdo de su deseo frío y reptilesco. Sin embargo, se dominó; estaba segura de que su expresión no reflejaba nada de lo que sentía.

La puerta que había a su espalda se abrió con un ruido, y se hizo a un lado de la escalinata para dejar que el último de los pacientes de Esterhaszy pudiera salir. No miró en su dirección, sino que mantuvo los ojos firmes delante; se trataba de un hombre joven con una piel tan pálida como su nucleoporo; apestaba a desesperación.

Esterhaszy, más despacio, le siguió fuera, y se sentó con un suspiro a su lado en el escalón. Miró con curiosidad la piel pálida de ella.

—¿Qué te ha pasado?

Sam no creyó que pudiera responder. Para que el otro olvidara la pregunta, repuso:

—Esas cosas grandes y esponjosas que hay en el interior de tu cuerpo y que van de aquí a aquí —señaló con unos ademanes—, levemente parecidas a dos grandes alas…, ¿son los pulmones?

—Sí —replicó Esterhaszy.

—El hombre que acaba de salir…, ¿qué tiene en sus pulmones?

—Bueno, en realidad no estoy muy seguro. Sin embargo, los dos candidatos que tienen más opciones son el uranio-233 y el plutonio-239, uno de ellos o los dos.

—También se encuentran en sus huesos, ¿verdad? —Sí, los dos elementos son buscahuesos. Y poseen una vida media de ciento sesenta y dos mil años y veinticuatro mil años respectivamente. Así que permanecen calientes durante un buen período de tiempo.

—¿Qué es un buscahuesos?

—Un buscahuesos es la razón por la que debemos llevar estas malditas mascarillas. —Se movió un poco, adoptando una posición más cómoda—. Sería agradable fumarse un cigarro en la escalinata al final del día, ¿eh? —Había una bonita puesta de sol de intensos matices extendiéndose por encima de las ruinas; dirigió hacia allí su mirada—. Un buscahuesos es un radioisótopo que, debido a sus propiedades químicas, tiende a concentrarse en los huesos. La mayoría son emisores alfa, y serían prácticamente inofensivos si se encontraran en cualquier otra parte, ya que incluso una hoja de papel detiene las radiaciones alfa. Sin embargo, al establecerse en el interior del cuerpo, la radiación destruye las células, produce cáncer de pulmón, leucemia, cáncer de médula… depende de dónde se asiente.

—Estamos hablando de ese material brillante, el mismo que hay en los pulmones y huesos del hombre que acaba de marcharse, ¿verdad?

—Sí, supongo que…, eh, ¿qué crees que estás haciendo? Sam terminó de desatarse su nucleoporo y respiró su primera y prolongada bocanada de aire limpio en días.

—No pasa nada —repuso—. Hay un poco de ese material que se esparció calle abajo…, ¿ves? Pero aquí, cerca nuestro, no queda nada.

Esterhaszy miró calle abajo y luego a Sam, y no supo qué decir. Sam se puso de pie.

—Me encuentro terriblemente cansada. Creo que me iré a dormir.

Aquella noche, Sam soñó que flotaba alta en el cielo sobre la ciudad en ruinas y que podía verla extendida debajo de ella. Pudo ver cómo los largos dedos del polvo radiactivo, brillando de color azul, rosa y blanco, salían de la Deriva y penetraban en la ciudad. Uno se dirigió hacia los campos comunales que había al norte. Las ruinas cumplían la función de rompevientos, y los impulsos se fueron apilando en el lado este, lejos de los vientos más fuertes del oeste. Sam se dio cuenta de que todo el campo debería ser trasladado un poco hacia el oeste y un poco hacia el sur.

Cobijados en la ciudad se encontraban los edificios del campamento: los barracones comunes en el centro, y los edificios restaurados de los gerentes en un círculo abierto alrededor de ellos. Apartada había una casa en la que vivían cuatro o cinco mujeres, de aspecto cansado y curtido.

Dirigió su vista fuera de la ciudad, hacia el bosque que, en algunos sitios, resplandecía como el País de las Hadas, mientras que el resto permanecía en una oscuridad semejante a los agujeros del Infierno. En el lugar en que el resplandor era más pronunciado los árboles escaseaban y estaban deformados, algunos con aspecto retorcido y achaparrado. Justo por encima de los árboles, hacia el oeste, aún permanecía un destello de luz, una radiación residual del sol. Hacia el sur…

Hacia el sur, la línea del horizonte brillaba. El brillo creció hasta convertirse en un abultado domo de color azul; de su centro se erguía una delgada y brillante lanza de luz, tan insoportablemente intensa que Sam tuvo que retroceder. Era enorme, con una altura de kilómetros, y daba la sensación de ser muy peligrosa.

La noche palpitaba.

Flotando inmóvil sobre la ciudad, Sam tuvo la sensación de que el cielo oscilaba. Lentamente, comenzó a deslizarse hacia la fría y ardiente luz que había más allá del horizonte. Percibió su oscuro e indiferente júbilo cuando avanzó para engullirla. Con desesperación, buscó algún punto de apoyo. Pero el aire no le suministró nada a lo que poder asirse. Comenzó a deslizarse con creciente velocidad.

Aterrada, obligó a que su voluntad la bajara hacia la ciudad. Despacio, logró descender; no obstante, la cosa seguía tirando de ella, con su enorme gravedad tratando de aplastarla en su abrazo. El objeto se hallaba en algún lugar más allá del horizonte, en la dirección en la que se encontraba el emplazamiento de la Fusión… Sam se dio cuenta de que la correlación del lugar era tan exacta que debía tratarse realmente del emplazamiento de la Fusión… lo era. La noche palpitaba.

Un viento se alzó a su alrededor. La desgarró con garras frías e insustanciales. Fuera lo que fuese que había más allá del horizonte, en algún sentido estaba vivo. Lo sentía palpitar lentamente, como un corazón gigantesco, con un latido tan lento que transcurrían minutos hasta que se producía el siguiente. Y la quería a ella. Sam luchó como una estrella atrapada en un huracán cósmico, debatiéndose inútilmente en busca del suelo firme…, viéndose arrastrada.

La succionaron lejos del pueblo, y los árboles oscuros se derrumbaron debajo de ella, mezclándose en su visión con las oscuras nubes que flotaban sobre su cabeza. La cosa la arrastraba más rápido ahora, llevándola hacia sus fauces invisibles; Sam gritó, poseída por la frustración. Deseaba dejar el cielo, el viento, y retornar a la oscura y confortable tierra.

El cielo se llenó de tentáculos que se cerraron alrededor de su cuerpo, quitándole el aire.

Entonces, uno de sus pies rozó el suelo de forma muy ligera, y se despertó.

Keith había vuelto. Sam había salido fuera (el viento soplaba, luminoso, y ella llevaba su nucleoporo), a la parte de atrás de la enfermería, y allí estaba. Él y Bob se hallaban conversando frente a un viejo concesionario Fiat, que Esterhaszy había convertido en un establo para las mulas del campamento.

Esterhaszy le mostraba los tubos que había implantado en varias de las gargantas de las mulas. Eran de plástico de tejido inerte con válvulas de teflón; las incisiones casi se hallaban completamente cicatrizadas. Sam observó cómo el enano extraía una pinta de sangre de Priscilla, dejando que cayera en una jarra de cristal.

—Veamos el oxilato —comentó Esterhaszy. Entre la hilera de alforjas que esperaban ser colocadas sobre los animales había dos maletas de aluminio con el logo de la Southern Manufacturing y Biotech grabado en la parte frontal. Keith abrió una, y Sam quedó perpleja por el compacto muestrario de ampollas de cristal y resplandeciente material quirúrgico. Sacó una pastilla pequeña de una botella cromada de medio litro; Esterhaszy volcó el anticoagulante en la jarra que contenía la sangre. La sacudió hasta que espumeó y la pastilla se disolvió—. Veremos cuánto tiempo logra mantener la sangre —repuso.

Todavía llena con su visión de ensueño, a Sam le resultó difícil responder cuando Keith alzó los ojos y dijo:

—¡Hola! Veo que ya te has levantado.

Ella, simplemente, agachó la cabeza y sonrió.

El hombre seguía siendo hermoso, con su cabello dorado y las patillas recortadas, los ojos profundos y llenos de una triste sabiduría. Sam se odió a sí misma cuando le resultó imposible contestar a sus palabras:

—Nos marcharemos hoy; te llevaremos con tu padre. ¿Qué te parece? —Aguardó un segundo, luego le revolvió el cabello, con buen humor.

El problema radicaba en que su sueño no se marchaba del todo. Todavía podía percibir la presencia lejana de los reactores de la Fusión, que tiraban débilmente de ella. Todavía podía sentir su lento y poderoso palpitar.

Esterhaszy ya se hallaba guardando suministros médicos en una de las alforjas cosidas a mano.

—Las hice con la piel de una mula muerta —comentó con orgullo—. Le quité la piel y la teñí yo mismo. —Se rio—. Vivos o muertos, van a llevar carga.

Fue en ese momento cuando se escuchó el primer disparo.

Retumbó de forma sonora y asustó a las mulas. Se encabritaron, y Keith estuvo a punto de perder la dentadura de una coz cuando fue en ayuda de Esterhaszy para controlarlas. Sam se abalanzó hacia ellos; sin embargo, retrocedió de inmediato cuando comprendió que no tenía la más remota idea de lo que había que hacer.

Los disparos sonaban constantes ahora, ataque y defensa. Todos provenían del lado oeste de la ciudad. Esterhaszy apartó a Priscilla de las demás mulas, calmó al animal de algún modo, y le ciñó un par de alforjas.

—No queda mucho tiempo —le comentó a Keith—. A menos que pienses que tu gente los podrá contener.

—¡No existe ni una sola posibilidad! —Keith luchó con una mula, tratando de bajarle la cabeza con las riendas con poco éxito. Esterhaszy fue en su ayuda y la dominó—. Las tropas de Laing nos superarán en hombres y armamento: siempre se asegura de que sea así.

Había dos mulas separadas ya. Keith alzó a Sam por la cintura y la montó sobre la silla del segundo animal.

—Quédate ahí —le ordenó—. Y trata de mantener calmada a esta mula.

Sam alargó un brazo y palmeó con energía el cuello del animal. Éste giró la cabeza para morderle los dedos. Los apartó con rapidez.

Pronto lograron tener ensilladas cinco mulas.

—Deja el reato —ordenó Keith.

Su huida, debido a la lentitud, tuvo algo de surrealista. A paso tranquilo —al ritmo de una mula— se dirigieron hacia el lado este de la ciudad por el borde de los campos, encaminándose hacia las colinas que rodeaban el pueblo. Una vez allí, siguieron un camino antiguo, que no había sido utilizado durante más de un siglo y que en los primeros cien metros estaba prácticamente cubierto de maleza. Entonces entraron en un bosque, donde el sendero se mantenía limpio y nivelado, cubierto en un espesor de tres centímetros por agujas de pino.

Los disparos se fueron desvaneciendo a sus espaldas. Escucharon el silbido de un misil cuando subió por encima de la ciudad y, en ese momento, los árboles aislaron los sonidos de la batalla. Continuaron la marcha a través del frío y extraño silencio. Transcurrió media hora.

—No tratarán de mantener el campamento —dijo Keith. Marchaba delante. Los otros le miraron—. Se llevarán a la mayoría de los colonos, cogerán todos los suministros que puedan y quemarán los tanques de la destilería.

¡Bump-bump! Muy lejos, detrás de ellos, los tanques estallaron en doble sucesión. Keith asintió. Parecía tan complacido de haber tenido razón como si hubiera ganado la refriega.

Aquella noche acamparon en un claro que una vez fuera el aparcamiento de una estación de servicio, y encendieron un fuego al abrigo de la única pared que sobrevivía de la construcción. Esterhaszy ya se había dedicado a levantar las tiendas, que eran de un material multicolor y ultraligero, que se podía plegar hasta que casi no ocupaba espacio alguno; dijo que databan de antes de la Fusión.

—Es un material milagroso —comentó—. Desearía que tuviéramos muchas más.

Sam miraba fijamente la hoguera. Era una noche bastante cálida; sin embargo, alargó las manos hacia las llamas, sintiendo el cosquilleo que le producía el fuego. Notaba ligeramente fría la espalda.

—¿Keith? —llamó de forma casual—. Cuando estábamos allí, en el campamento…, mencionaste a mi padre poco antes de marcharnos.

Era la primera vez que se había dirigido a Keith por su nombre.

—¿Lo hice? —Keith arrojó un trozo de madera al fuego. Las chispas se elevaron—. No lo recuerdo.

—Dijiste que los soldados que atacaban el campamento obedecían sus órdenes.

—Bueno, en un sentido, así es. —Sam se volvió para mirar a Keith. Las llamas hacían que su rostro pareciera rubicundo, suavemente contemplativo—. ¿Qué es lo que sabes acerca de tu padre?

Aunque estaba segura de que no se reflejó en su rostro, de que ni siquiera había movido un párpado, la pregunta la golpeó duramente. Porque apenas sabía nada —no recordaba casi nada— de su padre. Tenía una vivida imagen de él lanzándola al aire al tiempo que ella se reía de forma histérica…, y, con toda probabilidad, aquello fuera real. Como también poseía recuerdos en los que él la confortaba y le daba consejos cuando no la trataban bien en el colegio de la señorita Levering… aunque estaba segura de que éstos se los había inventado, fingiendo hablar con su padre por la noche, cuando las otras chicas ya se habían dormido.

—Bien, pues se trata de un hombre muy importante —prosiguió Keith. Y, dirigiéndose a Esterhaszy, añadió—: Tráeme el mapa…, lo voy a necesitar para la explicación.

Cuando fue desenrollado el mapa —el mismo mapa que había colgado de la pared de la enfermería— sobre una parte plana del suelo, Keith señaló las principales marcas de las ciudades.

—Aquí se encuentra Filadelfia…, y a partir de aquí, desde el sur hasta el oeste, los Estados Unidos. Aquí está la parte central del estado de Nueva York, y la Alianza Greenstate va desde aquí y sube hasta Canadá y los Grandes Lagos. ¿Lo ves? Esta zona tan nebulosamente definida que hay en el centro es la Deriva.

»Ahora bien, por una serie de razones políticas que no voy a comentar, la Deriva la reclaman como protectorado tanto los Estados Unidos como la Greestate. El asunto se ha mantenido en el aire debido a que ninguno de los dos podía ocupar la Deriva de forma efectiva.

—Ya tiene ocupantes —intervino de forma inesperada Esterhaszy.

Keith le miró.

—Sí, unos pocos miles dispersos aquí y allá. Pero que no tienen un poder político real.

Esterhaszy se encogió de hombros con cierta hosquedad, y Keith continuó:

—Ahora bien, hasta hace muy poco, apenas importaba quién fuera el dueño de la Deriva, ya que nadie la deseaba. No obstante, cuando el gobierno de los Estados Unidos comenzó su programa de reasentamiento, con la intención de deshacerse de…, ¿cómo decirlo?

—El término es «incapacitados genéticos» —comentó Sam, con un tono de voz levemente molesto.

—¿Quién te dijo eso? —inquirió Keith—. El término es «políticamente molestos». O, quizá, «potencialmente peligrosos». Sin embargo, durante los años de la Fusión, hubo millones de refugiados, y la mayor parte tuvieron hijos, y nietos, y bisnietos. No existen las facilidades que permitan trasladarse a la suficiente gente como para producir una diferencia real en la fuente genética.

—Eh, pero yo… —Se puso de pie y se señaló el pecho con un pulgar—. A mí me contaron…, me arrastraron hasta aquí porque yo…

—Estoy seguro de que un cierto número de la gente que ha sido traída a este lugar posee problemas genéticos —explicó Keith—. Los suficientes como para hacer que el proyecto parezca bueno. Pero, ¿eres tú realmente uno de ellos? Preguntémonos: ¿quién se beneficia al quitarte de en medio? —Hasta donde yo sé, nadie.

—Tus informes dicen que estabas interna. ¿Quién pagaba la escuela?

—Mi padre. Estableció una administración para que se encargara de ello.

—¿Que era controlada por…?

—La señorita Leven… —Sam se interrumpió y meditó unos segundos. Luego le dio una patada a una de las piedras que rodeaban la hoguera. Apenas se movió—. ¡Maldita sea! —Recogió un ladrillo viejo. Se deshizo en sus manos, y lanzó el puñado de polvo con tanta fuerza y tan lejos como pudo—. ¿Quieres decir… que esa maldita zorra…?

Cogió otra piedra y, demasiado irritada para tirarla, la dejó caer de nuevo al suelo. Colérica, se dirigió hacia los árboles. Oyó que uno de los hombres comentaba a sus espaldas:

—No, deja que vaya.

Se hallaba tan iracunda que no supo distinguir quién de ellos era.

Una vez se hubo alejado de ellos y —eso esperaba al menos— cuando estuvo más allá del alcance de sus oídos, se apoyó contra un árbol y lloró. Al principio las lágrimas fluyeron con lentitud, a regañadientes, y parecieron falsas y forzadas. Sin embargo, poco a poco, salieron con más velocidad y fuerza, hasta que toda la parte del rostro cubierto por el nucleoporo quedó empapada; se abrazó al tronco del árbol con los dos brazos y comenzó a golpearse la frente contra la corteza. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas; entonces se dejó caer al suelo, sintiéndose débil y miserable, y volvió a llorar. En dos ocasiones tuvo que quitarse la mascarilla para poder respirar.

Por fin, se sintió lo suficientemente calmada como para regresar.

Cuando regresó al lado de la hoguera la saludaron como si nada hubiera ocurrido, como si se hubiera marchado para algo rutinario y breve. No obstante, durante su ausencia, habían cocinado y comido sus cenas; Esterhaszy se hallaba limpiando los platos con un puñado de arena seca.

Sam miró un plato y dijo:

—Será mejor que los limpies bien; hay buscahuesos en el fondo.

Esterhaszy la volvió a mirar de una forma peculiar, pero hizo lo que ella aconsejaba; cuando alzó de nuevo el plato el fondo se hallaba limpio y oscuro, y ella asintió. Se dirigió hacia donde estaba el mapa, se acuclilló a su lado.

—Por lo cual se ha establecido este programa de reasentamiento.

Aclarándose la garganta, Keith habló:

—Por lo cual se estableció este enorme y caro programa de reasentamiento. Con el que, incidentalmente, he pasado los últimos cinco años tratando de que fuera autosuficiente. Mientras tanto, al otro lado de la Deriva… —señaló el extremo superior del estado de Pennsylvania, cerca de la frontera con Nueva York—, tu padre ya ha creado Honkeytonk.

—¿Qué es eso?

Keith se rio entre dientes.

—Es la más preciosa sede de empresas interrelacionadas que hayas visto en tu vida. Honkeytonk es una pequeña ciudad empresarial, cuyos propietarios, y los que la explotan, son los de la Alianza Greenstate. Es una ciudad minera, ya que su emplazamiento se encuentra sobre la última gran reserva de carbón de la costa este. Es una comunidad granjera…, que saca lo suficiente como para alimentar a los mineros. Es una destilería; allí mismo extraen combustible del carbón, que luego envían a Boston. Honkeytonk produce su propia ropa, sus propios zapatos y la mitad de las herramientas que necesitan para su propia industria. Están arreglando una de las viejas líneas da ferrocarril. Todo lo que se exporta es, prácticamente, beneficio puro, y eso fue creado por un solo hombre; tu padre. Él ha sido mi modelo para todo lo que yo he intentado hacer en la Deriva.

—El mío también —musitó Esterhaszy. Cuando los otros dos le miraron, explicó—: Me encantaría que pudierais ver lo que ha conseguido allí. Hay enormes invernaderos…, toda la comida crece en su interior, libre de los buscahuesos. Ha logrado liberarse del ciclo de la radiación. ¿Tenéis alguna idea de lo que eso significa para alguien que ha nacido en la Deriva? Todos los edificios poseen esclusas de aire, todas las ventanas tienen filtros. Poco a poco, la tierra contaminada está siendo separada de la buena, y luego la entierran en el fondo de las minas agotadas. No es mucho con lo que empezar,…, quiero decir, aún quedan siglos de trabajo; pero, por Dios, es una esperanza. Algún día la gente de allí podrá caminar al aire libre sin necesidad de llevar mascarillas. Algún día… —Se interrumpió de repente, se ruborizó y bajó la vista.

—Mientras tanto —prosiguió Keith, tras una embarazosa pausa—, tu padre mantiene un pequeño programa que da beneficios, y el gobierno de Boston está ansioso porque él lo haga crecer. No obstante, la Alianza Greenstate no dispone del sobrante de población que sí poseen los Estados Unidos. Todos sus trabajadores son reclutados entre los habitantes de las colinas. —Indicó con un gesto vago la oscuridad—. Los deriveños. No puede contratar con la suficiente rapidez a la gente que necesita. Además, esta guerra se está expandiendo. Al principio sólo fueron unas pocas escaramuzas aisladas…, y, de pronto, la Greenstate dispuso de prisioneros para los que no tenía sitios adecuados donde encerrarlos, y tu padre tenía minas sin contar con la gente suficiente que las pudiera llevar. Puedes ver hacia dónde quiero ir. Sam asintió.

—Así que, ahora, nosotros le proporcionamos a tu padre los trabajadores. Lo cual pone en peligro la totalidad del programa de reasentamiento. Si nosotros no mostramos algunos signos de que esto dará beneficios pronto, se cerrarán todas las instalaciones. Con toda probabilidad, eso es lo que desea tu padre; sin embargo… algunas personas en los Clubes de Mimos creen que para este caos existe una solución militar, aunque yo no me encuentro entro ellos. Pienso que todo se podría aclarar si yo consiguiera mantener una brava conversación privada con tu padre.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho? —preguntó Sam.

Keith enarcó una ceja.

—Estamos en guerra, ¿lo recuerdas? No puedo ir directamente a Honkeytonk, con una sonrisa en la cara y la mano extendida. También se han cerrado los canales diplomático*. Aun así, todavía quiero charlar con tu padre. Razón por la que me senté y me pregunté: ¿Qué podría llevarle al hombre por lo que te sintiera tan agradecido como para concederme media hora de su tiempo? ¿Qué querría con tanta fuerza? O, ¿a qué… persona?

Sam sólo necesitó un segundo para comprender.

—¡Me estás utilizando! —exclamó, sacudida por el impacto y la indignación.

—Sé sincera —comentó Keith con suavidad—. Si analizamos dónde te encontrabas cuando te descubrí… ¿de verdad te importa?

Al siguiente día prosiguieron su avance hacia el norte de la Deriva. Se detenían a menudo para discutir acerca del mapa de Esterhaszy. Bob y Keith trazaban breves curvas con los dedos e intercambiaban opiniones sobre senderos que estaban marcados y que ellos no podían hallar y otros que existían pero que no estaban señalizados. Sam nunca se había dado cuenta de lo difícil que resultaría seguir un mapa sin la ayuda de las señales de carretera.

Atravesaron un puente de mediados del siglo XX, una cosa enorme con pilares de cemento de medio kilómetro de alto. Había partes del suelo que estaban erosionadas por completo y, a través de estos agujeros, podían ver porciones de la tierra de abajo, y un diminuto río que apenas habría merecido el esfuerzo de una décima parte del puente. Cuando Sam lo comentó, Esterhaszy sonrió detrás de su mascarilla y se encogió de hombros.

—Muchacha, por ese entonces eran ricos. Al otro extremo del puente los árboles crecían hasta el mismo borde del camino, formando una bóveda oscura; cuando la atravesaron, Keith y Esterhaszy fueron con suma cautela. No es que ello importara mucho.

—Deteneos ahí mismo, amigos —ordenó una voz desde la penumbra—. Os tengo que preguntar adónde creéis que vais, Keith tiró de las riendas de las mulas y escudriñó la verde oscuridad.

—Al Comercio de Spivey —contestó. No obtuvo ninguna respuesta—. Salvo que no seamos bienvenidos. Nos gustaría intercambiar algunos suministros.

—Davey —la voz sonaba ronca y asexuada—. Ve corriendo a ver a Spivey. —Con un crujir de hojas, un niño salió a toda velocidad al final del túnel y desapareció—. El muchacho no tiene brazos, pero puede correr muy bien —comentó la voz, en tono coloquial.

—Conocí a un muchacho de estos lares con las mismas características cuando era niño —dijo Esterhaszy—. Murió con catorce años…, cáncer de médula. Por casualidad, ¿no será éste su hijo?

Silencio. Sam miró hacia las hojas, observando el destello de los radioisótopos en su interior, parecidos a diminutas luces de feria brillando en la penumbra. Había una mancha pálida, una concentración de radiación detrás de los matorrales; posiblemente se trataba del guardia. Pasado un tiempo le preguntó a Keith:

—¿Qué es el Comercio de Spivey?

De forma inesperada, la voz respondió por él:

—Lo que su mismo nombre indica; un lugar en el que puedes intercambiar tus posesiones. Tiene todo lo que puedas desear; desde láseres hasta carne de cerdo, Spivey dispone de todo ello.

—Oh —repuso Sam.

—Una chica bonita. ¿Pensáis venderla? Keith, como al descuido, posó su manos sobre las alforjas.

—No —contestó, con voz bastante tranquila—. El hombre pequeño es médico. Creímos que podríamos vender sus servicios.

Transcurrieron varios latidos del Reactor. Entonces escucharon otra vez el ruido entre el follaje cuando el muchacho regresó. Una figura de color blanco lechoso emergió de entre las hojas. Era una fofa mujer albina, que sostenía una ametralladora en el hueco de su brazo. El cabello era de color naranja y la piel tan pálida que el nucleoporo se confundía con ella. Sus ojos eran de color rosa y acuosos.

—Sendero abajo —les indicó con el arma—. No podéis perderos.

Regresó al refugio que le brindaban los árboles. El camino mostraba señales de ser muy recorrido; había un sendero estrecho en el centro. Lo siguieron hasta un valle tributario, giraron en un recodo, y allí vieron el Comercio de Spivey.

Keith frenó la mula que iba en cabeza y se rio. Esterhaszy, que ya había estado antes, no lo hizo.

El edificio estaba pintado, eso era lo primero que notabas; pintura procedente de Boston o de Atlanta, o de la parte marítima de Canadá. Mostraba unas columnas de color bermellón, ventanas de un rosa fuerte, unos canalones de un verde eléctrico y persianas de color amarillo sol, y una serie de chillas a los costados, que corrían diagonalmente, con rayas de color magenta y porcelana. Había chimeneas de un azul cielo y puertas pintadas de un rojo llameante.

Bajo esos caóticos colores, el edificio era una mescolanza de estilos: columnas neogriegas contrastando con la escultura federal; una cúpula victoriana encima de un ala de la casa de estilo georgiano; una fachada art deco debajo de un maderamen medio tudor; más una variedad de puertas y ventanas y características arquitectónicas que no poseían un estilo concreto, y que a menudo estaban instaladas de costado o hacia atrás.

—Jesucristo —exclamó Keith.

Esterhaszy comentó:

—Spivey compra todo, siempre que su precio no sea caro. Si buscas trabajo para pagarte la comida y un rincón donde dormir, te enviará a rastrear instalaciones que estén en buen estado.

Sin embargo, Sam vio los colores sólo durante un momento antes de que el mundo se oscureciera y éstos desaparecieran. Vio primero el techo bajo e inclinado de la casa (mirando con detenimiento, pudo captar las tres casas originales que habían sido engullidas por las ampliaciones), y luego los campos y bosques que la rodeaban en unos suaves tonos pastel, bajo un humeante cielo oscuro en el que el sol aparecía como un furioso carbón al rojo. Hebras vivas de radiación atravesaban el valle, separándose en tentáculos que se enroscaban y —tarde o temprano— convergían sobre la casa, atraídas por los habitantes del valle. Había sectores de tierra que se hallaban casi limpios: cada año se removían unos centímetros y se arrojaban al río cercano. Sin embargo, incluso ahí, el polvo radiactivo retornaba lentamente, atraído por los granjeros, diseminado por la brisa, y bajado de los árboles por las lluvias. Retornaba, invisible y omnipresente.

La radiación se encontraba en los árboles…, podía ver las delgadas venas brotando por la corteza como fusibles resplandecientes, refulgentes agujas de luz. También estaba en las plantas: se introducía por la tierra y se concentraba en los tejidos.

Mientras observaba, todo experimentó un ciclo de rotación completa. Los árboles brotaron de las semillas y se elevaron hacia el cielo, reteniendo la enfermedad en su interior y succionando más a través de sus raíces, de forma que crecían y enfermaban al mismo tiempo, retorciéndose hacia abajo, achaparrados. Morían y caían, regresando a la hierba y a la tierra, y los radioisótopos se trasladaban a plantas nuevas. La suave hierba brillante que cubría la tierra era devorada por resplandecientes herbívoros —ganado mutilado y ardillas con pústulas—, y el polvo radio isotópico concentrado dentro de las plantas se concentraba aún más en sus órganos. Ellos, a su vez, eran devorados por carnívoros que destellaban como el neón: coyotes con patas retorcidas, búhos que no podían volar y humanos enfermos. Entre estos seres se daba la mayor concentración de radiación, y sus crías e hijos nacían con malformaciones y mutados, enfermos y almacenando brotes cancerosos desde el mismo nacimiento.

Sam sintió un escalofrío, y la visión desapareció. Ni siquiera había transcurrido un latido del Reactor mientras ella se encontraba en su estado de fuga: ni Keith ni Bob lo notaron. Sin embargo, ella ya podía leer todos los signos, los colores y el resplandor de las líneas de radiación que la rodeaban.

Y comprendía su significado.

Finalmente, al tercer día, apareció el propio Spivey.

Sam estaba leyendo a una muchacha con un ojo ciego y un puñado de brotes tentaculares en una mejilla cuando apareció gruñendo por los pasillos. Oyó cómo Spivey desperdigaba a la gente que aguardaba en la pequeña habitación de fuera. Gritaron sorprendidos, aunque le hicieron paso.

La puerta se abrió de golpe, y Spivey se detuvo en el umbral. Asustada, la muchacha se puso de pie de un salto y manoteó en busca de su blusa. Intentó abotonársela mientras esquivó al corpulento hombre y salía corriendo.

Spivey era un hombre con una caja torácica enorme y una tupida barba oscura. Llevaba el nucleoporo colgado del cuello, aunque había una ligera brisa que soplaba desde las colinas y transportaba a los buscahuesos… y Sam mantenía la ventana abierta. Mostraba el porte arrogante de un hombre que cree que puede manipular al mismo viento.

—Muy bien, ¿qué es toda esa mierda que he oído? —exigió.

Cuando Spivey irrumpió en la habitación, Esterhaszy avanzó unos pasos. Luego regresó con cautela a su asiento y a sus medicinas. Sam descruzó las piernas y se sentó aún más erguida sobre el suelo de piedra. Un pie rozó ligeramente un saco lleno de pesadas cadenas. Miró al hombre a los ojos y respondió:

—Me dijeron que a usted no le importaba lo que se vendía en su casa, siempre que recibiera su diez por ciento de comisión.

—Me importa un carajo lo que te dijeron —repuso Spivey—. Responde a mi pregunta. Cuando llegasteis, mencionasteis que era el enano el que se iba a establecer como médico.

—A todos los pacientes les ofrezco un chequeo físico gratis de la señorita Laing —intervino Esterhaszy—. Lamentablemente, no todo el mundo aprovecha el ofrecimiento.

Spivey bajó la vista hacia el enano, como si lo viera por primera vez.

—Pareces un tipo sensato. No me digas que crees en toda esta superchería.

—No —contestó Esterhaszy—, de hecho, no creo en ella.

De forma extraña, Spivey pareció tranquilizado. Entonces gruñó:

—¿Quieres decirme con eso que todo es un montaje?

No lo es —repuso indignada Sam—. Poseo la visión, y puedo probarlo.

—¿De veras? —inquirió el hombre, incrédulo.

Ella apretó los labios y asintió.

—Quítese la camisa.

Spivey cruzó los brazos.

—No haré semejante cosa, pequeña. Si quieres leerme el futuro, hazlo con la ropa puesta.

Las líneas radiactivas brillaban en sus brazos como esculturas aztecas, subiendo a su rostro y atravesando su frente, amontonándose una encima de la otra. Eran pequeñas y compactas, los trazos de una vida complicada; sin embargo, podría leerlas.

—De acuerdo —aceptó Sam—. Para empezar, usted se está muriendo, y lo sabe. —Spivey inclinó levemente la cabeza hacia un lado, como si escuchara con más atención, y sonrió—. Cada noche escupe sangre. Se encuentra mucho más débil que antes…, ésa es la razón de que su piel sea tan pálida. En un día malo no puede ocultarlo, y los días buenos escasean cada vez más. Ésa es la causa por la que ya nadie le ve mucho, por la que permanece encerrado en sus habitaciones la mayor parte del tiempo. No quiere que sepan que su cuerpo le está fallando. —Siguió una línea verde que subía y se enroscaba alrededor de un brazo, y deseó saber adónde conducía, calibrar con toda exactitud su significado—. En este momento no siente el dorso de sus manos. También padece algunos problemas con su columna, que aún logra controlar; y un temblor periódico de sus mejillas que no domina. Su hígado pierde capacidad. Se descompone a marchas forzadas; no obstante, usted no dispone del tiempo para morir por su causa. Porque dentro de seis meses va a morir de una falsa neumonía.

Spivey descruzó los brazos.

—¿Eso es todo? —preguntó con ironía.

—No —replicó Sam—. No ha logrado que se le ponga tiesa desde hace un año.

La fila de mulas ascendía lentamente el valle, siguiendo el camino anterior a la Fusión en una amplia curva. Keith, al que habían llamado de repente del almacenamiento de provisiones, iba en vanguardia.

—Vaya si irritaste a Spivey —exclamó Esterhaszy. Se rio entre dientes—. Pensó que ahí mismo le iba a reventar una arteria.

—No —repuso Sam—. Va a morir de una falsa neumonía.

Delante de ellos, donde el sendero giraba alrededor de una arboleda de sauces, había una pálida figura de pie en medio del camino, con la mochila a la espalda y apoyada sobre un rifle fabricado en la Deriva. Sam se percató de que Keith, a medida que se aproximaban, mantenía una mano sobre la alforja.

—Hola. —Keith tiró de las riendas de su mula. Bob se desvaneció detrás, para cubrir la retaguardia.

—Hola. —El muchacho era delgado y larguirucho; tendría unos dieciocho años, y era albino. Solía vivir en el Comercio de Spivey—. Me llamo Flinch.

Lo habían visto el día anterior. Sam le había hecho una lectura.

Después de una breve pausa, Keith inquirió:

—¿Sí?

El muchacho miró hacia el bosque, como si estuviera a punto de pronunciar algo profundamente poco importante.

—He oído que os dirigís a Honkeytonk. Me preguntaba si os importaría si alguien más se uniera a vuestro grupo. Llevo mi propia comida, y sé disparar. Puedo cargar con mis cosas.

Keith sacudió negativamente la cabeza; sin embargo, antes de que pudiera hablar, Esterhaszy indicó:

—Aguarda un minuto. No nos hará ningún mal, e incluso nos puede beneficiar. El tamaño de un grupo tiene mucha importancia en la Deriva. Algún chalado puede sentir la tentación de atacarnos.

Sacudiendo aún la cabeza, Keith dijo:

—No importa lo que tú…

—Vendrá —decidió de repente Sam. Se volvieron para mirarla—. Está escrito en su frente como una corona de fuego. Vendrá con nosotros.

Flinch asintió y se puso el rifle al hombro.

—De acuerdo, Davey —habló hacia los árboles—. La señorita dice que no hay problema.

Crujieron las hojas, y un niño pequeño salió corriendo al camino. Donde deberían haber estado sus brazos sobresalían unas aletas cortas, parecidas a unas rudimentarias e inútiles alas que aleteaban ligeramente al correr.

Cuando pararon para acampar aquella noche —en un claro que Sam declaró libre de buscahuesos— se les había unido una compañía adicional de diez personas, todas desertoras del Comercio de Spivey.

Por consejo de Esterhaszy (aunque habría hecho lo mismo sin él), Sam tuvo cuidado de ocultar su vampirismo a los deriveños. Bob le deslizó una cantimplora de sangre que había extraído antes y que estaba tratada con oxilato. La bebió en la intimidad de su tienda. Sabía al anticoagulante; no obstante, era buena.

Cuando salió fuera, la estaban esperando. Formaron un semicírculo a una distancia respetuosa de la tienda y, ante su presencia, se quedaron en silencio. Sus ojos la contemplaban con ansia y, durante un instante, ella se amedrentó. Pero se relajó casi de inmediato.

—Haré una sola lectura esta noche —comentó—. Ninguna más. Me agotan demasiado.

Los deriveños consultaron entre sí con murmullos; luego, una mujer de pelo oscuro y de unos treinta años se adelantó. Llevaba el mismo tatuaje azul que Sam en la frente.

—Llevas en la Deriva…, ¿cuánto…, unos tres años? —La mujer asintió rápidamente—. Bueno, primero quítate esa mascarilla. —La mujer la obedeció. No llevaba un nucleoporo, sino una mascarilla casera. Consistía de dos cuadrados de tela cosidos con un algodón en medio y un par de cordones a los costados. No resultaba muy efectiva; sin embargo, era mejor que nada—. Toma una profunda bocanada de aire fresco. El aire aquí está limpio; es seguro. Sienta bien, ¿verdad?

La mujer asintió y emitió una sonrisa tímida.

Sam la leyó despacio. Cuando llegaba al pecho, hizo que la mujer se desabrochara la blusa y la abriera, de espaldas hacia los demás. Lejana, remotamente, percibió cómo la respiración de la mujer se aceleraba a medida que seguía una línea radiactiva alrededor de un pezón, y que le bajaba hasta el ombligo.

—El hígado no está en muy buenas condiciones —apuntó—. Los pulmones se encuentran limpios. Tienes bastante suerte, ¿lo sabes?

La mujer inclinó la cabeza y se ruborizó. Cuando obtuvo todos los datos, dejó que se asentaran en su mente antes de emitir su diagnóstico.

—Te quedan quince años —emitió—. Es bastante bueno para la Deriva.

Cuando regresaba a su tienda, notó que Bob y Keith se hallaban a un lado del grupo, observándola con fijeza. Eran los únicos entre el grupo que llevaban mascarillas.

Los seguidores de Sam aumentaron en número a medida que avanzaban hacia el norte. De uno en uno y de dos en dos se les unían, guiados por los rumores y los encuentros fortuitos con aquellos de la compañía que se alejaban en busca de caza o alimentos. Provenían de asentamientos que iban desde las diez a las cincuenta personas, lugares tan pequeños y ocultos que no poseían nombres y de los que Esterhaszy casi nunca había oído hablar.

Al final de la semana, su número rondaba la cincuentena, lo que hacía que el grupo marchara a un ritmo significativamente más lento. Keith estaba visiblemente irritado por ello, y enojado, pudo ver Sam, ante el descubrimiento de que el control de los acontecimientos se le escapaba de las manos. Bob le aconsejó a Sam que fuera con cautela.

—Para empezar, los deriveños son muy caprichosos, y tú estás recogiendo a los más supersticiosos. Vi cómo despedazaban a un niño con cara de perro porque se rumoreaba que era un hombre lobo. Esta gente es muy inestable.

—Puedo manejarlos —dijo Sam.

Sin embargo, lo que resultó más difícil de manejar fueron sus sentimientos hacia Keith. A veces se hacía casi insoportable: estar tan cerca de él día tras día y, a pesar de ello, sentirse incapacitada para hacer algo al respecto.

El problema no radicaba tanto en la diferencia de edad como en la diferencia de experiencias. Había muchas zonas, se dio cuenta Sam, en las que ella era muy ingenua, joven e inexperta.

Una noche, después de meditar durante mucho tiempo en el problema, Sam salió sigilosamente de su tienda y, con precaución, se deslizó hasta el jergón que había visto construir a Flinch. Su cabello parecía de un rojo apagado bajo la luz de los rescoldos de la hoguera. Acarició suavemente su hombro y él se despertó, alerta y tranquilamente observador en el acto.

Cuando ella le comunicó lo que quería, él no formuló ninguna pregunta sino que se echó la manta por encima del brazo y la condujo fuera del campo, hacia el interior del bosque.

—Así no nos interrumpirán —le explicó.

Fue un amante delicado y considerado; y, si bien la experiencia no resultó algo maravilloso, al menos…, sí cómoda. Después, él la abrazó y a ella eso le gustó.

Permaneció allí tumbada y pensó durante mucho tiempo. En la experiencia que acababa de tener, en Keith, en lo rápido que su vida estaba cambiando. Perder su virginidad no resultó algo tan profundo ni conmovedor como había esperado…, también meditó en ello.

—¿Flinch? —dijo.

—Mmmmmm.

Titubeó, ya que no quería parecer ignorante. Sin embargo, se trataba de algo que realmente deseaba saber.

—¿Por qué te saliste de repente al final?

—Para que no tuvieras un niño.

Si él se sorprendió por la pregunta, no lo manifestó.

—Oh. —Sam archivó la información para futuras referencias.

Sin embargo, Keith permaneció distante, intocable. El problema radicaba en que ella no tenía ni la más remota idea de cómo acercarse a él, de cómo hacerle saber que estaba disponible.

La procesión siguió creciendo. Al finalizar la segunda semana, su número había aumentado a cien y formaban un cola dispersa de un kilómetro de largo. Unos pocos disponían de transporte motorizado, vehículos de tres ruedas de Detroit o saltadores de Cambridge; estos últimos avanzaban varios kilómetros a salto de rana, y luego se detenían y aprestaban sus alambiques para que preparen su combustible para el viaje del día siguiente. Otros disponían de caballos o mulas o, incluso, de carros…, y, la mayoría, simplemente iban andando.

Por las noches alzaban tiendas y cobertizos prefabricados y formaban un campamento sobre el que flotaba una cierta atmósfera de feria, lleno de charlas y risas y, a veces, juegos. Surgieron varios romances espontáneos alrededor de las hogueras. Se establecieron relaciones y se rompieron otras, enemistades que nacieron de la nada, incluso un duelo de cuchillos que terminó mal. La gente de las colinas vivía a un ritmo rápido.

Se requirió la presencia de Sam para que diera varias lecturas nocturnas, ya que la demanda era inmensa; las preguntas iban por un sendero en el que ella no se sentía a gusto, apartándose de lo puramente medicinal hacia lo más personal.

Un joven, que tenía un hombro mucho más bajo que el otro y aún no había entrado en la adolescencia, no se mostró agradecido cuando le comunicó que moriría a la edad de treinta y seis años.

—Me duele —dijo—. Mi interior me duele todo el tiempo. Cada noche le pido a Dios que cese el sufrimiento, y cada mañana el dolor regresa. Tienes que hacer que se detenga.

Y, cuando ella le respondió que no podía hacer nada, le escupió a los pies. Mirándola con ojos centelleantes y acusadores, llamó a su lado a su esposa embarazada, y los dos, muy enojados, abandonaron el campamento.

A mitad de la siguiente lectura, una mujer de aspecto chupado interrumpió a Sam cuando comenzaba a desabrocharle la blusa.

—No —repuso—. No deseo saber nada acerca de mi muerte. Quiero saber cómo puedo tener un niño sano.

Los ovarios de la mujer estaban tan atiborrados de isótopos radiactivos que Sam podía sentirlos a través de la carne, la piel y la ropa.

—No puedes tener un hijo.

—He tenido cinco —comentó la mujer con voz monótona—. Tres murieron en el parto, a uno lo mató el médico brujo, y el último estaba terriblemente tullido y terminó por morir. Quiero tener un hijo que viva.

—Lo siento. No puedo hacer nada por ti.

La mujer no se rendía. Uñas romas y duras se hundieron en su brazo.

—Empiezo a perder el pelo. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas; no obstante, su voz seguía teniendo un tono muerto—. Sólo me queda tiempo para este último. No tiene por qué salir guapo o algo parecido. Lo que me importa es que viva.

Sam intentaba liberar su brazo. Esterhaszy y Keith estaban al lado de su hoguera, discutiendo sobre algo en el mapa. No podían ver que ella necesitaba su ayuda; y los deriveños sentados cerca simplemente se inclinaron hacia delante con ansiedad, contemplando la escena. Nadie se ofreció a ayudarla.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó la mujer—. Haré lo que desees. Si me lo ordenas, mataré por ti.

Frenética, casi dominada por el pánico, Sam bajó la vista hasta donde los nudosos dedos de la mujer sujetaban su brazo, y quedó congelada por el horror. Vio las líneas resplandeciendo en su propio antebrazo, y leyó su mensaje.

Muerte.

Prorrumpió en lágrimas, y la mujer, sorprendida, la soltó. Poniéndose en pie de un salto, Sam corrió, llorando, hacia su tienda.

Cuando Keith fue a averiguar lo que ocurría, ella hundió más la cara en las mantas y sacudió incansablemente la cabeza, hasta que finalmente él tuvo que marcharse.

Aquella noche lloró durante varias horas.

La mañana siguiente la pasaron atravesando un valle de color marrón, un lugar donde las lluvias de la Fusión habían supersaturado la tierra con polvo radiactivo. Casi nada crecía en ella, y aquello que lo conseguía moría pronto. La hierba crujía bajo los pies, alzando pequeñas nubes de polvo. Sam mantuvo su nucleoporo bien sujeto al rostro, y toda la procesión se agrupó para cruzar el valle tan pronto como resultara posible.

Las nubes de polvo cegaron a Sam. Era como atravesar una cortina de llamas.

A media tarde, el grupo atravesó una zona relativamente limpia y, después de advertirles que no se quitaran las mascarillas, Sam decidió parar allí. Cuando Keith oyó eso, retrocedió irritado para discutir con ella.

—¡Nuestra velocidad es casi nula! Lo único que consiguen estos payasos es retrasarnos. Para cuando lleguemos a Honkeytonk, la maldita guerra ya habrá acabado.

—Existen cosas más importantes que tu guerra —dijo Sam. Le dolió ver lo mal que le sentaron esas palabras. Pero eran la verdad. Ésta era su procesión, y no tenía por qué llevarla hasta Honkeytonk si no quería.

Esterhaszy se les había unido.

—Hay muchos rumores entre la gente acerca de construir «la Nueva Jerusalén» —comunicó—. Por casualidad no sabrás nada al respecto, ¿verdad?

—Lo he escuchado —repuso Sam—. Aunque aún no me he decidido.

Dio media vuelta y los dejó atrás.

Consiguió alejarse inadvertidamente del campo gracias a la simple idea de alzar su tienda al borde del bosque. Salió y se arrastró por debajo de la pared trasera. A setecientos metros por el camino por el que habían venido se hallaba la razón por la que decidiera detenerse tan pronto: una vieja iglesia.

La iglesia era una enorme monstruosidad gótica de dos siglos antes, y la ciudad en la que había sido erigida ya casi no existía; los edificios se habían derrumbado en montones de escombros cubiertos por parras espinosas mutadas y pequeños matorrales. Sólo las paredes de la iglesia permanecían. El techo se había caído al suelo, y los cristales de colores que cubrieran sus ventanas abovedadas hacía tiempo que fueron robados por los saqueadores.

Sam se detuvo en el centro de la iglesia y escuchó, intentando captar la presencia de Dios. Se trataba de un lugar caliente. El aire era azul debido a los isótopos radiactivos que flotaban en él. Alzó los ojos hacia las nubes, y se detuvieron como si las paredes cayeran sobre ella. Apartó rápidamente la vista. El aire fluyó a su alrededor, tranquilo, apacible y azul. No obstante, no había ninguna presencia divina…

En el atrio, al otro lado de los agujeros cubiertos en otro tiempo por las grandes puertas de madera de la entrada, sonó un crujido…, pasos. Sam giró en redondo, y vio que un hombre subía con cuidado al santuario, abriéndose camino por entre las tejas y las rocas, dirigiéndose directamente hacia ella. Su camisa era de un rojo intenso; era la única cosa en el universo cuyo color permanecía inalterable ante el azul radiactivo.

Había algo aterrador y decidido en la forma que avanzaba hacia ella. Sam trastabilló un paso hacia atrás. Sentía la garganta seca.

Entonces la cabeza del hombre se inclinó levemente hacia un costado y la luz le iluminó de forma diferente, convirtiéndole en Keith.

—Keith. —Sam se sintió débil por el alivio. Corrió hacia él, deseando aferrarse a su cuerpo, aunque no se atrevió—. Creí que eras…, pensé…

Él la cogió de la mano y empezó a quitarse la mascarilla.

Los buscahuesos remolinearon y bailaron a su alrededor.

—¡No lo hagas! —jadeó Sam. Nunca había visto un aire tan cargado como éste.

Keith extrajo un pequeño aparato del bolsillo de la camisa. Tenía un dial semicircular y una aguja medidora; en la parte superior se podían ver las iniciales SM B.

—Es un medidor de intensidad —explicó—. Mira. —Tocó un botón, y la aguja osciló; sin embargo, permaneció dentro de la parte verde del dial—. La atmósfera está limpia aquí. No hay nada que temer. —Alzó de nuevo la mano hacia la mascarilla.

—Oh, por favor, no te la quites —aulló Sam.

Él titubeó y bajó la mano, dejando la mascarilla en su sitio. Ella le pasó los brazos por la cintura, aliviada, y él le devolvió el abrazo.

La luz azul que la rodeaba la estaba mareando. La desconcertaba como si estuviera en un trance. Keith no dijo nada; luego la condujo hasta el fondo de la iglesia, al lugar que ocupara una vez el altar. Ahora crecía la hierba. Se sentaron, y Keith apartó una o dos piedras, limpiando el sitio.

Era sorprendente la quietud que había caído sobre el mundo. Cerca de ellos se veía un viejo letrero con el símbolo de la radiación; debajo había flores marchitas y muertas. Cuando Keith lo arrojó lejos, cayó sin producir ningún sonido. Entonces él comenzó a quitarle las ropas con delicadeza, hasta que no llevó nada encima salvo su mascarilla. Luego hizo lo mismo con las suyas.

Ella se hallaba demasiado perpleja, asustada y feliz para hacer algo. Era como si contemplara los acontecimientos desde cierta distancia. Aun así, le sorprendió cómo él la abrazaba de modo diferente a la forma en que lo había hecho Flinch. Sus actos eran tan distintos de los de éste que no se los podía comparar directamente.

Fue una experiencia extraña; sólo un poco mejor que la que vivió con Flinch…, pero sabía que mejoraría. Tener a Keith como su amante la hacía más feliz de lo que podía soportar.

Cuando acabaron, Keith la apartó para que pudieran hablar.

—Te encuentras en una situación muy peligrosa —le comunicó—. Da un paso en falso, y esos devotos tuyos te destrozarán.

—Nunca me harían daño —insistió ella—. Prácticamente me adoran.

—Eso es lo que los vuelve peligrosos. —La voz de Keith sonó extremadamente seria—. Creo que ya es hora de que comiences a curarles.

—Pero si eso es lo que no paro de decirles —gritó ella, frustrada—. No puedo curarles. Yo sólo veo la enfermedad; no puedo hacer nada al respecto.

—Deja que te explique la curación por medio de la fe —comenzó Keith.

Sam apenas escuchó lo que él le decía. Sabía que haría lo que le pidiese; ahora ella le pertenecía, y poco importaban las explicaciones que le daba. Dejó que su voz se convirtiera en un zumbido de palabras, y contempló el lado de su rostro, suavemente encendido y escarpado bajo la moribunda luz. Observó la revelación que la había conducido en primer lugar hasta aquí, hasta esta iglesia. Pensó en lo que había leído en sus propios brazos la noche anterior.

Bajó la vista a sus antebrazos y volvió a ver las resplandecientes líneas. La muerte crecía bajo su piel, y sabía la fecha de su llegada. Le quedaba poco más de un año. Resultaba amargo aceptarlo. Sin embargo, ahora, con Keith a su lado, disponía de la fuerza necesaria para hacerlo.

De forma ociosa, sin importarle de verdad, se preguntó por qué Keith no se había salido de ella al final, tal como hiciera Flinch.

Esterhaszy estaba enojado por algo. Sam lo supo por la forma en que soltaba las ollas y las sartenes al limpiarlas. Normalmente, trataba con sumo cuidado y atención todas las cosas manufacturadas, y realizaba todas las tareas casi con reverencia. Sam le ignoró y, con cuidado, abrió el ejemplar de Gray, Botánica, que él le había prestado.

Los devotos de Sam le trajeron montones de flores. Las estaba separando, colocando las más interesantes en el regazo de su vestido (le gustaba llevar de nuevo un vestido; había quemado el uniforme del INSG la primera noche después de marcharse del local de Spivey). Y las comparaba con los viejos grabados en blanco y negro del libro de Gray, tratando de determinar cuáles eran mutaciones.

—Mira —dijo, alzando una pequeña flor blanca—. Creo que se trata de un ranúnculo albino. ¿Tú que crees?

Esterhaszy bufó.

En ese momento, Keith pasó a toda velocidad para arreglar las ceremonias curativas que se llevarían a cabo durante la noche. Le hizo un guiño a Sam y desapareció. Esterhaszy arrojó sus bártulos al suelo con un gran estrépito colérico.

—Vamos a ver —dijo Sam, exasperada—, ¿qué te ocurre?

—¿Que qué me ocurre? —repitió Esterhaszy. Comenzó a recoger con mucha calma los utensilios de la cocina—. No me ocurre nada.

—¡Oh, suéltalo! Has estado insoportable los últimos tres días. —Desde su encuentro con Keith en la iglesia, se dio cuenta, aunque no lo comentó—. ¿Qué pasa?

—Tú no querrás oírlo… —comenzó él, y se detuvo. Después de meditarlo durante un momento, continuó—: De acuerdo, es una tontería y tú no vas a prestarle atención; pero estoy furioso y te lo pienso decir igualmente. No me preocupa que compartas la tienda con Piotrowicz. Y no intentes negarlo…, desde la mía os puedo oír.

Sam se ruborizó.

—No tienes por qué escuchar —replicó, con cierta dignidad.

—¡Lo que me molesta no es oíros! Y tampoco la diferencia de edad, a pesar de lo que tú puedas suponer… Ya tienes trece años; nadie va a detenerte. Es el hecho de que ese maldito Mimo te está usando. Cualquiera con medio ojo lo podría reconocer. Por el precio de unos jadeos nocturnos, Piotrowicz obtiene un control absoluto sobre ti…, y tú le dejas.

—¿Y qué me importa? —le gritó ella—. Sólo soy una mocosa sin pelo y sin tetas y esta enorme mancha en mi frente. Sé que Keith jamás me miraría dos veces si yo no tuviera algo que él desea. Bien ¡y qué!

Huyó, con el rostro lleno de lágrimas, hacia su tienda. Las flores se dispersaron a su paso.

La ceremonia curativa de aquella noche consistía en una imposición de las manos. Keith, en la tienda de Sam, le dio un rápido resumen de cómo tenía que transcurrir el ritual.

—Mantén tus ojos fijos en cada uno como mínimo cinco minutos —comentó—. Haz que te tiemblen un poco las manos. Al final, echa hacia atrás la cabeza y vibra con un escalofrío. Que crean que está ocurriendo algo importante.

Luego, Esterhaszy la aconsejó. Si aún seguía irritado por los acontecimientos de la mañana, no lo mostró. Su voz sonó distantemente profesional.

—Escucha —dijo—. No es muy probable, pero existe una posibilidad en un millón de que hagas algún bien. ¿Qué es lo que sabes sobre la curación por medio de la fe? Ella sacudió negativamente la cabeza.

—Bueno, casi todo es una tontería, aunque no todo. A veces se produce una cura espontánea. De algún modo, la creencia está involucrada en ello…, a veces la persona que se cura tiene fe, a veces la persona que cura también. Sin embargo, en otras ocasiones, y esto es lo interesante, ninguna de las dos creen, pero ocurre de todas formas.

—¿Cómo? —inquirió Sam.

—Se trata de un maldito misterio. Sin embargo, mientras exista esa posibilidad, da lo mejor que tengas, ¿de acuerdo? Cuando mires tus manos extendidas quiero que imagines de verdad, tanto como puedas, que tus manos se han transformado en pistolas de vacunación, y que estás inoculando agentes quelatinosos a través de la piel hacia la corriente sanguínea. ¿Lo has comprendido? —Sí, salvo…

—Sshhh. Te lo estoy explicando lo más deprisa que puedo. Ahora bien, un agente quelatinoso es una sustancia química muy especial. Administrado internamente, puede eliminar a los buscahuesos y a otros isótopos radiactivos causantes de graves enfermedades. Los radioisótopos se hallan combinados con otros componentes del cuerpo: ésa es la forma en que migraron hacia otros órganos. La quelatina migra al mismo lugar, momento en el que se combina con los isótopos radiactivos, ¿me sigues?, liberándolos de la química del cuerpo. Luego, la quelatina es eliminada del cuerpo por medio de procesos normales, llevándose consigo al gen mutado. Quiero que te imagines ese proceso de una forma exhaustiva con cada persona a la que leas.

—Los agentes quelatinosos parecen algo bastante fuerte.

—Sí; bueno, cuando le administras a alguien ese tratamiento, todo se reduce a una cuestión de victoria o fracaso. Sin embargo, son mejor que nada, y si pudiéramos tenerlos en la Deriva sería bastante bueno. —Suspiró—. Vamos, ya es hora de empezar con el fiasco.

Sam se detuvo a la entrada de la tienda, sintiendo mariposas en su estómago. Detrás de ella, Bob dijo con voz suave:

—Si las cosas se ponen feas, recuerda… que quizá funcione. Nunca se sabe.

Salió al exterior.

La estaban esperando todos los devotos, y lo único que ella veía eran sus cientos de ojos ansiosos y llenos de dolor. Los cuerpos deformados, a menudo repulsivos, no importaban. No cuando se los comparaba con la húmeda y cáustica necesidad de esos ojos. Alargaron sus brazos hacia ella, ansiosos, y la arrastraron hacia ellos con toda la fuerza magnética de su insoportable dolor.

Con un escalofrío, Sam logró liberarse de los ojos, de su poder, y abrió la boca para hablar. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar una palabra, una mujer extendió un brazo huesudo y gritó:

—¡Dame hijos!

—¡Mi brazo! —gritó el hombre que tenía a su lado. Sus ojos estaban bañados en lágrimas, y su marchito brazo se agitaba de forma espasmódica—. ¡Quiero poder emplear mi maldito brazo!

Entonces todos intentaron tocarla, exponiendo sus demandas, mezclando sus voces hasta convertirlas en un único y terrible gemido. Un hombre se adelantó con paso vacilante e involuntario, como si se encontrara al final de una cuerda que hubiera sido sacudida. Keith saltó delante de él con la pistola empuñada y, cuando el hombre no retrocedió, lo derribó al suelo con un golpe de la culata. El hombre, mientras caía, lanzó un grito, y la sangre brotó del costado de su cabeza.

¿Alguien más? —aulló Keith. Los deriveños se inmovilizaron en una repentina quietud—. ¡Si no os controláis, no disfrutaréis de la oportunidad de curaros! ¡Pensadlo bien ahora! —Silencio. Keith recorrió la línea que formaba la gente de las colinas; ninguno se atrevía a mirarlo—. De acuerdo, sentaos ya, ¡todos! Os iré dejando pasar de uno en uno.

Lentamente, obedecieron.

La primera en avanzar aparentaba setenta años —aunque las apariencias y la edad eran engañosas en la Deriva— y tenía el rostro ligeramente torcido. Se arrodilló delante de Sam, mirándola con unos ojos enormes y temerosos. Su nucleoporo pendía de su cuello, y los pocos dientes que le quedaban estaban amarillentos y desgastados. Su aliento apestaba.

—Se ríen de mí —repuso—. Me desnudan y me dan patadas y se ríen.

Sam posó las manos sobre la frente de la mujer y cerró con fuerza los ojos. No obstante, la mujer siguió hablando con voz sibilante.

—Cuando era pequeña, me llevaban a la parte de atrás y me hacían cosas sucias. Yo se lo contaba a mi mamá, y ella me pegaba y me llamaba marrana.

Sam se esforzó por olvidarse de la voz de la mujer.

La mujer lloraba.

—Yo no hago cosas malas, soy una chica buena. Hazme inteligente, ¿quieres? Hazme feliz.

Agentes quelatinosos, pensó Sam con toda la intensidad que logró acopiar. Sintió cómo el sudor se formaba en su frent.

Llegaron a un puente que Keith había cruzado muchos años atrás. Se había derrumbado, y se vieron obligados a decidir si seguían río arriba o río abajo hasta encontrar el siguiente puente. Mientras Keith y Esterhaszy lo debatían, Sam contempló distraídamente las aguas del río y observó los peces, pequeñas concentraciones de radioisótopos brillando bajo escamas plateadas. Un tábano del tamaño de un jején se posó en su brazo y ella lo ahuyentó, aunque no antes de que la picara.

Al alzar la vista con irritación, Sam fue la primera en ver a los soldados al otro lado del río.

Destacaban oscuros, casi libres de los buscahuesos; ésa era la razón de que sobresalieran en contraste con la destellante vegetación. Había tres o cuatro que los contemplaban desde los árboles. Uno se apoyaba descuidadamente en su rifle.

Keith alzó los ojos de su conversación cuando Sam jadeó y los señaló. Chasqueó los dedos, y un deriveño al que había convertido en su ayudante le pasó sus binoculares Zeiss. Eran unos prismáticos muy buenos y de más de un siglo de antigüedad…, valdrían una pequeña fortuna. El deriveño llevaba su estuche con un cuidado exagerado.

Keith estudió la orilla opuesta en silencio, luego dijo:

—Es la Milicia Popular. Parece que por fin Greenstate nos ha localizado.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sam.

Se encogió de hombros.

—Tarde o temprano tenían que encontrarnos. Nos acercamos a Honkeytonk, eso es todo. Llegaremos en una semana. —Bajó los binoculares y miró con furia el puente derribado, como si le hubiera traicionado personalmente—. Tres días, si no fuera por este maldito puente.

Siguieron río arriba, y los soldados del otro extremo fueron tras ellos. Sam no volvió a verlos; sin embargo, varios de sus seguidores los vislumbraron. Parecía que se contentaban simplemente con seguir a la procesión.

Para Sam, las noches se mezclaban una con otra, y los días se perdían en la oscuridad. Siempre se hallaba agotada. Sólo podían sacar una cantidad determinada de sangre que no matara a las mulas y, aunque bastaba para alimentarla, no resultaba suficiente para satisfacerla. Sentía un hambre constante.

Durante las ceremonias de curación nocturnas tenía propensión a padecer repentinos ataques alucinatorios en los cuales los devotos —ya había perdido la cuenta exacta de sus seguidores— se fundían hasta convertirse en una bestia grotesca, con cien bocas y enormes racimos de ojos lastimeros. Extendía sus cuellos múltiples hacia la luna y gemía su dolor, mientras sus extremidades de milpiés se debatían agónicamente. Y cada noche ella tenía que tocarla aquí y allá, en todas partes, tratando de forma inútil curarla, apaciguar sus gritos, tratando que no se volviera contra ella.

La piel de la bestia era un caos de líneas radiactivas, cicatrices azules que atravesaban un rosa cáustico, con el amarillo abriendo un sendero angustioso y llameante sobre el verde. La recorrían por doquier y formaban una maraña espasmódica de símbolos arcanos, una enciclopedia pornográfica del dolor y la crueldad. Sam se descubría a menudo a sí misma retrocediendo de las garras de la bestia y de sus fauces enormes y anhelantes, que le revelaban un túnel de carne despellejada para que ella cayera.

Se apartaba horrorizada y, entonces, snap, volvía a hallarse en el mundo real, y descubría una muchacha a la que le había dicho que le quedaban tres meses de vida arrodillada ante ella, rogándole un amante y que desaparecieran sus calenturas.

Esterhaszy notó su deteriorada condición y, el día que atravesaron el río —por un puente de piedra del ferrocarril, siguiendo el sinuoso sendero entre los agujeros donde habían estado las vigas de apoyo y las piedras que cayeron—, la llevó a un lado y le hizo un chequeo completo.

—Estás débil —dijo al fin—. Tenemos que suministrarte un poco más de sangre; pero, aparte eso, te encuentras bien. Quédate quieta; te dolerá un poco. —Introdujo una lanceta en la yema de su dedo y sacó una gota de sangre con una pipeta de cristal—. Muy bien, ahora ve ahí detrás y orina en esta taza para mí…, con ello te podré hacer todos los análisis.

Aquella noche, poco antes de que comenzaran las ceremonias, un miembro de la Milicia Popular entró en el campamento.

El hombre causó un pequeño revuelo. Avanzaba vestido con su uniforme verde de combate, el rifle colgado de su hombro, y pidió ver a Keith por su nombre. Los deriveños se apartaron de su camino, fueron en busca de sus propias armas y regresaron para mirarle boquiabiertos.

Keith salió al encuentro del hombre, con un gesto hizo que todos retrocedieran, y lo escoltó hasta su tienda. Cuatro deriveños —su guardia personal— acordonaron la zona. Al cabo de un tiempo sorprendentemente breve, los dos hombres salieron.

El soldado se marchó por el mismo camino por el que había venido.

—¿Qué quería? —preguntó Sam.

—No te preocupes. —Keith miró pensativamente hacia las colinas.

—Oh, escucha…, de veras, quiero saberlo.

Él volvió a mirarla, y su expresión fue la de un profesional.

—¿Quién está al mando aquí, eh? —preguntó—. No tiene nada que ver contigo.

A mitad de la ceremonia curativa de aquella noche, Sam vio que Keith reunía a su guardia de cuatro hombres y se marchaban con sigilo. Posiblemente ni siquiera se le había ocurrido pensar que ella lo notaría. Aguardó hasta que se marchó y, casi de inmediato, acabó con la ceremonia, alegando que se hallaba exhausta. Luego se retiró a su tienda para meditar.

Organizó sus pensamientos, no tanto en palabras como en estados anímicos…, había cosas que no deseaba expresar con palabras. Sin embargo, midió sus sentimientos y escuchó sus emociones, apilando los celos al lado de la sospecha, la frustración al lado del resentimiento, hasta que supo lo que debía hacer hasta que pudiera organizar un plan de acción, sin tener que admitir que había algo mal.

Salió de la tienda y buscó a Flinch. Estaba sentado al lado de una hoguera, hablando con una joven mujer enana. Alzó los ojos cuando ella se acercó.

—¿Conoces a Charlene? —preguntó—. Es una de mis esposas.

La mujer la miró con esa mirada tan familiar de adoración. Tenía la misma clase de esperanza dolorida que los demás, como una mosca atrapada en ámbar.

—Escucha. —Ignoró a la mujer—. Quiero averiguar dónde ha ido Keith y lo que está haciendo. Y no quiero que él lo sepa. ¿Puedes ayudarme?

—Claro. —Flinch se puso de pie—. Volveré pronto, Charlene, ¿de acuerdo?

La mujer asintió.

En las afueras del campamento fueron detenidos por un guardia. Se trataba del Viejo Joe, un gigante. Medía unos dos metros diez, iba encorvado y se apoyaba pesadamente en un bastón. Los ojos apenas podían ver; sin embargo, sonrió con calidez cuando reconoció a Sam, y se llevó una mano a la frente.

—Hacia el oeste —dijo, en respuesta a la pregunta de Flinch—. Por allí solía haber un pueblo, y algunas casas aún se mantienen de pie. Debían dirigirse allí.

—Gracias —dijo Flinch. Le dio una palmada al Viejo Joe en el hombro—. Te agradeceré que mantengas esto en silencio, ¿de acuerdo? Harías eso por Samantha, ¿verdad?

El gigante se irguió doloridamente.

—Moriría por ella —dijo, con una tranquila y aterradora certeza.

Siguieron por senderos de las colinas que una vez habían sido calles de los suburbios, y se adentraron en la noche. Ni siquiera Sam tuvo problemas para ver hacia dónde se había dirigido Keith…, su grupo no había intentado ocultar sus huellas.

Pasado un tiempo, para romper el silencio, Sam comentó:

—No tenía ni la menor idea de que el campamento estuviera organizado. Guardias y todo eso.

—Supongo que no —replicó Flinch—, tal como te has mantenido apartada de todo el mundo.

Sam no respondió, temerosa de reconocer que ya no deseaba tener más contactos con sus seguidores. No se imaginaba cuál podía ser su reacción si descubrían cuánto la asustaban y la repelían.

Algo pequeño se agitó entre los matorrales, haciendo bastante ruido; Sam se aferró al brazo de Flinch, presa del miedo. Para tranquilizarla, él palmeó el dorso de su mano y ella, avergonzada, lo soltó.

Entonces se concentró en no humillarse más mostrando signos de alarma. No obstante, casi se le paró el corazón cuando una voz dijo desde la oscuridad:

—Contraseña o muerte.

—Oh, demonios, Lem, creo que me conoces —respondió Flinch con un susurro.

Sam pudo distinguir la oscura silueta del hombre, brillante por los isótopos radiactivos. Éste asintió.

—¿Quién va contigo? —musitó.

—Sal y míralo tú mismo.

Cuando el hombre reconoció a Sam, se arrodilló en el suelo delante de ella. Con cierta confusión, Sam le tocó la frente levemente y ordenó:

—¡Levántate del suelo!

—Ella quiere saber lo que está pasando sin que nadie se entere —explicó Flinch, dando un cierto énfasis al «ella»—. ¿Puedes ayudarnos?

El hombre volvió a asentir.

—Seguidme sin hacer un solo ruido. Tengo que llevaros más allá de los guardias de la Greenstate. No son muy quisquillosos, pero lo mejor es que no habléis.

Los condujo por una pendiente hacia la oscuridad, y luego por encima de un muro semiderruido. Sam se dio cuenta de que caminaba de forma peculiar, con una rodilla que se caía a medias a cada paso que daba.

En la parte trasera de un edificio de ladrillos, una única ventana brillaba de color naranja con la luz de una lámpara. Situándose debajo, pudieron escuchar una mezcolanza de palabras, algunas audibles, aunque no lo suficiente como para sacarle algún sentido a la conversación. Flinch le hizo un gesto al guardia, y los dos entrelazaron las manos para izar a Sam.

Aferrándose con ambas manos al alféizar de la ventana abierta, y aterrada casi hasta la muerte, Sam escudriñó el interior. La luz no provenía del cuarto que contemplaba, sino de otro adyacente. A través de una puerta, pudo ver una mesa y dos pares de manos apoyadas sobre su superficie. Dos hombres se sentaban a la mesa, uno frente al otro; sin embargo, lo único que podía distinguir de ellos eran las manos.

—… es un hombre que no se encuentra bien —comentó una voz desconocida—. Ante esta indisposición, se me ha otorgado el poder para obrar como su agente.

Se escuchó una breve risa y una segunda voz, la de Keith, dijo:

—Es un truco muy viejo. Si tuviera el poder, no se hallaría perdido aquí, en mitad de ninguna parte, tratando de engañarme para que yo se lo dé. Dejemos de jugar.

—Bueno, valía la pena intentarlo —repuso el extraño con educación—. Y ahora vuelva a explicarme por qué no debería dejar que mis hombres atrapen a su andrajoso grupo.

—En mi campamento hay más de cien personas —replicó Keith con voz paciente—. Muchos poseen un estado de salud razonablemente bueno, unos pocos están preparados, y todos van armados. Puede venir a hacerlos prisioneros, y yo le garantizo que perderá usted a una docena de sus hombres y, al mismo tiempo, desperdiciará un buen número de mineros en potencia. La otra alternativa es que me deje entrar en Honkeytonk con todos ellos; allí serán suyos sin haber tenido que emplear ningún tipo de violencia.

—Interesante. —El hombre meditó durante un rato—. De todos modos, he de comunicarle que esa improbable fábula sobre la hija del coronel Laing…

—¿Qué tiene de improbable? —restalló Keith.

—Bueno…, me parece demasiada coincidencia que en el momento en que a usted le hace falta algo con lo que poder negociar, la hija de la persona más importante de la Deriva se arroje a sus brazos.

—Las coincidencias no existen —afirmó Keith.

—Exactamente lo que yo quería decir.

Después de un momento de irritado silencio, Keith comentó:

—Quizá haya oído hablar usted de un maravilloso invento reciente llamado telégrafo. Opera por el principio de…

—¡Oh, no le hace falta explicarme las maravillas de la ciencia a mí! —interrumpió el hombre con una ironía exagerada—. Estamos bastante al día en Boston, se lo aseguro.

—Entonces, ¿puede explicar usted cómo logré ponerme en contacto con la capital, en Atlanta, y hasta con las autoridades de Richmond, sin tener que viajar a ninguno de los dos lugares? Comprenderá cómo pude pedirle a la Policía Nacional que investigara todos los archivos sobre extranjeros que se encontraran en los Estados Unidos, y cómo entonces pude…

—Es suficiente —cortó el extraño—. Lo he entendido.

Sam cerró los ojos con fuerza, y las lágrimas se negaron a aflorar. Los volvió a abrir, y estaban tan secos como la madera. Soltó las manos del alféizar.

Flinch y su amigo tuvieron que moverse deprisa para sujetarla, ya que ella no se esforzó en detener la caída. Sin embargo, la cogieron sin hacer ningún ruido. Ella les dejó que la condujeran fuera de allí, de regreso al puesto del guardia, donde Flinch preguntó:

—¿Conseguiste lo que buscabas?

Entonces se dio cuenta de que ninguno de los dos había oído nada de la conversación. Sacudió la cabeza: no.

—Volvamos a casa —pidió.

Fue una larga caminata hasta el campamento, y Sam la realizó a ciegas. Flinch cuidó de que no tropezara con nada; no obstante, toda la atención de ella se hallaba centrada en lo que había escuchado. En silencio, repitió una y otra vez las palabras, buscando alguna interpretación —cualquier interpretación— que no fuera la obvia.

Sin embargo, no podía evitarlo. Keith la había entregado al INSG. Incluso antes de conocerla, la había traicionado.

De regreso al campamento, dejó que Flinch la llevara hasta la tienda de Esterhaszy, donde lo despidió. En ese momento no podía volver sola a su tienda. Necesitaba la simpatía de alguien.

—¿Bob? —llamó. Al entrar, vio que él estaba inclinado sobre las pruebas médicas, trabajando sobre una mesa baja e improvisada.

—Bien —dijo él sin volverse—, insististe en joder sin tomar ninguna precaución, y ahora has de pagar el precio.

—¿Qué? —inquirió ella, aturdida.

—Estás embarazada —contestó él, enérgico. Se volvió, y la expresión de desaprobación que mostraba su rostro se desvaneció al verla. Con la boca abierta, se apresuró en ir hacia ella y cogerla por el codo—. Santo cielo, ¿qué te ha ocurrido?

—¿Embarazada? —repitió ella, incrédula. Dejó que la sentara sobre un montón de libros apilados. Lo hizo con las piernas abiertas y los brazos apoyados en las rodillas—. ¡Embarazada! —Comenzó a reírse.

La risa fue en aumento, lenta pero irresistiblemente. Echó la cabeza hacia atrás y aulló. Las carcajadas la llenaron y se desbordaron por su boca. Los jadeos se volvieron sollozos y sacudieron su cuerpo una y otra vez. Le dolieron los pulmones. Se mecía hacia delante y hacia atrás, dominada por convulsiones.

Esterhaszy abofeteó su rostro dos veces, con fuerza, pero ella no sintió nada. Agitaba la cabeza sin parar, gritando de risa.

Y así prosiguió hasta que, en un momento determinado, dejó de prestarle atención a todo y no fue consciente de nada de lo que ocurría a su alrededor hasta la llegada de la mañana.

Hacía calor. Sam miró en torno y se dio cuenta de que se hallaba en un carro cubierto. No tenía nada del encanto que los libros de historia le atribuían…, se trataba simplemente de un carromato con unas argollas de madera y una tela que lo recubría. El aire en su interior no se movía, era casi irrespirable.

—No puedo sentir nada —comentó con voz apagada. Era como si se hallara hueca por dentro.

—No me sorprende —dijo Esterhaszy desde el asiento del conductor—. Después de la sesión de risa de esta noche.

Iban casi en la vanguardia de la procesión, en una posición relativamente libre de polvo. Keith iba delante de todos.

—¿Hice el ridículo? —preguntó Sam.

—Bueno —comenzó Esterhaszy—, sí. Pero, qué demonios…, tarde o temprano todos lo hacemos, ¿no es verdad? —Azuzó a los caballos y los condujo hasta el centro del camino—. ¿Quieres hablar de ello?

Sam le contó, palabra por palabra, todo lo que había escuchado por la noche. Lo recitó sin emoción alguna, sin ningún matiz en la voz; sentía como si todas las emociones hubieran muerto en ella para siempre.

—Jesús —musitó Esterhaszy. Condujo en silencio durante un rato—. Maldición. —Se golpeó la rodilla con un puño, y repitió el gesto varias veces más—. ¿Comprendes lo que tiene planeado? ¡Va a enviar —realizó un gesto con un brazo— a toda esta gente, más de cien personas, a la esclavitud!

Sam se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—¿Supones? —Esterhaszy se volvió para mirarla—. ¿Qué clase de ser frío y sin corazón…? —Se interrumpió de repente—. Lo siento, pequeña. Creo que tampoco se te han dado los suficientes motivos para que te sientas altruista hacia alguien.

Sam volvió a encogerse de hombros.

—Entonces, ¿qué quieres hacer? —le preguntó por fin—. ¿Quedarte ahí sentada?

—Yo…

—¿Sentirte una víctima toda tu vida? —Su voz sonaba ahora despectiva—. ¿Piensas pasárselo a tu hijo y dejar que él también sea una víctima?

—¡Eh, espera un minuto!

Se volvió otra vez para hablarle con un tono de voz bajo y apremiante. Los caballos se desviaron a un lado del camino, y se detuvieron para masticar al lado de unos pequeños olmos.

—¿O vas a actuar de forma socialmente responsable y detener esta peregrinación? Piénsalo. Dispersa a esta gente de nuevo por las colinas, y la Milicia Popular nunca podrá cogerlos. Llévatelos lejos, y vete tú también…, y así Piotrowicz se quedará sin nada para negociar sus pequeñas maquinaciones maquiavélicas. Si deseas venganza, no podrías elegir un mejor medio de llevarla a cabo. ¿Qué dices?

—No —musitó.

—No, ¿qué? —Empezó a conducir a los caballos de nuevo a la procesión.

—No, no pienso hacer nada más. Me encuentro dolida y cansada. Que Keith haga lo que quiera…, no pienso interferir.

—Todavía le amas, ¿eh?

—No…, sí, pero, ¿eso qué importa? —repuso con irritación—. Simplemente estoy cansada.

Sin embargo, el pensamiento de la venganza no la dejaba en paz. La larga mañana se extendió y el sol calentó con más fuerza…, y ese pensamiento volvía una y otra vez a su mente y crecía. El polvo se pegó al rostro de Sam; se quitó una parte de la frente, y lo sintió pesado y arcilloso debajo de las uñas.

Transcurrieron las horas, y las sombras no se movieron. La mañana era calurosa, sin aire, eterna. Los deriveños avanzaban, con las cabezas caídas y los ojos entrecerrados. Su orden no se modificó.

Atravesaban un amplio valle y, sin importar todo lo que marcharan, no lograban acercarse a las colinas. El sol quedó colgado a dos palmos del horizonte y no se movió de allí.

Algo iba mal, faltaba algo. Sam intentó descubrir qué era, ya que necesitaba una distracción que la apartara de la noción de la venganza, que no dejaba de regresar como una carga pesada, difícil e intimidatoria. Meditó con determinación el problema y, por fin —con un sobresalto—, se dio cuenta de que el Reactor había dejado de latir. Sus pulsaciones regulares e inmutables llevaban con ella tanto tiempo que ya había olvidado su presencia. Ahora… había desaparecido.

Más allá del horizonte aún podía sentir la presencia del Reactor, y también veía las líneas de radiación en su piel. Aguardó el latido… Pasaron diez minutos. Quince. El Reactor no palpitó.

La gente avanzaba pesadamente en el mismo orden en el que habían iniciado la marcha por la mañana temprano. Bob incitó a los caballos del mismo modo en que lo había hecho cien veces antes. El sol flotaba inmóvil en el cielo. Repentinamente, todos quedaron atrapados mientras avanzaban a través de unos desperdicios atemporales, a medida que el aire se calentaba y las colinas seguían lejanas.

Finalmente, para que el Tiempo volviera a comenzar, Sam preguntó:

—¿Qué tienes en mente?

Esterhaszy volvió la cabeza para mirarla.

—En realidad, no tengo lo que se podría llamar un plan trazado —admitió—. Tal vez sólo una idea, eso es todo. Sin embargo, el día es largo, dame tiempo para pensar.

El Reactor palpitó. Comenzaron a ascender fuera del largo valle.

Los deriveños ya empezaban a reunirse alrededor de la tienda de Sam, manteniéndose cuidadosamente por detrás de la línea que había trazado Esterhaszy. La procesión se hallaba a un día de marcha de Honkeytonk. La de esta noche sería la última ceremonia de curación.

—He agotado la mitad de mis medicinas en este maldito viaje —gruñó Bob—. Se supone que también son mi paga. —Depositó los maletines al lado de las mantas que había en el centro de la tienda. Eso, más dos banquetas del campamento, eran los únicos muebles…, los demás ya habían sido guardados—. Siéntate, frótate el brazo. Como si te acabara de administrar una inyección. Le oigo acercarse.

La cortina de la tienda se abrió y entró Keith.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Siéntate —repuso Esterhaszy—. Tú eres el siguiente, —limpió una jeringuilla con un algodón empapado en alcohol.

—Claro. —Keith se subió una manga—. ¿Para qué es?

Sam esperaba que su expresión no delatara sus planes; parecía como si hubiera estado ocultando sus emociones toda una eternidad, y ya no estaba segura de que alguna vez volviera a expresarlas abiertamente. Sin embargo, al contemplar en ese momento a Keith, tuvo bruscamente la sensación de que ya no importaba, porque, a menos que Keith quisiera ver las reacciones de la gente, nunca se fijaba en nadie.

—La enfermedad del sueño —explicó Esterhaszy, introduciendo la aguja con la facilidad de la práctica—. Sí, duele un poco, ¿verdad? Ya puedes abrir la mano. —Quitó la banda elástica del brazo de Keith—. Es una buena dosis. Ahora, para quedarme tranquilo, quiero que cuentes desde veinte hacia atrás.

—Veinte —comenzó Keith—. Diecinueve. ¿Qué es esto de la enfermedad del sueño? Dieciséis. —Bostezó—. Eh, tal vez la haya cogido.

—Estoy seguro. —Esterhaszy sujetó al hombre cuando éste se derrumbó—. Échame una mano, ¿quieres, Sam? —Tendieron a Keith sobre las mantas, con la cabeza hacia arriba y un brazo al costado. Bob le desabrochó los tres primeros botones de la camisa y examinó con ojo crítico el efecto, alzándole un poco la barbilla—. Ahí —dijo—. La víctima desmayada.

Se inclinó hacia el cuello de Keith con un bisturí en la mano.

—¡Oh, ten cuidado! —gritó de forma involuntaria Sam.

La cuchilla relampagueó y Sam se echó hacia atrás. Brotó la sangre. Esterhaszy agitó la cabeza de un lado a otro, extendiendo las manchas. Examinó la herida.

—No perderá mucha —decidió.

Comenzó a manchar a Sam con mercurocromo: dos líneas finas que salían desde las comisuras de los labios, una gota en un costado de su barbilla. Una mancha grande y oscura en la parte frontal de su vestido, justo por encima del pecho. Mientras trabajaba en ello, silbaba.

Por fin, se apartó y asintió.

—¡Esto los dispersará! Una vez que vean a su diosa encarnada como una, perdona la expresión, criatura de la noche, habremos destruido cualquier motivo que pudieran tener para quedarse aquí.

Sam se arrodilló al lado de Keith. Se sentía mareada. Esterhaszy entraba y salía, llevándose las banquetas y los maletines, vaciando la tienda. Sam acunó a Keith en sus brazos. Podría haber llorado ante su aspecto tan pálido y vulnerable.

—Siguen viniendo…, ya casi están todos. —Esterhaszy le dio una palmada en el hombro—. Ten cuidado con el palo de la tienda, ¿eh? Tiene que caer hacia delante, pero no olvides que es pesado.

El Reactor palpitó dos veces mientras Sam aguardaba. Contempló el cuello de Keith, la resplandeciente sangre que manaba de él. Con delicadeza, hundió un dedo en ella y lo llevó delante de sus ojos. Lenta y deliberadamente, se metió el dedo en la boca y lo chupó. Era la primera vez en su vida que probaba sangre humana.

Su garganta se cerró con el sabor y estuvo a punto de ahogarse. Quiso vomitar, aunque no lo hizo. Pasado un rato, fue capaz de quitarse el dedo de la boca y esperar con calma lo que tendría que suceder.

Un motor de combustión interna rugió a la vida y mantuvo un gruñido bajo. Ése debía ser Flinch, que no conocía el plan, pero en el que se podía confiar para que hiciera lo que se le pedía.

Al oeste. Samantha se orientó gracias al Reactor, que podía sentir un poco más allá del horizonte, ligeramente hacia el sur.

El sonido del motor cambió a medida que Flinch metía una marcha y pisaba a fondo el acelerador. Se escuchó un tirón del aire cuando la cuerda se tensó y la tienda, bruscamente, fue arrancada del suelo. La tela hizo un bump y desapareció.

El semicírculo de devotos que la esperaban abrieron la boca horrorizados. Unos pocos contemplaron cómo volaba la tienda. Sin embargo, los demás miraron a Sam y la escena que formaba con Keith. Ella alzó la cabeza y los miró, mortalmente asustada. Ellos, a su vez, permanecieron paralizados ante el hilillo de mercurocromo que le chorreaba de los labios.

Torpemente, Sam se puso de pie y salió corriendo en dirección oeste. Esterhaszy la esperaba justo en las afueras del campamento, con el transporte y sus pertenencias preparados. Juraba que los podría sacar de allí a salvo.

Ella corrió, aunque ya no estuvo muy segura de que le importara.

Honkeytonk estaba construido contra la ladera de una montaña, donde los Viejos pozos de las minas se abrían a la superficie. Era una rutilante Meca que simbolizaba el logro humano en la Deriva. Dentro de sus límites no crecía ni un árbol, ni un matorral o una brizna de color verde. Todo eran refulgentes tanques de almacenamiento y resplandecientes torres. Los senderos que comunicaban las barracas entre sí estaban compuestos por escoria apisonada; y los edificios de ladrillo se veían oscurecidos por los humos que salían de las fábricas.

De pie en la pendiente montañosa, Sam dijo:

—Tengo miedo.

Bajó la vista y contempló la ciudad y la única vía de ferrocarril que estaban construyendo, un corte de color marrón que iba en dirección norte y atravesaba el yermo.

No pierdas los nervios, muchacha —dijo Esterhaszy—. Tú y yo ya hemos pasado por lo peor.

Descendieron a la zona de seguridad de tierra pelada que rodeaba la ciudad, avanzando despacio y con las manos vacías. Había guardias de patrulla por doquier. Gente de la Milicia, con sus uniformes azules y los cascos de médula; sus nucleoporos eran de un blanco impoluto.

Fueron detenidos en el perímetro de la zona de seguridad, y se les preguntó qué buscaban.

—He venido a ver a mi padre —comenzó Sam.

—Oh, sí —aceptó el guardia—. Nos avisaron que llegarían. —Chasqueó los dedos, y dos soldados de rango inferior se pusieron en posición de firmes—. Su escolta.

—¿Quién les dijo…? —empezó a preguntar Sam, pero se lo pensó mejor.

Fueron guiados a la ciudad por entre calles casi vacías. En ese momento, Keith pasó a su lado en un saltador eléctrico Cambridge descapotable. Los saludó alegremente con la mano mientras el conductor pasaba de largo; llevaba un fajo de papeles a la vista.

—¿Qué demonios? —murmuró Bob. Sam permaneció inmóvil mientras el coche se perdía calle abajo, en dirección de la Deriva. Se sintió aturdida y abandonada—. Bueno —comentó Bob—, por lo menos no nos guarda ningún rencor, ¿eh?

Llegaron a un edificio federal restaurado en el centro de la ciudad. Allí, después de atravesar una esclusa de aire y una serie de habitaciones protegidas con filtros, su escolta los dejó en manos de otro militar, un hombre alto, delgado y con un pequeño bigote. Les sonrió.

—¿Así que usted es la amada hija de nuestro comandante? —Les ofreció la mano—. Claro que sí. Pueden quitarse las máscaras y ponerse cómodos. ¿Les gustaría limpiarse un poco el polvo?

—Esta joven no ha visto a su padre en mucho tiempo —repuso Esterhaszy.

—Entonces síganme —dijo el hombre—. Los aposentos del coronel Laing están arriba.

Los condujo hasta la segunda planta y, luego, por un pasillo largo y limpio.

—Debo advertirles que el coronel Laing no se encuentra muy bien de salud. Todos estos años destinado en la Deriva…, bueno, al final siempre te coge, sin importar las precauciones que tomes.

Abrió una puerta.

—Llámenme cuando hayan terminado.

El padre de Samantha se estaba muriendo.

Yacía sobre una cama, cubierto por sábanas blancas y apoyado en unos almohadones. Sus facciones aguileñas y orgullosos se veían erosionadas por unas mejillas hundidas y muchas arrugas, el pelo encanecido y ralo por los años. Cuando Sam entró, abrió los ojos y la miró como perdido durante un rato. Luego, el dolor surgió en silencio cuando logró reconocerla a través del pelo rapado y el tatuaje de color Índigo, Las ropas destrozadas y el crecimiento de los años desde la última vez que la viera.

Sam se quedó allí de pie con los ojos secos, mirando al envejecido hombre, sin sentir nada. Cuando él le indicó con un gesto que se acercara, avanzó un paso y le cogió la mano. Era débil y fría. Podría haberle aplastado los huesos con la suya.

—Saman… —comenzó, y se interrumpió con un acceso de tos. Duró una húmeda eternidad. Sonó como si estuviera expulsando los pulmones y fuera a morir en ese mismo instante.

Sam le aferró la mano. Parecía viscosa al tacto.

Por fin, el anciano pudo volver a hablar.

—Buscahuesos —se disculpó, con una voz baja que dejó entrever el dolor—. Te cogen siempre.

Giró la cabeza a un lado, tratando de limpiarse la saliva con las sábanas.

Bob se adelantó y le secó la barbilla.

El coronel Laing miró a su hija, poseído por el horror. Parecía traspuesto por el tatuaje.

—¿Qué he hecho? —gimió. Lágrimas reumáticas inundaron sus ojos—. Tengo… enemigos en Boston. Tuve que enviarte al sur. Podrías haber estado a salvo en los Estados Unidos. Allí no podrían llegar hasta ti… —de nuevo le dio un ataque de tos.

Sam se sentía incómoda.

—Está bien —comentó ella inexpresivamente—. Está bien.

—Te pueden borrar ese tatuaje en Boston —dijo su padre—. Allí disponen de láseres…, pueden quemar la tinta que hay debajo de la piel.

—Sshhh —indicó Sam.

—Pueden hacerlo —insistió con furia el hombre—. ¡Por Dios, todavía mantengo ciertas influencias! ¡Me deben favores! —Sus ojos se apagaron—. Favores.

Luego el anciano se quedó dormido. Sam y Esterhaszy salieron de la habitación andando de puntillas y se reunieron con el militar delgado que les había llevado hasta allí. Los sentó a la mesa de la cocina y sacó una lata de cigarrillos. Sam declinó la invitación y Esterhaszy aceptó. El cuarto se llenó con el olor de la marihuana cubana.

—Debe tener hambre —le dijo el oficial a Sam. Sacó un termo de la nevera y llenó un vaso alto con un líquido rojo y espumoso. Sam lo miró, y luego alzó la vista hacia el hombre.

—Sangre de cerdo —comentó—. No se preocupe, su padre padece lo mismo. Aquí no existe ninguna superstición ante el síndrome del intestino corto. —Cuando Sam comenzó a beber despacio, añadió—: Es algo muy triste. A pesar de todas las precauciones que tomó su padre, no consiguió aislarse de los buscahuesos. Se encuentran en la cadena alimenticia, y un hemófago se alimenta desde la cima de la cadena, ingiriendo la mayor concentración de radioisótopos. Era inevitable que su padre muriera de esta forma.

Esterhaszy sacudió la cabeza en un gesto apenas perceptible. Sam lo notó y dijo:

—No, está bien. Sé cuáles son mis posibilidades desde hace muchos años.

El oficial sonrió, como si reconociera algo en esas palabras.

—Tengo que darles dos malas noticias —comentó—. Lo mejor es que se las comunique rápidamente. Primero, estoy al comente de que, al ser la única heredera del coronel, se sentirá ansiosa por disfrutar de sus riquezas. Sin embargo, ha de saber que no existe la herencia ni nada semejante en la Alianza Greenstate. Nuestra ley lo prohíbe.

Esterhaszy bufó. El oficial enarcó una ceja y comentó:

—Por lo menos, su padre no es lo suficientemente rico como para saltarse esas leyes.

—En realidad, nunca esperé recibir dinero o nada de mi padre —replicó Sam—. Sólo que… Maldición, esperaba sentir algo hacia él, y únicamente es ese anciano que se está muriendo en un ático. No se parece en nada al padre que yo recuerdo, y resulta difícil preocuparse por él, de una u otra forma. El oficial apartó los ojos.

—Sí, bueno… —Titubeó—. La segunda noticia se refiere a su tatuaje. Me temo que esta mañana el coronel firmó un tratado de cooperación con un representante del gobierno de los Estados Unidos y de Filadelfia…

—Keith Piotrowicz —intervino Esterhaszy—. Sabemos todo lo referente a él.

—Bien, pues el tratado estipula que Honkeytonk y los recursos de toda la Deriva sean explotados para el beneficio mutuo de ambos gobiernos. Los Estados Unidos suministrarán…, eh…, el cuerpo de trabajadores.

—También comprendemos eso —afirmó Sam.

—Entonces, ¿podrá comprender que, a causa de una ley relativamente sin importancia, todos los colonos procesados por el INSG son reconocidos como tales por la Alianza? —Esperó y, por sus expresiones, vio que no lo entendían—. Si entra en la Greenstate con ese tatuaje en la frente, será tratada como una criminal.

—Pero…, ¿adónde iré? —se preguntó Sam. Para ella aquello resultaba algo nuevo.

El oficial se encogió de hombros.

—Quédese aquí. Podemos encontrarle un sitio. —Se inclinó hacia delante—. Podemos hacer eso por la hija del coronel.

—No —dijo Esterhaszy—. Yo tengo una casa en un rincón bastante limpio de la Deriva. Allí existe una comunidad de gente afín; era para ellos que quería los suministros médicos. Mi esposa y yo te acogeremos.

—No sabía que tuvieras esposa —comentó Sam.

—Te gustará. Se llama Helga.

Helga era una mujer alta, huesuda y de manos callosas. Le cogió mucho cariño a Samantha. Cuando llegó el momento, le dio una palmada al muslo de Sam y dijo:

—Sí, ahora respira profundamente… eso es. Ahora, empuja. Ya falta muy poco.

Cerrando los ojos con fuerza, Sam repuso:

—Duele, Helga, de verdad que duele.

Esterhaszy le cogió las manos y apretó con calidez.

—Aguanta, jovencita.

Con cuidado y destreza, Helga introdujo la mano en el interior de Sam para guiar la cabeza del bebé y colocarla en posición adecuada.

—Sólo un poco más, cielo. Empuja, Sí, eso es maravilloso. Un poco más. —Apareció un poco de pelo oscuro; ella alzó la cabeza y la adelantó un poco—. Sigue respirando profundamente, cariño, casi ha salido. Ahora, empuja. Sí. Otra vez. Buena muchacha, y…, ¡aquí viene!

Y un diminuto rostro colérico surgió de repente entre las piernas de Samantha. Su piel aún mantenía una leve tonalidad de color lavanda. Abrió la boca para quejarse, y Helga tiró de él hacia el mundo.

El bebé comenzó a llorar; Sam abrió los ojos, confusa.

—¿Qué? —gritó—. ¿Es un…? —Mira a tu hijo, Sammy.

Helga depositó al bebé sobre el estómago de Sam. Ella bajó la mano para acariciarlo. Era tan suave. El cordón umbilical aún salía de su estómago y penetraba en Sam. Lo miró a través de un resplandor de gloriosa alegría. Ya estaba adquiriendo tonalidades rosas.

Sin embargo, como nunca llegó a perder sus dones, también vio las líneas de la radiación corriendo por debajo de su piel. Sam prorrumpió en sollozos. Las lágrimas brotaron de ella y se lamentó por su bebé. No porque fuera un vampiro como ella, ya que comprendía la cuestión de los genes dominantes y se había preparado para ello. Lloraba por el destino que leía en el rostro del bebé.

La gente de las colinas todavía no lo sabían, pero tenían un líder. Alguien que les liberaría de la dominación. Alguien que haría que sus enemigos pagaran caro por todos sus sufrimientos.

Sam lloró, debido a que sabía lo que significaba ser un líder, y sospechaba lo que era ser un héroe.

—¡Es una niña! —anunció con júbilo Bob—. ¡Una niña!