La noche que Jimmy Bowles murió, a Keith Piotrowicz le tocó trabajar hasta tarde en su bodegón. Un cartel en la puerta anunciaba: «Cerrado por Inventario»; la mitad del contenido del sótano había sido colocado sobre el suelo. Una lámpara de metano irradiaba una luz azul por encima de la superficie del mostrador, desapareciendo en la penumbra antes de llegar a las paredes.
Se trataba de un bar que era casi un agujero en la pared, lo suficientemente grande como para disponer de una entrada para señoras, pero demasiado pequeño para llevar un nombre o tener un reservado para esas señoras. Las mujeres compartían tres mesas al fondo del salón. Su dueño anterior, con sarcasmo, lo había llamado «una pequeña mina de oro constante»; luego le fue arrebatado cuando rebajó demasiado la comisión que se llevaban los Mimos.
—Desde marzo pasado, falta un barril de caramelo de veinticinco litros —comentó Keith.
El caramelo se mezclaba con alcohol y agua; así se preparaba la bebida para los consumidores de licores fuertes. Ese brebaje, y la cerveza —que compraba a la persona que le era indicada— era lo único de que disponía para dar a sus clientes.
Su empleado del turno de noche, Jay, sonrió, mostrando varios huecos en su dentadura.
—Sí, me he estado preguntando cuándo se daría cuenta de ello.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? Falta. Quizás alguien entró en el almacén una noche y se lo llevó. Ha desaparecido.
—Oh, claro —dijo Keith—. Alguien entró en el almacén, hizo caso omiso de la señal blanca, y se marchó con un barril de caramelo. Correcto.
Alguien golpeó la puerta.
—¡Está cerrado! —gritó Jay—. Así que me lo comí yo, ¿verdad? Si quiere, descuéntemelo de la paga.
—Maldición, no se trata de un problema de dinero, es una cuestión de confianza. Tú…
Volvieron a aporrear la puerta de forma sonora.
—¡Cerrado, maldita sea! —Jay cogió el mango de una escoba que había sido ahuecada para rellenarla con plomo derretido.
Keith le hizo un gesto para que se quedara en su lugar y repuso:
—Iré yo.
Le quitó el cerrojo a la puerta y asomó la cabeza.
—Hola, Smiley —saludó.
El hombre entró y se sentó ante la barra. Se quitó el sombrero y lo depositó al lado de su codo.
—Cerveza —le pidió a Jay. Luego añadió—: Una gran noche la de hoy, ¿eh?
—Ya sabes cómo son estas reuniones del Consejo —replicó Keith—. Mucha alharaca, aunque siempre se decide todo de antemano.
—Pues lo que yo he oído es que Gambiosi va a tener una de las gordas. —Se bebió media jarra de cerveza de un trago–. Arghh —se quejó, llevándose una mano al costado.
—¿Piensas pagar esa cerveza?
Los ojos de Smiley mostraron una expresión traicionada, como la de un perro favorito que acaba de recibir una patada de su amo.
—Vamos, Keith, creí que éramos amigos.
—Lo único que digo es que, si no pagas por la cerveza, tampoco te quejes de ella.
Smiley recobró el ánimo.
—Son los riñones que me han dado un latigazo. Con este clima, me duelen.
Keith señaló el libro de contabilidad.
—¿Eso es un seis o un ocho?
—Un nueve.
—No lo reconocí.
—¿Qué tal le va a tu negro? —preguntó de repente Smiley—. Todavía está en Jefferson, ¿verdad? —Bebió un largo trago de la cerveza que le quedaba.
—Los médicos dicen que está bastante bien para un hombre en su condición. Y de su edad. Ya sabes cómo son estas cosas. —Keith se encogió de hombros—. ¿Quién lo sabe?
—Tú y él erais bastante amigos, ¿verdad?
—Supongo. —Keith, con un lápiz en la mano, fue recorriendo una columna de números, comprobó veinte artículos en rápida sucesión y dio vuelta a la hoja.
—¿Cómo os conocisteis?
Smiley era así. Sonsacaba constantemente información, casi de forma obsesiva, con la firme creencia de que algún día le serviría para algo. El problema radicaba en que no tenía la más mínima idea de cómo emplearla, razón por la que amasaba una enorme serie de hechos y especulaciones sin objetivo alguno. No obstante, la gente le aguantaba debido a que, en el futuro, se le podía volver a sonsacar la misma información; lo cual, a veces, resultaba útil. Cosa que demostraba que tal vez sí que le servía para algo.
Keith corrigió un número y contestó, sin alzar la vista:
—Bueno, él se interesó por mí cuando yo empezaba…, trató de ayudarme, me dio muchos consejos. Ninguno me sirvió de nada. Y, cuando a mí me empezó a ir bien, tuve que echarle una mano; era lo correcto, ¿no?
Smiley asintió. Podía entender eso; era la forma en que funcionaba su mundo, sobre la base de los favores y la amistad, de las oportunidades compartidas.
—Dicen que el viejo casi te adora. Me han comentado que el mes pasado se emborrachó y fue por ahí diciendo que eras su hijo. —Se rio.
—Sí, bueno, Jimmy puede resultar un pesado sentimental.
Otra persona comenzó a golpear la puerta. El sonido produjo ecos y reverberaciones en el oscuro cuarto. Smiley pareció asombrado.
—¿Qué clase de pesado…, no puede ver que estamos cerrados?
—Smiley…, dedícate a beber tu cerveza. —Keith se incorporó y se dirigió nuevamente a la puerta.
A la entrada había un hombre negro, un ser delgado y de aspecto orgulloso, vestido con uniforme de chófer, con un ramillete de plumas en el bolsillo de la pechera. En el callejón a su espalda ondeaba una bandera americana. En toda Filadelfia sólo existían veinte coches semejantes, y todos pertenecían a los Mimos.
—Por cortesía del señor Gambiosi. —El chófer se llevó brevemente la mano a la gorra—. Quería que usted llegara a la reunión del Consejo a tiempo.
Smiley observaba la escena con interés considerable. Keith casi podía ver las ruedas del coche en movimiento. La reunión del Consejo no estaba programada hasta dentro de dos horas, En ese período de tiempo se podía ir andando ida y vuelta al Ayuntamiento de los Mimos.
—Gambiosi se debe estar poniendo bastante nervioso —comentó Smiley— si…
Jay alzó los ojos al techo.
—Smiley —dijo Keith—, ¿te has detenido a pensar alguna vez que ser un tonto puede que no te proteja toda tu vida?
—Yo…
—Sólo cállate —le aconsejó Keith. Dio media vuelta para marcharse.
El Ayuntamiento de los Mimos estaba prácticamente vacío. El móvil del Fantasma de Calder pendía inmóvil sobre las grandes escalinatas. Despacio, Keith subió entre las dos hileras de maniquíes que mostraban los disfraces de los viejos Clubes de Mimos. Se trataba de grandes bandas, anteriores a la época en que todo se corrompió con la política: Ferko, Fralinger, Clowns de la Libertad, Ucrano-americanos, Sombreros de Copa, Los Originales, Los del Centro…, todos con sus plumas y lentejuelas, los instrumentos musicales sujetos a sus manos, congelados en silencio para toda la eternidad.
El despacho de Keith era pequeño, poco más grande que un cubículo. Se hallaba amueblado con un escritorio y dos sillas, una para los visitantes. No obstante, tenía un cuadro y luz eléctrica. La electricidad provenía del generador de baja potencia emplazado en el viejo dique de Waterworks, en el río Schuylkill, justo detrás del Ayuntamiento de los Mimos. El cuadro era un Chagall; Keith no ostentaba el rango suficiente para poseer un Monet o un Rembrandt. Se llamaba «El abrevadero», y mostraba a una mujer y a un cerdo que bebían de la misma artesa, parecida a un féretro, llena de sangre. La sangre era de un color rojo púrpura, y de sus profundidades emergían burbujas de luz. El cerdo mostraba una expresión maliciosa.
Keith introdujo la llave y abrió su escritorio, extrajo un archivo grueso de un cajón y comenzó a hojearlo. Se hallaba hundido en una lista de productos de la Southern Manufacturing y Biotech que debían ser enviados a la Deriva cuando dos negras manos mofletudas se apoyaron sobre su escritorio. Gruesos anillos de oro se hincaban en la carne, y los diamantes brillaban en ellos.
—Capitán Moore —saludó Keith, incorporándose.
Jason Moore, con un gesto, le indicó que permaneciera sentado. Hizo girar la silla destinada a los visitantes y se sentó a horcajadas en ella, inclinándose hacia delante sobre el respaldo. En esa postura se hallaba casi sobre la mesa, incómodamente cerca.
Moore era el capitán de la Banda del Norte de Filadelfia. Había hombres con más poder que él; no obstante, nadie podía permitirse el lujo de ignorar al jefe del Club de Mimos negros más grande de la ciudad.
—He ido a Jefferson a visitar a su hombre, Bowles. —Moore sacudió pesadamente la cabeza—. Me temo que no le queda mucho tiempo en este mundo.
—Jimmy ya es viejo —admitió Keith—. Pero ha llevado una vida larga y productiva.
—Démosle gracias a Jesús. —Moore entrecruzó sus dos enormes manos—. Quiero que sepa que no ha pasado desapercibido en la comunidad negra el cuidado, sí, incluso el amor, que usted le ha mostrado a uno de los nuestros.
Keith inclinó la cabeza.
—Jimmy es un buen hombre —repuso, sintiendo cierta incomodidad interior—. Un hombre muy bueno.
—¡Amén, hermano! ¡Amén! He venido aquí para decirle que mantendremos un mensajero en Jefferson las veinticuatro horas para que, si la condición del señor Bowles cambia, se lo haga saber.
—Vaya, eso es muy generoso por su parte —replicó Keith con cautela.
—No, no, no es nada. —Las mofletudas manos se adelantaron y se apoyaron en los hombros de Keith, presionaron un poco y se apartaron. Moore se echó hacia atrás y se puso de pie—. Lo hago porque me gustaría pensar que soy su amigo.
Keith se incorporó. Reconoció de inmediato el juego del otro.
—Gracias, señor. A mí también me gustaría pensar que soy su amigo.
Los pequeños ojos de Moore resplandecieron. Asintió y dio media vuelta para marcharse, y en la puerta casi chocó con Gambiosi. Moore fue el primero en apartarse.
—Me alegra verte, Joe —dijo—. Espero que nos volvamos a ver en el Consejo.
—Sí, estoy ansioso por que llegue el momento —replicó Gambiosi.
Sin embargo, cuando Moore se marchó, se dejó caer pesadamente en la silla.
—Jesús. —Sacó un pañuelo grande, de color blanco, y se secó la frente—. Ese hijo de puta. Esta noche va a arrojarme a los lobos.
—Mire —comentó Keith—. Ya lo hemos hablado. Nos lo sabemos de memoria. Disponemos de todas las respuestas que puedan querer conocer. Saldrá de ésta oliendo a rosas.
—Sí, sí, pero yo no lo creo. —Gambiosi dobló con cuidado el pañuelo y se lo guardó—. ¿Qué se sabe sobre tu negro?
—Se encuentra con respiración artificial. Nadie espera que dure mucho.
—Bueno, ya es viejo —repuso Gambiosi. Contempló durante un rato el Chagall en silencio y, apartando la vista, sacudió la cabeza—. Qué cosa espantosa.
—Podríamos repasar otra vez las proyecciones de la biomasa. Gambiosi inclinó lentamente la cabeza, hasta que le quedó directamente sobre las rodillas. Posó las manos sobre las piernas y presionó levemente, como si deseara mantener apartada la cabeza de las piernas.
—¿Para qué sirve? Mordí más de lo que podía masticar, y ahora voy a ahogarme con el bocado. Dentro de un par de horas todo pasará a tus manos. —No lo entiendo. Gambiosi alzó la vista, furioso.
—Ahórrate toda esa mierda, ¿quieres? Sé cómo te has ido metiendo en mi terreno. Ha pasado mucho tiempo desde que me encargo del programa de reasentamiento. Infiernos, incluso desde el comienzo las decisiones eran tuyas. Cuando esta noche me formulen las preguntas, no tendré ninguna respuesta que dar. Porque ya no sé qué es lo que está pasando. —Keith guardó silencio—. Quiero decir, no hay resentimientos ni nada parecido. No es como si lo hubieras hecho de forma deliberada. Simplemente…, no quiero que pienses que no lo sé.
—¿Capitán Gambiosi?
Gambiosi giró en la silla para enfrentarse a los dos oficiales del juzgado que aparecieron en el umbral.
—Muchachos, ¿os importa que tenga unas últimas palabras con mi ayudante?
Los oficiales se miraron.
—Diez minutos —concedió uno, y se retiraron al pasillo, cerrando la puerta detrás de ellos.
—Sólo necesito dos —dijo Gambiosi. Luego, dirigiéndose a Keith, añadió—: Mira, puedo hundirte conmigo.
Keith se le quedó mirando. Gambiosi le devolvió la mirada con firmeza, a través de unos ojos que mostraban un cansancio infinito.
—No obtengo ningún beneficio en machacarte, muchacho; pero te juro por Dios que lo haré. Si no crees que puedo hacerlo, ponme a prueba.
—¿Qué quiere? —preguntó Keith con voz pausada.
—A mi hijo, Tony. Le tengo preparado un buen trabajo como recolector al sur de Fily. No hace falta gran cosa para llevarlo a cabo; se las arreglará.
—De acuerdo.
—Sí, y uno de estos días meterá la mano en la hucha más de lo necesario y lo atraparán, ¿lo sabes?
—Haré lo que pueda —repuso Keith—. No obstante, tiene de saber que en esos casos…, el límite es una sola vez. Podré salvarlo en la primera ocasión; después, no lo sé.
—Sólo necesita una. Si cae dos veces en una estupidez semejante, se merecerá lo que le den. No te pediría nada que tú no pudieras solucionar.
—Muy bien —afirmó Keith—. Seguro, podré arreglarlo. Tiene mi palabra.
Gambiosi suspiró y sacudió la cabeza. Despacio, se puso de pie, como si al tomarse su tiempo pudiera detener su futuro.
—Si ves a Jimmy, dile que deseo que se ponga pronto bien.
El Consejo llevaba reunido más de una hora antes de que llamaran a Keith. Esperaba sentado en la antecámara, hojeando ociosamente sus carpetas. Pareció que había transcurrido una eternidad cuando los oficiales del juzgado vinieron a buscarle.
Lo escoltaron a través de un arco al interior de la sala del Consejo, con sus viejas columnas de piedra y baldaquines. La sala, originalmente, había formado parte de un museo hindú, que fue desmantelado y saqueado durante el siglo XIX embarcándolo todo para Filadelfia. Lo montaron allí otra vez como parte del ala oriental del Museo de Arte. Los Bodhisattvas y demás deidades paganas les miraban desde el techo y las columnatas con ojos maliciosos.
Gambiosi ya estaba perdido.
El corpulento hombre se hallaba pálido y sudoroso. No alzó la vista cuando entró Keith, sino que mantuvo los ojos bajos, fijos en la madera que había entre sus manos. Los otros miembros del Consejo, capitanes de los Clubes de Mimos más poderosos de la ciudad, se sentaban alrededor de la ancha mesa, con aspecto que iba desde la tranquilidad y el aburrimiento hasta la desaprobación.
Por primera vez, a Keith se le ocurrió que quizá no saliera de ésta incólume. De una forma fugaz, lamentó haber puesto en marcha toda la maquinaria.
—Señor Piotrowicz —saludó el capitán Moore con vigor. Bajo la tenue luz, su piel oscura parecía ominosa, su masiva corpulencia imponente—. Su superior nos ha informado que existe un plan complicado e inteligente para imponer el orden en el caos en que se ha convertido el programa de reasentamiento.
Parecía un ataque; pero, de hecho, Moore le había proporcionado la mejor entrada que cabía esperar.
—Sí, señor —replicó—. Creo que así es.
El Consejo hizo que Keith saliera de la sala para llevar a cabo sus deliberaciones secretas. Sin embargo, él ya sabía de qué lado se decantarían. Se los había ganado a todos. El poder que Gambiosi tuvo en sus manos estaba ahora en las suyas.
Había sido una larga noche, y Keith se sentía agotado. Regresó a su despacho para guardar la documentación en los archivos. Entonces, puesto que tenía que aguardar el juicio final del Consejo, sacó de nuevo la lista de peticiones y empezó a tachar algunos artículos que no eran imprescindibles. Se sumergió en el trabajo, y no tenía idea del tiempo que había transcurrido cuando alguien tosió ligeramente en la puerta, anunciando su presencia.
Alzó la vista. En el umbral vio a un niño negro, de unos diez años. Se trataba de un mensajero.
—Jesús, ¿qué es esto…, la noche de los negros? —exclamó Keith. El niño mostró un escalofrío, pero, por lo demás, permaneció inmóvil—. Bueno, vamos, suéltalo.
Tomando una rápida bocanada de aire, el muchacho anunció:
—De parte del capitán Moore, señor, vengo a comunicarle que el señor Bowles murió en el hospital Jefferson esta noche a las diez y diecisiete minutos.
El pasillo estaba vacío; Keith pudo escuchar unas pisadas en el otro extremo, luego silencio. Al cabo de un minuto dijo:
—Muy bien, gracias; ya puedes marcharte.
Keith permaneció mirando la puerta cerrada una eternidad, esperando que de sus ojos brotaran las lágrimas. No obstante, ahí no había nada.
Se inclinó sobre sus papeles.